2. El aviso de reunión

Kelemvor caminaba por las calles de la ciudad de Arabel, teniendo siempre a la vista las murallas que la habían protegido de las invasiones repetidas veces. Lo que nunca admitiría es que las murallas lo ponían nervioso, porque hacían alarde de una prometida seguridad que para el guerrero no era mucho mayor que los barrotes de una jaula.

Atronaban sus oídos los ruidos, el bullicio y la actividad propios de un día típico en aquella ciudad dedicada al comercio a medida que se acercaba el mediodía. Kelemvor estudiaba los rostros de quienes pasaban junto a él. La gente había sobrevivido a los recientes infortunios, pero la supervivencia no era suficiente si había destruido el espíritu de la gente.

Kelemvor oyó el alboroto de una reyerta, aunque no veía la pelea. El guerrero oía gritos y el estruendo de golpes dados contra cotas de malla, un hecho bastante común en aquellos días. Sin embargo, esa descarada exhibición no era más que una trampa cuidadosamente tendida con el fin de atraer la atención de algún viajero solitario con el propósito de abrirle la cabeza y robarle la bolsa.

Estos hechos también eran comunes en aquellos tiempos.

El griterío se calmó como presumiblemente ocurrió con quienes lo producían. Kelemvor inspeccionó la calle y vio que nadie más reaccionaba ante la reyerta. Daba la impresión de ser el único que la oía. Esto significaba que el alboroto podía proceder de cualquier parte. Kelemvor tenía el oído extraordinariamente agudo, lo que no siempre era una ventaja.

No obstante, ese robo, si realmente lo había sido, no era nada insólito. En cierto sentido, Kelemvor se sentía aliviado por el hecho de que aquella reyerta hubiera sido sólo un acto trivial, pues pocas cosas había en Arabel, o en todos los Reinos, que siguieran siendo normales y corrientes. Todo era insólito e incluso la magia había dejado de ser digna de confianza desde el Advenimiento, como empezaba a ser conocido aquel día. Kelemvor pensó en los cambios que habían tenido lugar en los Reinos en las dos semanas anteriores, de los que él mismo había sido testigo.

La noche en que los dioses llegaron a los Reinos, un amigo y aliado de Kelemvor cayó herido en su alojamiento después de una escaramuza con una banda errante de duendes. El soldado, y el clérigo que le ayudó, perecieron en las llamas de una bola de fuego que surgió de la nada cuando el clérigo trató de invocar su magia curativa. Kelemvor y los otros allí presentes se quedaron conmocionados; jamás antes habían sido testigos de un hecho semejante. Días después, cuando los supervivientes de la destrucción del templo de Tymora se reagruparon, encabezados por la propia diosa, la iglesia negó oficialmente toda responsabilidad en las acciones del clérigo, al que calificó de hereje por provocar la cólera de los dioses.

Sin embargo, este incidente fue solamente el primero de muchos sucesos extraños que acosarían a Arabel.

Una mañana, el carnicero del lugar salió gritando de su tienda, porque las reses muertas que mantenían en hielo habían cobrado repentinamente vida; estaba sediento de venganza contra los responsables.

El propio Kelemvor estaba presente cuando un mago, que intentaba llevar a cabo un simple hechizo de levitación, descubrió que el hechizo se escapaba a su control. Su petición no fue oída, y el guerrero vio cómo se desvanecía la forma del histérico mago y desaparecía entre las nubes. Nunca más volvió a vérsele.

Hacía una semana, poco más o menos, que Kelemvor y dos miembros de la guardia fueron llamados para tratar de salvar a un mago que había requerido que una cegadora esfera de luz adquiriese vida y se encontró atrapado en el globo. No se supo si invocó a la esfera por accidente o adrede. El incidente se produjo delante de la taberna Máscara Negra y los miembros de la guardia acudieron a controlar al gentío allí congregado para ver a otro par de magos que intentaban ayudar a su hermano. La esfera no se desvaneció hasta una semana después, cuando el mago atrapado murió de sed.

Kelemvor advirtió, con amargura, que el negocio de la taberna Máscara Negra nunca había sido tan próspero como aquella semana. A juzgar por todo lo que Kelemvor escuchaba de boca de los viajeros que anhelaban la protección de la gran ciudad amurallada, parecía que todos los Reinos, no solamente Arabel, estaban en un profundo caos. Cambió, pues, de pensamiento y se concentró en el presente.

Al guerrero le dolía el hombro derecho y, a pesar de los ungüentos y los bálsamos que se había aplicado en las heridas, el dolor no cejaba desde hacía ya días. En circunstancias normales, su estado habría mejorado con sólo unos cuantos hechizos curativos, pero Kelemvor, después de lo que había visto, no confiaba ya en ninguna magia. No obstante, a pesar de la desconfianza que reinaba por la magia, muchos profetas, clérigos y sabios proclamaban que se había iniciado una nueva era, una época de milagros. Esto se debía a que de repente surgieron un montón de aspirantes anónimos a profetas que afirmaban estar en contacto personal con los dioses que deambulaban por los Reinos.

Un anciano particularmente fervoroso juraba que Oghma, dios del Conocimiento y las Ideas, había tomado la forma de Pretti, su gato, y comentaba con él asuntos de la más perentoria urgencia.

Nadie daba crédito al anciano, pero, en cambio, la mayoría aceptaba que la mujer que había salido de las llamas producidas a raíz de la destrucción del templo de Tymora en Arabel era la diosa en forma humana. De pie en medio de las llamas, la mujer había hecho gala del poder de unir las mentes de cientos de sus seguidores en un solo instante, permitiéndoles compartir unas visiones que sólo un dios podría haber presenciado.

