4. La naturaleza enloquece

Bane no estuvo ocioso durante las dos semanas transcurridas desde el Advenimiento, como sus adoradores llamaban a la noche en que fue expulsado de los Cielos. Necesitaba una actividad constante para no pensar en su lamentable estado mortal y, en las pocas ocasiones en que examinaba y consideraba la frágil forma mortal que la necesidad le había obligado a asumir, lord Black se perdía en las complejidades infinitas de la máquina que le daba movimiento y voz.

¡Qué regalos y milagros encontraba dentro de las zonas microscópicas que rodeaban la corteza! Y cuando sumergía su conciencia, aunque fuera únicamente en una sola célula del interminable flujo de sangre del cuerpo, y dejaba que el propio cuerpo decidiese el circuito de sus exploraciones, se sentía tan pletórico como con su propia divinidad perdida.

Era entonces cuando comprendía la trampa en que podía caer y se obligaba a ahuyentar estos pensamientos. Colocaba barricadas entre el cerebro y el cuerpo que estaba obligado a habitar y fortalecía sus percepciones en un intento de dirigirlas hacia el exterior, siempre hacia el exterior, y no volver a sucumbir a los peligros encerrados dentro de su marco mortal. Bane era un dios; hasta entonces los milagros habían sido para él una rutina, algo normal y corriente. Pero ahora los milagros de las Esferas estaban fuera de su alcance y debía concentrarse en la tarea que tenía ante sí, si quería algún día no muy lejano reclamar los Cielos y satisfacer, como correspondía a un dios, la sed de milagros y prodigios que le corroía.

Durante los primeros días de la estancia de Bane en Zhentil Keep, los gobernantes humanos de la ciudad se postraron de rodillas en su presencia y pusieron todas sus posesiones a disposición de Bane. Se alegraba de que no hubiera habido derramamiento de sangre durante el golpe, pues iba a necesitar tanta para engrasar las ruedas de sus maquinaciones como las garras de su puño pudiesen conseguir.

Se había empezado la construcción del nuevo templo de lord Black; no tardaron en desaparecer los escombros y elevarse unos muros provisionales para ocultar las sesiones de planificación convocadas por Bane. A pesar de que lord Chess había presentido que su posición como soberano nominal de Zhentil Keep estaba en peligro, se ofreció a poner su persona y su equipo a disposición de Bane. Éste prefirió permanecer cerca de su trono negro pues, mientras los ciudadanos fuesen leales y estuviesen dispuestos a sacrificarse cuando lo considerase oportuno, no tenía interés alguno por vivir el tedio de las operaciones cotidianas de la villa.

Al cabo de tres noches de llegar a los Reinos, Bane empezó a soñar; en sus sueños veía a Mystra, que sonreía ante su cara de terror, sonreía ante Ao mientras los dioses eran entregados a su suerte. Bane, responsable de las pesadillas, era víctima de una de ellas. Maldijo su propia carne por compartir esta nueva debilidad. Sin embargo, las pesadillas tenían un propósito. Bane volvió a meditar sobre el modo inescrutable en que Mystra se despidió de las Esferas.

Y así, Bane decidió que debía buscar a Mystra y descubrir por qué había contemplado la cólera de Ao con tanta calma.

Cinco días después del Advenimiento, Tempus Blackthorne, un hechicero de gran poder e importancia, llegó anunciando que había encontrado el paradero de Mystra en los Reinos. Bane precintó las puertas que daban a sus aposentos privados y se teletransportó, junto con Blackthorne, al castillo de Kilgrave. Encontraron a Mystra fuera del castillo, desfallecida e imposibilitada a causa de algún trauma o ataque. Bane pensó que tal vez había intentado lanzar un sortilegio que había salido mal, y se rió ante la ironía.

Cuando Mystra se dio cuenta de pronto de que lord Black estaba suspendido sobre ella, lanzó un poco de su poder, un hechizo modificado pensado para su deseada encarnación. El sortilegio tomó la forma de un halcón azulado, que se elevó en el cielo nocturno y escapó. Bane ordenó a Blackthorne que siguiera a la criatura mágica. El emisario se transformó en un enorme cuervo negro que echó a volar en pos del halcón, al que perdió de vista en Arabel.

Cuando Bane encerró a la diosa en la mazmorra del castillo de Kilgrave con cadenas místicas nacidas de fuegos encantados, sintió una ola de poder precipitarse por la habitación. La desnuda mazmorra de piedra se sacudió cuando Mystra volvió en sí y probó la resistencia de sus cadenas.

Y entonces Bane invocó su poder con el fin de mantener a Mystra débil y dócil.

Ven, monstruo, te llamo a esta esfera, como mis secuaces han hecho muchas veces con anterioridad.

La criatura contestó: Voy. Para Bane fue como un gruñido que resonó en la profundidad de su mente.

Y apareció, primero en forma de bruma roja que se arremolinaba y giraba como un ciclón que se elevaba y le crecían cientos de manos palpitantes y deformes hendiendo ávidamente el aire delante de la diosa. Se abrieron luego un número igual de pálidos ojos amarillos, flotando alrededor de la bruma arremolinada y pasando como fantasmas a través de sus compañeras a la vez que se agitaban de acá para allá, cada ojo deseoso de estudiar a su víctima desde todos los ángulos.

Finalmente, se abrieron gran cantidad de grietas en la niebla y surgieron bocas abiertas cuyo fondo era una interminable sucesión de dimensiones oscuras. Las bocas se abrían y cerraban rápidamente cuando de una de ellas se escapó un grito que sólo podía interpretarse como de hambre.

Mystra reconoció a aquella criatura: se trataba de un hakeashar, un ser de otra esfera con un apetito voraz por la magia. No cabía duda de que Bane había hecho un pacto con el monstruo. A cambio de ayudarle a pasar a la Esfera de Materia Prima, el monstruo daría a lord Black algo que éste valoraba mucho: poder, ya que el hakeashar tenía la facultad de soltar parte de la magia que consumía y Bane quería esa energía prima para dar impulso a sus planes.

Mystra meditó sobre sus posibilidades. Si Bane era tan estúpido que hacía un pacto con aquel ser, conocido por su naturaleza traicionera, era posible que hubiese un medio de aprovecharse de tal situación en beneficio propio.

—Tenemos mucho que hablar —dijo Bane al hakeashar cernido sobre él.

—¿Por qué me has encerrado? —preguntó Mystra.

—Será un placer para mí librarte de estos grilletes cuando me hayas escuchado…, y aceptado ayudarme a completar mi plan.

—Sigue.

—Quiero formar una alianza de dioses —prosiguió Bane—. Si me juras lealtad a mí y a mi causa, diosa, te dejaré en libertad.

A pesar de la presencia del hakeashar, Mystra no pudo reprimir una carcajada.

—¡Estás loco! —dijo.

—No —replicó Bane—. Me estoy limitando a ser práctico. —Se volvió hacia el monstruo—. Es toda tuya —le dijo en tono tranquilo—. Pero no olvides nuestro pacto.

Naturalmente.

