5. Las columnatas

Cyric, el último en montar guardia, observó el hermoso color rosa pastel del cielo al amanecer. Unas suaves rayas ocres parecían iluminar las nubes puras y blancas que se elevaban sobre el horizonte. Sin embargo, el ladrón no tardó en notar una oleada de calor que penetraba en su cuello. Se volvió y descubrió una segunda salida de sol que remedaba la primera con total perfección.

Con visible velocidad, salían otros soles tanto por el norte como por el sur. Ilusión o no, el efecto era desconcertante. El sofocante calor de las esferas cegadoras hizo que los pequeños montones de barro del camino se secasen y endureciesen; y la propia tierra empezó a humear desprendiendo un olor insoportable. Cyric despertó a los demás antes de que se pusiese de manifiesto todo el efecto del tremendo calor.

Kelemvor, todavía aturdido por una mala noche, fue en busca de la única tienda que tenían, luego juró para sus adentros al recordar que había quedado destruida cuando los caballos de carga habían sido atacados por los monstruos el día anterior. Ordenó a los demás que reuniesen todas las mantas y capas que hubiere y se cubriesen inmediatamente, pues la tierra rasa que rodeaba a los héroes no los protegía mucho del sol.

—¡Medianoche! —llamó Kelemvor—. Si te queda algún sortilegio milagroso que pueda ayudarnos, éste es el momento de usarlo.

Medianoche no prestó atención al tono sarcástico de la voz de Kelemvor.

—¡Poneos todos juntos! —gritó Medianoche—. Los caballos también. Luego colocad toda el agua que tengamos en un punto.

Las órdenes de Medianoche fueron ejecutadas y una densa niebla llenó el aire cuando la maga de cabello oscuro lanzó un sortilegio menor destinado a humedecer la zona. Un segundo sortilegio enfrió el agua que tenían para beber, para evitar así que se evaporase con el calor. Las mantas envolvieron a los aventureros en la oscuridad y ayudaron a que se mitigase el intenso calor de los soles. Medianoche se alegró de que sus hechizos no hubiesen fallado. Vio diminutas rayas de luz moverse por la superficie del medallón y, a pesar del sofocante calor de los soles que salían, un escalofrío recorrió su cuerpo.

Adon, a oscuras bajo la manta, recordó un sortilegio simple susceptible de permitirle soportar los efectos del intenso calor sin que éste lo dañase. Deseó ardientemente poder recurrir al hechizo, pero sabía que no tendría efecto. Antes y después de su guardia, había rezado a Sune y probado unos sortilegios; sus esfuerzos habían sido vanos, como había ocurrido desde el Advenimiento.

Medianoche podía ver los soles incluso a través de la tela de su capa. Observó, fascinada, cómo convergían directamente sobre ellos formando una deslumbradora serie de luces, que luego se convirtieron en una sola; el calor disminuyó hasta niveles normales casi al instante. Parecía que la crisis había llegado a su fin.

Sin embargo, el calor afectó a los aventureros que, incluso mientras se preparaban para ponerse en marcha, discutían acerca de qué sol había sido el verdadero y en qué dirección debían encaminarse. Al final se rindieron al infalible instinto de Cyric y el día recuperó una apariencia de normalidad.

Al cabo de un rato, las tierras llanas dieron paso a unas montañas exuberantes y onduladas en el este, y aparecieron las imponentes cimas de las montañas del desfiladero de Gnoll en la lejanía. Los héroes dejaron la carretera principal, sorprendiéndose gratamente al encontrar las ruinas de una columnata que rodeaba una reluciente charca de agua fresca; Adon la probó y afirmó que era pura. Bebieron con avidez y rellenaron sus cantimploras.

La idea de bañarse apenas había pasado por la mente de los sudorosos aventureros cuando Adon, sin pudor alguno, empezó a desnudarse.

—¡Adon! —gritó Kelemvor, y el clérigo quedó inmóvil en equilibrio sobre una pierna y con las manos asidas a una bota—. ¡Hay una mujer y una niña!

Adon posó el pie antes de caerse.

—¡Oh, disculpad!

Medianoche movió la cabeza. La idea de bañarse y refrescarse antes de la última etapa del viaje no era mala en absoluto, pero habría que disponerlo de otra forma.

—Si los tres tenéis ganas de bañaros, me llevaré a Caitlan y esperaremos al otro lado de la charca… de espaldas a vosotros —propuso la maga.

