12. El Bosque del Nido de Arañas

—¿Quieres hacer el favor de apartar tu pie de mi cara? —dijo Thurbrand, y echó mano a la espada.

Era antes del almuerzo y al hombre calvo le habían despertado, después de dormir un rato, con una serie de patadas en la espalda. Lo que vio después fue el recibimiento de la bota de Kelemvor asomando sobre su cabeza.

—¿Traidores? ¿Qué es eso de que precisamente nosotros cuatro, de entre todos los seres que pueblan los Reinos, somos unos traidores? —gritó Kelemvor.

—Sospechosos de traición —replicó Thurbrand—. ¡Y ahora, por favor, saca tu bota antes de que te cercene el tobillo!

Kelemvor se apartó del hombre. Thurbrand se levantó. Una sinfonía de quejidos y crujidos se dejó oír cuando se estiró para desentumecer la espalda, el cuello y los hombros. Los aventureros y los hombres de Thurbrand estaban acampados en las proximidades del Bosque del Nido de Arañas.

—¿Cómo están tus compañeros, Kel? —preguntó Thurbrand mientras se ponía de pie para ir a buscar algo de comer.

—Viven.

Thurbrand hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—¿Y Medianoche? ¿Está bien? Tenemos una deuda pendiente…

La espada de Kelemvor estaba fuera de su funda antes de que Thurbrand pudiese pronunciar otra palabra.

—Considérala saldada.

—Yo sólo quiero recuperar mi pelo —dijo Thurbrand con el ceño fruncido.

Kelemvor recorrió el campamento con la mirada. El roce revelador de la espada saliendo de su funda había llamado la atención, por lo menos, de seis hombres que estaban ahora de pie con las armas preparadas, a la espera de una palabra de su cabecilla.

—¡Ah! —dijo Kelemvor, y volvió a envainar la espada—. ¿Eso es todo?

Thurbrand se rascó la calva.

—Será suficiente —dijo—. Si bien parece que a mis amantes les gusto así.

Kelemvor se rió y se sentó junto a Thurbrand mientras éste comía. Cyric, a quien la discusión había despertado, se acercó a los guerreros. Caminaba despacio y los oscuros cardenales, fruto del accidentado paso por el Desfiladero de las Sombras, relucían al sol de la mañana.

—Pareces… —empezó a decir Kelemvor cuando el ladrón llegó a su altura.

—No lo digas —le interrumpió Cyric para luego coger un plato de comida—. Si tuvieses mi aspecto o te sintieses como yo, estarías muerto.

—Pero tú no lo estás —repuso Kelemvor ausente.

—No estoy muy seguro —replicó Cyric a la vez que se pasaba una mano por su despeinado cabello—. ¿Y Medianoche y Adon?

—Adon sigue inconsciente —dijo Kelemvor.

—Entonces, no lo sabe —repuso Cyric en voz baja señalando su rostro con un gesto de la mano.

Kelemvor sacudió la cabeza de un lado para otro.

Cyric asintió, luego se volvió y dio una orden a uno de los hombres de Thurbrand. El hombre miró a Thurbrand, el cual cerró los ojos lentamente y asintió con un gesto de cabeza. El hombre llevó una jarra de cerveza a Cyric, que se tragó su contenido de un solo sorbo y luego devolvió la jarra.

—Esto está mejor —comentó, luego se volvió a Thurbrand y añadió—: Y ahora dime, ¿qué es todo eso de la traición?

Thurbrand les contó la historia de la lucha de Myrmeen Lhal con el asaltante que se había identificado como Mikel; Cyric se rió.

—Marek jamás ha sido capaz de inventarse un seudónimo decente —observó.

El hombre calvo frunció el entrecejo y siguió con su relato. Les contó su reunión con Lhal y con Evon Stralana, que le habían pedido que organizase un grupo.

—Naturalmente yo insistí en ponerme al mando de la compañía —añadió Thurbrand—. Ha sido de creencia común durante mucho tiempo que la conspiración del Caballero Siniestro se originó en Zhentil Keep. Cuando tuvimos noticia de la banda de asesinos de Zhentil que va tras vuestros pasos, vuestra inocencia resultó bastante evidente.

—¿Tú albergabas alguna duda? —quiso saber Kelemvor.

—Pagasteis para obtener identificaciones y cartas falsas, luego os marchasteis de la ciudad disfrazados, incumpliendo así el contrato que teníais para servir y proteger a Arabel. Después, ese Mikel, o Marek o como quiera que se llame, os implicó en la conspiración. Supongo que no tengo que explicaros las conclusiones obvias que se sacaron. —Thurbrand sonrió—. Pero, por supuesto, yo no albergué duda alguna.

—Siendo así, ¿por qué no disteis media vuelta y regresasteis inmediatamente a Arabel? —preguntó Cyric.

Thurbrand frunció el entrecejo.

—Cuando supimos lo que os esperaba, la única decisión justa era cruzar a toda prisa el Desfiladero de las Sombras y acudir en ayuda de un antiguo aliado.

Kelemvor puso los ojos en blanco.

