3. El encuentro

Medianoche no tardó en despejarse después de abandonar la granja y consiguió que una pequeña caravana, bastante corriente en la carretera que conducía a la ciudad incluso en tiempos difíciles, la llevase a Arabel. Sin embargo, ningún viajero de cuantos encontró pudo explicarle nada acerca de los sucesos de las últimas dos semanas, si bien todos contaban historias sobre la enloquecida magia y el desorden de la naturaleza. Cuando la caravana llegó a la ciudad, Medianoche se fue en busca de sus propias respuestas.

Pasó el día deambulando por las calles de Arabel, tratando de verificar las historias de Brehnan con respecto a los dioses y al extraño estado de la magia en los Reinos. Medianoche sabía que podía pasarse todo el tiempo que quisiera buscando respuestas, pues tenía todavía llena la bolsa que tan fácilmente había ganado en la Compañía del Lince. Si era prudente, el oro le duraría como mínimo tres meses.

Al principio de sus pesquisas, Medianoche encontró la Casa de las Damas, el templo de Tymora, y pagó la entrada para ver la cara de la diosa. La mirada de Medianoche se cruzó con la de Tymora y una extraña emoción la embargó al comprobar al instante, de eso no cabía la menor duda, que aquella mujer era la diosa en carne mortal. Entre las dos surgió un sentimiento de afinidad, como si a cierto nivel primario compartiesen un gran secreto que, en honor a la verdad, Medianoche no sabía de qué podía tratarse. Sin embargo, el momento más impresionante del encuentro fue aquél en que la diosa miró a Medianoche antes de que la maga se retirase.

El temor se reflejaba en su mirada.

Medianoche se apresuró a salir del templo y pasar el resto del día explorando la ciudad. No encontró ningún templo de la diosa Mystra y, cuando se atrevió por fin a entrar en una posada del lugar, sus preguntas sobre el paradero de la diosa de la Magia no recibieron más respuestas que ojos en blanco y encogimiento de hombros. Parecía que no todos los dioses habían hecho espectaculares entradas la noche del Advenimiento, como era el caso de Tymora. De hecho, algunos dioses ni siquiera se habían presentado.

Los pasos de Medianoche la llevaron finalmente al mesón El Orgullo de Arabel, a la hora de la cena. Se quedó un momento en la puerta y observó a un cuervo negro que daba vueltas como un buitre en la penumbra. Luego apartó la mirada de aquella criatura y entró. Tras instalarse en una mesa situada cerca de la parte posterior, pidió su cerveza preferida y abundante comida.

Al cabo de un rato, llamó su atención un grupo de aventureros. Estaban sentados en el extremo opuesto de la posada y su conversación era una de las muchas que se oían en la sala cada vez más llena, pero Medianoche no pudo evitar que su mirada se posase una y otra vez en el fornido guerrero y sus compañeros. Se levantó finalmente de su mesa y se dirigió al otro extremo del mostrador, donde podía escuchar sus palabras con bastante claridad.

—Los muros viven y respiran —dijo Caitlan, Melodía de la Luna—. ¿Dicen que ningún muro tiene oídos de verdad? ¡Pues éstos sí!

—¿Y esto debe animarnos? —preguntó Adon.

Kelemvor se reclinó contra el respaldo de la silla, se tomó su cerveza de un trago y dejó escapar un eructo. Adon lo fulminó con la mirada. El Orgullo de Arabel era un mesón caro donde había que mantener cierto decoro. Los nobles que acudían a la ciudad, cuando escaseaban las habitaciones en el palacio, se alojaban en ésta hostería, y de los comerciantes y hombres de negocios sólo los de muy alta categoría podían permitirse el lujo de pagar los precios de El Orgullo.

Por haber acabado con la conspiración del Caballero Siniestro, Kelemvor, Cyric y Adon contaban con el favor permanente de visitar gratis el mesón cuantas veces lo desearan. Si bien se habían permitido ese lujo por separado, aquélla era la primera vez que acudían juntos al mesón.

Mientras los aventureros escuchaban la historia de Caitlan, Adon advirtió que una bonita camarera miraba en su dirección y le sonreía. La cara de la joven le resultaba familiar, pero el clérigo no fue capaz de reconocerla.

—Es imposible que una fortaleza tenga vida —observó Cyric.

—¡Ésta sí! Los muros pueden envolverte. Los pasillos pueden cambiar de forma sin que lo adviertas y convertirse en un laberinto donde uno acaba muriendo de hambre. El polvo en sí es suficiente para matarte; tiene la facultad de solidificarse y convertirse en dagas que atraviesan el corazón de un valiente guerrero que jamás haya conocido la fatiga ni el agotamiento.

«¡Ah! ¿Cómo escapaste tú, entonces, pequeña?», se preguntó Cyric, con una sonrisa jugando en sus rasgos semiocultos por las sombras. Estaba sentado de espaldas a la pared, otra lección bien aprendida en sus días de ladrón; y una lección aplicada ahora bastante razonablemente, teniendo en cuenta la batalla que había librado con Marek hacía menos de una hora.

Cyric estaba seguro de que Caitlan no les estaba contando todo y, por esta única razón, el ladrón guardaba silencio y se cubría la amplia sonrisa con una mano enguantada.

—Vuelve a explicarme por qué debemos arriesgar la vida y el pellejo sólo para ayudarte a ti y a esta simple niña que promete grandes riquezas y sin embargo va vestida de harapos —dijo Adon a Kelemvor.

Cyric observó que el clérigo estaba muy nervioso; tan nervioso, que cada vez que se abría la puerta de la hostería y entraba un nuevo cliente se sobresaltaba. Adon, el clérigo, se comportaba de forma extraña desde que llegó, en respuesta a la llamada de Kelemvor; en aquellos momentos su estado de ánimo le incapacitaba para la compañía humana. El efecto era desconcertante.

