Cuando los héroes llegaron a la cima de la última montaña y miraron el valle donde estaba el castillo de Kilgrave, pudieron comprobar hasta qué punto se había desmoronado. Mientras se encaminaban hacia las ruinas, Kelemvor iba con el corazón encogido.
—A menos que alguna criatura se la haya llevado o que el suelo se la haya tragado, Caitlan tiene que estar aquí, en algún lugar —dijo el guerrero—. Pero sigo sin comprender por qué se ha marchado.
Cyric suspiró.
—No he parado de decírtelo toda la mañana, Kel; no creo que se haya ido. Caitlan estaba todavía durmiendo cuando yo empecé mi guardia y no la he oído marcharse.
—Pero esto tampoco aclara dónde está —replicó Medianoche, en cuya voz era evidente la inquietud que sentía por la muchacha—. O cómo se ha marchado del campamento sin que nadie la haya oído.
—Con todas las cosas extrañas que están pasando, no me sorprendería que se la hubiese tragado la tierra —comentó Adon.
Kelemvor se puso tenso. Si la muchacha había muerto o aunque sólo se hubiese ido para no volver, él no obtendría la recompensa prometida. Se le estremecieron todos los músculos del cuerpo.
—¡Baja del caballo, Adon! ¡Enseguida!
—Pero…, pero…
Kelemvor ni siquiera se volvió para discutir con él y Adon comprendió que sería preferible limitarse a caminar el resto del camino hasta el castillo de Kilgrave. En cualquier caso, no le gustaba compartir el caballo con el guerrero: sudaba demasiado.
Kelemvor volvió a centrar su atención en el castillo. Parecía imposible que el castillo de Kilgrave hubiese sido magnífico en algún momento. Su silueta era siniestra, lo que hacía que el lugar intimidase todavía más. El torreón era un cuadrado perfecto, con unas gigantescas torres cilíndricas en cada uno de sus extremos. Estas torres no tenían ventanas y se unían entre sí mediante enormes muros. En la entrada de los héroes sobresalía un obelisco. Toda la estructura tenía el aspecto de huesos dejados al sol para blanquearse.
Cuando los héroes se acercaron, vieron que el castillo tenía tres plantas y estaba rodeado por un foso que se había secado hacía tiempo. Cualesquiera que hubiesen sido los terrores contenidos en el foso a fin de ahuyentar a ladrones y asesinos, habían quedado reducidos a fragmentos de huesos deformes que sobresalían de la oscura y fértil tierra y servían de excelentes asideros para que Cyric bajase hasta el fondo.
—Trata de subir hasta la puerta —dijo Kelemvor a Cyric cuando éste llegó al fondo del foso seco y empezó a trepar hacia el castillo.
—Siempre señalando «lo fácil» —murmuró Cyric entre dientes—. Éste es nuestro Kelemvor.
El puente levadizo colgaba parcialmente abierto y las macizas cadenas que hacían funcionar sus mecanismos estaban tan oxidadas y pegadas que se negaron a hacer el más ligero ruido cuando Cyric trepó desde el foso hasta la base de las cadenas y se agarró a ellas, utilizando los enormes eslabones como asideros para manos y pies.
Cyric subió hasta un saliente en vías de desmoronarse y siguió éste hasta la parte lateral del propio puente, parcialmente levantado. Una vez allí, Cyric se deslizó entre el puente y el muro y saltó cinco metros hasta el suelo. Momentos después hacía funcionar, no sin esfuerzo, los mecanismos para bajar el puente.
Mientras el puente rechinaba ruidosamente en su camino hasta el suelo delante de ellos, Kelemvor, Medianoche y Adon ataron sus caballos a los postes que hacían las veces de centinelas delante del puente levadizo, y cogieron solamente las armas y algunas antorchas para llevarse con ellos.
—¿No estamos exagerado con tanta cautela y sutileza? —dijo Medianoche con un suspiro—. También podríamos esperar a que saliesen los dueños y nos invitasen a entrar.
A Adon le pareció divertido el comentario de la maga, no así a Kelemvor.
—Vamos a acabar con esto de una vez por todas —gruñó el guerrero—. Si encontramos a Caitlan y a su señora, todavía podemos esperar alguna recompensa.
Cyric se quedó en la puerta con la espada pronta esperando que surgiese algún guardia estúpido cuando los héroes entrasen en el castillo de Kilgrave, pero ningún ser sacó su fea cabeza. De hecho, el ruidoso descenso del puente levadizo no parecía haber llamado la atención de nadie.
—Esto es muy extraño —dijo el ladrón cuando los héroes llegaron junto a él—. Tal vez no sea éste el castillo en ruinas que buscábamos.
Kelemvor frunció el ceño y, a la cabeza del grupo, entró en la primera sala del castillo. La visibilidad dentro de los muros era escasa, incluso con las goteantes antorchas que llevaban los héroes. A pesar de ello, pronto se puso de manifiesto que el amplio vestíbulo principal estaba completamente vacío; y el grupo se encaminó a un pasillo que estaba al otro lado de aquella sala.
A medida que los héroes se iban adentrando en el castillo de Kilgrave, Cyric fue mirando dentro de las pequeñas habitaciones por las que iban pasando. Todos los cuartos que vio eran muy similares; restos desvencijados de una mesa apoyada contra una pared, junto a ella el asiento roto de un sillón antaño regio, el cadáver descompuesto de algún animal que había entrado y se había muerto de hambre, o había enfermado antes de encontrar la muerte en un rincón. Otras habitaciones estaban completamente vacías.
Pilares de marfil guarnecidos de oro enmarcaban los pasillos a intervalos de cinco metros. El oro había desaparecido en su mayoría. Las alfombras que cubrían los pasillos estaban anegadas de agua y destrozadas, si bien los dibujos y los materiales, visibles incluso a través de la mugre, ponían de manifiesto que habían sido unos objetos de inapreciable valor. Los techos abovedados tenían un intrincado trabajo de enlucido, de cuyos detalles sólo era posible ver una pequeña parte. Las pocas imágenes visibles eran unas mezclas extrañas y caóticas que hablaban de enfrentamientos entre titanes y monarcas sin rostro sentados en tronos hechos con calaveras. Ni una sola vez el yeso plasmaba una ilustración de bondad o alegría.
Al cabo de casi una hora de deambular sin encontrar nada que justificase la increíble historia de la muchacha, Cyric expresó aquello que preocupaba a todos.
—¡Oro…! —dijo con sarcasmo, y sus palabras resonaron siniestras en los desiertos pasillos en sombras.
—¡Sí! —dijo Kelemvor deseando al mismo tiempo que no se lo hubiesen recordado. Su cuerpo se estremeció de forma violenta y el guerrero recordó para sus adentros que la aventura no había terminado aún. Todavía podía obtener su recompensa.
—Riquezas inimaginables, aventuras increíbles —dijo Cyric, a la vez que hacía crujir los nudillos para ahuyentar el fastidio.
—Me duelen todos los miembros —dijo Adon en voz baja.
—Por lo menos están todavía en su sitio —le recordó Kelemvor, y el clérigo guardó silencio.
—Tal vez haya riquezas aquí —dijo Cyric—, alguna recompensa que justifique nuestros esfuerzos, como mínimo.
—¿Creéis que han limpiado este lugar alguna vez? —comentó Medianoche a la vez que señalaba los alrededores con un gesto de su antorcha—. ¿Habéis visto algo de valor hasta el momento?
—Todavía no —dijo el ladrón—, pero no hemos llegado muy lejos.
Adon no estaba convencido de ello.
—Si la señora de Caitlan fue hecha prisionera por unos bandidos, un humano o lo que sea, deberíamos quedarnos el tiempo suficiente para encontrar el cuerpo y darle la debida sepultura. Quizá Caitlan esté ya aquí en algún lugar haciendo precisamente esto.
—En ese caso, lo mejor que podemos hacer es dividirnos y cubrir así más terreno. Adon, tú te vas con Medianoche e inspeccionáis los sótanos. Cyric y yo buscaremos arriba —decidió finalmente Kelemvor—. Tenemos que sacar alguna ventaja de este viaje y no pienso marcharme hasta que no hayamos encontrado algo de valor.
Cuando vieron una escalera, Kelemvor y Cyric subieron a las plantas superiores, con la esperanza de hallar a Caitlan; o por lo menos algunas riquezas escondidas en lo que sin duda habían sido los aposentos reales de las familias acaudaladas que habían erigido la fortaleza mucho tiempo atrás.
Adon acompañó a Medianoche en busca de los niveles inferiores del castillo. Bajaron la escalera de caracol y el aire iba siendo más frío a medida que descendían por debajo del nivel del suelo. Después del último tramo, cuando ya se disponían a introducirse en una pequeña antecámara situada al pie de la escalera, Adon lanzó un grito de consternación: del techo bajaba una verja de hierro forjado que, después de atravesar sus vaporosas mangas, lo inmovilizó; al mismo tiempo, otras dos verjas le impedían seguir y sus largas lanzas amenazaban con poner fin a la vida del clérigo.
Adon se soltó antes de que las verjas llegasen con estrépito al suelo, pero se encontró separado de Medianoche. Adon miró sus mangas desgarradas, se lamentó por ello sólo un segundo y se dispuso a ayudar a Medianoche, que estaba probando la resistencia de las barras al otro lado de las mismas.