—¡Por favor! —exclamó Cyric—. Algo debías de querer.

—Ahora que lo dices —replicó Thurbrand—, además de la inmediata devolución de mi cabello, hay un trabajillo en Arabel para el que necesitaría unos cuantos hombres valerosos.

—Tenemos que resolver un asunto en el Valle de las Sombras —dijo Kelemvor.

—¿Y después?

—Pues allí adonde nos lleve el viento —añadió Cyric.

Thurbrand se echó a reír.

—Sopla un fuerte viento en nuestra dirección. ¡Tal vez podamos arreglarlo!

—Veremos lo que dice Medianoche —opinó conciliador Kelemvor en voz baja.

Éste se levantó y fue a pedir más comida al cocinero de la compañía. Cyric y Thurbrand se lo quedaron mirando y empezaron a reírse. Kelemvor no advirtió que Adon estaba despierto.

El clérigo se despertó, a pesar de que no se había parado de hablar por todo el campamento, por la mención que se hizo del nombre de Myrmeen Lhal.

—¡Santa Sune, estoy perdido! —dijo en voz alta; luego, al oír la risa de una muchacha, se dio cuenta de que no estaba solo.

Sentada junto a él, una joven que no tendría más de dieciséis años daba buena cuenta de una escudilla de gachas que tenía sobre el regazo, sorbiéndolas grosera y ruidosamente. Como Adon no tardó en descubrir, se llamaba Gillian; era morena, con un pelo de estopa y una piel intensamente bronceada, curtida y seca. Los ojos eran de un azul profundo y los rasgos, ordinarios pero no carentes de atractivo.

—¡Ah! —exclamó ella—, ¡te has despertado! —Bajó la escudilla y se la tendió a Adon—. ¿Quieres un poco?

Adon se frotó la frente y recordó de pronto la agresión del hombre de los ojos grises en Tilverton. Sabía que había sido alcanzado por su daga y que luego se había desmayado. Sin embargo, ahora se sentía descansado y sólo ligeramente débil.

—Sabía que Sune me protegería —dijo, contento.

La muchacha lo miró.

—¿Quieres un poco de este guiso o no?

—¡Sí, gracias! —dijo Adon, en quien el hambre había vencido cualquier inquietud que hubiese podido albergar con respecto a Myrmeen Lhal y sus lacayos. Sin embargo, cuando el clérigo se incorporó, notó un agudo tirón en el lado izquierdo de su rostro y un intenso ardor. Algo caliente y húmedo rodaba por su mejilla. Adon pensó que era extraño, pues no hacía demasiado calor a aquella temprana hora de la mañana. Se preguntó a qué se debía que estuviese sudando de aquella manera. Luego miró a la muchacha.

Gillian apartó la mirada de Adon, se encogió tensamente de hombros y apretó las rodillas con fuerza.

—¿Qué pasa? —quiso saber el clérigo.

—Voy a buscar al curandero —dijo Gillian mientras se ponía de pie.

Adon se pasó la mano por el rostro. Estaba sudando todavía más que antes.

—Yo soy curandero. Soy clérigo al servicio de Sune. ¿Tengo fiebre?

Gillian miró brevemente al clérigo, luego volvió a desviar la mirada.

—Por favor, ¿qué pasa? —dijo Adon a la vez que alargaba la mano para coger a la muchacha.

Vio entonces que había sangre en su mano. No era sudor lo que corría por su rostro.

Adon empezó a respirar fatigosamente y notó como si un enorme peso estuviese oprimiendo su pecho. Sintió mucho frío en la piel y la cabeza empezó a darle vueltas.

—¡Dame tu escudilla! —ordenó.

Gillian miró a los demás y llamó a uno de ellos. Medianoche vio que Adon estaba consciente y se puso en pie de un salto.

—¡Dámela! —gritó Adon, y le arrancó la escudilla de las manos derramando el contenido al suelo. Con manos temblorosas, sacó brillo a la escudilla de metal con la manga, luego la levantó a la altura de su rostro y se miró en el espejo curvo.

—No.

Gillian ya no estaba a su lado. Se oyó ruido de pisadas sobre la tierra. Aparecieron delante de él Medianoche y un clérigo que llevaba el símbolo de Tymora.

—No puede ser —dijo Adon.

El clérigo de Tymora, contento de que el joven sunita se hubiese despertado de su sueño sin consecuencias graves, se acercó con una sonrisa de oreja a oreja. Sin embargo, cuando vio la expresión del rostro de Adon, su sonrisa se desvaneció al instante.

—Sune, por favor… —decía Adon.

Se tensaron los músculos de la cara del curandero. Había comprendido de pronto.

—Hicimos lo que pudimos —añadió sombríamente.

Medianoche puso una mano sobre el hombro de Adon y miró a Cyric y a Kelemvor, que estaban sentados juntos al otro lado del campamento.

Adon no decía nada, se limitaba a mirar fijamente su reflejo.

—Estamos demasiado lejos de Arabel y de la diosa Tymora para que funcione la magia curativa —prosiguió el clérigo—. No había pociones. Hemos tenido que confiar en los ungüentos y en los medicamentos naturales que he podido crear.

