Adon apareció junto a Medianoche cuando ésta se encontraba de rodillas recobrándose de la postración nerviosa producida por el lanzamiento del hechizo. El patio del castillo de Kilgrave no mostraba vestigios de la batalla que se había librado en sus confines.
—Ha desaparecido —dijo Adon—. El reino de Sune ha desaparecido, como si nunca hubiera existido de verdad.
Medianoche levantó la vista a Adon y le habló con voz reconfortante.
—Estoy segura de que está en algún lugar, Adon. Cuando llegue el momento, encontrarás tu camino.
Adon asintió con una inclinación de cabeza, luego él y Cyric ayudaron a Medianoche a ponerse de pie. A unos cuantos metros, Kelemvor tosió dos veces y empezó a volver en sí.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó, a la vez que se llevaba una mano al hombro herido.
—Alguien ha estado jugando con nuestras mentes —contestó Medianoche—. Intentaba controlarnos, enemistarnos los unos con los otros. He probado un simple conjuro para anular la magia y…
—¿Has causado esta explosión? —preguntó Kelemvor sentándose precipitadamente.
—No deberías moverte —sugirió Adon, y trató de obligar a su amigo a tumbarse. Sus esfuerzos fueron inútiles.
—¡Maldita sea, Adon! Perdimos un día en la columnata por mi estupidez. Déjame; no me pasará nada.
—Déjalo en paz, Adon —repuso Medianoche sonriendo al guerrero—. Sí, Kel, yo causé la explosión… o mi magia, que es lo mismo. Deduje, por lo que nos estaba pasando, que alguien nos estaba transmitiendo unas fuertes ilusiones. Traté de anularlo, pero el hechizo produjo un tipo de reacción violenta: detuvo a quien estuviese lanzando el sortilegio.
—La voz de Bane —dijo Cyric riéndose—. Probablemente se trata sólo de algún loco iluso que se hace pasar por un dios.
—Pues sugiero que lo encontremos —expuso Kelemvor mientras paseaba la vista a su alrededor—. Debe de ser él quien tiene cautiva a la señora de Caitlan.
—Yo pensaba que habías renunciado a buscarla —dijo Cyric.
Kelemvor sonrió y miró a Medianoche.
—Así era. Pero creo que vale la pena seguir adelante por la recompensa que obtendré si la misión se cumple. —El guerrero miró los trozos de tela ensangrentados que envolvían su hombro y se preguntó si sería capaz de manejar la espada con un solo brazo. Podía empuñarla, aunque sin apretar demasiado, con la mano derecha, pero ello le ocasionaba un vivísimo dolor que le hacía ver las estrellas.
Cyric se limitó a sacudir la cabeza para luego dirigirse a la entrada del patio y echar una ojeada al vestíbulo. No había movimiento alguno. Los pasillos tenían el mismo aspecto que cuando Cyric examinó el castillo por primera vez.
—Deberíamos encontrar a la señora de Caitlan y escapar de aquí mientras podamos —sugirió Cyric, que se volvió al patio.
Kelemvor estuvo de acuerdo y expresó su conformidad con una inclinación de cabeza. Al cabo de un rato, los aventureros estaban en el vestíbulo.
—¿Y ahora qué? —preguntó Kelemvor—. ¿Volver a registrar el castillo de arriba abajo?
Medianoche se volvió y se quedó paralizada, con la boca abierta de par en par.
—No creo que tengamos que hacerlo —dijo Cyric—. ¡Mirad!
Kelemvor miró por encima del hombro y vio una espantosa masa, roja como la sangre, que se arrastraba por el pasillo en dirección a ellos. El hakeashar. Surgía de la nube que era la forma del monstruo, con cientos de manos de diez dedos levantadas al aire. De la nube surgían unos ojos amarillos ansiosos por examinar a las víctimas que tenían delante.
Kelemvor dejó caer pesadamente los hombros.
—Ya he tenido bastantes monstruos por hoy —dijo mientras sacaba la espada con la mano sana. Sus movimientos no eran airosos, pero tenía la esperanza de que la postura fuese lo bastante impresionante como para asustar a aquella enorme criatura.
El monstruo dejó escapar un rugido que laceró los cerebros de los héroes produciéndoles un intenso dolor. La criatura tenía enormes bocas abiertas que parecían agrandarse a medida que se iba acercando. Cyric tomó a Medianoche del brazo y ambos echaron a correr vestíbulo abajo para alejarse del hakeashar.
—¿Podrías aguantar así un poco más, Kelemvor? —dijo Adon suplicante, mientras retrocedía para luego echar a correr.
El monstruo lanzó otro rugido.
—Quizás —dijo Kelemvor a la vez que abandonaba su postura y se ponía a correr para tratar de alcanzar a los otros; la nube, que giraba confusamente, iba mordiendo sus talones.