—¡Kel! —gritó Adon—, ¡Cyric!
Medianoche sabía que por lo menos sus amigos no iban a oír los gritos del clérigo. Se puso de espaldas a las barras y se quedó helada al encontrar una pesada puerta de madera, de tres veces su estatura, que le bloqueaba el paso. Unos momentos antes, la puerta no estaba allí. Se oyeron unos arañazos en ella y una voz que gritaba al otro lado.
—¿Caitlan? —gritó a su vez la maga—. Caitlan, ¿eres tú?
Medianoche se acercó a la puerta con el fin de percibir los sonidos con mayor claridad. La puerta se abrió de golpe y dejó al descubierto una sala larga y vacía. Los gritos habían cesado.
Medianoche sacudió la cabeza.
—Adon, tú espera aquí mientras yo voy a ver adónde conduce.
Pero cuando se dio media vuelta, el clérigo había desaparecido.
Kelemvor y Cyric encontraron los pisos superiores del castillo en el mismo estado ruinoso que la planta baja. Lo único que parecía extraño era la ausencia total de ventanas. No habían visto ni una sola abertura desde que llegaron al último nivel y cada habitación que visitaban tenía el mismo aspecto que la anterior, o estaban vacías o llenas de muebles rotos y alfombras hechas jirones.
En un momento dado descubrieron un arcón cuya oxidada tapa estaba cerrada. Kelemvor desenvainó su espada y rompió la cerradura. Ambos levantaron la tapa, para retroceder cuando sus esfuerzos se vieron recompensados por el repugnante olor que emanaba de su «tesoro». Dentro del arcón encontraron los cadáveres de un pequeño ejército de ratas. Los cuerpos, al ser expuestos de repente al aire, se descompusieron rápidamente y se fueron deshaciendo hasta convertirse en una pulpa que goteaba de los esqueletos en vías de desmembrarse.
Cuando Cyric y Kelemvor volvieron al pasillo, el guerrero notó los músculos tensos y una sacudida de dolor recorrió su cuerpo.
—¡Aquí no hay nada! —exclamó. El guerrero soltó su antorcha y se llevó las manos al rostro—. Vete de aquí, Cyric. ¡Déjame solo!
—¿Qué estás diciendo?
—La muchacha debió de mentir desde el principio. Deja mi caballo, coge a los demás y marchaos —dijo Kelemvor.
—¡No puedes estar hablando en serio! —repuso Cyric.
Kelemvor le dio la espalda al ladrón.
—¡En este lugar no hay tesoro alguno que encontrar! ¡No hay nada! Renuncio a la misión.
Cyric notó algo extraño bajo sus pies. Miró y vio que, bajo él, la alfombra hecha jirones empezaba a tejerse de nuevo y sus brillantes dibujos se extendían, de arriba abajo del pasillo, como un reguero de pólvora. Pareció que la rejuvenecida alfombra echaba raíces en el suelo; luego empezó a subir a toda velocidad hasta cubrir el techo.
El pasillo empezó a estremecerse como si un terremoto estuviese abriendo la tierra bajo el castillo. Se desprendieron trozos de pared que cayeron sobre Kelemvor y Cyric, pero los golpes fueron amortiguados por las armaduras y se protegieron los rostros lo mejor que pudieron. Entonces, como si unas manos gigantescas y fortísimas estuviesen utilizando la alfombra a modo de guantes, ésta se puso en movimiento para atacarlos. Era evidente que la alfombra estaba tratando de apresar a los guerreros y aplastarlos.
Cyric sintió un agudo dolor cuando las manos de la alfombra lo cogieron por detrás y amenazaron con arrancarle un miembro detrás de otro. Sin titubear, empezó a rasgar la alfombra con la espada.
—¡Maldita sea, Kelemvor, haz algo!
Pero el guerrero estaba paralizado, tenía todavía las manos sobre el rostro. La alfombra lo apresaba por todas partes.
—Caitlan mintió —se lamentaba Kelemvor, pálido y tembloroso—. No habrá recompensa…
El guerrero dejó escapar un grito sobrehumano. Luego soltó un cierre que había junto a su hombro y dejó caer el peto. La malla que llevaba debajo se rompió y Cyric creyó ver que una de las costillas de Kelemvor salía de su pecho. A continuación, Kelemvor, mientras parecía que tenía el cerebro a punto de estallar y surgía algo con relucientes ojos verdes y piel negra como el azabache, avanzó dando traspiés hasta uno de los rasgones que Cyric había hecho en la alfombra y se precipitó hacia la escalera.
Lord Black notó que una sonrisa cruzaba su rostro. Había confiado en tener la posibilidad de comprobar los poderes del medallón y en juzgar la fuerza de los presuntos salvadores de Mystra. Sus esperanzas se habían visto recompensadas. Cada uno de los miembros del grupo había caído, por separado, en una trampa, donde Bane podía observarlos y poner en práctica sus siniestras magias con ellos; y, en el proceso, arrancarles el alma.
Mystra seguía debatiéndose con sus punzantes cadenas, pues la proximidad del medallón la ponía frenética.
—Pronto estará aquí —dijo Bane mientras se volvía hacia la diosa—. Pronto será mío. —El dios de la Lucha echó la cabeza para atrás y se puso a reír.
Mystra dejó de debatirse y se unió a Bane con su risa de demente.
—¿Estás loca? —dijo lord Bane dejando de reírse, luego se acercó a la diosa cautiva—. Tus «salvadores» ni siquiera saben por qué están aquí. No tienen idea del poder al que se están enfrentando y, además, no te guardan ninguna lealtad ¡Lo único que quieren es oro!
Mystra se limitó a sonreír, mientras unas llamas azules y blancas chisporroteaban por todo su ser.
—No todos —dijo luego ella, y se hizo el silencio.
Bane estaba a sólo treinta centímetros de la diosa y observaba su forma, que no dejaba de cambiar.
—El hakeashar te bajará los humos —dijo el dios, pero tenía miedo de que Mystra le hubiese ocultado algo, alguna otra reserva de poder.
La superficie del estanque empezó a burbujear, reclamando la atención de Bane.
Lord Black miró dentro del estanque y una sonrisa cruel pasó por su rostro deforme.
—¿No crees que, como mínimo, habría que recompensar los esfuerzos de tus supuestos salvadores? —Bane trató de lanzar un sortilegio en el agua del estanque. Un resplandor de luz surgió de sus manos y seis dardos relucientes empezaron a volar frenéticamente por la habitación. El dios de la Lucha gritó cuando las flechas mágicas lo atacaron a la vez.
—Desde que abandonamos los cielos, la magia se ha vuelto muy inestable —gruñó lord Black, a la vez que colocaba un brazo donde le habían alcanzado los dardos—. Únete a mí, Mystra, y podremos hacer que este arte vuelva a ser de fiar.
La diosa de la Magia guardó silencio.
—No importa —dijo Bane mientras repetía el conjuro—. El caos de la magia nos afecta mucho menos a los dioses que a tus adoradores mortales. Al final lo conseguiré.
Bane volvió a lanzar el hechizo y, en esta ocasión, salió bien. El agua se calentó hasta alcanzar el grado de ebullición, luego se convirtió en vapor y se transformó de nuevo en líquido claro y brillante. Las imágenes que reflejaba el agua cambiaron de forma dramática y Bane miró con interés cómo se iniciaba la siguiente fase de su plan. Introdujo su vaso en el agua y lo llenó.
—¿Han venido aquí a por oro y riquezas? Bien, que tengan oro y riquezas. ¡Qué se cumpla el deseo de sus corazones, aunque ello pueda destruirlos!
El animal que había sido Kelemvor, mientras caminaba sin hacer ruido por el hermoso bosque, se dejaba llevar por sus sentidos. Reconoció el aroma del rocío recién caído y la tierra húmeda bajo sus garras era suave y florecía llena de vida. El sol sobre su cabeza era magnífico; calentaba y reconfortaba al animal, que se detuvo para lamer la sangre de ciervo que tenía en una de sus zarpas, luego volvió a ponerse en movimiento.
Los árboles del jardín tocaban los cielos, y sus ramas, arropadas con hojas color ámbar, se mecían suavemente con la brisa que acariciaba la fina piel del animal, produciendo una sensación de hormigueo en todo su cuerpo.
Pero algo ocurría.
La pantera llegó a un claro. Aparecieron unos objetos que su limitada mente no podía identificar. Los objetos no habían salido de la tierra, no habían caído del cielo. Habían sido puestos allí por un hombre y, a pesar de su corta inteligencia, su propósito intrigó al animal.
De repente, un estallido de dolor penetró en la cabeza del animal y éste empezó a tener dificultad para mantener el equilibrio y moverse. La pantera gruñó y echó la cabeza hacia atrás cuando algo, desde dentro, se clavó en sus entrañas. El animal lanzó un largo y horrible lamento cuando su caja torácica se dilató y explotó. Al final, su cabeza se partió por la mitad y los gruesos y musculados brazos de un hombre surgieron de la destrozada piel.
