13. El Valle de las Sombras

Había pasado la hora de la cena, pero los viajeros seguían caminando, decididos a llegar al Valle de las Sombras antes de que acabase la noche. El hechizo que los había librado misteriosamente de una muerte segura en el Bosque del Nido de Arañas había dejado a los héroes en un punto del camino donde se habían ahorrado casi dos días de viaje.

Medianoche, Kelemvor y Thurbrand caminaban juntos, Cyric lo hacía con los miembros supervivientes de la Compañía del Alba, Isaac y Vogt, y Adon caminaba solo, absorto en todo lo que había perdido.

—Han muerto valientemente —comentó Kelemvor a Thurbrand en un momento dado.

—No es mucho consuelo —dijo Thurbrand, a la vez que acudían a su mente los recuerdos de la última misión que había compartido con Kelemvor. Hacía muchos años, pero el resultado había sido muy similar: Thurbrand y Kelemvor habían sobrevivido, todos los demás habían muerto.

El aspecto de Cyric mientras caminaba por el valle era de cansancio y confusión. Era como si se hubiese visto obligado a enfrentarse a una realidad cuyo conocimiento le hubiese dejado débil y tembloroso. Cuando hablaba, lo hacía con voz baja, casi trémula.

Adon, por su parte, no abría la boca. No tenía otra cosa que hacer más que andar, sin nada con que llenar su cabeza, salvo sus propios y molestos pensamientos. Mientras caminaba en la oscuridad de la noche, los miedos implacables del clérigo lo fueron convirtiendo en una temblorosa sombra del hombre que había sido.

Pero no todos los aventureros estaban ceñudos y tristes mientras se encaminaban al Valle de las Sombras. Medianoche y Kelemvor se comportaban como si lo peor hubiese pasado ya. Se reían e intercambiaban bromas como al principio del viaje. No paraban de reírse, a pesar de que uno u otro de sus compañeros fruncía el entrecejo ante esta actitud, como si estuviesen interrumpiendo un funeral con su alegría.

Sin embargo, al final, cuando atravesaban con paso cansino las tierras situadas al sur del Valle de las Sombras, la mayoría de los héroes se fue relajando. Resultaba maravilloso contemplar las verdes y ondulantes colinas y la rica y suave tierra de las comarcas periféricas del valle. Incluso el aire era dulce y los huracanados vientos que habían acosado a los héroes desde el mismísimo momento que entraron en las Tierras de Piedra se habían transformado en suaves brisas que acariciaban a los viajeros y los animaban a aligerar el paso en su camino hacia el lugar seguro.

Era muy tarde cuando llegaron al puente que cruzaba el Ashaba, que desembocaba en el Valle de las Sombras. Las relucientes lucecitas que habían visto de lejos resultaron ser resplandecientes hogueras al otro extremo del puente. Unos guardias armados de arcos y con brillantes armaduras plateadas caminaban de arriba abajo del puente y, de vez en cuando, se calentaban las manos en las hogueras.

El grupo se fue acercando al puente, Kelemvor y Medianoche iban junto a Thurbrand, pero al aproximarse al río, algo se movió entre los matorrales. Los héroes se volvieron y cogieron las armas, pero no habían hecho movimiento alguno cuando vieron seis arcos que, inmóviles, los estaban apuntando desde los matorrales a ambos lados del río. Las flechas con punta de acero relucían a la luz de la luna.

—Creo que es aquí donde debemos hacer constar y exponer el motivo de nuestra presencia en el valle —dijo Thurbrand. Se volvió hacia los hombres que iban saliendo sigilosamente de los matorrales—. ¿No es así?

—En mi opinión es un comienzo justo —dijo uno de ellos.

—Yo soy Thurbrand de Arabel, al mando de la Compañía del Alba. Hemos venido para ser recibidos en audiencia por Mourngrym para un asunto de máxima urgencia.

Los guardias, nerviosos, se impacientaron y murmuraron entre sí.

—¿Qué asunto? —preguntó uno de ellos al cabo de un rato.

Medianoche se puso roja y se acercó al guardia.

—¡Un asunto relacionado con la seguridad de los Reinos! —gritó—. ¿No es lo bastante urgente?

—Oído así es muy bonito, pero ¿acaso podéis probarlo? —El guardia se acercó a Thurbrand y le tendió la mano.

—Tu carta de privilegios.

—Claro —dijo Thurbrand, para luego entregarle un pergamino enrollado—. Firmada por Myrmeen Lhal.

El guardia examinó el pergamino.

—Hemos sufrido muchas bajas en el Bosque del Nido de Arañas —explicó Thurbrand.

—¿Los demás son los supervivientes? ¿Cómo se llaman? —quiso saber el guardia.

Thurbrand se volvió a los dos supervivientes de la compañía.

—Vogt e Isaac —dijo Thurbrand.

Kelemvor y Medianoche intercambiaron una mirada de inteligencia.

—¿Y los otros? —preguntó el guardia.

Thurbrand señaló a Medianoche.

—Es Gillian. Los otros son Bohaim, Zelanz y Welch.

El guardia devolvió la carta de privilegios a Thurbrand.

—Muy bien, podéis pasar —dijo, luego se apartó del camino y todos los guardias desaparecieron en las sombras.

Los viajeros cruzaron el puente con sumo cuidado y, al llegar a la otra orilla, Thurbrand miró a Kelemvor.

—Este sitio ya se va poniendo interesante —dijo Thurbrand.

Un grupo armado, que patrullaba junto al puente, se detuvo al verlos y se repitió el ritual de preguntas, respuestas y presentación de documentos. En esta ocasión, y a pesar de los ansiosos gritos de Medianoche acerca de Elminster, los soldados se «ofrecieron» a escoltar a los cansados viajeros hasta la Torre Inclinada.

—Protocolo —susurró Cyric—. Acuérdate de tu último encuentro con el mago. ¿No será más fácil si te allana el camino el señor local?

Medianoche no contestó.

A medida que se iban acercando a la Torre Inclinada, Cyric advirtió que las pequeñas tiendas y las casas que flanqueaban el camino parecían estar desiertas. Sin embargo, se veían luces a lo lejos y ruidos de actividad procedentes de unas calles más allá. Pasó un carro cargado de heno por el camino, seguido de otro con ganado. Unos soldados escoltaban ambos carros.

—Si están trasladando ganado a esta hora de la noche —dijo Cyric a Medianoche—, significa que están preparando la ciudad para la guerra. Me temo que tu aviso de Mystra acerca de los planes de Bane llega demasiado tarde.

A medida que se aproximaban a la Torre Inclinada, los héroes vieron que había una hilera de antorchas en los muros de piedra del edificio, cuadrado y desproporcionadamente bajo. Sin embargo, estas antorchas estaban dispuestas formando un extraño dibujo y seguían las extrañas curvaturas de la torre subiendo en espiral por un lado del edificio, para luego desaparecer y volver a iniciarse más arriba hasta que las luces daban paso a una niebla oscura que ni siquiera la luna, insólitamente brillante, podía penetrar.

En la entrada de la torre había más guardias esperando, los cuales hablaron un momento con la escolta armada de los héroes. A continuación, uno de los guardias, sin duda un capitán de centinelas, lanzó un largo y sonoro silbido. Mientras los héroes y los guardias esperaban a aquello, persona o cosa, que había llamado el capitán, Adon se volvió y empezó a alejarse distraído calle abajo. Un guardia se apresuró a interceptar al clérigo y lo obligó a volver con los otros. Adon obedeció de mala gana.

Apareció en la puerta un hombre joven vestido con el ropaje propio de un heraldo. A juzgar por sus ojos, era evidente que acababa de despertarse, pero escuchó al guardia tan cortésmente como pudo y, cuando fue posible, ocultando los bostezos detrás de una arrugada manga.

El heraldo condujo a Kelemvor, a Thurbrand y a los demás por un largo pasillo y no tardaron en llegar ante una pesada puerta de madera con tres sistemas independientes de cerraduras. Cyric las estudió distraídamente y Kelemvor gruñó impaciente. La puerta se abrió finalmente y el heraldo, un hombre alto y delgado con cabello castaño claro, ancho bigote y barba bien poblada, se volvió para dirigirse a los viajeros.

—Lord Mourngrym os recibirá aquí —se limitó a decir.

Kelemvor oteó el interior, poco iluminado, de la habitación. Como había temido, era una especie de celda con suelos desnudos y cadenas en las paredes. El guerrero entornó los ojos y se volvió al heraldo.

