Los zhentileses se acercaban ya a las barricadas que bloqueaban la carretera, cuando Bane ordenó a sus arqueros que se adelantasen hasta las líneas de combate. Antes de que el ejército intentara siquiera cruzar el muro de tres metros de alto por seis de ancho, todo de piedras, cascotes, escombros y carros volcados, había que derribar a los hombres del valle que estaban en los árboles, desde donde habían estado acosando a los zhentileses a lo largo de toda la carretera situada al este del Valle de las Sombras. Sin embargo, Kelemvor tenía a la mayoría de sus hombres apostados dentro del bosque, con el objeto de que los arqueros zhentileses no pudiesen atacarlos de forma efectiva. Hasta que las tropas de Bane no intentasen cruzar las barricadas y hasta que los zhentileses quedasen desorganizados, el guerrero no ordenaría un ataque a gran escala. Entonces atacaría al enemigo con flechas desde los árboles del otro lado de la charca de Krag.
Bane, que cabalgaba en la retaguardia de sus líneas, se puso furioso cuando el ejército se detuvo delante del muro.
—¿Por qué no vamos a pasar por encima de ese montón de rocas? —gritó Bane cuando un joven oficial le informó sobre la situación—. Quiero que mis tropas estén en el Valle de las Sombras dentro de una hora, así que será preferible que les ordenes que abran brecha en el muro o que pasen por encima de él.
—Pero…, pero, lord Bane —tartamudeó el oficial mientras sacudía la cabeza—, los hombres del valle están esperando que atravesemos las barricadas para atacarnos. Nuestras tropas serán un blanco fácil para ellos mientras trepamos el muro.
—¿Por qué no rodearlo, entonces? —propuso otro oficial.
Lord Black frunció el entrecejo.
—Si lo rodeamos, nuestras fuerzas tendrán que dispersarse para pasar por el bosque. Ello sería tanto como luchar con los hombres del valle con todas las cartas a su favor.
El joven oficial de las primeras líneas balbuceó algunas palabras incoherentes.
—Vamos a perder muchos hombres…
—¡Ya basta! —gritó Bane. Luego golpeó al oficial en el rostro con su mano enguantada. El oficial se cayó del caballo a causa del impacto. Cuando logró ponerse en pie penosamente, Bane lo miró con una cruel sonrisa grabada en su rostro—. Soy tu dios. Mi palabra es ley. ¡Ahora mismo vamos a cruzar las barricadas, con todo el grueso de las tropas!
El oficial montó sobre su caballo.
—Sí, lord Bane.
—Y tú guiarás al primer grupo que suba el muro —añadió lord Bane—. Y ahora, puedes marcharte.
El oficial se volvió y regresó a las barricadas. Junto al muro, los arqueros estaban plagando los árboles de flechas, pero los hombres del valle seguían sin querer hacer su aparición.
—Quiero un destacamento de trabajo para empezar a romper nuestros carros de aprovisionamiento y construir una rampa para atravesar esta maldita cosa —gritó el joven cuando llegó a la altura de sus tropas.
Media hora después, los zhentileses estaban preparados para cargar sobre las barricadas. Bane esperaba ansioso que sus hombres tomasen el muro por asalto y volviese a empezar la matanza. El poder procedente de los cientos de almas que Myrkul había dirigido hacia él recorría sus venas, pero el dios de la Lucha quería más. Quería el poder para aplastar el Valle de las Sombras con sus propias manos, como habría podido hacerlo antes de que la cólera de Ao le robase su divinidad. Quería matar al sabio Elminster, por haberse entrometido y porque luchaba por la justicia y por la paz.
Pero sobre todo, Bane quería las Esferas.
Lord Black oyó los gritos de sus tropas mientras éstas se preparaban para cargar sobre el muro y un escalofrío recorrió su columna vertebral. «Pronto —pensó Bane—. Pronto volveré a tener el poder propio de un dios».
Situado delante de las líneas de los hombres del valle, Kelemvor vio que los zhentileses estaban a punto de cruzar y, por consiguiente, preparó a sus hombres para el ataque. Si todo salía según el plan de Hawksguard, cuando el primer grupo de las tropas de Bane llegase a la parte alta del muro, los arqueros del Valle de las Sombras abatirían a tantos soldados como fuera posible. Los cuerpos de los hombres y de los caballos muertos por los arqueros frenarían a las tropas de detrás y éstas se convertirían en un blanco más fácil para los arqueros del valle.
Kelemvor y sus hombres se encargarían de todo zhentilés que consiguiera llegar al otro lado del muro. El guerrero había organizado a los defensores en pequeños grupos, de modo que, a medida que las tropas de Bane fuesen tomando por asalto las barricadas, los hombres del valle pudiesen ir replegándose en pequeñas unidades y retroceder por el bosque hacia la ciudad.
Tan pronto como los zhentileses dejasen de cruzar el muro y estuviesen camino del Valle de las Sombras, Kelemvor indicaría a los soldados de a pie y a la caballería que esperasen a reducir a las tropas. El guerrero no confiaba en que los hombres del valle pudiesen contener a los zhentileses por mucho tiempo, pues su número era tres veces mayor que el suyo, pero sabía que podrían reducir considerablemente esta superioridad, incluso antes de que Mawser desencadenase la trampa en el claro.
A sólo cien metros de distancia, el joven oficial de Zhentil Keep montó sobre su caballo y guió a sus tropas hasta las barricadas. Una lluvia de flechas cayó de los árboles por el lado norte de la carretera, y la mayoría de los soldados murieron antes de dar tres pasos en la rampa del muro. El oficial logró cruzarlo con una flecha en la pierna y otra en el flanco de su caballo.
Sin embargo, apenas su caballo saltó el muro hacia la parte situada más cerca del Valle de las Sombras, una escuadra de hombres del valle abatió al oficial zhentilés sin esfuerzo. El joven murió maldiciendo a lord Bane por su estupidez y su arrogancia.
La batalla en las barricadas hizo estragos durante una hora, entre las filas zhentilesas, que consiguieron reunir suficiente tropa en la parte oeste del muro para obligar a los hombres del valle a ceder terreno y bajar a la carretera. Kelemvor ordenó una retirada y los arqueros y soldados atravesaron el bosque a todo correr para llegar a sus posiciones finales al oeste del claro que había junto a la charca de Krag.
Para entonces, el propio Bane estaba en las barricadas. Cuando advirtió que los hombres del valle iban en retirada y los cientos de cadáveres que se amontonaban sobre el muro, sonrió. La victoria era suya; sentía el poder robado retorciéndose dentro de la frágil forma de su mutación.
Lord Black se volvió para dirigirse a sus tropas.
—¡Hemos vencido los peligros que nuestros enemigos nos habían preparado y nos hemos enfrentado a lo peor que podían ofrecernos! Tengo que dejaros un rato, para ir al otro frente. El hechicero Sememmon os conducirá hasta el Valle de las Sombras. Os ha hablado vuestro dios.
Un vórtice trémulo de luz envolvió a lord Black, luego el dios de la Lucha desapareció.
Bien escondido en el bosque situado al oeste del claro, Kelemvor apenas daba crédito a sus ojos. Veía cómo el ejército de Bane se encaminaba directamente a la trampa. Mientras los soldados se concentraban al borde del claro, el guerrero dio la señal y Mawser se dispuso a tender la trampa.
Aparecieron de repente casi cincuenta árboles en el claro que había junto a la charca de Krag. Luego, todos empezaron a caer sobre la carretera y el ejército zhentilés.
Los proyectistas habían indicado que la mejor trampa sería la que no pudiera verse, por lo menos hasta que fuese demasiado tarde, así que Mourngrym hizo que un destacamento de zapadores talase los árboles situados al oeste de la charca de Krag y ser fácilmente derribados sobre las tropas que pasaran por la carretera. Luego los árboles fueron unidos con fuertes cuerdas de manera que, una vez derribado uno, le siguiesen los demás y se cubriese toda la carretera de árboles abatidos.
La tarea más difícil había sido convencer a Elminster de que él completase el plan. El señor del valle rogó a Elminster que lanzase un hechizo, un poderoso sortilegio de masiva invisibilidad sobre los árboles, de modo que quedasen ocultos a las tropas de Bane. Al anciano no le gustaba en absoluto que lo sacasen de sus experimentos, pero, una vez le hubieron explicado el plan, aceptó aportar su ayuda.
