8. No siempre son humanos

En ausencia de lord Black, Tempus Blackthorne mantenía aseada la cámara principal del templo en Zhentil Keep. Blackthorne era responsable de controlar las operaciones cotidianas del Templo de las Tinieblas y era él quien supervisaba personalmente la construcción de la segunda cámara más reducida de la parte posterior del templo. El mago había matado a los obreros una vez éstos terminaron la estancia. «Nadie debe enterarse», había dicho Bane, y Blackthorne habría dado su vida para proteger los secretos de la «cámara de meditación» de Bane. A decir verdad, se trataba de un lugar inmundo, pero cumplía su misión.

Bane procuró ocultar ciertos hechos a sus adoradores; lord Black temía que, si conocían sus limitaciones humanas, su necesidad de dormir y de alimentarse, entonces su veneración dejaría de ser tan ferviente y su disposición a sacrificarse por su causa se vería mermada. De modo que Bane hacía que Blackthorne le llevase la comida y bebida por un túnel secreto y, cuando lord Black tenía que dormir, lo hacía en la cama de la cámara con su emisario montando guardia junto a él.

Amontonados en los rincones de esta habitación, había unos textos misteriosos que Bane había estudiado minuciosamente aprovechando cualquier momento disponible. Sobre una mesa próxima había una colección de afilados y diminutos cinceles que parecían los instrumentos que usan los escultores. Bane los usaba para llevar a cabo horribles experimentos en la carne de algunos de sus seguidores, para luego quedarse observando horas enteras el flujo de sangre que había causado y escuchar los gritos de agonía de los hombres más débiles. Blackthorne sabía que estos estudios eran importantes para su señor, pero no estaba al corriente del objetivo que tenían. Sin embargo, Bane era su dios y Blackthorne era lo bastante astuto como para no poner en duda los motivos de una deidad. Al cabo de un tiempo, Bane se cansó de aquellos experimentos, como si no hubieran producido los resultados deseados, pero los cinceles quedaron a la vista, eran un recordatorio de que no había encontrado todavía las respuestas buscadas.

Mientras Bane estuvo ocupando el castillo de Kilgrave, la cámara permaneció vacía, pero ahora cobró vida un torbellino procedente de una ranura del espacio que hizo caer a lord Black al duro suelo; respiraba con dificultad y sus ojos se bañaron en lágrimas. Trató de recordar aunque sólo fuese el más simple de los encantamientos, algo que levitase su destrozada forma del suelo para llevarlo al duro colchón de la cercana cama, pero sus esfuerzos fueron vanos. Surgió entonces Blackthorne del torbellino y arrastró a Bane hasta la cama. El emisario, sin dejar de gruñir, levantó la mutación de lord Black y la colocó en la cama.

—Ya está, mi señor. Podrás descansar. Y sanarás.

Bane se sintió reconfortado por la voz de su fiel emisario. Blackthorne lo había salvado. Había visto a Bane debilitado, casi a punto de morir y, sin embargo, había acudido en su ayuda. Lord Black no lo entendía. Si la situación hubiese sido a la inversa, él habría dejado que el emisario pereciese, en lugar de arriesgar su vida por él.

Bane pensó que se sentía en deuda con él por haberle salvado la vida a su amigo el Caballero Siniestro. Ésta era la razón por la que le había hecho el favor. No obstante, ahora que había pagado su deuda, Bane tendría que ir con mucho tiento con él.

Bane vio en el suelo un charco formado por su propia sangre; era de color carmesí, con vetas ámbar que flotaban en medio de ella. El dios tenía uno de los pulmones destrozado y jadeó cuando alargó la mano para tocar el charco escarlata.

—¡Mi sangre! —gritó—. ¡Mi sangre!

—Te pondrás bien, señor —lo tranquilizó Blackthorne—. Si puedes otorgar magias curativas a tus clérigos, sírvete de la misma magia para curarte.

Bane hizo como le instaba Blackthorne, pero sabía que el proceso de curación sería lento y doloroso. Trató de apartar de su mente las molestias físicas concentrándose en el recuerdo de su rescate del castillo de Kilgrave. La magia de Blackthorne era lo bastante poderosa como para llevar al mago al castillo y luego teletransportarlos a ambos fuera de él, pero sólo habían podido escapar hasta la columnata que había al otro lado del castillo.

Bane había visto a Mystra recuperar el medallón de la maga de cabello oscuro. Al cabo de un instante, la diosa de la Magia estaba desafiando a Helm; ambos dioses estaban en la Escalera Celestial.

¡Las Tablas del Destino! ¡Helm había preguntado por las Tablas!

Bane había observado, completamente horrorizado, cómo Helm destruía a la diosa de la Magia, cómo el último vestigio de la esencia de Mystra se había acercado a la maga y oyó la orden que dio la diosa mientras el medallón volvía a la mujer morena. Durante la batalla que había librado Mystra con Helm, se habían liberado magias increíbles, y Bane se había apoderado de ellas para concluir la tarea que Blackthorne había iniciado, y se las había llevado a Zhentil Keep.

Bane se rió al pensar que nunca hubiese utilizado la escalera del Valle de las Sombras como parte de sus planes de no haber sido por las palabras de Mystra. Si ella había aceptado su destino con tranquilidad, era posible que los acontecimientos que a ella tanto la preocupaban jamás hubiesen acaecido. De modo que Bane, tumbado en la cama y tratando de recobrarse de las graves heridas que le había infligido Mystra, empezó a hacer planes hasta que, finalmente, cayó en un profundo y reparador trance.

El cielo era de un intenso color azul lavanda con estrías doradas y de color azul prusia. Las nubes seguían siendo negras y reflejaban la tierra yerma y carbonizada que había bajo ellas; los enormes pilares se habían convertido en árboles con ramas marchitas de piedra que serpenteaban por el suelo a lo largo de muchos kilómetros. En algunos lugares la faz de la tierra era brillante como el vidrio, en otros estaba rota y llena de escombros. Los ríos rojos se helaban y se volvían sólidos. Había dejado de nevar.

Los muros de la esfera que envolvía a los aventureros y a sus caballos desaparecieron cuando Medianoche revocó el hechizo. Ésta tocó el medallón azul y blanco en forma de estrella, que colgaba de nuevo de su cuello, y descubrió que no había signos de los poderes que antes habían residido en el objeto. Ahora no era más que un símbolo del extraño y apocalíptico encuentro entre Medianoche y su diosa.

Medianoche montó sobre su caballo e inspeccionó la desolada tierra que la rodeaba.