Cien ojos dejaron de mirar a Bane y en esta ocasión Mystra no pudo reprimir un grito.

Cuando se acabó, la grotesca criatura soltó una risita maliciosa y metió los resplandecientes ojos en sus abiertas fauces, dispuesta a dormir, ahora que estaba saciada. Mystra se sorprendió al comprobar que seguía con vida, pero el dolor, incluso estando ella en su forma nebulosa, había sido espantoso.

Bane lanzó maldiciones al monstruo hasta que éste abrió unos cuantos ojos y dejó escapar una ráfaga de llamas azuladas que envolvieron al villano. Al cabo de un rato, el poder robado hacía latir literalmente a Bane.

—¡Basta! —gritó Bane, y las llamas azuladas se apagaron.

—Fuiste tú, ¿verdad? —dijo Mystra a la vez que forcejeaba débilmente con sus cadenas—. Tú robaste las Tablas del Destino. Sospeché de ti desde el principio.

—Yo las cogí —afirmó Bane; a continuación el ser que él había llevado a aquella esfera se desplomó allí mismo, se tragó sus últimos ojos y se quedó profundamente dormido—. Junto con lord Myrkul.

—Ao te lo hará pagar caro —dijo ella.

Bane sintió que la magia que le habían succionado a ella se enrollaba dentro de él, a la espera de ser soltada.

—Ao no tendrá ningún poder sobre mí —dijo lord Black, y su risa resonó en el local.

Desde aquella noche, y más de una docena de veces, Bane dejó que el hakeashar le fuese arrebatando el poder a Mystra, el cual daba la impresión de reproducirse como las células de la sangre en un humano. En cada ocasión, Bane recibía una fracción de esta energía, según los términos de su acuerdo con el monstruo.

Cada vez que recibía más poder, Bane recorría los pasillos de Nueva Acheron, antes castillo de Kilgrave, anhelando su verdadero templo y deseando compartir con alguien sus triunfos. Blackthorne estaba ausente la mayor parte del tiempo, supervisando asuntos varios en Zhentil Keep o buscando alguna señal de magia de la cual Mystra hubiese podido desprenderse antes de ser capturada. El puñado de hombres que Blackthorne había reclutado para hacerse cargo de las necesidades humanas de Bane era un despreciable ejemplo de la especie, y a Bane no le interesaba ninguno.

Aquel día, lord Bane estaba en la impenetrable mazmorra que había debajo del castillo de Kilgrave, contemplaba las tranquilas aguas de la balsa que había construido y hablaba con lord Myrkul. Una buena parte del espacio, de hecho una buena parte del castillo, había sido modificada en función de las necesidades de Bane, por lo que el castillo de Kilgrave había sufrido muchos cambios desde que el dios lo tomó como cuartel general. Lord Black había intentado esculpir mágicamente algunas habitaciones y otras salas para hacer de ellas una réplica de su templo del Sufrimiento en Acheron, si bien la mayoría de sus esfuerzos desembocaron en un rotundo fracaso. La inestabilidad de la magia hacía que fuese imposible, incluso para un dios, atinar con todos los sortilegios; y, cuando Bane hacía uso de la magia, se sentía como un artista tratando de pintar sin la ayuda de las manos. Bane consideraba que el castillo tenía cierta gracia, sólo que su existencia era como un monumento a su pérdida y ello no gustaba en absoluto al destituido dios.

—¿Qué esperas lograr drenando el poder de Mystra? —preguntó Myrkul en un arrebato de impaciencia—. Tu forma mortal sólo puede contener una determinada cantidad de poder, y habrá que ir rellenando el recipiente paulatinamente.

—Te olvidas de algo —replicó Bane—. Tú y yo establecimos una alianza cuando robamos juntos las Tablas.

—Una alianza temporal —dijo Myrkul— que no se ha demostrado muy lograda. Mira en lo que nos hemos convertido. Menos que dioses, más que hombres. ¿Qué lugar tenemos en los Reinos, lord Bane?

Bane miró el rostro demacrado, casi esquelético, de la mutación de Myrkul, y, al recordar su propia forma espantosa, se estremeció.

—Tenemos nuestros derechos —dijo Bane—. Somos dioses, por muchas adversidades que Ao nos haga pasar. —Bane sacudió la cabeza, pero cuando cayó en la cuenta de que era un gesto puramente humano, paró inmediatamente—. Myrkul, recuerda por qué nos apoderamos de las Tablas del Destino.

Myrkul se rascó su descarnado rostro y Bane estuvo a punto de echarse a reír. Resultaba tan patético ver al temido dios de la Muerte importunado por algo tan vulgar como una comezón que resultaba casi divertido. El dios de la Lucha suspiró ante la idea y prosiguió:

—Robamos las Tablas porque creíamos que Ao sacaba fuerza de ellas y porque, sin las Tablas, se mostraría menos inclinado a interferir en nuestros asuntos.

—Eso es lo que creíamos —dijo Myrkul con tristeza—. Fue una estupidez por nuestra parte pensar así.

—¡No estábamos equivocados! —exclamó Bane—. ¡Piensa un momento! ¿Por qué Ao no ha recuperado las Tablas?

Myrkul dejó caer sus flacas manos pegadas a los costados.

—Yo también me he hecho esa pregunta.

—¡Creo que es porque no puede! —dijo Bane—. Es posible que ya no tenga la fuerza. ¡Ésta puede ser la razón por la cual nuestro señor nos exilió de las Esferas! Nuestro plan fue un éxito y Ao tuvo miedo de que los dioses se uniesen y se sublevasen. Por eso Ao nos ha dispersado por los Reinos y nos ha vuelto suspicaces, miedosos y vulnerables al ataque.

—Comprendo —dijo Myrkul—, pero no es más que una teoría tuya.

—Apoyada en los hechos —replicó Bane—. Ya he capturado el primer peón de este juego, si quieres llamarla así.

—¿A Mystra?

—Con su poder, controlaremos toda la magia de los Reinos. —Bane se echó a reír. Estaba mintiendo, por supuesto. Si la diosa hubiese poseído semejante poder, jamás la habría capturado tan fácilmente.

—Supongo que aquellos dioses que no quieran secundar tus planes serán esclavizados o destruidos —dijo Myrkul con toda la suspicacia que fue capaz—. Y utilizarás el poder de Mystra para poner esto en práctica.

—Claro —dijo Bane—, pero tú y yo ya somos aliados. ¿Por qué hablar de estas cosas?

—Así es —dijo Myrkul.

—Además, creo que hay poder para librarnos de este estado —dijo Bane—. Poder que Mystra ha ocultado en algún lugar de los Reinos.

Myrkul asintió con una inclinación de cabeza.

—¿Cómo tienes previsto actuar?

—Hablaremos de ello más adelante —contestó Bane—. Por el momento debo ocuparme de otros asuntos igualmente acuciantes.

Myrkul agachó la cabeza y su imagen se desvaneció de la balsa. A decir verdad, Bane había contactado prematuramente a Myrkul; todavía no tenía decidido cuál sería el siguiente paso.