—¿A quién estás esperando? —preguntó Cyric al impaciente clérigo, que se limitó a hacer una mueca.

—¡Claro que hay un riesgo! —dijo Kelemvor finalmente—. Pero ¿qué otra cosa es la vida, sino una serie de riesgos? No sé si vosotros dos pensáis como yo, pero no soporto la idea de pasar otro día encerrado dentro de estos muros desesperantes.

—¡Y mi señora está atrapada dentro de ellos, prisionera de por vida a menos que vosotros la rescatéis! —Caitlan se puso pálida a medida que hablaba y en su frente aparecieron unas gotas de sudor.

Adon desvió la mirada y vio que la camarera que le había sonreído se acercaba. Era chiquita, con un brillante pelo rojo que le recordaba a la propia Sune. Llevaba una bandeja cargada de bebidas y se detuvo junto a la mesa contigua.

Recordó de repente la conversación que habían mantenido dos noches antes, cuando la conoció en la hostería Luna Alta. A Adon le gustaba el ambiente de aquélla hostería; el salario de la joven era demasiado bajo para pensar siquiera en permitirse los lujos de El Orgullo de Arabel.

—Adon —dijo ella, recorriéndole de arriba abajo con la mirada.

—¡Querida! —Adon no recordaba su nombre.

Un momento después Adon estaba en el suelo, el impacto de la bandeja resonando todavía en sus oídos.

—¡Bonito consejo me diste, patán! ¡Exige igualdad de retribución! ¡Que te traten justamente, como a una persona, no como a una puta sirvienta a quien acarician y se comen con los ojos los borrachos acaudalados de ropa elegante que pasan por esa puerta!

Adon trató de que se excitara algún sentido en su confundido cerebro, pero no lo consiguió. Sí, las palabras parecían ciertamente las suyas…

—¿La conversación no dio sus frutos? —dijo el clérigo en voz baja.

La camarera temblaba de rabia.

—He perdido mi puesto, que me llevaba directamente a ser la siguiente dama refinada de la hostelería, la esposa del propietario. ¡Una vida de lujo echada por la borda por tu culpa!

Le arrojó la bandeja y, en esta ocasión, Adon tuvo cuidado de evitarla. La camarera se alejó como un huracán y Adon miró a sus compañeros.

—¿Cuándo nos marchamos? —preguntó Adon; luego aceptó la mano que Cyric le ofrecía para ayudarle a ponerse de pie.

—¡Bienvenido! —dijo Cyric, sin ocultar ya la sonrisa.

—Debemos tener en cuenta algo más que nuestra prisa por marcharnos o nuestro deseo de aventura —observó Kelemvor—. Aunque no se pueda confiar en la magia, deberíamos llevar un mago en este viaje.

Cyric frunció el entrecejo.

—Sí, supongo que tienes razón. Pero ¿quién?

—¿Qué me decís de lord Aldophus? —preguntó Adon al cabo de un momento—. Es un sabio de gran reputación y mantiene una sólida amistad con el rey Azoun.

—Un cúmulo de curiosas circunstancias…, si todas arden desencadenan un infierno —dijo Cyric en voz baja, repitiendo la frase acuñada por Aldophus, una frase cuyo significado había adquirido nuevo sentido y, en cierta forma, más misterioso del que el sabio había pretendido cuando la pronunció por primera vez.

—Aldophus es un diletante en las ciencias físicas. —Todos los rostros se volvieron hacia la mujer de pelo oscuro que estaba delante de los aventureros—. Dudo mucho que la práctica de adivinar las cualidades del lodo y de los metales bajos de ley os resulte de mucha utilidad donde tenéis intención de meteros.

—¿Debo suponer que tú podrías hacerlo mejor? —dijo Kelemvor con desprecio.

La mujer levantó las cejas y Kelemvor estudió su rostro. Eran sus ojos de un negro profundo e insondable con unos puntos color escarlata que bailaban dentro de ellos. Tenía la piel bronceada e imaginó que procedía del sur. Sus labios eran gruesos y rojos como la sangre; una fría sonrisa cruzaba su misterioso rostro, enmarcado por un pelo largo y negro recogido en un par de trenzas.

Era alta para ser mujer, ligeramente más alta que Kelemvor. Se cubría con una capa que sólo permitía distinguir un hermoso medallón azul en forma de estrella. La tela era de un color violeta intenso y llevaba dos grandes libros, atados con una correa de cuero, colgados en bandolera.

Kelemvor pensó que aquello era un asunto de hombres y que ella estaba metiéndose donde no la llamaban. Empezó a decírselo a gritos cuando su vaso se partió y de él surgió un dragón hecho de fuego blanco azulado de la envergadura de un hombre. Acompañó su salto de un rugido que atrajo la atención de todos los huéspedes del mesón. El dragón abrió las fauces y dejó los colmillos al descubierto, unos colmillos que parecían estar afilados como dagas. Luego se alzó sobre sus patas traseras y se abalanzó hacia adelante con la única intención de arrancarle a Kelemvor la cabeza y poner fin así a la dinastía de los Lyonsbane.

La rapidez y la furia del monstruo impidieron que Kelemvor sacase su espada a tiempo y el dragón habría matado al guerrero en un instante; pero, de pronto, la criatura se detuvo, dejó escapar de su garganta un ruido impresionante y desapareció.

Kelemvor se quedó sentado sobre la silla hecha trizas en el suelo, con las piernas estiradas, el corazón latiéndole aceleradamente, y lanzó miradas fulminantes a un lado y a otro; la mujer sonrió y dejó escapar un bostezo. Kelemvor la miró con severidad.

—¿Hacerlo mejor? —dijo ella, repitiendo el comentario sarcástico del guerrero—. Debo suponer que podría hacerlo. —A continuación cogió una silla—. Soy Medianoche, del valle profundo.

