Cada vez que el hombre calvo trataba de conciliar el sueño, sus sueños se convertían inevitablemente en una pesadilla espantosa. Se despertaba casi apenas había empezado a adormilarse, pero entonces él veía que su sueño no hacía otra cosa que reflejar la realidad. Su pesadilla era solamente un recuerdo de la extendida destrucción que habían afrontado durante su viaje desde Arabel hasta el lugar donde antes había estado el castillo de Kilgrave.
Y el hombre calvo intuía que en aquellos momentos acampaba cerca del lugar que había sido el centro de la tormenta sobrenatural que se había desencadenado. Sus efectos habían llegado casi hasta Arabel, y allí habían cesado. Los habitantes de la ciudad amurallada agradecían que sus casas se hubiesen salvado, si bien no había más que mirar desde las torres de vigilancia para ver cómo había cambiado sorprendentemente el paisaje y comprender lo cerca que había estado la ciudad de la destrucción.
La diosa Tymora había sufrido un ataque que la había dejado agonizando el día en que el cielo se llenó de aquellas extrañas luces procedentes del norte. Luego la diosa entró en un profundo trance del cual no se había recuperado todavía cuando el hombre calvo y la Compañía del Amanecer salieron de la ciudad en busca de Kelemvor y sus cómplices. Los seguidores de Tymora se turnaban para velarla constantemente, pero ésta se limitaba a permanecer sentada en el trono, sorda a sus llamadas, mirando fijamente algo que estaba más allá del limitado alcance de los sentidos humanos.
Después de apartar de sí las pesadillas y los recuerdos, el hombre calvo trató de volver a conciliar al sueño. Por la mañana, él y sus hombres abandonarían aquel lugar hermoso que habían encontrado, una preciosa columnata que antaño podía haber sido un lugar sagrado dedicado a los dioses y que no había sufrido los efectos de la destrucción. La fresca y cristalina agua de la maravillosa charca sirvió para refrescar a sus hombres, pero éstos no pudieron eliminar los recuerdos de la gran destrucción de la que habían sido testigos.
Aun cuando el hombre calvo no era un adorador de los dioses, rezó brevemente a Shar, la diosa del Olvido. Cuando parecía que su oración iba a ser recompensada, se oyó un grito en la noche. El hombre calvo se puso en movimiento.
—¡Aquí! —gritó uno de sus hombres señalando a un guerrero rubio que había sido levantado del suelo por el cuello. La piel del agresor era blanca como el yeso y la luz de la luna reflejaba un brillo sobrenatural en la criatura sin cabeza.
—¡Las estatuas! —dijo otro hombre—. ¡Tienen vida!
El hombre calvo oyó las pisadas en tierra y se volvió para encontrarse cara a cara con la estatua de dos amantes juntos; la carne de piedra de la mano y el brazo del hombre se unía a la espalda de la mujer. Cuando los amantes de piedra se adelantaron lo hicieron moviéndose al unísono y con una velocidad para la cual no estaba preparado el hombre calvo.
Se oyeron gritos en medio de la noche.
Detrás de Kelemvor y sus compañeros se veían las montañas del desfiladero de Gnoll, pero los jinetes apenas miraban hacia atrás. De haberlo hecho, habrían visto que las montañas resplandecían contra el claro azul del cielo, como si los altos picachos poseyesen la consistencia de una ilusión.
La decisión de seguir la carretera del norte y pasar por Tilverton en lugar de arrostrar el campo abierto fue unánime. Ni siquiera Kelemvor puso objeciones al cambio de planes, a pesar de la prisa que tenía por llegar al valle de la Sombras y terminar aquel trabajo. Habría discutido antes de que los caballos de carga muriesen y las provisiones se convirtiesen en polvo, pero en aquellos momentos estaba claro que tenían que parar y conseguir nuevas provisiones antes de cruzar el Desfiladero de las Sombras y seguir hacia el valle del mismo nombre.
Durante casi todo el día, Kelemvor y Adon siguieron compartiendo un caballo, al igual que Medianoche y Cyric. Después de la falta de provisiones, esto era lo que más enojaba a los héroes, de modo que el humor de los caballos y los jinetes no tardó en estar a la par.
Al final de un largo día, los héroes estaban en las extensiones gris pálido de las traicioneras Tierras de Piedra, cuando distinguieron a unos viajeros a medio kilómetro de la carretera. Al principio aquella zona parecía llana y segura, una alternativa invitadora al escabroso y tortuoso camino que tenían delante. Pero a medida que se fueron acercando se hicieron patentes las estribaciones y declives de la zona cuidadosamente disfrazadas.
Los viajeros, aparentemente, se habían apartado de la carretera en un intento de atajar y acortar así el tiempo de su viaje. De pronto, su carro tropezó con un hoyo y volcó, aplastando a los caballos bajo su peso. Sobre el suelo llano y gris se veían cuerpos tumbados y el viento llevó hasta los oídos de los aventureros los sollozos de una mujer. Cuando Kelemvor apartó la vista, Adon fue el primero en acosarlo.
—Nosotros no podemos hacer nada —dijo Kelemvor—. Las autoridades de Tilverton pueden mandar a alguien.
—¡No podemos dejarlos! —replicó Medianoche, escandalizada ante la actitud de Kelemvor.
—Yo sí puedo —dijo Kelemvor moviendo la cabeza.