Bane se volvió bruscamente cuando un cuervo negro entró volando en la mazmorra a una velocidad impresionante, para luego convertirse en su criado, Blackthorne.

—Lord Bane, tengo buenas noticias para ti. Creo que he localizado en Arabel al humano que tiene un regalo de Mystra. Es una mujer y lo lleva consigo. Es un medallón azul y blanco en forma de estrella.

Bane sonrió. El medallón que describía Blackthorne era idéntico al símbolo que Mystra llevaba en las Esferas.

—Todavía mejor —añadió Blackthorne—. La maga que lleva el medallón viene hacia aquí.

El grupo se dividió para salir de Arabel. Adon fue el primero en marcharse de la ciudad, solo. Media hora después lo siguieron Medianoche y Caitlan guiando dos caballos de carga. Finalmente, a mediodía, Kelemvor y Cyric, vestidos como dos viejas pordioseras, pasaron por la puerta sin que se produjera incidente alguno. Luego se encontraron todos a media hora de camino a caballo, como había planeado Kelemvor. El guerrero insistió en enterrar los disfraces que se habían puesto él y Cyric. En realidad habría querido quemarlos, pero le preocupó que el humo pudiera ser visto desde las torres de vigilancia de Arabel.

Ahora, después de una hora, las opresivas murallas de Arabel habían quedado reducidas a una mancha apenas visible que marcaba el horizonte a espaldas de los héroes; luego desaparecieron por completo. A partir de ahí delante de ellos no aparecía nada ante su vista más que la muy concurrida carretera y la tierra llana que se extendía interminablemente por el campo de este a oeste. Al norte, a lo lejos, podían verse las montañas del desfiladero de Gnoll.

Kelemvor se puso con su caballo junto a Cyric y le dio a éste una palmada en la espalda. El impacto hizo caer a Cyric hacia adelante sobre la silla y miró con cautela al otro hombre.

—¡Ah! Esto es vida, ¿verdad, Cyric?

«Placeres simples para mentes simples», pensó Cyric.

—¡Sí! —se limitó, sin embargo, a contestar alegremente.

Al cabo de un momento Kelemvor se adelantó y Cyric se detuvo para comprobar las cuerdas que sujetaban a los caballos de carga atados a su propio caballo; todo estaba en orden.

Pasado un rato, Cyric llevó la fantasía de su imaginación por otro derrotero más agradable y se puso a examinar las sedosas piernas de Medianoche que colgaban a los flancos de su caballo, delante de él. Veía que, de vez en cuando, sus hermosos rasgos se retorcían en una dolorosa mueca. Adon, junto a la maga, no dejaba de marearla con constantes y embarazosos cumplidos.

Cyric se preguntó si el clérigo estaría intentando seducir a Medianoche con sus palabras. No, no era eso. Parecía, en cambio, que Adon prefería el rumor de la continua conversación, aunque fuese él el único contertulio, al silencio de la tierra que atravesaban. Cyric pensó que tal vez Adon no quería estar a solas con sus tediosos pensamientos.

Delante de él, Medianoche había llegado a la misma conclusión hacía muchísimo rato. Presentía que Adon estaba preocupado, pero le resultaba difícil poder ayudarle porque el hombre se negaba a revelar sus problemas. Peor aun, probablemente tendría que haber aprovechado el tiempo para conservar sus energías y aislarse en la meditación, pero su no deseado compañero de viaje no le dejaba un momento en paz.

Cuando llegó al límite de su paciencia, Medianoche expresó su deseo de estar sola; primero sutilmente, pero como no funcionó, enfocó el asunto de forma directa.

—¡Aléjate, Adon! ¡Déjame en paz!

Pero ni siquiera así logró Medianoche descansar de la interminable lista de cumplidos de Adon.

—¡Una verdadera diosa! —exclamó Adon.

—Si crees que puedes seguir cantando mis alabanzas sin la ayuda de ambos pulmones…, por favor, adelante.

—¡Además, modesta!

Medianoche elevó la vista al cielo.

—¡Mystra, líbrame de él!

—Ah, disfrutar del calor de una de las más intensas llamas no sería nada comparado con…

Finalmente, miró atrás y le dijo a Kelemvor:

—¿Puedo matar a este hombre?

Kelemvor, divertido, sacudió la cabeza. Caitlan se puso a su lado. A Medianoche no parecía divertirle nada la aparente discordia que había en el grupo; en todo caso, aquella exhibición la ponía nerviosa.

—No hay nada de qué preocuparse —le dijo Kelemvor—. Confía en mí.

Caitlan asintió con un gesto de cabeza, incapaz de apartar la mirada de la maga de pelo oscuro y del clérigo.

—¡Ay! ¡Y con un temperamento vehemente, a tono con su corazón ardiente! —exclamó Adon.

—¡Trozos de tu anatomía es lo que arderá si no paras inmediatamente! —gritó Medianoche.

Y así siguieron hasta que el aire fresco agrupó unos negros nubarrones sobre sus cabezas. El cielo se abrió de repente con un fuerte rugido y un chaparrón de verano dejó caer la lluvia caliente sobre los héroes.

Adon siguió hablando, haciendo una pausa de vez en cuando para escupir agua de lluvia, pero los ruidos de la tormenta sirvieron para ahogar su voz hasta que sus palabras se convirtieron en un murmullo sordo enterrado bajo el tamborileo de la lluvia.

Medianoche echó la cabeza hacia atrás. La suave caricia de la lluvia sirvió para apaciguar los nervios de la maga y, cuando la tormenta arreció, Medianoche cerró los ojos y se entregó a las tranquilizadoras sensaciones causadas por la constante lluvia. Se puso a imaginar unos brazos fuertes y firmes que estuviesen haciendo masajes a sus sienes, a su cuello, a sus hombros, y sonrió. Imaginó los brazos de Kelemvor; parecían tener la fuerza suficiente para arrancar un árbol de raíz y, sin embargo, tenía unas manos suaves capaces de secar las lágrimas de un niño. El caballo de Medianoche se encabritó y la maga salió con un estremecimiento de su sueño.

—He enviado a Adon a guiar a Cyric por los caminos de Sune —dijo Kelemvor, sonriendo a pesar de lo evidente que era su irritación por cómo arreciaba la lluvia. Se le había pegado el largo pelo negro a la cabeza y los mechones grises hacían que pareciese llevar la piel de una mofeta que hubiese muerto de un susto. Medianoche consideró oportuno decírselo y él bajó la cabeza y murmuró algunos juramentos; trató de no prestar atención a la lluvia mientras seguía hablando—. Tenemos que hablar… —se interrumpió y escupió agua—, de cómo repartiremos las distintas obligaciones.

Medianoche asintió con una inclinación de cabeza.

—Tú, como eres una mujer, te encargarás de hacer la comida y de todos los demás quehaceres domésticos.

El caballo de Medianoche se estremeció cuando su dueña apretó sus fuertes piernas contra los flancos y clavó firmemente las manos en su cuello.