—Mystra me ha pedido que vaya al Valle de las Sombras para contactar con Elminster el Sabio. No espero que ninguno de vosotros me acompañe, pero si vais a hacerlo, nos pondremos en marcha inmediatamente.

Kelemvor dejó caer el saco de oro que estaba cargando en su caballo.

—¿Cómo? —exclamó—. ¿Y cuándo te ha dicho eso la diosa? No hemos oído nada.

—No cuento con que tú, menos que ninguno, lo comprendas, Kel, pero tengo que marcharme. —Medianoche se volvió a Adon—. ¿Tú vienes?

El clérigo la miró primero a ella, luego a Kelemvor y seguidamente a Cyric, pero ninguno dijo nada. Adon subió a su caballo y se puso junto a Medianoche.

—Es una bendición para ti que te hayan encomendado una misión como ésta. Gracias por solicitar mi ayuda. ¡Como que me llamo Adon que te acompaño!

Cyric se echó a reír, luego terminó de cargar las provisiones del grupo y cogió las riendas de los caballos de carga.

—Ya no tengo gran cosa que hacer aquí. ¿Por qué no ir contigo? ¿Vienes, Kel?

Kelemvor estaba inmóvil junto a su caballo, atónito y con los labios fláccidos en una boca entreabierta.

—Vais en busca de un sueño de locura —dijo—. ¡Estáis cometiendo un gran error!

—¡Síguenos si quieres! —dijo Medianoche, para luego darle la espalda a Kelemvor y ponerse en movimiento. Adon y Cyric hicieron lo propio.

El camino era traicionero e imprevisible. El trío había empezado a emprender su viaje hacia las montañas que apenas se veían en la lejanía, se iba oyendo cada vez más fuerte el retumbar inconfundible de los cascos del caballo de Kelemvor, hasta que el guerrero llegó a la altura de Medianoche. Nadie habló durante un kilómetro aproximadamente.

—No hemos repartido el botín —dijo finalmente Kelemvor.

—Ya veo —replicó Medianoche esbozando una ligera sonrisa—. Ahora comprendo. Estoy en deuda contigo.

—Así es —repuso Kelemvor recordándole las palabras que ella había pronunciado en el castillo—. Estás en deuda conmigo.

A medida que avanzaban por el paisaje de pesadilla que había dejado a su paso la destrucción de Mystra, los héroes vieron que la devastación era cada vez mayor. Habían desaparecido los caminos, los enormes cráteres llenos de humeante brea les impedían avanzar, obligándolos a volver sobre sus pasos y a rodear ciertas zonas para poder pasar. A la caída de la noche, empezaron a ver las montañas y acamparon a la vista del desfiladero de Gnoll.

Una caravana de comerciantes con vagones cargados de mercancías apareció en el camino que había bajo el campamento de los aventureros. La caravana iba muy protegida y, cuando Adon salió al descubierto y trató de avisar a los viajeros de lo que iban a encontrar más adelante, fue recibido con una lluvia de flechas. El clérigo se arrojó al suelo.

La caravana pasó y no tardó en perderse de vista. Adon regresó al campamento y descubrió una lumbre que ardía furiosamente y a Medianoche preparando algo que parecía ser carne, pero que olía bastante mal. Estaba absorta en la tarea que tenía delante y ordenaba a Kelemvor que diese la vuelta a las carnes de vez en cuando, mientras ella cortaba verduras con su daga.

La cena no se presentaba muy bien y daba la impresión de que el grupo iba a pasar hambre aquella noche, cuando Cyric levantó un zurrón que había encontrado entre los regalos de Mystra y les indicó mediante un gesto que permaneciesen en silencio. Metió la mano en la bolsa y sacó una hogaza de pan dulce, puñados de carne seca, jarras de cerveza, trozos de queso y muchas cosas más. Y a pesar de que el zurrón parecía vaciarse cada vez, más comida sacaba Cyric de él.

—¡No volveremos a pasar hambre ni sed! —dijo Kelemvor mientras se bebía el aguamiel que tenía delante de sí.

Más tarde, mientras comían lo que habían sacado del zurrón, Kelemvor sintió una opresión en la boca del estómago. La comida era espantosa y se preguntó si era prudente comer cualquier alimento que proviniese de una fuente mágica en aquellos tiempos que corrían de inestabilidad en la magia. Los héroes terminaron de comer sin pronunciar palabra, pero las expresiones de sus rostros bastaban para delatar sus pensamientos. Cuando Medianoche rompió el silencio que reinaba en el campamento expresando el deseo de que Adon recuperase sus sortilegios curativos cuanto antes para poder recomponer sus estómagos trastornados, su petición encontró un sincero eco de aprobación por parte de Kelemvor y Cyric.

Terminaron de cenar y Kelemvor y Adon se pusieron a examinar los presentes que les había dado Mystra mientras, al otro lado del campamento, Medianoche ayudaba a Cyric a limpiar los utensilios que habían utilizado para la cena.

—¿Vendrás conmigo hasta el Valle de las Sombras? —preguntó la maga a Cyric mientras recogían las sobras.

Cyric titubeó.

—Tenemos provisiones, caballos sanos y suficiente oro como para ser ricos el resto de nuestras vidas —añadió Medianoche—. ¿Por qué no vienes con nosotros?

Cyric luchó para encontrar las palabras adecuadas.

—Nací en Zhentil Keep y, cuando me marché, prometí no volver jamás. El Valle de las Sombras está demasiado cerca de allí para mi gusto. —Hizo una pausa y miró a la maga—. Sin embargo, por mucho que yo desee lo contrario, parece que mis pasos me llevan en esa dirección.

—No me gustaría que hicieras algo en contra de tu voluntad —dijo Medianoche—. La decisión ha de ser sólo tuya.

Cyric respiró hondo.

—Iré. Tal vez en el Valle de las Sombras me compre una barca y viaje por el río Ashaba una temporadita. Creo que sería agradable.

Medianoche sonrió y asintió con una inclinación de cabeza.

—Te has ganado un buen descanso, Cyric. Te has ganado también mi gratitud.

La maga oyó ruidos procedentes del otro lado del campamento, donde Kelemvor y Adon estaban todavía haciendo inventario de los presentes de Mystra. Adon había prometido obligar a Kelemvor a ser honesto, lo que le valió una carcajada y una palmada en la espalda por parte del guerrero.

Medianoche y Cyric siguieron hablando sobre tierras lejanas e intercambiaron conocimientos sobre costumbres, rituales e idiomas. Luego charlaron sobre aventuras pasadas si bien, cuando se abordó este tema, Medianoche habló más que Cyric.

