11. El Desfiladero de las Sombras

—¿Que lo están atacando? —preguntó Medianoche—. ¿Una especie de animal?

—¡Sí! ¡Un chacal de pelo plateado que camina como un hombre! —gritó el joven clérigo.

—¿Y los ciudadanos se limitan a mirar?

—Ya has visto cómo son. Tenemos que darnos prisa. Kelemvor también es un animal.

—¿Kelemvor es qué? —exclamó Medianoche.

La explicación de Adon sobre los acontecimientos que había observado no tenía ningún sentido ni para Medianoche ni para Cyric. El pánico había echado por tierra su habitual destreza para incluir pasajes descriptivos en su narrativa y, por más que el clérigo trataba repetidamente de transmitir lo que había visto, sólo se entendían fragmentos espeluznantes de la historia.

Los héroes corrieron escaleras abajo y salieron de la posada. Cyric, que había recibido una extraña, pero positiva, visita de Rull de Gond, cortó los cabestros de los caballos con la espada y los tres salieron a todo galope de los establos; Cyric en el de Kelemvor y Adon con Medianoche. Las indicaciones del clérigo apenas eran necesarias, pues la pelea parecía haber despertado a toda la población de Tilverton. Hombres, mujeres y niños se dirigían en tropel al callejón.

Medianoche ordenó a Adon que se ocupase de los caballos y Cyric cogió su arco y un buen surtido de flechas de una de las aljabas que colgaban del caballo de Kelemvor. Se abrieron paso a empujones a través de la muchedumbre. Antes de que una pareja de ancianos se apartase y dejase al descubierto lo que estaba ocurriendo en el callejón, Cyric había mirado al suelo y había visto un charco de sangre que se extendía por el empedrado gris. Luego levantó la vista y se quedó atónito ante la extraña escena que tenía delante.

El hombre-chacal yacía destripado en medio del callejón, estremeciéndose por aferrarse a la vida, si bien era evidente que la muerte no tardaría en llevárselo. Una pantera negra, en cambio, se paseaba ruidosamente de arriba abajo y se detenía de vez en cuando para lamer uno de los muchos charcos de sangre que salían del animal agonizante. La mujer que Adon había tratado de describir también estaba allí, salpicada de sangre. Estaba encogida, apoyada contra la pared y sollozaba; tenía las rodillas dobladas a la altura de su pecho y miraba a través de ellas a la pantera herida cómo se acercaba a cada círculo que daba alrededor de su aterrorizada presa.

Cyric apuntó una flecha, ajeno al grito de Medianoche. Cuando Cyric tensó el arco y las pequeñas vibraciones producidas por la flecha al rozar llenaron los oídos del hombre moreno, todos los ruidos parecieron desvanecerse. Cuando sostuvo la flecha lista para lanzarla, sintió un ligero tirón en la parte baja de la espalda a causa de la herida recientemente curada.

La pantera se detuvo y miró directamente a Cyric. La intensidad de sus ojos verdes detuvo el brazo del ladrón, que se relajó visiblemente. El animal rugió, lo cual le devolvió a Cyric la conciencia de que la población le estaba gritando, y comprendió que lo animaban, pidiéndole que hiciese lo que ellos no podían hacer.

Medianoche no se atrevía a moverse, por temor de que, ante la sorpresa, Cyric lanzase la flecha. Supo la verdad apenas posó la mirada en la pantera. Adon había aparecido junto a ella para luego deslizarse por delante y dirigirse al muro donde estaba la muchacha, a la cual arrastró hasta la parte más alejada de la muchedumbre. La pantera ignoró los movimientos del joven clérigo.

«Quiero comprender —pensó Medianoche—. ¡Maldita sea, mírame!». Pero el animal sólo tenía ojos para su posible verdugo.

Sin que nadie se percatase de ello, el chacal exhaló su último suspiro.

De repente, la pantera desvió la mirada y se puso a temblar cuando la flecha de Cyric abandonó el arco y encontró su blanco. El animal lanzó un rugido de dolor y cayó de costado. Las costillas se le separaron con fuerza y salieron de sus entrañas la cabeza y los brazos de un hombre. Transcurrió un momento y todo lo que quedó de la pantera fue el pelo enmarañado y la sangre que se iba cuajando rápidamente.