—¿Como soy mujer? —replicó Medianoche, y no pudo evitar que volviera a su memoria el sortilegio estudiado por la mañana para convertir al pomposo imbécil que estaba junto a ella en una especie más adecuada a su forma de ser. Luego recordó la última vez que había preparado una comida para todo un grupo. El único clérigo que no había comido tuvo que hacer uso de todos sus hechizos curativos con sus involuntarias víctimas.

—Caitlan puede ayudarte. Repartiremos el trabajo propio de los hombres entre nosotros.

Medianoche vaciló y miró hacia delante.

—Sí —se limitó a contestar.

—¡Bien, entonces! —repuso Kelemvor, para luego dar una palmada al caballo de Medianoche. El animal volvió ligeramente la cabeza y no hizo caso del impacto que se suponía debía hacerle salir a galope tendido. Medianoche aflojó la presión de sus puños sobre el caballo hasta convertirla en una suave caricia.

Kelemvor se volvió para hablar con los otros, mientras Medianoche se esforzaba por recordar exactamente por qué había sido tan importante para ella unirse a aquellos hombres.

Sus dedos encontraron inconscientemente la superficie del medallón y, estaba todavía acariciando la estrella azul y blanca, cuando advirtió los efectos que la lluvia estaba causando en la tierra llana que los rodeaba.

Algunos pedazos de tierra se ablandaban, mientras que otros se endurecían como si fueran a convertirse en roca sólida. En otros puntos, se abrían pequeñas fisuras en la superficie de la tierra. En algunos lugares, había zonas enteras donde la verde hierba crecía a un ritmo increíble, alimentada por la extraña lluvia.

De pronto, la tierra mojada se volvió negra y chamuscada, y los árboles, muertos hacía tiempo, empezaron a echar retoños y a crecer; sus ramas ennegrecidas se elevaron al cielo como si estuviesen implorando al responsable de aquella locura que parase inmediatamente. De las vacilantes ramas colgaban pequeños ejércitos de gusanos que empezaron a adquirir un tamaño obscenamente abotargado, explotaron y se convirtieron en manzanas rojas como la sangre. Por la fruta se arrastraban unos bichitos negros, que luego resultaron ser diminutos ojos negros que parpadeaban bajo el aguacero.

De la tierra brotaron y crecieron al revés unos hermosos arbolillos, a cuyas ramas superiores más frágiles les resultaba imposible soportar el peso del tronco principal mientras éste crecía recto hacia arriba. Los árboles estaban llenos de maravillosas hojas verdes y de transparentes frutas rosadas y doradas. De las copas de los árboles empezó a brotar una cadena de raíces color ámbar que se elevaron muy alto en el aire y se entrelazaron con las nuevas raíces y ramas de su vecino más cercano. Finalmente, incluso las ramas de los árboles marchitos se elevaron en el aire y se unieron a aquella cadena, y sus ramas color ébano se mezclaron con las raíces color ámbar.

Donde apenas unos momentos antes no había más que tierra estéril se elevaba ahora un bosque exuberante lleno de milagros y de misterios. Sobre la carretera, la cadena de raíces había formado un dosel de raíces entrelazadas y ramas de árboles chamuscadas que se fueron juntando y enmarañando hasta que el cielo, ahora rojo, podía únicamente verse a trozos y la lluvia caía sólo ligeramente sobre los héroes.

Avanzaban lentamente por el nuevo bosque, incluso siguiendo el camino, y la propia carretera no tardó en quedar bloqueada por los árboles; los héroes tuvieron que seguir a pie lo mejor que pudieron entre la confusión de ramas en el suelo.

—Tengo la impresión de que nos hemos perdido completamente —murmuró Cyric mientras se abría paso a través de un laberinto de vides para entrar en un claro.

—Imposible —dijo Kelemvor con voz bronca—. No hay más que un camino y éste sólo conduce al castillo de Kilgrave y lo que hay al otro lado.

—Pero es posible que nos hayamos apartado del camino hace rato, Kel. ¿Quién puede decirlo? —repuso Medianoche, a la vez que se detenía para ayudar a su caballo a pasar sobre una rama y guiarlo hasta la zona abierta.

—Es posible que estemos describiendo círculos desde hace horas —comentó Adon en tono quejumbroso.

El bosque, silencioso hasta aquel momento, cobró vida de forma repentina y ruidosa. Los insectos empezaron a zumbar, hablando su lenguaje secreto. Un susurro de alas se mezcló con el ruido sordo de unas piernas recién formadas que surgieron de pronto de unos capullos cargados de licor y dieron sus primeros y laboriosos pasos.

Pero los héroes no podían ver nada en la cada vez mayor oscuridad del bosque. A través de los pequeños huecos del dosel, Medianoche vio que el cielo, antes rojo, se volvía negro. Paró de llover, por lo menos momentáneamente.

Las bridas que sujetaban a los caballos de carga se tensaron cuando los asustados animales empezaron a debatirse para liberarse, tirando así de Cyric y de su caballo, presa del pánico. Las cuerdas acabaron por romperse y los animales se alejaron torpemente del grupo y se introdujeron en el bosque. Cyric lanzó una maldición y empezó a seguir al caballo más cercano.

—¡Déjalos! —le advirtió Kelemvor.

Los ruidos volvieron a arreciar y Cyric regresó junto a los demás en el claro del bosque. El paisaje se tiñó de sombras y los ruidos de movimientos en los árboles se fueron aproximando.

Los relinchos de los caballos de carga resonaron de pronto en el bosque. Kelemvor desenvainó su espada, a la vez que se ponía al lado de Medianoche.

—Un viejo tipo de emboscada —dijo. El ruido aumentó a su alrededor hasta convertirse en un constante estruendo—, transmitida a través de generaciones de guerreros…

Cyric encontró su capa de viaje en uno de los sacos de lona que llevaba sobre su caballo y se la echó rápidamente sobre los hombros. Su imagen empezó a brillar y un montón de Cyrics aparecieron a su alrededor; algunos delante, otros detrás, otros haciendo gestos ligeramente distintos, hasta que resultó imposible decir cuál era el verdadero Cyric. Todos parecían sorprendidos por el efecto de la capa, sorprendidos y regocijados.

A Kelemvor también le impresionó.

—¡Cyric! ¿Qué está pasando?

—¡No lo sé! ¡Nunca me había pasado una cosa así con la capa!

En esos momentos veían también puntitos de luz, destellos plateados y ambarinos en los árboles, tanto en las cercanías como en las profundidades del bosque. A medida que las luces fueron aumentando de tamaño y los ruidos se hicieron más fuertes, Medianoche supuso cuál era su verdadera naturaleza.

Ojos que deslumbraban.

Dientes que castañeteaban.

Se estremecieron las raíces y las parras que había sobre los héroes. Dio la impresión de que la tierra se desangraba a sus pies y Adon vio una colonia de hormigas de fuego que surgían de las grietas. Lanzó un grito cuando pisó accidentalmente un montículo recién excavado y todo un hormiguero empezó a trepar por sus piernas. Se puso a sacudirse los insectos y sus cuerpos ya hinchados reventaban bajo sus golpes.