—Mystra —dijo él en un momento dado—. Tu diosa…

Medianoche acabó de limpiar su daga y la metió de nuevo en su funda.

—¿Qué pasa con ella?

Cyric pareció sorprendido ante la pregunta de Medianoche.

—Está muerta, ¿verdad?

—Quizá —fue la contestación de Medianoche. Meditó sobre ello un momento para luego volver su atención al pequeño hoyo que Cyric le había ayudado a cavar a fin de enterrar los desperdicios—. Yo no soy una niña, no soy como Adon. Me ha entristecido el fallecimiento de Mystra pero, si se presentase el caso, hay otros dioses a quien dar las gracias.

—No necesitas mostrarte reservada conmigo…

Medianoche se puso de pie.

—Bien, esto está hecho —dijo la maga a la vez que señalaba el hoyo, luego se alejó.

Cyric, después de observarla un momento, volvió al trabajo que tenía delante. Recordó cuando levantó la vista hacia los dioses en lucha abierta y el pueril regocijo que lo embargara al ver su sangre derramada. Avergonzado por su reacción ante la muerte de Mystra, Cyric apartó estos pensamientos y se concentró en la tarea de limpieza.

En el sendero, apartada del campamento y de Cyric, Medianoche sintió un frío que no tenía nada que ver con la débil brisa de la montaña. Pensó que no tenía sentido afligirse por las muertes de Caitlan y de Mystra. Maldijo para sus adentros a Cyric por haber mencionado a la diosa y se reprendió a sí misma. No podía afirmar que hubiese malicia en aquel hombre, sólo toda una vida de vicisitudes que le había creado una dificultad para comunicarse de otra forma que no fuera la ciencia exacta de las palabras.

Por otra parte, y en este aspecto, Kelemvor era el lado opuesto de Cyric. Su modo de actuar y sus declaraciones no expresadas le encantaban. Únicamente cuando trataba de ocultar sus sentimientos tras una cortina de burlas malintencionadas e inoportunas, parecía un bobo furioso, traicionando así un gran vigor. Tal vez tenían un futuro juntos.

Sólo el tiempo podía decirlo.

Se acercó a Kelemvor y a Adon; ambos estaban todavía riñendo.

—¡Lo dividiremos a partes iguales! —gritaba Kelemvor.

—Pero ¡si lo que yo te propongo son partes iguales! Tú, yo, Medianoche, Cyric y Sune, sin la cual…

—¡No vayas a empezar otra vez con lo de Sune!

—Pero…

—Cuatro partes —intervino Medianoche fríamente, ante lo cual ambos hombres se volvieron—. Tú haz lo que quieras con tu parte, Adon. Si quieres, se la das a tu iglesia.

Adon se encogió de hombros.

—No quería ser mezquino…

Dio la impresión de que Kelemvor estaba dispuesto a ponerlo en duda.

—Tal vez necesites descansar un poco —sugirió Medianoche.

—Sí, quizá sea eso —convino el clérigo.

Adon empezó a alejarse con la antorcha, cuya parpadeante luz le mostraba el sendero que llevaba al fuego del campamento. Después de resbalar en una piedra y enderezarse de nuevo, Adon murmuró algo más de Sune y se fue.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Medianoche a Kelemvor—. ¿Han sido de tu agrado las tiernas mercedes cocinadas por esta mujer?

—¿Puedo hablar con franqueza? —preguntó a su vez Kelemvor.

—Tal vez sea preferible que no lo hagas —dijo Medianoche sonriendo.

—En ese caso te diré que tengo ganas de hacer un reino con estas piedras preciosas.

Medianoche asintió.

—Yo me siento igual. —Luego señaló las riquezas que tenían delante—. ¿Hacemos las partes?

—Sí. Siempre es un placer trabajar con una mente aguda y juiciosa cuando se trata de estos asuntos.

Medianoche lo miró, pero él no levantó la vista del tesoro. El oro estaba amontonado en el tocón de un árbol. Había rubíes, otras joyas y un extraño artefacto; Medianoche se agachó para examinarlo. Lanzó un grito de alegría, tomó el objeto mágico y sonrió a Kelemvor.

—¡Me parece que al final vamos a tener que hacer cinco partes!

Kelemvor se sentó cómodamente.

—¿Qué quieres decir?

—Se trata de un arpa de Myth Drannor. Elminster es un conocido coleccionista de estas piezas. Si todo lo demás falla, podremos usar el arpa para conseguir que nos reciba.

Kelemvor reflexionó sobre las palabras de Medianoche.

—¿Tiene mucho valor?

Medianoche se negó a dejarse desanimar.

—No lo sabremos hasta que alguien nos haga una oferta, ¿no te parece?

—¡Oh!, sí, una buena reflexión.

—Se dice que estas arpas tienen propiedades mágicas —dijo Medianoche mientras examinaba el objeto.

El arpa era vieja, si bien había sido antaño de gran belleza. Fue un verdadero artesano quien hizo el fino trabajo de las incrustaciones de marfil y oro; y la madera roja reflejaba las llamas de las antorchas como si retuviese todavía su brillo original. Medianoche tiró de las cuerdas sin habilidad alguna y el instrumento emitió un sonido que era un extraño y discordante flujo de notas que aumentaron de volumen e hicieron que la armadura de Kelemvor se sacudiese como si una fuerza invisible la estuviese atacando.

—¡MEDIA…

De pronto todos los diminutos cierres que sujetaban la armadura de Kelemvor se soltaron de golpe y ésta cayó al suelo.

—… NOCHE!

Kelemvor se quedó cubierto solamente por una túnica de cota de malla; la armadura yacía hecha pedazos a su alrededor. Medianoche tenía la boca abierta y movía las mandíbulas en silencio, hasta que estalló en una carcajada.

—¡Mira esto! —exclamó Kelemvor, enojado.

—¡Por favor! —dijo ella en tono desalentador.

—No, yo me refería… —El guerrero miró la armadura y suspiró.

Medianoche se incorporó y respiró hondo.

—Debe de ser el Arpa de Methild. Si no recuerdo mal, es famosa por romper todo tipo de tejidos, abrir todo tipo de cerraduras, romper todo tipo de cadenas… todo eso.

—Comprendo —dijo Kelemvor, y su ligero nerviosismo se convirtió en sonrisa, contagiada por la de Medianoche—. Quizás haya llegado el momento de la recompensa que habíamos acordado. ¿Qué me dices?

Medianoche se puso de pie y retrocedió unos pasos.

—Creo que no es el momento —dijo, a la vez que su corazón empezaba a dispararse.