El borde de la escudilla de metal fino empezó a arrugarse en el puño de Adon.

—Lo importante es que estés con vida, quizás alguien de tu propia orden pueda ayudarte y hacer lo que nosotros no hemos podido.

El metal se torció.

—Deja que vuelva a examinarte. Estás sangrando de nuevo. Te has arrancado los puntos.

Medianoche se agachó y retiró la escudilla de las manos de Adon.

—Lo siento —dijo en un susurro.

El curandero se agachó y limpió la sangre del rostro de Adon con una toalla. Sin embargo, el daño no era tan grave como había temido, pues se habían desprendido sólo algunos puntos. Mientras el clérigo miraba la cicatriz, pensó que ojalá hubiese encontrado al sunita en una ciudad, pues, con los instrumentos adecuados, habría podido hacer un trabajo más limpio con la cicatriz.

Los dedos de Adon, acompañados por su ojo izquierdo, siguieron la cada vez más oscura cicatriz, bajando por el pómulo y el centro de la mejilla. El corte desigual terminaba en la base de la mandíbula del clérigo.

Un poco más tarde, aquella misma mañana, mientras los aventureros desmontaban el campamento, Cyric se enzarzó en una discusión con Brion, un joven ladrón de la compañía de Thurbrand.

—¡Pues claro que comprendo lo que estás diciendo! —gritaba Cyric al albino—, pero ¿cómo puedes negar la evidencia de tus propios sentidos?

—He mirado en el rostro de la propia diosa Tymora —contestó Brion—. No me hace ninguna falta otra evidencia. Los dioses han venido a visitar los Reinos para divulgar su palabra sagrada de primera mano.

—Sí, pagas tu dinero y puedes acercarte al instante —dijo Cyric—. No me extrañaría que tu diosa empezase pronto a decir la buenaventura.

—Lo único que he dicho es…

—¡Zoquete! —lo interrumpió Cyric—. Ya me lo has dicho una vez.

—Las contribuciones siempre son necesarias.

Cyric sacudió la cabeza y apartó la mirada de Brion.

—Uno debe de sentirse muy solo no teniendo más creencia que uno mismo —dijo Brion—. Mi fe hace que esté satisfecho.

Cyric tembló de rabia, pero luego fue recobrando el control de sus emociones. Sabía que Brion no lo había provocado intencionadamente, pero el moreno y delgado guerrero estuvo insólitamente inquieto desde que se despertó. Quizás era sólo la tristeza que reinaba en el campamento a causa de la herida de Adon, pero una parte deseaba volver a lanzarse a las montañas y dejar que el destino le enviase cualquier monstruosidad imaginable. Incluso sabiendo que en el Bosque del Nido de Arañas la única catarsis que encontraría sería la muerte, hasta aquel lugar le resultaba tentador.

Se oyó un ruido en la distancia y la tierra empezó a temblar bajo los aventureros. Cyric vio unos enormes fragmentos cristalinos deslizarse por la faz de los riscos de cristal que se habían colocado en el camino del Valle de las Sombras.

—Misericordiosa Tymora —dijo Brion cuando las impresionantes rocas de cristal se rompieron y, al reflejar la luz del sol, lanzaron varios arcos iris a través del paisaje.

A continuación, sin previo aviso, una brillante lanza negra, del tamaño de un árbol, surgió de la tierra junto a Cyric. El ladrón cayó al suelo, pero no tardó en levantarse y coger su caballo. Similares lanzas dentadas y de color ébano atravesaron el suelo en toda la llanura y se elevaron unos cinco metros en el cielo de la mañana.

—Es hora de marcharnos —le dijo Kelemvor a Thurbrand, y los dos hombres corrieron en busca de sus caballos—. Me parece que no vamos a tener más remedio que atravesar el bosque.

Thurbrand recorrió velozmente su compañía, reuniendo a sus hombres e instándolos a que se dirigiesen al bosque. Pero, antes de que llegasen a ponerse en camino, las lanzas atravesaron a dos de sus hombres y destriparon a tres caballos. Los restantes miembros de la compañía se precipitaron a la oscuridad del Bosque del Nido de Arañas. Las lanzas seguían rasgando la llanura y unas enormes avalanchas de cristal caían al nordeste de las montañas.

Cuando Medianoche se iba acercando al bosque, advirtió la ausencia de Adon, escudriñó la llanura desde la linde del bosque y vio el caballo del clérigo que corría en medio de las lanzas. Medianoche se lanzó hacia el animal y lo alcanzó en el centro de la llanura.

Una silueta se movía despacio entre las nubes de polvo, en dirección al caballo.

—¿Eres tú, Adon? —preguntó Medianoche.

