14. Rumores de guerra

Mourngrym se enteró del cruel ataque contra el templo de Tymora pocas horas antes del alba. Hizo llamar a Elminster y éste se reunió con su señor en el camino que conducía al templo. Adon estaba todavía allí cuando llegó el sabio.

La poetisa Vendaval, Dedos de Platino, no tardó en aparecer también. Llevaba el símbolo de los arpistas, una luna y un arpa plateadas sobre fondo azul turquesa. Los vientos nocturnos jugaban con su cabello elevándolo en el aire y dándole el aspecto de una aparición de némesis en lugar del de una mujer. Su armadura era plateada como las del valle y pasó por delante de su señor y del sabio sin saludarlos siquiera.

Mourngrym no trató de detenerla. Por el contrario, se reunió con ella en el templo profanado y juntos contemplaron la destrucción y la matanza en medio de un respetuoso silencio. El símbolo de Bane, pintado con la sangre de las víctimas, llamó su atención inmediatamente. Poco después, mientras Vendaval hablaba con los guardias que habían sido los primeros en encontrar aquel caos, Adon adelantó la teoría de que había sido el robo de las pociones curativas lo que había motivado el ataque; asimismo, había que tomar en consideración los efectos debilitadores que un ataque semejante tendría en la moral de los fieles del Valle de las Sombras. Vendaval, Dedos de Platino, miró al clérigo con gran suspicacia, como si no desease la presencia de ningún intruso durante una tragedia de tal envergadura.

—La sangre que mancha sus manos ha sido derramada en honesto servicio, evitando la muerte —dijo Elminster—. No hay malicia en este hombre. Es inocente.

Vendaval se volvió a Mourngrym, indignadísimo por aquel ataque.

—Los arpistas irán contigo, señor. Juntos vengaremos este acto de cobardía.

Luego se marchó, después de que su dolor por la tragedia amenazase con vencer su continencia inflexible. Mourngrym puso a trabajar a sus hombres en la tarea de identificar y enterrar a los muertos. El anciano permaneció junto al señor del valle y se dirigió a los presentes en un tono de voz muy bajo.

—Bane es el dios de la Lucha y, por consiguiente, no es de sorprender que quiera distraernos, hacer mella en nuestros corazones y dejarnos apesadumbrados y vulnerables ante su ataque —dijo Elminster—. No debemos permitir que logre sus propósitos.

Mourngrym temblaba de rabia.

Horas después, cuando regresó a la Torre Inclinada, Mourngrym estuvo un rato junto a su amigo y aliado Thurbal, que yacía en la cama durmiendo profunda y reparadoramente. Thurbal no había hablado desde la noche en que la magia de Elminster lo rescatara de Zhentil Keep, cuando informó a Mourngrym del ataque que se planeaba contra los valles.

—¡Qué atrocidades he visto, Thurbal! ¡Hombres de fe muertos como perros! Viejo amigo, en mi corazón arde una rabia que amenaza con abrasar los débiles lazos de la razón. —Mourngrym bajó la cabeza—. ¡Quiero su sangre! ¡Quiero venganza!

Thurbal había dicho en cierta ocasión que una rabia de esta índole no hacía otra cosa que cegar, incapacitar para la victoria y predisponer a uno a ser eliminado. Había que enfriar los ardores del corazón y dejar que la razón lo guiase a uno por los caminos de la venganza.

Mourngrym estuvo velando a Thurbal hasta que empezó a clarear y recibió un aviso de Hawksguard para que se reuniese con él en la sala de la guerra.

Los detalles del trabajo para los preparativos se perfilaron durante las primeras horas de la mañana y Kelemvor se asombró de lo mucho que se había adelantado durante los días anteriores a su llegada. Estaba junto a Hawksguard mientras éste reunía a cientos de soldados que se habían presentado voluntariamente para servir en la defensa del Valle de las Sombras. Muchos de ellos habían atravesado el paisaje de pesadilla de los desfiladeros de Gnoll y de las Sombras para llegar al valle. Eran conscientes de la suerte que correría el valle si fallaban a la hora de rechazar a Bane y a su ejército. Resonó un grito clamoroso y Kelemvor, inconscientemente, se vio envuelto por el entusiasmo y levantó el puño con los demás.

Luego vino el trabajo pesado, si bien fueron pocos los que se quejaron. Los comerciantes y constructores se pusieron a trabajar codo con codo con los soldados poco antes de que el sol se elevara, y no tardaron en tomar forma las líneas defensivas en la zona de la charca de Krag, en la carretera de Voonlar. Se llevaron carros enteros de rocas y escombros de las ruinas del castillo de Krag hasta el borde mismo de la carretera principal, al nordeste del valle. Una vez allí, se utilizó este material para construir unas grandes fortificaciones.

Alrededor de los trabajadores, en el suelo y en los árboles, los arqueros se preparaban para defender la carretera y sitiar a las tropas de Zhentil Keep que avanzasen por el nordeste. Podían pasar días antes de que se librase la batalla, pero los arqueros sabían que también ellos debían estar preparados.

Y, una vez terminado su trabajo, se pusieron a esperar pacientemente. El cielo tenía un color azul claro y había muy pocas nubes. Daban vida a los árboles que los rodeaban unos murmullos que sólo podían apreciarse completamente después de haberse pasado horas interminables cortando madera, derribando árboles, afilando puntas, cavando zanjas y volviendo a taparlas. Los leñadores hicieron esto y mucho más para disponer las trampas y preparar los escondites.

Sin embargo ni los leñadores ni los arqueros estaban solos en esta tarea. Habían acudido equipos de trabajo de la ciudad, acaudillados por dos proyectistas de Suzail Key, que estaban de visita en casa de unos parientes en el Valle de las Sombras cuando llegó la noticia de una inminente invasión. Ayudaron a colocar los distintos obstáculos con que los hombres del valle interceptarían el camino al ejército de Bane e insistieron en confeccionar unos gráficos detallados de rutas de escape a través del bosque. Como es de suponer, estos mapas serían memorizados y destruidos mucho antes de la llegada de la vanguardia del ejército de Bane.