Antes de tratar de levantarse, Kelemvor comprobó el estado de sus miembros. Sobre su cuerpo colgaban todavía trozos de carne de pantera y él desgarró los detestados restos de la maldición que su linaje le había condenado a sufrir. Pues si bien ahora su piel desnuda era suave y carecía de pelo, él sabía que sólo pasarían unos minutos antes de que los suaves mechones que cubrían normalmente su cuerpo volvieran a crecer y se extendiesen por su piel con voluntad propia hasta cubrirlo por completo.
Kelemvor llegó a la conclusión de que, en aquella ocasión, la transformación había sido causada por el abandono de la misión. Emprender el viaje con Caitlan y arriesgar su vida no había servido de nada, pues al final se había quedado sin recompensa. La maldición no lo aprobó y la pantera había sido el castigo.
Kelemvor encontró su ropa y su espada en el claro del bosque. La sangre había empapado su ropa y, al sentir la humedad del cuero mojado sobre su piel, tuvo ganas de quitárselo, pero sabía que ello sería una locura.
No recordaba haber llegado a aquel lugar que parecía estar muy lejos del castillo de Kilgrave. El jardín se asemejaba un poco a las tierras llanas del norte de Cormyr. De hecho, parecía más el marco de un cuento de caballerías, donde los caballeros defendían su honor en los torneos y el amor siempre salía triunfante.
Kelemvor se dio cuenta de que estaba sonriendo y empezaron a fluir unos recuerdos reprimidos durante largo tiempo. A medida que unos podios de mármol, con vidrios de delicados azules y rosas pastel, se formaron a partir del aire y fue apareciendo una gran biblioteca de libros prohibidos, los recuerdos fueron tomando cuerpo delante de él. Siendo niño, en Lyonsbane Keep, Kelemvor tenía prohibida la entrada a la biblioteca salvo que hubiera un adulto presente; incluso en ese caso, sólo se le permitía leer textos o historias militares. Los libros de fantasía, aventuras y caballerías estaban escondidos en las estanterías superiores, donde sólo podía llegar su padre.
Mirando hacia atrás, Kelemvor se preguntó qué hacían allí. ¿Le gustaban a su padre, un hombre monstruoso y de alma mezquina, esas hermosas historias? En aquel momento Kelemvor pensó que no era posible. No, los libros debían de haber sido de la madre de Kelemvor, que murió al darle a luz.
Por la cantidad de polvo que Kelemvor había encontrado en los libros prohibidos en las frecuentes ocasiones en que desobedeciendo a su padre se deslizaba dentro de la biblioteca, en medio de la noche, disponiendo sillas y mesas para poder llegar a los maravillosos volúmenes, tenía la seguridad de que los libros eran su tesoro privado, que ni siquiera su padre, en su momento de mayor crueldad, podría llevarse. En los libros encontró historias de aventuras épicas y heroísmo, y cuentos sobre extrañas y hermosas tierras que él ansiaba visitar algún día.
Escondido en el bosque, después de haber matado a su propio padre, Kelemvor sacó fuerzas de aquellas historias. Algún día, también él sería un héroe en lugar de un animal que mataba a su propia familia.
Y ahora, alrededor del guerrero, aparecía una biblioteca, con sus estanterías llenas de maravillosas hazañas de héroes cuyos nombres y aventuras se habían convertido en leyenda. Del ruedo que se estaba formando en el bosque salieron volando unos cuantos libros, que se abrieron a fin de exponer sus sueños secretos a Kelemvor.
Le desconcertó que su nombre fuese mencionado una y otra vez en las historias de valor y heroísmo. Sin embargo, los acontecimientos relatados no habían ocurrido en la realidad. Cuando pasó ante Kelemvor una historia donde él salvaba a los Reinos, pensó que tal vez se tratase de una profecía. Suspiró: no, no podía existir un pago lo bastante elevado para satisfacer a la maldición. Y si no le pagaban la totalidad por hacer algo que no fuese por interés propio, se convertía en animal.
Kelemvor estaba tan absorto en las palabras que leía en los libros flotantes y en sus meditaciones sobre la maldición de Lyonsbane, que no advirtió los cambios que se habían producido a su alrededor hasta que una voz familiar lo llamó:
—¡Kelemvor!
Levantó la vista y vio que el bosque había sido sustituido por una hermosa sala. Los libros desaparecieron; en la estancia había cientos de hombres y mujeres que estaban de pie completamente quietos sobre unas plataformas y pedestales altos. Por su forma de vestir y por su actitud, Kelemvor tuvo la certeza de que eran guerreros. Cada uno de ellos estaba bañado por una columna de luz, si bien dicha luz no tenía fuente y se mezclaba con la oscuridad sobre sus cabezas.
—¡Kelemvor! ¡Aquí, muchacho! —exclamó la misma voz familiar.
El guerrero se volvió y se encontró cara a cara con un hombre de cierta edad cuya constitución y estatura eran idénticas a las suyas. Burne Lyonsbane, su tío. El hombre estaba de pie sobre una plataforma, bañado por la luz.
—¡No puede ser! Tú estás…
—¿Muerto? —Burne se rió—. Tal vez. No obstante, quienes son recordados en los anales de la historia nunca mueren totalmente. Por el contrario vienen a este lugar, a esta sala de los héroes, desde donde observan a sus seres queridos y esperan a que éstos se reúnan con ellos.
Kelemvor retrocedió apartándose de su amigo.
—Mi buen tío, yo no soy un héroe. He hecho cosas horribles.
—¿De veras? —dijo Burne a la vez que levantaba las cejas. Con un rápido ademán, sacó su espada y hendió el aire junto a él. Un rayo de luz atravesó la oscuridad y dejó al descubierto una plataforma vacía—. Ha llegado tu hora, Kelemvor. Ocupa tu lugar entre los héroes y todo quedará demostrado.
Kelemvor sacó su espada.
—Esto es una mentira. ¡Una parodia! ¿Cómo puedes tú, precisamente tú, traicionarme ahora? ¡Tú fuiste quien me salvó cuando yo era un niño!
—Puedo volver a salvarte —dijo Burne—. Escucha.
—¡Kel! —llamó una voz.
Kelemvor se volvió y, de pie junto a la plataforma que le había sido reservada, había un hombre con barba roja y vestido con las galas de un rey guerrero.
—¡Torum Garr! —exclamó Kelemvor—. Pero…
—Quiero rendir homenaje a tu pureza y a tu honor, Kelemvor. De no haber sido por tu presencia junto a mí durante la batalla final de nuestra guerra contra el drow, habría muerto. A pesar de que yo no podía pagarte más que con mi agradecimiento, tú luchaste. ¡La forma en que te has entregado a menudo para proteger a otros, sin pedir nada a cambio, te ha marcado como a un verdadero héroe!
A Kelemvor le daba vueltas la cabeza. Apretó con fuerza la empuñadura de su espada. En sus recuerdos, Kelemvor le había vuelto la espalda a Torum Garr, y el rey exiliado había muerto en la batalla.
—Kelemvor, gracias a ti he recuperado el control de mi reino. Sin embargo, cuanto te propuse nombrarte mi heredero, dado que no tenía hijos, tú declinaste el ofrecimiento. Ahora comprendo que actuaste correcta y honradamente. Tu valentía ha sido un ejemplo digno de ser emulado por otros y tus aventuras han hecho de ti una leyenda. Acepta por fin tu justa recompensa y permanece junto a nosotros para la eternidad.
Apareció otro hombre, un hombre de la misma edad que Kelemvor. Tenía el cabello negrísimo y lo llevaba en estado salvaje, y la expresión de sus hermosos rasgos era todavía más salvaje.
—Vance —dijo Kelemvor, con una voz fría y distante.
El otro hombre bajó de su pedestal y lo abrazó obligando al guerrero a bajar la espada. Vance se echó hacia atrás y observó a Kelemvor.
—Amigo de la infancia, ¿cómo te va? He venido a rendirte homenaje.
A Kelemvor jamás se le había ocurrido pensar cómo sería Vance a aquella edad. Hacía diez años que unos asesinos atacaron a aquel hombre y Kelemvor se había visto obligado a ignorar sus súplicas de ayuda, dictada su actitud por la maldición que había sido siempre el azote de su existencia.
—Tú me salvaste la vida y, aunque fue corto el tiempo que pasamos juntos, siempre te he considerado como a mi mejor y más íntimo amigo. Volviste para mi boda y, en aquella ocasión, no solamente salvaste mi vida, sino también la de mi esposa y la de nuestro hijo todavía por nacer. Juntos descubrimos la identidad de quien deseaba mi perdición y pusimos fin a la amenaza. Te saludo, mi más viejo y querido amigo.
—Esto no puede ser cierto —dijo Kelemvor—. Vance está muerto.
—Aquí está vivo —dijo Burne Lyonsbane, y los visitantes de Kelemvor se alejaron para que el anciano se colocase delante de su sobrino—. Instálate en este lugar. Asume la posición que te corresponde en la sala y no recordarás nada de tu vida anterior. Los fantasmas que te asedian serán enterrados y tú te pasarás una eternidad volviendo a vivir tus actos heroicos. ¿Qué dices, Kelemvor?
—Tío… —empezó a decir Kelemvor a la vez que levantaba la espada. Le temblaban las manos—. Soñé, en cierta ocasión, que todo lo que habías prometido se convertía en realidad, pero el tiempo de los sueños ha pasado.