Kelemvor había pagado la entrada para ver el rostro de la diosa, pero no observó nada notable. Dado que no formaba parte de la grey de Tymora, no se molestó en pedirle a la diosa que curase su herida. Estaba completamente seguro de que le habría hecho pagar una cantidad adicional si lo hacía.

Además, el dolor haría que a Kelemvor le resultase más difícil olvidar que cuando Ronglath, el Caballero Siniestro, incrustó la claveteada maza en su carne, hirió también su orgullo más que su propio cuerpo. Luchaban en lo alto de la torre de la atalaya principal, donde el Caballero Siniestro estaba apostado, y durante la lucha Kelemvor fue arrojado violentamente por encima de los muros de la ciudad, hacia una muerte segura.

Pero no murió.

Kelemvor ni siquiera sufrió heridas graves cuando cayó.

El guerrero interrumpió sus meditaciones y observó su reflejo en el cristal de la casa de Gelzunduth, un comerciante de dudosa reputación. Kelemvor contempló, detrás de su imagen, la extraña colección de artículos expuestos en el escaparate. Se rumoreaba que detrás de la cuidada fachada que mantenía la compra y venta de joyas hechas a mano, armas de época y raros volúmenes de olvidado saber popular, Gelzunduth traficaba con privilegios y otros documentos falsos, así como con la información relativa a los movimientos de la guardia en toda la ciudad. Habían fracasado los numerosos intentos llevados a cabo por los agentes no sobornables de la guardia para coger en falta al taimado Gelzunduth en cualquiera de estas prácticas.

Precisamente cuando Kelemvor iba a alejarse del escaparate, la vista de su propio reflejo volvió a llamar su atención. El guerrero estudió su rostro: unos ojos penetrantes de un color verde luminiscente, profundamente destacados sobre un rostro bronceado de despejada frente, nariz recta y mandíbula cuadrada. Enmarcando el rostro, una melena desordenada y negra como el ébano, con unas hebras grises reveladoras de los treinta años que llevaba recorriendo los Reinos. En los lugares donde la ropa no protegía su piel, era evidente que un espeso pelo negro cubría su pecho y sus brazos. Iba vestido con cuero y cota de malla, y una espada del tamaño de la mitad de su cuerpo colgaba a su espalda dentro de la vaina.

—¡Eh, soldado!

Kelemvor se volvió y miró a la jovencita que lo abordaba. No tenía más que quince años y sus delicados rasgos parecían haber pagado el precio de los infortunios y los problemas que, evidentemente, soportaba en los últimos tiempos. Era rubia y llevaba el pelo corto, como un chico, y el sudor pegaba sus greñas despeinadas al cuero cabelludo. La ropa que llevaba la muchacha era poco más que andrajos y no habría sido difícil confundirla con una pordiosera. Daba la impresión de estar débil, a pesar de que sonreía con coraje y trataba de moverse aparentando una seguridad que su cuerpo ya no estaba dispuesto a permitir.

—¿Qué quieres de mí, criatura? —preguntó Kelemvor.

—Me llamo Caitlan, Melodía de la Luna —contestó la muchacha con una voz ligeramente quebrada—, y he recorrido un largo camino para encontrarte.

—Sigue.

—Necesito un espadachín —prosiguió— para un asunto de la mayor urgencia.

—¿Serán recompensados mis esfuerzos? —quiso saber Kelemvor.

—Grandemente recompensados —prometió Caitlan.

El guerrero frunció el entrecejo. La muchacha parecía estar a punto de caerse cuán larga era por inanición de un momento a otro. A menos de una manzana estaba la hostería El Hombre Hambriento, así que Kelemvor cogió a la muchacha por el hombro y la llevó a la hostería.

—¿Adónde vamos? —preguntó Caitlan.

—Tu estómago necesita una abundante comida, ¿no crees? Seguramente sabías que Zehla, la de la hostería El Hombre Hambriento, ayuda a los necesitados. —Kelemvor se detuvo, con una sombra de preocupación en sus rasgos endurecidos. Cuando habló, sus palabras eran circunspectas y su tono de voz frío y nada amistoso—. Dime que no necesitabas que te informase de ello.

—Claro que no —replicó la muchacha. Kelemvor no se movió. Su inquietud no menguó—. No necesitaba que me lo dijeses. No me has hecho ningún favor.

—Está bien —dijo él, y volvió a emprender el camino hacia la hostería.

Caitlan se dejó llevar, consternada por el extraño intercambio de palabras que acababa de producirse.

—Pareces inquieto.

—Son tiempos inquietantes —replicó Kelemvor.

—Tal vez si hablaras…

Pero en aquel momento llegaban a El Hombre Hambriento y Kelemvor guió a la muchacha hacia el interior. Era un momento tranquilo con pocos clientes aún para la comida de mediodía. Quienes cometieron la insensatez de observar a Kelemvor y a la muchacha recibieron una mirada que les heló la sangre en las venas y los obligó a apartar inmediatamente la vista.

—Un poco joven para lo que a ti te gusta, Kel —dijo una voz familiar—, pero sospecho que llevas buenas intenciones.

Viniendo de cualquier otra persona, una observación así habría provocado violencia, pero procediendo de la anciana que se acercaba hizo que los labios de Kelemvor se iluminasen con una fina sonrisa.

—Me temo que la pobre se va a desplomar de un momento a otro.

La mujer, Zehla, tocó el hombro de Kelemvor y miró a la muchacha.