—Sólo espero que uno de los robles le dé en la cabeza a la mutación de Bane —dijo Elminster. Luego lanzó el hechizo y volvió a su trabajo.
Pero, una vez construida la trampa, había que encontrar a alguien lo bastante valiente —o lo bastante tonto, según la filosofía de cada cual— para poner a aquel primer árbol en movimiento sin revelar la ubicación de la trampa. A pesar de tratarse de una misión suicida, se presentó un voluntario.
Mawser.
Cuando Kelemvor dio la señal, el adorador de la diosa de la Fortuna saltó del árbol más cercano a la carretera. El hechizo de invisibilidad ocultó a Mawser, que permaneció sentado en la copa del árbol atado con una cuerda corta. Cuando saltó, su peso puso en movimiento el primer árbol, pero también él apareció en el aire, pues el sortilegio de invisibilidad quedó invalidado porque los árboles se habían convertido en armas de ataque.
Mientras Mawser se lanzaba a plomo sobre los zhentileses, cincuenta árboles inmensos comenzaron a caer detrás de él; rezó a la diosa de la Fortuna para que lo protegiese, para que, de alguna forma, no fuese aplastado en su caída por la trampa.
Kelemvor no vio cómo una flecha enemiga atravesaba la garganta de Mawser. El hombre murió antes de tocar el suelo.
Pero la trampa funcionó. Los árboles se abatieron sobre los soldados zhentileses, matando o hiriendo como mínimo a un tercio de ellos. Kelemvor dejó escapar un grito y los hombres del valle siguieron su ejemplo. Aun cuando el plan había sido cuidadosamente orquestado, nadie estaba realmente seguro de su éxito. Pero, ahora, mientras los guerreros y los arqueros del valle contemplaban a los hombres de Bane gateando para salvarse de la increíble red de árboles abatidos, no podían hacer otra cosa que dar crédito a sus ojos.
Kelemvor pensó que la suerte estaba de su parte aquella mañana; luego salió de su blinda e indicó que empezase la siguiente fase del ataque.
Hawksguard había apostado a un grupo de arqueros en el bosque que había detrás de los árboles abatidos, y todos los arqueros que se habían replegado de sus posiciones situadas más al este en la carretera de Voonlar sabían también que debían retroceder hasta el bosque que había detrás de la trampa. Ahora que había saltado la trampa, los arqueros empezaron a disparar contra el enmarañado laberinto formado por los árboles que flanqueaban la carretera. Lanzaban sus flechas al menor indicio de movimiento en la trampa y así mataron o hirieron a cientos de soldados zhentileses que habían escapado de ser aplastados. A pesar de los esfuerzos de los arqueros y de la caída de los árboles gigantescos, la tropa de Bane seguía avanzando.
Desde su posición en los árboles al oeste de la trampa, Kelemvor se fijó en los zhentileses que quedaban. A pesar de que poca cosa podían hacer si no era arrastrarse bajo los árboles caídos o saltar sobre ellos, ya estaban tratando de avanzar. La caballería zhentilesa que no había quedado sepultada en el ataque no servía para nada. Las fuerzas de a pie de Kelemvor esperaban cerca de la linde del bosque. Confió que, si con las trampas no se conseguía derrotar completamente a los zhentileses, las defensas colocadas por los hombres del valle frenaran por lo menos el avance de las tropas del dios de la Lucha.
Si estas tropas lograban abrirse paso a través de la trampa de árboles, los hombres de Kelemvor se lanzarían al ataque. Luego, si las cosas se ponían mal, se replegarían y los arqueros cubrirían su retirada. Si todo iba bien, los zhentileses podían volver a arremeter contra el muro de árboles derribados, donde los arqueros del valle podrían seguir abatiéndolos con poco riesgo de que les devolviesen al ataque. Si los hombres de Bane eran tan estúpidos como para meterse en el bosque en busca de los arqueros, serían aniquilados por las tropas de Kelemvor, que sabían luchar en el bosque de forma mucho más efectiva que los zhentileses.
Sin embargo, Kelemvor no había contado con el poder del hechicero Sememmon. Según la información que Mourngrym había recibido de Thurbal, Bane había prohibido el uso de la magia, debido a que ésta era inestable y no se podía confiar en ella en un conflicto tan importante. Se iba a permitir el lujo de que algunos magos marchasen contra el valle y a estos poderosos magos con autorización para luchar, como Sememmon, se les iba a nombrar oficiales.
En aquellos momentos, Sememmon estaba en la parte más oriental de la carretera, víctima de la trampa de árboles. Uno de ellos estaba suspendido sobre su cabeza, como si un muro de fuerza lo hubiese detenido. Entonces el hechicero salió de debajo del árbol y lanzó un sortilegio. El roble se desplomó al suelo y Sememmon se volvió y llamó a sus hombres.
—¡Debemos utilizar magia para abrirnos paso por la trampa o moriremos todos! —gritó—. ¡Maldito Bane! —añadió, para luego recitar rápidamente un ensalmo y lanzar otro hechizo.
Delante de Sememmon, diez bolas de fuego abrieron un sendero a través de la maraña de árboles, pero mataron a los soldados zhentileses atrapados debajo de ellos y los árboles se incendiaron.
—¡No! —gritó el brujo—; ¡no es éste el hechizo que he conjurado!
Intentó otro y el suelo se puso a temblar, como si un terremoto hubiese cobrado vida. Una sinfonía de gritos surgió de las bocas de los asustados guardias que rodeaban al mago.
—¡Vas a matarnos a todos, estúpido! —gritó alguien.
A pesar de aquel caos de ruidos que se había formado en la carretera, Sememmon reconoció aquella voz.
—¡Caballero Siniestro! —dijo asombrado con su voz ronca—: No has muerto…
Antes de que el perplejo hechicero pudiese terminar la frase, el Caballero Siniestro lo golpeó con la hoja de la espada. Cuando Sememmon cayó al suelo, pararon los temblores de tierra.
Un cuadro de arqueros del ejército de Bane disparaba armas en llamas a los árboles donde estaban apostados los arqueros del Valle de las Sombras. Algunos de estos hombres caían, otros lograban replegarse según el plan previsto. Mientras esperaba a sus hombres, Kelemvor fue presa de un pánico momentáneo cuando vio el fuego que habían provocado los zhentileses. Si las llamas se extendían por el bosque, podía desencadenarse un incendio de proporciones inimaginables. Si el bosque ardía, los campos del valle no tardarían en convertirse en un infierno y todo el Valle de las Sombras quedaría destruido.
Junto a Kelemvor, y compartiendo sus temores, había un joven teniente llamado Drizhal, un muchacho que tendría menos de veinte años. El desgarbado muchacho no hacía más que pasarse nerviosamente la mano por su rubio y brillante cabello mientras escuchaba al veterano guerrero.
—Si por lo menos hubiese un mago aquí con nosotros —dijo Kelemvor—. Comprendo ahora la frustración de Mourngrym ante la decisión de Elminster de no unirse a la batalla. Nosotros estamos ante un incendio y esa vieja reliquia está lejos preparando alguna «misteriosa defensa».
—No es justo —repuso Drizhal, con voz trémula.
Kelemvor miró al joven.
—¿Tienes miedo?
Drizhal no contestó, pero su expresión lo decía todo.
—¡Bien! —exclamó Kelemvor—. El miedo hace que uno esté ojo avizor, pero ¡no dejes que se apodere de ti!
El joven, cuyo terror parecía haber disminuido, asintió.
En la carretera asediada, el Caballero Siniestro guiaba a los zhentileses por el laberinto de árboles que empezaban a arder lentamente. Mientras las tropas pasaban junto a él, el hechicero Sememmon se levantó inseguro, pero sin embargo probó otro hechizo. Los hombres que había al lado del hechicero se dispersaron lo mejor que pudieron, temerosos de los efectos imprevisibles de la magia.
Unos rayos de energía roja y llameante salieron de las manos del mago, luego, cuando la flecha de unos arqueros del Valle de las Sombras atravesó el hombro del hechicero, se desmandaron. Sememmon cayó al suelo y los rayos de energía volaron sobre la cabeza del Caballero Siniestro y abrieron un sendero hasta los árboles próximos a Kelemvor. Dos soldados arrastraron al hechicero a un lugar seguro, mientras éste no dejaba de gritar.