Los héroes tomaron la delantera al monstruo nebuloso durante unos minutos, pero no tardaron en cansarse. Al llegar al torreón situado a unos doscientos metros del patio, el hakeashar los perseguía ya muy de cerca. En el torreón, las escaleras que llevaban a los niveles superiores del castillo estaban llenas de escombros, de modo que los héroes tomaron las que bajaban, con Adon a la cabeza. Cuando el hakeashar salió del torreón lo hizo en medio de una explosión de luz que llegó hasta la oscuridad de los pasillos subterráneos.
Fue en el mismo momento en que el hakeashar alcanzaba a los aventureros, cuando Medianoche se dio cuenta de que el pasillo que tenían delante estaba bloqueado por los cascotes. Se volvió hacia el monstruo y les gritó a sus compañeros que se pusieran a un lado. Ella estaba ya lanzando un hechizo contra el monstruo, que llenó toda la anchura del pasillo y se detuvo; empezó a parpadear muy nervioso, y Kelemvor sacó su espada y Cyric se colocó su capa de viaje.
De repente, una ráfaga de viento que se originó en las yemas de los dedos de Medianoche, recorrió el pasillo. El viento atravesó al monstruo, lo acorraló al instante y cesó tan súbitamente como se había iniciado.
Después de haber llamado su atención el increíble poder que presentía en el medallón de Medianoche, el hakeashar empezó a avanzar lentamente.
Cyric se adelantó y su capa creó una docena de imágenes fantasma de él mismo. Mientras las imágenes creadas por la capa se entrecruzaban a fin de sacar ventaja a la ilusión, los muchos ojos del hakeashar estaban fijos en ellas.
—¿Qué hemos conseguido de bueno, aparte de confundir a esta cosa? —susurró Kelemvor a Medianoche.
La maga se apartó del guerrero en el momento en que las manos del monstruo saltaban hacia adelante y agarraban la capa de Cyric. Las imágenes desaparecieron al devorar el hakeashar la capa.
El monstruo aumentó de tamaño y se abrieron una docena de nuevos ojos y bocas.
—¿A qué estás esperando? —exclamó Kelemvor—. ¡Lanza el sortilegio!
El hakeashar lanzó una risotada cuando acudieron a su mente los recuerdos de los banquetes que se daba con la magia de la diosa.
Medianoche se detuvo y se volvió hacia el guerrero.
—Kel.
El hakeashar se iba acercando.
—Hazlo pedazos —dijo Medianoche.
Kelemvor, con el brazo sano, empuñó la espada con más fuerza.
El hakeashar se detuvo.
En el cerebro de éste se grabaron más de cien imágenes del humano de pelo largo que avanzaba hacia él con la espada desenvainada. Al monstruo le embargó una extraña curiosidad. Movió cinco de sus mandíbulas en dirección al humano, las cerró y le sorprendió que el esfuerzo no le produjese sustento alguno. El humano empezó a reírse y un dolor lacerante recorrió al monstruo cuando seis de sus ojos se cerraron para siempre después de un gesto potente de la espada del humano.
Estando lord Black de rodillas junto al agua tranquila de su estanque, resonaron los gruñidos del hakeashar en el castillo de Kilgrave. Bane llamó al monstruo y lo dejó suelto por el castillo para que fuese en busca de Mystra.
Una piedrecita cayó en la superficie del agua que Bane tenía delante, y ello hizo que el dios caído levantase la vista.
En la puerta había una joven que no había visto nunca y que sonreía de oreja a oreja. En su mano descansaba un puñado de piedras que había desprendido del derruido muro que había junto a ella.
—¿No es encantador que tu poder se haya vuelto contra ti? —se limitó a decir, y aquella voz le resultó a Bane terriblemente familiar.
—¡Mystra! —gritó Bane para luego abalanzarse sobre la diosa hecha carne.
Mystra lanzó el puñado de piedras a lord Black y su voz se elevó cuando empezó a lanzar un hechizo. Las piedras se transformaron a medio camino para convertirse en misiles azules y blancos que atravesaron el cuerpo de lord Black e hicieron que cayese de espaldas en el suelo de la mazmorra.
Procedente del pasillo se oyó otro ruido, éste más fuerte que el anterior. Mystra se estremeció al oír los bramidos del hakeashar, y Bane aprovechó esa distracción para lanzar, a su vez, un hechizo. Sacó un rubí de su guantelete y la piedra preciosa desapareció y en su lugar surgió un rayo de luz roja en dirección de la diosa de la Magia.
Bane emitió un grito ahogado cuando Mystra absorbió, sin daño, los efectos del Rayo de Rubí de Nezram, un sortilegio que habría debido separar a la diosa de su mutación. Bane se estremeció entonces cuando un haz de luz roja chocó contra él y le atravesó el pecho. El rayo de luz se quedó colgando en el aire, entre Mystra y Bane, como una cuerda.