—¡Bien! Luego haremos lo mismo para que os podáis bañar vosotras —repuso Kelemvor y empezó a sacarse la camisa.

—Sí, con la diferencia de que vosotros estaréis en la cima más cercana antes de que estemos dentro del agua. —Medianoche tomó a Caitlan de la mano y se la llevó.

Cuando Medianoche y Caitlan estuvieron al otro lado de la columnata, Adon se desnudó completamente y, después de doblar con cuidado su ropa y dejarla apilada, tomó carrerilla y se zambulló en las cristalinas aguas. Se puso a chapotear y gritar como un niño, mientras Kelemvor se reía.

—¡Bien hecho, muchacho! —Y Kelemvor se desnudó a su vez.

Hasta Cyric se metió en la charca, si bien parecía bastante inseguro en comparación con los demás compañeros.

Mientras esperaban a que los hombres acabasen de bañarse, a Medianoche le sorprendió el silencio de Caitlan. Le gustaba hablar con la muchacha, sin embargo, incluso después de haberla instado dulcemente a que dijese algo, permaneció en completo silencio, sin dejar de mirar el horizonte.

—¡Medianoche!

Sin volverse, Medianoche contestó:

—¿Sí, Kelemvor?

—Tengo que decirte algo.

Medianoche notó el tono festivo de la voz de Kelemvor y frunció el entrecejo.

—Puede esperar.

—Puedo olvidarme —replicó Kelemvor—. No te preocupes, estamos dentro del agua.

Medianoche relajó los hombros y miró a Caitlan.

—Espera aquí —le dijo. Caitlan asintió.

Medianoche se levantó y encontró a Kelemvor cerca de la parte de la charca donde estaba ella. Adon y Cyric seguían en el otro extremo.

El Kelemvor desnudo de su imaginación resultó no ser muy diferente del verdadero; cuando vio el cuerpo mojado y brillante de Kelemvor, Medianoche no pudo evitar un estremecimiento. No recordaba la última vez que la habían tocado unas manos como las suyas. Kelemvor la interrumpió en sus pensamientos al salpicarla con el agua mientras se acercaba a ella nadando y bromeando para que se reuniese con él.

—Te gustaría, ¿verdad? —dijo Medianoche, a la vez que cruzaba los brazos sobre el pecho.

—Sí —dijo Kelemvor, con un brillo travieso e infantil en los ojos.

—Pues mi ropa no se moverá de su sitio hasta que los tres estéis bien seguritos en aquella colina —dijo ella, para luego meter un pie en la charca y salpicar el hermoso rostro del guerrero. Él quiso agarrarle el tobillo pero no atinó, cayó hacia adelante y se dio un fuerte golpe en la cabeza con el borde de piedra de la charca. Los brazos del guerrero se agitaron mientras empezaba a hundirse y un rastro de sangre ensució el agua.

—¡Kel! —gritó Medianoche.

De pronto, se formó un remolino y una mano hecha de agua agitada alzó a Kelemvor de la charca y lo colocó en un pequeño remanso. Adon corrió junto al hombre. Cuando Kelemvor empezó a moverse, Medianoche fue a buscar la ropa de sus compañeros.

—No es grave —dijo Adon después de haber examinado la herida—. Yo diría que es preferible no moverlo durante un rato.

—¡Necio! —le reprendió Medianoche, pero Kelemvor se limitó a sonreír y mover la cabeza.

Adon tapó al guerrero con una manta y fue a hablar con Cyric, que ya estaba completamente vestido.

—Habría valido la pena —dijo el guerrero. Luego la inquietud arrugó sus rasgos—. Estás temblando.

Medianoche, en efecto, estaba temblando sin poderse controlar. No había lanzado ningún sortilegio para salvar a Kelemvor, pero estaba segura, aunque no sabía cómo, de que lo había salvado. La maga, mientras se cogía los brazos para dejar de temblar, pensó que quizás el medallón iba a explotar. Al fin y al cabo, era mágico.

Medianoche lanzó un grito poco después cuando un segundo géiser de agua saltó de la charca y la envolvió en una brillante columna. La maga se quedó consternada cuando todo lo que llevaba encima, salvo el medallón, se desprendió de ella sin movimiento alguno por su parte, y unos agradables chorros de agua concentrada empezaron a lavarla; mientras, su ropa bailaba en el aire y recibía el mismo tratamiento. Los otros apenas veían lo que pasaba dentro de la columna y, cuando todo acabó, el agua fue tragada ávidamente por la charca y apareció Medianoche, vestida y deslumbrantemente limpia.