Las espadas volvieron a sus fundas, las hachas a sus lugares, se retiraron los resortes de las ballestas y la calma general volvió a la posada.

—Una simple ilusión. Necesitamos un mago, no un ilusionista. —Pero la risa gutural de Kelemvor quedó interrumpida de golpe al ver la mesa donde había aparecido el dragón de fuego: se había quemado el sólido roble.

Kelemvor pensó que aquel control de la magia era sorprendente, sobre todo procediendo de una mujer. Quizás había sido un accidente.

Echó mano de la espada para apoyarse y ponerse de pie. Antes de que se le ocurriese volver a meter la espada en su funda, se dejó oír una voz demasiado familiar:

—¡No! ¡Mis ojos me están engañando! ¡No puede ser que Kelemvor el Fuerte haya venido a honrar este pobre mesón con su maravillosa presencia!

Kelemvor se levantó con la espada por delante, y miró la cara risueña del mercenario Thurbrand. Kelemvor se dio cuenta de que no estaba solo. Se habían juntado dos mesas cuadradas para acomodar al grupo de Thurbrand, compuesto por siete hombres y tres mujeres, ninguno de los cuales, a menos de tener muchísima imaginación, sería jamás confundido con un cliente habitual de la hostería El Orgullo de Arabel. Los hombres, a pesar de su aparente juventud, tenían aspecto de combatientes veteranos. Uno de ellos, un albino, alargó la mano para coger su daga, pero Thurbrand le indicó con un gesto que se tranquilizase. Junto a Thurbrand había una mujer de pelo rubio y corto que se mostraba fascinada ante cada palabra y cada gesto del mercenario. En la otra punta de la mesa, una joven de pelo castaño, también corto, permanecía silenciosa mirando con suspicacia a Kelemvor.

Kelemvor observó los demasiado conocidos ojos color esmeralda de Thurbrand, y le parecieron tan engañosos y cautivadores como siempre. Hizo una mueca.

—¡Y yo que pensaba que los perros estaban a buen recaudo en la perrera! —espetó Kelemvor—. Espero que el vigilante sea castigado.

Mientras miraba a sus compañeros, Thurbrand movió la cabeza y sonrió. Aquella mirada les puso claramente de manifiesto que no debían interferir, pasara lo que pasase.

—¡Kelemvor! —exclamó, como si el mero hecho de pronunciar aquel nombre fuese por sí mismo una adversidad—. ¡Espero que los dioses no sean tan crueles!

Kelemvor dirigió la vista hacia los curiosos de las otras mesas y éstos, uno a uno, fueron apartando su inoportuna mirada.

—Te estás haciendo viejo —dijo Kelemvor en un tono de voz mucho más bajo.

Thurbrand, que acababa de cumplir los treinta años, era apenas algo mayor que el propio Kelemvor, y, sin embargo, la edad había empezado a causar verdaderos estragos en el guerrero. Thurbrand había ido perdiendo el pelo, hermosamente rubio, y lo llevaba más largo de lo normal en un intento de cubrir las zonas calvas. Era evidente que Thurbrand era consciente de ello pues no dejaba de tocarse y acariciarse el pelo con los dedos a fin de mantenerlo sobre los trozos claros.

Desde la última vez que Kelemvor lo viera, le habían salido arrugas en la frente y alrededor de los ojos; su actitud, incluso sentado, daba la imagen de un hombre de negocios rechoncho sin aquel aire elegante y espigado del guerrero con el que Kelemvor había compartido unas cuantas aventuras intrépidas años atrás, antes de que un altercado, cuya raíz habían olvidado ambos hombres hacía tiempo, hiciera que cada uno se fuera por su camino. Sin embargo, el rostro de Thurbrand estaba rojo por haber tomado demasiado sol y sus brazos estaban tan fuertes y musculosos como los de Kelemvor.

—¿Viejo? ¿Thurbrand de las Tierras de Piedra, viejo? ¿Por qué no te miras de vez en cuando en el espejo?, tú sí que estás hecho una ruina. ¿Y nadie te ha dicho que los hombres civilizados no sacan las armas a menos que tengan un uso que darles?

—Compadezco a quien nos confunda a ti o a mí con hombres civilizados —dijo Kelemvor, luego guardó la espada.

—Kel —dijo Thurbrand—, vas a echar abajo mi frágil fachada. Soy cliente habitual de este establecimiento. Un respetado representante de armas con experiencia y talento para empuñarlas. A propósito, tal vez tenga un trabajillo que tú…

—¡Basta! —lo interrumpió Kelemvor.

Thurbrand movió la cabeza en una actitud de fingida desesperación.

—¡Ay! ¡Está bien! Por lo menos sabes dónde puedes encontrarme.

—Eso no lo sabría a menos que tuviese ojos en la nuca —replicó Kelemvor para luego volverle la espalda.

Kelemvor encontró otra silla esperándole y vio a un camarero meterse precipitadamente en la cocina con los pedazos de la silla rota bajo el brazo. Medianoche estaba sentada con toda confianza entre Cyric y Adon. Caitlan guardaba silencio, fascinada por el medallón de la maga que ahora descansaba sobre su capa. Daba la impresión de que la muchacha estaba a punto de desmayarse. Estaba pálida y le temblaban las manos.

—Estábamos hablando del camino más adecuado a seguir y de la parte del botín para alguien con mi talento —dijo Medianoche sin turbación alguna, y a Kelemvor se le erizaron todos los pelos del cuerpo—. Yo sugiero que…

—Levántate —se limitó a decir Kelemvor.

—Me necesitáis —dijo Medianoche con incredulidad mientras obedecía a regañadientes.

—Sí —replicó Kelemvor—. Tanto como necesito que me corten la garganta mientras duermo. ¡Fuera de aquí!