—Sí, a decir verdad, está bastante escuálida —dijo—. Tengo exactamente lo que hace falta para poner un poco de carne sobre esos miserables huesos. En un momento lo tendré listo.

Caitlan, Melodía de la Luna, miró a la mujer mientras ésta se alejaba, luego a Kelemvor. Los pensamientos que turbaban al guerrero volvían a acaparar su atención. Caitlan era consciente de la importancia de escoger adecuadamente a su hombre, de modo que metió la mano en el bolsillo y sacó una piedra preciosa, roja como la sangre, que llevaba consigo; extendió la mano con la piedra oculta y cubrió la mano de Kelemvor con la suya. Se produjo un resplandor de luz rojísima y Caitlan notó que, en el mismo momento que la piedra arañaba la mano del guerrero, rasgaba también su propia carne.

Kelemvor saltó de la silla para retroceder luego y alejarse de la muchacha. Su espada había abandonado la vaina y estaba suspendida sobre la cabeza de Kelemvor. Entonces se oyó la voz de Zehla:

—¡Kelemvor, detén tu mano! No pretende hacerte daño alguno. —La anciana estaba a unas cuantas mesas, con la comida de Caitlan en las manos.

—Tu pasado es como un libro abierto para mí —dijo suavemente Caitlan; y Kelemvor miró a la muchacha, rabiando de ira a causa de sus palabras. Caitlan tenía la reluciente piedra roja en las palmas abiertas y hablaba como si estuviese poseída. Kelemvor fue bajando lentamente la espada—. Te encargaron una misión cuajada de decepciones e inquietudes durante interminables días y noches. Myrmeen Lhal, soberana de Arabel, temía la existencia de un traidor. Asignó a Evon Stralana, ministro de Defensa, la tarea de contratar mercenarios para que se infiltrasen en la guardia de la ciudad a fin de tratar de desenmascarar al traidor.

Zehla colocó la bandeja delante de Caitlan, pero la muchacha ni siquiera miró la comida. Parecía como si las palabras que había pronunciado hubiesen consumido su voz.

—¿Qué brujería es ésta? —preguntó Kelemvor a Zehla.

—No lo sé —contestó la anciana.

—¿Por qué, entonces, me has detenido? —dijo Kelemvor, inquieto ante la idea de que la muchacha pudiese todavía resultar un peligro.

Zehla arrugó la frente.

—Por si lo has olvidado, te diré que jamás se ha derramado sangre en mi establecimiento. Y seguirá siendo así mientras yo viva. Además, es sólo una niña.

Kelemvor frunció el entrecejo y escuchó a Caitlan, que se había puesto a hablar de nuevo.

—El ministro de Defensa acudió a ti y a un hombre llamado Cyric. Acababais de llegar a la ciudad y erais los únicos supervivientes del intento fallido de recuperar un objeto conocido como el Anillo de Invierno. Se temía que el traidor estuviera al servicio de quienes conspiran para hundir la economía de Arabel mediante el sabotaje de las vías comerciales y, en general, desacreditando a Arabel como ciudad vital de los Reinos.

»Con la ayuda de Cyric y otro hombre, encontrasteis al traidor, pero él logró escapar y ahora la ciudad está tan temerosa como recelosa. Te culpas de ello y ahora trabajas duramente como un guardia normal y corriente, dejando que tu talento para la aventura languidezca infructuoso.

La piedra dejó de brillar y adquirió el aspecto de una piedra común de jardín. Caitlan suspiró.

Kelemvor pensó en la criatura de hielo que custodiaba el Anillo de Invierno. Él no movió un dedo cuando la criatura heló la sangre de sus compañeros y sus gritos se ahogaron bruscamente cuando el hielo agarrotó sus gargantas. Sus muertes habían comprado el tiempo que Kelemvor y Cyric necesitaban para escapar. El primero en saber del anillo había sido Kelemvor y era él quien había organizado la expedición para recuperarlo, si bien había cedido el liderazgo a otro.

—Mi «talento» para la aventura —comentó Kelemvor con desprecio—. Han muerto hombres por culpa de mi presunto talento. Hombres buenos.

—Cada día mueren hombres, Kelemvor. ¿No es preferible morir con los bolsillos llenos de oro… o por lo menos persiguiendo este objetivo?

Kelemvor se reclinó contra el respaldo de la silla.

—¿Eres maga? ¿Es así como ves mis pensamientos más secretos?

Caitlan movió la cabeza.

—No soy maga. Esta piedra…, esta piedra preciosa fue un regalo. Era lo poquito de magia que poseía. Ahora se ha apagado. Estoy indefensa y a tu merced, buen Kelemvor. Te pido perdón por mi forma de proceder, pero tenía que saber que eras un hombre honrado.

El guerrero se levantó para guardar la espada y volvió a sentarse.

—Se te está enfriando la comida —dijo.

Aun cuando su apetito era evidente, Caitlan ignoró los alimentos.

—Estoy aquí para proponerte algo, Kelemvor. Para proponerte aventura y peligro, riquezas más allá de lo imaginable y emociones como las que has estado anhelando estas semanas. ¿Quieres oír lo que te propongo?

—¿Qué más sabes de mí? —preguntó Kelemvor—. ¿Qué más te ha contado tu piedra preciosa?

—¿Qué más hay que saber?

—No has contestado a mi pregunta.

—Tú no has contestado a la mía.

Kelemvor sonrió.

—Háblame del asunto que te ha traído aquí.