El Caballero Siniestro vio que los hombres del valle se dispersaban, alejándose del lugar donde el rayo de Sememmon había abierto una brecha entre los árboles, y ordenó a los zhentileses que atacasen mientras el enemigo estaba todavía en plena confusión. Si el ejército de Bane estaba cansado después de toda una noche de caminar por territorio enemigo, enfrentándose a la muerte a cada paso, no se notó cuando cargaron contra los hombres de Kelemvor. Los zhentileses parecían haber recobrado fuerzas, sedientos de devolver finalmente un duro castigo por el que habían sufrido durante el camino desde Voonlar.
Cerca del extremo oeste del bosque, Kelemvor se apresuró a reunir a los jefes de los grupos de asalto. Drizhal permaneció junto al guerrero.
—No hay posibilidad de arrastrarlos hasta dentro del bosque —dijo Kelemvor—. Todo lo que podemos hacer es enfrentarnos al enemigo directamente y tratar de evitar que se abran paso hasta el Valle de las Sombras. Vamos a llevar a cabo una defensa por relevos aquí mismo e intentaremos frenar su avance.
Los jefes corrieron a informar a sus hombres de los nuevos planes. Kelemvor, entretanto, veía cómo el ejército de Bane surgía de la abertura que había creado el hechicero a través de los árboles abatidos.
Los últimos refugiados se habían marchado por el río Ashaba y ninguno de los soldados había abandonado su puesto en el puente para ir a reunirse con sus hermanos en el frente oriental. A pesar de ello, Cyric recorría el puente de punta a punta cada hora, a fin de asegurarse una y otra vez de que las defensas estuvieran bien y mantener a los hombres alerta.
El ladrón estaba en la parte del puente donde se hallaba apostado Forester, es decir, el lado opuesto al Valle de las Sombras, cuando llegó hasta él el fragor de la batalla. Los hombres de la otra orilla empezaron a hablar en voz alta. Cyric se volvió a Forester.
—Mantén tu posición —le dijo el ladrón—. Será mejor que vaya a advertir a los demás que se calmen.
Cyric empezó a subir el puente. Había llegado casi a los postes cuando oyó un ruido procedente de la carretera del oeste; se acercaban jinetes al galope. El ladrón se apresuró a volver al foso e hizo una señal a los guerreros de la otra orilla. Luego preparó su largo arco.
—¡Querías muerte y gloria, pues todavía puedes obtener ambas! —murmuró Cyric, y Forester, que estaba desenvainando su espada, sonrió. Luego el ladrón se volvió a los otros hombres que estaban junto a él—. Seguid el plan previsto. Esperad hasta que todos estén sobre el puente, luego a mi señal os ponéis en movimiento.
El rato que tardaron en llegar los zhentileses pareció una eternidad pero, por fin, el retumbar de los jinetes cruzando el puente llenó los oídos de los hombres del valle y Cyric vio a dos docenas de guerreros con armaduras pasar sobre ellos y mirarlos nerviosamente por encima del hombro. No había más tropas a la vista en la carretera, de modo que Cyric hizo la señal para atacar.
Los zhentileses no tenían posibilidad alguna. Las flechas de Cyric derribaron a dos de los soldados y una escuadra de hombres surgió de las trincheras que había a cada lado del río y atacó. Forester abatía a los zhentileses lleno de júbilo y, cuando hubo caído el último enemigo, Cyric oyó gritar a sus hombres:
—¡Por el Valle de las Sombras! ¡Por el Valle de las Sombras!
Se oyó ruido procedente de la carretera del oeste y Cyric se volvió a tiempo de ver a cierta distancia a unos jinetes que surgían de los árboles. Un ejército de jinetes conducidos por un hombre pelirrojo montado en un hermoso caballo de guerra cargaba hacia el puente. Cyric vio que el hombre iba a la cabeza de doscientos hombres como mínimo.
—¡Adelante! —gritó Fzoul.
Los asaltantes formaban como una pared que se acercaba al puente. Cyric echó a correr y le pareció que el extremo este del puente sobre el Ashaba se alejaba en lugar de acercarse. El puente tenía algo más de trescientos metros, pero cuando el ladrón lo cruzó, con un ejército acercándose a él por detrás, le pareció que tenía kilómetros. Forester y un puñado de hombres corrían junto a Cyric.
La orilla este estaba delante mismo de ellos, cuando oyeron que el ejército de Bane llegaba al otro extremo del puente. Cyric comprobó que ninguno de los zhentileses se había detenido en la orilla oeste del río, de modo que los hombres que estaban escondidos en la base del puente, debajo de las tropas enemigas, estaban a salvo. Todo estaba yendo según el plan previsto. Esto asustó a Cyric. Nada iba nunca exactamente según el plan previsto.
—¿Crees que va a salir bien? —preguntó Forester cuando llegaron a la orilla este.
«¿Cómo quieres que lo sepa?», tuvo ganas de replicar Cyric. Por el contrario, antes de disponerse a saltar a la orilla, contestó:
—Por supuesto.
Completamente convencido de que una flecha iba a clavársele en la espalda cuando saliera del puente de piedra, Cyric notó de pronto tierra húmeda bajo sus pies y comprendió que había cruzado ya el puente. Forester y los demás seguían a su lado.
—Y ahora la parte más dura —dijo Cyric, casi sin aliento.
El ladrón se volvió, se fijó en las hordas que se acercaban y oyó, bajo el puente, los chirridos reveladores de poleas metálicas en movimiento.
—Como mínimo hay doscientos sobre el puente. La mayoría a caballo —susurró Forester.
Se oyeron otros ruidos. Gruñidos de hombres mientras apartaban las piedras que ocultaban sus escondidos nichos en los pilares. Cyric confió en que el ruido que producían las pesadas piedras cuando caían al agua no alertase a los zhentileses que había sobre el puente.
—¡Están a más de medio camino! —gritó alguien.
—¡Adelante, Cyric! —siseó Forester.
—¡Retirada! —gritó Cyric con toda la fuerza de sus pulmones.
A continuación, Cyric y Forester echaron a correr como si fuese el propio Bane quien los estuviese persiguiendo. Mientras se dirigían a la Torre Inclinada y a fin de no ofrecer un blanco fácil, cada uno tomó un camino distinto.
—Se producirá de un momento a otro —murmuró Cyric.
Nada sucedió.
Forester se detuvo antes de llegar a la torre. Cyric también se paró.
—No deben de haberte oído —dijo Forester.
—¡Tienen que haberme oído! —espetó Cyric.
Ambos se volvieron hacia el puente. El cuerpo principal del ejército se estaba acercando a la orilla este y unos cuantos jinetes ya habían cruzado el puente. Cyric y Forester corrieron al puente.
—¡Retirada! —gritaron.
Siguió sin suceder nada.
Cyric soltó una maldición. Si no hubiese escuchado a los hombres de Suzail Key, aquella situación no se habría producido. Él quería instalar unas trampas más seguras, pero no habían querido escucharlo.
—¡Retirada! —volvió a gritar Cyric.
O los hombres que había bajo el puente en esta ocasión sí lo oyeron, o se habían cansado de esperar la orden y habían tomado las riendas de la situación. Fuera por lo que fuese, el caso es que empezaron a retirar los troncos que, una vez cortados, habían sido colocados dentro de los agujeros donde originariamente habían estado los pilares de piedra. A continuación, los hombres que estaban en el centro del puente se columpiaron de unas cuerdas y su peso ejerció la fuerza necesaria para romper el debilitado pilar del centro. Después, los otros pilares del puente se fueron resquebrajando y también se derrumbaron. Los soldados zhentileses gritaron sorprendidos mientras el puente se derrumbaba y se precipitaban al revuelto río Ashaba.
Incluso Fzoul se quedó atónito al ver como el puente se caía. El hombre pelirrojo, que ya había llegado a la orilla este, se revolvió en su silla y observó la escena. Habían transcurrido tan sólo unos segundos y no quedaba nada del puente. A la orilla este habían llegado menos de veinte de sus hombres. En la orilla opuesta, muchos eran los que trataban de frenar sus caballos antes de verse precipitados en el agujero que había abierto el derrumbamiento del puente. Más de las tres cuartas partes de sus hombres habían sido lanzados al Ashaba y se habían ahogado dentro de sus pesadas armaduras.