—Has sido un estúpido intentando lanzar un hechizo complicado —dijo Mystra—. Parece que, finalmente, eres víctima del caos de la magia. —Dicho esto, Mystra cogió el haz de luz con ambas manos.
Bane sintió un espasmo horrible en su interior. La luz roja brillaba intensamente y un latido de energía salió disparado de su cuerpo en dirección a Mystra. El hechizo había salido mal y permitía que Mystra le arrebatase su poder.
Bane luchó para mantener despiertos sus sentidos mientras unas bandas de color carmesí surgían del haz de luz, lo rodeaban y tiraban de su carne como si quisieran arrancársela de los huesos. Oyó crujir sus costillas cuando la fuerza del ataque se trastocó de repente y amenazó con arrebatarle la vida. Mystra soltó el rayo de luz y lo lanzó hacia Bane.
El pecho de lord Black se abrió de golpe y un torrente de llamas azuladas surgieron explotando de él y envolvieron a Mystra, que mantuvo las manos fuera del flujo de la magia y agradeció la llegada de éste dentro de ella. Las llamas se transformaron, volviéndose de un color ámbar reluciente. Cuando Bane comprendió que las últimas energías que había tomado de Mystra lo estaban abandonando y que asimismo empezaban a salir de él las suyas, las llamas eran de un rojo brillante y reluciente.
—¡Has encarcelado a la diosa de la Magia, estúpido! Ahora pagarás con la misma moneda lo que me has hecho.
Bane gritó tanto como le permitieron las energías que le quedaban.
—¡Mystra! Me estoy…
—¿Muriendo? —dijo ella—. Sí, se diría que sí. Saluda a lord Myrkul de mi parte. No creo que haya tenido nunca un dios entre sus secuaces. Pero tú ya no eres un dios, ¿verdad, Bane?
Bane levantó las manos, implorante.
—Está bien, Bane. Voy a darte una oportunidad para salvarte. Dime dónde están escondidas las Tablas del Destino y tendré clemencia de ti.
—¿Las quieres para ti? —Bane lanzó otro grito ahogado y un nuevo latido de energía lo abandonó.
—No —dijo Mystra—. Quiero devolver las Tablas a lord Ao y poner fin a la locura que has causado.
Se oyó un movimiento en el pasillo y Mystra se volvió; en la puerta estaban Kelemvor y sus compañeros.
De pronto apareció un remolino delante de lord Black y, de la grieta producida por la magia de éste, salió Tempus Blackthorne, el cual se apoderó del cuerpo de su amo herido y lo arrastró al ojo del torbellino. Antes de que Mystra pudiese moverse para derribar a lord Black y a su emisario, éstos habían desaparecido. Cuando el remolino aquel se cerró, el hechizo de Mystra se desvaneció y un rayo de energía caótica la arrojó contra el muro. Cuando levantó la vista, vio a Kelemvor junto a ella.
El guerrero estaba pálido.
—Sabía que tenías carácter, pequeña, pero incluso así me has impresionado.
Mystra sonrió al sentir que el poder fluía libremente por ella.
—Caitlan —dijo Medianoche—. ¿Estás bien? —La maga se inclinó hacia la encarnación y el medallón en forma de estrella empezó a resplandecer.
—El medallón. ¡Dámelo! —gritó Mystra.
Medianoche retrocedió.
—¿Caitlan?
Mystra volvió a mirar a Medianoche y cayó en la cuenta de que el medallón se había agarrado a la piel de la maga para protegerse a sí mismo, para evitar que se lo arrebatasen mientras dormía o si caía herida.
—Deberíamos sacar a la muchacha de aquí —dijo Medianoche.
—Espera un minuto —dijo Cyric—. Quiero saber cómo se fue del campamento aquella noche y por qué se marchó.
—Escuchad —dijo Adon con calma—. Deberíamos preocuparnos por la suerte de la señora de la pobre muchacha.
La diosa fue presa de súbita ira.
—¡Soy Mystra, diosa de la Magia! El ser con el que combatía era Bane, dios de la Lucha. Y ahora dame ese medallón. ¡Es mío!
Medianoche y Adon miraron sorprendidos a la mutación. Kelemvor frunció el entrecejo y Cyric observó a Mystra con recelo.
Kelemvor cruzó los brazos.
—Tal vez la batalla ha debilitado su joven cerebro.
—Caitlan, Melodía de la Luna, y yo nos hemos convertido en un solo ser —indicó Mystra en tono tranquilo—. La traje a este lugar y fusioné nuestras almas para salvarnos a ambas de lord Bane. La ayudasteis a llegar hasta aquí y os habéis ganado nuestro agradecimiento.
—¡Algo más que eso! —exclamó Kelemvor.