Adon, a pesar de la presencia de cuatro guardias armados que lo rodeaban y lo conducían a través de la gran Ciudadela de Arabel, sonreía audazmente. Pasaron por delante de todos los sitios de interés con los que Adon se había familiarizado durante su última visita a la Ciudadela: los hermosos edificios públicos llenos de actividad, y las vidrieras alegremente coloreadas a través de las cuales se filtraba una preciosa luz que avivaba su rostro. El esplendor de la fortaleza suponía un asombroso contraste con la miseria que Adon había observado en las calles. El clérigo se llevó una mano al rostro, como si temiese que la inmundicia en la que estaba pensando se hubiese, en cierta forma, desvanecido para ir a desfigurar su prístino aspecto.

Sune, Cabellos de Fuego, la diosa a la que él había servido como clérigo fiel durante la mayor parte de su corta vida, le había bendecido con lo que él consideraba era la piel más suave y hermosa de todos los Reinos. Le habían acusado alguna vez de ser vanidoso, pero él quitaba hierro a estas acusaciones. No esperaba que quienes no veneraban a Sune comprendiesen que tenía que cuidar y custodiar los preciosos bienes que le había donado la diosa, a la que regularmente daba gracias por encomendarle ese cargo. Venía luchando por preservar el buen nombre y la reputación de Sune, y jamás sufrió más allá de un leve arañazo que desfigurase su rostro. Por esto sabía que era bienaventurado.

Ahora que los dioses habían llegado a los Reinos, Adon presentía que era sólo cuestión de tiempo que su camino se cruzase con el de Sune. Si hubiese sabido su paradero, ya habría ido en su busca. Dada la situación de Arabel, con su constante flujo de comerciantes, parlanchines y de sed insaciable, lo mejor era esperar aquí a que le llegase más información.

Era cierto que en el templo de Sune había habido ciertas disensiones. Dos clérigos habían abandonado el templo en circunstancias dudosas. La inquietud embargaba a otros por el abandono de Sune; según decían, un hecho que confirmaba la diosa con su silencio ante sus oraciones. También era cierto que desde el Advenimiento, sólo los clérigos de Tymora habían logrado llevar a cabo con éxito la magia clerical y ello se atribuía a la proximidad de su dios hecho carne. Daba la impresión de que si un clérigo estaba fuera de la vista de su dios, sus hechizos no funcionaban.

Como es de suponer, las pociones curativas o los objetos mágicos que simulaban los efectos de la magia curativa se vendían en aquellos momentos a más de su valor, aunque no eran dignos de confianza. Los alquimistas locales se vieron obligados a contratar guardias privados que protegieran a ellos y a sus mercancías.

Adon se adaptó mejor que otros al caos de los Reinos. Sabía que todo lo relativo a los dioses se producía por alguna razón de peso. Un fiel seguidor debía tener la paciencia y el buen juicio de esperar una explicación, en lugar de dejar que su imaginación se desbocase. La fe de Adon era inquebrantable y había sido recompensado por ello. El que la hermosa Myrmeen Lhal, soberana de Arabel, hubiese requerido su presencia, era una prueba de que era bienaventurado.

La vida se portaba bien con él.

El grupo atravesó un pasillo que Adon no conocía; trató de detenerse cuando pasaron por delante de un espejo, pero los guardias le dieron un ligero codazo para que siguiese. Algo molesto, obedeció.

Entre los guardias había una mujer de piel oscura y ojos negros. Adon estaba contento de que la hubiesen admitido en las filas de guardias con tanta facilidad. «Encuentra una ciudad gobernada por mujeres y encontrarás verdadera igualdad y justicia en todo su dominio», era su lema. Sonrió a la guardia y comprendió que elegir la ciudad de Arabel como su nuevo hogar era realmente un acierto.

—¿Qué honor se me concederá por haber contribuido a acabar con el asqueroso villano de Caballero Siniestro? No tengáis miedo de decírmelo, yo no diré nada y fingiré la mayor de las sorpresas. Pero ¡la incertidumbre es superior a mis fuerzas!

Uno de los guardias se rió disimuladamente, y ésta fue la única respuesta que recibió Adon. La recompensa que el clérigo recibió por el trabajo que había realizado por la ciudad fue insignificante, a pesar de haber rogado al ministro de Defensa que abogase por él. Ahora Myrmeen Lhal había intervenido personalmente y Adon adivinaba la razón.

El papel de Adon en el aborto de la conspiración consistió en seducir a la amante de uno de los presuntos conspiradores, una mujer que, según se rumoreaba, hablaba en sueños. Adon actuó de modo admirable, pero su recompensa fue pasarse una semana en la compañía de los guardias, observando los movimientos de dos mercenarios que el ministro de Defensa había reclutado para el asunto del Caballero Siniestro.

Cuando se libró la batalla con el traidor, ante el asombro de todos breve y sin desenlace, el Caballero Siniestro se escapó, aunque el propio Adon había descubierto dónde estaba la cámara de los conspiradores y un libro que contenía información que podía interpretarse como los puntos clave del ataque de los conspiradores contra Arabel.

Adon dejó de lado los recuerdos y regresó al presente.

Estaban bajando y bajando a una sucia y polvorienta sección de la fortaleza de la que había oído hablar pero nunca había visitado.

—¿Estáis completamente seguros de que nuestra dama ha solicitado verme aquí y no en los aposentos reales?

Los guardias no contestaron.

La luz se convirtió de pronto en un precioso lujo muy escaso, oyó ruido de ratas corriendo por el pasillo y detrás de él el chirriar de las puertas macizas que se cerraban de golpe. En medio del silencio del pasillo, el eco retumbaba una y otra vez.