Kelemvor estaba tumbado en el callejón, desnudo y cubierto de sangre. Tenía una gran mata de pelo negro que le caía sobre el rostro cuando trató de ponerse de pie; luego se desplomó boca abajo con un gruñido.

—¡Matad a esa cosa! —gritó alguien. A través de una neblina, Kelemvor levantó la vista y vio a Phylanna, una de las mujeres a quien había salvado, de pie junto a él. A la luz del sol su pelo rojo parecía estar ardiendo—. ¡Matad a esa cosa!

Kelemvor la miró al rostro y encontró solo odio.

«Sí —pensó—. Matad a esa cosa».

Se adelantaron unos cuantos ciudadanos, envalentonados por los gritos de Phylanna. Uno encontró un ladrillo que se había desprendido durante la lucha entre Kelemvor y Torrence, y lo levantó sobre su cabeza, otros siguieron su ejemplo.

Cyric se precipitó con el arco todavía preparado.

—¡Deteneos! —gritó. Los plebeyos así lo hicieron—. ¿Quién quiere morir el primero?

Las amenazas de Cyric no conmovieron a Phylanna.

—¡Matadlo! —gritó.

Adon, que estaba junto a la muchacha herida, se puso en pie.

—No ha sido este hombre quien ha arrebatado la vida de tu gente. ¡Esta muchacha estaría muerta, la habría asesinado aquella cosa abominable de no haber sido por este hombre!

Medianoche se acercó a Phylanna.

—El clérigo tiene razón. Dejadlo en paz. Ya ha sufrido bastante. —La maga hizo una pausa—. Además, el que de entre vosotros quiera hacerle daño tendrá que pasar por encima de nuestros cadáveres. Y ahora, ¡idos a casa!

Los plebeyos vacilaron.

—¡Idos! —gritó Medianoche y la gente soltó los ladrillos, se dio media vuelta y empezó a alejarse. Sin embargo, Kelemvor había visto sus rostros y la total repulsión que había en ellos.

Phylanna miró al guerrero y vio que el gris volvía a su pelo y las pequeñas arrugas a su rostro.

—Eres impuro —dijo, y su odio irradiaba de ella como un sol deslumbrante a mediodía—. Estás maldito. Márchate de Tilverton. Tu presencia no es deseada aquí, es una ofensa.

Luego la sacerdotisa se volvió y se acercó a la asustada muchacha, el «banquete» que Torrence deseaba.

—Vete con tu compañero —le dijo a Adon mientras tomaba a la muchacha en sus brazos—. Tú tampoco eres bienvenido aquí.

Kelemvor vislumbró brevemente el rostro de la muchacha mientras Phylanna se la llevaba. Albergaba la esperanza de que pudiese haber una señal de comprensión en los ojos de la muchacha, pero en ellos había sólo miedo. El guerrero volvió a dejarse caer al suelo, con el rostro a sólo unos centímetros del charco de sangre por él derramada. Cerró los ojos y esperó a que los últimos espectadores, antes sus aliados, se hubiesen marchado del callejón.

—¿Está bien? —quiso saber Cyric.

Kelemvor se sentía confuso. Resonaron las botas de Cyric cada vez más fuerte.

—No lo sé —contestó Medianoche para luego agacharse junto al guerrero y tocarle la espalda.

—Kel.

Kelemvor cerró los ojos con todas sus fuerzas. No podía soportar la idea de ver el asco y el miedo de los plebeyos en los ojos de sus amigos.

—¡Kel, mírame! —ordenó Medianoche severamente—. Tienes una deuda conmigo por haberte salvado. Mírame.

Kelemvor se sobresaltó cuando notó que alguien desplegaba una sábana y la ponía suavemente sobre él. Levantó la vista y vio a Adon, que colocaba la sábana sobre su espalda. Kelemvor se envolvió en ella y se puso en cuclillas. Medianoche y Cyric estaban junto a él.

En sus ojos había inquietud. Nada más.

—Mi… armadura y la cota de malla están arriba.

—Voy a buscarlas —se ofreció Cyric. Caminó lentamente, pues el costado le dolía todavía después de haber sostenido el arco tenso tanto rato.

Kelemvor escudriñó el rostro de Medianoche.

—¿No sientes… repugnancia por lo que has visto?