—La deuda será saldada —dijo Mystra, y Kelemvor recordó las palabras de Caitlan cuando ésta estuvo enferma en la cama.
Ella puede curarte.
Mystra se volvió a Medianoche.
—En el camino de Calanter hiciste un pacto conmigo. Yo te salvé de morir a manos de aquellos hombres. A cambio, tú prometiste mantener mi responsabilidad a salvo. Lo has hecho de forma admirable —Mystra tendió la mano—, pero ha llegado el momento de que me devuelvas esa responsabilidad.
Medianoche bajó la vista, desconcertada al ver que el medallón se había desprendido de su carne. Se lo sacó del cuello y se lo dio a la muchacha, la cual empezó a resplandecer inmediatamente con unas violentas llamas azulinas.
La diosa echó la cabeza hacia atrás y, mientras una parte del poder que había poseído en las Esferas recorría su cuerpo, se permitió un momento de absoluto arrobamiento. Como había sido antes del Advenimiento, la voluntad de Mystra volvía a ser suficiente para dar vida a la magia y, si bien estaba todavía mucho más débil que antes de que Ao la echase de los cielos, Mystra estaba de nuevo unida al tejido de magia que rodeaba Faerun. La sensación era maravillosa.
—Pongamos algo de distancia entre este lugar y nosotros —dijo Mystra dirigiéndose a sus salvadores—, y os diré todo lo que queréis saber.
Momentos después, cuando se acercaron a la puerta del castillo de Kilgrave, los héroes sintieron el calor del sol; asimismo se quedaron cegados mientras salían de las oscuras ruinas. Se alejaron del castillo con pies de plomo, como si temiesen que el castillo fuera a lanzar una última barrera de locura en su camino. Pero el castillo estaba desolado y sin vida.
Mystra miró el cielo. Vio que la Escalera Celestial ascendía hacia los cielos, y que su aspecto iba cambiando. Por momentos la diosa tenía la vaga impresión de vislumbrar una figura en lo alto de la escalera, pero luego aquélla, después de que su imagen perdiera consistencia al cabo de poquísimos instantes, desaparecía.
Mystra, seguida de los aventureros, se encaminó a un lugar que no estaba a más de ciento cincuenta metros de la entrada del castillo. En el camino, surgió una discusión acalorada.
—¿Has perdido el juicio? —gritó Kelemvor.
—¡Yo la creo! —replicó Medianoche.
—Sí, la crees. Pero ¿acaso tu «diosa» puede probar sus disparatadas afirmaciones?
Mystra ordenó al grupo que la esperase, luego se volvió hacia la escalera. Kelemvor se adelantó furioso y empezó a despotricar sobre las riquezas que se les habían prometido; la diosa miró al hombre, y sus ojos relampaguearon con llamas blanquiazules.
—Tienes la gratitud de una diosa —dijo Mystra fríamente—. ¿Qué más puedes desear?
Kelemvor recordó su encuentro con la diosa Tymora, cuando pagó para verla.
—Me conformaría con comida decente, ropa para cubrirme y suficiente dinero para comprar mi propio reino —gritó Kelemvor—. ¡También me gustaría poder volver a utilizar el brazo!
Mystra ladeó la cabeza.
—¿Eso es todo? Yo pensaba que deseabas entrar a formar parte de las deidades.
Cyric entornó los ojos.
—¿Es eso posible?
Mystra sonrió y unas relucientes bolas de fuego saltaron de sus manos. Kelemvor casi gritó cuando la chisporroteante energía de la primera bola de fuego lo envolvió de pies a cabeza; de pronto, sintió una vitalidad como no había sentido hacía días. Las llamas se apagaron y Kelemvor levantó el brazo y miró incrédulo su hombro curado.
La segunda bola de fuego se estrelló en el suelo y dio vida a dos fogosos caballos para reemplazar a los que se habían perdido, así como dos caballos de carga con provisiones nuevas y una fortuna en oro y piedras preciosas. A continuación la diosa se volvió y se colocó delante de la escalera. Abrió las manos y extendió los brazos, como si estuviera meditando.
Kelemvor permaneció junto a Medianoche y ambos no tardaron en reanudar su discusión. Cyric los observaba sin meterse y Adon contemplaba en silencio a la diosa.
—Debe de ser poderosa y es posible que el cuento ese de que se ha fusionado con su señora sea cierto —dijo Kelemvor.
—¿Por qué, entonces, niegas lo que ves? ¿No aprecias los presentes de Mystra como prueba de gratitud? —dijo Medianoche.
—¡Nos los hemos ganado con creces! —replicó Kelemvor a la vez que se metía un gran pedazo de pan dulce en la boca—. Pero un mago poderoso, como Elminster del Valle de las Sombras, podría llevar a cabo fácilmente las mismas proezas. ¡He visto otros «dioses» como éstos y no sabría decirte si no son unos lunáticos poderosos!