Medianoche se dio media vuelta. Oyó a Kelemvor ponerse de pie y sintió que su mano le tocaba el hombro. La maga se mordía el labio y miraba fijamente la antorcha que había delante de ellos. Él, con la otra mano, rodeó suavemente su cintura; Medianoche se echó a temblar, luchando con su propio deseo.

—Estamos hablando sólo de un beso —dijo él—. Un beso. ¿Qué tiene de malo?

La maga se dejó caer hacia atrás en los brazos de Kelemvor. Él apartó el pelo de su cuello y sopló levemente en su piel, ahora recorrida por un hormigueo; al mismo tiempo, la estrechó contra sí por la cintura. La mano de Medianoche se posó sobre la de Kelemvor.

—Me prometiste que me contarías… —dijo ella.

—¿Contarte qué?

—En el castillo estabas destrozado. Me hiciste jurar que te daría una recompensa si seguías adelante. No tiene sentido.

—Sí tiene sentido —dijo Kelemvor a la vez que se apartaba de ella—. Pero hay cosas que deben mantenerse en secreto.

Medianoche se volvió.

—¿Por qué? Por lo menos dímelo.

Kelemvor había empezado a retroceder hacia las sombras.

—Quizá debería liberarte de tu promesa. Las consecuencias sólo las padecería yo. No debes involucrarte en esto. Tal vez sería… preferible —concluyó el guerrero con una voz baja y gutural.

Medianoche no sabía si era efecto de la luz o si la carne de Kelemvor se estaba realmente oscureciendo y su piel se estremecía bajo la cota de malla.

Todo el cuerpo de Kelemvor empezó a temblar y dio la impresión de que iba a doblarse de dolor.

—¡No!

Medianoche corrió hacia él, colocó las manos en su cara y acercó sus labios a los suyos. A él se le habían espesado las cejas, tenía el cabello desordenado y más oscuro, como si el gris de sus canas estuviese desapareciendo, y sus penetrantes ojos verdes eran como llamas de color esmeralda. Cuando se besaron el cuerpo de Kelemvor se relajó, y se apartó como si estuviera a punto de hablar.

Ella estudió su rostro. Era como si lo recordase de siempre.

—No hables —dijo—. Nosotros no necesitamos hablar.

Le besó de nuevo y, en esta ocasión, fue él quien la besó apasionadamente y la estrechó contra sí con mano de hierro.

Cyric, sin ser advertido por Kelemvor ni por Medianoche, se acercaba silenciosamente. Vio cuando se besaron de nuevo y cuando Kelemvor levantó a la maga en sus brazos, cuando el guerrero la colocó dulcemente sobre un lecho de piezas de oro, mientras ella le seguía rodeando el cuello con sus brazos. Medianoche empezó a reírse y a tirar de los cierres de su vestido.

Cyric volvió sobre sus pasos cabizbajo. La risa de la pareja lo siguió, lo acosó incluso cuando llegó al campamento y ordenó a Adon que se fuera a dormir, y un ímpetu de cólera empezó a apoderarse de él.

—Yo haré la guardia —dijo Cyric, y se puso a mirar fijamente las llamas.

Una vez finalizada su guardia, Cyric se tumbó para descansar un poco, y muy pronto comenzó a soñar que estaba de nuevo en las callejuelas de los barrios bajos de Zhentil Keep. Soñaba que no era más que un niño y una pareja sin rostro lo llevaba por las calles; esta pareja trataba de venderlo a cualquiera con suficiente dinero y aceptaba ofertas de los transeúntes.

Cyric se despertó sobresaltado y, cuando trató de acordarse del sueño, no pudo. Permaneció despierto unos minutos, recordando que hubo un tiempo en que sus sueños eran su única forma de escapar de la realidad. Pero había pasado mucho tiempo desde entonces y ahora estaba a salvo. Se volvió al otro lado y se durmió con un sueño profundo y reparador.

Adon paseaba nerviosamente de arriba abajo, ansioso por marcharse de aquella región yerma. Medianoche sugirió que aprovechase el tiempo para dar gracias a Sune. El clérigo se detuvo, abrió los ojos de par en par, murmuró sólo «claro» y encontró un lugar donde montar un pequeño altar. Medianoche y Kelemvor no hablaban. Estaban sentados, apoyados contra una gran roca negra, cogidos del brazo, mirando las llamas de un fuego que habían encendido. Medianoche se inclinó y besó al guerrero. Daba la impresión de que este gesto era desatinado y extraño, a pesar de que unas horas antes hubiera parecido completamente natural.

Los héroes despertaron a Cyric cuando empezó a clarear y dispusieron los caballos. Aunque el almuerzo que sacaron del zurrón les dejó a todos el regalo de un sabor amargo y el estómago revuelto, cuando el sol estuvo alto en el cielo, habían adquirido ya un buen ritmo de marcha.

Era un camino de cabras en algunos trechos por el que andaban, y un enorme pez de plata con afilados dientes saltó de uno de los hoyos de lava que encontraron los héroes. Hubo momentos en que parecía que el sol estuviera en una posición errónea y los héroes temían estar viajando otra vez en círculo, pero siguieron adelante y los cielos no tardaron en volver a la normalidad.

A medida que iban avanzando por aquella tierra áspera, los aventureros encontraron muchas cosas raras. Unos enormes cantos rodados, que las extrañas fuerzas que se habían desprendido durante la lucha de Mystra con Helm habían tallado para representar las caras de unas ranas, se pusieron a maldecir y a alabar alternativamente a los viajeros, luego les contaron chistes atrevidos de los que ellos se rieron, pero sin aminorar por ello la marcha.

Más adelante, pareció estarse librando una batalla entre montañas opuestas; cantos rodados y trozos de roca volaban de uno a otro lado golpeando de forma estremecedora. Las hostilidades cesaron cuando los viajeros se acercaron para reanudarse apenas hubieron pasado. A medida que el grupo se alejaba del lugar donde había muerto Mystra, encontraban menos incidentes y los héroes se relajaron, aunque sólo un poco.

Se detuvieron y acamparon para pasar la noche en un claro al pie de una montaña que no parecía haberse visto afectada por el caos ocasionado por el fallecimiento de Mystra. Cyric se sorprendió al descubrir que el zurrón de comida y bebida, que hasta entonces se había llenado solo, estaba completamente vacío. Cuando metió la mano, sintió el tirón de algo frío y húmedo que lamió su mano; la sacó apresuradamente y luego arrojó lejos el zurrón.