Se fue trabajando a un ritmo rápido durante toda la mañana pero, a medida que el día avanzaba y los habitantes del valle iban construyendo las defensas más cerca de la ciudad, se vieron obligados a dejar más y más hombres detrás para que vigilasen las complicadas trampas y asegurasen un despliegue adecuado. Con cada hombre dejado al cargo de una trampa o vigilando el avance de exploradores enemigos, la construcción de nuevas trampas iba siendo más lenta. Pero hasta los hombres que se habían quedado en el bosque intentaban ser útiles mientras esperaban a que empezase la batalla. Los arqueros, en especial, aprovecharon el tiempo estudiando el trozo de bosque que debían defender.

Estos arqueros, los primeros que se enfrentarían al enemigo, se pasaron horas estudiando todos y cada uno de los ruidos del bosque y tratando de estar en completa armonía con el intrincado flujo de la naturaleza. Cualquier sonido, cualquier olor que se saliese de lo corriente sería detectado inmediatamente. Apenas hablaban sino que, por el contrario, se hacían señales con las manos, para avisarse de la llegada del enemigo, si el ataque se producía durante el día. Se habían tomado otras medidas, como señales luminosas con las linternas, para el caso de que el ejército hiciese su aparición por la noche.

De momento, no había nada que hacer salvo disfrutar de la belleza del campo mientras esperaban pacientemente.

Más tarde, Kelemvor fue enviado a reunir a los herreros que habían estado trabajando a golpe de martillo para hacer escudos, espadas, dagas y armaduras para quienes, en caso contrario, habrían luchado sólo con sus pechos desnudos y su entusiasmo. Con la ayuda de dos asistentes, el guerrero supervisó la operación de cargar las armas en los carros. Luego Kelemvor fue a comprobar el trabajo de los tallistas que, atareados, hacían flechas y arcos para los arqueros.

En los cruces de caminos fuera de la posada La Calavera de los Tiempos se llevaba a cabo otro tipo de preparativos. En la granja de Jhaele, Melena de Plata, y en el otro lado de la carretera, ligeramente hacia el este, en la granja de Sulcar Reedo, se estaban construyendo unos parapetos movibles hechos de paja, destinados a soportar lo más fuerte del ataque de los arqueros de Zhentil Keep cuando entrasen en la ciudad. Se había vaciado el almacén del comerciante Weregrund y un pequeño cuerpo de hombres surgiría de allí cuando el enemigo empezase a librar la batalla en los cruces de los caminos, con la esperanza de cogerlo por sorpresa.

Mourngrym seleccionó cuidadosamente a los vigías que lanzarían señales de fuego en la montaña de los Arpistas y en La Calavera de los Tiempos para anunciar la llegada del enemigo. Para esta tarea se escogieron hombres sin familia que llorara su pérdida, sin esposas a quienes dejar viudas. Antes de enviarlos a sus puestos, el señor del valle se cercioró de que estuviesen adecuadamente equipados y con las suficientes provisiones por si su espera resultaba larga.

El reparto de provisiones dio comienzo a primera hora del día, pero se había convertido en una tarea interminable. Jhaele, Melena de Plata, y sus trabajadores habían repartido raciones de carne, de pan dulce y agua fresca a cada grupo de hombres. Habían recopilado asimismo tiendas y colchones enrollados, pero esto fue distribuido sólo esporádicamente.

Al otro lado del pueblo, Cyric llegó al puente sobre el Ashaba y descubrió el doble resentimiento de «sus» hombres casi inmediatamente. En primer lugar, ninguno de estos hombres se había presentado voluntario para aquel destino; todos querían ver la gloria de la batalla en primera línea en vez de guardar un puente ante la eventualidad de que un segundo cuerpo de soldados fuese enviado a tomar el Valle de las Sombras desde el oeste. En segundo lugar, y esto era lo más importante, no les hacía ninguna gracia recibir órdenes de un forastero. El sentimiento era mutuo, pues para Cyric no suponía honor alguno tener que dar órdenes a lo que él consideraba un grupo de cretinos gritones y mal educados.

Pero antes de que Cyric pudiese siquiera considerar la idea de organizar a sus tropas, tenía que ocuparse de un gran número de refugiados.

Éstos se habían reunido junto al río. Las barcas que los llevarían río abajo hasta el valle del Tordo no habían llegado todavía y Cyric ordenó a un puñado de soldados que se asegurase de que los ancianos y los niños estaban bien, mientras él se ocupaba de organizar los detalles del trabajo. De vez en cuando, se paseaba entre las familias, sorprendiéndose ante la grandísima fuerza que descubría en sus ojos.

Imbéciles, pensaba Cyric. ¿No comprendían que, probablemente, iban a abandonar sus casas para siempre? El ladrón descubrió que no podía dejar de darle vueltas a la idea que Marek había sembrado en su mente: cambiarse de bando y unirse al enemigo si la única opción era morir. Al fin y al cabo, ¿qué le debía él a aquella gente? De no haber sido por Medianoche, hacía tiempo que se habría marchado.

La mayor parte de los refugiados estaba formada por niños o por personas que, bien por la edad, bien por su estado físico, no estaban capacitados para luchar. Miraban a los soldados cavar trincheras a cada extremo del puente. Sabían que probablemente aquellos hombres morirían defendiendo unas casas donde ya no vivían, pero sabían, asimismo, que huir habría supuesto matar a la mayoría de soldados más deprisa de lo que podía hacerlo una flecha o una espada del enemigo.

Pero mientras los refugiados estaban mirando, los hombres que trabajaban en el puente empezaron a cavar más despacio. La mayoría se quejaba en voz alta, criticando al hombre moreno que se paseaba entre ellos y repartía órdenes con brusquedad y con un genio cada vez más endiablado.

Luego, sin previo aviso, una docena de hombres arrojó sus palas al suelo y salió de la zanja a medio cavar que había estado abriendo con dificultad durante horas. El jefe de los hombres, un gigante llamado Forester, llamó a Cyric, que estaba ocupado cavando con los soldados al otro extremo del puente.