—Queremos ser recibidos por lord Mourngrym, no por las ratas del Valle de las Sombras. Si no le es posible vernos esta noche, volveremos mañana por la mañana.

El heraldo no se acobardó.

—Por favor, esperad dentro —dijo.

Medianoche pasó junto a Kelemvor, rozándolo, y entró en el cuarto. Apenas hubo traspasado el umbral, se oyó un murmullo en las sombras y ella desapareció.

—¡No! —gritó Kelemvor, que al punto cruzó la puerta de un salto detrás de ella, pero se encontró en la sala del trono de la Torre Inclinada.

Dentro de la sala del trono había antorchas encendidas. Medianoche vio que el fino trabajo de artesanía en yeso de los muros, desnudos por todas partes, hablaba de muchas batallas y de muchos homenajes rendidos a quienes habían muerto al servicio del valle. Unas cortinas de terciopelo rojo cubrían la única pared desprovista de trabajo de artesanía. Estas cortinas descansaban detrás de dos tronos de mármol negro que estaban al otro lado de la habitación. En conjunto, la sala era lo bastante grande para recibir a los emisarios de tierras lejanas, pero no tanto ni tan hermosa como las salas del palacio de Arabel.

En el otro extremo de la sala había un hombre, entrado en años, cuyo físico no revelaba su avanzada edad. Tenía una constitución similar a la de Kelemvor, pero las marcadas arrugas que surcaban su rostro ponían de manifiesto que tenía por lo menos veinte años más que el guerrero. Vestía brillante armadura plateada y ceñía una espada con incrustaciones de piedras preciosas. El hombre levantó la mirada de una larga mesa de trabajo cubierta de mapas y sonrió calurosamente cuando entraron en la sala.

Se oyó un ruido en la parte exterior del muro de la sala, y un golpe sordo seguido de un juramento.

—¡Y seguro que ha movido esa maldita puerta! —A continuación se oyó una serie de golpecitos ligeros y salió una mano de la aparentemente sólida pared, y unos dedos se estiraron como tanteando. Siguió un rostro que luego desapareció—. Quiero que se envíe un emisario a Elminster apenas empiece a clarear. ¡No quiero seguir cautivo de su magia! —Hubo un silencio—. ¡No, y no me estoy comportando como un excéntrico! —Un suspiro—. Sí, Shaerl, pronto estaré preparado, esposa mía.

Una figura surgió de la pared en el momento en que el resto de los aventureros, acompañados por dos guardias, aparecían detrás de Kelemvor y de Medianoche. La figura se volvió, miró a sus huéspedes y se inmovilizó. Se trataba de un hombre guapo en extremo, con abundante cabello negro, profundos ojos azules y mandíbula cuadrada. Su ropa era un claro testimonio de lo avanzado de la hora. Llevaba una camisa de dormir que dejaba al descubierto los brazos, las peludas piernas y unos pies que terminaban en unos dedos nervudos y sarmentosos. Sus brazos eran gruesos y fuertes con músculos muy desarrollados. Una cinta color carmesí rodeaba su brazo derecho. Echó una mirada al guerrero más mayor, el cual se limitó a encogerse de hombros.

—No esperaba visitas —dijo el hombre del pelo negro. A continuación se irguió y una sonrisa iluminó su rostro. Se acercó a los viajeros—. Soy Mourngrym, señor de este lugar. ¿En qué puedo serviros?

Kelemvor estaba a punto de hablar cuando un guardia se inclinó sobre él blandiendo el hacha de forma amenazadora. Mourngrym se rascó la mejilla, indicó a los viajeros, mediante un gesto, que esperasen un momento, y se llevó al guardia a un lado.

—Mi buen Yarbro —le dijo Mourngrym—. ¿No recuerdas nuestra charla sobre el lado negativo de un excesivo celo en el comportamiento?

Yarbro tragó saliva.

—Pero ¡señor, parecen mendigos! ¡No tienen oro, ni provisiones, han entrado en la ciudad y su única identificación es una carta de privilegio que casi con certeza es robada!

—Explícame cómo te encontraron mis hombres en las afueras de Myth Drannor hace dos inviernos.

—Aquello fue diferente —replicó Yarbro.

—Luego hablaremos de ello —repuso Mourngrym con un suspiro.

Yarbro asintió con la cabeza y luego se volvió para salir de la sala con el otro guardia. Kelemvor se alegró de ver marchar a los guardias. Habría resultado difícil explicar por qué habían dado los nombres de los guardias en lugar de los suyos propios para acceder a la torre y, tal vez, a fin de no despertar sospechas, se verían obligados a seguir con los nombres falsos.

El guerrero de más edad estaba junto a Mourngrym. Cuando Yarbro rozó a Kelemvor al salir de la habitación, ambos guerreros cruzaron una mirada y luego sonrieron.

—Es Mayheir Hawksguard, en funciones de capitán de armas.

Thurbrand hizo una mueca.

—¿En funciones de capitán de armas? ¿Qué le pasó al otro?

—Preferiría no hablar de ello hasta que haya comprendido el motivo de vuestra presencia aquí —dijo Mourngrym, y se dio media vuelta—. ¿Qué le ha pasado a vuestro grupo?

Todos, a excepción de Adon, se precipitaron hacia adelante y surgieron simultáneamente seis versiones de lo que habían presenciado. Mourngrym se frotó sus cansados ojos y miró a Hawksguard.

—¡Basta! —gritó, y se hizo el silencio en la sala.

—Tú —replicó Mourngrym al hombre taciturno de la cicatriz—. Quiero oír tu versión de la historia.

Adon se adelantó y se puso a contar todo lo que sabía sobre los acontecimientos ocurridos en los Reinos con la menor cantidad posible de palabras. Mourngrym se apoyó contra su trono y frunció el entrecejo.

—Es posible que hayáis advertido que aquí se han tomado ya algunas precauciones —dijo Mourngrym—. Se teme que el Valle de las Sombras sea sitiado en cuestión de días. —Mourngrym miró a Thurbrand—. Contestando a tu pregunta, el antiguo capitán de armas se infiltró en Zhentil Keep y estuvo a punto de morir en su misión destinada a facilitarnos esta información. Está en su alojamiento, recobrándose de las heridas recibidas. Hawksguard acompañará a vuestra delegación a presencia de Elminster mañana después de comer. Esta noche sois mis huéspedes. —Mourngrym bostezó—. Ahora, si me excusáis, creo que había otras razones por las que me han arrancado del tierno abrazo de un sueño muy necesitado. Seguiremos hablando por la mañana.

Los aventureros fueron conducidos a habitaciones separadas, donde los esperaban unos baños humeantes y unas camas blandas. Medianoche salió para tomar un poco de aire y, después de caminar alrededor de la torre, regresó a su dormitorio para estudiar sus hechizos. Pero cuando abrió la puerta, oyó un ligero chapoteo. Alguien estaba en su habitación esperando su regreso.

Abrió la puerta de golpe e iluminó el cuarto con la linterna. Se oyó un grito de asombro cuando la luz iluminó a un hombre corpulento que salía de la bañera del dormitorio para luego correr a por su ropa y sus armas que yacían cerca en un montón.

—Por todos los dioses —murmuró Kelemvor cuando vio quién era el intruso—, Medianoche.

Kelemvor se sacudió como un gato y luego cogió una toalla. Se secó el pecho con cuidado, sobre todo allí donde tenía el corte que había recibido luchando con la araña blanca, ya sano pero todavía algo tierno. Medianoche dejó la linterna sobre una mesita que había junto a la cama y abrió los brazos.

—Ven aquí, Kel, yo te ayudaré.

Vio, a pesar de la tenue luz de la habitación, que él esbozaba una sonrisa.

En los otros cuartos de la Torre Inclinada la noche no transcurría de forma tan apacible. A Cyric lo asediaban pesadillas de visiones de la muerte de Brion, que aparecían una y otra vez en su mente mientras dormía. Gritó varias veces, y se despertó bañado en sudor. Cada vez que conciliaba el sueño, volvía la pesadilla.

En otra habitación, Adon permanecía junto a la ventana y contemplaba los tejados del Valle de las Sombras. Veía por toda la ciudad los capiteles de los templos, si bien no podía distinguir a qué dioses honraban. Por la mañana, cuando una sirvienta ordinaria llamada Neena llamó a su puerta, él seguía de pie junto a la ventana. Entró y le dejó la ropa que le había dado a los sirvientes para que la limpiasen.