—¿Es así como quieres ver la realidad? Pues fíjate bien.
De repente, el libro donde se detallaba la vida heroica de Kelemvor apareció en las manos de su tío. Las páginas empezaron a pasar solas, despacio al principio, más deprisa luego a medida que avanzaban. Kelemvor comprendió que el libro estaba siendo escrito de nuevo en aquel momento, mientras él observaba. Desaparecieron los relatos heroicos acerca de Kelemvor para dar paso a las historias de su verdadero pasado.
—¡Tus sueños se han hecho realidad, Kel! Decídete rápidamente, antes de que acabe de escribirse la última historia y haya pasado tu única oportunidad de ser un verdadero héroe.
Kelemvor observó cómo el relato de cuando rescató a Vance de los asesinos era modificado. Oyó un grito y levantó la vista, a tiempo de ver a Vance desaparecer de la sala. La historia del libro se estaba volviendo cierta y su posibilidad de deshacer los agravios que había cometido se estaba desvaneciendo ante sus ojos.
Torum Garr lo agarró por el brazo.
—¡Decide rápidamente, Kelemvor! ¡No me dejes morir de nuevo!
Kelemvor titubeó y volvió a ser escrito el capítulo que trataba sobre Torum. El rey de barba roja murió de nuevo a manos del drow. Kelemvor ya no estaba allí para protegerlo.
Torum Garr se desvaneció delante de Kelemvor.
—No es demasiado tarde —le dijo Burne Lyonsbane—. No es demasiado tarde para cambiar lo que recuerdas. —El anciano, desesperado, apretó los dientes. Cruzó su mirada con la de su sobrino—. Recuerdas cómo se acabó entre nosotros, Kelemvor. ¡No dejes que vuelva a suceder! ¡No me des la espalda, no permitas que muera otra vez!
Kelemvor cerró los ojos con fuerza y la emprendió a hachazos con el libro, encuadernado en oro, que tenía delante. La encuadernación del libro se rompió y surgió una bruma brillante. Todos los héroes de la sala desaparecieron en nubes de bruma roja. A continuación, la propia sala empezó a volverse borrosa en los rincones y acabó, también, despareciendo. Al cabo de unos segundos, en el aire sólo había unos vestigios de ilusión que, a su vez, no tardaron en desvanecerse.
Kelemvor se encontró en una biblioteca asolada que estaba en el primer piso del castillo. A sus pies yacía un viejo y roto libro de cuentos de hadas para niños. Mientras corría hacia la puerta, Kelemvor apartó el libro de su camino con una patada.
En el vestíbulo, el guerrero vio el cadáver, ferozmente atacado, de un hombre; probablemente el ciervo de su sueño. En su prisa por dirigirse a la escalera que daba a los oscuros niveles inferiores del castillo de Kilgrave, Kelemvor no se dio cuenta de que el hombre muerto llevaba el símbolo de Bane, dios de la Lucha.
Medianoche se encontró caminando por una interminable serie de pasadizos oscuros. Adon había desaparecido y ella no recordaba cómo había llegado a aquellas tenebrosas galerías. Percibía ligeros movimientos por el rabillo del ojo, pero apuntó su mirada hacia delante y no les prestó atención. Oyó algo que podían ser voces, sonidos de angustia y horror. Tampoco les hizo caso. Estaban destinados a distraerla, a alejarla de su objetivo. Y no podía permitir que eso ocurriera.
La maga se detuvo delante de un arco bien iluminado. Tomó aliento y avanzó hasta la luz, que anegó sus sentidos mientras notaba que una mano de hierro cogía su brazo.
—¡Llegas tarde! —gritó una anciana.
Medianoche parpadeó y empezó a ver con sorprendente claridad los detalles del pasillo por donde la llevaba la anciana a una alarmante velocidad. Medianoche vio una amplia sala de espejos. Todos los espejos estaban incrustados en un arco finamente decorado y delante de cada uno de ellos había un banco, con decorativos detalles, cubierto de cuero rojo. A cada lado de los arcos colgaban unos candelabros y cientos de arañas bajaban del techo abovedado. Miles de velas ardían en el pasillo y Medianoche retrocedió cuando vio su propia imagen.
—¡La ceremonia ya ha empezado! —siseó la anciana moviendo la cabeza.
Medianoche iba vestida con un hermoso vestido de relucientes diamantes y rubíes, y sus dedos y muñecas estaban adornados con joyas hechas con piedras preciosas regiamente montadas. Llevaba el pelo recogido hacia arriba y hacia atrás, y éste se sujetaba, con magnífica afectación, con una corona de piedras preciosas.
El medallón había desaparecido.
Ante este descubrimiento, la debilidad se apoderó de sus piernas y la anciana hizo sentar a Medianoche en uno de los regios bancos.
—Por favor, querida, no es momento para dejarte llevar por el nerviosismo. ¡Hoy te van a premiar con un gran honor! Sunlar se molestará en extremo si le haces esperar.
«¿Sunlar? —pensó—, ¿mi profesor del valle Profundo?».
Cuando trató de ponerse en pie, Medianoche sintió que la sangre abandonaba su cabeza. Luego el mundo se convirtió en un torbellino enloquecedor de arañas y brillantes velas que no se enderezaron hasta que Medianoche comprendió que ahora estaba sentada en un trono de un hermoso templo. Delante de ella había una multitud de hombres y mujeres vestidos con túnicas; la opulencia del aposento abovedado hacía que la sala de los espejos pareciese un elegante ejemplo de modestia.
Sunlar entró en el templo acompañado de un grupito de estudiantes. Era el sumo sacerdote de Mystra en el valle profundo y había mostrado un interés personal en el cuidado y preparación de Medianoche cuando ésta era más joven, si bien jamás explicó las razones que había detrás de su forma de actuar.
Cuando Medianoche lo conoció, Sunlar era guapo y fuerte y, mientras atravesaba la sala del trono, comprobó que sus rasgos eran exactamente como ella los recordaba. Sus ojos eran de un color fantasmal azul y blanco, y su cabello castaño y espeso, con ondas, cortado con un estilo inmaculado y dos bucles que caían hasta sus cejas y enmarcaban sus cincelados rasgos. Pero iba vestido con un hábito de ceremonia que Medianoche no había visto con anterioridad, sin duda porque aquellas galas se reservaban para dar la bienvenida a personajes regios.
Un puñado de hombres y mujeres rodeaba a Medianoche. Llevaban el símbolo de Mystra, la estrella azul y blanca, y cuidaban de desviar la vista cuando Medianoche intentaba cruzar su mirada con la de alguno de ellos, como si no fuesen dignos de mirarla directamente. Su actitud inquietó a Medianoche y, cuando iba a abrir la boca para preguntarles, Sunlar llegó a su altura.
—Lady Medianoche —dijo Sunlar—, esta reunión se celebra en tu honor y todos los presentes están interesados en escuchar tus palabras y respetar tu decisión.
—¿Mi… decisión? —preguntó Medianoche, bastante confusa.
Sunlar pareció desconcertado. A pesar de la reverencia con que se había recibido a Medianoche y se estaban celebrando aquellos actos, murmullos crecientes se propagaron por la sala. Sunlar levantó las manos y se hizo el silencio.
—Es justo que se permita a Medianoche volver a escuchar formalmente lo que se le ha ofrecido —dijo Sunlar dirigiéndose a los cientos de adoradores que se habían reunido en el templo.
Sunlar se volvió de nuevo hacia Medianoche.
—Hacía tiempo que la Dama de los Misterios no había concedido este honor —dijo, y tendió la mano a Medianoche. Ésta se levantó y la tomó. La sala se quedó de repente a oscuras y, sobre los asistentes, apareció una inmensa estrella azul y blanca, con un constante flujo de brillantes estrellas que rodeaban su perímetro. Cuando se vio que la estrella era plana, como una moneda, surgió un grito ahogado de entre los adoradores. A continuación la estrella centelleó y cambió de forma, convirtiéndose en un portal que daba a otra dimensión. La luz de este otro reino era cegadora y Medianoche apenas podía ver lo que había al otro lado de la puerta.
Medianoche se cubrió los ojos.
—¿El poder de la Maga?
—Sí, lady Medianoche —dijo Sunlar sonriendo—, el poder de la Maga. —El brillante portal giraba locamente, dando vueltas sobre sí mismo—. Lady Mystra, diosa de la Magia, te ha escogido a ti, entre todos los de los Reinos, para ser su defensora…, la Maga.
Estaban debajo del portal que no dejaba de dar vueltas. Medianoche levantó una mano y sintió que las estrellas que acompañaban al portal acariciaban su piel. Aquella sensación le hizo sonreír. Escudriñó los rostros de quienes se habían reunido en el templo. La expresión de aquellos rostros era de afecto y amor, y se percibía una oleada de expectación emanando de ellos. Reconoció a muchos como compañeros suyos de su época de estudiante en el valle profundo.
Medianoche levantó la vista hacia la cegadora luz de la puerta.
—¡No hablas en serio!
Sunlar extendió una mano y el portal bajó hasta ellos. Medianoche se quedó paralizada.