Medianoche había dejado de temblar, pero la asaltó de nuevo la duda. Llegó finalmente a la conclusión de que, tanto si había sido el medallón como si había sido algún poder del agua el responsable de todo aquello, era evidente que no se trataba de ninguna magia nociva.

—Bonito truco —dijo Cyric sonriendo a la maga—, pero me sorprende que sigas confiando en tus sortilegios después de todo lo que hemos visto.

—No he recurrido a ningún hechizo desde los sortilegios de esta mañana —replicó la maga—. No sé qué ha causado esto. Por lo que sabemos, puede haber sido Caitlan.

Medianoche miró al lugar donde había dejado a la muchacha y se llevó un susto de muerte cuando vio que el remanso estaba vacío. Antes de poder siquiera abrir la boca, se oyó un chapoteo detrás de ella; Medianoche se volvió y vio a Caitlan disfrutando en la reluciente charca.

Debido a la herida de Kelemvor, los héroes decidieron acampar en la columnata y seguir la marcha hacia el castillo por la mañana. Cyric se pasó gran parte de la tarde estudiando los pilares y las estatuas que rodeaban el campamento.

Las columnas eran gruesas y lisas y, a casi cuatro metros del suelo, unos hermosos arcos de piedra, como arcos iris terrestres, unían una columna con otra. Las vigas de piedra se extendían hasta la siguiente columna, de la cual salía a su vez un arco, y así sucesivamente.

Algunas columnas estaban derruidas y las puntas de sus capiteles fragmentados formaban lanzas melladas. De la parte alta de las columnas bajaban unas fisuras que degradaban sin piedad toda la longitud de los pilares y, junto a las fracturadas columnas, podían verse fragmentos de piedra hundidos profundamente en el suelo. Faltaban muchos arcos, lo cual estropeaba la otrora perfecta simetría de la columnata y reemplazaba ésta con un diseño extravagante e imprevisible.

El interés de Cyric se centró principalmente en las estatuas, a pesar de que casi todas las esculturas estaban rotas por alguna parte y a muchas les faltaba la cabeza. Algunas eran de hombres, otras de mujeres, pero todas representaban unos ejemplares físicos perfectos. El ladrón estuvo horas observando una estatua en particular: una pareja de enamorados sin cabeza, que estaban de espaldas a la columnata, cuyas manos expresaban las emociones que no podían manifestar sus inexistentes cabezas.

Cuando anocheció, empezó a emanar de la charca una luminiscencia intensa, como si su fondo estuviese cubierto de fósforo, cosa que un minucioso examen demostró no ser cierta. Mientras los viajeros descansaban y, de vez en cuando, sacaban algún tema de conversación, aquella luz azul y blanca del agua bailaba en sus rostros.

Cyric contó unas historias sobre unos aventureros malhadados que habían buscado la fortuna en las legendarias ruinas de Myth Drannor, ignorando las advertencias de los héroes que custodiaban el lugar. En todos sus relatos terminaban muriendo o desapareciendo para siempre los aventureros. Medianoche reprendió a Cyric por sacar a la luz aquellas historias deprimentes.

—Además, a menos que hubieras estado con ellos y hubieras logrado salir con vida, ¿cómo puedes saber qué peligros arrostraron aquellas personas? —quiso saber Medianoche.

Cyric miró fijamente el agua y no contestó. Medianoche decidió dejar las cosas como estaban.

Adon empezó a ensalzar las virtudes de Sune y Kelemvor cortó al clérigo cambiando de tema para hablar de los sueños y su realización.

—No te deprimas —dijo Kelemvor devolviendo a Medianoche sus propias palabras—, pero los relatos de Cyric tienen significado para todos nosotros. He visto con demasiada frecuencia a hombres a quienes la persecución de sus sueños los ha llevado por el mal camino. Luego, un día, miran a su alrededor y reconocen todas las alegrías y maravillas que se han perdido por estar demasiado ocupados yendo de acá para allá con el fin de amasar sus riquezas.

—Es muy triste —comentó Medianoche—. Yo he conocido a hombres así. ¿Y vosotros?

—Encuentros casuales —contestó Kelemvor.

—No entiendo qué tiene que ver todo esto con nosotros —dijo Adon sin poder evitar su tono hosco.