Caitlan se levantó de repente, moviendo la boca como si estuviese a punto de gritar. Se llevó las manos a la garganta y se desplomó sobre la mesa.

Kelemvor miró a la muchacha con el pánico reflejado en los ojos.

—Mi recompensa —murmuró. Cuando levantó la vista se dio cuenta de que los otros estaban esperando a que él les dijese lo que había que hacer—. ¡Adon! No te quedes ahí parado. Eres clérigo. Mira lo que le pasa a la niña y cúrala.

Adon sacudió la cabeza y dejó las manos abiertas colgando de sus costados.

—No puedo. Estando los dioses en los Reinos, nuestros hechizos no surten efecto a menos que estemos cerca de ellos. Debes de saberlo.

Kelemvor soltó un juramento al ver que Caitlan estaba temblando a pesar del calor que hacía en la sala.

—Ve a buscar una manta o algo para darle calor.

Medianoche se adelantó.

—Mi capa —dijo a la vez que empezaba a desabrochar el cierre del cuello.

—Tú no tienes nada que ver con esto —dijo Kelemvor mirándola severamente.

Apareció una camarera con un mantel.

—Os he oído —dijo, y se puso a ayudar a Kelemvor a envolver a la muchacha en el mantel; se retiró cuando el guerrero cogió a la inconsciente chica en sus brazos.

Kelemvor miró los rostros de sus compañeros.

—¿Os vais con la maga o venís conmigo? —se limitó a decir.

Adon y Cyric se miraron entre sí, luego a Kelemvor. Ni siquiera se dignaron mirar a Medianoche.

—Como queráis —dijo fríamente la maga.

Kelemvor y sus compañeros pasaron uno detrás del otro por delante de ella, que los estuvo observando mientras Adon mantenía la puerta abierta para los otros y salía a su vez.

Medianoche se volvió y casi chocó con una camarera cuya frágil figura coronaba una turbada sonrisa. La muchacha jugaba nerviosamente con su delantal.

—¡Guarda silencio! —le espetó Medianoche.

—Su cuenta, señora.

Medianoche se fijó en su primera mesa, donde la comida que había pedido se había enfriado hacía rato. Poco importaba. Ya no tenía hambre. Medianoche siguió a la muchacha hasta el mostrador y pagó al propietario.

—¿Hay alguna habitación libre? —preguntó Medianoche.

El propietario del mesón le devolvió el cambio.

—No, señora. Está todo completo. Quizás en La Lanza Escarlata. Está cerca de aquí…

Medianoche escuchó las indicaciones del hombre y le dio una moneda de oro por las molestias. Antes de que el hombre pudiese siquiera expresar su sorpresa ante una propina tan extravagante, Medianoche empezó a encaminarse hacia la puerta.

Mientras Medianoche cruzaba las puertas del mesón y recibía con gusto la cortante ráfaga del tenue aire nocturno, una figura oscura se levantó de una mesa, intencionadamente desatendida. Al parecer era poco lo que un puñado de oro no pudiese comprar en Arabel; por ejemplo, el derecho a permanecer sentado sin ser molestado en un rincón débilmente iluminado de un mesón donde apenas cabía un alfiler. Las negras cuencas de los ojos del desconocido brillaban con las imágenes de los aventureros. Sonrió de oreja a oreja, luego desapareció entre las sombras y se marchó antes de que nadie se hubiera percatado siquiera de su llegada.

Kelemvor llevaba a Caitlan atravesada en el caballo y cabalgaba en la oscuridad de la noche. Cyric y Adon lo seguían a corta distancia con sus respectivas monturas. No tardaron en llegar a la hostería El Hombre Hambriento y, una vez allí, Cyric ayudó a Kelemvor a bajar a la muchacha hasta los brazos abiertos de Adon. El guerrero saltó de su caballo y corrió a la puerta de la hostería sin preocuparse siquiera por atar al caballo.

—¿Lo seguimos? —quiso saber Adon.

—Dale unos minutos —dijo Cyric.

Al cabo de un momento, Kelemvor salió de la hostería y empezó a ordenar en tono brusco que llevasen a la muchacha a la parte de atrás.

En la puerta posterior los esperaba una anciana con una linterna y les indicó con muchos aspavientos que entrasen. En presencia de la mujer, Kelemvor tenía un aspecto sumiso.

—Zehla, te presento a Cyric, un compañero de la guardia, y Adon de Sune —dijo Kelemvor.

La anciana movió la cabeza.

—Ya habrá tiempo para cortesías. Seguidme.

Momentos después estaban junto a Zehla en una habitación que ella reservaba siempre para emergencias como ésta, y observaban los febriles y atormentados movimientos de Caitlan, Melodía de la Luna. A medida que se iban formando gotas de sudor en la frente de la muchacha, Zehla las iba enjugando con una toalla húmeda.

—Está muy enferma, posiblemente a punto de morir, Kel —dijo Zehla, cuyos apergaminados rasgos y arrugas del rostro evidenciaban su autoridad con respecto al dolor y al sufrimiento.

Kelemvor se dio cuenta de que Caitlan recobraba el conocimiento; estaba tratando de decir algo. Él se inclinó para poder escuchar sus palabras.

—Sálvala —dijo la muchacha con voz débil y quebrada—, salva a mi señora.

—Descansa —se limitó a decir Kelemvor, mientras le apartaba el pelo de los ojos.

De repente Caitlan cogió su maciza mano con tanta fuerza que el guerrero se sobrecogió.

—Ella puede curarte —dijo Caitlan, luego sus músculos se relajaron y se dejó caer en la cama.

—¡Zehla! —gritó Kelemvor, pero la anciana ya estaba allí. Kelemvor miró a los otros hombres. Si habían oído la promesa de la muchacha, no lo dejaron entrever. Su secreto estaba a salvo.

—Vive —declaró Zehla—. Por ahora.