El clérigo se tomó su tiempo para subir al caballo y le condujo por la devastada llanura a paso lento. Cuando el animal intentaba lanzarse a toda carrera, él lo refrenaba y, si oía los gritos de Medianoche o veía sus frenéticos gestos, lo ignoraba. Pero como Adon no reaccionaba, ni siquiera cuando una lanza surgió del suelo a unos metros de él, Medianoche se puso junto al clérigo y golpeó los cuartos traseros del animal con todas sus fuerzas. El caballo emprendió el galope en dirección al bosque y la relativa seguridad que éste suponía. Cuando el caballo se puso a correr Adon no gritó ni se echó siquiera hacia adelante, se limitó a sostenerse clavando los dedos en la crin y las piernas en los flancos.

Kelemvor esperaba en las afueras del bosque. Todos, salvo unos cuantos hombres de Thurbrand, habían desaparecido en el interior y el último de los jinetes se reunió con sus aliados en lo más recóndito y oscuro del Bosque del Nido de Arañas.

No se veía movimiento de las criaturas que habían entrevisto la noche anterior.

—Quizá duermen de día —observó Kelemvor.

Los ruidos de cristal rompiéndose y estallando habían disminuido, si bien los aventureros todavía oían de vez en cuando el estruendo que producían las enormes paredes de cristal deslizándose montaña abajo.

—Si esos monstruos duermen de día, será mejor que lleguemos al Valle de las Sombras antes de que se haga de noche.

Todos lanzaron murmullos de aprobación, tanto Kelemvor como Cyric y los miembros de la Compañía del Alba. Adon cabalgaba en silencio por el bosque.

Los aventureros siguieron cabalgando todo el día por el bosque, atentos a cada ruido y con las espadas constantemente a punto. Adon iba delante de Kelemvor y de Medianoche, mientras que Cyric llevaba en su caballo a Brion, el cual había perdido el suyo con una de las lanzas negras. A medida que se fueron adentrando en el bosque, la flora se volvió más densa e impracticable y al cabo de un rato Thurbrand indicó que todos debían detenerse y desmontar. Habría que seguir a pie y guiar los caballos.

Adon ignoró la señal y Kelemvor se puso a su lado.

—¿Ahora has perdido la vista, Adon? —le dijo.

Como el clérigo no le hizo caso y siguió obligando a su caballo a abrirse paso entre la maleza, el guerrero le dio una palmada en el brazo a fin de llamar su atención. Adon miró a Kelemvor, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y desmontó.

—En este lugar hay muerte —dijo Adon, en cuya voz no vibraba precisamente la vida—. Nos hemos metido en un osario.

—No sería la primera vez —dijo Kelemvor para luego volver junto a Medianoche.

Algo más adelantado, Cyric caminaba junto a Brion. Aun cuando el joven ladrón lo había divertido tanto como enfurecido, Cyric presentía una refrescante inocencia en él. Aunque su pericia con la daga rivalizaba con la de Cyric, era evidente que Brion no llevaba mucho tiempo de aventurero.

Después del almuerzo, Brion desafió a Cyric a una prueba de habilidad con la daga y Cyric estuvo a punto de perder con el albino. Finalizado este desafío, Cyric y Brion hicieron un número con seis dagas cada uno, lanzándoselas mutuamente a una velocidad de vértigo. Brion desviaba todos los cuchillos lanzados por Cyric, y éste, a su vez, esquivaba las dagas lanzadas por Brion con las suyas propias.

A pesar de toda aquella habilidad con los cuchillos, el albino no apestaba a sangre y locura como ocurría con muchos aventureros. Incluso los compañeros de Brion, como la muchacha que se había sentado junto a Adon, se deleitaban con la idea de poner fin a una vida. Cyric lo veía en sus ojos.

Cyric también se daba cuenta de que las veces que Brion había derramado sangre voluntariamente podían contarse con una sola de sus manos enguantadas y que el albino jamás había matado a un hombre sin lamentarlo luego.

A medida que los aventureros avanzaban, el bosque se tornaba engañosamente hermoso, por lo menos al principio. Los árboles eran gruesos, altos y cubiertos de abundantes hojas verdes. La brillante luz del sol atravesaba las frondas del ramaje y, por aquí y por allá, caían dardos de luz que acariciaban de vez en cuando los rostros de los héroes que atravesaban el denso follaje.

Luego, mientras cruzaban un grueso lecho de nudosas raíces que cubrían el suelo completamente en muchos puntos, Kelemvor oyó un ruido seco de ramas en los árboles. Se volvió bruscamente y señaló los árboles a Zelanz y Welch, los mercenarios que iban en retaguardia, pero ellos no habían oído nada. Le mantuvieron la mirada y se encogieron de hombros. Kelemvor no vio señales de movimiento entre el grupo, de modo que se volvió y siguió caminando.

Los ruidos se repitieron una y otra vez y, finalmente, todo el grupo se puso sobre aviso. Sacaron las armas, pero no pudieron distinguir rastro alguno de las criaturas en los árboles. En la cabeza, Thurbrand guiaba a su caballo con cuidado por un pequeño sendero del bosque. Después de pasar por delante de un árbol de gran tamaño, el hombre calvo se detuvo en seco y, mientras se preparaba para atacar, su cuerpo se fue tensando.