—Tiene mucho que ver con nosotros —replicó Kelemvor, que estaba observando el movimiento casi hipnótico del agua—. ¿Qué me dices si morimos mañana?

Caitlan adivinó adónde quería ir a parar Kelemvor con sus palabras, y palideció.

—Como decía Aldophus, «un curioso cúmulo de circunstancias…, se ponen a arder todas, y se desencadena el infierno». Pensad en lo que nos ocurrió ayer. ¿Vale la pena realmente el riesgo de volver a enfrentarnos con semejantes pesadillas o con cosas que pueden ser peores? Yo he jurado seguir adelante, pero estoy dispuesto a dispensar a cualquiera de vosotros de la obligación de cumplir vuestra promesa —dijo Kelemvor sin dejar de mirar el agua.

Adon se puso en pie.

—Me siento insultado. Por supuesto, yo seguiré adelante. No soy un cobarde, aunque puedas pensar lo contrario.

—Yo nunca he dicho que lo seas, Adon. De haber pasado esta idea por mi imaginación, no te habría pedido que nos acompañases en esta misión. —Kelemvor se volvió hacia los demás.

Medianoche vio que Caitlan estaba temblando y le puso su capa sobre los hombros.

—Mi promesa va dirigida tanto a Caitlan como a ti, Kel —dijo Medianoche mientras abrazaba a la asustada muchacha—. Yo continuaré, y eso no tenía que haber sido puesto en duda.

Cyric se había apartado a las sombras, fuera de la luz de la charca. Comprendía perfectamente la estrategia que Kelemvor estaba poniendo en práctica; trataba de fortalecer la aprobación y el entusiasmo del grupo poniendo estas mismas actitudes en duda. Pero para Cyric, Kelemvor no estaba más que expresando las mismas inquietudes que él había estado experimentando desde el principio de la aventura.

Cyric pensó que podía abandonar, y nadie lo detendría.

—¿Cyric? —llamó Kelemvor—, ¿dónde está Cyric?

—Estoy aquí —contestó Cyric, y, sorprendido de sí mismo, volvió donde estaban los demás y tomó asiento junto a ellos—. Pensaba haber oído un ruido.

Kelemvor miró a su alrededor con suspicacia.

—Pero no era nada —dijo el ladrón, para luego arrodillarse frente a Caitlan, a quien apenas había dirigido la palabra durante todo el viaje—. En lo que vale, Caitlan, te reitero mi promesa de rescatar a tu señora del castillo. —Luego miró a Kelemvor—. Hay quien cree que nuestras vidas están predestinadas, que tenemos poco control sobre ellas y que podemos dejarnos llevar por cualquier cosa que nos depare el destino. ¿Has sentido eso alguna vez?

—¡En absoluto! —exclamó Kelemvor—. Nadie más que yo gobierna mi destino.

Cyric alargó una mano y cogió la del guerrero.

—Siendo así, por fin estamos de acuerdo en algo —dijo Cyric sonriendo, si bien su corazón sabía que estaba mintiendo.

Bane pensó que debían de estar cerca. Removió las aguas del estridente estanque hasta que se le cansaron los brazos. Se sintió aliviado cuando una imagen empezó a tomar forma. Sin embargo, algo interfería en su intento de espiar a los salvadores de Mystra. Incluso cuando el agua del estanque volvió a quedarse quieta, la imagen siguió siendo vaga e indistinta.

Bane estudió la imagen casi quieta de los humanos que habían acudido a rescatar a Mystra. Le interesaba sobre todo la mujer, pero ella estaba dormida de costado y no podía ver el medallón. Estudió a los demás y una carcajada salió del dios hecho carne. La laringe de Bane, demasiado humana, se rebeló contra este tratamiento cruel al que era sometida y el estruendo de la risa de Bane se convirtió en un gruñido ronco.

Bane estaba delante de Mystra, a la cual había despertado la risa cruel de lord Black.

—¿Esto es lo que mandas contra mí? —dijo Bane señalando el ruidoso estanque—. Impresionan todavía menos que la descripción que de ellos hizo Blackthorne.

Mystra guardó silencio.

—Yo pensaba que tus redentores estarían por lo menos en condiciones de proporcionarme cierta diversión. Pero ¿estos cuatro?

Mystra hizo un esfuerzo para no mostrar reacción alguna, aun cuando vislumbrara de pronto un rayo de esperanza. «¿Sólo cuatro? —pensó—. ¡Entonces el despacho funcionó!».