Cerca de Cyric se partió un árbol que expelió el cuerpo, baboso y trepidante, de una criatura macabra, de cara blanca, desnuda y cubierta de venas negras que latían y se desviaban por todo el cuerpo. Los miembros de la cosa se doblaban hacia atrás y hacia adelante, el aire se llenó del espantoso sonido de huesos al romperse reventando la piel, y de los enormes y ennegrecidos árboles fue arrojada una docena de aquellos seres abominables.

—¡Soltad los caballos! —gritó Kelemvor; los héroes soltaron las riendas. Sin embargo los caballos, que estaban bien adiestrados y acostumbrados al peligro, no se alejaron mucho.

La criatura empezó a reírse delante mismo de Cyric mientras sus ojos color ámbar desaparecían dentro de su cabeza para volver a salir sobre la lengua. Luego se los tragó de nuevo y, en esta ocasión, volvieron a surgir, ahora de la pálida carne del pecho. La criatura avanzó, se arrancó su propio brazo para usarlo como arma y arremetió contra Cyric, abriendo y cerrando con entusiasmo los dedos de su desmembrado brazo, a manera de garras.

Antes de que el monstruo atacase a una de las sombras de sí mismo, Cyric apenas tuvo tiempo de advertir que el hombro vacío no sangraba. El ladrón se giró y usó el hacha de mano para atacar al monstruo.

Kelemvor permaneció junto a Medianoche, Caitlan y Adon mientras el monstruo de blanca piel atacaba a Cyric. Pero al oír un débil gruñido, se volvió, y vio dos perros amarillos, cada uno con tres cabezas y ocho patas de araña, que se acercaban por detrás, arrastrándose. Los perros se separaron y se situaron para disponerse a atacar.

—¡Adon! ¡Medianoche! Poneos conmigo espalda con espalda. ¡Tenemos que proteger a Caitlan!

El clérigo y la maga reaccionaron inmediatamente, ayudando a Kelemvor a formar un triángulo con Caitlan en el centro.

—Caitlan, ponte en cuclillas, con las manos alrededor de las rodillas y el rostro escondido. Procura no levantar la vista a menos que no tengas más remedio. Estate preparada para echar a correr si nosotros caemos.

Caitlan obedeció sin replicar. Desde su posición, cerca del suelo, y mirando entre las botas de Kelemvor, distinguió más perros en el bosque; algunos esperando fuera del pequeño claro, otros atacando a los monstruos de piel blanca. Uno de los perros-araña corría cerca del suelo y parecía dirigirse directamente hacia Caitlan. Ésta cerró con fuerza los ojos y agachó la cabeza, también elevó una plegaria a su ama para que todos saliesen bien librados de aquello.

Medianoche se preparó para lanzar un hechizo de defensa y también rezó para que no fallase. Era posible que los misiles mágicos no tuviesen el poder para detener a la bestia y Medianoche no se atrevía a recurrir a algo tan potente como una bola de fuego, por temor a que ésta se revolviese y matase a sus amigos. Por consiguiente se dispuso a conjurar una «decaestrofa» —un polo de fuerza— utilizando para el sortilegio una rama caída.

La maga completó el hechizo justo cuando el primero de los perros se abalanzaba sobre ella.

No sucedió nada.

Medianoche tuvo tiempo de oler el fétido aliento de la cabeza central de la criatura antes de que tres grupos de mandíbulas se abriesen de par en par con el fin de desgarrar su carne. Pero Adon se lanzó sobre el perro y lo apartó de un golpe antes de que Medianoche fuese herida. Adon y el perro-araña cayeron al suelo por separado, el perro sobre un hoyo lleno de lodo y con las patas pedaleando en el aire como si intentara incorporarse.

Adon levantó la vista y gritó:

—¡Medianoche, Caitlan, apartaos!

El segundo perro se abalanzó sobre Kelemvor. Éste se agachó y destripó al vociferante animal al pasar sobre él. Medianoche cogió a Caitlan y se alejó dando traspiés mientras el guerrero era derribado por el peso del perro y caía en el punto donde Caitlan había estado agazapada unos segundos antes.

Kelemvor se levantó, sacó su espada del cuerpo del perro y al advertir que otro de los canes se estaba ahogando en la charca de barro, se acercó a la bestia y la traspasó con la espada, poniendo fin así a su sufrimiento y a su amenaza. El monstruo gimió antes de morir y se hundió en el lodo.

Más perros-araña merodeaban por el lindero del claro, pero parecían querer evitar la muerte rápida que la avanzadilla de la jauría había encontrado con la espada de Kelemvor y se dedicaban a atacar a los monstruos de piel blanca que habían surgido de los árboles muertos.

—¡Deprisa, Adon, ayuda a Cyric! —gritó Kelemvor cuando otra de las criaturas humanoides avanzó para atacar al ladrón.

—¡Kel, si tienes alguna baza oculta, ahora sería el momento de sacarla! —siseó Medianoche.

—Nunca pidas nada que no estés preparada para recibir —gruñó el guerrero, que luego sacudió la cabeza y se preparó para resistir a un trío de monstruos blancos que, habiendo esquivado a los perros, se acercaba.

Caitlan se puso entre Kelemvor y Medianoche. Kelemvor sabía que lo mejor que podían hacer era mantener a los monstruos alejados de la muchacha durante tanto tiempo como fuera posible.

Adon, a unos cuantos metros de distancia, estaba metido en el confuso montículo de trozos trepidantes de cuerpos que yacían rodeando a Cyric, mientras éste luchaba con otro de los abominables seres de cara blanca. Éste advirtió la presencia de Adon, se arrancó su propia cabeza y la lanzó volando en dirección al joven clérigo. Pasó la cabeza, mostrando sus enormes colmillos, Adon la esquivó y asestó un duro golpe con su mazo a la desmembrada mano en forma de garra que, suspendida, estaba a punto de cercenarle la garganta a Cyric.

La mano explotó ante el impacto del mazo; Adon, ante el ruido provocado por un jadeo enloquecido y el calor de algo oscuro y diabólico en su oído, se volvió bruscamente. La desmembrada cabeza flotaba en el aire junto al clérigo, con una amplia sonrisa que dejaba ver los dientes afilados.

—No son humanos —gritó Cyric—. Ni siquiera están vivos, me refiero a la vida como la entendemos nosotros. ¡Son algún tipo de plantas con forma humana!

La cabeza que se cernía junto a Adon emitió un extraño sonido, como una risita.

Adon retrocedió ligeramente, sin apartar su mirada de la cabeza en ningún momento, y levantó el mazo. La cabeza se abalanzó sobre el clérigo, pero él le asestó un sonoro golpe en la mandíbula antes de que tuviera oportunidad de morderlo. Mientras gemía con voz potente, la cabeza empezó a dar locas vueltas hasta caer al suelo.

Poco después de haber acabado con la cabeza, Adon vio que los tres humanoides que se habían atrevido a atacar a Kelemvor yacían en el suelo reducidos a pedazos palpitantes y exangües. Pero otra jauría de monstruos se estaba aproximando a Kelemvor y a Medianoche y, detrás de éstos, una docena de bestias surgía del bosque, retorciendo sus afilados colmillos mientras hendían el aire.