Medianoche le tocó el rostro.

—¿Por qué no nos lo contaste?

—Nunca se lo había dicho a nadie.

Cyric volvió con los bártulos de Kelemvor y los dejó junto a él; luego hizo un gesto en dirección a Adon.

—Vigilaremos mientras te vistes. Tenemos un largo camino por delante y sería mejor recorrerlo con el sol sobre nuestras cabezas y no a nuestras espaldas.

Adon montó guardia en el extremo del callejón mientras Cyric volvía por donde habían llegado y esperaba junto a los caballos. Kelemvor agachó la cabeza y Medianoche le acarició el pelo.

—Ariel —dijo él suavemente.

—Estoy aquí —repuso Medianoche, y estrechó fuertemente al guerrero en sus brazos hasta que él empezó a hablar.

Una vez comenzado el relato, Kelemvor descubrió que no podría parar hasta que la deuda de confianza que tenía con Medianoche quedase saldada.

La familia de Kelemvor había sido víctima de la maldición de los Lyonsbane desde hacía generaciones. Kyle Lyonsbane fue el primero y el único de los Lyonsbane que recibió la maldición debido a sus propias acciones. Sus descendientes la padecieron a causa de su sangre infecta y a pesar de no haber cometido ninguna falta propia. Kyle fue conocido como la quintaesencia del mercenario: todo servicio tenía su precio y era completamente inexorable a la hora de recibir el pago, incluso de viudas desconsoladas, si éstas tenían un oro que le correspondía a él.

Las acciones de Kyle se volvieron contra él en una gran batalla, cuando tuvo que escoger entre defender a una hechicera en desgracia o seguir abriéndose camino a través del enemigo para llegar a una fortaleza y ser el primero en saquear las grandes riquezas que había en su interior.

Con la ayuda de Kyle, la hechicera habría podido recuperar sus fuerzas, pero el mercenario sabía que ella pondría objeciones al saqueo y no veía qué iba a ganar ayudándola. La abandonó para morir a manos del enemigo. Antes de morir, lanzó un último y complicado conjuro y lo maldijo a correr tras las riquezas dentro de un cuerpo más adecuado a su verdadera naturaleza de lo que lo sería el de un hombre.

Cuando Kyle llegó a la fortaleza y trató de apoderarse de su parte de oro, se sintió de pronto muy débil. Se arrastró hasta una habitación apartada y allí se transformó en una gruñona y estúpida pantera. El animal supo por instinto que debía escapar de la fortaleza. Sólo medio día después de huir, y tras haber matado a un viajero, Kyle sufrió la dolorosa transformación y volvió a convertirse en humano.

Kyle sufrió la maldición de la hechicera para el resto de sus días; cada vez que intentaba llevar a cabo un acto que implicase cualquier tipo de recompensa, se convertía en animal. Y, a pesar de que bajo la maldición el mercenario sólo podía realizar actos desinteresados y heroicos, juró no volver a dedicar su vida a aquellas actividades. Se vio obligado a retirarse de la vida de mercenario que tanto amaba y a vivir de lo que había ganado en sus aventuras anteriores. Cuando se le agotó el oro y el único camino que le quedaba era vivir de la caridad de la familia de su mujer, prefirió quitarse la vida antes que vivir con la humillación de la pobreza o llevar a cabo cualquier obra buena.

Antes de morir, Kyle engendró un heredero, que fue desgraciado. Sin embargo, por extraño que parezca, cuando la maldición se manifestó en el hijo de Kyle, los efectos fueron inversos: no podía realizar acto alguno, a menos que fuese en defensa de su propia vida, sin recibir a cambio algún tipo de recompensa. Si llevaba a cabo una acción y no recibía su paga correspondiente o se atrevía a hacer un acto caritativo, se convertía en pantera y se veía obligado a quitar la vida a alguien.

Según la teoría de un mago errante, como la maldición original estaba destinada a ser un castigo a la maldad y a la avaricia y, como todos los niños llegan al mundo inocentes, la maldición no encontraba maldad que castigar y se transformaba en castigo a la inocencia y a la bondad del hijo de Kyle.