Había menos de veinte arqueros en la Torre Inclinada, pero los soldados a caballo o a pie que había junto a Fzoul no lo sabían. Incluso cuando empezaron a disparar flechas y a matar a los soldados que estaban delante, no comprendieron que tan pocos pudiesen derribar a tantos. En medio del griterío de sus heridos y aterrorizados hombres, Fzoul bajó del caballo y se cubrió de los arqueros, mientras sus hombres morían a su alrededor. Algunos de los soldados retrocedían, para caer inmediatamente al río. Fzoul se dio cuenta de que los cadáveres de sus hombres y de sus caballos iban a interceptar el extremo del puente y harían difíciles sus movimientos, hasta que desde la torre los fuesen matando uno a uno. Los zhentileses habían perdido la batalla sin haber luchado cuerpo a cuerpo con la espada ni con un solo hombre del valle.
A gatas, Fzoul se arrastró entre las filas de sus hombres muertos o moribundos y empezó a quitarse la armadura.
Los hombres que habían derribado el puente subieron a la orilla oeste y atacaron a los zhentileses que quedaban. Los arqueros de la torre también se desplazaron hacia la carretera y empezaron a avanzar.
Cyric se sacó el arco de la espalda y cogió una flecha del carcaj de un arquero que había junto a él. El ladrón no había perdido de vista al comandante pelirrojo que trataba de escaparse del puente derruido. El hombre se alejaba a gatas y se estaba quitando la armadura. Era evidente que el cobarde intentaría arrojarse al río.
Cyric apuntó una flecha y se preparó. Cuando el comandante se levantó y se preparó para saltar desde el borde del puente, el ladrón gritó:
—¡Pelirrojo!
Las miradas de Fzoul y Cyric se cruzaron un instante, luego trató de saltar, pero en ese punto, Cyric dejó escapar la flecha con una precisión infalible. La flecha atravesó el costado de Fzoul cuando intentaba saltar al río.
La matanza de los hombres de Bane continuaba, pero la batalla en el frente occidental se había terminado. Cyric reunió a casi todos los hombres y juntos se dirigieron al frente oriental. Pero, cuando se aproximaban al centro de la ciudad, oyeron el fragor de una batalla: acero chocando contra acero y oficiales dando órdenes a gritos. Cyric y sus hombres se lanzaron sobre el grupo de soldados zhentileses más cercano. Una vez los hubieron ahuyentado, Cyric se apresuró a preguntarle a un comandante qué había sucedido.
—Los zhentileses han venido también por el norte. Exactamente como habíamos temido. Hemos frenado en algo su avance con las trampas y las defensas colocadas en las granjas por donde iban a pasar pero, a pesar de todo, han llegado hasta aquí.
Otro grupo de zhentileses atacó a Cyric y éste volvió a perderse en medio de la batalla.
En el furioso combate que se libraba en los cruces del Valle de las Sombras, pocos fueron los que advirtieron cómo una escuadra zhentilesa de caballería se alejaba en dirección a la carretera del este.
Kelemvor sabía que iban a enfrentarse a una superioridad imposible pero, a pesar de ello, ordenó avanzar sin vacilar. Como responsable de todo el movimiento, el lugar de Kelemvor estaba en la tercera línea de defensa. Quienes atacasen en la primera línea representarían el mayor porcentaje de víctimas en el ataque a los ejércitos de Bane, pero ni un solo soldado había dejado de presentarse voluntario para esta posición. A Kelemvor se le había ahorrado el deber de seleccionar a quienes se precipitarían a una muerte segura.
Los soldados, en formación de a seis, fueron surgiendo del sendero que Sememmon había incendiado. Los caballos, en gran número, habían muerto en la trampa, de modo que la mayoría de las tropas se reducían a soldados de infantería.
—¿Por qué no utilizamos nuestra caballería? —preguntó Drizhal a Kelemvor—. De esta forma podríamos hacerlos retroceder.
—Necesitaremos los caballos para después —explicó Kelemvor—, su velocidad permitirá que nuestros supervivientes se replieguen y reagrupen mucho antes de que los alcance el ejército de Bane.
El guerrero se apartó del joven y desplegó a los soldados de a pie para acabar con las fuerzas de Bane a medida que fuesen saliendo de la estrecha abertura que había en la carretera entre los árboles caídos.
Los hombres del valle tuvieron cierto éxito a la hora de frenar la carga de los zhentileses. Sin embargo, no tardaron en verse obligados a retroceder dado el impresionante número de zhentileses que seguía avanzando. Kelemvor utilizó a los arqueros para cubrir a los supervivientes del primer grupo cuando éstos se replegaron y se unieron a Kelemvor y sus hombres. Al mismo tiempo, tomó el relevo otro grupo de hombres del valle.
—Sea quien sea su comandante, es bueno —comentó Kelemvor—. No parece que mi táctica lo esté perturbando en absoluto.
—Es casi como si te conociese —dijo Drizhal.
Kelemvor sacudió la cabeza.
—O que sabe lo que puede encontrarse.
Bishop, el comandante del primer grupo de hombres del valle que habían atacado, se acercó a Kelemvor. Era mayor que éste, de tez clara y sucio cabello rubio.
—Están peleando como desesperados. Si esto fuese una guerra santa, no se comportarían así. Ahora, es más como si estuviesen luchando para sobrevivir —dijo Bishop—. Ya no están ansiosos por morir.
—Pero siguen viniendo —replicó Kelemvor—. ¿Tú crees que podemos forzar una retirada?
Bishop sacudió la cabeza.
—Los zhentileses que tenemos ahí delante tienen a algún loco por jefe, pero están asustados y quieren replegarse. Los de la retaguardia están sedientos de venganza y presionan a los demás hacia adelante. Esto es lo que se deduce de todos los gritos. No me sorprendería que muchos de ellos estuviesen desertando en el bosque.
De pronto, se oyeron gritos procedentes de la retaguardia de las tropas de Kelemvor. El guerrero se volvió y vio un escuadrón de hombres que se acercaba por el oeste. Llevaban los colores del ejército de Bane.
—¿De dónde salen éstos? —dijo Bishop.
—De la carretera del norte —contestó Kelemvor con creciente alarma—. Uno de los batallones debe de haber venido por la carretera norte. Ello significa que Hawksguard y Mourngrym han sido ya atacados y estos hombres se han visto obligados a huir de ellos.
—O que el señor del valle ha muerto —dijo Bishop en voz baja.
—¡Eso, ni se te ocurra! —gritó Kelemvor, para luego enviar a un grupo a detener a la caballería zhentilesa en la retaguardia antes de que causase demasiados estragos en las filas. Pero era ya demasiado tarde para ello, pues los jinetes estaban atacando a las líneas compuestas por hombres del valle.
—¡Kelemvor! —gritó Drizhal—. ¡Del este se están abriendo paso más soldados de Bane!
—Vamos a tener que enfrentarnos a ellos, retenerlos aquí y reducir su número lo mejor que podamos hasta que llegue ayuda —dijo Kelemvor.
—¿Qué me dices del pantano? ¿No tenemos todavía la oportunidad de llevarlos hasta el pantano y luchar allí con ellos? —propuso Drizhal.
—Ya puedes ir olvidando esa idea —replicó Kelemvor, sonriendo débilmente al muchacho—. Me he pasado el tiempo suficiente con los habitantes del valle como para saber que jamás se batirán en retirada ante nadie…, y menos ante los zhentileses.
Drizhal observó cómo los soldados de Bane fluían por la abertura.
—¡Preparad la caballería! —gritó Kelemvor a la vez que desenvainaba su espada—. ¡Lucharemos hasta el último hombre!
Pero todos los planes bélicos de Kelemvor, tan cuidadosamente estudiados, no tardaron en convertirse en polvo cuando los hombres del valle se enfrentaron al enemigo en medio de una caótica pelea. Kelemvor sabía que serían vencidos sin remedio cuando todo el peso del ejército de Bane cargase contra ellos. Sabía que la única esperanza real radicaba en organizar una retirada a través de las pequeñas barricadas de piedra que quedaban en dirección al Valle de las Sombras. Pero cuando la situación empezó a deteriorarse estratégicamente, Kelemvor vio que los defensores del Valle de las Sombras estaban más que contentos de enfrentarse a la muerte luchando con los zhentileses cuerpo a cuerpo.