Delante de Thurbrand había un hombre con una armadura color hueso pegado a un árbol por unos largos y viscosos hilos de telaraña. Se le había caído el casco y su rostro lívido llevaba el símbolo de Bane, negro sobre los rasgos blancos. Con la espada desenvainada, el hombre miraba fijamente a Thurbrand y en su rostro podía verse una mueca helada y unos ojos salvajes.

Thurbrand vio a otros cinco hombres a unos metros de distancia; llevaban la armadura de los asesinos de elite de Bane y estaban pegados a otros árboles en medio de un gran claro.

—Están muertos —dijo Thurbrand—, y lo que los ha matado está cerca de aquí.

Los aventureros permanecieron en silencio un momento, mientras Kelemvor y Thurbrand examinaban una enorme telaraña ensartada en los árboles donde se hallaban aquellos hombres. El resto del grupo, a excepción de Adon, se apiñó y se puso a contemplar los árboles. El sunita, por su parte, se limitó a permanecer junto a su caballo, mirando el oscuro dosel de hojas que oscurecía el sol.

Mientras los componentes del grupo aguzaban el oído a cualquier movimiento entre los árboles, fueron cayendo en la cuenta de que no salía ruido alguno del bosque. Las hojas no susurraban en el viento. Los insectos no chillaban. El silencio en el bosque era completo.

Sin decir una sola palabra, Gillian pasó las riendas de su caballo al clérigo de Tymora y se encaminó a un árbol. Subió como un mono y sin hacer ruido hasta la rama más alta; una vez allí, inspeccionó el bosque con su vista de lince. Los aventureros esperaron cinco minutos, durante los cuales ella fue saltando de rama en rama, abarcando atentamente con la vista toda la zona desde cada uno de los posibles puntos estratégicos; finalmente indicó que todo estaba despejado.

Antes incluso de saltar al suelo, la muchacha indicó a Thurbrand que se acercase.

—Ni siquiera los más fuertes vientos podrían mover estas ramas. Este lugar está muerto, petrificado en este estado. —Se frotó el pulgar y el índice para indicar una textura extraña—. Una ligera película lo cubre todo, de ahí viene la inquietud.

Thurbrand asintió y alargó los brazos para ayudar a la muchacha a bajar, pero ella frunció el entrecejo y pasó saltando por encima de él para caer en cuclillas. Pero, cuando sus pies tocaron el suelo, en el centro de una maraña de raíces que sobresalía, se oyó un ruido sordo y la tierra se abrió. Antes de que la muchacha pudiese pronunciar palabra, las raíces surgieron del suelo en medio de una lluvia de tierra desplazada.

En total ocho patas de araña salieron precipitadamente para agarrar a Gillian, todas largas y negras como el carbón. Cada pata tenía cuatro articulaciones y terminaba en una punta afiladísima del tamaño de una espada grande. De la tierra surgió la enorme panza sobre la cual estaba la muchacha, haciéndole perder el equilibrio antes de saltar fuera de la trampa. Luego fue la cabeza del monstruo lo que salió del suelo y vio unos relucientes ojos rojos y cuatro pinzas desiguales.

Las patas de la gigantesca araña se cerraron y atraparon a Gillian desde ocho direcciones diferentes. Luego la araña empezó a desplazarse y el bosque cobró vida. Las nubosas raíces que rodeaban a los viajeros se desplegaron. Otro hombre se había levantado sobre la panza de otra araña y corrió la misma suerte que la muchacha.

Cyric y Brion estaban espalda contra espalda con las dagas preparadas. Una de las arañas atacó al caballo de Cyric y le inyectó el veneno procedente de sus mandíbulas que lo dejó paralizado. La araña soltó al animal y esperó a que el veneno hiciera su efecto antes de arramblar con el caballo y aprisionarlo en su tela. Cyric lanzó una maldición cuando se dio cuenta de que la mayoría de sus pertenencias, incluyendo las hachas de mano, se hallaban en el caballo, pero no estaba dispuesto a intentar rescatar su ropa de la araña, que montaba guardia sobre su moribundo caballo.

Las arañas estaban por todas partes y la más pequeña tenía el tamaño de un perro. Una de ellas avanzó hacia Cyric y éste la miró a los ojos. Las patas tenían un color verde pálido y el cuerpo era negro con unas enormes manchas naranja en los costados. Cyric lanzó una daga a uno de los ojos impenetrables del monstruo y la mirada depredadora de la araña le hizo sonreír.

La hoja de Cyric dio en el blanco, y penetró en la trepidante masa del ojo de la araña, y siguiendo en esa dirección se metió dentro, pero el animal siguió avanzando.

—¡Dioses! —gritó Cyric, para luego saltar a una rama que colgaba muy baja.

La araña gigante avanzó y mordió el aire donde hacía un momento había estado el ladrón. Cyric comenzó a trepar por el árbol cuando oyó un grito y miró hacia abajo.

La araña herida había atravesado el costado de Brion con una de sus patas; las dagas que tenía de poca defensa le servían contra aquel monstruo. La araña se preparó para volver a traspasar a su víctima y levantó una segunda pata. En medio de sus esfuerzos por liberarse, Brion dejó caer la cabeza hacia atrás y miró a Cyric.