Mystra levantó la vista ante la mención de Elminster y, como le hizo gracia algún ensueño privado, una sonrisa iluminó su rostro, luego volvió a sus preparativos.
—¡Y por eso te permites el lujo de blasfemar en presencia de ellos! —gritó Medianoche.
—¡Digo lo que pienso!
—¡Yo la creo! —insistió Medianoche golpeando el pecho acorazado de Kelemvor—. ¡Jamás habrías recuperado el uso completo de tu brazo de no haber sido por Mystra!
Kelemvor empezó a temblar. Pensaba en su padre, retirado de la vida aventurera por sus heridas, deambulando por Lyonsbane Keep y haciendo de la vida del pequeño Kelemvor un infierno en la tierra.
—Tienes razón —dijo Kelemvor—. Debería estar agradecido. Pero… ¿Caitlan, una diosa? Debes admitir que hay que tener mucha imaginación.
Medianoche dirigió la vista a Mystra. La diosa, bajo la forma de la muchacha con la que habían viajado el día anterior, no impresionaba mucho.
—Sí —admitió Medianoche—, pero yo sé que es verdad.
Adon, detrás de Medianoche y Kelemvor, había escuchado sus palabras sin ser advertido; luego se alejó.
Pensó que, aunque los demás no lo habían aceptado todavía del todo, habían estado luchando contra un dios y que ahora servían a una diosa. A la vez que era consciente de esta revelación, Adon se preguntó por qué no le embargaban la excitación y el acatamiento. ¡En los Reinos estaban los propios dioses!
Adon observó a la escuálida muchacha arrodillada en la suciedad y se sintió ligeramente inquieto ante la imagen. Luego recordó la breve visión que había tenido de la abominación que Mystra había identificado como a Bane, lord Black.
¿Eran los propios dioses?
Mystra, algo apartada de los aventureros a quienes les había dicho que esperasen, se puso de pie y se colocó ante la escalera para prepararse para la ascensión. Una ligera sonrisa se fue perfilando en su rostro humano y, mientras se volvía para dirigirse a sus salvadores, comprendió la importancia del momento.
—Ante vosotros, invisible a los sentidos humanos, está la Escalera Celestial —dijo Mystra—. Esta escalera es un medio para viajar entre los reinos de los dioses y los humanos. Estoy a punto de llevar a cabo una tarea peligrosa. Si tengo éxito, vosotros cuatro seréis testigos de mi regreso a las Esferas. Si, por el contrario, fracaso, como mínimo uno de vosotros deberá difundir mis palabras por el mundo. Se trata de un cometido sagrado que sólo puedo encomendar a una persona cuya fe sea ciega.
Medianoche dio un paso hacia adelante.
—¡Cualquier cosa! —dijo—. ¡Dime lo que hay que hacer!
Kelemvor sacudió la cabeza y se puso junto a Medianoche para hablar con ella.
—¿No hemos hecho bastante? Hemos arriesgado nuestras vidas para salvar a tu diosa. Abandonemos ahora que estamos a tiempo. Hay todo un mundo para explorar y miles de maneras de gastar nuestra recompensa. Debemos marcharnos.
—Yo me quedo —dijo Medianoche.
—Yo me quedo con Medianoche —afirmó Adon dando un paso hacia adelante.
Kelemvor miró a Cyric, que se limitó a encogerse de hombros.
—La curiosidad me ha dejado petrificado —repuso Cyric en tono burlón.
Kelemvor se rindió.
—¿Qué es lo que tienes que decirnos, diosa?
—Los Reinos no son más que un caos —dijo Mystra.
—¡Vaya noticia!
—¡Kel! —exclamó Medianoche.
—Pero ¿sabéis por qué? —preguntó Mystra sonriendo.
Kelemvor guardó silencio.
—Hay un poder que es incluso mayor que el de los dioses —prosiguió Mystra—. Esta fuerza, de la cual se supone que los humanos no están enterados, ha echado a los dioses de los cielos. Lord Helm, dios de los Guardianes, bloquea la puerta de las Esferas, obligándonos así a que permanezcamos en los Reinos. Mientras estamos aquí, debemos tomar apariencia humana, encarnarnos, pues de otro modo no seríamos más que espíritus errantes.
»Estamos pagando el castigo por los crímenes de dos de nosotros. Lord Bane y lord Myrkul robaron las Tablas del Destino. Por lo menos una de esas Tablas ha sido escondida en los Reinos, si bien ignoro dónde. Hemos recibido el encargo de encontrarlas y devolverlas al lugar que les corresponde en los cielos.
Cyric estaba desconcertado.
—Pero si no tienes las Tablas, ¿qué pretendes hacer? —dijo.
—Permutar la identidad de los ladrones por clemencia para con los dioses, que son inocentes de este crimen —explicó Mystra.