—¡Basta! —gritó Forester, con las greñas de su despeinado cabello pegadas al rostro por el sudor—. ¡Nuestros hermanos están dispuestos a sacrificar sus vidas en el límite este para proteger el valle! ¡Yo voy a reunirme con ellos! ¿Quién está conmigo?

La mayoría de los soldados que estaban en el lado del puente donde se hallaba Forester arrojó sus palas inmediatamente y se agrupó detrás del guerrero. Algunos de los soldados de la parte del puente de Cyric apoyaron a gritos el plan de Forester y, también ellos, arrojaron sus palas.

Cyric apretó el mango de su pala y rechinó los dientes.

—¡Maldita sea! —dijo en un siseo.

Cuando se volvió para salir de la zanja, vio que todos los refugiados lo estaban mirando. Su mirada se posó en la de una madre joven que estaba a menos de veinte pasos, preocupada, no por sus hijos, sino por ella misma.

Mientras apartaba la mirada y saltaba fuera de la zanja, acudieron a su mente recuerdos de sus propios padres abandonándolo cuando era un bebé. Forester y sus hombres estaban ya atravesando el puente, con las armas a punto, cuando Cyric bloqueó el camino al otro extremo del puente. Si bien le habría encantado dejar que los hombres se precipitasen a una muerte segura, no iba a permitir que su autoridad fuese puesta en duda.

—¡Apártate! —le instó Forester—, a menos que quieras meterte en el río sin la protección de una barca.

—Volved al trabajo —ordenó Cyric fríamente—. Lord Mourngrym nos ha ordenado que protejamos este puente.

Forester se echó a reír.

—¿Protegerlo contra qué… contra la puesta del sol? ¿El viento a nuestra espalda? La batalla se librará en el este. ¡Apártate!

Forester se fue acercando, pero Cyric no se movió.

—Eres un cobarde —dijo Cyric.

Forester se detuvo en seco.

—Valerosas palabras procedentes de un cadáver —repuso, y se preparó a levantar la espada. La hoja brilló a la luz del sol, pero Cyric siguió sin moverse ni sacar un arma.

Los labios de Cyric se abrieron. Señaló a los refugiados.

—Miradlos.

Los refugiados estaban apiñados en la orilla del Ashaba. El miedo brillaba en los ojos de todos ellos.

—¿Queréis gloria? ¿Queréis sacrificar vuestra nada valiosa vida? De acuerdo, si eso es lo que deseáis a costa de sus vidas.

La espada de Forester vaciló. Empezó a elevarse un murmullo de voces.

—Si os marcháis de aquí, ¿quién los protegerá? ¡El valle de la Daga está plagado de hombres de Bane! ¡Dejad que caiga el puente y será como entregarlos, a ellos y al Valle de las Sombras, directamente al enemigo!

Cyric le dio la espalda a Forester.

—¡Quedaros conmigo es quedaros con el Valle de las Sombras! ¿Qué me decís? ¿Qué decís todos vosotros?

Silencio. Cyric esperaba a que la espada del gigante se clavase en su espalda.

—¡Por el Valle de las Sombras! —exclamó una voz.

—¡Por el Valle de las Sombras! —gritaron mil voces más.

Luego un coro de voces ensordecedoras y airadas se unieron al llamamiento, los refugiados incluidos.

—¡Por el Valle de las Sombras! —exclamó una voz detrás de Cyric. Éste se volvió y Forester levantó su arma por encima de la cabeza mientras cantaba con los demás.

—Sí —dijo Cyric finalmente, y todos guardaron silencio—. ¡Por el Valle de las Sombras! Y ahora volved al trabajo.

Los soldados redoblaron sus esfuerzos; Cyric vio a lo lejos el primero de los barcos que llevaría a los refugiados a un lugar más seguro.

—¡Por el Valle de las Sombras! —dijo una mujer, con los ojos claramente emocionados por las palabras de Cyric y resbalándole las lágrimas por sus mejillas, cuando se encaminaba a uno de los barcos.

Cyric hizo una inclinación de cabeza, si bien no sentía más que desprecio por aquel rebaño sumiso que sólo ansiaba ocultarse detrás de su fe en los dioses o en su país para justificar sus acciones, en lugar de enfrentarse abiertamente a la vida. Dio la espalda a la mujer y volvió a ocupar su puesto en la zanja, después de que su paciencia por los soñadores y los cobardes hubiese llegado al límite.

Había convencido a los demás de que la decisión correcta era permanecer en sus puestos.

Ahora no tenía más que convencerse a sí mismo.

Mientras Cyric supervisaba el embarque de los refugiados en los barcos que los llevarían Ashaba abajo, y dirigía a sus hombres en la construcción de trincheras junto al puente, Adon estaba encerrado en la torre de Elminster después de regresar con el sabio del templo de Tymora a primera hora de la mañana. Elminster le había puesto a trabajar en la desordenada antecámara que solía ocupar Lhaeo.

—Tienes que encontrar todas las referencias a los siguientes nombres —le explicó Elminster—. Y luego estudiar y aprenderte los hechizos expuestos por cada uno de ellos durante su vida. Todos están en estos volúmenes. Confecciona unas listas a las que tengamos fácil acceso.

—Pero a mí me fallan los hechizos —protestó Adon—. No sé…

—Yo tampoco, pero como los Reinos dependen de todos nosotros, creo que ahora es el momento de hacer averiguaciones, ¿estás de acuerdo conmigo? —Tras estas palabras el sabio se marchó y el clérigo se volcó sobre los libros hasta que llegó Medianoche y se dirigieron al templo.

Adon, Medianoche y Elminster llegaron al templo de Lathander a la hora de la cena. Una niebla color púrpura flotaba por el cielo vespertino. El sabio, el clérigo y la maga atravesaron una ciudad casi vacía, si bien oían, al oeste, cómo cavaban los hombres de Cyric y, al este, a los soldados construyendo fortificaciones.