—El desayuno se servirá dentro de poco —dijo la mujer.

Adon ignoró a la muchacha. Después de apartarse el flequillo del ojo, ella tocó el hombro de Adon, pero retrocedió cuando él se volvió con las manos preparadas para darle un golpe mortal. Al comprender que se trataba sólo de una sirvienta, vaciló y guardó silencio. Neena miró el rostro del clérigo, luego se volvió respetuosamente.

Para el corazón destrozado de Adon, aquel gesto había sido peor que cualquier golpe físico.

—Déjame solo —dijo, pero enseguida empezó a prepararse para el desayuno.

Cuando Neena salió de la habitación, Kelemvor estaba al otro lado del pasillo y oyó cómo el clérigo le indicaba a Neena que lo dejase. El guerrero, mientras se volvía para llamar a la puerta de Thurbrand, pensó que Adon tardaría mucho tiempo en curarse interiormente de aquella cicatriz.

—Están a punto de servir el desayuno —informó Kelemvor cuando Thurbrand abrió la puerta.

—Ya me lo han dicho —dijo el hombre calvo—. Puedes marcharte.

Kelemvor pasó por delante del guerrero dándole un empujón y cerró la puerta detrás de él.

—Creo que sería bueno que hablásemos de…, de ti y de tus hombres.

—Aquellos hombres murieron —dijo Thurbrand, y se sentó en la cama—. Son las cosas de la guerra. —El hombre calvo dio una patada a su espada y la envió al otro extremo del cuarto, luego miró a Kelemvor—. Me voy, Kel. Vogt e Isaac se vienen conmigo.

—Sí. Me esperaba algo así.

Thurbrand se pasó una mano por la cabeza sin pelo.

—Vuelvo a Arabel y le contaré a Myrmeen Lhal lo que he visto. Estoy seguro de que retirará las acusaciones.

—¿Acusaciones? ¡Yo pensaba que querían que volviésemos sólo para ser interrogados!

Thurbrand se encogió de hombros.

—No quería alarmarte —dijo—. Quizá debería limitarme a decirle que habéis muerto todos. ¿Lo prefieres?

—Haz como te plazca. Pero no he venido a hablarte de esto. —Kelemvor miró la espada de Thurbrand, ahora en un rincón—. Te sientes culpable por lo que sucedió en el Bosque del Nido de Arañas.

—No tiene importancia, Kel. Ya ha pasado. Tengo en mis manos la sangre de toda mi compañía. ¿Acaso puedes limpiarlas con tus palabras de consuelo? —Thurbrand se puso en pie, se dirigió al rincón y recogió la espada—. Es como si los hubiese matado yo mismo. —Blandió la espada en el aire con poco entusiasmo, como si quisiera ahuyentar sus pensamientos—. Además —añadió en voz baja—, hay muchas otras muertes en mi conciencia, aparte de las suyas. Tú ya lo sabes.

Kelemvor guardó silencio.

Una mueca apareció en el rostro de Thurbrand.

—Kel, veo todavía los rostros de los hombres que murieron en mi lugar… en nuestro lugar, muchos años atrás. Sigo oyendo sus gritos. —Thurbrand se detuvo y miró a Kelemvor—. ¿Tú, no?

—A veces —contestó Kelemvor—. Nosotros decidimos no morir, Thurbrand, y es muy difícil vivir con una decisión así. Pero lo que les sucedió a nuestros amigos no tiene nada que ver con la Compañía del Alba. La compañía no tenía más alternativa que seguirnos al bosque. Si se hubiese quedado en la llanura, habrían muerto todos sin posibilidad de defenderse.

Thurbrand le volvió la espalda.

—¿Por qué te preocupa tanto?

Kelemvor se apoyó contra la puerta y suspiró.

—Había una muchacha, poco más o menos de la edad de Gillian, que empezó el viaje con nosotros. Se llamaba Caitlan.

Thurbrand se volvió y miró a Kelemvor, pero el guerrero estaba mirando al vacío, repasando en su mente la muerte de Caitlan.

—Insistió en venir con nosotros y murió cuando se suponía que yo debía protegerla.

—¿Y te sientes culpable? —preguntó Thurbrand.

Kelemvor lanzó un profundo suspiro.

—Se me había ocurrido simplemente que tal vez tuvieses ganas de hablar de la compañía.

—Gillian —dijo Thurbrand al cabo de un rato— parecía bastante joven para ser una aventurera, ¿no te parece?

Kelemvor sacudió la cabeza.

—Más jóvenes los he visto por los caminos.

Thurbrand cerró los ojos.

—Estaba llena de entusiasmo. Su juventud… me devolvía algo de la mía. Quería… no, necesitaba tenerla a mi alrededor. Estaba seguro de que podía protegerla.

Un largo silencio invadió el cuarto, mientras ambos guerreros pensaban en sus compañeros, algunos muertos hacía mucho tiempo, otros muertos hacía sólo unos días.

—Fue decisión suya seguirte —dijo finalmente Kelemvor, luego se volvió para marcharse.

—Y es decisión mía marcharme del Valle de las Sombras antes de acabar muerto yo también —dijo Thurbrand suavemente—. A mediodía me iré de aquí.

Kelemvor salió de la habitación sin decir palabra.

Hawksguard sonrió y sacudió la cabeza, incrédulo.

—¿Qué quieres decir con que «no es un buen momento»? No he traído a esta buena gente a la torre de Elminster para que se les dé con la puerta en las narices.

—Lamento que te incomode. Tendréis que volver más tarde. Elminster está llevando a cabo un experimento. Ya sabes lo poco que hace falta para despertar su ira cuando se le interrumpe en momentos semejantes. Y ahora, a menos que queráis veros transformados en tábanos o ser víctimas de un desagradable accidente o cosa similar, os sugiero que os marchéis.

Lhaeo intentó cerrar la puerta, pero algo bloqueaba el camino, como una jamba de más. Hawksguard hizo una mueca de dolor mientras la pesada puerta presionaba su pie con una fuerza mucho mayor de la que el escribiente de Elminster jamás pudiese haber tenido. Pensó que se tenía que tratar de algún encantamiento del mago, luego forzó la puerta y la abrió un poco.

—Ya verás —dijo Hawksguard cuando Kelemvor apareció a su lado y juntos se pusieron a empujar la puerta—. Yo tengo un señor que es desgraciado. Y si yo tengo un señor desgraciado, quiere esto decir que tú tienes un señor desgraciado. Y si nosotros tenemos un señor desgraciado, quiere esto decir…

La puerta se abrió de par en par y Lhaeo se apartó del paso. Hawksguard y Kelemvor fueron impelidos hacia adelante y cayeron uno encima del otro a los pies del escribiente.

—¡Oh, déjalos pasar, no vaya a empezar con esa sórdida y triste historia otra vez! —ordenó una voz familiar.

Medianoche sintió que se sonrojaba con un temor reverencial ante el sonido de la voz de Elminster. El ruido de pasos en una escalera desvencijada era cada vez más fuerte. Luego, un sabio de barba blanca apareció al pie de la escalera y se quedó mirando fijamente a Medianoche. El número de arrugas que rodeaban sus ojos se multiplicaron cuando los entornó como si no diese crédito a lo que veía.

—¡Cómo! ¡Tú de nuevo! ¡Te vi la última vez en las Tierras de Piedra! —dijo Elminster—. Mourngrym ha mandado decirme que me visitaría alguien con un mensaje de importancia. ¿Se supone que eres tú?

Cyric ayudó a Kelemvor a ponerse de pie. Adon permaneció detrás, observando.

Medianoche no permitió que la cólera la dominase.

—Traigo las últimas palabras de Mystra, diosa de la Magia, y un símbolo de su confianza; se trata de un objeto y me dijo que te lo diese junto con el mensaje.

Elminster frunció el entrecejo.

—¿Por qué no me lo dijiste cuando nos vimos aquella primera vez?

—¡Lo intenté! —exclamó Medianoche.

—Es evidente que no lo intentaste lo suficiente —repuso Elminster a la vez que se volvía hacia la escalera y le indicaba con un gesto que lo siguiera—. Supongo que no querrás dejar a este inquietante séquito con Lhaeo mientras me cuentas esa información de vital importancia.

Medianoche respiró hondo.

—Supones bien —aclaró ella—. Han visto lo que yo he visto, y más.

El sabio ladeó la cabeza y empezó a subir la escalera.

—Muy bien —aceptó—, pero si tocan algo, será por su cuenta y riesgo.