Kelemvor cruzó los brazos sobre el pecho, se apoyó contra su caballo y se echó a reír.
—Esto es absurdo. Se lo está inventando todo a medida que va hablando.
Habría podido curarte —dijo ella—, pero, dado que no me crees, no lo haré.
La risa de Kelemvor remitió de golpe y se puso lívido.
—¡Diosa! ¡Yo te acompañaría! —repuso Medianoche; Kelemvor miró alarmado a la maga.
Mystra meditó detenidamente sobre el ofrecimiento. ¿Un humano testigo de cosas que sólo un dios podía comprender? Se volvería loca. La mente de Caitlan estaría protegida, pero no podría hacer nada para proteger a Medianoche.
—Sólo los dioses pueden seguirme —dijo Mystra.
El poder que se había estado ocultando en el medallón junto con las energías robadas a lord Bane se arremolinaban dentro de ella, como si estuviesen a la espera de salir. Luego, Mystra sintió como si la fuente de magia que había dentro de ella amenazase con desbordarse. La diosa experimentó un momento de pánico puramente humano cuando perdió el control de sus fuerzas interiores. La hierba empezó a ondear suavemente y unas llamas blanquiazules envolvieron todas sus briznas.
Cyric sintió un agradable calor bajo sus pies. El aire se cargó de chispas azules y blancas, y cuando unos rayos de luz, liberados con las apasionadas pinceladas de un genio demente, abrasaron el aire, los vientos se volvieron visibles para luego desaparecer.
Medianoche pudo ver la escalera, pero sólo un instante, y comprobó que lo era sólo de nombre. Estaba formada por un incalculable número de delicadas y blancas manos con las palmas hacia arriba; algunas estaban de pie, otras formando extraños racimos allí donde su carne parecía haberse unido. Se elevaban y descendían formando dibujos irregulares y sus firmes dedos oscilaban constantemente hacia atrás y hacia adelante, a la espera de recibir a su siguiente huésped. Una red de huesos cristalinos unía los grupos de manos. Sin embargo, extrañamente, en ningún momento se veían los muñones de las manos desmembradas. Una niebla suave y fluida flotaba de racimo en racimo.
La escalera desapareció de la vista de Medianoche y ésta volvió su atención a Mystra.
La forma de Caitlan había cambiado un poco y, mientras no dejaba de brillar, los héroes vieron a la muchacha transformarse en la mujer que estaba destinada a ser. Su cuerpo era exuberante y hermoso, el rostro delicado y sensual, pero los ojos eran muy viejos y revelaban un milenio de íntimas preocupaciones.
Cuando la diosa volvió la espalda a los héroes y se puso en movimiento, estaba temblando. Daba la impresión de estar subiendo por el aire y que al paso de la diosa por los escalones invisibles se desprendían unos rayos de luz azulada.
Mystra vio que sus percepciones de la escalera y de la entrada de las Esferas iban cambiando constantemente. Primero vio una hermosa catedral esculpida a partir de las nubes, que tenía una amplia y vistosa escalera que conducía a ella. Al cabo de un rato la zona que rodeaba la entrada se convirtió en unas grandes runas vivientes que bailaban una danza desconocida a medida que cambiaban posiciones con sus compañeras para desvelar unos secretos sobre los cuales Mystra había meditado largamente y jamás había descubierto, hasta aquel momento.
Sólo la propia puerta de entrada no cambiaba; era una gran puerta de acero, forjada en la imagen de un puño gigante, el símbolo de Helm.
A media ascensión, las nubes se separaron y el dios de los Guardianes se materializó delante de Mystra.
—Te saludo, lord Helm —dijo Mystra cordialmente.
Helm miró a Mystra.
—No sigas, diosa. Este camino no es para ti.
—Me gustaría volver a mi casa —repuso Mystra, enfadada con el guardián.
—¿Traes contigo las Tablas del Destino?
Mystra sonrió.
—Traigo noticias sobre las Tablas. Sé quién las robó y por qué.
—Ello no es suficiente. Tienes que dar media vuelta. Las Esferas ya no son nuestras.
Mystra se quedó perpleja.
—Pero a lord Ao le gustaría tener esta información.
Helm se mantuvo firme.
—Dámela a mí y yo se la transmitiré.
—Tengo que dar esta información personalmente.
—No puedo permitírtelo. Da media vuelta antes de que sea demasiado tarde.
Mystra siguió subiendo la Escalera Celestial, a la vez que reunía las fuerzas primas de la magia alrededor de Faerun y las sugestionaba para que estuviesen alerta a su llamada.
—No quiero hacerte daño, buen Helm. Apártate.
—Mi deber es detenerte —dijo Helm—. Descuidé mi deber en una ocasión. Nunca más.
Helm descendió un trecho más.
—¡Apártate! —insistió Mystra con una voz tan fuerte como un trueno.