—Ven. Vamos a visitar el dominio de Mystra, el tejido mágico que rodea el mundo. Tal vez ello te ayude a tomar una decisión.
Medianoche y Sunlar fueron tragados por la puerta y la maga se encontró en un reino de extrañas construcciones de luz blanca azulada que se proyectaban delante de ella, siendo sus dibujos, que no dejaban de cambiar, casi un lenguaje por sí mismos. Cayó un relámpago cegador y Medianoche comprobó que era levantada en el aire. Ella y Sunlar atravesaron los muros del templo y luego se elevaron en el aire y volaron por encima de las nubes hasta que Faerun se convirtió en una simple mota de polvo que daba vueltas muy por debajo de ellos. Medianoche se fijó en el planeta un momento, luego sintió una presencia detrás. Se volvió y se encontró cara a cara con una increíble matriz de energía, un hermoso tejido de poder que se extendió por el universo y latió con una llama distinta a cualquier cosa que Medianoche hubiese visto jamás.
—Puedes formar parte de esto —dijo Sunlar.
Medianoche levantó la mano en dirección al tejido, pero se detuvo cuando vio su propia mano. La carne se había vuelto traslúcida y, dentro de los límites de su forma, vio un latido de fantásticos colores que reflejaban la mágica energía prima.
—Esto es poder —dijo Sunlar—. Poder para crear mundos, para curar la enfermedad, destruir la maldad. Poder para servir a Mystra como ella desea que hagas.
Medianoche estaba boquiabierta.
—Está a tu alcance —prosiguió Sunlar—. Y debes aceptarlo, Medianoche. Nadie más puede ser el defensor de lady Mystra en Faerun. Sólo tú.
El mago de pelo color ala de cuervo guardó silencio un momento, luego Medianoche preguntó suavemente:
—Pero ¿qué quiere Mystra a cambio de este honor?
—Tu absoluta lealtad, por supuesto. Y tendrás que dedicar el resto de tu vida a luchar por la causa de Mystra a lo largo y ancho de los Reinos.
—Lo quiere todo, entonces. No tendré vida propia.
Sunlar sonrió.
—Es un precio pequeño por convertirte en el más poderoso representante de una diosa en el mundo.
Sunlar se puso de cara al diminuto mundo, allá abajo de todo, y abrió los brazos.
—Todo esto será tuyo, lady Medianoche. Conseguirás que el mundo entero esté bajo tus pies y sin ti perecerá.
La tela del universo empezó a rasgarse. Ante los ojos de Medianoche, se iban deshaciendo vastas secciones de tejido y, al otro lado de los desgarrones, aparecieron imágenes del templo y de los seguidores de Mystra. Gritaban, instaban a Mystra a que los salvase, llamaban a la maga para que salvase los Reinos.
—Debes tomar una decisión rápida —dijo Sunlar.
Los agujeros del universo se agrandaban. En algunos puntos, Medianoche no podía ver siquiera el tejido.
—Eres la única que puede salvar a los Reinos, lady Medianoche, pero tienes que decidirlo inmediatamente.
La respiración de Medianoche se volvió irregular. El tejido parecía llamarla. Empezaba a abrir la boca para hablar, para aceptar aquella responsabilidad, cuando oyó una voz, suave pero clara, que clamaba junto con los adoradores del templo.
—¡Medianoche! —gritó una voz familiar—. ¡Necesito tu ayuda para salvar a Cyric y Adon!
—¡Kel! —exclamó Medianoche—. Sunlar, tengo que ayudarle.
—Olvida esos asuntos de poca monta —replicó Sunlar—. Es preferible que resuelvas sus problemas ayudando a todos los Reinos.
—¡Espera, Sunlar! No puedo renunciar a lo que constituye mi vida, no puedo abandonar a quienes me interesan sin reflexionar un poco. ¡Necesito más tiempo!
—Tiempo es lo único que no tienes —dijo Sunlar en voz baja.
La eternidad se desvaneció, desapareció el tejido y sólo quedó el templo. Medianoche miró sus manos, que volvían a ser de carne y hueso, y sintió el azote de las lágrimas en sus mejillas; estuvo a punto de echarse a reír.
Uno de los adoradores de Mystra se adelantó. Era un hombre cuyo rostro reconoció.
Kelemvor.
El guerrero extendió una mano.
—Vuelve —le dijo—. Los demás te necesitan. Yo te necesito.
Sunlar la cogió por el hombro y la hizo dar media vuelta para mirarlo.
—No le escuches. ¡Tienes un deber para con tu diosa! ¡Tienes un deber para con los Reinos!
—¡No! —gritó Medianoche a la vez que se desasía de la mano de Sunlar.
Los seguidores de Mystra interrumpieron cualquier movimiento y quedaron parados; solo Kelemvor, ataviado con su equipo de guerrero, avanzó hasta colocarse delante de ella.
—Te has deshonrado y has deshonrado a tu diosa —dijo Sunlar, cuyo rostro se desvanecía en las sombras que, como cortinas, empezaban a caer sobre la habitación del trono y oscurecían las ilusiones. Luego desapareció del todo. Al cabo de un rato sólo quedaron trozos sueltos de ilusión, y Medianoche vio a Kelemvor arrastrarse por el suelo de una habitación que antes podía haber sido una sala de audiencias. En un rincón yacía una silla volcada que se parecía al trono donde ella había estado sentada. La sala destrozada era abovedada, como había sido en su ilusión.
Medianoche bajó la vista y vio que el medallón estaba todavía allí, pegado a su piel.
—¿Qué está pasando aquí? Primero abro una puerta, luego me encuentro flotando por encima del mundo y ahora estoy en una sala de trono desmantelada.
Medianoche advirtió que Kelemvor parecía estar herido. Corrió junto a él, pero en ese momento se desplomó. Vio que tanto el rostro como el cuerpo estaban ilesos y que, sin embargo, el guerrero sudaba y parecía aterrorizado.
—¡Ofréceme algo! —gritó él con una voz ronca y amenazadora en extremo.
—¿Qué? ¿De qué estás hablando?
Kelemvor se echó hacia atrás; daba la impresión de que sus costillas se movían por impulso propio. Medianoche lo miró cautelosamente.
—¡Una recompensa! —contestó él, y su carne empezó a oscurecerse—. Por haberte librado de la ilusión y por seguir con esta misión. Cyric y yo la abandonamos…
El guerrero se estremeció y se alejó de Medianoche.
—¡Deprisa!
—Un beso —propuso ella en voz baja—. Tu recompensa será un beso de mis labios.
Kelemvor había caído al suelo. Sin aliento. Cuando se levantó, su piel tenía de nuevo su color natural.
—¿Qué significa todo esto? —quiso saber Medianoche.
Kelemvor sacudió la cabeza.
—Tenemos que encontrar a los otros.
—Pero yo…
—No podemos salir de aquí con vida sin ellos —gritó Kelemvor—. ¡Por esto, por nuestro propio bien, tenemos que hacerlo inmediatamente!
Medianoche no se movió.
—Nos separaron —dijo Kelemvor—. Nos enviaron a diferentes partes del castillo. Yo me desperté en una biblioteca del primer piso. Siguiendo el ruido te encontré.
—¿Ruido? Entonces has visto y oído…
—Apenas. He oído tu voz y la he seguido hasta encontrarte. Pero ya tendremos tiempo después para descifrar ese enigma. ¡Ahora ayúdame a encontrar a los otros!
Medianoche siguió al guerrero por los oscuros pasillos.
Después de que Kelemvor se escapase por la hendidura de la alfombra, ésta empezó a cerrarse alrededor de Cyric y se fue reduciendo hasta volverse del tamaño de un arcón. El ladrón trató de desgarrar la alfombra con su espada, pero fue inútil; cada vez que lo intentaba golpeando el tejido, la hoja no hacía otra cosa que saltar. La alfombra siguió encogiéndose hasta que Cyric notó que se ajustaba a la forma de su cuerpo y le apretaba con tanta fuerza que perdió el conocimiento. Cuando se despertó, estaba en una de las callejuelas de los barrios bajos de Zhentil Keep y un guardia lo estaba despertando a patadas, igual que le había ocurrido regularmente en su infancia.
—Muévete —dijo uno de la Guardia Negra—, si no quieres que tus tripas se llenen sólo de plomo.
Cyric esquivó los golpes y se puso de pie.
—¡Asquerosos vagabundos! —insistió el guardia, para luego escupir al suelo cerca de los pies de Cyric.
El ladrón se adelantó para atacar al hombre, pero algo surgió de las sombras que había detrás de él. Unas manos se aferraron a su boca, otras le agarraron los brazos. Por más que se debatió para desasirse de las manos no pudo hacer nada. Así que fue arrastrándose a un callejón, entre la risa de los guardias.
—Cálmate, muchacho —dijo una voz muy familiar.
Cyric vio que el guardia caminaba hasta el extremo del callejón, doblaba la esquina y desaparecía de su vista.
El ladrón relajó el cuerpo y las garras que lo sujetaban se aflojaron. Cyric se volvió y escudriñó las sombras. Antes incluso de que sus ojos se adaptasen a la oscuridad, supo la identidad de los hombres que tenía ante sí.