—¿Hay objetos peligrosos? —preguntó Medianoche mientras subía la escalera de caracol detrás del sabio.

—Sí —contestó Elminster mirando por encima del hombro—, y yo soy el más peligroso de todos.

A continuación el sabio del Valle de las Sombras apartó la mirada y no volvió a hablar hasta que los héroes hubieron subido y entrado en su cámara.

Medianoche estaba convencida de que algo se iba a desprender en ella si se atrevía a dar un paso más dentro del lugar sagrado del apergaminado sabio. Había una ventana delante y los rayos de sol que atravesaban el aire mostraban un pequeño ejército de partículas polvorientas flotando. Dispersos por el modesto alojamiento del sabio había pergaminos y rollos de escritura, textos antiguos y artefactos mágicos.

—Y ahora, dame detalles sobre tu implicación con la diosa Mystra —solicitó Elminster—. Luego me dices su mensaje, exactamente, palabra por palabra.

Medianoche le relató todo lo que había visto, empezando por su encuentro con la muerte en el camino de Arabel y de cómo la salvó Mystra, para acabar con la aparente destrucción de la diosa a manos de Helm.

—Dame el medallón —dijo Elminster.

Medianoche se sacó el medallón por la cabeza y se lo tendió al sabio. Elminster lo pasó por encima de una hermosa esfera de cristal que brillaba con un reflejo ámbar y esperó un momento. Como no pasó nada, el sabio acercó más el medallón a la esfera y tocó ésta con el frío metal de la estrella, a la vez que mantenía el objeto lo más lejos posible de su cuerpo. El globo había sido diseñado para romperse si se acercaba a él algún objeto poderoso; pero nada ocurrió cuando el medallón lo tocó.

Cuando Elminster levantó la mirada tenía los ojos entornados.

—No sirve para nada —dijo, y arrojó el medallón al suelo—. Dentro de esta baratija no hay magia. —Elminster le dio una patada al medallón, que rodó por el suelo para ir a parar a un rincón, de donde se elevó una nube de polvo—. Me has estado haciendo perder el tiempo y la paciencia —añadió—, y no se puede jugar con ninguna de ambas cosas, especialmente en estos tiempos de prueba para el valle.

—Pero en el medallón hay una magia poderosa —dijo Medianoche—. Lo he visto. ¡Todos lo hemos visto!

Y de las bocas de Cyric y Kelemvor empezaron a salir las historias que habían vivido. Elminster miró a Hawksguard con hastío.

—¿Esto es todo? —dijo Elminster—. Ahora podéis marcharos y dormid tranquilos porque la protección del valle está en manos de quienes piensan en lugar de hacer perder el precioso tiempo de sus defensores con cuentos y fantasías de los que ni siquiera tienen pruebas.

Medianoche se puso de pie, mirando horrorizada al sabio anciano.

—Vámonos —dijo Kelemvor—. Aquí ya no podemos hacer nada más.

—Así es —dijo Elminster—. ¡Fuera de aquí!

De pronto, el medallón saltó del rincón donde se hallaba y quedó suspendido en el aire junto al anciano. La mirada de Elminster se posó de nuevo en Medianoche y ésta notó que una ola de indignación le subía al rostro.

—No tengo ningún interés en que me hagas una pequeña demostración de tu magia —dijo Elminster en voz baja y mesurada—. De hecho, en estos tiempos es bastante peligroso.

El medallón empezó a dar vueltas en el aire. Unos nítidos rayos de luz se movieron por su superficie y empezaron a salir de la estrella.

—¿Y ahora qué es esto? —quiso saber Elminster.

Vieron un relámpago cegador y se formó un capullo de luz azul y blanca alrededor del sabio, que desapareció de la vista. De dentro del capullo surgió algo que parecía un torbellino ámbar y que quemó las puntas de aquél. Unos segundos después, el capullo se disolvió en medio de una humareda y los rayos de luz color ámbar desaparecieron.

—Tal vez deberíamos seguir hablando —dijo Elminster a Medianoche, a la vez que cogía el medallón en el aire.

Hawksguard se adelantó.

—Quisiera decir unas palabras, gran sabio —dijo respetuosamente.

—Se te han ocurrido ya o tendré que adivinarlas —murmuró el sabio. Hawksguard se paralizó un momento, luego se echó a reír a carcajadas. Elminster miró al techo—. ¿Qué? ¿Acaso no ves que estoy ocupado?

Hawksguard persistió.

—Elminster, lord Mourngrym quisiera hablar brevemente contigo sobre las defensas con las que has atestado la Torre Inclinada.

—¿Ahora? —preguntó Elminster—. ¿Dónde está? Dile que pase.

Los músculos del rostro de Hawksguard se retorcieron en una mueca.

—No está aquí.

—Esto es un problema, ¿no te parece?

El rostro de Hawksguard estaba enrojeciendo.

—Me ha enviado a buscarte, buen señor.

—¿A buscarme? ¿Soy un perro, acaso? ¡Con todo lo que he ayudado a ese hombre!

—¡Buen Elminster, estás volviendo mis propias palabras contra mí!

El sabio reflexionó un momento.

—Supongo que iré. Pero hoy no puedo ausentarme. Tengo en marcha unos elementos que debo vigilar atentamente. —Elminster hizo un gesto a Hawksguard—. Acércate, tengo un mensaje para nuestro señor.

Mientras se acercaba, las comisuras de los labios de Hawksguard se abrieron en una mueca.

—¡No irás a tatuarlo en mi carne!

—¡Claro que no! —exclamó Elminster.

—¿O a convertirme en algún animal sobrenatural y luego lanzarme a los vientos para que pueda ir repitiendo el mensaje a todos los que pueda encontrarme hasta llegar a presencia de lord Mourngrym?

Elminster se frotó la frente y lanzó una maldición.

—¿De dónde he sacado esta reputación? —dijo con voz ausente. Hawksguard iba a contestar cuando los arrugados dedos del mago se movieron en el aire delante de él en demanda de silencio. Elminster miró a Hawksguard a los ojos.

—Dile que estoy terriblemente ocupado preparando la defensa mística de este reino. Si he colocado guardias en la Torre Inclinada ha sido por su propio bien, y debe aceptarlos como tal.

Hawksguard sudaba debajo de su armadura.

—¿Eso es todo?

Elminster hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—Vosotros tres, acercaos.

Kelemvor, Cyric y Adon cruzaron con cautela la sala de punta a punta.

—Cada uno de vosotros ha sido testigo de hechos que muy pocos conocerán jamás. ¿De qué parte estáis en la defensa del valle?

El trío no se movió. Kelemvor miró a Medianoche, la cual apartó los ojos.

—¿Estáis sordos? ¿Estáis con el valle o no?

Adon dio un paso adelante.

—Yo quiero luchar —afirmó.

Elminster miró al joven clérigo, intrigado.

—Y ahora vosotros.

Kelemvor seguía mirando a Medianoche. Su mirada le indicó que no tenía intención de abandonar aunque hubiese cumplido su parte del acuerdo con la diosa. Se puso furioso. No quería quedarse, pero no podía decidirse a dejar a Medianoche.

—Hemos llegado hasta aquí. Bane ha tratado de matarnos. Combatiré si hay una recompensa.

—Serás recompensado —dijo Elminster fríamente.

A medida que el silencio en la sala adquiría proporciones épicas, Cyric sentía como si una mano estuviese aferrándose a su corazón. Medianoche lo miró. Había algo en sus ojos. Cyric se acordó de Tilverton y de cómo habían estrechado su mutua amistad durante el viaje.

—Lucharé —decidió finalmente Cyric. Medianoche apartó la mirada—. De todas formas, no tengo nada mejor que hacer.

Elminster fulminó a Cyric con la mirada, luego la apartó.

—Todos vosotros os habéis enfrentado a los dioses y habéis sobrevivido. Habéis visto su debilidad y su fuerza con vuestros propios ojos. Esto es importante para esta batalla. Quienes combatan deben saber que se puede conquistar al enemigo, que incluso los dioses pueden morir.

Adon se encogió de miedo.

Elminster siguió hablando, ahora en voz baja:

—Sabréis que hay unas fuerzas que son mayores que el hombre o el dios, de la misma forma que hay mundos dentro y mundos fuera…

Era poco después de mediodía cuando Hawksguard, Kelemvor y Cyric dejaron a Elminster. Adon quería ir con ellos, pero incluso Kelemvor estuvo de acuerdo en que no estaba en condiciones de combatir. A Cyric le hizo gracia el deseo de Adon de derramar sangre, pero se guardó ese regocijo para sí. Sabía que no se podía confiar en él para la batalla a la que se iban a enfrentar; a Adon parecía importarle cada vez menos su propia supervivencia y sería el último hombre que cualquier soldado querría para protegerle las espaldas.