El guerrero vio a media docena de hombres, que estaban a su lado, lanzarse a la batalla para caer sobre el fúnebre ejército del malvado dios. Sin embargo, cuando él mismo tuvo que enfrentarse a un soldado enemigo, poca satisfacción sacó de la muerte del hombre. Él no estaba luchando por lo mismo que luchaban los hombres del valle; todo lo que estaba haciendo Kelemvor era intentar aplazar lo que veía ya como la inevitable caída del Valle de las Sombras. Drizhal murió al cabo de pocos momentos a manos de un soldado enemigo; Kelemvor se volvió para encararse con quien había atacado al muchacho.
El zhentilés atacó con su maza, pero Kelemvor retrocedió y esquivó el golpe. El guerrero se abalanzó ciegamente con su espada y se dio cuenta con pesar de que sólo había atravesado al caballo del zhentilés que empuñaba la maza. El caballo herido cayó de bruces y su jinete cayó al suelo sin soltar su arma ensangrentada.
Kelemvor se precipitó sobre el soldado tendido boca abajo, pero se quedó paralizado cuando el hombre se volvió y Kelemvor vio su rostro.
Era Ronglath, el Caballero Siniestro, el traidor de Arabel.
Aprovechándose de la momentánea sorpresa de su enemigo, el Caballero Siniestro volvió a arremeter con la maza. El pesado instrumento rozó la pierna de Kelemvor y lo derribó. El Caballero Siniestro, sacando la espada con su mano libre mientras se ponía de pie, esperó a que Kelemvor se hubiese levantado para tratar de hincar la espada en las costillas del guerrero y luego volver a preparar la maza. Kelemvor se agachó para esquivar la espada, pero al mismo tiempo levantó la suya a modo de parapeto y detuvo la maza antes de que alcanzase su cuello.
Kelemvor se puso completamente de pie de un salto y los dos guerreros se fueron tanteando en círculo, en busca de una oportunidad para volver a atacar.
—¡No! —gritó de pronto el Caballero Siniestro.
Kelemvor se agachó y la espada del jinete silbó encima de su cabeza. El guerrero dio un salto a su izquierda y luego abatió con fuerza la empuñadura de su espada sobre la mano del jinete. Se oyó un ruido sordo cuando algo se rompió en la mano del zhentilés y éste soltó su arma.
Antes de que Kelemvor pudiese reaccionar, el Caballero Siniestro cargó de nuevo y lo golpeó con violencia en la cabeza.
—¡Te mataré con mis propias manos! —siseó el Caballero Siniestro para luego volver a levantar la maza.
Kelemvor se abalanzó sobre el zhentilés y la espada del guerrero atravesó el costado del traidor mientras la maza se precipitaba sobre él. Después de esquivar la arremetida, Kelemvor dio un puñetazo al Caballero Siniestro en la mandíbula con su puño de acero y dio un traspié hacia atrás.
El Caballero Siniestro quedó desprotegido un instante y Kelemvor aprovechó la ocasión para arrojarse sobre él y sujetarlo, de modo que el zhentilés no tuviese oportunidad de utilizar sus armas. Cayeron al suelo y el Caballero Siniestro le dio una patada a Kelemvor en el pecho, obligándole a echarse a un lado.
—¡Me has destrozado la vida! —gritó el Caballero Siniestro—. ¡Por tu culpa me he quedado sin todo aquello que me importaba!
El Caballero Siniestro levantó su espada todo lo que pudo sobre su cabeza, pero este movimiento dejó expuesto su pecho y Kelemvor le atravesó el peto antes de que pudiese dar el golpe final. Incluso mientras se iba extinguiendo la vida del traidor, sus ojos no dieron cuartel. El Caballero Siniestro se desplomó y murió, con una mueca de odio y dolor grabada en su rostro.
Mientras Kelemvor sacaba su espada del pecho del Caballero Siniestro, vio el destello de un brillante y reluciente metal; la daga de un zhentilés que volaba hacia él. Una espada relampagueó delante del guerrero y desvió la daga. Otro relampagueo y el zhentilés se desplomó.
—Éste es el problema con estos chacales —dijo una voz familiar en un tono monótono—, siempre hay más de uno.
El salvador de Kelemvor se volvió y miró al guerrero. Se trataba de Bishop, el comandante del primer grupo.
—¡Detrás de ti! —gritó Bishop, y Kelemvor se volvió como un rayo para acabar con otro soldado zhentilés.
Se acercaban otros dos jinetes blandiendo las espadas. Bishop hizo caer al primero de su caballo de un tirón y luego lo traspasó; Kelemvor, por su parte, se enfrentó al compañero del soldado y lo mató. Se acercó luego otra oleada de soldados de Bane a pie, y los guerreros lucharon espalda contra espalda hasta que tuvieron cuerpos de muertos y moribundos hasta las rodillas. Sus espadas iban centelleando a medida que el interminable desfile de tétricos soldados se acercaba a los hombres del valle.
Cuando Kelemvor se fijó en la carretera del oeste, el corazón le dio un vuelco; el ejército de Bane estaba abriendo brecha a través de los hombres y de las barricadas y se dirigía hacia el Valle de las Sombras.
El poder de Bane fue aumentando con cada muerte, hasta que una neblina ámbar de poder hizo que sus ojos se volviesen vidriosos. Sentía que la energía robada abrasaba su frágil caparazón mortal, pero soportaba contento esta molestia.
Resultó sencillo teletransportarse desde las barricadas. Se encontró en las afueras del valle y no tardó en lanzar un hechizo destinado a él mismo para hacerse invisible, luego utilizó el poder de las energías de las almas para elevarse en el aire.
Se había desplegado un pequeño grupo de zhentileses para llegar al Valle de las Sombras por la carretera del norte y reunirse con los soldados en los cruces de la ciudad, donde Bane había presumido que los defensores opondrían su última resistencia. No había más de quinientos hombres en este destacamento y muchos serían detenidos por los hombres de las defensas que sin duda Mourngrym había colocado a lo largo de la carretera y en las granjas del norte.
Mientras volaba en dirección a los cruces, Bane descubrió encantado que como mínimo unos cientos de hombres procedentes del norte habían logrado pasar, si bien parecía que eran esperados. Bane descendió hasta el centro de la lucha sin dejar de mantener su invisibilidad. Pudo ver a cierta distancia la Escalera Celestial, y su aspecto cambiante le recordó una almenara en el cielo que lo haría subir y, finalmente, lo llevaría a su casa. Junto a la escalera vio el bien iluminado templo de Lathander. Se había echado en falta a un combatiente en la batalla y Bane cayó en la cuenta del lugar donde se habría escondido su adversario.
—Elminster —dijo Bane, y se rió—. Te creía más inteligente.
Se acercaba un humano, blandiendo una espada.
Mourngrym.
Qué maravilloso sería llevar la cabeza del señor del Valle de las Sombras en su cinturón mientras saludaba al odiado sabio con los brazos abiertos. Bane invalidó la invisibilidad y se echó a reír cuando Mourngrym se detuvo delante de él, atónito ante su súbita aparición. Mourngrym se dispuso a atacarlo, pero Bane aplastó la espada de Mourngrym con la garra de su mano y luego se agachó a hacerse con su recompensa.
Otro hombre apareció de pronto y arrancó a Mourngrym de las garras de lord Black, pero éste abrió de cuajo el pecho del segundo hombre.
—¡Hawksguard! —gritó Mourngrym cuando el anciano se desplomó.
Bane estaba a punto de matar al desconcertado señor del valle cuando distinguió la Escalera Celestial.
Estaba ardiendo con llamas lacerantes de color azulado.
Los humanos quedaron completamente olvidados. Bane utilizó el poder de los muertos para elevarse en el frío aire nocturno. Se acercó al templo de Lathander. Del templo, en forma de fénix, surgía un flujo de llamas azuladas que saltaban sobre la escalera como un dragón arrojando las llamas de su aliento. La escalera crujía bajo las punzantes llamas y Bane miró horrorizado cómo el aspecto cambiante se convertía en un contorno borroso y ardiente que los ojos de su mutación no podían mirar.
Una neblina ámbar envolvió la carne de lord Black, mientras el continuo flujo de almas iba recorriendo su forma, y fortaleció al dios hasta que su poder alcanzó unos niveles que sólo había probado durante fugaces instantes en las mazmorras del castillo de Kilgrave. Lord Black llenó su mente de innumerables hechizos y del poder de formularlos a voluntad, sin los componentes físicos normalmente necesarios. Estaba a punto de volver a ser un dios.