Cuando Bane capturó a Mystra, la diosa había usado una fracción de su poder para enviar un hechizo modificado en forma de un halcón mágico. La posible mutación que localizaría debía ser joven, con un inmenso potencial, es decir, un gran mago, pero inexperto. Cuando localizaron a Caitlan, se produjo un contacto entre Mystra y la muchacha y, en aquel instante, la diosa le dio instrucciones para que encontrase a Medianoche y el medallón y reuniese a unos guerreros dignos de su causa.

Asimismo, Mystra le dio al halcón algunos hechizos que éste debía otorgar a quien recibiese su llamamiento. Uno había sido un sortilegio para ver en la mente de otros, a fin de poder así encontrar el defensor adecuado. El segundo era una capa para detectar cualquier forma de magia. Mystra presintió que el tercero y último hechizo no había sido usado todavía. Un ligerísimo estremecimiento dentro de su esencia le había indicado el lanzamiento de los dos primeros sortilegios cuando éstos se produjeron; no le había llegado una sensación similar del uso del tercero. Todavía no.

Cuando lord Black volvió a hablar, el desprecio endurecía sus rasgos.

—Por lo menos han tenido el buen juicio de dejar a la niña. No habrían ganado nada con su muerte, salvo causarte más inquietud. Y yo, de verdad, no quiero causarte dolor, querida Mystra. A menos, claro está, que no me dejes otra alternativa.

Durante el tiempo que llevaba siendo prisionera de lord Bane, Mystra había aprendido a tener paciencia y, a pesar de lo mucho que deseaba gritar cuánto agradecía que su plan hubiese sido un éxito hasta aquel punto, puso en práctica lo que había aprendido con la máxima habilidad. Caitlan había sido protegida de las inoportunas brujerías de Bane; él no sabía que la joven estaba aún con el grupo.

—Te ofrezco mi indulgencia una vez más. Prométeme lealtad a mi causa. Ayúdame a unir a los dioses contra lord Ao, y poder así recuperar los cielos. Si haces esto, todo quedará perdonado. Si desaprovechas esta oportunidad que te ofrezco, ¡te juro que estos humanos que intentan arrancarte de mis garras recibirán unos tormentos propios de los condenados!

Se oyó un ruido detrás de ellos.

—¡Lord Bane!

Éste se volvió para saludar a Tempus Blackthorne. El hechicero tenía una piel pálida, casi color marfil, y llevaba su largo pelo, negro como el azabache, recogido en una cola. Se cubría el pecho con un peto hecho de puro acero negro en cuyo centro aparecía una joya del tamaño de un puño. Asimismo, parecía ser insustancial, casi como un fantasma.

—Hay asuntos urgentes que requieren tu atención en Zhentil Keep —dijo Blackthorne—. Han encontrado al Caballero Siniestro.

—¿El Caballero Siniestro? —exclamó Bane moviendo la cabeza.

—La conspiración contra Arabel. Él era nuestro agente.

Bane lanzó un profundo suspiro.

—El que fracasó.

—Lord Chess quiere ejecutarlo inmediatamente —dijo Blackthorne—. Sin embargo ese hombre tiene un expediente intachable y tropezó con imponderables en su cometido.

Bane juntó sus manos-garras.

—Para ti es un asunto personal, ¿verdad?

Blackthorne agachó la cabeza.

—Ronglath, el Caballero Siniestro, y yo somos amigos desde niños. Su muerte sería una pérdida sin sentido.

Bane respiró hondo.

—Vamos a hablar del asunto. Luego le llevarás mi sentencia a Chess. Nadie se atreverá a discutirla.

Mystra observaba mientras Bane y su emisario hablaban. La atención del dios de la Lucha estaba fijada en el asunto que tanto importaba a Blackthorne y Mystra agradeció aquel respiro de su constante acoso.

Mystra pensó que, por lo menos, existía una probabilidad de escapar. El hecho de que la mutación que ella había creado hubiese encontrado a quien poseía su responsabilidad era más de lo que hubiera podido esperar. No habría otra ocasión como aquélla.

Y entonces le proporcionaría la identidad de los ladrones a lord Ao, y ¡volvería a casa!