A medio camino de la Torre Inclinada, Cyric empezó a hacerse preguntas sobre sus razones para contribuir a la defensa de la ciudad. Allí no había nada para él, salvo, quizás, una muerte rápida. Si era esto lo único que deseaba, había modos más fáciles de encontrarla. Un paseo por las calles de Zhentil Keep en medio de la noche lo recompensaría sin duda alguna con esta suerte. O quizá deseaba poner a prueba su valor frente al dios que ya había tratado de matarlo una vez.

«Nosotros cuatro nos hemos enfrentado a un dios y hemos sobrevivido, incluso sin la ayuda de Mystra, —pensó—. ¡Imagínate si hubiésemos logrado matar a un dios! Se cantarían nuestros nombres en baladas que los trovadores recitarían a lo largo de cientos de años».

Incluso después de haber llegado a la Torre Inclinada y mientras esperaban que lord Mourngrym hiciese acto de presencia, las palabras de Elminster seguían obsesionando a Cyric. Sin la presencia de los dioses en las Esferas, las leyes mágicas y físicas se estaban desmoronando. Todos los Reinos podían sucumbir. ¿Qué podía salir de las cenizas?, pensó Cyric. ¿Y quiénes serían los dioses del futuro impredecible?

Apareció Mourngrym y Hawksguard repitió las palabras de Elminster. Kelemvor y Cyric brindaron su ayuda y al anochecer les habían dado el papel que iban a desempeñar en la batalla. Kelemvor fue destinado, con Hawksguard y la mayoría de las fuerzas de Mourngrym, al límite oriental, por donde se suponía iban a atacar las tropas de Bane. Cyric fue requerido para defender el puente sobre el Ashaba y para ayudar a los refugiados que abandonaban el lugar por el río en busca de un lugar seguro en el valle del Tordo. Los arqueros ya estaban tomando posiciones en el bosque que había entre Voonlar y el Valle de las Sombras y se estaban tendiendo trampas para las tropas de Bane.

Aun cuando Mourngrym creía haber organizado a sus fuerzas del modo más eficaz para contraatacar al ejército de Zhentil Keep, de mayor fuerza que el suyo, el señor del valle estaba preocupado por el lugar de Elminster en la próxima batalla.

—Supongo que Elminster sigue creyendo que el grueso de la batalla tendrá como escenario el templo de Lathander —dijo Mourngrym tristemente—. Necesitamos su ayuda en la frontera. ¡Por Tymora!, que tenemos que conseguir que este hombre entre en razón.

—Me temo que seríamos los primeros en hacerlo —dijo Hawksguard, acompañando sus palabras con una amplia sonrisa.

Mourngrym se rió.

—Quizá tengas razón. Elminster siempre se ha erigido en defensor del valle, es cierto, pero la recompensa mayor de mi vida sería captar, aunque sólo fuese una vez, un indicio del razonamiento de ese hombre antes de que se decida a revelarlo.

Ante el comentario del señor del valle, tanto Kelemvor como Hawksguard se rieron a carcajadas. Cyric se limitó a mover la cabeza. Por lo menos Kelemvor ya no estaba taciturno. De hecho, aquella camaradería con Hawksguard hacía que pareciese incluso contento de estar allí.

Pero Cyric no estaba de buen humor para las bromas del guerrero y, por consiguiente, salió discretamente de la sala del trono. Mientras el ladrón se dirigía a su habitación para prepararse para la cena, comprobó que los pasillos de la Torre Inclinada bullían de actividad.

Después de cambiarse de ropa, el ladrón se dispuso a salir de la habitación. Mientras caminaba hacia la puerta, su bota resbaló en la madera del suelo, donde había una mancha. Recobró el equilibrio y miró hacia abajo. Se preguntó si alguna de las vacas torpes que allí en la torre llamaban «sirvientas» no habría derramado algo y luego se habría considerado demasiado fina para limpiarlo. Pero allí, en el centro de la habitación, había una mancha que parecía sangre.

Con dedos temblorosos Cyric se agachó y tocó la mancha roja. Empapó un dedo en el líquido y luego se lo llevo a la lengua, para comprobar de qué se trataba.

Algo estalló en su cerebro y notó que su cuerpo se estrellaba contra la pared más alejada para luego caer sobre la cama. Apenas era consciente del daño que había causado a la pared o el que se había infligido a sí mismo, pero sus percepciones bailaban en medio de una fantástica neblina de visiones y sonidos. Le costaba separar las ilusiones de la realidad.

De lo único que estaba seguro era que alguien había entrado en la habitación y cerrado la puerta con llave.

Antes de perder el conocimiento, Cyric se dio cuenta de que el hombre se estaba riendo.

Lo que sintió después fue un extraño sabor en la boca, como a almendras amargas. Tenía la garganta seca y el sudor le entraba en los ojos. Llegó a sus oídos el ruido de su propia respiración, desapacible y entrecortada. Tenía la impresión de que tenía la carne hecha jirones. Recuperó de pronto la vista y el oído y se encontró tumbado en la cama, en cuyo borde había sentado un hombre de pelo gris que no lo miraba.

—No trates de moverte todavía —dijo el hombre—. Has sufrido una conmoción bastante fuerte.

Cyric intentó hablar, pero tenía la garganta áspera y empezó a toser, lo cual no hizo otra cosa que causarle más dolor.

—Túmbate —le dijo el hombre. Cyric notó como si algo estuviese empujando su espalda contra la cama—. Tenemos mucho de que hablar. No podrás elevar el tono de voz más allá de un susurro, pero no te preocupes. Mis sentidos son muy agudos.

—Marek —dijo Cyric, casi en un graznido. Aquella voz era inconfundible—. ¡No puede ser! Estabas encarcelado en Arabel.

Marek volvió el rostro hacia Cyric y se encogió de hombros.

—Me escapé. ¿Has oído alguna vez que una mazmorra haya podido retenerme?

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Cyric, después de ignorar las fanfarronadas del hombre.

—Bien… —empezó a decir Marek, luego se levantó de la cama—. Iba de regreso a Zhentil Keep. Me cansé y decidí reposar. La documentación que tengo, la misma que me facilitó la entrada a Arabel, se la quité a un soldado en las afueras de Hillsfar; de hecho, un mercenario profesional a quien nadie echará de menos.

»Afirmé que regresaba a unirme al conflicto entre Hillsfar y Zhentil Keep, cosa que imaginé que la gente del Valle de las Sombras vería como una empresa dignísima. Tenía la certeza de que mi coartada estaba asegurada. No sabía que el Valle de las Sombras se estaba preparando para una guerra con Zhentil Keep y…, ¡los guardias me pidieron que me uniese a su maldito ejército!

—¿Qué pasó con tu escondite de objetos mágicos, de los que tanto fanfarroneabas en Arabel? ¿No podías utilizarlos para escapar de los guardias? —preguntó Cyric.

—Me vi obligado a dejarlos casi todos en Arabel —contestó Marek—. ¿Piensas que te voy a atacar? No seas estúpido. He venido aquí para hablar contigo.

—¿Cómo has entrado en la torre?

—Por la puerta principal. Recuerda que ahora soy miembro de la guardia.

—Pero ¿cómo sabías que yo estaba aquí?

—No lo sabía. Todo ha sido pura casualidad, como de hecho lo es todo en la vida. Cuando los guardias trataban de convencerme de que, aunque la idea no hubiese surgido de mí, el unirme a su ejército me beneficiaría, me describieron a un pequeño grupo de aventureros que habían llegado al valle, que se hospedaban en la propia Torre Inclinada por la ayuda que iban a prestar a la ciudad. Por muy extraño que te parezca, parte del grupo me recordó a la banda con la que te fuiste de Arabel. Después de esto, no me ha resultado difícil encontrarte.

»Por cierto, te pido disculpas por los efectos de la poción que te ha hecho perder el sentido. A decir verdad, logré conservar un objeto mágico, este medallón —dijo Marek, y sacó un pesado medallón de oro que estaba abierto. Salió de él una gota de líquido rojo que parecía sangre y que cayó al suelo. Cuando el líquido tocó la madera se oyó una especie de siseo.