La anciana se volvió hacia Cyric y Adon y les pidió que saliesen de la habitación para poder hablar a solas con Kelemvor. Ambos hombres miraron buscando su aprobación, pero él miraba a la muchacha, absorto en sus propios pensamientos. Salieron sin que se lo volviesen a pedir y Zehla cerró la puerta tras ellos.

—Mi recompensa —dijo Kelemvor, a la vez que señalaba a la muchacha—. Si muere, me engañarán con la recompensa.

Zehla se acercó a él.

—¿Eso es todo lo que te preocupa?

Kelemvor apartó la mirada de la muchacha y volvió la espalda a la anciana.

—Las riquezas pueden ser algo más que oro, buen Kel. Hay personas que ayudan al prójimo sólo por el placer que les proporciona actuar así y por el convencimiento de que han hecho algo que las distingue en el mundo. En comparación, los brazos alquilados son baratos y abundantes. Harías bien en pensar en ello.

—¿Crees que no lo sé? ¡Lo pienso todos los días! Pero no olvides que no soy un niño ni un jovenzuelo ingenuo para que me sermonees. No me queda más remedio que seguir el camino que tengo trazado.

Zehla se acercó más y le tocó el brazo.

—Pero ¿por qué, Kel? ¿No puedes decirme por qué?

Los hombros de Kelemvor se hundieron como si la ira que los había recorrido se hubiese evaporado.

—No puedo.

Zehla movió la cabeza y pasó por delante del guerrero. Apartó una silla y retiró fácilmente con las manos una tabla del suelo, dejando al descubierto una cajita que había escondido en aquel agujero. Zehla sacó la caja y se apoyó en la cama para ponerse de pie.

—Ayúdame —dijo Zehla mientras colocaba la caja junto a Caitlan. Kelemvor vaciló. Los rasgos de Zehla se endurecieron—. Venga, tenemos que proteger tu inversión.

Kelemvor se adelantó para ver como Zehla abría la caja, que contenía una serie de frasquitos multicolores.

—Pociones curativas —dijo Kelemvor.

—Claro. ¿No es por eso por lo que has acudido a mí en lugar de llevarla a uno de los templos?

—Sí —contestó Kelemvor—. No se puede confiar en la magia del clero. Antes le dije a Adon que la curase, sin pensar, como si estuviésemos todavía antes del Advenimiento. No ha podido, por supuesto. Me daba miedo que los adoradores de Tymora le volviesen la espalda por no ser uno de ellos o que nos obligasen a llevarla por la mañana. Para entonces puede haber muerto.

—Que beba esto puede resultar tan mortal como no suministrarle nada —observó Zehla mientras cogía un frasquito—. No hay ninguna magia segura.

Kelemvor suspiró y miró a Caitlan, que no había dejado de temblar.

—Pero ¿acaso tenemos otra alternativa?

Zehla retiró el tapón del frasco y levantó la cabeza de la muchacha. Kelemvor la ayudó y juntos alentaron a la inconsciente muchacha a beber.

—De modo que has acudido a mí por mis pociones curativas.

—Sabía que si tú no las tenías, sabrías dónde conseguirlas —le dijo Kelemvor—. Si era preciso, en el mercado negro. Están muy solicitadas. —El frasco estaba vacío y Kelemvor dejó que la cabeza de Caitlan descansase sobre las blandas almohadas—. Y ahora ¿qué?

—Ahora a esperar —contestó Zehla—. A menos que la hayamos envenenado, no obtendremos ningún resultado hasta mañana.

—Si la poción surte efecto, ¿estará en disposición de viajar con nosotros a caballo? —preguntó ansiosamente Kelemvor.

—Vivirá —le contestó Zehla—. Con respecto a lo otro, ya veremos.

Kelemvor hizo un movimiento para sacar su oro, pero Zehla detuvo su mano.

—A diferencia de ti, Kel, yo no necesito más recompensa que saber que he salvado una vida. —Zehla señaló la caja abierta donde había media docena de frascos—. Guárdala —dijo, y luego salió de la habitación.

Kelemvor estuvo un buen rato sin moverse, mirando a la muchacha y los frascos, profundamente afectado por las palabras de Zehla. Cuando el guerrero salió de la habitación de Caitlan, encontró a Cyric y Adon esperándolo.

Zehla los había informado ya sobre la mejoría de Caitlan y querían hablar sobre los próximos pasos. Sin embargo, Kelemvor no estaba de humor para hablar. Salió del mesón acompañado de sus camaradas y esperó a que montaran a caballo y se alejaran bastante de la hostería para empezar a dar una serie de órdenes que sorprendieron a Cyric y desvanecieron algunas de las dudas que el exladrón había albergado con respecto a la capacidad de Kelemvor.

—¿Recuerdas al muchacho que mencionaste antes, Cyric? El que viste en el mesón, aquél cuyo padre es guardia. Hazle una visita y convéncele para que mañana al mediodía distraiga a su padre, que monta guardia en la puerta norte. Si pone objeciones, le amenazas con revelar su relación con la muchacha. Y dile que guarde silencio una vez nos hayamos marchado, pues tú tienes amigos en la ciudad que lo desenmascararían en tu ausencia. Aprovecha las sombras de la noche para hacerlo, luego ve a descansar un poco y a preparar tus cosas. Nos encontraremos al alba en El Hombre Hambriento.

»Adon, quiero que vayas a ver a un hombre llamado Gelzunduth. Te indicaré dónde vive. Cyric y yo necesitamos unas identificaciones falsas que resistan cualquier examen. Ese gordo y viejo halcón es un maestro a la hora de falsificar documentos. También necesitaremos un fuero falso. —Kelemvor arrojó una bolsa de monedas de oro a Adon—. Esto debería cubrir el gasto con creces. Con tu cara inocente, no creo que tengas problemas para convencerle de que ponga manos a la obra. Si se niega, ve a buscarme a mi habitación de El Hombre Hambriento. Si no estoy, me esperas y yo mismo iré allí contigo. Por otra parte, tengo una deuda pendiente con ese hombre.