El propósito de la maldición de la hechicera había sido vano, pues nació un largo linaje de mercenarios con historias tan sangrientas y poco escrupulosas como la de Kyle Lyonsbane. Fue Lukyan, el nieto de Kyle, quien detectó un peligro inherente en el estado de su padre cuando éste fue viejo y enfermo; el anciano mercenario no recordaba cuándo le habían ofrecido o garantizado una determinada recompensa, ni cuándo se le había pagado. Por esto, el anciano se transformaba en animal sin mediar provocación y se convirtió en una amenaza para todo aquél a quien se acercase. Por consiguiente, recayó sobre todos los Lyonsbane la responsabilidad de matar a su padre cuando cumpliese los cincuenta años.

La familia sobrevivió muchas generaciones, pero no siempre fue necesario llevar a cabo el asesinato ritual de los padres por parte de sus vástagos, pues la maldición no aquejaba a todas las generaciones. El padre y el tío de Kelemvor, por ejemplo, habían sido dispensados de los efectos de la maldición, habían sido libres de vivir sus vidas como más desearan. Al igual que Kelemvor, ninguno de los hijos de Kendrel Lyonsbane fue tan afortunado como su padre.

Kelemvor formaba parte de la séptima generación de descendientes de Kyle y toda su vida había intentado librarse de la maldición. Ansiaba llevar a cabo acciones bondadosas, caritativas y justas. Pero los años habían ido pasando para el guerrero sin esperanza de curación, ninguna esperanza de redención. El único camino, y ensangrentado, que tenía ante él era seguir sirviendo como mercenario y ser pagado por ello.

Kelemvor terminó su relato y esperó la reacción de Medianoche. Mientras hablaba, ella había permanecido en silencio acariciándolo suavemente.

—Encontraremos una forma de curarte —dijo Medianoche por fin.

Kelemvor la miró a los ojos. Había una mezcla de compasión y pesar.

—¿Quieres venir conmigo al Valle de las Sombras? —preguntó Medianoche, sin dejar de acariciar el rostro de Kelemvor—. Te ofrezco una bonita recompensa.

El guerrero no pudo apartar la mirada.

—Tengo que saber lo que me ofreces.

—Te ofrezco mi amor.

Kelemvor tocó sus manos.

—Siendo así, iré contigo —dijo, para luego estrecharla contra sí.

Mientras Kelemvor y sus compañeros se dirigían a caballo a La Botella en Alto, Cyric se paró unas cuantas veces a reunir lo necesario para su viaje al Valle de las Sombras. Encontró caballos de refresco para él y Adon, así como carne y pan para el grupo. Cuando llegaron a la posada, Medianoche acompañó a Kelemvor dentro para recoger las pocas pertenencias que tenían. Cyric y Adon esperaron fuera, cerca de la puerta principal de la posada.

El joven de los ojos grises seguía sentado en las sombras junto a la puerta, pero pasó inadvertido a los héroes. Se hizo un silencio tenso entre Cyric y Adon. Cyric contemplaba la calle principal de Tilverton y vio acercarse a un grupo de jinetes procedentes del templo. Crujió una madera y Cyric se volvió a tiempo de ver al hombre de los ojos grises surgir de las sombras detrás de Adon, empuñando un cuchillo. Cyric se había puesto ya en movimiento cuando el clérigo se volvió, pero la hoja cortó el aire demasiado deprisa para que, ni siquiera el ladrón, la detuviese. Un chorro de sangre salpicó la pared cuando el cuchillo hendió el rostro de Adon.

Cyric empujó hacia atrás al inconsciente clérigo con una mano; mientras tanto, el hombre de los ojos grises se preparaba para volver a atacar, pero el ladrón tenía ya su daga en la mano libre y se abalanzó hacia adelante y atravesó al agresor.

—Muero por la gloria de Gond —dijo éste, y se desplomó en su silla.

Kelemvor y Medianoche aparecieron en la puerta.

—Ocúpate de él —gritó Cyric a la vez que empujaba a Adon en dirección a Kelemvor.

El clérigo tenía el rostro cubierto de sangre. Medianoche se adelantó para ayudar a Kelemvor con su amigo, herido e inconsciente, y Cyric corrió en busca de los caballos.

El hombre de los ojos grises estaba reclinado contra el resplandor de la silla y se apretaba el estómago.