Éste vio que los labios de Brion se movían, le rogaban que lo ayudase.

Cyric titubeó, sopesando las opciones que tenía. Sabía que el hombre estaba muriéndose a causa del veneno del monstruo. Aparte de morir junto a él, poco podía hacer.

La araña atacó con su segunda pata. Cyric observó cómo la vida se iba de los ojos de Brion.

Al otro lado del claro, Medianoche advirtió que tres arañas avanzaban hacia ellos. Kelemvor, Zelanz y Welch estaban a su lado, Adon detrás de ellos, aparentemente ajeno a la amenaza que se cernía sobre ellos.

Dos de las arañas eran enormes y gordas, con unos cuerpos negros y rojos y unas abotargadas patas color carmesí. La tercera era completamente negra, con unas patas brillantes y puntiagudas y mayor agilidad que las otras. Cayó en un ángulo y empezó a trepar por los árboles para alcanzar mejor sus presas, y los estrechos espacios que había entre los árboles poco hacían para frenar su avance.

La araña brillante saltó sobre los héroes y Kelemvor cortó tres de sus patas con un solo mandoble. El guerrero atacó de nuevo dando un tajo en el cuerpo del animal, escapando por poco a sus pinzas. Luego Kelemvor se volvió y la araña estaba ya encima de él, sobre sus patas traseras. Le asestó la espada contra su expuesta panza y arremetió hacia atrás y hacia adelante. El monstruo golpeó al guerrero con una pata y éste perdió pie. Antes de ir a estrellarse contra el árbol, se le escapó la espada de la mano.

Medianoche vio cómo las dos arañas restantes avanzaban hacia ellos. Después de bajar la vista a su daga, comprendió que de poco le iba a servir con aquellos monstruos, de modo que trató de recordar su hechizo de polo de fuerza. Cogió una rama de un árbol cercano y dijo el conjuro. De repente, un brillante palo azul y blanco se materializó en sus manos. Cuando Medianoche arremetió contra la araña, le asombró descubrir que el palo había adquirido las propiedades de una guadaña. Abrió de cuajo a la primera araña que encontró, pero la otra iba por unas víctimas más fáciles.

Estaba atacando a Zelanz y Welch, que contraatacaban codo con codo. Sus veloces espadas no tardaron en acabar con ella, pero otras se iban acercando. El goteo de una sustancia lechosa fue lo que los alertó de la presencia de una araña, atareada en tejer su tela sobre ellos. Zelanz levantó la vista a tiempo de ver la masa rojiza de la araña descender sobre ellos.

El clérigo de Tymora avanzaba por el borde del claro. Llegó a la altura de un árbol y vio a Thurbrand luchar por su vida contra la araña que había matado a Gillian. Dio otro paso y se encontró cara a cara con Bohaim, un joven mago de Suzail. Retrocedió torpemente para despejar el paso de Bohaim, pero una pata de araña desgarró el pecho del mago. La araña lo levantó en el aire para luego bajarlo hasta sus hambrientas mandíbulas.

El clérigo de Tymora pensó que la Compañía del Alba se estaba acabando. Oyó un ligero crujido detrás de sí. Levantó la maza y se volvió para encontrarse cara a cara con una araña blanca y púrpura. Una de sus patas atravesó al clérigo con una velocidad vertiginosa. El clérigo rezó una silenciosa plegaria a Tymora antes de que el mundo se convirtiese en tinieblas.

A corta distancia de donde había caído el clérigo, la espada de Thurbrand relampagueó y cayó al suelo la cabeza de la araña que había matado a Gillian; el veneno que derramó siguió salpicando al guerrero incluso cuando éste empezó a alejarse para evitar el quedar empapado. Otras cinco arañas avanzaban hacia el hombre calvo. Delante de él, los otros dos miembros de la Compañía del Alba, todavía con vida, luchaban para seguir viviendo. Thurbrand acudió en su ayuda, ignorando el montón de arañas que se iba acercando a él.

Encaramado en la copa de un árbol, Cyric observaba con creciente fascinación cómo las arañas iban trepando por el bosque y creando su complicado trabajo de artesanía. Cyric sabía que habría debido sentir repugnancia o rabia ante aquella visión, pues el único objetivo de ese trabajo era meter en una trampa a sus amigos y a él mismo y devorarlos. Pero Cyric consideraba que aquellos dibujos de una muerte esperada eran preciosos. ¡Había tal sencillez y armonía en su diseño!

Cyric oyó un ruido junto a él y saltó del árbol un segundo antes de que un grupo de pinzas se juntase en el aire donde él estaba.

Antes de que tuviese ocasión de ponerse de pie, oyó el ruido revelador de una araña abriendo y separando la tierra para cogerlo en su trampa.

A cincuenta metros, Kelemvor se levantó; sus sentidos habían quedado sumergidos en los sonidos de las arañas, cuyas patas crujían y cuyo peso agitaba ligeramente los árboles petrificados. Estaba rodeado por los monstruos, pero éstos no se lanzaban contra él. Pero de pronto, una enorme araña blanca empezó a avanzar muy lentamente y todas las demás despejaron el camino para que pudiese acercarse. Era la mayor araña que Kelemvor había visto jamás.