Se vieron obligados a confiar en la comida que había quedado, esperando que bastaría para el largo viaje que tenían por delante. Sin embargo, cuando Medianoche y Cyric se pusieron a preparar la cena, la carne parecía haberse echado a perder, los panes estaban duros y la fruta iba camino de pudrirse. Comieron lo que pudieron y bebieron ávidamente el aguamiel y la cerveza. Pero también esto parecía haber perdido su sabor, asemejándose más a agua amarga que a néctar.

Cyric estaba muy callado. Únicamente cuando surgía un tema realmente fascinante para él exteriorizaba sus opiniones, y se mostraba vehemente en sus asertos. Luego Cyric caía en uno de sus meditabundos silencios y se ponía a observar las llamas del fuego del campamento, mientras la noche envolvía a los cansados viajeros.

Aquella noche Medianoche fue en busca de Kelemvor, quien la tomó en sus brazos sin pronunciar una sola palabra. Después, ella lo miró cómo dormía, arrobada por el tranquilo ritmo de su cuerpo. Medianoche sonrió; había tanta fuerza y fogosidad en sus movimientos cuando se tocaban, tanta pasión y tan maravillosa, que se preguntó por qué ponía en duda sus propios sentimientos para con aquel hombre. La asombraba muchísimo que éste no hubiese estado nunca casado, una de las pocas cosas que había logrado sacarle mientras estaban tumbados uno junto al otro antes de que el sueño se apoderase del guerrero.

Medianoche se vistió en silencio y fue hasta donde estaba Adon, que se había hecho cargo de la primera guardia. Encontró al clérigo sujetando un espejito entre los pies descalzos; iba moviendo el ángulo ligeramente mientras arrancaba los rebeldes pelos faciales, uno a uno, con una de las dagas de Cyric. Luego pasó a ocuparse del cabello, se peinó con un peine de plata hasta que hubo contado en voz alta cien pasadas. Medianoche lo relevó de la guardia y él se retiró con sigilo y se quedó profundamente dormido con una sonrisa de satisfacción en los labios. Durante la guardia, Medianoche oyó a Adon susurrar «no, querida, claro que no estoy sorprendido»; luego no volvió a oírlo.

Cuando Medianoche fue a despertar a Kelemvor para que la relevase, éste empezó a retozar con ella y trató de que volviese a la cama.

—Cumple con tu deber —le dijo ella.

Kelemvor se levantó y estiró los brazos. Se volvió, sonrió y se alejó antes de decir algo que habría hecho que Medianoche hubiese empezado a apedrearlo.

Antes del amanecer, Kelemvor sintió hambre. Habían atado los caballos de carga cerca de allí y decidió no esperar hasta el desayuno. Se alejó del fuego y se dirigió a donde se hallaban los caballos y las provisiones. A la tenue luz del alba, vio que los caballos estaban muertos. Al otro lado de los caballos de carga, los caballos que había proporcionado Mystra para Cyric y Adon estaban tumbados de costado, temblando.

Kelemvor llamó a los compañeros, que al cabo de unos momentos estaban junto a él. Cyric fue a buscar una antorcha que encendió con las llamas del fuego de campamento. No encontraron explicación para el estado de los animales. No tenían marca alguna, no había ninguna señal indicadora de la presencia de un animal salvaje o de un saboteador.

Cuando revisaron las provisiones, los héroes descubrieron que la comida se había estropeado completamente. La carne rebosaba de manchas verdes y aspecto canceroso. Unos negros y extraños insectos salían reptando de la fruta. Los panes estaban duros y enmohecidos. La cerveza y el aguamiel se habían evaporado. Únicamente estaba intacta el agua que habían cogido en la columnata que había fuera del castillo de Kilgrave.

Kelemvor buscó en los zurrones que contenían el oro y los tesoros y lanzó un grito al no encontrar más que cenizas amarillas y negras. El arpa de Myth Drannor se había podrido y se rompió tan pronto como Medianoche la cogió. Ésta encontró una bolsa que antes contenía diamantes y ahora sólo el polvo de aquéllos. La maga lo dejó a un lado para utilizarlo como componente de hechizos.

—Terrible —dijo Kelemvor en voz baja a la vez que se desprendía de la reconfortante mano que Medianoche le ofrecía para consolarlo. La miró—. ¡Sólo nos queda tu maldita misión!

—Kel, no…

—¡Todo lo que hemos hecho no ha servido para nada! —gritó él a la vez que daba la espalda a la maga.

Adon se adelantó.

—¿Qué vamos a comer?

Kelemvor miró por encima del hombro. Sus ojos centelleaban, los dientes brillaban de modo insólito, como si estuviesen tomando los primeros rayos de sol y reteniéndolos. Su piel se había oscurecido.

—Encontraré algo —dijo Kelemvor—. Yo proveeré por todos nosotros.

Cyric ofreció su ayuda, pero Kelemvor la rechazó con un gesto y se encaminó hacia las montañas.

—¡Llévate el arco por lo menos! —le gritó Cyric, pero Kelemvor lo ignoró y no tardó en convertirse en un oscuro contorno borroso contra las estribaciones envueltas en las sombras.

—Los dioses dan, los dioses quitan —comentó Adon filosóficamente, y se encogió de hombros.

Cyric soltó una risita amarga.

—Tus dioses…

Medianoche levantó una mano y Cyric no terminó la frase.

—Coged lo que necesitéis de vuestros caballos —dijo la maga—. Luego deberíamos procurar que su final sea lo menos duro posible.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Adon, compadecido de los animales enfermos.

—Hay una cosa que podemos hacer —dijo Cyric a la vez que desenvainaba la espada.

Medianoche suspiró de forma entrecortada y asintió con un gesto de la cabeza. Cyric propuso a Medianoche y a Adon que se alejasen de los caballos moribundos, pero ambos estuvieron de acuerdo en quedarse y ofrecer cierto consuelo y compasión a los animales mientras Cyric ponía, misericordiosamente, fin a su dolor.

Las horas pasaban y Kelemvor no regresaba. Adon se ofreció para ir en busca del guerrero.

Adon encontró profundas sombras y unos diminutos e invisibles seres que emitían sonidos extraños. El clérigo se preguntó si Kelemvor no estaría herido o si habría decidido abandonarlos, pero luego comprendió que en este caso el guerrero se habría llevado su caballo. Sin embargo, esta idea le sirvió de poco consuelo cuando empezó a introducirse en las sombras.

Algo pasó corriendo junto a la bota de Adon y éste se sorprendió gratamente al comprobar que se trataba de una bonita ardilla gris, que se detuvo en seco, lo miró y salió disparada al ver al clérigo ponerse en cuclillas para mirar sus profundos ojos azules. Siguió avanzando por una espesura de árboles, donde fue apartando cuidadosamente las ramas para no arañarse el rostro. No bien ascendió un trecho, Adon encontró un sendero claramente marcado.