Los guardias habían cogido antorchas encendidas puestas en los muros y Adon se sintió incómodo ante el calor de una antorcha que tenía detrás.

Sólo se oía en aquellos momentos las pisadas del grupo mientras avanzaban con decisión. Y, a pesar de que los anchos hombros del guardia que Adon llevaba delante no le dejaban ver lo que había más allá, tuvo una idea clarividente.

«¡Una mazmorra!», gritó Adon en la seguridad relativa de su propia cabeza. «¡Estos bufones me llevan a una mazmorra!».

Adon notó las manos de los guardias sobre él y, antes de que pudiese reaccionar, lo empujaron de golpe. Su cuerpo delgado y musculoso acusó el golpe de la caída cuando rodó por el suelo; se levantó de un salto y se puso en guardia, en disposición de pelea, pero en ese momento oyó cómo se cerraba de golpe una puerta de acero. Las lecciones que Adon había tenido que tomar cuando practicaba el arte de la defensa personal le habrían venido muy bien de haberse percatado antes de la situación.

Se maldijo por haber entregado el hacha de guerra con tanta facilidad y maldijo su propia vanidad que le nubló la razón, aunque sólo fuese por un instante. ¡Aquellos canallas eran leales al Caballero Siniestro! El clérigo estaba seguro de que sus conciudadanos Kelemvor y Cyric no tardarían en reunirse con él.

Pensó que habían sido unos estúpidos. ¿Cómo podían creerse que la amenaza hubiera desaparecido sólo porque habían puesto en fuga a un hombre?

No había luz en la habitación; Adon se quitó el polvo de su delicada ropa. Se había puesto sus sedas preferidas y cogido un pañuelo de puntillas doradas, para el caso de que la dama no pudiera contener las lágrimas cuando él aceptase su propuesta y se convirtiese en consorte real. A pesar de la porquería que se había visto obligado a pisar, sus botas seguían relucientes y se reflejaba en ellas hasta el más pequeño destello de luz.

—Soy un estúpido —dijo Adon a las tinieblas.

—Eso me han dicho —contestó una voz femenina detrás de él—. Pero todos tenemos nuestros puntos débiles.

En seguida Adon oyó el roce de una piedra y se encendió una antorcha que reveló a la poseedora de la luz, una hermosa mujer morena.

Myrmeen Lhal.

Los ojos de la joven aparecieron en el reflejo de las llamas y la luz parpadeante parecía bailar con el único fin de celebrar su belleza. Llevaba un manto oscuro, abierto de cintura para arriba, y Adon miró la plenitud de sus pechos que se agitaban dentro de su cota de malla.

Adon abrió los brazos y avanzó hacia su amor, una mujer guerrera que contaba con el valor y la sabiduría para controlar un reino.

La vida se portaba con él mejor de lo que pensaba.

—No te muevas, a menos que tengas ganas de salir de aquí reducido a otra cosa que no sea un cerdo atravesado.

Adon se paró.

Milady, yo…

—Hazme el favor de limitar tus contestaciones a «sí, milady» o «no, milady» —dijo Myrmeen en tono airado.

La soberana de Arabel se adelantó y el clérigo notó la fría punta de una hoja contra su estómago.

—Sí, milady —dijo Adon, luego guardó silencio.

Myrmeen retrocedió y estudió su rostro.

—Eres guapo —dijo ella, aunque en realidad estaba siendo muy amable, pues la boca del clérigo era un poco grande, su nariz estaba lejos de ser perfecta y su mandíbula era demasiado angulosa para ser considerada particularmente agradable. Sin embargo, en sus inocentes ojos había algo infantil y travieso, quizás el reflejo de un alma que ansiaba aventura, siempre al servicio de su diosa y de las hermosas damas de Arabel, si es que había que dar crédito a los rumores que sobre él circulaban.

Adon dejó escapar una sonrisa que no tardó en desvanecerse cuando la punta del cuchillo encontró un nuevo y más bajo lugar donde posarse.

—Un hermoso rostro, acompañado de un cuerpo sano y utilizable…

«¿Utilizable?», empezó a preguntarse Adon.

—¡Y un ego del tamaño de mi reino!

Cuando Myrmeen le gritó, con la antorcha peligrosamente cerca de su rostro, Adon retrocedió. El clérigo notó la frente bañada de sudor.

—¿No es así?

El clérigo tragó saliva.

—Sí, milady.

—¿Y no has sido tú quien ha estado jactándose todos estos últimos días de que me llevarías a la cama antes de que finalizase el mes?

Adon guardó silencio.

—No importa. Sé que es así. Y ahora, escúchame, estúpido. ¡Cuándo y cómo decido tomar un amante es asunto mío y sólo mío! ¡Así ha sido y así será!

Adon se preguntó si no le estaría chamuscando las cejas.

—Me habló de ti lady Tessaril, Bruma de la Estrella Vespertina, antes de que yo permitiese que te establecieses en Arabel. Llegué incluso a considerar que tu talento a la hora de obtener información valiéndote de intrigas podía ser valioso, y en esto has demostrado ser de utilidad.

El clérigo pensó en los lechosos hombros de Tessaril, en el suave y perfumado cuello, y se preparó a morir.

—Pero desde el momento en que has volcado tus asquerosas fantasías en Myrmeen de Arabel sólo puede haber un castigo adecuado.

Adon cerró los ojos y esperó lo peor.

—El exilio —dijo ella—. Mañana a mediodía tienes que estar fuera de mi ciudad. No me obligues a enviarte a mis guardias. Su tierna clemencia no te dejará con juicio suficiente para dar las gracias.