Cuando se acercaron al edificio, Adon y Medianoche vieron que el templo de Lathander tenía la forma de un fénix, con unas enormes alas de piedra que se elevaban a ambos lados de la entrada. Estas alas se curvaban y se convertían en torres. En el centro de la edificación había una puerta de dos hojas, totalmente desierta. Elminster golpeó con impaciencia. Se abrió una ventana del tercer piso y se asomó un hombre guapo, de mandíbula cuadrada y cabello ondulado.

—¡Elminster! —exclamó el clérigo en un tono reverencial.

—¡Es posible que siga estando aquí para cuando bajes y abras esta puerta!

La ventana se cerró de golpe y Elminster se apartó de la pesada puerta y se puso a pasear por delante. Medianoche seguía atosigándolo sobre el templo y el papel que Adon y ella iban a tener en la batalla.

—¡Limitaos a recordar lo que os he enseñado y a hacer lo que os he dicho! —dijo Elminster con tono cansado.

—¡Nos estás tratando como si fuésemos unos niños! —espetó Medianoche—. Después de todo lo que hemos pasado, creo que una simple explicación no estaría de más.

Elminster suspiró.

—¿Te importa que este anciano descanse sus pobres huesos mientras tú sigues machacándolo?

Elminster se sentó. Sólo cuando Medianoche estuvo en mitad de su argumento sobre las Tablas del Destino cayó en la cuenta de que estaba sentado en medio del aire y que el aire que rodeaba al sabio crujía con energías místicas.

Medianoche se interrumpió.

—Una Escalera Celestial —dijo.

—Sí, como la que utilizó tu señora Mystra en su conato por recuperar las Esferas.

Medianoche retrocedió horrorizada.

—Entonces Bane…

—No quiere el valle —dijo Elminster—. Quiere las Esferas.

—Pero Helm lo detendrá, posiblemente lo matará…

—Y el Valle de las Sombras quedará reducido a un montón de cenizas, a un punto negro en los mapas de los viajeros por los siglos de los siglos.

Adon se cubrió el rostro con las manos.

—Como el castillo de Kilgrave. Pero ¿qué podemos hacer?

Elminster dio una palmada en el aire que había junto a él.

—¡Pues destruir la Escalera Celestial, naturalmente! —Alargó una mano en dirección a Medianoche—. ¡Ayúdame a ponerme de pie!

Medianoche ayudó al sabio a levantarse.

—¿Cómo podemos destruir lo que han creado los dioses?

—Quizá tú puedas decírmelo —contestó Elminster.

La puerta del templo se abrió y apareció el hombre rubio. Iba vestido con un traje de ceremonia rojo que llevaba unas gruesas franjas ribeteadas de oro.

—¡Elminster! —exclamó el hombre—. No me había dado cuenta de la hora. Por supuesto, os esperaba.

Con un gesto, Rhaymon indicó al anciano que entrase.

—¿Quieres que les muestre todo esto a tus ayudantes antes de marcharme?

—No será necesario —contestó Elminster.

Rhaymon estaba casi en la puerta cuando Adon detuvo al sacerdote.

—No comprendo nada —dijo—. ¿Adónde vas?

—A reunirme con mis compañeros los sacerdotes y con los fíeles adoradores de aquí —fue la respuesta de Rhaymon—. Con todos y cada uno de los hombres que unirán sus fuerzas al ejército del Valle de las Sombras, y que se están preparando para sacrificar sus vidas en defensa del valle.

Adon estrechó la mano del hombre.

—Haz que paguen por lo que hicieron a los adoradores de Tymora.

Rhaymon hizo un gesto de asentimiento y se marchó.

—Entremos —dijo Medianoche, tocando suavemente el brazo de Adon y conduciéndolo a través de la puerta del templo, que cerró con llave.

Era de noche y los recuerdos acosaban a Ronglath, el Caballero Siniestro. No se había enterado de la muerte de Tempus Blackthorne hasta su llegada a Voonlar. El hechicero Sememmon rió mientras informaba al Caballero Siniestro de la suerte del emisario.

—No te preocupes —dijo Sememmon—, no tardarás mucho en reunirte con él. Estarás al mando del primer batallón contra los hombres del valle.

El Caballero Siniestro no replicó.

El viaje desde la Ciudadela del Cuervo hasta Teshwave había sido difícil. Los soldados a cuyo mando estaba mostraron una abierta hostilidad y rebeldía. Los mercenarios que se habían reunido con ellos en las ruinas de Teshwave no tenían conocimiento del fracaso del Caballero Siniestro en Arabel y sólo les preocupaba el oro que habían recibido por presentarse a tiempo y se preparaban para la marcha. Hacía sólo unos días que el Caballero Siniestro estaba en Voonlar cuando llegó la orden, procedente de lord Bane, de reunir a los hombres y ponerse en camino.

No habían sido víctimas de ataques a los carros de abastecimiento ni durante el primero ni el segundo día de viaje, y ello despertaba sospechas en el Caballero Siniestro. O los defensores del Valle de las Sombras no se habían dado cuenta de la gran debilidad del ejército de Bane, compuesto de cinco mil hombres, o no les sobraba potencial humano para intentar siquiera hacerse con las provisiones. Por cada quince kilómetros de carretera que conquistaban, dejaban casi cincuenta hombres detrás con el fin de proteger el camino contra los asaltantes. Aun cuando Bane tal vez no lo hubiese aprobado, el Caballero Siniestro no tenía intención de dejar su retaguardia indefensa, aunque para ello tuviese que utilizar la cuarta parte de sus tropas.

El Caballero Siniestro se sorprendió de nuevo cuando el ejército llegó al bosque situado al nordeste del valle. Había esperado que el bosque estuviese en llamas. Daba la impresión de que la gente del Valle de las Sombras no iba a dormir calladamente. Querían guerra.

El Caballero Siniestro contaba con acampar fuera del bosque cuando cayese la noche, pero lord Bane le hizo llegar órdenes en sentido contrario. Entrarían en el bosque bajo la protección de la noche, pues se presumía que así contarían con la ventaja de la sorpresa caso de que encontraran algún tipo de resistencia.

No podrían encender antorchas.

Los magos de Bane habían ordenado tajantemente que no se hiciese uso de la magia bajo ningún pretexto, debido a que este arte se había vuelto inestable y podía volverse contra ellos. Esto significaba que no habría hechizos con los cuales realzar la visión nocturna de los soldados mientras penetraban ruidosamente en el bosque.