Adon estaba confuso.

—¿Ninguno de vosotros va a ir a los barracones con los otros guardias?

Kelemvor miró a Cyric.

—Es parte de nuestra recompensa por ahuyentar al traidor —contestó Cyric—. Una independencia que agradecimos mucho.

—¿Documentos falsos? —dijo Adon con el entrecejo fruncido—. Eso no es muy legal.

Kelemvor tiró de las riendas y detuvo bruscamente su caballo. Fulminó a Adon con la mirada.

—No puedes curar. No puedes recurrir a los hechizos. En una pelea eras… Si consideramos todo esto, no creo que comprar documentos falsos sea pedir demasiado.

Adon bajó la cabeza y escuchó las indicaciones que le daba Kelemvor, luego se dirigió a la casa de Gelzunduth.

—¿Tú qué vas a hacer? —preguntó Cyric.

Kelemvor estuvo a punto de echarse a reír.

—Yo voy a tratar de encontrar un mago que no sea una mujer.

Se introdujo en la oscuridad de la noche con su caballo, dejando a Cyric con la tarea que tenía por delante y meditando sobre sus propias preguntas.

Las calles de Arabel estaban desiertas. Medianoche se preguntó distraídamente si no se habría establecido un toque de queda. Se había desviado del camino que le indicó la camarera de El Orgullo de Arabel y no tardó en percatarse de que se había perdido. Medianoche sabía que era preferible así, pues ello le daba tiempo para tranquilizarse antes de encontrarse en compañía de otras personas en la hostería La Lanza Escarlata.

Medianoche tocó el medallón —la responsabilidad de Mystra— mientras pensaba en el dragón de la llama azul que se había materializado en El Orgullo de Arabel. Estaba tratando de lanzar un simple hechizo de levitación para impresionar a Kelemvor, pero, sin saber cómo, se cambió el sortilegio. Y, si bien Medianoche había mantenido una visible calma y se había atribuido el mérito del dragón como si fuese eso lo que había querido crear, estaba muerta de miedo.

La maga volvió a tocar el medallón. Quizá tenía algo que ver con el dragón. Luego pensó que tal vez había sido únicamente la naturaleza inestable de la magia lo que había hecho aparecer al dragón.

Incapaz de llegar a una conclusión sobre la fuente real del hechizo malogrado, Medianoche se concentró en encontrar el camino de La Lanza Escarlata.

Luego, en la calle que tenía delante, Medianoche vio un caballo, y un hombre se dirigió hacia ella. Se trataba de Thurbrand, el mercenario que había desafiado a Kelemvor en el mesón.

—¡Mi hermoso narciso!

—Me llamo Medianoche —dijo ella cuando el hombre se acercó.

No había nadie más en la calle. La forma en que la llamó causó un cierto regocijo en Medianoche, a pesar de la suspicacia propia de su naturaleza que la animaba a desconfiar del hombre sonriente que tenía delante.

—No soy el «hermoso narciso» de nadie.

—No hay justicia en este mundo —dijo Thurbrand, cuyos verdes ojos absorbían la luz de la luna que brillaba sobre ellos.

—¿Qué quieres, Ojos de Dragón?

—Ah, ya veo que la tierna misericordia de Kelemvor te ha dejado marcada —dijo Thurbrand suavemente—. Produce este efecto en muchas personas que desean su amistad. Ha sufrido mucho, lady Medianoche, y proyecta este sufrimiento en todos los que están a su lado.

—Sólo «Medianoche» —dijo la maga, a la vez que sentía un repentino escalofrío y se apretaba la capa sobre los hombros.

Thurbrand sonrió y retocó un mechón de cabello que había dejado al descubierto un trozo de cuero cabelludo.

—Ven, te ofrezco un lugar donde dormir esta noche y una compañía que apreciará a una mujer encantadora y competente como tú.

Thurbrand se volvió y se encaminó a su caballo.

—Tal vez podamos también hablar de negocios.

Medianoche pensó que o sus ojos la engañaban o el caballo hacia el cual se dirigía Thurbrand tenía una crin color rojo como la sangre; un caballo que era la viva imagen de aquel del que la separaron cuando se encaminaba a Arabel. Con el corazón latiéndole aceleradamente, vio a Thurbrand detenerse y mirar por encima de su hombro. Medianoche se adelantó, se puso a su lado y sonrió como si estuviese tomando forma un plan en su mente. Quizá Thurbrand podría ayudar a demostrarle a aquel estúpido y altanero Kelemvor que ella no era una mujer con la que se pudiera jugar; al propio Thurbrand no le habría molestado el curso que habían tomado sus pensamientos.

—Más exactamente, del asunto para el cual el canalla de Kelemvor no ha tenido el buen juicio de contratarte. Hay muchas cosas que quisiera saber.

Medianoche frunció el entrecejo y lanzó a Thurbrand un sortilegio para que olvidase. En la nuca de Thurbrand apareció un suave resplandor azul y blanco y, molesto, ladeó la cabeza y se dio una palmada en el cuello.

—¡Malditos bichos! —exclamó con brusquedad—. Y dime, ¿de qué íbamos hablando?

—No me acuerdo.

—Qué extraño —dijo Thurbrand a la vez que montaba sobre el semental negro, luego miró a Medianoche que tenía la mano extendida; ella saltó, después de colocar la bota en la mano del guerrero, y casi lo arrojó del caballo cuando se instaló cómodamente.

—¿Extraño? —dijo ella.

—Parece que yo tampoco lo recuerdo. —Thurbrand se encogió de hombros—. Supongo que carecía de importancia.