—Debería sorprenderme —le dijo Medianoche—. Sin embargo, en cierto modo no me sorprende. ¿Para ti todo tiene un precio, Kel?
Kelemvor fulminó a la maga con la mirada.
—No podemos volverles la espalda —dijo Adon apasionadamente—. Puede haber algún herido que necesite las atenciones de un clérigo.
—¿Qué puedes hacer tú por ellos? —dijo Cyric de malos modos—. Ni siquiera puedes curar.
Adon bajó la mirada.
—Soy consciente de ello.
Medianoche se volvió hacia Kelemvor.
—¿Qué dices, Kel?
La mirada de Kelemvor era glacial.
—No tengo nada que decir. ¡Si tú quieres darte el gusto de semejante locura, puedes hacerlo sin mí! —Miró a Medianoche—. A menos, por supuesto, que me ordenes que vaya.
Medianoche apartó la vista del guerrero y se volvió a Cyric, que compartía su caballo. El ladrón hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y al galope se dirigieron al lugar donde se hallaban los viajeros accidentados.
Las súplicas de Adon cayeron en saco roto, hasta que al final Kelemvor saltó del caballo e indicó al clérigo mediante un gesto que se fuese.
—Ve si debes ir —le dijo Kelemvor—. Yo os espero aquí.
Adon miró al enfadado guerrero con una mezcla de piedad y desconcierto en sus ojos.
—¡Vete, he dicho! —gritó Kelemvor para luego dar una palmada al caballo y lanzar a éste a una frenética carrera para alcanzar a Medianoche y a Cyric.
El caballo de Medianoche cubrió rápidamente la distancia, pero la mujer que sollozaba no pareció advertir la llegada de los jinetes. Cyric y Medianoche llegaron a su altura y vieron en su blusa azul sangre de un feo color marrón, las piernas desnudas y bronceadas y las manos, en aquellos momentos moviéndose sobre el cuerpo de un hombre tumbado en el suelo, con un aspecto duro y encallecido. Su pelo rubio y fuerte le caía despeinado sobre el rostro. Estrechaba al hombre contra su pecho y lo mecía dulcemente.
—¿Estáis heridos? —preguntó Medianoche mientras saltaba del caballo y se acercaba a la mujer.
La maga se dio cuenta de que la mujer que tenía delante era más joven de lo que había pensado en un primer momento. De hecho, apenas era lo bastante mayor como para merecer el honor del anillo de boda que adornaba su mano.
El hombre llevaba puestos unos ceñidos pantalones de cuero y botas de suelas muy desgastadas. Llevaba una arrugada camisa azul pálido, con una mancha de un rojo pardusco. La maga no vio armas cerca del hombre muerto.
No fue hasta que Adon llegó a la altura de sus amigos cuando Cyric cayó en la cuenta de que, en la mano del hombre muerto, no había anillo de boda.
—¡Atrás! —gritó el ladrón, pero seis hombres aparecieron de pronto de las arenas grises y rodearon a los héroes.
El hombre muerto sonrió, dio a su «esposa» un rápido beso y se apoderó de un espadón que había sido medio enterrado en las oscuras arenas sobre las que estaba sentado. La mujer sacó a su vez dos dagas de debajo de sus piernas, luego saltó ágilmente sobre los pies y se puso en cuclillas para recibir a los otros, que se iban acercando a sus presas formando un círculo cada vez más estrecho.
Kelemvor, desde la carretera, lanzó una maldición cuando vio la trampa que les habían tendido. El guerrero recordó que las condiciones que le había impuesto Medianoche eran defenderlos y echó a correr hacia las figuras lejanas. Sin embargo, cuando estaba sacando la espada de la funda, algo pasó como un rayo junto a una oreja del guerrero. Notó una brisa fría y el objeto pasó silbando. Kelemvor vio una flecha de punta de acero caer en la arena.
Kelemvor oyó gritos de hombres detrás de sí. Ignoró las voces airadas y concentró su atención en el sonido de arcos al tensarse y luego ser aflojados. El guerrero se volvió y cayó de rodillas a la vez que su reluciente espada hendía dos de las tres flechas que sin duda alguna habrían acabado con él.
Kelemvor se encaró con tres arqueros que habían salido de las inmundas arenas al otro lado de la carretera. Estaban preparando otra tanda de flechas. En la distancia, detrás de Kelemvor, se oyó el chocar de acero contra acero y supo que Medianoche, Cyric y Adon luchaban también por sus vidas.
—¡No tenemos nada! —gritó Kelemvor cuando los arqueros soltaron la lluvia de flechas.
Rodó por el suelo para esquivar la nube de dardos. Una flecha pasando sobre su cabeza puso de manifiesto lo desesperado de la situación del guerrero. Allí adonde se dirigiese, uno de los tres arqueros se anticiparía finalmente a sus movimientos. Su armadura poca protección le ofrecía contra los arcos y la vulnerabilidad añadida de su cabeza desnuda suponía un blanco tras el cual ya andaban los expertos arqueros.
Éstos empezaron a avanzar y cruzaron la carretera. Se atrincheraron en unas nuevas y más cercanas posiciones y probaron otra táctica: alternar sus asaltos, es decir, el tercer arquero lanzaba su flecha mientras el primero estaba apuntando, de modo que había momentos en que Kelemvor se enfrentaba a una constante lluvia de flechas.