Mientras el Caballero Siniestro guiaba a sus hombres, Leetym y Rusch, hacia el interior del bosque, comprendió que había por lo menos unos cuantos que compartían su opinión sobre la estrategia de Bane. El más viejo y más experimentado, Mordant DeCruew, cabalgaba junto al Caballero Siniestro.

—Esto es un suicidio —dijo Leetym.

Para sorpresa de los otros oficiales, el Caballero Siniestro hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

Rusch levantó su espada.

—Nuestro dios y señor nos ha dado una responsabilidad.

—¡Que él mismo ha hecho que sea imposible que cumplamos! —protestó Leetym—. Nos ha traído como si fuésemos ganado hasta el matadero. Yo soy uno de los que han visto a nuestro «dios» comer y beber como un humano. Debido a que soy guardián del templo, he tenido ocasión de verlo llorar como un niño caprichoso. ¡Nos ha mentido desde el principio!

—Pues yo te digo que hoy mismo obtendremos la victoria —dijo Rusch blandiendo su arma.

—Deja la espada —gritó Mordant—. Nuestros enemigos no esperarán que marchemos sobre el bosque hasta mañana. No esperarán que lleguemos al Valle de las Sombras hasta última hora de pasado mañana. Los cogeremos por sorpresa.

—Mordant tiene razón —convino el Caballero Siniestro—. Nuestra guerra no es entre nosotros. La verdadera batalla está delante. Si la muerte es nuestro destino, la afrontaremos como hombres, no como animales acobardados. Si vosotros dos no podéis aceptar este hecho, no dudaré en destriparos ahora mismo.

Las tropas se introdujeron, en silencio, en el bosque.

Connel Greylore, el primero de los arqueros del Valle de las Sombras que oyó acercarse a los soldados, se tomó un respiro para asegurarse de que sus sentidos no lo engañaban. Había tomado posición en lo alto de un árbol para montar guardia y avisar a sus compañeros. Otro arquero había hecho lo mismo a quinientos metros detrás de él; y así seguía hasta la charca de Krag. Cada uno de los vigías había escogido una posición desde la cual el siguiente centinela, situado más cerca de la ciudad, pudiese ver un claro destello de la señal de su linterna. De este modo, podían avisarse unos a otros sin por esto revelar su posición al enemigo que se acercaba.

Los ruidos se reanudaron, en esta ocasión acompañados de un inconfundible grito desgarrador.

Connel levantó su linterna con tanta celeridad que ésta resbaló de sus sudorosas manos, y a punto estuvo de caerse de la gruesa rama que lo sostenía por agarrar la linterna en el aire. Con el corazón en un puño, se obligó a relajarse al sentir la superficie del metal frío en su mano.

El arquero miró delante de él. Veía a los zhentileses avanzar dificultosamente por los haces de ramas enmarañadas que cubrían toda la anchura de la carretera. Los árboles habían sido derribados de forma que quedasen dispuestos en tres direcciones, para que los agresores tuviesen que meterse, a pie o a caballo, en la trampa que les habían tendido. De todas formas, aun cuando intentasen rodear la maraña de ramas e ir a campo traviesa, el enemigo descubriría que el bosque circundante estaba dispuesto de forma similar.

Connel dio la señal. Un destello procedente de la otra dirección le indicó que había sido recibida. Bajó del árbol y fue a despertar a otros tres arqueros que se habían situado furtivamente en unos árboles más cerca de la carretera. El ruido que producían los hombres al avanzar y tratar de pasar bajo las ramas llenaba la noche y cubría cualquier otro ruido que pudiesen hacer los arqueros mientras se preparaban, dirigiéndose a sus puestos y recogiendo los carcajes de flechas que habían dejado en cada posición.

Connel pensó que alguien había enviado a aquellos hombres como ganado al matadero. Luego el jefe de los cuatro arqueros dio la orden de disparar contra los zhentileses.

De repente, una lluvia de flechas surgió de los árboles para estrellarse contra las tropas de Bane; los gritos de rabia y furia se convirtieron en chillidos de muerte. Detrás del primer grupo, llegaron más arqueros, que tomaron posiciones en los árboles junto al camino.

Algunos zhentileses se lanzaron entre las barreras, utilizando en ciertos casos los cadáveres de sus compañeros como escudos contra la lluvia de flechas que caía desde arriba. Se dejaron oír horrendas maldiciones cuando al echar a correr no vieron las estacas plantadas en la carretera que apuntaban a la altura del pecho, hasta que quedaban empalados.

Connel y el primer grupo de arqueros del Valle de las Sombras empezaron a replegarse, bajaron de los árboles y tomaron la segura carretera que atravesaba el bosque y que los llevaría detrás de la siguiente línea de defensa. Consistía ésta en una serie de hoyos en el camino cuidadosamente camuflados. Estos hoyos tenían una profundidad de noventa centímetros y, en su centro, se elevaba una estaca.

El segundo grupo de arqueros estaba empezando a descender de los árboles detrás del primero y disponiéndose a seguirle en dirección a la ciudad, y Connel Greylore dio gracias a los dioses por no haber muerto hasta el momento ninguno de los arqueros del Valle de las Sombras a manos de los zhentileses. No oyó, detrás de él, en la carretera, los arcos que se tensaban ni la lluvia de flechas que lanzaron los zhentileses sobre el muro de ramas. De pronto cientos de flechas volaron por los aires. Casi todas se estrellaron contra los árboles, se hundieron en las ramas o cayeron al suelo sin causar daño.

Connel Greylore ni siquiera notó la flecha que penetró en su espalda y atravesó su corazón, pues murió al instante.

Los hombres de Bane estuvieron horas luchando en la oscuridad y abriéndose paso entre el gran número de defensas que había en la carretera. Cada vez que encontraban un trecho que parecía haber sido descuidado, Bane insistía en que sus tropas volviesen a formar línea de combate. Los soldados de a pie iban delante e, inevitablemente, eran los primeros en replegarse y romper la línea apenas descubrían nuevas trampas escondidas en la carretera. Empujados por las tropas que tenían detrás, morían cuando caían en los hoyos o sobre los abrojos.