»Hace unas horas me han acompañado hasta aquí y me han dicho que podía esperar. Como no llegabas, empezaba a aburrirme. Advertí que el cierre del medallón estaba a punto de romperse y, cuando me puse a examinarlo, se rompió y se derramó un poco en el suelo. Fue entonces cuando llegaste. Como al principio no estaba seguro de que fueses tú, me escondí en el armario. Luego probaste la poción y, bueno, aquí estás.

—¿Qué pretendes hacer? —preguntó Cyric—. ¿Vas a desenmascararme, como hiciste en Arabel?

—Por supuesto que no —contestó Marek—. Si así lo hago, ¿qué te impide a ti desenmascararme a mí? Éste, precisamente, es el motivo de mi visita, ¿comprendes? Me gustaría que guardases silencio hasta después de la batalla.

—¿Por qué?

—Me escaparé en el transcurso de la batalla. Me cambiaré de bando y volveré a Zhentil Keep con los vencedores.

—Los vencedores —repitió Cyric con voz ausente.

Marek se echó a reír.

—Mira a tu alrededor, Cyric. ¿Tienes idea de cuántos hombres han reunido en Zhentil Keep? A pesar de los preparativos, a pesar de la ventaja del bosque que hay entre este lugar y Voonlar, el Valle de las Sombras no tiene posibilidad alguna. Si fueses mínimamente inteligente, me seguirías fuera de aquí, seguirías inmediatamente mis pasos.

—Ya me dijiste lo mismo en una ocasión —replicó Cyric.

—Te ofrezco la salvación —repuso Marek—. Te ofrezco una oportunidad para volver a la vida para la que has nacido.

—No —dijo Cyric—. No volveré jamás.

Marek movió la cabeza con tristeza.

—En ese caso, morirás en este campo de batalla. ¿Y para qué? ¿Acaso es tu guerra? ¿Cuál es tu interés en todo esto?

—Algo que tú no comprenderías —contestó Cyric—. Mi honor.

Marek no pudo contener la risa.

—¿Honor? ¿Dónde está el honor en convertirse en un cadáver, sin nombre y sin rostro, que acabará pudriéndose en un campo de batalla? Este tiempo alejado de la Cofradía te ha transformado en un estúpido. ¡Me avergüenzo de haberte llegado a considerar como a un hijo!

Cyric se puso lívido.

—¿Qué quieres decir?

—Pues lo que he dicho, ni más ni menos. Te recogí siendo tú un niño, te crié, te enseñé todo lo que yo sé. —Marek hizo una mueca de burla y desprecio—. Es inútil. Eres demasiado mayor para cambiar, al igual que yo.

Marek se volvió para marcharse.

—Tenías razón, Cyric.

—¿Sobre qué?

—En Arabel, cuando dijiste que actuaba por mi cuenta. Tenías razón. A la Cofradía le importa un bledo si vuelves o no. Era yo quien quería que volvieses. De no haber sido por mi insistencia para que intentásemos hacerte volver, ellos se habrían olvidado de que existes hace mucho tiempo.

—¿Y ahora?

—Ahora ya no me importa —contestó Marek—. No eres nada para mí. El desenlace de esta batalla es indiferente, no quiero volver a verte. Tu vida es tuya, haz con ella lo que quieras.

Cyric guardó silencio.

—Los efectos de esta poción son desconcertantes. Es posible que experimentes algún delirio antes de que remita la fiebre. —Marek cogió el medallón y lo dejó sobre la cama junto a Cyric—. No quisiera que olvidases esta conversación como si fuese un matutino sueño febril.

La mano de Marek estaba posándose sobre el picaporte de la puerta cuando oyó ruido de movimiento procedente de la cama de Cyric.

—Échate, Cyric. Puedes hacerte daño —le dijo, antes de que la daga de Cyric se introdujese en su espalda.

El ladrón vio a su antiguo mentor caerse al suelo. Momentos después, aparecían en la puerta Mourngrym y Hawksguard, con un par de guardias.

—Un espía —explicó Cyric con voz ronca—. Ha tratado de envenenarme… y luego ha querido sonsacarme a cambio del antídoto. Lo he matado y se lo he cogido.

Mourngrym asintió.

—Parece que ya me estás sirviendo bien —dijo.

Se llevaron el cuerpo y Cyric volvió a la cama. Durante un buen rato, mientras el veneno del medallón hacía efecto en su organismo, estuvo como a caballo de la realidad y la fantasía. Le parecía estar atrapado, medio despierto, medio dormido, tenía visiones.

Era un niño en las calles de Zhentil Keep, estaba solo y huía de sus padres que trataban de venderlo como esclavo para pagar sus deudas. Luego estaba de pie delante de Marek y de la Cofradía de los Ladrones mientras lo juzgaban, a él, un muchachito andrajoso y ensangrentado que habían encontrado en la calle y que robaba para sobrevivir; con su veredicto había entrado a formar parte de la Cofradía.

Pero, como era de esperar, Marek abandonó a Cyric cuando más lo necesitaba; cuando la Cofradía lo marcó como condenado a ser ejecutado y se vio obligado a huir de Zhentil Keep.

Abandonado.

Siempre abandonado.

Las horas pasaban y Cyric se levantó de la cama. La neblina roja se elevó y desapareció de delante de sus ojos. Se le había enfriado la sangre y la respiración se había vuelto regular. Estaba demasiado agotado para permanecer despierto, de modo que volvió a desplomarse sobre la cama y se rindió al tierno abrazo de un profundo sueño libre de pesadillas.

—Soy libre —murmuró en la oscuridad—, ¡libre!

Adon se marchó de la morada de Elminster a avanzada hora de la noche, al mismo tiempo que el escribiente, Lhaeo. A decir verdad, el anciano, cuando envió al hombre a contactar a los Caballeros de Myth Drannor, se mostró preocupado por él. La comunicación mágica con el este quedó interrumpida y, armado de las recomendaciones de Elminster, el escribano iba a tener que ir a caballo a entregar el mensaje a los Caballeros.

—Hasta que nos volvamos a ver —dijo Elminster, para luego quedarse mirando cómo se alejaba su escribiente.

Adon, por su parte, se alejó caminando sin que el sabio dijese una palabra o hiciese gesto alguno. Estaba a media pendiente cuando Medianoche lo alcanzó y le dio una bolsita de oro.

—¿Para qué es esto? —quiso saber Adon.

Medianoche sonrió.

—Tus finas sedas han quedado destrozadas en el viaje —explicó—. Deberías reponerlas.

Apretó el oro en las frías manos del clérigo y procuró calentarlas entre las suyas. Para el clérigo era dolorosamente evidente la tensión de la que había sido víctima durante el día y que la había dejado sin aliento. Elminster había permitido que Medianoche, además de tratar de sonsacarle las respuestas a algunos de los misterios que la habían asediado en el transcurso del viaje, participase en algunos ritos menores de conjuro. Pero no en todos los casos, como cuando Medianoche fue excluida aquella noche de las ceremonias privadas de Elminster.

Cuando Medianoche llamó a Adon para recordarle que debía regresar por la mañana, las tinieblas ya lo envolvían.

Adon estuvo a punto de echarse a reír. Lo habían instalado en un cuarto diminuto y le habían dado para leer un montón de libros de antiguo saber popular a fin de que pudiese encontrar alguna referencia al medallón que había recibido Medianoche. Adon argumentó que era un regalo de la diosa. Forjado con los fuegos de su imaginación. ¡No existía antes de que ella le diese vida!

—Pero ¿y si no es así? —dijo Elminster con los ojos brillantes.

Pero Adon no era ciego. Entremezcladas en los relatos populares que le habían dado, había historias acerca de clérigos que habían perdido la fe para luego recobrarla.

Adon pensó que nunca comprenderían. Sus dedos tocaron la cicatriz que recorría su rostro y se pasó la velada reviviendo el viaje en un intento de localizar exactamente en qué punto había cometido una afrenta tan grande contra la diosa como para merecer que ella lo abandonase en el momento en que más la necesitaba.

Para cuando cayó en la cuenta de donde se hallaba, Adon se asombró al comprobar lo lejos que había llegado. Estaba mucho más allá de la Torre Inclinada y sobre su cabeza estaba el rótulo de la posada La Calavera de los Tiempos. Llevaba el oro que le había dado Medianoche todavía apretado en la palma de la mano y lo deslizó en un bolsillo antes de entrar en el edificio de tres plantas.