Uno era conocido como Quicksal, un malvado ladronzuelo que disfrutaba matando a sus víctimas. Tal y como Cyric lo recordaba, el fino y dorado cabello de Quicksal estaba sucio, con restos de tinte de todo tipo. Solía disfrazarse muy a menudo. Echaba mano de barbas postizas, maquillaje para envejecer, acento extranjero, caracteres de raras personalidades, todo ello formaba parte del cada vez más extenso repertorio al que recurría Quicksal para crear unos rasgos muy sobresalientes que fuesen recordados por sus testigos potenciales. Tenía un rostro delgado, de halcón, y unos dedos extremadamente largos. Cosa extraña, Quicksal parecía estar todavía en la adolescencia, si bien Cyric sabía que tenía como mínimo veinticinco años.
El otro hombre era Marek. Cuando Cyric examinó el rostro de su mentor, no encontró en él la cara avejentada y endurecida que había visto unas noches antes, cuando Marek le cogió por sorpresa en el mesón. Aquel Marek era joven y su pelo, espeso y ensortijado, no tenía el color gris, mezcla de sal y pimienta que habría debido tener, sino que era negro como el azabache. Su piel apenas mostraba indicios de las arrugas que algún día se formarían. Sus penetrantes ojos azules no renunciaban a la fogosidad anterior y en su enorme humanidad no había rastro alguno de flaccidez. Aquél era el hombre con quien Cyric había aprendido, robado y cometido atropellos, ahora inimaginables, sin titubeos. Cyric era huérfano y, en muchos sentidos, Marek había sido el único padre que había conocido.
—Ven con nosotros —dijo Marek.
Cyric obedeció y se dejó conducir a través de una serie de puertas hasta llegar a la cocina de un mesón que él no reconoció. Tuvo la impresión de haberse dejado llevar por toda una eternidad y, cuando pasaron por un vestíbulo iluminado, observó su imagen en un espejo próximo. De su rostro habían desaparecido más de diez años; no había patas de gallo alrededor de sus ojos; su piel parecía más elástica, menos endurecida por el paso del tiempo y los infortunios que había soportado.
—Estarás preguntándote sin duda por qué estamos aquí —dijo Marek al cocinero, un hombre de una gordura grotesca que estaba junto a una cortina al otro extremo de la cocina.
—No, en absoluto —replicó éste, acompañando sus palabras con una amplia sonrisa que sostenía sus fofas mejillas. Señaló la cortina y añadió—: Está aquí.
Marek tomó a Cyric por el brazo y lo llevó hasta la cortina.
—Mira —dijo Marek abriendo ligeramente las cortinas—. Ahí está nuestra próxima víctima y tu pase para la libertad, Cyric.
Éste miró hacia afuera. Desde su posición sólo veía en la fonda unas cuantas mesas de las que sólo una estaba ocupada por una hermosa mujer de mediana edad, vestida de finas sedas, y con un bolso lleno a rebosar. Tenía delante un cuenco de sopa que acababa de llevarle una atractiva camarera. Interpeló a la muchacha:
—¡Esta sopa no está lo bastante caliente! —gritó la mujer con una voz que produjo dentera a Cyric—. ¡He pedido que me traigan la sopa hirviendo, no simplemente caliente!
—Pero, señora…
La mujer asió la mano de la camarera.
—¡Compruébalo tú misma! —chilló la mujer, y metió la mano de la muchacha en el cuenco de sopa.
La muchacha ahogó un grito y logró soltarse la mano sin derramar el contenido del cuenco sobre la mujer. La piel de la camarera se puso de un color rojo brillante. La sopa estaba hirviendo.
—¡Si no podéis atenderme como necesito, tendré que ir a otro lugar! —dijo la mujer, con los ojos en blanco—. Me gustaría saber qué está reteniendo a mi sobrino. Se suponía que debíamos encontrarnos aquí. —Frunció el entrecejo y señaló la sopa mediante un gesto—. ¡Ahora llévate esto y tráeme lo que te he pedido!
La camarera cogió el cuenco, hizo una pequeña reverencia y se volvió para dirigirse a la cocina; Cyric tuvo que echarse para atrás antes de ser visto.
—Tranquilo —dijo Marek detrás de Cyric.
Las cortinas se separaron y entró la muchacha. Miró a Marek, y puso la bandeja en las manos de Cyric, se estrechó contra Marek y lo besó en la boca; luego retrocedió, cogió un trapo mojado del fregadero y se envolvió la mano con él.
—En esta ocasión, me gustaría no tener que esperar mi parte —dijo.
Quicksal sacó y volvió a meter la espada en su funda, produciendo el roce un ruido que hizo sonreír a la camarera.
—He prometido a nuestra benefactora que no tendrá que esperar.
—¡Lo mismo digo yo! —exclamó Cyric, sorprendido de sí mismo ante ese sentimentalismo.
La camarera guiñó un ojo a Marek.
—Ya sabes dónde encontrarnos esta noche. Lo celebraremos.
Recuperó la bandeja de manos de Cyric y se dirigió al fogón, a una olla de sopa de donde sirvió otra ración. Luego se quitó el trapo húmedo y volvió al bodegón con la sopa ardiendo.
—Quedaos aquí —dijo Marek, y siguió a la muchacha.
Cyric apartó las cortinas y vio a Marek hablar con la mujer. Dejó caer la cortina cuando Quicksal le tiró de la manga.
—Ha llegado el momento —dijo éste.
Poco después estaban de nuevo agazapados en las sombras del callejón que había detrás de la hostería. La puerta se abrió y Marek hizo salir a la mujer al callejón. Ella miró a su alrededor, desorientada y confusa.
—No comprendo —dijo la mujer de mediana edad—. Me has dicho que mi sobrino había sufrido un contratiempo en este callejón, que no podía moverse y…
Sus ojos reflejaron la zozobra que la embargaba cuando Quicksal salió de las sombras.
—No eres mi tía —dijo Quicksal—. Sin embargo vamos a llevarnos tu dinero.
La mujer se puso a gritar, pero Quicksal la empujó contra la pared y le puso una mano sobre la boca, y el cuchillo contra la garganta.
—Y ahora, quietecita, tía. No me gustaría tener que matarte ahora mismo. Además, esto es Zhentil Keep. Si tus gritos atraen a alguien, sólo será para compartir tu dinero.
Marek se apoderó del bolso de la mujer y lo saqueó. Luego movió la cabeza con expresión afligida.
—¡Ay, esto no es suficiente! —dijo Marek, para seguidamente indicar a Cyric que se acercase.
Quicksal se apartó de la mujer, pero sin dejar de blandir el cuchillo en su dirección.
—¡No tengo nada más! —gritó ella—. ¡Piedad!
—Me gustaría condescender —insistió Marek en un tono de pena y agachando la cabeza—, pero no puedo negar a los jóvenes que disfruten.
Cyric blandió su espada. Quicksal puso una mano en el pecho del muchacho y lo empujó ligeramente.
—Tú nunca serás capaz de matarla, Cyric. Entonces Marek te tendrá pegado de por vida como aprendiz. —El ladrón rubio se acercó de nuevo a la mujer—. Marek, podrías dejar que la matase yo.
—¡Apártate! —exclamó Cyric, y Quicksal se volvió hacia él.
Los ojos de la mujer estaban anegados de lágrimas.
—¡Tened compasión! —gritó, levantando las manos temblorosas.
—¡Ay, qué dilema! —dijo Marek—. ¿Quién derramará esta sangre inocente?
—¡En este mundo no hay sangre inocente! —replicó Cyric con brusquedad.
Marek alzó las cejas.
—Pero ¿qué crimen ha cometido esta mujer?
—Ha herido a la muchacha.
Marek se encogió de hombros.
—¿Eso? Yo mismo le he hecho daño muchas veces. Hasta ahora no se ha quejado. —Marek se echó a reír—. Creo que es Quicksal quien debería matar a esta mujer. Al fin y al cabo, Cyric, nunca me has demostrado que estés preparado para ser independiente y tal vez la Cofradía de los Ladrones no lo apruebe.
—¡Estás mintiendo! —gritó Cyric.
A cada paso que daba Quicksal hacia la mujer, Cyric veía cómo su oportunidad de independencia se le escapaba de las manos.
—Un momento —dijo Marek, levantando una mano ante Quicksal; luego añadió dirigiéndose a Cyric—: ¿Merece morir sólo porque así obtendrás tu libertad?
—La conozco. Es… —Cyric sacudió la cabeza—. Es la arrogancia y la vanidad personificadas. Está cargada de privilegios y prejuicios. Disfruta ignorando a los pobres y a los necesitados, estaría dispuesta a dejarnos morir antes de levantar un dedo para ayudarnos. Es indiferente y cruel, menos cuando su cabeza está en peligro. Entonces sí pide clemencia y perdón. Antes he conocido otros como ella. Representa todo lo que yo desprecio.
—¿Y no tiene ninguna cualidad buena? ¿No es capaz de amar, de sentir piedad? ¿No hay posibilidad de que cambie su forma de ser? —preguntó Marek.
—En absoluto —contestó Cyric.
—Todo un argumento —dijo Marek—. Pero no me ha convencido. Quicksal, mátala.