Al otro lado de los campos de piedra y arena, junto al carro volcado, la batalla se había convertido en una lucha desesperada. Medianoche alcanzó a distinguir una ballesta apuntando a la espalda de Cyric. Lo primero que se le ocurrió fue lanzar un hechizo para salvar al ladrón, pero no hubo tiempo para formular un encantamiento ni modo de saber si saldría bien o mal. Se agachó hasta ponerse en cuclillas y lanzó una de sus dagas a la garganta del agresor. La flecha de acero salió como un rayo y pasó sobre la cabeza de Cyric sin causarle daño alguno.
Ajeno al intento que el hombre de la ballesta había llevado a cabo contra él, Cyric luchaba con el líder de los bandidos. Su hacha de mano había demostrado ser una defensa poco efectiva contra el espadón de su adversario, de modo que el ladrón hizo una finta a la izquierda a fin de acortar la distancia con el hombre y poder así desarmarlo. Pero el espadachín no se dejó engañar por la treta de Cyric y su arma pasó a unos centímetros de la garganta de su adversario. El ladrón rodó por el suelo y logró derramar las primeras gotas de sangre cuando su hacha se hundió profundamente en el tobillo del bandido, casi cercenándole el pie. Cayó el espadachín no sin antes arremeter con su espadón con la intención de destripar a Cyric, pero éste se apartó de la trayectoria del arma rodando por el suelo y levantó el hacha con todas sus fuerzas. El bandido no emitió rugido alguno cuando el hacha se hundió en su garganta.
Cyric sacó el hacha ensangrentada del cuerpo del espadachín y un agudo y penetrante dolor recorrió su organismo cuando una de las dagas de la «esposa» del bandido hizo blanco en él.
En la periferia del círculo formado alrededor de Medianoche y Cyric, Adon era arrastrado por el caballo de Kelemvor. La maza de guerra se soltó de la cuerda que lo sujetaba al costado y cayó al suelo; Adon lo siguió, agarró el arma pero en ese momento vio una bota que se movía para pisar su mano. Adon se agarró a la bota y tiró con fuerza. Al cabo de un momento, el de la bota caía al suelo y Adon lo aporreó con la maza. Pero enseguida tuvo que dar un salto hacia adelante para esquivar apenas una puñalada que lo habría dejado sin una buena parte de su hermoso y bien peinado cabello, así como sin cuero cabelludo. Arremetió también contra este adversario.
Adon oyó un ruido detrás de sí. Se volvió y vio a un hombre de aspecto asqueroso que corría hacia él con una espada corta apuntada directamente a su corazón. Antes de que el clérigo tuviese siquiera tiempo para reaccionar, el cuerpo de otro bandido dio de lleno contra el hombre de la espada corta, y éste cayó desplomado al suelo. Adon levantó la vista y vio a Medianoche en pleno duelo cuerpo a cuerpo con un guerrero fornido, que hincó la rodilla en el estómago de Medianoche, juntó las manos y, empuñando el acero, las levantó sobre su cabeza y se preparó para abrir de un golpe la cabeza de Medianoche con sus fortísimos puños.
Adon recordó sus largas horas de estudio y echó a correr con el tiempo justo de golpear la parte más estrecha de la espalda del hombre rompiéndole el espinazo instantáneamente. El bandido cayó hacia atrás con los ojos en blanco y Adon se apartó a un lado para seguidamente ayudar a Medianoche a ponerse de pie. Ella lo miró incrédula.
—¡Un seguidor de Sune debe estar adiestrado para proteger los dones que tan generosamente le ha otorgado su diosa! —dijo Adon sonriendo.
Medianoche estuvo a punto de echarse a reír, luego dio un empujón al clérigo para que se apartase y lanzó un hechizo que hizo que un nuevo agresor se detuviera en seco sobre sus pasos y soltara las armas que llevaba. El hombre se estremeció como si algo espantoso estuviese creciendo dentro de él, luego puso los ojos en blanco, su carne se oscureció y se volvió de piedra. De uno de sus ojos brotó una trémula lágrima.
Medianoche se quedó horrorizada. Había derribado a un niño, no tendría más de quince años. Ella sólo había querido alzar un escudo para desviar la puñalada que estaba a punto de dar. ¿Cómo podía haberlo convertido en piedra?
La estatua explotó lanzando trozos de piedra oscura en todas direcciones.
Cyric, que estaba lo bastante cerca como para haber oído la explosión, se desprendió de la muchacha de mirada salvaje que trataba de asestarle puñalada tras puñalada, sintió un flujo caliente de sangre chorrear por sus piernas desde la herida que tenía en uno de los costados y, cuando se movió, el dolor fue más lacerante. Cayó sobre el cadáver del espadachín, cuya arrugada camisa azul pálido tenía ahora manchas carmesí brillantes. La muchacha intentaba apuñalarlo en el pecho, de modo que Cyric aprovechó la oportunidad y le agarró la muñeca con una mano y la garganta con la otra.
El ladrón pensó que no era más que una niña, pero ésta, con la mano libre, se aferró a su rostro desnudo y le clavó las uñas en la carne. Cyric retorció la mano que empuñaba la daga hasta que oyó crujir los huesos, luego apartó a la muchacha y la derribó al suelo. Se oyó un sonoro crujido en la cabeza de la muchacha y los ojos se volvieron vidriosos cuando la vida se fue apagando en ellos. Un chorro de sangre manó de su boca y fue bajando en cascada por el cuello hasta que llegó a la parte superior de sus pechos.
Estaba muerta.