Adon abrió los ojos con el tiempo justo de ver la espalda de Myrmeen cuando salía de la celda, demostrando con ello un desprecio olímpico y una altanería como Adon no había visto jamás. Admiró con qué gracia hizo una seña a dos guardias, que se colocaron junto a ella mientras los otros dos avanzaban hacia Adon. Admiró su enorme valor, su buen juicio, su gran misericordia por haberle dado la opción de abandonar la ciudad amurallada en lugar de limitarse a ordenar a los guardias que le cortasen el cuello.

Sin embargo, cuando los dos guardias se acercaron a él y le obligaron a introducirse más adentro de la celda en lugar de permitirle abandonarla, quedó anonadado, pero sólo un instante. Sabía que planearan lo que planeasen, él no se atrevería a luchar. Aunque derribase a los dos guardias en aquella mazmorra, había pocas probabilidades de llegar hasta las puertas de la ciudad, y menos de traspasarlas. Aun cuando lo consiguiese, sería un fugitivo, no un exiliado, y sus acciones sólo serían fuente de desgracias y castigos para la iglesia.

—¡Por favor, no me desfiguréis el rostro! —gritó, y los guardias empezaron a reír.

—Por aquí —dijo uno de ellos mientras cogían el brazo de Adon y lo arrastraban fuera de la celda.

Cyric regresó a su habitación desde la hostería El Lobo de la Noche con el alma apesadumbrada. A pesar de que había tomado la decisión de que sus días de ladrón quedaban muy lejos, seguía pensando como un ladrón, moviéndose como un ladrón, y comportándose como un ladrón. Sólo en el fragor de la batalla, cuando necesitaba de toda su concentración para asegurar su supervivencia, era capaz de resistir a la influencia de su antigua vida.

Incluso entonces, a medida que la noche se iba cerrando, Cyric subió las escaleras débilmente iluminadas para dirigirse a su habitación. Sólo un agudo observador habría sido capaz de detectar alguno de los ruidos producidos por la sombra de un hombre, delgado y de pelo corto, que se dirigía ágilmente hacia el rellano del segundo piso.

Los recientes acontecimientos habían sido horribles. Acudió a Arabel para empezar de cero y, sin embargo, fue necesario recurrir a su talento como ladrón para desenmascarar las pruebas contra el Caballero Siniestro. Ahora sus días transcurrían llevando a cabo las sencillas tareas de un guardia, siendo el tedio una fútil recompensa, muy deprimente, para sus esfuerzos. La recompensa que Evo Stralana prometiera en un principio se vio reducida a la mitad a causa de la huida del Caballero Siniestro.

Stralana acudió a Cyric y a Kelemvor porque eran forasteros, recién llegados a la ciudad y probablemente desconocidos para los traidores. Aun cuando Cyric no tenía intención alguna de entrar a formar parte de los guardias de Arabel, Stralana impuso esa condición, e insistió en la autenticidad de un contrato firmado para probar que Cyric era un guardia y disipar así las sospechas de su presa, que se creía infiltrado en la guardia. Sin embargo, el contrato que Cyric había firmado como parte de este subterfugio resultó ser vinculante. Al estallar el conflicto, Stralana obligó a Cyric a respetar los términos del contrato. Arabel necesitaba todos los guardias que se pudiesen reunir.

Ya no se podía contar con muchas de las defensas de la ciudad, antes fortalecidas por la magia, ya que la ciudad había llegado incluso a reclutar civiles para el servicio temporal. Para salir de apuros, Cyric creía en una buena hacha o en un cuchillo, en la fuerza de su brazo, en la fuerza de su ingenio y en su habilidad. Eran ya muy pocos los que en el curso de las últimas semanas seguían creyendo únicamente en el poder de la magia.

También para Cyric era inquietante la presencia de los «dioses» en los Reinos. Como desafío a Kelemvor, su compañero de infortunios en el fiasco del Caballero Siniestro, Cyric visitó el derruido templo de Tymora y pagó el precio de la entrada para disfrutar de la presencia de la deidad recientemente instalada en Arabel. Aunque Cyric se había prometido considerar aquel acontecimiento con una visión optimista, la «diosa» leyó inmediatamente su pensamiento.

—Tú no crees en mí —dijo Tymora con un tono de voz desprovisto de sentimiento.

—Yo creo en lo que mis sentidos ponen en evidencia —replicó Cyric con franqueza—. Si tú eres una diosa, ¿para qué necesitas mi oro?

La diosa lo observó con frialdad, luego apartó la mirada y levantó una de sus cuidadas manos para indicar que la audiencia había terminado. Cyric, en su camino hacia el exterior, robó del bolsillo de tres clérigos y aquella tarde entregó el dinero a una misión dedicada a socorrer a los pobres.

Lo que más perturbaba a Cyric era que había cientos de indicios que probaban que no todo iba como era debido en los Reinos. El propio Cyric había sido testigo de una buena parte de los extraños sucesos acaecidos desde la noche del Advenimiento.

Una noche lo llamaron a un mesón llamado La Amable Sonrisa, donde tuvo que proteger a un clérigo de Lathander que regresaba a Tantras. El clérigo trató inocentemente de invocar un hechizo para purificar un trozo de carne pútrida que le habían servido y, no sólo el hechizo no surtió efecto, sino que estalló una histeria colectiva entre los demás comensales porque temían que el clérigo hubiese envenenado toda la comida del mesón con su «magia no bendita».