La mujer lanzó un grito ahogado y trató de huir, pero Quicksal era demasiado rápido para ella. Apenas dio dos pasos cuando el ladrón rubio estaba sobre ella y le cortaba la garganta. La mujer se desplomó en el callejón. Quicksal sonrió.
—Tal vez la próxima vez, Cyric.
Cyric miró a Quicksal a los ojos y tuvo la sensación de haber ahondado en dos pozos gemelos de locura.
—Me merezco la libertad —gruñó Cyric, y sacó el cuchillo.
—Pues demuéstramelo —dijo Marek—. Muéstrame lo que vales y yo te recompensaré con la independencia. Te dejaré salir de forma segura de la ciudad si así lo quieres y haré que el bandolero Guild te reconozca como miembro numerario. Tu vida te pertenecerá, para hacer con ella lo que te plazca.
Cyric se estremeció.
—Todo lo que he soñado —dijo, como ausente.
—Pero sólo tú puedes hacer el sueño realidad —dijo Marek—. Y ahora, sé buen chico, y mata a Quicksal aquí mismo.
Cyric volvió a mirar a Quicksal y vio que aquel fullero rubio blandía ahora una espada que no tenía unos segundos antes. Sin embargo, en lugar de prepararse para atacar, el rival de Cyric se puso a la defensiva y daba la impresión de estar muy asustado.
—Guarda el cuchillo —dijo Quicksal con una voz que no era la suya—. ¿No me reconoces?
Cyric se mantuvo firme.
—Demasiado bien. Y no trates de confundirme disfrazando la voz. Conozco todas tus artimañas.
Quicksal sacudió la cabeza.
—¡Esto no es real! —Cyric comprendió que habría debido reconocer la voz que estaba poniendo Quicksal, pero no pudo concentrarse en ello. El ladrón rubio dio un paso atrás—. Cyric, es una ilusión. No sé lo que crees ver delante de ti, pero soy yo, Kelemvor.
Cyric hizo un esfuerzo para relacionar el nombre y la voz, pero le costaba pensar.
—Debes luchar —dijo Quicksal.
—Tiene razón, Cyric —repuso Marek en voz baja—. Hay que librar esta batalla. —Pero la voz de Marek también había cambiando de repente. Sonaba como voz de mujer.
Cyric no se movió.
—Marek, aquí está pasando algo. No sé a qué estáis jugando conmigo, pero no me importa. Confío en que cumplas tu palabra.
Dicho esto, Cyric se abalanzó sobre Quicksal.
Quicksal esquivó la primera arremetida y sorprendió a Cyric retrocediendo unos pasos y adoptando una actitud defensiva. Cyric pensó que aquello no era propio de Quicksal.
—¡Para inmediatamente! —chilló Quicksal, a la vez que eludía la segunda cuchillada.
Cyric fue impulsado por la fuerza del rechazo y dio de lleno con el codo en el rostro de Quicksal. Al mismo tiempo, pasó el cuchillo de una mano a otra y agarró la muñeca de Quicksal. A continuación Cyric aplastó la mano del fullero rubio contra la pared y le obligó a soltar la espada.
—Con tu muerte ganaré una vida —exclamó Cyric, y levantó el cuchillo para matarle.
—¡No, Cyric, vas a matar a un amigo! —gritó Marek.
Cyric reconoció la voz de Medianoche en el instante mismo en que su daga se clavaba en el hombro de su adversario. Su víctima no era Quicksal, sino Kelemvor.
Cyric retrocedió en su arremetida lo mejor que pudo, pero era demasiado tarde. La daga se había hundido en el hombro de Kelemvor.
El héroe lo empujó y Cyric cayó al suelo, con la daga todavía clavada en el hombro de su víctima. El guerrero levantó su espada y avanzó hacia el ladrón.
—Perdóname —murmuró Cyric cuando el guerrero levantó la espada para atacarlo.
—¡Kel, no lo hagas! —gritó Medianoche—. ¡No puede ver que somos nosotros!
El guerrero se paró, y dejó caer la espada. Cyric se echó hacia atrás y vio a Medianoche donde sólo un segundo antes estaba Marek. Luego a Kelemvor junto a ella, le brotaba la sangre de su hombro herido. El guerrero estaba lívido.
El callejón empezó a desvanecerse para acabar desapareciendo, pero el cuerpo de la mujer que había matado Quicksal, la mujer que Cyric había querido asesinar si le hubiesen dado la oportunidad, seguía allí, boca abajo, en medio de la mugre. A su alrededor se extendía todavía un charco de sangre. Cyric estuvo mirando a la mujer hasta que, también ella, desapareció de su vista.
—¿Qué mira? —susurró Kelemvor—. Aquí no hay nada.
Medianoche movió la cabeza.
—Lo siento, Kel. Pensaba que eras otra persona —repuso Cyric mientras se acercaba al guerrero.
Kelemvor se arrancó la daga del hombro, encogiéndose ante el terrible dolor. Arrojó el arma a los pies de Cyric y Medianoche le ayudó a vendarse el hombro herido.
—Tenemos que encontrar a Adon —dijo Kelemvor—. Es el único que falta.
—Adivino con qué le habrán tentado —expuso Medianoche cuando acabó de vendar la herida de Kelemvor y los héroes se precipitaban hacia las escaleras.
Adon se apartó de las barras que lo separaban de Medianoche y caminó un trecho por el vestíbulo, sólo para ver si hallaba una forma sencilla de reunirse con la maga al otro lado de la barrera. Se encontró observando un cielo increíblemente hermoso y cuajado de estrellas.
Mientras Adon contemplaba el cielo nocturno, advirtió que las estrellas estaban dispuestas de forma muy extraña. Todas parecían estar en movimiento.
De hecho, las estrellas estaban en movimiento, se desplazaban por el cielo como cohetes, a tal velocidad que muchas eran sólo contornos de luz. Adon cerró los ojos, pero las estrellas no desaparecieron, siguieron desplazándose incluso detrás de sus párpados cerrados.
Adon estuvo largo rato observando las estrellas. Cuando volvió a mirar a su alrededor, se encontró tumbado sobre un delicado lecho de rosas, y la fragancia que inundaba sus sentidos era dulce y suave, a pesar de que aceleraba los latidos de su corazón y embotaba su cabeza. Los pétalos acariciaban tan ligeramente sus dedos que no pudo evitar una sonrisa ante aquella delicadeza. Entonces fue cuando cayó en la cuenta. Las estrellas no se movían, era él quien se movía.
Abrió los ojos, miró sobre el borde del lecho de rosas y vio los seres más hermosos que jamás había visto, aproximadamente una docena. Daba la impresión de que sus cabellos estuvieran iluminados, y sus cuerpos eran ejemplares de la mayor perfección física. La magnífica cama de Adon descansaba sobre sus hombros complacientes.
La presencia de aquellos seres tranquilizó tanto a Adon que ni siquiera sintió miedo cuando una pared de llamas surgió a su alrededor. Se le nubló la vista y parecía que todo lo que miraba adquiría una fisonomía ámbar, pero no desprendían calor cuando las llamas saltaron de las rosas rojas a las blancas, transformándolas en orquídeas negras, para brincar finalmente hasta la carne del clérigo. Cuando las llamas lo envolvieron no hubo dolor, ni siquiera una ligera molestia. Y al llegar a la evidencia final de su propia muerte, que ya tenía que haberse producido mucho antes, no hubo más que un brillante resplandor que amorosamente recorrió su alma produciéndole un inefable bienestar.
Por mucho que se esforzase, no podía recordar nada de lo que había sucedido después de separarse de Medianoche en los pasillos de los sótanos del castillo de Kilgrave. Se despertó sobre su pira funeraria, llevado hacia lo que sólo podía ser su eterna recompensa.
«Pero ¿cómo he muerto?», se preguntó Adon; y, por turno, las hermosas voces de sus portadores llenaron el aire crepitante que lo rodeaba.
—Uno nunca recuerda —dijeron—. Es otro quien sufre el momento de dolor para ahorrárselo a uno.
¿Otro?
—Otros semejantes a lo que nos hemos convertido nosotros. Nuestro objetivo es aliviar el sufrimiento. Nosotros vivimos tu muerte para que puedas volver a nacer en el reino de Sune.
Brillantes agujas de cristal atravesaron la noche. Adon centró su atención en el templo que había delante de él. A medida que las paredes del templo se extendían por el horizonte, se iban adornando de dibujos cristalinos de asombrosa belleza, sin ninguna composición uniforme que hiciese del palacio un lugar aburrido y repetitivo. Era como si todos los seguidores de Sune que descansaban en aquel lugar hubiesen aportado sus propios conceptos sobre lo que la eternidad debería revelar en cuanto a límites y apariencias. Resultaba de todo ello una amalgama de formas expectantes, guiadas por una mano que había tomado todas las imágenes diferentes y las había incorporado a un todo ordenado, que no defraudaba a nadie y creaba un lugar tan bello que desafiaba a superar los más disparatados sueños de Adon.
La propia entrada era mayor que cualquier templo que Adon hubiese visto anteriormente y lo que había detrás de ella era ya todo un mundo. Sus portadores lo llevaron a través de unas tierras donde un número infinito de seguidores se bañaban y retozaban en piscinas hechas con sus propias lágrimas de alegría; las rocas donde se tumbaban para deleitarse con el calor del amor que Sune les profesaba habían sido en otra época las piedras de la incredulidad cuyo peso habían soportado sus almas y había hecho imposible la unión con la diosa. Aliviados de las terribles cargas de la vida, ahora podían dedicarse totalmente a preservar el orden, la belleza y el amor adorando a Sune.