Kelemvor había pasado por allí.

Adon se estaba felicitando por haber encontrado aquel sendero cuando tropezó con el peto de Kelemvor. La armadura estaba cubierta de sangre. Adon sacó cautelosamente su maza de guerra del cinturón.

Un poco más lejos, en el mismo sendero, el clérigo encontró el resto de la armadura de Kelemvor, ensangrentada al igual que el peto. Teniendo en cuenta la habilidad guerrera de su amigo, se preguntó qué tipo de bestia podía haber abatido a Kelemvor.

Percibió Adon un movimiento entre los árboles y vislumbró la piel negra de un animal y unos dientes entre gruñidos; ahogó una llamada de socorro por temor a revelar su posición y permaneció quieto unos minutos, hasta que oyó un rugido detrás de él.

Adon echó a correr, sin preocuparse por mirar atrás, y siguió el sendero, lleno de ramas rotas y trechos infames; no miraba al suelo pero enseguida cayó en la cuenta de que las huellas que se alejaban de la armadura habían empezado siendo humanas para convertirse luego en las huellas de las patas de algún animal enorme.

Sin saber qué distancia había recorrido, el clérigo penetró en una maraña de ramas, la tierra desapareció de repente bajo sus pies y cayó rodando al vacío. Un instante después, su cuerpo se sumergía en una balsa de agua que se alzó con gran ruido.

Después de salir a la superficie, Adon se sacudió el lodo del cabello e inspeccionó la zona. «¿Un pantano?», pensó. ¿Allí? ¡Era una locura!

Locura o no, el hecho es que se encontró chapoteando en dirección a la pantanosa orilla de una hermosa tierra fantasmal iluminada por un tenue resplandor azulado. Unos elegantes filamentos de musgo que colgaban de unos altos cipreses de negra silueta absorbían la luz del sol poniendo de relieve su fino y complicado dibujo. El musgo parecía hacer esfuerzos para estirarse hacia abajo y de vez en cuando algún filamento tocaba suavemente la superficie del pantano. Unas enormes almohadillas de lodo flotaban en dirección a Adon y, mientras subía a la orilla, vio una hermosa mariposa con alas anaranjadas y plateadas que salía de un capullo ante sus ojos. Una solitaria garza real se detuvo a mirar a Adon acercarse, luego emprendió el vuelo produciendo leves sonidos cuando sus patas tocaban el agua.

Adon salió del pantano, molesto ante el desastre causado en su fina ropa. De pronto se inmovilizó al oír un rugido y el ruido de algún animal abriéndose paso por la selva. Pero los ruidos cesaron tan repentinamente como habían empezado y Adon buscó en vano a su alrededor un lugar donde ocultarse. En la proximidad, unos montones de brillantes hojas amarillas y rojas cubrían unos árboles grises, altos y delgados, pero poca protección tuvo el clérigo al subir la montaña hacia el diminuto claro del que se había caído.

Durante el ascenso, encontró su maza de guerra donde había aterrizado cuando su caída le había hecho soltarla. Pensó que por lo menos moriría luchando.

Como Kelemvor.

El ser que había en los bosques rugió de nuevo y Adon echó a correr sin olvidar, a cada paso que daba, que no debía gritar pidiendo socorro. El claro se elevó por fin delante de él, pero una enorme forma negra andaba de arriba abajo y le impedía el paso.

Adon se detuvo.

Se trataba de una pantera y, a sus pies, yacía un ciervo tan salvajemente atacado que apenas era reconocible. El clérigo pensó que era una cosa de lo más natural. ¡Y él que había pensado en algún duende horrible!

La pantera movía la cabeza hacia atrás y hacia adelante, como si estuviera aturdida. Adon rezó a Sune para que el animal estuviese satisfecho con su festín y, cuando iba a empezar a retroceder, la pantera empezó a temblar. Dejó caer la cabeza hacia atrás y Adon vio sus brillantes ojos verdes cuando el animal rugió de dolor y una mano humana salió de su garganta.

Adon soltó la maza, que cayó al suelo con un ruido sordo. El animal no dio muestras de haberlo advertido. Una segunda mano, goteando sangre, apareció en el flanco del animal y se produjo un ruido terrorífico cuando la caja torácica explotó y salió la cabeza de Kelemvor por la abertura. Se rasgó una de las patas del animal y apareció una pálida y arrugada pierna del tamaño de la de un niño que empezó a crecer hasta convertirse en una pierna de hombre; su pie, hasta el momento retorcido, se enderezó y sus huesos crujieron a medida que iban encajando en sus articulaciones.

Salió una segunda pierna, repitiéndose el proceso, y la cosa es que, sin saber cómo, se estaba convirtiendo en Kelemvor hasta salir del cuerpo del animal. El guerrero lanzó un aullido de agotamiento y cayó al suelo; su desnuda y tersa piel se iba cubriendo de lustroso vello.

Adon, inconscientemente, se agachó a recoger la maza. A continuación se acercó temblando al guerrero.

—¿Kelemvor? —llamó, pero los ojos del héroe, abiertos y saltones, no manifestaron interés.

Kelemvor, con la respiración entrecortada y los vasos sanguíneos reventando bajo la carne que envejecía hasta alcanzar la edad que le correspondía, sintió que una corriente pasaba bajo su piel.

—Kelemvor —repitió Adon.

Luego le dio su bendición y cruzó el claro sin volver la vista atrás. Encontró el sendero sin dificultad y pronto estaba atravesando la espesura de árboles y llegó al campamento. Medianoche y Cyric estaban esperando.

—¿Lo has encontrado? —preguntó Medianoche.

Adon negó con un movimiento de cabeza.

—Yo no me preocuparía —dijo luego—. El valle que hay al otro lado de la sierra está lleno de diversión y soledad. Estoy seguro de que ha encontrado ambas cosas. No tardará en volver.

Adon les estaba describiendo el extraño pantano que la naturaleza había creado al otro lado de la sierra, cuando llegó a sus oídos el ruido estrepitoso de un hombre abriéndose paso a través de la maleza. Medianoche y Cyric recibieron a Kelemvor al pie de la estribación. La sangre que cubría su armadura parecía proceder del ciervo ensangrentado que llevaba sobre la espalda. Cyric ayudó al guerrero a desprenderse de su carga, recién muerta. A continuación despedazaron al animal y se apresuraron a prepararlo sobre una hoguera.