El bodegón estaba atestado y lleno de humo. A Adon le preocupaba encontrar baile y alborozo, pero se sintió aliviado al ver que la gente del Valle de las Sombras estaba tan absorta en sus problemas como él. La mayoría de los clientes de la posada eran soldados o mercenarios que habían acudido a La Calavera de los Tiempos para matar el tiempo antes de la batalla. Adon se fijó en una pareja joven que estaba en el extremo del mostrador y se reía de alguna broma.

Adon se sentó con un codo apoyado en el mostrador y con el rostro descansando en la mano abierta, en un intento de ocultar la cicatriz.

—¿Con qué espíritus vas a pelearte esta noche?

Adon levantó la vista y vio a una mujer de unos cincuenta y pico años, con un vivo y agradable color en las mejillas. Estaba de pie detrás del mostrador y esperaba pacientemente a que el clérigo contestase. Cuando la única comunicación fue un lastimero y mortecino parpadeo de sus ojos, ella sonrió y desapareció. A su regreso llevaba un vaso lleno de un denso brebaje violeta que centelleaba despidiendo rayos de luz. En la bebida, negándose a subir a la superficie, daban vueltas unos trozos de hielo rojo y ámbar.

—Prueba esto —dijo ella—. Es la especialidad de la casa.

Adon levantó la bebida y un dulce aroma penetró en su nariz. Miró la bebida de soslayo y la mujer lo animó con un gesto. Adon tomó un sorbo y tuvo la sensación de que todas y cada una de las gotas de sangre de su cuerpo se convertían en hielo. La piel se le puso tirante contra los huesos y un fuego ardiente atravesó su pecho. Con dedos temblorosos, trató de posar la bebida, la mujer sonrió y lo ayudó en la tarea.

—En nombre de Sune, ¿qué hay aquí dentro? —preguntó Adon, que respiraba con dificultad y le daba vueltas la cabeza.

La mujer se encogió de hombros.

—Un poco de esto, un poco de aquello. Y un mucho de otra cosa.

Adon se frotó el pecho y trató de recobrar el aliento.

—Me llamo Jhaele, Melena de Plata —dijo la mujer—. ¿Y quién es…?

Adon oyó un ligero silbido procedente del mostrador. Uno de los cubitos de hielo se estaba deshaciendo y unas franjas color ámbar flotaban por el líquido.

—Adon de Sune —se oyó decir Adon, para desear al instante retirar aquellas palabras.

—Un feo corte tienes ahí, Adon de Sune. Hay curadores poderosos en el templo de Tymora que podrían ayudarte. Cuentan con un buen surtido de pociones curativas. ¿Todavía no los has visitado?

Adon sacudió la cabeza.

—¿Cómo te has hecho esta marca? ¿Por accidente o a propósito?

Adon sintió un hormigueo por toda su piel.

—¿A propósito? —dijo.

—Muchos guerreros llevan una marca así como señal de valor, de servicio a la justicia. —Sus ojos eran luminosos y claros. Todas y cada una de las palabras que decía tenían un significado.

—Sí —dijo el clérigo sarcásticamente—. Fue algo así.

Adon volvió a coger el vaso y tomó otro sorbo. En esta ocasión se quedó aturdido y notó un zumbido en los oídos. Luego también pasó esta sensación.

—¡Un brindis! —gritó alguien.

La voz estaba peligrosamente cerca. Adon se dio media vuelta y vio a un extraño que levantaba una jarra sobre su cabeza. Tenía la melena gris e hirsuta y parecía ser veterano de muchos conflictos. Levantó su mano y le dio a Adon una palmada en el hombro.

—¡Un brindis por un guerrero que se ha enfrentado a las fuerzas del mal y las ha abatido al servicio del valle!

Adon trató de intervenir, pero se produjo un enorme estruendo cuando todos los hombres y mujeres que había en la posada lo saludaron. Después de esto, muchos fueron los que se acercaron y le dieron palmadas en la espalda. Nadie retrocedió ante la mellada cicatriz que marcaba su rostro. Intercambiaron historias de batallas y Adon se sintió como en casa. Al cabo de una hora aproximadamente, el taburete que había junto a él arañó el suelo y una encantadora camarera, joven y de cabello color carmesí, se sentó a su lado.

—Por favor, me gustaría estar solo —dijo Adon con la cabeza agachada. Pero cuando levantó la vista, la mujer seguía allí—. ¿Qué pasa? —preguntó cuando cayó en la cuenta de que ella estaba mirándole la cicatriz. Se volvió y se tapó una parte del rostro con la mano.

—Tú, hermoso, no necesitas esconderte de mí —dijo ella.

Adon miró a su alrededor para ver con quién estaba hablando, pero la mujer lo estaba mirando a él.

Adon le devolvió la mirada a regañadientes. El cabello de la mujer era espeso y rojo, con gruesos rizos que le llegaban a los hombros y enmarcaban los suaves contornos de su rostro. Los ojos eran de un azul suave y penetrante, y su maliciosa sonrisa era sostenida por unos rasgos elegantemente cincelados. Su ropa era sencilla, sus modales sencillos, su porte real.

—¿Qué quieres? —preguntó Adon en voz baja.

Los ojos de la mujer se iluminaron.

—Bailar.

—No hay música —replicó Adon a la vez que sacudía la cabeza.

Ella se encogió de hombros y tendió la mano.

Adon se volvió y se puso a mirar las profundidades del vaso que había vuelto a llenarse. La mujer dejó caer la mano a un costado y volvió a sentarse junto a Adon. Él acabó mirándola de nuevo por encima del hombro.

—Supongo que, por lo menos, tendrás un nombre —dijo la mujer.

Adon se volvió hacia ella con expresión ensombrecida.

—No tienes nada que hacer aquí. Vete a tus obligaciones y déjame solo.

—¿Sólo para sufrir? —replicó—. ¿Sólo para ahogarte en un mar de autocompasión? Una actitud poco adecuada para un héroe.

Adon estuvo a punto de quedarse sin respiración.

—¿Eso es lo que piensas que soy? —dijo con una mueca de burla y desprecio en su rostro.

—Me llamo Renee —dijo ella, a la vez que volvía a tenderle la mano.

Adon estrechó su mano a modo de saludo e intentó hacerlo con firmeza.

—Yo soy Adon —dijo—: Adon de Sune. Y soy cualquier cosa menos un héroe.

—Deja que sea yo quien te juzgue, querido —dijo ella, para luego acariciar su mejilla como si la cicatriz no existiese. Su mano descendió por el cuello, el pecho y el brazo, hasta tomar su mano en las suyas y pedirle que le contase su historia.

Adon, aunque de mala gana y con poca emoción en la voz, volvió a contar la historia de su viaje desde Arabel. Se lo explicó todo, salvo los secretos que sabía de los dioses, que se guardaba para sí en vistas a considerarlos con especial cuidado.

—Eres un héroe —le dijo ella y le dio un beso en los labios—. Tu fe ante semejante adversidad debería hacerse pública y convertirse en inspiración para otros.

Un soldado que estaba cerca se echó a reír y Adon estuvo seguro de que era él el objeto de la broma. Se apartó de la muchacha y arrojó algunas monedas de oro sobre el mostrador.

—¡No he venido aquí para que se burlen de mí! —exclamó, furioso.

—Yo no pretendía…

Pero Adon ya se estaba abriendo paso entre los aventureros y soldados que abarrotaban la posada. Una vez en la calle, caminó una manzana antes de apoyarse contra la pared de una tiendecita. En la puerta había un rótulo de metal con un nombre y, gracias a la luz de la luna, Adon se vio reflejado en el metal. Por un instante la cicatriz apenas fue visible, pero cuando levantó los dedos hasta la rugosa piel, vio su imagen deformada, su rostro alargado de forma que la cicatriz parecía ser peor de lo que era en realidad. Volvió la espalda al rótulo y maldijo a sus fatigados ojos por traicionarlo.

Mientras caminaba por la ciudad, Adon se puso a pensar en la mujer, Renee, y en su pelo rubio tan parecido al de Sune. Su actitud para con la mujer había sido vergonzosa. Sabía que debía disculparse. En su camino de regreso al mesón, lo paró una patrulla, que lo dejó seguir casi al instante.

—Recuerdo esta cicatriz —dijo uno de ellos.

El pesimismo se apoderó de Adon. Cuando llegó a la posada La Calavera de los Tiempos, y después de unos minutos de deambular por la sala, volvió a sentarse en el mismo taburete de antes y llamó la atención de Jhaele, Melena de Plata, con un gesto. Le contó lo que había ocurrido con una mujer pelirroja llamada Renee, una mozuela que hacía de sirvienta. Jhaele se limitó a señalar con la cabeza un rincón oscuro de la habitación.