Medianoche ordenó a sus compañeros que se pusieran detrás de ella mientras trataba de encontrar el punto idóneo de calma necesario para lanzar un sortilegio. Empezó a balancearse y a salmodiar, y su canto se elevó por encima del guirigay de los monstruos que se acercaban. De pronto apareció un relámpago cegador y de sus manos surgieron descargas de misiles blancos y azules, que se lanzaron sobre todas las criaturas humanoides que había a la vista. La magia parecía como una marea inagotable e incluso Medianoche se quedó atónita ante el efecto de su sortilegio. Los dardos de luz mágica atravesaron a las bestias como dagas y, de repente, los monstruos dejaron de atacar.

Luego aquellos macabros seres empezaron a caminar de aquí para allá, miraron al cielo, después a sí mismos, para ir cayendo uno a uno; su carne perdió consistencia cuando se desvaneció la ilusión de humanidad y quedó al descubierto su verdadera naturaleza. De su cuerpo salieron raíces que se metieron en la tierra y, momentos después, todo lo que quedaba de aquellos monstruos era una serie de sarmientos negros y blancos.

Medianoche se miró el medallón y observó que unas cuantas diminutas rayas de luz se movían en su superficie, luego desaparecieron. Ella misma se sintió como si la hubiesen desangrado.

Destruida la víctima fácil, los perros-araña empezaron a salir del bosque y a avanzar hacia los héroes. Había más animales de lo que Kelemvor había imaginado: como mínimo veinte bestias entraron en el claro.

De repente, algo fantástico atrajo la mirada de Medianoche: un movimiento, un contorno del tamaño y forma de un caballo y un jinete. El impreciso jinete no tardó en llegar junto a ellos y se puso a girar a su alrededor a una velocidad de vértigo. Medianoche tuvo la sensación de estar en el centro de un torbellino. Vio un repentino resplandor amarillo y se dio cuenta de que el jinete era Adon. Pero ¿cómo había sido capaz de llevar a cabo aquella proeza?

Medianoche dejó de lado sus conjeturas cuando vio que Adon rompía el cerco protector que había formado alrededor de los héroes y se lanzaba hacia los perros-araña. Cabalgó entre la jauría y, al igual que una hoz cortando el trigo, así fue dando tajos con su maza de guerra a través de la horda de criaturas cogidas de improviso; al cabo de unos segundos, los perros-araña se batían en retirada en dirección a los bosques.

No obstante, aunque la amenaza había terminado, Adon y su caballo siguieron moviéndose inquietos hasta que desaparecieron en el bosque. Era evidente que Adon había perdido el control de la magia que estuviese ejerciendo.

—¡Por Mystra, vas a acabar conmigo! —exclamó Medianoche cuando desistió de un esfuerzo imposible por coger al clérigo.

Empezó a caer una lluvia glacial que se filtraba a través del dosel de árboles. Cuando las diminutas gotas golpearon su piel y los vientos impetuosos le impidieron avanzar, Medianoche tuvo la sensación de que la estaban mordiendo.

Mientras Adon, con el corazón sobresaltado y la mente desbocada, se agarraba desesperadamente, se dio cuenta de que sus pulmones no estaban expulsando aire y que estaba desapareciendo el tenue dominio que tenía sobre el caballo. Le había dado una dosis de su poción de velocidad al animal, lo único que había ocultado con ocasión del meticuloso inventario que Kelemvor había hecho de las pertenencias de todos los miembros del grupo. Adon sabía que era un error mentir con respecto a estas cosas, pero también sabía que aquella poción había sido un favor de la diosa Sune, y sólo su sabiduría guiaría su mano para que la usase. Sin embargo, cuando los perros-araña se agruparon para atacar sin que Adon hubiera recibido señal alguna de la diosa, fue presa del miedo y tomó las riendas del asunto. Suministró la poción al caballo, que empezó a ponerse en movimiento antes de que él mismo pudiese tomar más que unas cuantas gotas. El frasquito salió volando de sus manos y él se agarró al caballo desesperadamente.

Ahora, cuando la velocidad del caballo le robaba el aire de los pulmones y estaba a punto de perder el conocimiento, Adon tuvo una visión: el rostro de una hermosa mujer se abría camino a través de las fugaces líneas de luz y color que lo rodeaban en su vertiginosa carrera. La mujer extendió las manos y le cogió la cara, apretando aquí y allá como si quisiera explorar completamente los prodigios que Sune le había concedido.

—No está herido de gravedad —dijo Medianoche.

Adon parpadeó y la sensación de movimiento empezó a desvanecerse.

—Pensaba que eras Sune —dijo.

—Parece aturdido —repuso Kelemvor.

—Sí —intervino Cyric—. Pero ¿acaso eso es nuevo?

De pronto el mundo quedó enfocado y Adon se encontró mirando los rostros de sus compañeros. Parecían estar en un bosque, si bien Adon estaba seguro de que sólo había tierra llana en el camino del castillo. Entre las ramas de los árboles que había sobre ellos se dejaron ver unos diminutos parpadeos, aunque algunos bastante extraños, de resplandor escarlata.

—Medianoche, tú… ¡me has salvado la vida! —exclamó Adon, estupefacto, con una sonrisa iluminando su rostro.

—Te has caído del caballo —le explicó Medianoche.

La silla de Adon y las provisiones estaban esparcidas por el camino junto a él. Medianoche imaginó que el clérigo debió de agarrarse a la silla y las cinchas que la sujetaban se rompieron bajo la presión de la velocidad del caballo.

Una oleada de horror inundó al clérigo.

—¡Mi rostro! No estará…

—Está intacto —dijo Cyric, hastiado—. Como siempre. Y ahora explícame lo que hemos visto.

—No lo comprendo… —empezó a decir Adon tratando de parecer lo más inocente posible.

—Cabalgabas como el viento, Adon. Dabas la impresión de ser más una ráfaga de movimiento que un jinete y un caballo —comentó Kelemvor—. Yo pensaba que tu magia te había abandonado.

—Yo no lo diría de esa forma —replicó Adon.

—Me da igual cómo lo dirías tú. ¿Qué nos estás ocultando?

Medianoche se adelantó y ayudó al clérigo a ponerse de pie.

—¡No seas estúpido, Kelemvor! —dijo—. Está claro que no puede explicar lo que ha sucedido, de la misma forma que ninguno de nosotros puede explicar la locura de la que son víctimas los Reinos desde la caída de los dioses.

Kelemvor sacudió la cabeza.

—¿Nos ponemos en camino?

Adon, aliviado, asintió con una inclinación de cabeza y todos, salvo Medianoche, se dirigieron a sus caballos.

—Ha sido un terrible error, Adon —comentó Medianoche en voz muy baja. El clérigo estaba a punto de hablar cuando Medianoche prosiguió—: He tardado unos minutos en comprenderlo. Tienes pociones, ¿verdad?

Adon agachó la cabeza.

—Tenía una. Pero ahora no la encuentro.

Medianoche frunció el entrecejo.