Algo oscuro y horrible se regocijó dentro de Cyric ante el hecho, pero una parte más brillante de su alma apartó estos pensamientos de su mente.
Cyric oyó un ruido detrás y se volvió. El dolor de la herida se hizo de pronto insoportable y el ladrón cayó desplomado al suelo, sobre el cadáver de la muchacha. Aun cuando no podía moverse, veía a Medianoche y a Adon desafiando a los restantes miembros de la banda de rufianes.
Entre los dos agresores sumaban menos de cuarenta años y, por consiguiente, no fue sorprendente que se diesen media vuelta y corriesen a protegerse al otro lado del carro volcado. En tono brusco, dieron órdenes a sus supuestamente heridos caballos para que se levantasen y limpiaron los flancos de los animales de la porquería allí acumulada.
Cyric vio que Medianoche escudriñaba la zona, hasta que lo descubrió. Cuando ella y Adon llegaron corriendo junto a él, levantó una mano. Al poco rato tenía la cabeza sobre el regazo de Medianoche y la mano de ésta acariciaba dulcemente su pecho. Él la miró y después, aliviado, dejó caer la cabeza hacia atrás. Medianoche le acarició la frente. La expresión de la muchacha cambió de pronto.
—¡Kel! —exclamó en voz baja.
Cyric se dio cuenta de que estaba mirando hacia la carretera. Volvió la cabeza en esa dirección y vio que Kelemvor estaba sitiado por una pequeña banda de arqueros. Medianoche llamó a Adon y el clérigo se hizo cargo de Cyric mientras la maga empezaba a correr hacia allá.
—¡Medianoche, espera! —gritó Adon—. ¡Sólo lograrás que te maten!
Medianoche vaciló. Sabía que Adon tenía razón. Kelemvor estaba demasiado lejos. Aunque llegase a su lado, su daga no serviría de nada contra las flechas. Sólo con la magia podía salvar al guerrero. Pensó en el muchacho que había matado sin querer y en su mente aparecieron las imágenes del cuerpo de piedra estallando.
Cuando los presentes de Mystra se habían desmenuzado hasta convertirse en polvo, Medianoche recuperó una bolsita de diamantes también reducidos a polvo. Después de recitar el hechizo para crear un muro de fuerza, Medianoche metió la mano en la bolsa y sacó una pizca de polvo de diamante entre los dedos. Arrojó el polvo en el momento adecuado y apareció un rayo cegador de luz azulada y blanca que desplazó a Medianoche del lugar cuando una compleja forma de luz se formó en el aire donde ella estaba. Con la sensación de que le habían arrancado una parte del alma, Medianoche miró la carretera y vio que la forma de luz se desvanecía.
El muro no apareció.
Embargada por la frustración, Medianoche echó la cabeza hacia atrás. Estaba a punto de lanzar un grito de rabia cuando algo apareció en el cielo.
Se trataba de una enorme abertura en el aire, una masa que se arremolinaba con unas luces de todos los colores que iluminaban al espectro que podía verse dentro. La abertura apareció en forma de moneda puesta de canto y lanzada al cielo y, a medida que fue aumentando de tamaño, empezó a ocultar el sol.
Junto a la carretera, Kelemvor no cejaba, a pesar de que los arqueros se iban acercando. Oyó un rugido cerca de su oreja, pero imaginó que era efecto de las heridas que había sufrido. Dos arqueros habían logrado ya traspasar su zona de defensa, pero Kelemvor ignoró el dolor que sentía en su pantorrilla derecha y en su brazo izquierdo.
Los arqueros avanzaban, listos para acabar con el guerrero, cuando se detuvieron de golpe.
Los bandidos empezaron a retroceder a la vez que señalaban el cielo y Kelemvor se preguntó si se habrían quedado, por fin, sin flechas. Dos de los arqueros arrojaron sus armas cuando Kelemvor advertía que la sombra donde él se hallaba se estaba oscureciendo. Entonces, un enorme y oscuro velo cayó sobre la tierra y los arqueros se pusieron a gritar en un idioma que Kelemvor no comprendía y echaron a correr en dirección a Arabel.
Kelemvor levantó la vista. Todos los arqueros quedaron inmediatamente olvidados. La abertura se estaba haciendo mayor y Kelemvor dio un torpe paso hacia atrás cuando algo que parecía ser un ojo increíblemente grande se asomó por el enorme agujero del cielo; luego desapareció.
Kelemvor se volvió y escudriñó el campo de batalla en busca de Medianoche, Cyric y Adon. Era difícil distinguirlos a causa de la oscuridad que caía sobre toda la zona, pero el guerrero pudo comprobar que dos de las figuras estaban todavía en pie. Parecían estar llevando a alguien.
Adon, pensó Kelemvor. ¡Los bandidos habían matado al pobre e indefenso Adon!
A pesar de la sangre que había perdido y del dolor que sentía, Kelemvor corrió en dirección a las figuras lejanas.
Al otro lado del campo, Cyric había visto también el ojo. Llevaba la cabeza ladeada mientras Medianoche y Adon lo conducían a la relativa seguridad del carro volcado y lo colocaban en el suelo.
La tierra se estremeció.
—¡No me dejéis! —dijo Cyric.
Medianoche lo miró, perpleja. Le acarició una mejilla.
—No —se limitó a decir.
Antes de perder el conocimiento, Cyric vio una figura que, procedente de la carretera, se acercaba por entre el torbellino cegador de arena y polvo.