Una tarde, en un mercado al aire libre, dos magos se enfrascaron en una discusión que desembocó en una batalla campal donde se recurrió a la magia. Por la expresión de sorpresa que apareció en los rostros de ambos magos, sus hechizos no actuaron según sus expectativas; uno de los magos fue sacado de allí por un sirviente invisible y el otro miró indefenso cómo una capa de telarañas caía del cielo y cubría todo el mercado. Los fuertes y pegajosos filamentos se agarraron a todos y a todo lo que había a la vista. El género que había en el mercado quedó inutilizado y, como las telarañas eran muy inflamables, Cyric y sus compañeros los guardias estuvieron dos días sacando a tajo limpio las fuertes telarañas en un esfuerzo por liberar a los inocentes que habían sido atrapados en ellas.

Cyric interrumpió sus meditaciones cuando dobló una esquina. Una pareja joven se sobresaltó cuando él la sorprendió. Se pusieron a abrir la puerta de su habitación con la llave y Cyric pasó por delante de ellos, reconociendo al joven como al hijo de un guardia que no paraba de hablar de los problemas que le causaba su hijo. La muchacha debía de ser la «ramera» que el padre del joven le había prohibido volver a ver.

A Cyric no le pasaron inadvertidas las oleadas de miedo que surgieron del joven, pero fingió no haberlo reconocido, y envidió los sentimientos de la pareja. Hacía mucho tiempo que nada en la vida despertaba sus emociones, ni para bien, ni para mal.

«Vuelve en ti —pensó Cyric—, ésta es la vida que has escogido».

«O la vida que el destino ha escogido para ti», se apresuró a añadir.

Entró en su habitación impulsando todo su peso contra la puerta y haciendo que ésta se abriese de par en par y golpease contra la pared. Alguien desde la habitación contigua aporreó la pared protestando por el estrépito.

Mientras Cyric se apresuraba a entrar, pensó que no había nadie detrás de la puerta, en caso contrario habría recibido el impacto. Cerró la puerta de una patada al mismo tiempo que se lanzaba rodando sobre la cama, preparado para sacar su espada corta, listo para mantener a raya a cualquier intruso que pudiera haberse colgado del techo, dispuesto a defenderse de él.

Pero no había nadie.

Saltó de la cama, dio una patada a la puerta del armario y aguzó el oído atento a cualquier eventual grito de sorpresa que pudiera producirse cuando un atacante oculto se diese cuenta, súbitamente, de que Cyric había empujado la puerta quedando abierta hacia adentro.

Seguía sin haber nadie.

Cyric contempló la tarea de recomponer la puerta del armario y decidió dejarlo para después de cenar. Comprobó las armas que había escondido en lo más recóndito del armario; el hacha de mano, las dagas, el arco, las flechas y la capa para los viajes: nada se había tocado. Verificó el pelo que había pegado al marco de la ventana y vio que no estaba roto. Por fin se relajó un poco.

A continuación Cyric se fijó en la sombra de aproximadamente el tamaño de un hombre que había aparecido de pronto en la parte exterior de la ventana. La ventana explotó y Cyric se echó hacia atrás, en un intento de esquivar la ráfaga de trozos de afiladísimos cristales que llovieron en la habitación.

Cyric oyó a su agresor saltar dentro del cuarto antes de que cayese el último de los cristales rotos. Imaginó a su adversario unos momentos antes, esperando en la habitación de encima, atento a los ruidos producidos por la llegada del exladrón. Cyric se maldijo por haber seguido una rutina; era evidente que el asaltante debía de haber estado días observándolo.

Cuando Cyric se puso de pie, una ligera corriente de aire a su derecha le avisó del peligro. Se movió hacia la izquierda escapando por los pelos al cuchillo dirigido a su espalda. Sin volverse, Cyric hundió el codo en el rostro de su enemigo, luego pasó al otro lado de la habitación saltando por encima de la cama. Antes de hacerlo para quedarse de frente a la ventana rota, la espada corta ya estaba en su mano.

No había nadie en la habitación. Cyric advirtió a través del destrozado marco de la ventana la cuerda que había utilizado su agresor. Se balanceaba de un lado a otro como un péndulo, entraba en el cuarto y volvía a salir. Sin embargo, el hombre que la había usado no estaba en ninguna parte.

Una ráfaga de aire volvió a ponerlo sobre aviso y se movió rápidamente. En la pared que había junto a él vio materializarse una daga.

Invisibilidad, observó con calma. Sin embargo algo no encajaba. La invisibilidad sólo protegía a quien hacía uso de ella hasta el momento del ataque. En ese caso, su adversario se había vuelto invisible mientras atacaba.

Cyric supo que tenía muy pocas posibilidades de salir bien parado de aquella situación. Sin embargo, una sonrisa más amplia que cualquiera que hubiese esbozado en los últimos tiempos se extendió por su rostro.

El ladrón empezó a desplazarse deprisa, cubrió una zona delante de él blandiendo continuamente la espada, sin dar a otra cosa que no fuese el aire y cambiando constantemente de dirección. Con la mano libre, Cyric fue cogiendo objetos diversos de la habitación y lanzándolos en diferentes direcciones, esperando oír el ruido de alguno de ellos al golpear al asesino invisible.

El borde del cubrecama se levantó ligeramente y un hilo de éste se elevó en el aire, sin sujeción aparente pero sin duda enganchado a la ropa del enemigo invisible. Cyric dio la espalda al asaltante y se alejó un poco para, inmediatamente, ponerse en cuclillas.

La estocada del agresor dio demasiado arriba y Cyric, después de apresurarse a levantar una mano, notó que sus dedos sujetaban un brazo humano. Se puso de pie y lanzó al hombre por encima de su hombro sin dificultad, mientras oía el ruido que producía un cuchillo al caer al suelo, para luego materializarse.