Bane estaba en éxtasis. Su poder aumentaba con cada muerte, tal como había prometido Myrkul. El cuerpo de lord Black despedía un halo rojo, resultado visible de la absorción de la energía que habían desprendido las almas. A medida que iban muriendo más hombres, tanto de Zhentil Keep como del valle, la intensidad del halo aumentaba; lord Black tenía que hacer un esfuerzo para reprimir su alegría.

Bane, sin embargo, mientras conducía a sus tropas a la muerte, fingía estar furioso por la incompetencia de sus hombres de superar unas defensas tan sencillas.

—En este templo no debe quedar ni un grano de polvo del que no estemos al corriente —dijo Elminster. A pesar de que sabía que estaba pidiendo lo imposible, hablaba muy en serio—. Hay que sacar todo objeto de naturaleza personal de esta sala. Nunca se sabe lo que nuestro enemigo puede considerar de utilidad.

Después de los horrores que Adon encontró en el profanado templo de Tymora, se mostraba poco dispuesto a participar en los planes de Elminster con respecto al templo de Lathander. No obstante, al final, el clérigo se vio obligado a pensar en el templo en los términos más primarios. Era ladrillo, mortero, piedra, acero, cristal y cera. Si estos elementos hubiesen estado dispuestos de forma diferente, el edificio podía ser un establo o una hostería.

Adon se preguntó si, de haberse tratado del templo de Sune, habría podido mostrarse tan frío y calculador. Se tocó la cicatriz que cruzaba su rostro.

No lo sabía.

De modo que emprendió la tarea que se le había encomendado. Las ventanas que daban a la escalera invisible en cada uno de los pisos estaban abiertas y se habían retirado las contraventanas. Clavaron las ventanas que daban a todos los demás puntos. Sin embargo, mientras deambulaba por el templo, en cada habitación que visitaba, Adon no pudo dejar de fijarse en los pequeños objetos que habían quedado atrás. Aquél era un lugar de devoción y de fe, y no obstante, era también un lugar donde hombres y mujeres reían y lloraban por las alegrías y las penas que les brindaba la vida.

Había una cama sin hacer. Adon interrumpió su trabajo y se puso a hacerla, hasta que cayó en la cuenta de lo que estaba haciendo. Dio un respingo y se apartó de la cama, como si el poder del sacerdote que había estado allí fuese a levantarse y destruirlo.

Cuando Adon se disponía a apartarse de la cama, advirtió un diario de piel negra oculto bajo una almohada. El diario estaba boca abajo y al revés. Adon le dio la vuelta y leyó el apunte final:

Hoy muero para salvar el Valle de las Sombras. Mañana volveré a nacer en el reino de Lathander.

El diario cayó de sus manos y salió corriendo de la habitación; la ventana que se suponía debía clavar seguía abierta y las cortinas ondeaban suavemente mecidas por un viento que se arremolinaba y acariciaba el templo como si tuviese vida.

El clérigo volvió a la sala principal. Mientras se acercaba a Medianoche, le sorprendió a la maga la expresión preocupada del pálido rostro del clérigo. Sabía que él había hecho un esfuerzo para mantener su decisión, incluso a pesar de su dolor y de su confusión, pero poco era lo que ella podía hacer para ayudarlo.

O, para el caso, ayudarse a sí misma.

Pensando en la batalla que estaba a punto de librarse, no pudo evitar pensar en Kelemvor. Y, aunque lamentaba la dureza con la que había terminado su conversación con el guerrero, sabía que él conocía sus sentimientos. Al margen de todo lo que pudiese decir, lo amaba. Pensó que, quizás, él también la amaba.

Quizá, pensó.

Llamaron su atención los gritos de Adon y apartó de su mente la posibilidad de una relación con Kelemvor. El clérigo se hallaba junto al anciano y le repetía la misma frase una y otra vez, pero Elminster lo ignoraba.

—¡Ya está hecho! —gritaba el clérigo.

El sabio del Valle de las Sombras pasó una página de un libro que estaba estudiando.

—¡Ya está hecho! —volvió a gritar Adon.

Elminster levantó finalmente la vista, asintió con la cabeza, murmuró algo y volvió a centrar su atención en el apolillado libro que examinaba, pasando con cuidado las páginas ante el temor de que se convirtiesen en polvo y le privasen de algún pequeño conocimiento secreto susceptible de cambiar la suerte de la batalla con Bane.

Adon se fue con cara larga a un rincón.

Medianoche observó al anciano y se tocó distraídamente el medallón. Habían despejado la estancia principal del templo y retirado los bancos a los lados de la sala. La maga morena había desistido de sacar algo en claro del razonamiento del sabio. Él había prometido que todo sería explicado. Aparte de confiar en el apergaminado sabio, poco era lo que podía hacer.

—¿Quieres utilizar el medallón ahora, buen Elminster? —preguntó Medianoche mientras caminaba junto al sabio.

Media docena de nuevas arrugas surcaron de pronto el rostro de Elminster. Daba la impresión de que su barba se levantaba ligeramente.

—¿Esa baratija? ¿De qué me puede servir? Tal vez para venderla por un buen puñado de monedas en la feria de Tantras.

Medianoche se mordió el labio.

—Entonces ¿qué tienes pensado que haga yo aquí? —quiso saber.

Elminster se encogió de hombros.

—A lo mejor, fortificar este lugar.

Medianoche movió la cabeza.

—¿Cómo? Tú no…

Elminster se inclinó y murmuró a su oído:

—¿Recuerdas el rito de Chiah, guardián de la oscuridad?

—De Elki, de Apenimon, sacado de tu poder…

Elminster sonrió.

—¿El baile del sueño de Lukyan Lutherum?

Medianoche notó que le temblaban los labios. Recitó los ensalmos perfectamente; sin embargo Elminster la interrumpió antes de que pudiese terminar.