Helm se mostraba inflexible.
—No me obligues a hacerte daño, Mystra. Yo soy todavía un dios. Tú no.
Mystra se inmovilizó.
—¿Dices que no soy una diosa? ¡Voy a demostrarte que estás equivocado!
Helm bajó la vista, luego volvió a mirar a Mystra.
—Si así lo quieres…
Mystra llamó a toda la energía que había reunido mientras avanzaba hacia el dios de los Guardianes. Preparando el primer hechizo, se estremeció de poder.
Medianoche abajo, en la tierra, vio que los dioses se iban acercando uno al otro. En el momento en que Mystra soltó unos rayos de fuego contra Helm, éste levantó las manos, retrocedió ante la magia y apretó los dientes cuando las llamitas blancas abrasaron su piel. El guardián lanzó un puñetazo en dirección a Mystra, pero la diosa se echó hacia atrás para esquivar el golpe, y a punto estuvo de caerse de la escalera al hacerlo.
Helm avanzó. No iba armado; sin embargo, mientras se acercaba a la diosa, parecieron saltar de su mano unas llamas de fuego. Mystra supo instintivamente que no debía permitir que las manos del dios la tocasen. Retrocedió y la magia prima hendió el aire que rodeaba al guardián. Mystra trató de recurrir al hechizo Mano de Hierro de Bigby, pero falló y una innumerable cantidad de garras afiladísimas volaron en dirección a Helm. El guardián las esquivó sin esfuerzo alguno.
La mano de Helm descendió formando un arco y, cuando sus dedos rasgaron el pecho de Mystra, ésta sintió un dolor atroz en todo su ser. El aire se roció de sangre, que pintó de intenso carmesí las diminutas chispas de magia y las obligó a dejar de existir.
Cuando al pasar, la mano de Helm rozó su hombro, Mystra notó que la sangre se le enfriaba. En venganza, la diosa de la Magia formuló un encantamiento destinado a atacar la psique de Helm, con el objetivo de obligarlo a inclinarse ante ella cuando empezase a temblar de terror. Ignorando el ataque de Mystra, el guardián apretó los dientes y arremetió de nuevo. El mayor temor del guardián había sido fallar a Ao. Dado que ya se había enfrentado a este miedo, no quedaba nada que fuera susceptible de atemorizarlo.
En el momento en que la mano de Helm se acercó a su pecho, abriendo una grieta en su carne que dejó escapar un torrente de llamas azuladas junto con un chorro de sangre, Mystra supo que había perdido. Luego, cuando a Helm le faltaron unos centímetros para alcanzar su garganta, la diosa notó una brisa fría junto a su cuello.
Cyric, fascinado por el espectáculo, observaba cómo los dioses intentaban matarse unos a otros. Cada vez que Helm, lanzaba un golpe se apoderaba de él una gran excitación. Ver la sangre de unos dioses caer del cielo lo embargaba, inexplicablemente, de dicha.
Mystra esquivó otra de las acometidas de Helm y lanzó un hechizo revolucionario de encadenamiento; unos grilletes formados de magia prima descendieron sobre el guardián. Helm los evitó sin esfuerzo, pero Mystra aprovechó aquella distracción momentánea para pasar a trompicones por delante del guardián. Era difícil concentrarse dadas las terribles agonías que su cuerpo había soportado, pero se aferró a la escalera y subió; cuando la puerta de entrada se elevó delante de ella y apareció la mismísima majestad de las Esferas, la cabeza empezó a darle vueltas. La diosa vislumbró un instante la belleza y la perfección de su casa en Nirvana.
Mystra pensó que todo aquello había sido suyo. Llegó a la cumbre, con las piernas temblorosas. La diosa de la Magia se agarró a la puerta, pero una mano sujetó su brazo y le hizo dar media vuelta. En los ojos de Helm había una mirada de tristeza.
—Adiós, diosa —dijo Helm.
A continuación, traspasó con su mano el pecho de la diosa.
Medianoche miró el cielo y se preguntó si no se estaría volviendo loca. Kelemvor estaba junto a ella, ordenando a Adon que ayudase a Cyric con los caballos y las provisiones.
Medianoche, después de haber visto a Helm quedarse aturdido un momento y a Mystra pasar a duras penas junto a él, se puso de pie. La diosa abrió los brazos y el caos de los misteriosos chorros de magia, así como las formas nebulosas que habían moldeado los elementos del aire, dieron paso de pronto a una puerta que tenía la forma de un enorme puño. Helm ya había alcanzado a Mystra, haciéndole dar media vuelta para enfrentarla a su cólera.
—¡No! —gritó Medianoche.
Tanto Kelemvor como Adon miraron el cielo a tiempo de ver a Helm atravesar a Mystra con su mano.