Medianoche fue corriendo al encuentro del guerrero mientras éste bregaba con la arena y, con su ayuda, Kelemvor llegó al carro. Entonces el viento cercenó una buena parte de éste. Las planchas de roble crujieron terriblemente para luego romperse y volar por los aires.
—¡Tenemos que marcharnos de aquí! —gritó el guerrero, pero apenas oía su propia voz en medio de los susurros del viento.
—Cyric está herido. No podemos dejarlo —gritó Medianoche.
—¡Cyric! —gritó Kelemvor, sorprendido, y una pared de arena se abalanzó sobre él. El guerrero volvió la cara hacia el viento—. ¿Se le puede mover?
—¡No! —gritó Medianoche—. ¡Adon le está curando las heridas lo mejor que sabe!
Se oyó un ligero silbido y del suelo que había junto a la pareja empezó a salir vapor. Cuando Medianoche alzaba las manos y se preparaba para lanzar otro sortilegio, el aire cercano crujió apareciendo un borde de estrellas blancas y se abrió un agujero del tamaño de un hombre.
Un anciano con un enorme bastón en la mano izquierda salió de la abertura. Su rostro, aunque surcado de arrugas, tenía una agudeza que evidenciaba de modo inconfundible su apenas contenido enojo. Tenía el entrecejo fruncido y su barba blanca como la nieve le llegaba hasta el pecho. El hombre llevaba un sombrero ancho y un simple manto gris. Miraba a Medianoche.
—¿Por qué me has llamado? —preguntó.
Medianoche abrió los ojos de par en par.
—¡Yo no te he llamado!
El anciano elevó la mirada hacia la cada vez mayor abertura del cielo. Unas luces extrañas habían empezado a moverse por la grieta. Con los ojos entornados, señaló la abertura.
—¿Eres tú la responsable de esto?
—Yo no pretendía…
Después de levantar una mano para que guardase silencio, el anciano sacudió la cabeza y le dio la espalda a Medianoche.
—Deberías saber que hay formas más sencillas para llamar mi atención. Habrías podido ir al Valle de las Sombras, por ejemplo.
—¡Elminster! —exclamó Medianoche.
De pronto, los vientos la aislaron del anciano. El polvo se despejó y ella vislumbró un movimiento procedente de donde se hallaba Elminster. La niebla gris se dividió y dejó al descubierto un movimiento de manos aparentemente frenético, unido a la inconfundible voz del sabio elevándose a unos niveles que atravesaron los vientos. A continuación la niebla envolvió una vez más a Elminster para, tras un instante, desvanecerse una sección de la niebla y aparecer el sabio ante ella.
—¿Sabes lo que es esto? —exclamó Elminster, con una impaciencia demasiado evidente a la vez que señalaba el cada vez mayor agujero en el cielo. No esperó respuesta—. ¡Es el efecto directo del Hechizo de la Muerte de Geryon! Los sortilegios de este tipo están completamente prohibidos, si bien resulta difícil castigar a los transgresores, pues por regla general mueren antes de que el hechizo llegue a este punto. —Elminster suspiró profundamente—. Además, el propio Geryon murió hace más de cincuenta años.
El rugido procedente de arriba se hizo más fuerte.
—¿Puedes pararlo? —gritó Kelemvor.
—¡Claro que puedo pararlo! —chilló a su vez el anciano sabio—. ¿Acaso no soy Elminster? —Luego volvió a mirar a Medianoche—. ¿Está este hechizo escrito en alguna parte?
—No —contestó Medianoche.
—¿Puedes volver a formularlo, aunque sea por otros medios?
Medianoche sacudió la cabeza.
—No —fue su respuesta—. Ha surgido accidentalmente.
—Muy bien —dijo Elminster—. Considérate advertida. Un hechizo de este tipo es muy peligroso.
La abertura estaba bajando. Elminster miró hacia arriba y se apartó de Medianoche y de Kelemvor para concentrar su atención en el agujero del cielo.
El guerrero y la maga se quedaron boquiabiertos y sin poder articular palabra mirando al anciano.
Las envejecidas manos del gran mago se movían con sorprendente velocidad y él cantaba con una voz profunda y sonora. Fue rodeado por un campo de relucientes energías, una lluvia de estrellas que atravesaban el pesado velo de vientos grisáceos. Mientras Elminster trabajaba en el hechizo, gotas de sudor empezaron a perlar su frente; luego, se fue formando un tejido de ojillos resplandecientes entre sus dedos. Antes de llegar a su total realización, el tejido cayó hacia dentro y un disco plateado que daba vueltas quedó colgando en el aire.
Elminster dio una orden y el disco giratorio saltó en el aire y aumentó de tamaño. Se rompió en un despliegue cegador y el agujero del cielo se fue inclinando lentamente hacia abajo. La abertura descendió como una cometa sin cuerdas, volando hasta el suelo paulatinamente de forma irregular y moviéndose hacia detrás y hacia adelante en los vientos.
—¡Diosa! —exclamó Medianoche cuando el agujero envolvió toda la zona robándole los sentidos.
Cuando recobró la vista y las sensaciones, descubrió que estaba todavía en el mismo lugar, pero que había caído la noche.
Elminster suspiró profundamente.
El agujero había desaparecido. La única fuente de luz procedía del reluciente portal azulado que había detrás de Elminster. El hechicero posó su mirada sobre Medianoche.