—Ahora recita para mí, de los pergaminos sagrados de Knotum, Seif, Seker…

Las palabras salieron de la boca de Medianoche y, de pronto, un destello de luz llenó la habitación. A continuación, un hermoso e intrincado dibujo de luz azulada recorrió las paredes, el suelo y el techo. Se precipitó hacia la puerta entreabierta que daba a la antecámara. Al cabo de un instante, el templo estaba en llamas con un fuego abrasador. A continuación, el dibujo penetró en los muros del templo y fue absorbido.

Medianoche se quedó de piedra.

—Ahora no ha sido tan difícil, ¿verdad? —dijo Elminster, luego se dio media vuelta.

—¡Espera! —grito Medianoche—. ¿Cómo puedo recordar lo que no he aprendido nunca?

Elminster levantó las manos.

—No puedes. Ha llegado el momento de prepararnos para la ceremonia final. Ve y prepárate.

Medianoche se dio media vuelta y empezó a alejarse, Elminster sintió que le recorría el cuerpo una oleada de agitación. Desde la noche del Advenimiento se había estado preparando para aquel momento. Su vista le había revelado que acudirían a él dos aliados en aquella batalla, pero la identidad de sus defensores le asombró en un primer momento, para luego ser embargado por un miedo terrible, miedo que hubiera tenido que ser un loco o un estúpido para ignorar.

Elminster, por descontado, no había sobrevivido más de quinientos años en los Reinos por ser un loco o un estúpido, a pesar de que muchos afirmaban que era ambas cosas. Sin embargo, no tardaría en poner su existencia en manos de una maga inexperta y de un clérigo de poca fe, no sólo en los dioses que adoraba sino también en sí mismo, y que podía ocasionar la perdición de los únicos defensores del templo.

Medianoche, muy acertadamente, había identificado esa situación como el instrumento de los dioses y Elminster presentía que la maga estaba intrigada por la consideración que despertaba, como si creyese que había sido escogida para algún fin. «¡Qué vanidad! —pensó Elminster—. A menos, claro está, que sea cierto». Pero eso él no podía decirlo.

Cuánto ansiaba la ayuda de Sylune, que había tenido la inteligencia de abandonar los Reinos antes de que existiese la posibilidad de caer en aquel terrible estado, o incluso de Simbul, que no había respondido a ninguna de sus comunicaciones.

—Estamos preparados —anunció Medianoche.

El sabio se volvió hacia la maga y el clérigo. Las puertas del templo, abiertas de par en par, permitirían salir las energías capaces de consumirlos a todos ellos.

—Quizá tú tengas algo que ver con esto —dijo Elminster a la vez que estudiaba el rostro de Medianoche. No podía encontrar rastro de sospecha en la maga; su interés era salvar a los Reinos. Sabía que no tenía más elección que confiar en ella—. Antes de empezar, hay algo que debes saber. Mystra te habló de las Tablas del Destino, pero no te explicó dónde puedes encontrarlas.

Medianoche comprendió de pronto.

—Pero tú puedes hacerlo. Los hechizos que te ayudé a realizar en tu estudio para localizar las intensas fuentes de magia en los Reinos.

—Una de las tablas está en Tantras, pero no puedo indicarte su localización exacta —dijo Elminster—. La otra se me escapa totalmente. Con tiempo, sin duda, podré encontrarla. Y, ahora, vamos a empezar —añadió—. La ceremonia durará muchas horas…

Se había encendido el fuego de señales. Los ejércitos de Bane se abrían paso a través de las defensas del este del bosque. En unas horas estarían en la charca de Krag.

Estaba a punto de amanecer y, al igual que la mayoría de los hombres, Kelemvor estaba durmiendo cuando se vio el fuego de señales. Sin embargo, los estrepitosos cuernos que resonaron acompañando a las señales lo despertaron inmediatamente.

—Esos imbéciles han cabalgado toda la noche —dijo Hawksguard mientras se sacudía el sueño de encima.

—¡Qué locura! —añadió Kelemvor, incapaz de creer que un general fuese capaz de estrategia tan estúpida.

—Sí —convino Hawksguard—. Pero ten en cuenta que no son más que zhentileses. —El guerrero sonrió y le dio a Kelemvor una palmada en la espalda.

Los días que habían estado preparando las defensas de la charca de Krag, Kelemvor y Hawksguard se habían vuelto prácticamente inseparables. Procedían de un ambiente similar y Hawksguard había oído hablar de Lyonsbane Keep y del padre de Kelemvor en sus días gloriosos, mucho antes de que hubiese degenerado para convertirse en el monstruo desalmado que conoció Kelemvor de niño. Hawksguard también había oído hablar de Burne Lyonsbane, el querido tío de Kelemvor.

Pero el conocer el pasado no era todo lo que unía a los guerreros. Compartían un interés parecido por el manejo de la espada y, cada noche, se batían en duelo a fin de mantener su habilidad tan finamente afilada como sus espadas. Hawksguard presentó a Kelemvor a muchos de los hombres del destacamento y no tardaron en tratarse como viejos amigos que se encuentran después de haberse dado por perdidos. A menudo Hawksguard confería algo de su autoridad a Kelemvor, y los hombres seguían las órdenes del guerrero sin vacilar.

De hecho, dado que el puesto de Hawksguard era la defensa de lord Mourngrym en la batalla, a Kelemvor se le otorgó el mando de las defensas de la charca de Krag. Los hombres de Hawksguard aceptaron el cambio de buena gana y se mostraron contentos al enterarse de que Kelemvor los mandaría en la batalla.

Si se consideraba el poco tiempo que habían tenido los hombres del valle para prepararla, la posición defensiva a cuyo mando estaba Kelemvor era impresionante. La carretera que llevaba al este desde el Valle de las Sombras estaba ahora completamente bloqueada al oeste de la charca de Krag. Después de haber colocado la última carga de rocas y cascotes en la carretera, se habían volcado los vagones como una ayuda suplementaria al bloqueo general. Para hacer más inaccesible la carretera, se derribaron árboles que colocaron atravesados ante las barricadas. La parte norte, además de los obstáculos, estaba flanqueada por arqueros.