La cabeza de Mystra cayó hacia atrás en medio de una inconcebible agonía cuando su esencia huyó de la encarnación y explotó su frágil carne humana. Medianoche notó que un intenso calor se precipitaba hacia ella, como si un abrasador e invisible muro de energía se estuviese acercando. Las llamas azuladas que habían hecho resplandecer la hierba con sus dulces ensalmos, eran ahora un fuego negro que arrasaba la tierra y dejaba, a su paso, el suelo yermo. La devastación comenzó en la zona que estaba debajo de la diosa y se fue ramificando en todas direcciones.
Medianoche lanzó un hechizo para obtener un muro de fuerza con el que proteger a sus camaradas. Rayos de luz empezaron a girar en torno al grupo de aventureros y al cabo de unos momentos estaban rodeados por una esfera. A pesar del torbellino de colores que constituían los muros del globo protector, los aventureros pudieron vislumbrar algo del caos que reinaba a su alrededor.
Se formaron del aire unos enormes pilares negros que se clavaron en la tierra y compusieron un amplio círculo alrededor de los aventureros y de la Escalera Celestial, parecido a la columnata donde habían pernoctado; el horizonte se desdibujó y la tierra y el cielo se volvieron uno solo. Las nubes se ennegrecieron cuando los pilares se elevaron para saludarlos y unos hermosos rayos de luz de suave tonalidad, a modo de gasa sutil, surgieron entre las negras nubes. Los rayos de luz se desplazaban hacia adelante y hacia atrás, quemaban la faz de la tierra y producían unas fisuras lo bastante grandes como para que cupiese un hombre.
Estas grietas del suelo se llenaron de reluciente sangre y el calor que irradiaban los hirvientes ríos de sangre era terrible. Los rayos de luz destruyeron las columnas negras y, cuando los rayos de luz perdieron su forma y se convirtieron en jirones que cortaban el aire y destruían todo aquello que tocaban, enormes escombros cayeron al suelo.
El castillo de Kilgrave cayó ante aquella embestida furiosa y sus muros explotaron como yeso. Las macizas torres de cada esquina se derrumbaron hacia dentro y los muros que las unían se hundieron, convirtiéndose en cascotes.
En el cielo, Helm permanecía en la cumbre del desastre y su cuerpo era una silueta contra la cegadora luz del sol que tenía detrás. Medianoche vio que Helm volvía a bajar la mano, para luego dividir una masa que se arremolinaba en el aire delante de él.
Medianoche se preguntó si se trataría de la esencia de Mystra.
Las llamas azuladas que se escapaban de las manos de Helm se dispusieron formando un complicado dibujo, parecido a la visión que Medianoche había tenido del tejido mágico en su ilusión. Luego un rayo de brillante luz surgió del centro del tejido y penetró en la esfera protectora donde se apiñaban Medianoche y sus compañeros. Contra la tapicería blanca de sus percepciones, Medianoche vio una luz todavía más brillante que tenía la forma de una mujer que avanzaba hacia ella.
—¡Diosa! —exclamó.
Estaba equivocada. Otros dioses pueden tratar de hacer lo que yo he intentado… Los Reinos pueden ser destruidos. Hay otra Escalera Celestial en el Valle de las Sombras. Si Bane vive, tratará de controlarla. Debes ir allí, advertir a Elminster. Luego encontrar las Tablas del Destino y poner fin a esta locura.
De pronto, un objeto cayó del cielo y atravesó la esfera protectora. Medianoche alargó la mano y el medallón fue a parar directamente a su palma. Luego dio la impresión de que la luz del tejido traspasaba a la maga, como lanzada por el medallón azul y blanco. Unas llamas candentes recorrieron su cuerpo y las últimas palabras de la diosa ardieron en su cerebro, entonces todos los nervios de Medianoche se rebelaron.
Lleva el medallón a Elminster…, Elminster te ayudará.
—¿Ayudarme? —exclamó Medianoche—. ¿Ayudarme a qué?
En la memoria de Medianoche se puso a arder una imagen de las Tablas del Destino. Hechas de arcilla, las antiguas Tablas tenían menos de sesenta centímetros de altura; eran lo bastante pequeñas para ser llevadas encima y ocultarlas fácilmente de las miradas codiciosas. Llevaban unas runas grabadas, que mencionaban el nombre y la responsabilidad de todos los dioses. Cada runa brillaba con un resplandor azulado.
La imagen de las Tablas se desvaneció cuando el rayo de luz se retiró al tejido, llevándose la reluciente forma de Mystra con él.
—Diosa —susurró Medianoche—. No me dejes.
No hubo respuesta pero, a través de la esfera, Medianoche vio cómo el tejido mágico desaparecía. Cesó el caos alrededor de los héroes y éstos vieron a Helm delante de su puerta con los brazos cruzados. Luego desapareció como si nunca hubiese estado allí.