—Nunca más —dijo solemnemente.
Medianoche sacudió la cabeza con frenesí. Oyó un gruñido y vio a Kelemvor sentado en el suelo, con la cabeza entre las manos.
Elminster entró en el portal y Medianoche le gritó con toda la fuerza de sus pulmones que se detuviese. Él asomó la cabeza por la reluciente entrada.
—¿Qué pasa ahora?
—La diosa Mystra —dijo Medianoche.
Elminster la miró tristemente.
—La diosa está muerta —añadió ella.
Elminster ladeó la cabeza.
—Eso he oído decir. —Elminster se apresuró a volver a entrar en el portal y la entrada desapareció en medio de una lluvia de llamas en espiral.
Medianoche se quedó en la penumbra.
—Pero ella me dio un mensaje —dijo, sola y desconcertada—. Un mensaje para ti.
El mago avanzó hasta el lugar donde había estado el portal.
—¡Elminster! —gritó ella, pero su llamada desesperada no recibió respuesta.
Después de encender unas antorchas a fin de desgarrar el cielo nocturno, negro como la boca de un lobo, Medianoche y Kelemvor fueron en busca de Cyric y Adon. Se habían aventurado dos veces hacia el sur, hacia la carretera, pero las estrellas los habían engañado y sus llamadas no habían sido escuchadas, pero ahora estaban ya delante de sus compañeros.
Cuando Medianoche y Kelemvor se acercaron, Adon estaba de espaldas a ellos y el clérigo dio un respingo cuando Medianoche le tocó el hombro. Después de volverse para dirigirse a sus amigos, Adon les dio la bienvenida casi a gritos. Medianoche se interesó por el estado de Cyric y el clérigo la miró sorprendido y, a medida que ella seguía hablando, el miedo se fue reflejando en el rostro de Adon.
No pasó mucho rato antes de que fuese evidente que Adon estaba sordo. Casi todos sus intentos de leer en los labios de sus amigos fracasaron, aumentando así el pánico del clérigo, pero Medianoche logró calmarlo tomando su palma abierta y trazando suavemente sus palabras, letra a letra, con el dedo índice.
A Medianoche no le costó deducir que la caída del agujero había sido la causa de que Adon perdiese el oído. Adon se había quedado en medio de la tormenta, protegido solamente por el carro desintegrado, mientras que ella estaba cerca de Elminster que, de alguna forma, debía de estar protegido de los efectos de la tormenta.
Cuando Medianoche examinó a Cyric descubrió que, aun cuando su respiración era ahora regular, no podía despertarlo. Dado que la maga no contaba con medios para determinar la extensión del daño causado por el espadón del bandido, cubrió la herida y confió en que todo fuese bien.
Mientras Medianoche atendía a Adon y a Cyric, Kelemvor fue en busca de algún caballo, suyo o de los bandidos, que hubiese sobrevivido a la tormenta de arena. El guerrero encontró todavía con vida al caballo de Medianoche y a uno de los bandoleros. Llevó los caballos a Adon. El clérigo supo lo que tenía que hacer con los animales sin que Kelemvor tuviera que abrir la boca.
Adon se ocupó de los caballos a la luz de la antorcha, y Kelemvor y Medianoche se sentaron en la oscuridad junto a Cyric.
—Tienes que pagar tu deuda —dijo Kelemvor.
Medianoche se volvió hacia el hombre.
—¿Cómo? Nos queda todavía mucho camino hasta llegar al Valle de las Sombras.
—Esto no fue lo que acordamos —dijo Kelemvor con calma—. Tenía que acompañarte hasta que pudieses hablar con Elminster del Valle de las Sombras y ya lo has hecho.
—¡No me ha escuchado! —exclamó la maga.
—Yo tampoco voy a hacerlo —dijo Kelemvor en un tono duro—. Las deudas deben pagarse.
—Muy bien —dijo Medianoche—. Mi… nombre verdadero…
Kelemvor esperó.
—Mi nombre verdadero es Ariel Manx.
Se oyó una tos y tanto Medianoche como Kelemvor se volvieron y vieron a Adon ayudar a Cyric a levantar la cabeza.
—¡Cyric! —dijo Medianoche acercándose al hombre.
Cyric trató de sentarse, y lanzó un grito, pero su cuerpo se relajó cuando Medianoche le hizo volver a tumbarse. Kelemvor se quedó mirando, y un profundo desasosiego se fue apoderando de él.
—¿Cómo vamos a moverlo, Kel? La herida es grave —dijo la maga.
Kelemvor apartó la mirada.
—No había considerado…
—¡No pretenderás dejarlo aquí…!
—¡Claro que no! —exclamó Kelemvor—. Pero…
—¿Otra recompensa? —dijo ella—. ¿No significa nada para ti todo lo que hemos pasado juntos? ¿Te importa realmente alguno de nosotros o sólo te importa la recompensa?
Kelemvor guardó silencio.
—Necesito que me ayudes a llevar a Cyric a Tilverton y ver si está lo bastante bien para seguir hasta el Valle de las Sombras. Después de esto, poco me importa lo que hagas. —Medianoche cogió la bolsa de dinero que había ganado con la Compañía del Lince—. Te daré todo el oro que me queda.
Al cabo de unos momentos, Kelemvor levantó la cabeza y se puso a hablar.