Adon no podía dejar de mirar al guerrero, que parecía ajeno a todo menos a la comida que tenía delante. En un momento dado, Kelemvor levantó la vista y vio la mirada del clérigo.

—¿Qué? ¿Te has olvidado de bendecir los alimentos? —preguntó Kelemvor de mal humor.

—No —contestó Adon—. Estaba… —hizo un gesto en el aire con la mano—, absorto en mis pensamientos.

Kelemvor asintió con la cabeza y volvió al banquete. En cuanto terminaron de comer, Adon y Cyric se dispusieron a salvar toda la carne posible del animal, después la envolvieron cuidadosamente y la guardaron para la cena.

—Tengo que hablar contigo —dijo Kelemvor, y Medianoche asintió y lo siguió hasta el camino. Ella ya había presentido su intención y por ello no se sorprendió ante la petición de Kelemvor—. Tiene que haber una recompensa, o no puedo ir contigo.

Medianoche no pudo ocultar su frustración.

—Kel, ¡esto no tiene sentido! ¡En algún momento vas a tener que explicarme qué significa todo esto!

Kelemvor guardó silencio. Medianoche suspiró.

—¿Qué te ofrezco en esta ocasión, Kel, lo mismo?

Kelemvor agachó la cabeza.

—Tiene que ser diferente cada vez.

—¿Qué otra cosa puedo darte? —Medianoche puso una mano en la mejilla del guerrero.

Kelemvor cogió toscamente la mano de Medianoche y la apartó de sí y evitó su abrazo.

—¡Lo que importa no es lo que yo desee, sino lo que tú estés dispuesta a darme! La recompensa tiene que ser algo que tenga valor para ti, pero que merezca lo que debo hacer para ganármela.

Medianoche apenas podía contener su cólera.

—¡Lo que hay entre nosotros tiene mucho valor para mí!

Kelemvor se volvió a mirarla y asintió con la cabeza.

—Sí. Y para mí.

Medianoche se aproximó al guerrero, pero se detuvo antes de estar demasiado cerca como para tocarlo.

—Por favor, dime lo que pasa. Puedo ayudarte…

—Nadie puede ayudarme.

Medianoche miró a Kelemvor. Allí estaba la misma violenta desesperación que había visto en sus ojos en el castillo de Kilgrave.

—Hay condiciones —dijo Medianoche.

—Dime cuáles.

—Vendrás con nosotros. Nos defenderás a Cyric, a Adon y a mí de cualquier ataque. Nos ayudarás a preparar la comida y a montar el campamento. Nos informarás sobre cualquier cosa relacionada con nuestra seguridad y bienestar, aunque se trate sólo de una opinión tuya. —Medianoche respiró hondo—. Y cumplirás cualquier orden directa que yo te dé.

—¿Y mi recompensa? —quiso saber Kelemvor.

—Mi nombre verdadero. Te diré mi nombre verdadero después de haber hablado con Elminster en el Valle de las Sombras.

—Esto bastará —dijo Kelemvor acompañando sus palabras con una inclinación de cabeza.

Los aventureros viajaron el resto del día, volviendo a su práctica anterior de compartir dos caballos. Por la noche, después de haber instalado el campamento y haber cenado, Medianoche no fue al encuentro de Kelemvor. Por el contrario, se sentó junto a Cyric y le hizo un rato de compañía mientras éste montaba guardia. Estuvieron charlando de los lugares que habían visto, si bien ninguno de los dos contó en ningún momento lo que había hecho en aquellas tierras extrañas.

Sin embargo, Medianoche no tardó en sentirse cansada y dejó a Cyric; cayó en un sueño profundo y reparador, pero al cabo de poco rato la sobresaltó la imagen de un espantoso animal negro con relucientes ojos verdes y una boca babeante llena de blancos colmillos. Se despertó sobrecogida y por un momento creyó ver unas llamitas azuladas que se movían por la superficie del amuleto. Pero aquello era imposible. La diosa había vuelto a tomar posesión del poder y la diosa había muerto.

La maga oyó un ruido y cogió el cuchillo. Kelemvor estaba de pie junto a ella.

—Te toca hacer la guardia —dijo él, para luego desaparecer en la oscuridad de la noche.

Cuando Medianoche se sentó junto al fuego, escudriñó la oscuridad en busca de algún vestigio de Kelemvor, pero nada. A unos metros, Cyric daba vueltas y se agitaba en su sueño, sin duda atormentado por alguna pesadilla personal.

Adon no podía conciliar el sueño. Estaba trastornado por el secreto que, sin querer, había descubierto. Kelemvor no parecía recordar la presencia de Adon durante su metamorfosis de pantera a humano. ¿O fingía no recordarlo? Adon deseaba desesperadamente confiar a alguien lo que había visto pero, como clérigo, se sentía moralmente obligado a respetar la intimidad del guerrero. Estaba claro que debía dejar las cosas como estaban hasta que decidiese confiarse a sus camaradas o, debido a su desgracia, se convirtiese en una amenaza para el grupo.

Adon levantó la vista a la oscuridad y rezó para que la decisión que había tomado fuese la acertada.

Tempus Blackthorne encendió una antorcha antes de introducirse en el túnel y cargó con las provisiones que había adquirido. El túnel estaba bien construido. Los muros y el techo eran completamente cilíndricos y el suelo era una larga plancha de sesenta centímetros de grosor. Los muros habían sido pulidos y cerrados herméticamente con una sustancia que parecía mármol una vez se secaba. Blackthorne seguía lamentando haber matado a los artesanos y haber inventado la historia de su muerte accidental. Se preguntaba si alguien se la había creído.

En la cámara alta, Bane vociferaba de forma incoherente en un idioma que Blackthorne jamás había oído. El emisario escuchaba mientras subía las escaleras de piedra con tiento y pasaba a poner en práctica la rutina que había contribuido a que lord Bane se instalase completamente protegido de los intrusos; el pie derecho en el primer escalón, el izquierdo en el tercero. El pie derecho subía a reunirse con el izquierdo en el tercer peldaño. El izquierdo subía uno más, el derecho dos, luego repetía la operación a la inversa y subía de nuevo con una secuencia diferente. Cualquiera que variase aquella rutina sería víctima de las trampas que había instalado Bane y quedaría hecho trizas.

Blackthorne se balanceó sobre un pie mientras procuraba que no se le cayesen los paquetes. Tocó la palanca de la pared, tiró hacia atrás tres pasos, hacia adelante nueve, otra vez para atrás dos. El muro que había delante de él desapareció y Blackthorne entró en la cámara secreta de Bane.