—Sí —dijo Medianoche, para luego espolear suavemente al caballo. Cuando los jinetes empezaron a ponerse en movimiento en mitad de la noche, ella se agarró con fuerza—. Supongo que tienes razón. Tienes un caballo precioso.

—Hace sólo una semana que lo compré. Es algo indócil, pero audaz en la batalla.

Medianoche sonrió y le dio unas palmadas al caballo en el flanco.

—Me atrevería a decir que ha salido a su amo.

Thurbrand se echó a reír y descansó su mano enguantada en la rodilla desnuda de Medianoche; la retiró cuando el caballo se encabritó, pues se vio obligado a coger las riendas, o correr el riesgo de caerse.

Medianoche se preguntó si conocía algún hechizo para que el hombre tuviese las manos quietas y la cabeza sobre su propia almohada durante la noche. A decir verdad, ello carecía de importancia. Si Medianoche decidía dormir sola aquella noche y si le fallaba la magia, le quedaba el cuchillo.

Un cuchillo nunca fallaba.

Medianoche sonrió para sus adentros y se relajó un poco. Kelemvor no le daría la espalda después de haber visto lo que le iba a hacer a Thurbrand.

De su búsqueda infructuosa Kelemvor regresó furioso y cansado. Le pareció extraño encontrar a Adon tumbado en el suelo; despertó al hombre el rato suficiente para enterarse de que todo había salido según el plan trazado: Gelzunduth había proporcionado los documentos falsos. Una vez los papeles en poder de Kelemvor, Adon volvió a rastras a su cama, hecha en el suelo con mantas arrugadas, y se quedó dormido inmediatamente.

El guerrero quería saber cómo había ido la misión y, lo que era más importante, por qué Adon no estaba durmiendo en el templo, pero se alegró de que Adon no se hubiese mostrado dispuesto a dar una explicación. El vivo recuerdo de una noche pasada en vela, escuchando al clérigo alabar incansablemente a su diosa y, de paso, a sí mismo, fue suficiente para que Kelemvor se abstuviese de pedirle explicación alguna sobre el más insignificante de los asuntos. Adon no dudaría en convertir la conversación en una oportunidad para alabar a Sune.

Horas más tarde, cuando Kelemvor estaba profundamente dormido, Adon se despertó y no pudo volver a dormirse. El clérigo, temiendo encontrar en su humilde alojamiento del templo de Sune a un guardia armado esperándolo para escoltarlo de nuevo a la mazmorra, había evitado aparecer por el templo aquella noche. Adon agradecía a Kelemvor su generosa hospitalidad, pero había aprendido que era poco aconsejable expresarle este tipo de sentimientos. Encontraría alguna otra forma de darle las gracias.

Adon era consciente de que estaba llevando su prudencia demasiado lejos. Al fin y al cabo, Myrmeen le había dado hasta el mediodía del día siguiente para marcharse de Arabel. Pero si ella cambiaba de opinión, podía encontrarse siendo la víctima de una espada asesina. Su experiencia con la camarera de El Orgullo de Arabel le había vuelto cauteloso.

Adon empezó a vestirse en la semioscuridad, a la vez que trataba de ignorar el estado de la habitación. El clérigo había mantenido siempre su alojamiento meticulosamente pulcro; la habitación de Kelemvor daba la impresión de que un pequeño huracán hubiese barrido el lugar, dejando armas, mapas, ropa sucia y restos de comida esparcidos por todas partes. A juzgar por el aspecto del cuarto, Kelemvor no permitía, bajo ninguna circunstancia, que entrasen las mujeres de la limpieza.

Después de caer en la cuenta de que debía, por lo menos, tratar de recuperar sus efectos personales, Adon salió del mesón y recorrió las calles apartadas del centro de la ciudad hasta el templo de Sune. Una vez allí y no viendo señal alguna de guardias, encargó a un compañero sunita la tarea de ir a buscarle las pertenencias a su celda de adobe. El sunita murmuró algunas amenazas poco amistosas, referidas en su mayoría a golpearle su espesa cabeza con el mayal por haberle molestado en pleno sueño. Sin embargo, cuando el clérigo comprendió que Adon iba a marcharse para siempre, aceptó con entusiasmo.

Cuando el sunita regresó de la celda, Adon se cercioró de que había metido en la bolsa el mazo de guerra pues, según la descripción que la muchacha había hecho del castillo, era muy probable que lo necesitase. Después Adon regresó al mesón El Hombre Hambriento, despejó una zona en el suelo para sus bártulos, y se quedó profundamente dormido.

Cuando empezó a clarear, Cyric despertó a los dos hombres y les comunico que su misión también había ido sobre ruedas. Kelemvor se apresuró a vestirse y fue a ver cómo estaba Caitlan. Le sorprendió gratamente encontrarla sentada, desayunándose con lo que Zehla acababa de llevarle.

—¡Kelemvor! —exclamó Caitlan cuando vio al guerrero—. ¿Cuándo nos ponemos en camino?

Zehla dirigió una mirada de entendimiento a Kelemvor.

—Tan pronto como tengas fuerzas suficientes. Y…

—¿Está Medianoche con vosotros? ¡Tengo tantas preguntas que hacerle! —dijo Caitlan—. Es maravillosa, ¿no te parece? Es tan hermosa, tan inteligente y tiene tanto talento…

—No vendrá con nosotros —le informó Kelemvor, y advirtió que sus palabras extrañaron a Caitlan. Vio que la muchacha palidecía.

—Tiene que venir con nosotros —afirmó Caitlan.

—Hay otros magos…

—Se trata de mi proyecto —replicó Caitlan, y, por primera vez, su verdadera edad se reflejó en su rostro—. ¡O te llevas a Medianoche o no vas!

Kelemvor se enjugó la frente con la mano.

—No lo comprendes. Zehla, explícale que para una misión de este tipo no es apropiada una mujer.