Bane pensó que podía destruir aquel lugar; que podía arrasarlo hasta los cimientos y matar a todos los que se atreviesen a desafiarlo.
Miró la Escalera Celestial y se acercó volando hasta donde se atrevió, luego permaneció suspendido en medio del aire y vio cómo su camino de regreso a las Esferas se iba esfumando. Nada podía hacer para evitar la destrucción de la Escalera; su plan para recuperar las Esferas se había ido al agua. Elminster se había atrevido a desafiar a lord Black y ahora el anciano tendría que pagar por ello.
Bane descendió hasta el templo y lo estudió un momento. No se atrevió a pasar por los huecos que dejaban las llamas místicas, pues sin duda éstas destruirían su mutación. Y, cuando examinó las puertas y las ventanas, Bane descubrió que habían sido fortificadas con algún tipo de hechizo. Romper aquella custodia mágica alertaría a Elminster de su presencia.
Bane vio una ventana que no había sido protegida y se elevó para tantear, esperando encontrarse con la mirada de Elminster cuando observase a través de ella. Pero allí no había nadie. Bane atravesó el brillante torrente de luz que fluía de la ventana sin daño alguno y se encontró en el dormitorio de un sumo sacerdote de Lathander. Bane advirtió, a sus pies, un libro con las palabras «Diario de Fe» y adornos en las tapas. Lord Black se agachó y cogió el diario encuadernado en piel.
Cuando Bane leyó las palabras de la última página, no pudo contener la risa. Sólo cuando oyó ruido de voces debajo de él tiró el libro y dejó de reírse. Después de lanzar un hechizo de transparencia miró al suelo y luego a través de las maderas y los pilares que lo separaban del sabio.
Vio a Elminster lanzar un sortilegio. El mago parecía agotado, como si hubiese estado trabajando en aquel hechizo la noche entera. Un remolino de niebla daba vueltas en todas direcciones. También estaban allí la maga y el clérigo que habían interferido sus planes en el castillo de Kilgrave; el fracaso de sus asesinos lo había preparado para este momento y, en cierta forma, le alegró aquel giro de los acontecimientos. Para lord Black no había placer más dulce que arrebatar la vida de sus enemigos con sus propias manos.
El clérigo estaba ocupado subrayando en unos libros antiguos, encontrando hechizos que la maga de cabello oscuro estudiaba. Elminster se dirigía de vez en cuando a la maga y ella recitaba uno de los sortilegios que había aprendido.
Cuando la maga repetía los sortilegios, éstos salían bien, ¡incluso sin componentes! Bane miró a la mujer y vio el medallón en forma de estrella, el símbolo de Mystra, alrededor de su cuello. Cada vez que formulaba un hechizo, unas rayitas de energía se movían por el medallón y desaparecían a su conclusión.
Bane pensó que la mujer tendría algo del poder de Mystra en aquella baratija y que debería hacerse con el objeto para atacar a Helm y Ao.
Bane reflexionó sobre la mejor manera de coger al anciano sabio por sorpresa, pero no se le ocurrió ningún hechizo para llevar a cabo sus fines. Negándose a desalentarse, Bane se tumbó boca abajo en el suelo y utilizó su poder robado para hacer que su forma se volviese insustancial. Acto seguido, se fue deslizando lentamente dentro del suelo hasta que sacó el rostro por el otro lado; luego fue siguiendo el techo hasta encontrar la pared más cercana a Elminster. Lord Black bajó deslizándose por la pared, sin perder de vista a su presa en ningún momento. Finalmente, cuando estuvo detrás de Elminster, a menos de seis pasos, Bane se apartó de la protección que le proporcionaba la pared y avanzó hacia el sabio, con las garras extendidas.
Cuando la maga morena advirtió la presencia de Bane, las garras estaban a sólo unos centímetros de la garganta de Elminster.
El sabio del Valle de las Sombras estaba absorto en el mundo privado de los hechizos que estaba formulando. Sentía cómo los poderes que estaban soltando fluían del mágico tejido que rodeaba Faerun y, al abrir los ojos, vio que una sección del suelo del templo había desaparecido. Sus conjuros habían abierto una hendidura, una hendidura flanqueada de un remolino de niebla que brillaba con un poder que sólo en una ocasión había requerido con anterioridad, y eso siendo él mucho más joven. En aquellos tiempos, cuando sólo tenía ciento cuarenta años, creía ser inmortal. Ahora, mientras observaba la abertura, Elminster se asustó un poco ante las fuerzas que había llevado a los Reinos para combatir a lord Black.
Un grito de Medianoche sobresaltó al anciano, absorto en sus conjuros. Miró por encima de su hombro y distinguió los feroces ojos del dios de la Lucha, mientras sus garras descendían hacia él. Elminster pronunció una palabra de poder y Bane fue arrojado hacia atrás con una fuerza increíble. Lord Black se estrelló contra la pared por la que había salido.
Del agujero del suelo salió un grito espantoso y, cuando Elminster se volvió, vio que su hechizo de invocación, el que estaba lanzando en el momento del ataque de Bane, había salido mal. Lo que había acudido, en lugar del ojo de la eternidad, era algo desconocido para el anciano, que se asustó muchísimo.
—¡Medianoche! —gritó Elminster—. ¡Tienes que intentar un hechizo de contención!
No había tiempo para esperar una respuesta, pues Bane se abalanzaba de nuevo sobre el sabio. Elminster lanzó un rayo cegador de luz azul y blanca que metió al malvado dios en una serie casi interminable de trampas. Lord Black gritó con rabia y utilizó su poder para abrirse paso a través de las punzantes cadenas.
Elminster retrocedió cuando un abrasador rayo de llamas color ámbar lo atravesó. Dijo el hechizo, pero presentía que el poder del malvado dios iba en aumento, que sus propios hechizos eran invalidados con tanta rapidez como eran pronunciados. El gran sabio no podía permitirse aquel lujo. Cada conjuro hacía su efecto, hasta que, finalmente, el dios de la Lucha empezó a hacerlo retroceder hacia el remolino de niebla del agujero.
Bane aprovechó la ventaja y recurrió a las fuerzas que había reservado para lanzar sobre Helm. Unas energías indecibles fluyeron del malvado dios y éste sintió un dolor espantoso cuando su mutación mortal luchó por mantener su forma y concentrarse en los grandes poderes. Bane entregaría al sabio a la criatura que había sido llamada, luego utilizaría esta criatura para devorar al dios de los Guardianes y al propio gran Ao. Bane no debía olvidar pedirle a Myrkul que transmitiese su agradecimiento al sabio en la tierra de los muertos.
De repente, un rayo azulado, que no se parecía a nada que Bane hubiese visto antes, lo atravesó y lo alejó volando del sabio. Levantó la mirada y vio a la maga morena en el otro extremo de la habitación; estaba moviendo las manos y entonando otro hechizo.
Bane se rió.
—Es posible que tengas parte del poder de Mystra, pequeña, pero no eres una diosa.
A continuación, el dios de la Lucha arrojó un rayo de energía que atravesó la habitación y golpeó a Medianoche. Bane se levantó y se dispuso a matar a la maga, pero oyó un ruido ensordecedor procedente de la abertura e intuyó que aquello que había llamado Elminster había llegado.
Cuando el dios de la Lucha se volvió y vio lo que había salido del agujero, el corazón de su mutación estuvo a punto de dejar de latir.
—Mystra —dijo Bane en voz baja.
Pero el ser que estaba ante él poco tenía que ver con la diosa etérea que había esclavizado y torturado en el castillo de Kilgrave. Aquélla era una criatura que no tenía lugar ni en el mundo de los hombres ni en el mundo de los dioses. Mystra no era ya un ser de carne y hueso o un dios de las Esferas. Se había convertido en una esencia prima, en una parte del mundo fantasmagórico y maravilloso del tejido de magia que rodeaba el mundo. Uno sólo se podía referir a ella como a magia elemental.
Mystra logró empezar a pensar de forma racional sólo con el mayor de los esfuerzos; apenas era consciente y no tenía poder para actuar. Únicamente el poder de la invocación de Elminster había sido lo bastante poderoso como para que su esencia pudiese volver a tomar forma y tener acceso a los Reinos…, y la oportunidad de enfrentarse de nuevo a Bane.