Sin embargo, no era momento de regocijarse. Era momento de actuar. Mystra sabía que, encadenada como estaba, no podría escapar a sus grilletes. No obstante, sus cadenas y las atenciones del hakeashar no habían impedido completamente que conservase suficiente energía mística para lanzar un último hechizo menor.

Mystra se concentró y no tardó en sentir una conexión con Caitlan.

¡Ven inmediatamente!, ordenó Mystra, y sus palabras retumbaron en el cerebro de la muchacha. Utiliza el último hechizo que te he concedido y ven enseguida. No esperes a los otros. Ellos no tardarán en llegar.

La conexión se interrumpió de pronto y Mystra oyó las pisadas de Bane. Blackthorne se había marchado. Bane se detuvo delante de la diosa.

—¿Has cambiado de opinión? ¿Has decidido finalmente unirte a mí? —preguntó Bane.

Mystra guardó silencio.

Bane suspiró.

—Es una lástima que vayas a morir pronto. Al fin y al cabo, ¿cuántas veces podrás soportar todavía al hakeashar? Los tormentos que te causa cuando viola tu esencia deben de ser increíbles.

Mystra ni se movió.

—Contigo, o sin ti, encontraré un medio para derrocar a Ao, Mystra. Harías bien uniéndote a mí antes de que deba matarte.

Como la diosa de la Magia siguió guardando silencio, Bane se volvió y se dirigió al ruidoso estanque, donde reanudó la vigilancia de los huéspedes acampados fuera del castillo.

¡Ven inmediatamente!, ordenó Mystra, y Caitlan se puso en acción. A pesar de las palabras de la diosa, según las cuales debía dejar a sus nuevos amigos detrás, Caitlan tuvo la tentación de despertar a Medianoche o a Kelemvor, explicarles la llamada de Mystra y decirles que no había tiempo que perder, que tenían que dirigirse inmediatamente al castillo.

Pero había que seguir las órdenes de Mystra al pie de la letra; de modo que Caitlan repitió para sus adentros las palabras del sortilegio y se vio elevada en el cielo nocturno. Cyric ni siquiera oyó nada cuando empezó a moverse. Y, a pesar de la alegría producida por la experiencia de volar por el aire, Caitlan no olvidó en ningún momento la triste razón de su viaje.

La diosa la necesitaba.

Con el requerimiento de Mystra, Caitlan había recibido una compleja serie de imágenes y, siguiendo la equivalencia de estas imágenes en la vida real, no tardó en llegar al castillo de Kilgrave y entrar en él sin ser detectada. Aun cuando los polvorientos pasillos que recorría parecían bastante inofensivos, Caitlan presintió la presencia de un demonio en el lugar. La muchacha encontró, finalmente, la habitación donde vio la extraña y resplandeciente forma de la diosa de la Magia.

Mystra no parecía en absoluto humana. Había sido encadenada a la pared de la mazmorra con unas cadenas extrañas, y flotaba por la sala delante de Caitlan como un fantasma.

En la sala había también un hombre de una deformidad horrible. Estaba en el centro del cuarto mirando dentro de una cuba vistosamente tallada que contenía un agua oscura, casi negra. Caitlan vio que sus rasgos eran en parte humanos, en parte animales y en parte demoníacos. El hombre deforme se volvió súbitamente y miró en dirección de la muchacha, pero ésta permaneció escondida en las sombras. Daba la impresión de que él la hubiera oído entrar en la mazmorra o, de alguna forma, presintiese su presencia.

El hombre de negro se volvió hacia Mystra y sonrió.

—Tengo ganas de que salga el sol, así podrán venir esos pobres humanos y distraerme un poco.

—Harán algo más que distraerte, Bane —dijo Mystra.

Caitlan estuvo a punto de lanzar un grito. ¡El hombre deforme era lord Bane, dios de la Lucha! Debía de haberse mutado, como había hecho Tymora en Arabel.

Fue entonces cuando Caitlan supo lo que se esperaba de ella y se regocijó al comprender cuál era su último destino. Ante ella, Bane gritaba a la diosa, le lanzaba viles amenazas, imploraba a la cautiva diosa que se uniese a él en cierto plan disparatado que él había ideado. Mystra no contestó y Caitlan temió que la esencia de la diosa se estuviese desvaneciendo, que la diosa pudiese morir. Luego descartó estos pensamientos y esperó a que Bane se alejase el tiempo suficiente para cubrir la distancia que la separaba de la diosa de la Magia.

Le llegaría entonces a Mystra el momento de regocijarse.