Zehla se levantó de la cama y cruzó los brazos.

—¿Y una niña sí lo es?

Kelemvor comprendió que le habían vencido y se rindió con un suspiro. La búsqueda que había llevado a cabo la noche anterior para encontrar un mago había sido inútil. Los pocos magos que mostraron algún interés por la aventura eran entusiastas, pero bastante incompetentes. Uno llegó incluso a abandonar su hogar incendiándolo en un intento de demostrar que era digno de la misión.

—Supongo que puedo tratar de encontrarla —dijo Kelemvor—. Pero Arabel es una ciudad grande y me llevará más tiempo del que disponemos.

—Pues esperaremos —dijo Caitlan mirando hacia otro lado.

—¿Y qué pasará con tu señora? —preguntó Kelemvor en un tono lleno de suspicacia, y de nuevo sus palabras causaron un efecto de expectación.

—No esperaremos mucho —dijo Caitlan en voz baja.

Zehla salió con Kelemvor de la pequeña habitación y se reunió con él en el vestíbulo.

—He observado que no falta ni una sola poción —comentó Zehla.

—Soy muchas cosas, pero no un ladrón —aseguró Kelemvor—. ¿Se te ocurre cuál ha sido la causa de su estado?

—El agotamiento, vivir a la intemperie… Su organismo estaba predispuesto a cualquier enfermedad. Creo que llevaba bastante tiempo deambulando por la ciudad tratando de decidir quién sería su paladín.

Adon y Cyric llegaron al vestíbulo a tiempo de oír estas últimas palabras y no tardaron en unirse a la conversación.

—Es halagador —dijo Adon en un rasgo de ingenio—. Ha debido de ver algo especial en ti, Kelemvor.

—En realidad, había llegado al borde de la desesperación. Kelemvor fue simplemente el primer candidato que le dirigió la palabra —dijo Zehla—. Cuando uno consigue que suelte la lengua, es una jovencita muy habladora.

Kelemvor dio un respingo. ¿Qué le habría dicho la muchacha a Zehla? ¿Había revelado su secreto?

—Tenemos trabajo —dijo Kelemvor, y mediante un gesto indicó a Cyric y a Adon que lo siguieran.

Escapar de la ciudad pasando inadvertidos no sería tarea fácil. Se suponía que tanto Kelemvor como Cyric debían incorporarse al servicio poco después de la cena. Cyric podía ser lo suficiente cauteloso como para lograrlo pasando por delante de los nerviosos guardias o por encima de los muros imposibles de escalar, pero llevando a remolque una niña, un clérigo galán y un mago, era sin duda imposible que el fornido guerrero lo consiguiera.

—Cyric, ve a comprar ropa y lo que te parezca que nos pueda servir para disfrazarnos. Adon, intenta encontrar a Medianoche. Vamos a tener que… aceptarla. Yo estaré aquí, terminando de recoger mis cosas y trazando un plan —dijo Kel apenas los tres aventureros hubieron salido del mesón.

Una hora más tarde, cuando Kelemvor salía de su habitación, estuvo a punto de chocar con dos hombres de Zehla cargados de comida. Fuera, encontró a Cyric y Adon empaquetando las provisiones a un ritmo sorprendentemente ligero.

Adon sonrió y, con un gesto de la cabeza, indicó las sombras de los establos, donde apareció Medianoche con un magnífico caballo negro de deslumbrante crin roja. Vencido, Kelemvor dejó caer los hombros, con el peso del recuerdo del rostro de Caitlan y de la posible pérdida del oro que ella le había prometido.

—¿Juegas, Kel? —preguntó Medianoche alegremente.

—Me parece que estoy a punto de hacerlo —gruñó él.

Medianoche extendió una mano. Sostenía un enorme montón de pelo trenzado que parecía una escoba.

—Una gentileza de tu amigo Thurbrand —dijo Medianoche.

Kelemvor comprendió que las trenzas eran pelo humano; todo el pelo humano que quedaba en la cabeza de Thurbrand.

—¿Está…?

—Bastante molesto, sí.

Kelemvor no pudo reprimir una sonrisa.

—¿No acabas de mencionar el juego?

Medianoche asintió.

—Considéralo mi apuesta para entrar en tu partida.

En esta ocasión Kelemvor rió con una risa franca que quedó interrumpida al fijarse en los disfraces que sobresalían de los paquetes colocados en la parte trasera del caballo de Cyric. Examinó los paquetes y encontró unas pelucas, unas máscaras de una naturalidad sorprendente y unos vestidos andrajosos de un par de ancianas pordioseras.

Apareció Caitlan detrás de ellos con un aspecto radiante, rebosante de salud. Saludó a Medianoche como si ésta hubiese sido la respuesta a sus plegarias, luego dirigió la vista por encima del grupo, como si estuviese mirando algo que hubiera al otro lado de las murallas de Arabel, y su expresión volvió a ensombrecerse.

—Tenemos que marcharnos —dijo Caitlan con gravedad—. No queda mucho tiempo.

Medianoche miró a Kelemvor.

—Si quieres puedo ayudar a Adon con las provisiones.

Kelemvor asintió con una inclinación de cabeza, seguidamente cogió los paquetes que contenían los disfraces y Cyric lo siguió cuando entró en el mesón.

—¿Cómo se llama el lugar a donde vamos? —quiso saber Medianoche.

—El castillo de Kilgrave.

Medianoche se encogió de hombros y se quitó la capa para trabajar más cómodamente. Mientras colocaba la capa sobre el lomo de su caballo, el medallón azul con la estrella brilló a la luz del sol.

En las sombras de los establos, una figura surgió de la oscuridad, adoptó la forma de un cuervo, salió velozmente y pasó volando sobre las cabezas de los aventureros, a una velocidad que ningún ser de la naturaleza podría alcanzar jamás.