La pieza final de la inspirada táctica llegó de manos de los proyectistas de Suzail Key y se concentraba en los árboles que se alineaban a lo largo de la carretera, al oeste de la charca de Krag. A pesar de que Kelemvor consideraba que los proyectistas tenían una mentalidad muy poco militar, pues eran de constitución frágil, muy refinados y sin experiencia alguna con las armas, tuvo que admitir que la trampa que habían ideado no estaba lejos de ser brillante. La originalidad del plan había convencido incluso a Elminster y éste había ayudado a instalarla. Kelemvor no veía el momento de que las tropas de Zhentil Keep se metiesen en ella.

Sin embargo, Kelemvor no podía hacer otra cosa que esperar. Otros guerreros ya habían respondido al son de los cuernos y habían dejado sus casas, quizá por última vez, para correr a engrosar las líneas. Pero una vez allí, tuvieron que quedarse esperando en las barricadas, inclinados nerviosamente sobre las espadas desenvainadas o tirando de las cuerdas de los arcos.

Pasó un cuarto de hora más o menos antes de que alguien hablase. Muchos de los hombres tenían que hacer un esfuerzo para alejar de sí el miedo. Eran hombres valientes, pero ninguno quería morir y se sospechaba que el ejército de Bane era de diez mil hombres, si bien había quien dividía esta cifra por dos.

En un momento dado, mientras los soldados seguían esperando que se acercase el fragor de la batalla, Hawksguard se puso de pie y gritó:

—¡El desayuno!

Sus palabras atravesaron el tenso silencio como flechas y ahuyentaron los tristes pensamientos de todos. Incluso Kelemvor se sobresaltó cuando Hawksguard empezó a golpear su escudilla de metal.

—¡Que Bane sea maldito! —gritó el guerrero—. ¡Si hoy voy a tener que morir, os aseguro que no será con el estómago vacío!

Todos comenzaron a hacerse eco de sentimientos similares y, al cabo de un rato, lo que habría sido inconcebible unos momentos antes, acaparó la atención de toda la compañía de guerreros.

Sólo un hombre de la compañía de Kelemvor no secundó la iniciativa de Hawksguard. Se trataba de un hombre delgado cuyos ojos brillaban de forma extraña. Mientras comían estuvo sentado junto a Kelemvor y Hawksguard. Se llamaba Mawser.

Los defensores del Valle de las Sombras necesitaban un voluntario para la última mala pasada de que iban a ser víctimas las tropas de Bane, antes de atacar a sus hombres uno a uno. Aquel hombre delgado, un devoto adorador de Tymora, saltó ante la oportunidad de ser el responsable de activar la trampa, a pesar de que ello significaba una muerte prácticamente segura. Mawser estaba convencido de que su diosa lo iba a proteger dotándole de la suficiente buena suerte para escapar con vida.

Mawser miró el claro que había al oeste de la charca de Krag y sonrió.

—No comprendo la estrategia de Bane —confesó Hawksguard—. Nos ha dejado descansar toda la noche y meter una comida en nuestros estómagos. Entretanto, él y sus tropas han estado avanzando. Cuando lleguen a nuestra altura, estarán agotados y hambrientos.

Kelemvor sacudió la cabeza.

—Me gustaría que Medianoche estuviese aquí —dijo señalando la charca de Krag—. Su hechicería transformaría el agua en ácido humeante. Estoy seguro. En este caso no tendríamos más que hacer retroceder a los zhentileses y la victoria estaría asegurada.

Hawksguard sonrió.

—Precisamente, Kel, estaba pensando que podrías saltar las barricadas y ahuyentar tú solito a las tropas de Bane. Así nos podríamos ir todos a casa.

Los guerreros terminaron sus viandas preparadas deprisa y corriendo, dieron las gracias a los dioses preferidos y se retiraron a esperar al ejército de Bane. Hawksguard se pasó el tiempo paseando entre los hombres, dándoles las últimas recomendaciones y deseándoles la victoria.

Kelemvor pensaba en Medianoche. Su primera reacción para con la morena maga había sido de enfado. Era una mujer que trataba de darse a conocer en un juego de hombres, pero no se la veía dispuesta a sacrificarse lo necesario para seguir las normas. Al fin y al cabo, Kelemvor había conocido mujeres guerreras que dejando de lado su sexo se comportaban un poco reprimidas, pero lo suficientemente masculinas a fin de encajar en el esquema. Por regla general, su conducta era bulliciosa hasta el punto de parecer bastante pesadas. Medianoche, por su parte, esperaba ser aceptada por lo que era…, una mujer.

Y hasta su corta visión dejaba ver a Kelemvor que era realmente digna de respeto como guerrera. Había demostrado una y otra vez durante el viaje que era capaz y seria. Kelemvor pensó que, además, tal vez no necesitase renunciar a su femineidad para alcanzar sus objetivos. Era atractiva y fuerte, y su generosidad, entusiasmo y sentido del humor la hacían una mujer irresistible.

Kelemvor se preguntó si, en el caso de que ambos sobreviviesen a la batalla, sería todo diferente entre ellos o habría una excusa para no seguir juntos.

Kelemvor oyó un griterío y se volvió a tiempo de ver a Mawser correr por la carretera en dirección a su puesto de batalla. Kelemvor sonrió al imaginar lo que verían los zhentileses procedentes del noreste cuando se acercasen. Al igual que en los últimos kilómetros de su camino, habría árboles alineados en la parte derecha de la carretera, salvo en el pequeño sendero que llevaba al castillo de Krag. Los árboles se extendían un trecho por la carretera, luego el bosque se abría para dar paso a la ciudad. A la izquierda de los zhentileses, la charca de Krag bordeaba un trozo de carretera. Una vez pasada la charca a unos cien metros, y también a la izquierda de la carretera, verían lo que parecería ser un claro. Cubriendo toda la carretera en frente de la charca había una enorme barricada, el último, el mayor obstáculo de la carretera antes de llegar al Valle de las Sombras.

Por lo menos eso era lo que parecía.

Kelemvor apenas pudo contener su excitación cuando aparecieron los primeros zhentileses en la carretera.