—¿Alguna otra sorpresa? —preguntó.

—¡No, Medianoche! —exclamó Adon, alarmado—. ¡Te lo juro por Sune!

Medianoche asintió.

—Por favor, no le cuentes a Kelemvor lo que he hecho. ¡Me desollaría vivo! —murmuró Adon.

—No podemos permitir una cosa así —dijo Medianoche sonriendo, y se alejó del clérigo.

—¡Por supuesto que no! —exclamó Adon con una bravuconería que estaba lejos de sentir. A continuación se agachó y empezó a recoger sus bártulos.

—Vamos —dijo Caitlan al clérigo—. ¡Tenemos que ponernos inmediatamente en camino hacia el castillo!

—Pero ¡si nos hemos perdido! —exclamó Adon.

Pero, como en respuesta a las palabras del clérigo, los árboles empezaron a marchitarse y deshacerse. Al cabo de unos segundos, la carretera volvía a estar despejada y dejó de llover.

—¡Alabada sea Sune! —dijo el clérigo, y se apresuró a reunirse con los demás.

Como su caballo había huido, Adon tuvo que montar con Kelemvor. Su preferencia instintiva fue ir en el caballo de Medianoche, así podrían reanudar la conversación de antes, pero ella entornó los ojos hasta convertirlos en dos resquicios y Adon descartó la idea. Fue Caitlan quien montó con la maga. Debido a que los caballos de carga habían muerto, el grupo tuvo que llevar lo que les quedaba de provisiones sobre la grupa de los caballos restantes.

Medianoche fue a pie guiando el caballo, con Caitlan sobre él, hasta que estuvieron a dos kilómetros del desastre. El antes exuberante bosque estaba ya en un avanzado estado de deterioro. Medianoche supuso que por la mañana el bosque no sería otra cosa que la tierra polvorienta y seca que había sido antes de su llegada.

Los héroes acamparon bajo las estrellas y comieron lo que no habían devorado las hormigas o no se había perdido en medio de la arcana legión que los había atacado. Seguirían adelante. No había ningún voto en contra.

Aun cuando Cyric no sugirió volver sobre sus pasos, estaba claro que le preocupaban los extraños acontecimientos de los que habían sido víctimas todo el día. Sin embargo, en lugar de ponerse a comentar la batalla, el ladrón cogió sus mantas y se fue a dormir apenas terminaron de cenar.

Antes de disponerse a dormir, Kelemvor vio a Caitlan, sentada mirando el horizonte. La muchacha había hablado muy poco desde el ataque en el bosque y el guerrero se preguntó qué habría detrás de aquella mirada enigmática. En ocasiones, Caitlan parecía solamente una niña asustada; otras veces, su inteligencia y resolución le recordaban a un general cansado de luchar. La contradicción era desconcertante.

Kelemvor había rechazado siempre las riendas del mando. Se sentía incómodo siendo responsable de alguien que no fuese él mismo. ¿Por qué entonces había aceptado aquella misión con la creencia ciega de que él era el hombre idóneo para llevarla a buen fin? Kelemvor se dijo que había sido el aburrimiento lo que lo había incitado a aceptar aquella aventura y a marcharse de Arabel. Necesitaba aventura. Necesitaba dejar la vida ordenada y civilizada de la ciudad que había abandonado. Pero había otra razón que le había hecho decidirse.

Ella puede curarte, Kelemvor.

El guerrero sabía que era preferible agarrarse a la sombra de la esperanza que aceptar la luz de la realidad y encontrarse embargado por la desesperación. Sólo confiaba en que Caitlan estuviese diciendo la verdad.

Los pensamientos de Kelemvor siguieron en esta línea hasta que se quedó profundamente dormido soñando con la persecución.

Cuando los demás se retiraron, Medianoche se quedó haciendo la primera guardia, con los sentidos demasiado alerta, demasiado vivos para dejarla dormir o dejarla relajarse.

Mientras escuchaba los ruidos nocturnos, la maga meditó sobre el extraño comportamiento de Kelemvor desde la batalla. Con ocasión de la cena, el guerrero insistió en que todos ayudasen a preparar la comida. Después de comer, se empeñó en que todo el mundo ayudase a enterrar la basura, para así no atraer a los animales. Parecía un hombre distinto del que había conocido en la taberna de Arabel.

Quizás el guerrero había comprendido que Medianoche era, en efecto, una parte valiosa del grupo y se sentía avergonzado por haberse equivocado al aceptarla sólo como último recurso y por haber tenido luego el mal gusto de subrayar este hecho una y otra vez. Además, había algo que ambos compartían, estaban marcados por una vena salvaje que los adecuaba para la vida errante y aventurera, y para poca cosa más.

Medianoche se pasó las cuatro horas siguientes dándole vueltas a sus crecientes sentimientos para con el guerrero y a las preguntas relativas al medallón enganchado a su piel. Sus pensamientos giraron en círculo durante horas, hasta que Adon fue a relevarla de la guardia.

El clérigo observó que Medianoche se quedaba inmediata y profundamente dormida, y la envidió. Sin embargo, a pesar de las duras pruebas y de los horrores con los que se había enfrentado aquella tarde, a pesar de que el aire viciado con la peste de las tierras muertas asaltaba su olfato, sabía que habría podido estar en una situación peor. Por lo menos estaba en compañía de camaradas valientes y gozaba de libertad. No tenía que inquietarse por el inminente peligro de ser encarcelado o por la humillación de la que hubiese sido víctima si Myrmeen Lhal hubiese acudido directamente a sus ancianos del templo de Sune.

No, estaba libre y ello le hacía ser un hombre mejor.

Por otra parte, habría agradecido aunque sólo fuese una almohada de seda.

Los aposentos de Myrmeen Lhal tenían un diseño espectacular, techo abovedado de artesanía y gradas en círculos concéntricos que ascendían en espiral hasta su centro. La habitación estaba dominada por una cama redonda, de casi cuatro metros de diámetro, adornada con sábanas de seda roja y una docena de suaves almohadas con puntillas de oro. Abundaban los objetos de arte; algunos quitaban la respiración, otros eran simplemente hermosos.

Pero el objeto de arte más delicado era la propia Myrmeen, que sólo podía ser vista a través de unas cortinas negras, que los más escogidos ilusionistas de la ciudad mantenían constantemente cargadas y permitían echar una ojeada a cualquier puerto exótico con la única ayuda de la más ligera insinuación de su imaginación.

Myrmeen salió de su bañera, labrada con el más delicado de los marfiles por artesanos venidos del remoto Shou Lun y mantenida a buena temperatura mediante chorros de agua caliente que fluía constantemente. Los más exóticos aceites y sales de baño encantadas trataban su piel, produciéndole unas ardientes delicias más placenteras incluso que las caricias del más experto de los amantes. Detestaba dar fin a su lujuriosa sesión en el agua encantada, pero no se atrevía a abandonarse al sueño, a menos que quisiera encontrarse tan aletargada por la mañana que tuviera que aplazar sus compromisos una semana, hasta que pasaran los efectos y pudiese pensar con claridad.