El mago apartó la vista de la carne de Bane, purulenta y negruzca, así como de la espuma de sangre que salía de su boca. Había un nuevo agujero en la pared junto a lord Black y Blackthorne vio que una de las argollas había sido arrancada. El armazón de la cama había sido destrozado hacía tiempo y el colchón estaba hecho jirones. Bane gritaba y su cuerpo se convulsionaba a medida que el ataque se iba haciendo más intenso.

Blackthorne estaba tratando de inventarse una nueva excusa para justificar la ausencia de lord Black, cuando los ruidos cesaron súbitamente a sus espaldas. Se volvió y vio que Bane estaba completamente inmóvil. Cuando el emisario se acercó a su dios, lo hizo temiendo que el corazón de Bane se hubiera parado. En la habitación olía a muerte.

—Lord Bane —lo llamó Blackthorne.

Los ojos de Bane se abrieron de súbito. Una mano, una garra más bien, avanzó hacia la garganta de Blackthorne, pero éste se salvó echándose hacia atrás fuera de su alcance. Se salvó del golpe. Bane se apresuró a enderezarse.

—¿Cuánto tiempo hace? —se limitó a decir este último.

—¡Me alegra verte curado! —Blackthorne se desplomó sobre sus rodillas.

Bane arrancó las argollas restantes de la pared e hizo saltar las cadenas de sus tobillos y de sus muñecas.

—Te he hecho una pregunta.

Blackthorne le contó todo lo sucedido en los funestos días que habían transcurrido desde que Bane fue rescatado del castillo de Kilgrave. Mientras escuchaba y asentía de vez en cuando con una inclinación de cabeza, lord Black estaba sentado en el suelo y apoyado contra la pared.

—Veo que mis heridas han sanado —dijo Bane.

Blackthorne sonrió con entusiasmo.

—En todo caso mis heridas físicas. Queda todavía el asunto de mi dignidad.

La sonrisa de Blackthorne se desvaneció.

—Sí. Mi patético orgullo humano… —Bane levantó sus garras a la altura de los ojos—. Pero yo no soy humano —dijo, y miró a Blackthorne—. Yo soy un dios.

Blackthorne asintió lentamente.

—Ahora ayúdame a vestirme —dijo Bane.

Blackthorne se apresuró a obedecer. Mientras se debatían con la armadura negra de Bane, el dios preguntó por determinados seguidores y por los progresos que se habían hecho en su templo.

—Los humanos que fueron a rescatar a Mystra al castillo de Kilgrave… —preguntó finalmente Bane—. ¿Qué ha sido de ellos?

Blackthorne movió la cabeza.

—No lo sé.

Uno de los ojos de color rubí del guantelete de Bane se abrió de par en par y lord Black hizo una mueca. Los recuerdos de los momentos finales de Mystra y de sus órdenes a la maga morena afloraron en la mente del funesto dios.

—Los encontraremos —decidió—. Viajarán hasta el Valle de las Sombras para buscar la ayuda del mago Elminster.

—¿Tienes intención de detenerlos en su viaje? —preguntó Blackthorne.

Bane levantó la vista, estupefacto.

—Tengo la intención de matarlos. —La atención de Bane volvió al guantelete—. Luego quiero recuperar el medallón de la mujer. Ahora déjame. Te llamaré cuando esté listo.

El emisario asintió y salió de la cámara.

Lord Black se dejó caer contra la pared con el cuerpo tembloroso. Estaba muy débil. Bane se corrigió…, el cuerpo se había debilitado; Bane, el dios, a pesar de la situación en la que se hallaba, era inmortal e inmune a semejantes pequeñeces. Bane se deleitó con los primeros momentos de verdadera claridad desde que se había despertado de su sueño curativo, luego consideró las alternativas que tenía.

Helm le había preguntado a Mystra si llevaba consigo las Tablas del Destino. Cuando ella se ofreció a revelar la identidad de los ladrones en lugar de entregar las Tablas, Helm acabó con ella. El secreto que compartía con lord Myrkul estaba a salvo.

—Al fin y al cabo, lord Ao, no eres omnisciente —murmuró Bane—. La pérdida de las Tablas te ha debilitado, como Myrkul y yo habíamos sospechado que sucedería.

Bane se dio cuenta de que había pronunciado estas palabras en voz alta en una habitación vacía y sintió frío dentro de su ser. Todavía había que exorcizar algunos rastros de la humanidad de su encarnación, pero ello lo llevaría a cabo en su momento. Por lo menos la búsqueda del poder no había sido una vanidad estrictamente humana. Había empezado con el robo de las Tablas y llegaría a su fin con la muerte del propio lord Ao.

Sin embargo, antes de alcanzar la victoria final, Bane debería superar algunos obstáculos.

En las oscuras horas de la madrugada, Bane se presentó ante una asamblea formada por algunos de sus seguidores. Sólo aquellos que habían sido recompensados con las más altas categorías y privilegios estaban presentes cuando Bane tomó asiento en su trono y se dirigió a sus seguidores. Fusionó las mentes de todos los presentes para que pudiesen compartir su sueño febril de increíble poder y gloria. Sin pronunciar una sola palabra, Bane puso a los humanos en un estado de puro frenesí.

Fzoul Chembryl era quien tenía la voz más sonora y quien sentía la más intensa pasión por la causa de Bane. Aun cuando el dios de la Lucha sabía que Fzoul se había opuesto a su voluntad en el pasado, cuando en aquellos momentos éste presentó sus argumentos para la eventual disolución del Zhentarim, del cual Fzoul era el segundo en el mando, y la reforma de la Red Negra bajo la estricta autoridad del propio Bane, éste sintió una creciente admiración por el apuesto y pelirrojo sacerdote. Naturalmente, Fzoul pedía ser considerado para el cargo de líder de estas fuerzas, pero Fzoul exclamó que la decisión correspondería sólo a Bane, y la sabiduría de Bane estaba más allá de toda crítica.

Lord Black sonrió. No había nada como una buena guerra para motivar a los humanos. Marcharían sobre el Valle de las Sombras, con Bane en persona a la cabeza. En el delirio de la batalla, Bane se escabulliría y acabaría con el importuno Elminster. En el intervalo, enviaría a unos asesinos a interceptar a la maga de Mystra antes de que ella pudiese entregar el medallón al sabio del Valle de las Sombras y mandaría a otro grupo a mantener ocupados a los Caballeros de Myth Drannor. Satisfecho con estos planes, Bane volvió a su cámara secreta situada en la parte posterior del templo.

Aquella noche el dios de la Lucha no tuvo sueño alguno, y esto era una buena señal.