Con objeto de que la araña blanca tuviese sitio para maniobrar, las demás formaron un círculo alrededor de Kelemvor, quien levantó la vista y vio un verdadero ejército de arañas al acecho entre los árboles. No tenía escapatoria; sin duda todos los otros habían muerto. La enorme araña blanca se abalanzó sobre él; Kelemvor le cortó una de sus patas, otra hendió el aire en el mismo momento, mientras que una tercera alcanzó su armadura, le abrió el todavía caliente peto y le hizo una brecha poco profunda en el pecho.

Kelemvor vio, con espantosa claridad, que una cuarta pata se deslizaba sobre él. La pata atravesaría su pecho en un instante y la araña arrastraría su contraído cuerpo hasta sus hambrientas mandíbulas. Pero fue entonces cuando un agudo dolor envolvió su cabeza, que pareció iluminarse de azul y blanco.

Era Cyric, que saltaba del árbol. Kelemvor empezó a librar su batalla con la araña blanca y Medianoche se dispuso a arremeter contra la araña roja, con Adon detrás, sin moverse para protegerla. Medianoche se metió entre las prensiles patas y clavó su guadaña mágica en los ojos del monstruo.

La araña roja se retorcía en el suelo, y Medianoche, al mirar a su alrededor, vio que tanto Cyric como Kelemvor estaban en inminente peligro. Una sustancia lechosa golpeó en aquel instante una de sus botas. Miró hacia arriba a tiempo de ver la enorme y amarilla panza de una araña que descendía hacia ella con las patas moviéndose en el aire con ávida expectación.

Medianoche lanzó un hechizo destinado a crear un escudo delante de la araña. Cuando terminó de decir el conjuro, la energía hizo crepitar su medallón y unos rayos de luz surgieron de la estrella en dirección a Adon, Kelemvor, Cyric y los tres miembros de la Compañía del Alba que quedaban.

Y, cuando la araña blanca bajaba su pata hacia Kelemvor, y Cyric caía en la trampa, y Adon miraba indiferente cómo la araña gris se abalanzaba sobre él, todos desaparecieron.

Medianoche tuvo la sensación de que le estaban arrancando el aire de los pulmones y que una brillante ráfaga de luz azulada la cegaba un instante y, cuando volvió a ver con claridad, se encontró en una larga carretera. Pensó por un momento que se había vuelto loca, hasta que comprendió que había sido teletransportada del bosque.

Kelemvor yacía en el suelo junto a ella, sujetándose la cabeza con las manos.

—¿Qué has hecho? —gruñó el guerrero; luego trató de ponerse en pie, pero no pudo. Miró hacia abajo y vio que el corte de su pecho todavía sangraba ligeramente—. No es que me importe mucho lo que hayas hecho.

Cyric y Thurbrand ayudaron al guerrero a ponerse de pie.

—Sí, sea lo que sea, te debemos la vida —dijo el hombre calvo—. Y ello, sin duda, salda la deuda que tenías conmigo, hermoso narciso.

Medianoche abrió la boca para hablar, pero no se le ocurrió nada que decir. Se limitó a mirar a su alrededor con los ojos desorbitados.

—Gillian, Brion…, todos han muerto —dijo uno de los miembros de la Compañía del Alba mientras ayudaba a cubrir las heridas de su compañero.

—Lo siento —repuso finalmente Medianoche—. Ni siquiera sé cómo os he traído hasta aquí, ni siquiera si he sido yo quien lo ha hecho.

—Dondequiera que sea, es aquí —dijo Cyric mirando a su alrededor.

Adon, que estaba a unos metros de distancia, mirando la carretera en dirección al norte, se volvió y dijo tranquilamente:

—Estamos a medio día de viaje al sur del Valle de las Sombras.

Las puertas que daban a la sala del trono de Bane se abrieron de golpe e irrumpió Tempus Blackthorne en respuesta a la llamada de su dios. Bane asía los brazos del trono y sus garras arañaban la superficie.

—Cierra la puerta. —El tono era frío y mesurado.

A pesar de las prerrogativas que Bane había otorgado a su emisario, Blackthorne se estremeció de terror.

—¿Deseabas verme, lord Bane? —preguntó Blackthorne con una voz engañosamente firme.

Lord Black se levantó del trono e hizo un gesto en dirección al mago para indicarle que se acercase. La mano con garras del dios caído relampagueaba ante los ojos del emisario. Cuando el dios de la Lucha lo asió violentamente por el hombro, Blackthorne no hizo ningún movimiento para defenderse.

—Ha llegado el momento —dijo Bane.

Blackthorne vio que los labios del dios se abrían formando lo que sólo podía llamar una sonrisa y el corazón le dio un vuelco. Era una cosa horrible.

—¡Ha llegado el momento para nosotros de unir a los dioses! —exclamó lord Black—. Quiero que lleves un mensaje a Loviatar, la diosa del Dolor. Creo que está en Aguas Profundas. Dile que quiero verla… inmediatamente.