Apareció en la mano de Myrmeen un camisón traslúcido azul celeste donde brillaban diminutas estrellas. El camisón secó su piel y, mientras ella se lo deslizaba por la cabeza, le peinó el cabello de la forma más delicada.

Aquel vestido era un regalo de un mago poderoso, y enamorado, que había visitado la ciudad el año anterior. Y si bien los magos de su corte habían confeccionado el camisón mágico, temía que fuese peligroso llevarlo a causa del estado imprevisible de la magia y, como había estado proponiéndose desde hacía casi una semana, se prometió prescindir de él en adelante.

Myrmeen pensó que si el camisón la mataba, por lo menos estaría presentable para los clérigos.

Recordó de pronto a Adon de Sune y se echó a reír con incontrolables espasmos. El pobre diablo estaba probablemente temblando de miedo y, temiendo por su vida, se habría escondido en algún lugar horrible. Por supuesto, no estaba realmente en peligro, pero Myrmeen no desaprovechaba la oportunidad de bajar los humos a aquel engreído; de hecho tenía bien pocas ocasiones para dar rienda suelta a su antiguo talento de embustera. Suspiró y se tumbó en la cama.

Estaba a punto de llamar a un paje cuando advirtió algo bastante extraño: habían desaparecido los rubíes del cáliz de oro. Myrmeen se levantó de la cama pero, como su instinto de guerrera se había embotado a causa de años de gobernar, no reaccionó lo bastante deprisa para esquivar al hombre vestido de negro que se abalanzó sobre ella y la arrojó violentamente sobre la cama, dejándola sin aliento. Notó el peso del hombre sobre ella, inmovilizándola, y una mano se cerró sobre su boca.

El rostro y el cuerpo del hombre estaban envueltos en una gasa que parecía ser una especie de malla de acero. Las franjas de la cara habían sido dispuestas de forma que quedasen al descubierto los ojos, la nariz y la boca del hombre.

—Estate quieta, milady. No quiero hacerte daño —dijo el hombre, en voz baja y gutural. Myrmeen se debatió todavía con más fuerza—. Tengo noticias sobre la conspiración.

Myrmeen dejó de luchar y notó que la presión de su asaltante se reducía un poco.

—¿Cómo has llegado hasta aquí? —murmuró ella en la mano del hombre.

—Todos tenemos nuestros secretos —dijo él—; No sería conveniente divulgarlos.

—Has… has mencionado… la conspiración —dijo, con el pecho agitado por su imaginado temor. Se preguntó si no debería empezar a llorar, luego se lo pensó mejor.

—El villano Caballero Siniestro está todavía en libertad.

Myrmeen entornó los ojos.

—Sí, esto ya lo sabía. Lo que puede ser una novedad es que los tres agentes que utilizó Evon Stralana han huido de la ciudad. Kelemvor, Adon y Cyric, el antiguo ladrón, se han marchado disfrazados antes del mediodía en compañía de dos desconocidas.

—¿No fueron esos tres los que permitieron que el Caballero Siniestro se marchase impune? Piensa en ello, milady. Eso es todo lo que tenía que decirte.

Cuando Marek empezó a incorporarse, Myrmeen rodó hacia la izquierda, fingiendo llevarse las manos a su enrojecido rostro, pero, en cambio, se agarró al borde de la cama y, con las dos piernas, lanzó una patada al estómago del intruso. A juzgar por su grito y el ruido que oyó, supuso que había encontrado las costillas del hombre.

—¡Por todos los dioses! —gritó el ladrón cuando Myrmeen le dio un resuelto puñetazo que por poco le alcanza la garganta.

Él comprendió la estratagema y le asió el brazo, pero se dio cuenta inmediatamente de su error, pues ella le dio una fuerte patada en el tobillo que provocó un segundo aullido de dolor de sus labios y tuvo que soltar su brazo antes de tener ocasión de retorcérselo desde el hombro. Myrmeen no había dejado de gritar todo el rato, por consiguiente a Marek no le sorprendió que las puertas de los aposentos se abriesen de golpe e irrumpiese un puñado de guardias.

Lo primero que pensó Marek fue si atacar a los guardias o tratar de huir. Pero cuando cayó en la cuenta de lo fácil que le resultaría escaparse de las tan mal construidas mazmorras de Arabel, levantó las manos y se rindió.

—¡Haced hablar a este perro! —ordenó Myrmeen, ajena a las miradas que había provocado su cuerpo casi desnudo—. ¿Y bien? ¿Estáis sordos? ¡Moveos!

Paró a uno de los hombres.

—¡Y hacedle saber al ministro de Defensa que deseo verlo en la sala de planificación inmediatamente! —Bajó la vista a su camisón roto—. Cuando me haya vestido de forma más apropiada.

—Te dije que no te quejases del turno de guardia —dijo uno de los guardias mientras se llevaba a Marek, y Myrmeen esperó a estar sola de nuevo en sus aposentos antes de esbozar una amplia sonrisa, fruto de las palabras del pícaro guardia. Pero su sonrisa desapareció tan rápidamente como había aparecido al pensar en el trío que tal vez la había traicionado y en las medidas que iba a tomar para descubrir si había sido así.

Media hora más tarde, en la sala de planificación, Myrmeen transmitió toda la información que acababa de recibir a Evo Stralana, un hombre delgado, de pelo oscuro y tez pálida. Stralana asintió gravemente.

—Me temo que ese gusano de Gelzunduth estaba diciendo la verdad —observó Stralana.

—¿Estabas enterado de todo esto? —gritó Myrmeen.

—Esta mañana, uno de nuestros hombres ha logrado obtener la prueba que necesitábamos para detener al falsificador, Gelzunduth.

—Sigue.

Stralana tomó aliento.

—Ayer noche, Adon fue a casa de Gelzunduth y pagó al falsificador para que le hiciese unas identificaciones falsas para unos hombres cuya descripción, curiosamente, coincidía con Kelemvor y Cyric. También compró un fuero falso. Gelzunduth comprendió inmediatamente lo que tenía entre manos y accedió tan cordialmente como pudo.

»Cuando Gelzunduth fue interrogado insinuó que podía revelar cierta corrupción entre los guardias. Gelzunduth ha considerado que podría utilizar esta información para conseguir pactar por su libertad o para obtener una sentencia menor. Pero hace unas horas el cerdo se derrumbó y lo ha contado todo.

Myrmeen observó la diminuta llama de la única vela que había entre Stralana y ella. Cuando levantó la vista, podía verse en sus ojos toda la furia provocada por lo que acababa de oír.

—Quiero saber quién estaba de guardia en las puertas cuando Kelemvor y los demás se marcharon de Arabel. Quiero que me los traigáis aquí y que sean interrogados. Veremos el castigo que les imponemos una vez hayamos descubierto qué puerta utilizaron para huir.

Stralana asintió.

—Sí, milady.

Los puños de Myrmeen estaban apretados y juntos, y sus nudillos se habían vuelto blancos. Hizo un esfuerzo para relajar las manos mientras hablaba.

—Luego nos ocuparemos de Kelemvor y sus amigos.