Cyric puso su rodilla sobre la garganta del agresor y deslizó la espada junto a ella.

—¡Déjate ver! —ordenó Cyric.

—Tendrás que esperar —dijo una voz apagada.

—¿El qué?

—Tendrás que esperar a que el hechizo se desvanezca. Tarda un poco una vez he dejado de atacar. Ya sabes que, últimamente, cualquier cosa relacionada con la magia funciona de forma bastante extraña, si es que llega a funcionar.

Cyric frunció el entrecejo. A pesar de que el tono de voz estaba amortiguado, le resultaba familiar.

El hechizo se desvaneció un momento después y pudo ver al hombre. Llevaba el rostro envuelto en una especie de tela que parecía haber sido reforzada con malla de acero y la mayor parte del cuerpo había sido amortajada de modo similar. El otro detalle digno de mención era la piedra preciosa de color azul que había en su dedo. Cyric retiró la tela del rostro del hombre con la mano libre.

—¡Marek! —exclamó Cyric casi en un susurro—. Después de todos estos años…

Cyric miró los ojos del anciano y Marek se echó a reír; un rugido franco y bonachón le brotó de la garganta.

—Sigues siendo aquel estudiante de mal genio, Cyric, incluso con tu mentor.

Apretó con más fuerza la espada y Marek miró al techo.

—¡Jovenzuelo estúpido! —dijo con voz ronca—; si mi intención hubiese sido la de quitarte la vida, hace días que habrías dado tu último suspiro. Sólo quería demostrarme a mí mismo que todavía eras dueño del saber que yo te enseñé, que eras todavía digno de mi atención. —Marek hizo una mueca—. Una locura de anciano, si quieres. Mi necedad podía haber hecho que me matases.

—¿Por qué debería creerte, a ti que eres el maestro de las mentiras?

Marek dejó escapar un bufido.

—Cree lo que quieras. La Cofradía quiere que vuelvas a donde perteneces, con los de tu propia especie.

Cyric trató de ocultar su reacción, pero no pudo reprimir la sonrisa que cruzó sus labios y lo delató.

—Tú también has pensado en ello —dijo Marek, contento—. Te he estado observando, buen Cyric. La vida que llevas no es digna ni de un perro.

—Es una vida —replicó Cyric.

—No para alguien con tus cualidades. Te enseñaron la forma, y tú la elevaste a cotas inimaginables.

La sonrisa de Cyric se hizo más amplia.

—Cuando empiezan las mentiras es como un maldito estallido, ¿no es así? Yo era un buen ladrón. Pocos advirtieron mi ausencia. Esto es solamente motivo de orgullo para ti. De hecho, apuesto a que la Cofradía de los Ladrones no sabe de tu visita.

Marek hizo una mueca.

—¿Hasta cuándo va a durar esta comedia?

—Depende —contestó Cyric, y apretó con fuerza la hoja contra la garganta de su antiguo mentor.

Marek lanzó una mirada al cuchillo.

—Entonces ¿vas a matarme?

—¿Qué? —dijo Cyric sonriendo—. ¿Y malgastar así el cortante filo de mi espada con alguien como tú? No, creo que Arabel sabrá servirse de tu talento. Es posible que hasta obtenga una comisión decente en el juicio.

—¡Te desenmascararé!

—Para entonces ya me habré marchado —repuso Cyric—. Además, nadie te creerá y, si así fuese, tampoco se molestarán en ir a buscarme. No es frecuente que nosotros, los de nuestra ralea, seamos muy solicitados una vez nuestros secretos han dejado de serlo.

—Vendrán otros —replicó Marek—. Véndeme como esclavo y vendrán otros.

—¿Preferirías que te matase?

—Sí.

—Razón de más para no hacerlo —dijo Cyric; a continuación se levantó y se apartó de Marek, dando así por finalizado el juego.

—¡Te enseñé demasiado bien! —comentó Marek, que luego se levantó para ponerse frente a su antiguo alumno—. La Cofradía de los Ladrones volvería a contratarte, Cyric. Aunque ni siquiera hayas intentado quitarme el anillo. —Marek guiñó un ojo—. Se lo robé a un brujo, junto con un montón de cosas que tenía escondidas y que no tengo intención alguna de comprender.

Llamaron a la puerta.

—¿Sí? —gritó Cyric sin apartar los ojos de Marek más que un instante.

Cyric oyó un crujido de cristales. Cuando volvió la vista, Marek no estaba ya delante. Cyric corrió hasta la ventana y lo vio abajo en la calle. Parecía que el anciano estuviese desafiándole a que lo siguiera.

La llamada a la puerta se repitió.

—Kelemvor y Adon quieren que te reúnas con ellos en El Orgullo de Arabel cuando te vaya bien.

—¿Cómo te llamas?

—Tensyl Durmond, de los Mercenarios de Iardon.

—Espera un momento, buen Tensyl, y te daré una moneda de oro.

—¡Ven con nosotros! —gritó Marek desde la calle—. En caso contrario, antes de quince días te habrás quedado sin la insignificante vida que llevas entre los trabajadores. Soy capaz de desenmascararte para conseguir lo que quiero, Cyric. Recuérdalo.

—Lo recordaré —repuso Cyric suavemente; luego se volvió y se dirigió a la puerta—. Siempre me acuerdo.

Cyric abrió la puerta al muchacho e ignoró la expresión abobada de su rostro cuando vio la ventana rota y las evidentes señales de una reciente lucha en la habitación.