De los ojos de Mystra surgieron unas enormes hebras de magia que rodearon la habitación. De su carne ectoplásmica salió, desgarrando ésta, una mano increíble que se extendió hacia Bane.
Adon protegía a Medianoche con su cuerpo mientras los rayos de energía recorrían el cuarto, quemando las paredes y desparramando los libros de Elminster. Medianoche estiró el cuello y miró a Mystra, horrorizada.
—Diosa —fue todo lo que pudo decir.
A continuación Elminster lanzó otro hechizo a Bane, pero empezaron a salir de forma constante huevos verdes de la mano del anciano, para irse a estrellar contra el malvado dios. Elminster maldijo su suerte y empezó otro ensalmo. Bane le dio la espalda a Mystra y arrojó un rayo de luz ámbar. Antes de que la luz chocase contra Elminster, éste creó un escudo de contención del rayo, pero a pesar de ello fue golpeado y cayó gritando, en el agujero. Luego, unos cegadores rayos de energía azul y blanca saltaron de las manos de Mystra y se estrellaron contra el dios de la Lucha.
Bane cayó de rodillas cuando la fuerza de su poder robado se volvió contra él, y su frágil mutación humana se fue desgarrando lentamente. La carne, la sangre y los huesos se convirtieron en una masa humeante que sólo era remotamente humana.
—¡No… moriré… solo! —dijo Bane en un siseo.
La mutación ensangrentada avanzó arrastrándose y levantó una mano cuando vio a la maga morena apretada contra el clérigo. Las manos de Medianoche estaban en el medallón, como si estuviese a punto de volver a utilizar la magia contra lord Black. El medallón se soltó de su cuello y voló hasta lord Bane. El dios se rió y sus garras se cerraron sobre él.
—Tu poder vuelve a ser mío, Mystra —dijo el dios de la Lucha a través de unos labios llenos de ampollas.
Mientras la maga se ponía en pie y se dirigía hacia el dios de la Lucha, oyó dentro de su cabeza la voz de Mystra, en un tono entrecortado e histérico. Atácalo, dijo la voz. Utiliza el poder que te he dado.
Un rayo de poder azul y blanco surgió de Medianoche mientras completaba su hechizo. Aquél se estrelló contra Bane y lo lanzó cerca de Mystra. Lord Black levantó la vista hacia Medianoche un momento, con confusión en los ojos.
—Pero si yo tengo el…
Mystra lo cubrió con su masa y el dios de la Lucha gritó. Aquí, lord Bane, dijo Mystra mientras lo envolvía. Coge todo el poder que quieras. Salió un rayo de llamas azules y blancas y la mutación de Bane explotó violentamente. El cuerpo amorfo de Mystra se puso en tensión un segundo, mientras moría la mutación, y ella absorbía el poder de la explosión. Luego, también ella desapareció en medio de un relámpago de blanca y brillante luz.
—¡Diosa! —exclamó Medianoche, pero cuando pronunciaba esta palabra comprendió que Mystra estaba muerta.
Luego recordó que Elminster había sido arrojado al agujero. Cuando levantó la vista, Adon estaba al borde de la abertura, mirando la niebla que salía de ella y con los brazos extendidos, como si el clérigo estuviese tendiendo las manos a alguien que había dentro del agujero.
—Elminster —dijo ella en voz baja.
Luego Medianoche distinguió un movimiento confuso dentro de la abertura. La niebla se separó un momento y vio al anciano luchar desesperadamente para cerrar el agujero que él mismo había abierto.
Medianoche corrió junto a Adon. El clérigo tenía las manos extendidas, como si hubiera estado formulando un hechizo.
—Por favor, Sune —decía bajito, y unas lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas.
No daba la impresión de que Elminster viese a Medianoche y a Adon, que estaban al borde del agujero. Estaba demasiado ocupado haciendo complejos dibujos con sus manos y cantando largos ensalmos. Luego, el anciano gritó y una luz violeta surgió del agujero. Medianoche preparó un sortilegio, pero cuando levantó las manos para formularlo, surgió un rayo y Elminster y el agujero desaparecieron. El templo empezó a temblar y Medianoche se desplomó sobre sus rodillas.
Adon la ayudó a ponerse de pie y la obligó a caminar. Ella notó el aire caliente y la luz del sol recorrer su rostro mientras pasaban entre la cegadora luz azul que llenaba el pasillo. Cuando salieron, Medianoche miró al cielo y lanzó un grito ahogado al ver las enormes llamas que envolvían la Escalera Celestial, que ardía en los cielos. Pudo ver por un instante los negros y chamuscados fragmentos de la escalera, cuya apariencia se había convertido en una formación de imágenes que no paraban de dar vueltas. Vio, en algunos puntos, los montones de manos que había vislumbrado en una ocasión anterior; temblaban y se aferraban al aire. Luego la Escalera desapareció y sólo quedaron las llamas.
Medianoche y Adon se cayeron al suelo y entonces oyeron un ruido ensordecedor: eran las paredes del templo que se resquebrajaban y las alas de las torres que se derrumbaban detrás de ellos.
El templo de Lathander explotó y todo el Valle de las Sombras se puso a temblar.
Al este de la explosión, la batalla que se libraba en la carretera cerca de la charca de Krag quedó prácticamente interrumpida un momento, durante el cual los combatientes miraron el cielo en medio de un perplejo silencio. El fuego caía en cascada de los cielos, atravesando el aire para envolver la zona próxima al templo de Lathander.
Kelemvor contemplaba las llamas conmocionado. Lo primero que pensó fue abandonar su posición, coger un caballo y correr junto a Medianoche, pero sabía que Elminster debía de estar con vida. Era legendario por sus poderes y él podría proteger a Medianoche mejor de lo que sería capaz de hacerlo él mismo. Además, Kelemvor sabía que no podía dejar a sus hombres sin jefe. La suerte de Medianoche estaba en sus propias manos, como ella lo había querido.
El respiro causado por la explosión no duró más de unos segundos, luego se reanudó la batalla. Las fuerzas de Bane estaban claramente agotadas y la ausencia de sus mandos clave en el campo de batalla había reducido a los zhentileses a una chusma indisciplinada que luchaba por su vida. Bane no había regresado, Sememmon estaba herido y sin sentido y el Caballero Siniestro muerto. Lo más importante de todo era que los defensores del Valle de las Sombras no daban muestras de cejar ante el cada vez menor, pero todavía superior, número del ejército de Bane.
El comandante Bishop estaba junto a Kelemvor.
—Vienen de todas direcciones —dijo Bishop, sin apenas aliento—. ¡Por todos los dioses, esto es un juego para gente joven!
—Yo creo que es un juego triste y macabro —replicó Kelemvor.
Pero Kelemvor se preocupó de cubrir las espaldas a Bishop y ambos avanzaron entre la carnicería. Había cuerpos por todas partes. Los muertos se contaban a miles y la lucha se volvió más encarnizada que nunca. Kelemvor oyó a uno de los zhentileses llamar a lord Bane en voz alta. Otros le contestaron que había huido.
—¿Has oído esto? —dijo Kelemvor, pero Bishop estaba ya ocupado con una espadachina que igualaba todas sus arremetidas y no daba señales del agotamiento que se había apoderado del comandante.
Antes de que Kelemvor pudiese darse la vuelta y ayudar a Bishop, otro jinete zhentilés se precipitó sobre él con su caballo, blandiendo la espada. Kelemvor tiró al soldado del caballo y lo traspasó. Después de subir al caballo negro, Kelemvor tendió la mano a Bishop, que acababa de matar a la espadachina. El comandante levantó el brazo, pero lanzó un grito cuando una flecha atravesó su pierna. Vaciló y Kelemvor lo agarró de la mano y lo aupó al caballo.
Otra flecha pasó rozándolos y Kelemvor espoleó al caballo. Encontraron un pequeño grupo de hombres del valle luchando por sus vidas contra los zhentileses y Kelemvor obligó al caballo a cargar contra la escaramuza.
Kelemvor y Bishop arremetieron contra el río de armaduras negras, y sus hojas abrieron un amplio arco en las fuerzas zhentilesas, pero sus esfuerzos no eran suficientes ante aquella superioridad numérica. Cayeron del caballo por lados opuestos y se vieron obligados a pelear a pie. Luego se oyó un canto al oeste y otra tropa de jinetes de armaduras color ébano se unió a la batalla, pero no eran zhentileses; llevaban el símbolo del caballo blanco en sus cascos. Eran los jinetes del valle del Tordo.