—Podemos hacer una armazón de madera con lo que queda del carro de los ladrones, envolverlo con la lona de nuestra tienda y formar una camilla. Las ruedas están intactas, de modo que podremos arrastrar a Cyric con los caballos.
Medianoche tendió la bolsa de oro a Kelemvor.
—Cógela ahora. Quiero estar segura de que cumplirás tu promesa.
Kelemvor tomó el oro y señaló los restos del carro esparcidos por el llano; encontró una pequeña linterna que estaba todavía de una pieza. Una vez encendida la linterna, Kelemvor miró a Medianoche y advirtió que unas lágrimas descendían por su rostro.
En Zhentil Keep, un criminal era arrastrado por las calles, con las manos y los pies atados. Su cuerpo rebotó en los adoquines de las calles iluminadas por antorchas y sus gritos resonaron en los oídos de todos antes de que su cuerpo destrozado fuese depositado a los pies de Bane. Lord Black se sorprendió al descubrir que el humano se aferraba todavía a la vida, si bien sólo a un hilo muy fino.
El hombre era Thurbal, capitán de armas y guardián del Valle de las Sombras. De alguna forma había logrado entrar en la ciudad pasando inadvertido para luego tratar de unirse a la red de Black con otro nombre. Fzoul no tardó en descubrirlo y, si bien había aconsejado a Bane que proporcionase al hombre información falsa con la cual volver al Valle de las Sombras, el dios no había podido soportar la idea de dejar pasar aquella afrenta con tanta indiferencia.
Thurbal había sido sometido a interminables interrogatorios, pero él afirmaba una y otra vez no estar al corriente de los planes de Bane. Lord Black no quería correr riesgos y por consiguiente ordenó a sus hombres que lo llevasen a rastras por las calles y luego al templo para ser ejecutado. Unos mensajeros habían enviado invitaciones a la elite de Bane y la ejecución se había convertido en un acontecimiento que llenó una sala donde no cabía ni un alfiler.
Cuando llegó el momento de la ejecución, Bane abandonó su trono y se puso de pie junto a Thurbal, luego trató de atormentar al envejecido y medio muerto guerrero que tenía a sus pies. La mirada del hombre era penetrante y astuta, y Bane sospechó que así seguiría siendo, incluso cuando el espía hubiese pasado a formar parte del reino de lord Myrkul.
La sala del trono estaba abarrotada de oficiales que habían acudido acompañados de sus esposas. Levantaron sus copas para brindar por su lord Black y alabaron cantando su nombre, mientras sus manos como garras se iban acercando a Thurbal. Antes de que la punta de una uña del guantelete pudiese llegar al ojo del hombre moribundo, apareció un relámpago azul y blanco y Thurbal desapareció. Bane se quedó atónito un momento. Alguien se había llevado a Thurbal teletransportándolo sin duda a un lugar seguro.
El canto cesó.
Bane estudió las miradas de sus seguidores. Advirtió sorpresa y confusión en sus expresiones. Hasta aquel momento, la lealtad de los adoradores de Bane había sido inquebrantable. No quería que supieran que su voluntad podía dejar de cumplirse con tanta facilidad.
—Y ahora sólo queda un recurso —dijo Bane a la vez que se ponía de pie y desplegaba las garras con una experta elegancia—. He enviado al intruso al reino de Myrkul, ¡dónde pagará por sus crímenes con una eternidad de sufrimientos!
Los cantos se reanudaron. Lord Black se sintió aliviado al ver que la mentira había sido aceptada. A pesar de todo, estuvo inquieto el resto de la velada por la victoria que le habían robado.
Horas más tarde, una vez sólo en su cámara, Bane se puso a meditar.
—Elminster —dijo en voz alta—, únicamente tú te habrías atrevido a interferir en mis planes. —Bane tenía su vaso apretado en la mano—. ¡No tardarás en estar en el sitio de Thurbal y tu agonía se convertirá en una leyenda en mi reino! Pero no me contentaré con contemplar tu muerte, pues una vez me haya hecho con la Escalera Celestial, reduciré tu precioso Valle de las Sombras a cenizas. ¡Te lo juro!
Lord Black notó que el vino que se había derramado del vaso roto mojaba su pierna. Miró el vaso y lo maldijo, pero éste no recuperó su forma. Lo arrojó al otro lado de la habitación y llamó a Blackthorne para que le llevase otro.
—Señor —dijo Blackthorne, agachando la cabeza.
—¿Los asesinos?
—Se han puesto en marcha, lord Bane. Esperamos noticias del éxito de su misión.
Bane hizo un gesto de asentimiento y permaneció en silencio mientras miraba al vacío. Blackthorne, como su señor no le había dado permiso para retirarse, no se movía. Bane y su emisario se quedaron así durante casi media hora, hasta que Blackthorne sufrió un calambre en la pierna y no tuvo más remedio que cambiar el peso de su cuerpo. Bane levantó lentamente la vista.
—Blackthorne —dijo, como si se hubiese olvidado de la presencia del otro hombre—, Ronglath, el Caballero Siniestro.
—¿Sí, señor?
—Quiero que el Caballero Siniestro se ponga al mando de los contingentes de la Ciudadela del Cuervo para el ataque al Valle de las Sombras. Tiene mucho que expiar y sin duda estará dispuesto a hacer lo que otros no quieren, y sin titubeos.
—Es posible que sus tropas muestren cierto resentimiento, lord Bane. Se considera que ha fallado a la ciudad…
—¡Pero a mí no me ha fallado! —dijo Bane—. Todavía no, por lo menos. Ve a cumplir con tu deber y no vuelvas a discutir conmigo.