El cuerpo de Blackthorne se tensó. Bane advirtió su cambio de actitud y apretó con más fuerza el hombro del emisario con sus garras.

—¿Tienes algún problema con esta orden, emisario? —gruñó el dios de la Lucha.

—Aguas Profundas está a medio camino de la otra punta de los Reinos, lord Bane. Para cuando vuelva, tu campaña contra el valle será ya parte de la historia.

La sonrisa de lord Black se desvaneció.

—Sí, si viajas como lo haría un hombre normal —dijo seguidamente—. Pero con el hechizo que te he concedido, llegarás a Aguas Profundas dentro de pocos días.

Blackthorne bajó la vista y lord Black retiró la mano de su hombro.

—¿Qué pasará si la diosa se niega a acompañarme de vuelta a Zhentil Keep?

Bane le volvió la espalda al emisario y cruzó los brazos.

—En ese caso, confío en ti para convencerla. Eso es todo.

—Pero…

—¡Eso es todo! —gritó Bane. Y sin más se volvió para encararse a su emisario y fulminarlo con sus ojos negros.

Blackthorne dio un paso atrás.

A medida que se intensificaba la indignación que sentía Bane, sus ojos iban echando chispas.

—Me decepcionas —expuso Bane, si bien su tono sugería repugnancia más que cólera—. Haz lo que te digo y podrás recuperar mi favor.

Después de inclinarse ante su señor, Blackthorne murmuró la única plegaria que había aprendido, una oración a Bane. A continuación el mago se incorporó, levantó los brazos y empezó a cantar el hechizo del emisario. Recordó una visita que había hecho a Aguas Profundas en su juventud y visualizó su destino. Al cabo de un momento, mientras intentaba adoptar la forma de un cuervo, Blackthorne empezó a estremecerse y a mutarse. Pero algo no funcionaba. Se fue volviendo negro como el carbón y su piel empezó a caérsele a pedazos en todas direcciones. La ropa del emisario se desgarró y cayó al suelo.

Blackthorne dio un grito y extendió un brazo, parcialmente transformado, a su dios.

—Ayúdame —fue todo lo que el mago tuvo tiempo de decir antes de estallar en una lluvia de chispas negras.

Allí donde Blackthorne estaba hacía sólo un instante, cayó una pequeña piedra preciosa de color negro junto a su peto y empezó a desintegrarse.

Bane observaba la escena completamente conmocionado.

—El hechizo —dijo con voz ausente, mientras se retiraba a trompicones hacia las sombras que había cerca de la entrada de su cámara privada.

Los guardias que irrumpieron en la sala no vieron a su dios por estar éste en las sombras. Miraron lo que quedaba de Tempus Blackthorne y sacudieron la cabeza.

—Supongo que esto tenía que ocurrir tarde o temprano —dijo uno de ellos.

—Sí —añadió el otro guardia—, hasta un idiota sabe que la magia es inestable.

Antes de que pudiesen percatarse de su presencia, Bane se abalanzó sobre ellos y los mató, luego se volvió, desgarró su armadura ensangrentada y al cabo de un momento estaba sentado sobre su trono y contemplaba el destrozado peto de Blackthorne en el suelo.

El dios decidió fríamente que no iba a llorar por su pérdida. Blackthorne no era más que un humano. Un peón. Su desaparición era lamentable, pero podía ser reemplazado.

Luego Bane recordó sus interminables charlas con Blackthorne. Se acordó de las extrañas emociones que lo habían embargado cuando se dio cuenta de que Blackthorne lo había salvado y ayudado a recuperarse.

Lord Black, el dios de la Lucha, se miró las manos y advirtió que estaba temblando. Luego lanzó un grito de dolor, agudo y largo, y todas las personas del templo de las Tinieblas se taparon los oídos, estremecidas ante el grito de dolor de lord Black.

Cuando se hizo el silencio, el dios de la Lucha vio a través de los ojos nublados por las lágrimas una figura de pie ante el trono.

—¿Blackthorne? —se oyó la voz ronca y áspera de Bane.

—No, lord Bane.

Bane se secó los ojos y miró al hombre pelirrojo que estaba ante él.

—Fzoul —dijo—. Todo está bien.

—Señor, estás rodeado de hombres muertos aquí en el templo.

Bane levantó su mano-garra.

El hombre pelirrojo bajó la cabeza.

—Sí, señor. —Luego Fzoul recogió los trozos dispersos de la armadura y ayudó a Bane a ponerse de pie.

—Todo está listo —dijo Fzoul mientras lord Black volvía a ponerse la armadura ensangrentada—. ¿Cuándo vamos a empezar a preparar la batalla?

Los ojos de lord Black despedían fuego y Fzoul dio un paso atrás para apartarse del dios colérico. A continuación los labios de Bane se abrieron en una horrible mueca. Cuando sus ojos se entornaron y habló, también había fuego detrás de los afilados dientes del dios de la Lucha.

—Ahora —dijo.