Adon y sus portadores atravesaron muchas tierras similares, y a Adon le impresionaba cada nuevo paisaje más que el anterior y se sorprendía de su capacidad para ir extasiándose fascinado, hasta que, al final, sus portadores se desvanecieron y se encontró de pie delante de una puerta de hierro forjado brillante y se convirtió en una lluvia de agua reluciente. La atravesó.
En comparación con las maravillas que acababa de presenciar, lo que había al otro lado era una modesta cámara. No tenía paredes, pero unas llamas intensas se elevaban al cielo en todo su contorno. Unas cortinas suaves y ondeantes protegían los ojos del clérigo de las llamas que ardían crepitantes y marcaban los límites de la sala, que estaba en el corazón de la lumbre eterna de la belleza.
—¿Quieres beber algo?
Adon se volvió y, delante de él, estaba la mismísima diosa de la Belleza, Sune, Cabellos de Fuego. En cada una de sus resplandecientes manos esperaban unos vasos llenos de un denso néctar carmesí. Adon tomó uno de los vasos y vio que su piel empezaba a brillar con la misma luz ámbar que la carne de Sune.
—¡Diosa! —exclamó Adon, para luego caer de rodillas delante de ella sin derramar una sola gota de la bebida que tenía en la mano.
Sune se rió y le hizo ponerse de pie con la ayuda de una de sus fuertes manos. Cuando ella lo tocó, Adon sintió que el aire se congelaba en sus pulmones y, cuando la tuvo delante, una fuerza inimaginable recorrió a raudales todos sus miembros.
«Respiro. Estoy todavía vivo», pensó Adon, feliz ante la evidencia.
Sune debió de leer sus pensamientos.
—No has muerto, muchacho estúpido. Todavía no. Te he traído aquí por la más simple de las razones: estoy enamorada de ti. De entre todos mis adoradores, tú eres el que deseo.
Adon se quedó sin habla; se llevó el cáliz a los labios y sintió el dulce néctar abrirse camino a través de su cuerpo.
—Diosa, ciertamente yo no soy digno…
Sune sonrió y empezó a desnudarse; se desprendió de una seductora túnica de seda que dejó caer al suelo y luego desapareció. Adon miró hacia abajo y vio unas nubes a sus pies.
—Soy hermosa —dijo Sune—. Tócame.
Adon se acercó, como si estuviera soñando.
—La verdad es hermosura, la hermosura, verdad. Abrázame y todas tus preguntas no expresadas se verán contestadas.
Procedente de no se sabe qué lugar Adon oyó una voz que le advertía, pero él la ignoró. Nada podía ser más importante que aquel momento. Tomó a la diosa en sus brazos y puso sus labios sobre los de ella.
Daba la impresión de que el beso era interminable. Pero Adon, incluso antes de abrir los ojos, tuvo la sensación de que Sune estaba cambiando. Los suaves labios se habían vuelto salvajes, exigentes. De sus mandíbulas, cada vez más largas, parecía salir una serie interminable de pinzas afiladas que pretendían desgarrar la carne del rostro del clérigo. Los dedos se habían transformado en serpientes que se adherían a la piel de Adon amenazando con despedazarlo.
—¡Sune! —gritó Adon.
La criatura se reía mientras los zarcillos serpenteantes de sus dedos se enrollaban alrededor de la garganta de Adon.
—No eres digno de la diosa —dijo ahora el monstruo—. Has pecado contra ella y debes ser castigado.
En el abierto patio central del castillo de Kilgrave, Medianoche, Kelemvor y Cyric vieron al clérigo caer de rodillas, presa de absoluto terror, llevado a esa actitud por algo que sólo él podía ver.
—¡Diosa, perdóname! —gritó Adon—. Haré cualquier cosa para obtener tu perdón. ¡Cualquier cosa!
—¡Tenemos que llegar a él enseguida! —dijo Medianoche.
—¡No haréis nada! —retumbó una voz cuyos ecos llenaron el patio—. ¡Lo único que haréis será morir a manos de Bane!
De repente, el trío empezó a ser bombardeado por las ilusiones. En menos que el corazón da una docena de latidos, Kelemvor fue enviado al mundo del ensueño de sus libros de infancia; vivía una historia de amor en la que él era un príncipe extranjero prometido de una hermosa pero despiadada princesa, a la que renunciaba para huir con una muchacha campesina. Medianoche se vio como una poderosa reina que salvaba a su reino de la pobreza y la miseria. Al mismo tiempo, ante los ojos de Cyric pasaron imágenes de una vida libre y sin trabas, con ofertas de oro y artículos de inapreciable valor. Pero ellos no se dejaron dominar por estas imágenes de heroísmo, poder y libertad. Los héroes, al unísono, se lanzaron al centro del patio.
A medida que los héroes corrían, los retos fueron sucediéndose de forma vertiginosa. Ante Medianoche apareció Sunlar, que la desafiaba a un duelo mágico; todos sus compañeros de clase estaban en fila detrás del profesor, deseosos de probar sus habilidades contra ella. Cyric se encontró cara a cara con la criatura de hielo que montaba guardia junto al Anillo de Invierno; se sintió impotente al ver cómo el monstruo alargaba una mano en su dirección y Kelemvor se encontró ya ante los verdugos que habían quitado la vida a su abuelo y ahora iban a por él; bajó la mirada y descubrió que era viejo y estaba acabado; sus intentos de encontrar una cura para su estado, y salvación para su alma marchita, habían fracasado.
Pero los héroes siguieron avanzando hasta el centro del patio donde estaba Adon.
Todavía de rodillas, Adon vio que el paraíso se rasgaba y volvía a ordenarse. La criatura diabólica que había pretendido ser la diosa lo abandonaba, pero el reino de Sune estaba cambiado. Los pilares de la existencia de este reino eran ahora la muerte y el castigo por sus faltas y unas figuras vestidas con túnicas esclavizaban y atormentaban a los fieles de Sune.
—¡Es mentira! —gritó Medianoche mientras se acercaba a Adon.
El clérigo se volvió, con los ojos desencajados, y vio, delante de sí, a alguien idéntico a Medianoche, pero que llevaba las túnicas de los verdugos de los sunitas.
—Pero… ¡era tan hermoso! —dijo Adon, molesto por las palabras de Medianoche.
—Mira a tu alrededor —expuso Medianoche—. ¡Esto es la realidad!
Adon obedeció y vio a la diosa Sune encadenada a una enorme losa. Las figuras vestidas con túnicas estaban sumergiendo la losa dentro de un río rojo escarlata, la sangre de los seguidores de Sune.
Y todas aquellas figuras llevaban un medallón exactamente igual que el de Medianoche.
—¡El medallón! —gritó Sune—. ¡Es la fuente de su poder! ¡Quitádselo y seré libre!
Medianoche agarró a Adon por los hombros.
—¡Maldita sea, escúchame!
—¡No! —gritó Adon.
Y, antes de que Kelemvor o Cyric pudiesen reaccionar, el clérigo se abalanzó sobre Medianoche con una ferocidad que ella no esperaba. La mano de Adon se cerró sobre la daga de Medianoche y se la arrebató. Con los pies juntos, Medianoche dio una patada al clérigo en pleno tórax y lo mandó volando hacia atrás, con la daga todavía dentro de su mano. Se oyó un ruido sordo cuando la cabeza de Adon dio contra el suelo. Luego el clérigo se quedó hecho un ovillo, aturdido por el golpe.
Medianoche empezó los movimientos y los cánticos que preceden a un hechizo para contrarrestar el asalto mágico. Estaba rezando para que el sortilegio saliese bien, cuando las llamitas del medallón empezaron a chisporrotear, el hechizo de Medianoche produjo un torbellino de magia que envolvió el patio, y apareció un relámpago cegador de luz azulada.
Cuando explotó el estridente estanque, y el agua se convirtió en un torrente hirviente de sangre que estalló como un géiser, Bane retrocedió, gritando. La magia de Medianoche destruyó los hechizos que Bane había utilizado en todo el castillo de Kilgrave para transformar las ruinas en un leve reflejo de su casa en las Esferas.
El templo de Bane, su Nueva Acheron, se estaba desmoronando. Las fantásticas puertas que había abierto se iban cerrando. Los pasillos y las cámaras que, de forma tan inteligente, fueron réplicas del antiguo templo de Bane en las Esferas, perdieron su tenue influencia en la realidad, y se consumieron.
Al cabo de un rato, todo lo que quedaba eran las ruinas de un castillo de mortales. Bane se desplomó hacia adelante, sollozando, y parte de su mente se maravilló al descubrir una nueva sensación, una sensación con la cual vivían los humanos cada día de su corta existencia.
La pérdida.
Nueva Acheron había desaparecido.
Cuando se incorporó y convocó al hakeashar para reunir así el poder para matar a los supuestos salvadores de Mystra, lord Black se sorprendió al encontrar vacías las cadenas místicas que sujetaban a la diosa.
Mystra se había escapado.