Blackthorne bajó la vista.
—Transmite mi mensaje personalmente —añadió Bane—. Mientras estés allí, supervisa los preparativos de nuestras tropas y la contratación de mercenarios.
—¿Cómo debo viajar, lord Bane?
—Utiliza el hechizo del emisario, estúpido. ¡Para eso te lo he enseñado!
Blackthorne esperó.
—Puedes marcharte.
Blackthorne frunció el entrecejo mientras abría los brazos y recitaba el hechizo del emisario. El hechicero sabía que, dada la inestabilidad de la magia en los Reinos, tarde o temprano el sortilegio fallaría. Tal vez adoptaría la forma de un cuervo, pero podía convertirse en algo peor. Hasta podía matarlo. Pero cuando el mago dio por finalizado el hechizo, se transformó en un gran cuervo que voló hasta la pared y desapareció. En aquella ocasión el sortilegio salió como habían previsto.
Sólo en la estancia, Bane descubrió que tenía mucho en que pensar.
Ronglath, el Caballero Siniestro, clavó la espada en el suelo y se puso de rodillas delante de ella. Agachó la cabeza y asió la empuñadura con ambas manos. A pesar de que la Ciudadela del Cuervo estaba abarrotada, le habían dado un alojamiento privado. Cuando comía, nadie se sentaba a su mesa. Cuando entrenaba con la espada o la maza, sólo su entrenador acudía a las sesiones. Estaba completamente sólo la mayor parte del tiempo.
El Caballero Siniestro sólo tenía cuarenta años, llevaba el pelo color ceniza muy corto, bigote, ojos color azul celeste y la piel profundamente picada de viruela y bronceada. Tenía unos rasgos fuertes y distinguidos. Medía metro ochenta de estatura y tenía una complexión impresionante.
Toda su vida había servido a Zhentil Keep, pero ahora había caído en desgracia y, de no haber sido por la intervención de Tempus Blackthorne, se habría quitado con gusto la vida.
Blackthorne, con sus bienintencionados sentimientos de amistad y lealtad, había condenado al Caballero Siniestro a un castigo mucho mayor del que le hubiese infligido la muerte. El Caballero Siniestro apartó estos pensamientos de su mente.
Tenía otros adonde dirigir su odio. Estaba el brujo Sememmon, por ejemplo, que se refería al Caballero Siniestro como «el escogido» y se reía del espía, tomándole el pelo delante de otros cada vez que tenía ocasión. El Caballero Siniestro sabía que el brujo estaba resentido por el lazo que lo unía a Bane a través de Blackthorne. Si el brujo hubiese sabido cuánto deseaba el Caballero Siniestro romper este vínculo, se habría reído ante la ironía.
Luego estaba el hombre que era responsable directo de todas las calamidades con las que se enfrentaba el Caballero Siniestro: Kelemvor Lyonsbane.
Si el guerrero no hubiese interferido, el Caballero Siniestro no habría sido descubierto y jamás habría padecido todos aquellos tormentos. Si Kelemvor no se hubiese metido, su plan de desacreditar la ciudad de Arabel habría podido acabar en éxito.
El Caballero Siniestro apretó con fuerza la empuñadura de la espada, hasta que los nudillos se le quedaron blancos. De pronto, echó la cabeza hacia atrás y lanzó un grito de rabia que resonó por los pasadizos de la fortaleza donde le habían asignado el servicio. Aquel grito había sido el primer sonido que el Caballero Siniestro pronunciara desde que llegó a la Ciudadela.
Nadie llamó a la puerta para comprobar que no estuviese herido. Nadie entró corriendo, como habría debido ocurrir ante el grito de un oficial.
El eco del grito se desvaneció y el Caballero Siniestro oyó un ruido detrás de él.
—Ronglath —dijo Tempus Blackthorne—, te traigo un mensaje de lord Bane.
El Caballero Siniestro se puso de pie y tiró de la espada para arrancarla del suelo. No dijo nada cuando Blackthorne le transmitió el mensaje del lord.
—¡Ven conmigo y lo anunciaremos juntos! —dijo Blackthorne, ajeno al terrible odio que había en los ojos de su amigo de la infancia—. Partiréis de la Ciudadela y marcharéis hasta las ruinas de Teshwave, donde los mercenarios estarán esperando para unirse a nuestras filas. Los ejércitos se reunirán en Voonlar, para esperar la señal de atacar el valle. Como es de suponer, se están enviando tropas desde diferentes direcciones, pero tú no tendrás que preocuparte de esto.
El Caballero Siniestro notó que le temblaba la mano. La espada no estaba todavía en su funda.
—Kelemvor —dijo el Caballero Siniestro probando el sonido de su propia voz. Enfundó la espada y salió de la habitación detrás del emisario.
Blackthorne se volvió.
—¿Qué has dicho?
El Caballero Siniestro se aclaró la garganta.
—Una deuda que debo saldar —dijo—. Rezo para tener la oportunidad de hacerlo.
Blackthorne asintió y acompañó al espía a la sala de reunión, donde estaba empezando a congregarse una verdadera multitud. El Caballero Siniestro observó aquel mar de rostros y su corazón empezó a albergar cierta esperanza.
El Caballero Siniestro pensó que aquella batalla podía redimirlo, y luego tendría su venganza.