Kelemvor dejó escapar un grito salvaje y destripó al zhentilés con el que estaba luchando. Los jinetes eran la mejor caballería del valle. Aunque no eran más que veinte hombres, cada uno valía por cinco soldados zhentileses.
Otro hombre del valle lanzó un grito y volvió a señalar al oeste.
—¡Mirad allí!
Kelemvor vio otro grupo de guerreros, que sólo podían ser los Caballeros de Myth Drannor, que cargaban en la carretera. Iban a la cabeza de la mayoría de los defensores del Valle de las Sombras procedentes de la ciudad, el primero lord Mourngrym.
Antes de que transcurriera una hora, el ejército de Bane empezó a retirarse. La presencia de los jinetes del valle del Tordo y de los Caballeros de Myth Drannor había acabado con la resolución de la mayoría de los zhentileses. Casi todos los soldados del ejército de Bane que habían logrado abrir brecha a través de las barricadas de piedra habían muerto a manos de los defensores de la ciudad. Los hombres del valle apostados en el puente habían ahuyentado a Fzoul y sus tropas. Los jinetes zhentileses que habían atacado desde el norte habían muerto o se habían visto obligados a replegarse. Y ahora las fuerzas zhentilesas del este también estaban huyendo.
En la barricada que daba al Valle de las Sombras, Kelemvor y Bishop se encontraron con Mourngrym y dos de los Caballeros.
—¡Se están retirando! —exclamó Mourngrym—. ¡Hemos ganado!
Kelemvor no podía creer aquellas palabras tan fácilmente. Quedaban muchos zhentileses que lucharían mientras les quedase un soplo de vida. Las escaramuzas se habían desplazado al interior del bosque y ya había algunos incendios que amenazaban con propagarse, faltos de control. De momento, el Valle de las Sombras había perdido demasiados hombres para enfrentarse como era debido siquiera a un pequeño incendio forestal.
Kelemvor recorrió con la mirada el campo de batalla, pero no vio a ninguno de sus amigos.
—Lord Mourngrym, ¿dónde están Cyric y Hawksguard?
La expresión triunfante de Mourngrym se desvaneció.
—Están en el cruce de carreteras —contestó el señor del valle en voz baja—. Cyric está bien, aparte de algunos rasguños. Hawksguard…
Kelemvor miró al señor del Valle de las Sombras a los ojos.
—Ha sido Bane —dijo finalmente Mourngrym—. Me tenía cogido entre sus garras y Hawksguard me ha salvado.
Kelemvor se volvió y picó a su caballo para que se pusiese a galope y se dirigió al cruce de carreteras. El guerrero pasó por delante de Cyric y de un puñado de hombres que iban al bosque a perseguir a los soldados zhentileses en retirada, pero ni siquiera oyó sus gritos de saludo.
Cuando Kelemvor llegó finalmente al centro del Valle de las Sombras, vio que estaban cargando a los muertos en carros y atendiendo a los heridos allí donde habían caído. Vio a Hawksguard casi inmediatamente, tumbado en el suelo junto con otros oficiales.
Kelemvor se acercó al veterano guerrero. Hawksguard no estaba muerto, pero no cabía duda de que no llegaría vivo al día siguiente. Las manos con garras de Bane habían hecho un profundo tajo en su pecho y era un milagro que todavía estuviese con vida. Kelemvor tomó la mano de Hawksguard y lo miró a los ojos.
—Lo pagarán —gruñó Kelemvor—. ¡Les daré caza y los mataré a todos!
Hawksguard se asió al brazo de Kelemvor, sonrió débilmente y sacudió la cabeza.
—No te pongas melodramático —dijo—. Esta vida… es tan corta…
—No es justo —dijo Kelemvor.
Hawksguard tosió y un profundo espasmo sacudió su cuerpo.
—Acércate —dijo Hawksguard—. Tengo algo que decirte.
Su voz se había convertido en un susurro.
—Es importante —añadió Hawksguard.
Kelemvor se acercó más a él.
Y Hawksguard le contó un chiste.
Kelemvor notó que le temblaba el labio inferior pero, al final, se rió. Hawksguard había ahuyentado los pensamientos de muerte y sangre que lo iban embargando al recordarle algo que casi había perdido:
La esperanza.
La batalla del Valle de las Sombras había terminado. Las fuerzas de Bane se habían replegado en el bosque, si bien muchos sólo habían encontrado una muerte atroz en lugar de la huida en la que confiaban. El incendio se estaba extendiendo, pero poco podían hacer los cansados hombres del valle para contener el fuego.
Sharantyr, una guardabosques que iba con los Caballeros de Myth Drannor, se dirigió al templo de Lathander a caballo, junto con la poetisa arpista Vendaval, Dedos de Platino, para investigar la explosión y el fuego que allí se habían desencadenado, así como para interesarse por Elminster y los dos forasteros que estaban con él.
Cuando se aproximaron, Sharantyr y Vendaval vieron a Medianoche y a Adon salir a trompicones de entre las ruinas del templo. Luego una bola de fuego surgió de dentro de las ruinas y se elevó en el aire a la velocidad del rayo. Sharantyr saltó de su caballo y tiró de Vendaval para hacerla bajar también y evitar que se metiese en aquel infierno.
—¡Elminster! —exclamó Vendaval, con la mirada fija en la destrucción.
Una burbuja de energía azul y blanca envolvió al clérigo y a la maga que escapaban de la destrucción, y las mujeres vieron cómo un muro de escombros se vaporizaba cuando tocó aquel escudo. Finalmente, cuando la tierra se inmovilizó y todo lo que vieron del templo de Lathander fueron unas ruinas, las mujeres corrieron hasta los forasteros, que habían salido indemnes de la destrucción.
Después de haber comprobado que el clérigo y la maga estaban con vida, Vendaval entró corriendo en el templo. Dentro de las ruinas en llamas, pasando entre los cascotes que llenaban la antecámara, Vendaval apartó penosamente una viga de su camino y penetró en lo que había quedado de la sala principal destinada al culto. La arpista de cabello plateado notaba cómo los latidos de su corazón se aceleraban mientras buscaba entre los escombros algún signo de que Elminster sobreviviese a todo aquello. En el extremo más alejado de la sala encontró fragmentos de sus antiguos libros de hechizos e incluso trozos de su manto hecho jirones.
Los muros que todavía quedaban en el templo estaban salpicados de sangre y trocitos de huesos.
Vendaval gritó desde lo más recóndito de su corazón. Estaba consumida por la rabia y salió corriendo del templo para encararse con los forasteros.
Cuando la arpista de cabello plateado llegó afuera, vio que Sharantyr hablaba con el clérigo y la maga que habían huido del templo. La guardabosques estaba a punto de interrogar a la mujer morena, cuando apareció Vendaval ante ellos con la espada desenvainada.
—Elminster —dijo ella, con odio en su voz—, Elminster ha muerto asesinado.
Vendaval arremetió contra ellos y Sharantyr tuvo que sujetarla y desarmarla antes de volver a soltarla. Luego, una enorme sombra pasó por encima del templo y el aire se volvió tenue y frío. Al cabo de unos segundos, el perfecto azul del cielo se volvió gris acero y unos nubarrones convergieron en lo alto de la Escalera Celestial en llamas. Un enorme ojo apareció en la cumbre de las nubes y una lágrima cayó del ojo mientras parpadeaba; luego desapareció. La lágrima se convirtió en un diluvio que se precipitó de los cielos e inundó todo el valle. Unas columnas de humo blanco azulado se elevaron de la escalera mientras se extinguían las llamas que la habían destruido y, lejos del templo, en el bosque próximo a la charca de Krag, los incendios se apagaron bajo los torrentes de lluvia.
Vendaval parecía haberse calmado con ocasión de la lluvia torrencial que había caído, pero entonces se fijó en el rostro del joven clérigo y en la cicatriz.
—Él estaba…, él estaba en el templo de Tymora —dijo la poetisa en un susurro, sin aliento—. Estaba allí después de los asesinatos.
Sharantyr se adelantó y, en esta ocasión, con la espada desenvainada.
—Soy Sharantyr de los Caballeros de Myth Drannor —dijo—. Tengo el sacrosanto deber de deteneros a ambos por el asesinato de Elminster el Sabio…