Renee estaba allí, sentada junto a otro hombre. Los seductores gestos que hacía con éste eran similares a los que había usado con Adon. Ella levantó la vista, vio a Adon mirándola y apartó la mirada.

—Ha debido de oler oro en ti —dijo Jhaele, y Adon comprendió de pronto el verdadero propósito de Renee cuando estaban en el mostrador.

Pasó un momento y ya estaba de nuevo en la calle; la ira amenazaba con consumirlo. A cierta distancia vio los capiteles de un templo y se encaminó hacia él. Volvió a cruzarse con la patrulla.

Pensó en los curanderos del templo. Quizá sus pociones fueran lo bastante fuertes como para quitarle la cicatriz.

El templo de Tymora en el Valle de las Sombras era muy diferente del de Arabel. Adon pasó entre un impresionante grupo de pilares; en la parte alta velaban unos pequeños fuegos encendidos. La puerta de doble hoja del templo estaba desatendida; a un lado, delante mismo, había un brillante gong. Adon se estaba acercando a la puerta cuando salió una voz de la oscuridad, detrás de él.

—¡Eh, tú!

Adon se volvió y se encontró cara a cara con la misma patrulla con la que había hablado en la calle de La Calavera de los Tiempos.

—Aquí pasa algo —dijo Adon—. El templo está en silencio y el centinela no está por ninguna parte.

Los jinetes desmontaron. Eran cuatro hombres, cuyas armaduras habían sido deslustradas para aprovechar completamente la protección de la noche.

—Échate a un lado —dijo un hombre fornido mientras pasaba como un rayo por delante de Adon.

El soldado abrió las pesadas puertas y volvió el rostro, un hedor de muerte brotaba del interior del templo.

Adon sacó su destrozado pañuelo de seda y se lo puso delante del rostro antes de introducirse en el templo junto con uno de los guardias. Los dos hombres se quedaron boquiabiertos ante la escena que tenían delante.

Había como una docena de personas en el templo, todas salvajemente asesinadas. El altar principal estaba volcado y el símbolo de Bane aparecía pintado en las paredes con la sangre de los clérigos asesinados. Por los fuegos que todavía ardían en los braseros y el olor persistente del templo, Adon dedujo que la profanación se habría producido hacía menos de una hora.

Adon advirtió, aliviado, que no había niños. El guardia que lo acompañaba se mareó y se desplomó sobre sus rodillas. Cuando se levantó, vio al joven clérigo entre las filas de bancos y en las gradas del altar situado sobre una tarima. Adon estaba cambiando a los muertos de la espantosa posición en que los habían dejado sus agresores y los estaba colocando en el suelo. Luego arrancó las cortinas de seda que había detrás del altar y cubrió con ellas los cuerpos lo mejor que pudo. El guardia se acercó a él con las rodillas temblorosas. Oyeron ruido y movimientos fuera y el grito de espanto que lanzaron los otros guardias cuando vieron aquel horror dentro del templo.

—Quizás haya más —advirtió Adon, señalando la escalera que conducía a la zona interior del templo.

—¿Con vida? —dijo el guardia—. ¿Otros… pero vivos?

El clérigo no contestó, pues en cierta forma presentía lo que iban a encontrar. De una cosa estaba seguro, de que no podía esperar hacerse con las preciosas pociones curativas de las que había oído hablar.

Adon se quedó en el templo incluso después de que el hedor se hizo insoportable para los demás. Intentó rezar por los muertos, pero las palabras no salieron de su boca.

Kelemvor dio la espalda a la ventana. Había ido a la habitación de Medianoche pero ella no había regresado de la casa de Elminster. Volvió a su cuarto, pasó el tiempo sin poder conciliar el sueño. Acarició por un momento la idea de coger un caballo y dirigirse a la torre de Elminster para enfrentarse a Medianoche, pero sabía que sería tiempo perdido.

Luego, mirando por la ventana de la torre, vio llegar a la maga. El guerrero observó cómo pasaba por delante de la guardia y entraba en la Torre Inclinada. Al cabo de unos instantes, llamaron a la puerta. Kelemvor se sentó en el borde de la cama y se cubrió el rostro con las manos.

—¿Kel?

—Sí —contestó—. Entra.

Medianoche penetró en el cuarto y cerró la puerta.

—¿Quieres que encienda una linterna? —preguntó.

—Has olvidado lo que soy —contestó Kelemvor—. A la luz de la luna tus rasgos son tan puros como si los contemplase a mediodía.

—No he olvidado nada —respondió la maga.

Medianoche llevaba una capa larga y suelta, un cambio más que adecuado por la que había perdido. Unas llamas saltaban por la superficie del medallón. A Kelemvor le sorprendió ver que lo había recuperado, pero no tenía interés en preguntarle cómo.

Medianoche se quitó la capa y se plantó delante del guerrero.

—Creo que deberíamos hablar —dijo.

Kelemvor hizo un lento gesto de asentimiento con la cabeza.

—Sí. ¿Por dónde empezamos?

Medianoche se pasó las manos por su largo pelo.

—Si estás cansado…

Kelemvor se puso en pie.

—Estoy cansado, Ariel.

—No me llames así.

Kelemvor se arredró.

—Medianoche —dijo, y a la vez suspiró profundamente—: Yo suponía que nos íbamos a marchar juntos de este lugar. Que transmitirías el aviso que te había confiado Mystra, que daríamos este asunto por finalizado y seríamos libres de una vez por todas.

Medianoche se rió breve pero cruelmente.

—¿Libres? ¿Acaso tú o yo conocemos la libertad, Kel? Toda tu vida ha estado regida por una maldición contra la que no puedes hacer nada; y a mí los mismísimos dioses me han tomado por una imbécil.

Se apartó de él y se apoyó contra una cómoda.

—Kel, no puedo huir de esto. Tengo una misión que cumplir de la que soy responsable.

Kelemvor se acercó a ella y le hizo dar media vuelta para mirarla a la cara. La sujetó con brusquedad por los hombros.

—¿Responsable con quién y ante quién? ¿Con unos extraños que te escupirían en la cara aunque entregases tu vida para salvarlos?

—¡Para con los Reinos, Kelemvor! ¡Mi responsabilidad es para con los Reinos!

Kelemvor la soltó.

—En ese caso, parece que no nos queda mucho por decir.

Medianoche cogió su capa.

—No se trata sólo de la maldición, ¿verdad? Todo y todos tienen su precio. Tus condiciones van más allá de lo que yo puedo soportar, Kel. No puedo entregarme a alguien que no está dispuesto a hacer lo mismo por mí.

—¿Dé qué estás hablando? ¿Acaso me he marchado de aquí? ¿Acaso te he dejado? Mañana iniciaremos los preparativos para la guerra. Es muy probable que no vuelva a verte hasta que la batalla haya terminado. Es decir, si sobrevivo.

Reinó el silencio un momento que pareció prolongarse indefinidamente.

—Dime, tú te marcharías de aquí, ¿verdad? —preguntó Medianoche—. Si yo aceptase marcharme contigo, tú te irías esta misma noche.

—Sí.

Medianoche suspiró profundamente.

—En ese caso, tenías razón. No tenemos nada más que decirnos.

Se dirigió a la puerta, pero Kelemvor la llamó.

—Mi recompensa —dijo—… Elminster me ha prometido que podía contar con una recompensa, pero no me ha dicho en qué consistiría.

Los labios de Medianoche temblaron en la oscuridad.

—Kel, le he hablado de la maldición. Cree que se podrá anular.

—La maldición… —dijo Kelemvor con voz ausente—. Entonces ha sido una buena decisión quedarse.

Medianoche agachó la cabeza y el pelo le cayó sobre el rostro.

—Él lo habría hecho igualmente, maldito seas… —Medianoche abrió la puerta.

—¡Medianoche! —gritó Kelemvor.

—¿Sí? —dijo ella.

—Me sigues queriendo —dijo Kelemvor—. De no ser así lo sabría. Es mi recompensa por haber venido hasta aquí contigo, ¿recuerdas?

A Medianoche se le tensó todo el cuerpo.

—Sí —dijo ella en voz baja—. ¿Eso es todo?

—Todo lo que importa.

Medianoche cerró la puerta detrás de sí y dejó a Kelemvor mirando las tinieblas.