—Phylanna ya nos lo advirtió —dijo señalando a Kelemvor—. Nos dijo que lord Gond había introducido un monstruo entre nosotros para ponernos a prueba. Sólo matándolo podremos probar que somos dignos de la presencia de lord Gond, el Hacedor de Milagros.

El hombre se dejó caer pesadamente de la silla y se desplomó sobre las rodillas, con la espalda contra la pared.

Cyric miró hacia la calle. Los jinetes del templo se acercaban y llegarían a su altura al cabo de muy poco tiempo.

—Tenemos que marcharnos, Kel —dijo a la vez que daba la espalda al templo de Gond con su caballo y se alejaba en dirección a la carretera del norte que conducía al Valle de las Sombras.

Con una agilidad fruto de la desesperación, Kelemvor se cargó a Adon a la espalda y montó sobre su caballo. Medianoche, mientras corría hacia el suyo, recogió las pertenencias del clérigo. Los héroes tenían todavía a los ciudadanos en sus talones cuando llegaron a la carretera y tomaron rumbo a las Tierras de Piedra.

Los héroes cabalgaron hasta muy entrada la noche, sin que sus perseguidores se distanciaran, en ningún momento. El plan de Kelemvor era sencillo: los jinetes no estaban preparados para un largo viaje y, por consiguiente, tendrían que detenerse o dar media vuelta en un momento u otro. Librarse de los perseguidores era sólo cuestión de resistencia.

Estaba amaneciendo y una considerable distancia los separaba ya de los rendidos jinetes de Tilverton, cuando los héroes llegaron a un pequeño lago, cerca de las montañas del Desfiladero de las Sombras. El agua estaba rodeada por unos cuantos árboles, cansados centinelas que anhelaban poder llegar abajo y refrescarse en las cristalinas aguas. Kelemvor, a pesar de que el agua fría lo tentaba en extremo, sabía que el grupo no podía permitirse el lujo de parar. Mientras rodeaban el lago, el guerrero confió en que la fuerza de voluntad de sus perseguidores no fuese tan fuerte como la suya.

Minutos después, los héroes lanzaron gritos de entusiasmo cuando vieron que Phylanna y los adoradores de Gond se detenían junto al lago. Y, aun cuando estaban ahora a una considerable distancia de Tilverton y muy cansados, los héroes prosiguieron su camino hasta que el sol estuvo alto en el azul del cielo. Para entonces, hacía casi dos horas que sus perseguidores no daban señales de vida. Se pararon el tiempo suficiente para comer y beber, pero no había ni que hablar de dormir.

Mientras Cyric y Kelemvor comían y atendían a los caballos, Medianoche examinó a Adon y tuvo tiempo de cubrir su herida. Había perdido mucha sangre durante la cabalgada y estaba todavía inconsciente, pero la maga pensó que viviría para ver la Torre Inclinada del Valle de las Sombras. Sin embargo, cuando los héroes estuvieron preparados para partir y Adon fue aupado al caballo de Kelemvor, Medianoche se preguntó si no sería preferible para el clérigo no volver a despertarse.

A medida que el día avanzaba, los héroes se acercaban cada vez más al Desfiladero de las Sombras. A mediodía, aparecieron, espectrales, los enormes bloques de granito que formaban la cordillera gris del desfiladero, mientras la luz bañaba el valle entre las estribaciones opuestas y hacía que los héroes se preguntasen de dónde le venía su nombre al lugar. Pero a medida que iba avanzando la tarde y los héroes se aproximaban a las montañas, no tardaron en comprender que el nombre del desfiladero era más que apropiado.

Cuando el sol se desplazó hacia el oeste y los macizos picos del Desfiladero de las Sombras empezaron a bloquear la luz en cada recodo, un velo de oscuridad fue cubriendo el camino. Mucho antes de que cayese la noche, los héroes tuvieron la sensación de haber estado viajando con una manta de aire frío y suave sobre ellos, a pesar de que el sol calentaba las Tierras de Piedra al sur del desfiladero y las Montañas de la Boca del Desierto.

Sin embargo, los héroes siguieron avanzando, hasta que, a la media luz del momento antes de caer la noche sobre las Tierras de Piedra, al suelo empezó a hacer ruidos extraños. Al principio, Kelemvor no dio mayor importancia a aquellos temblores, considerando que no serían más que desprendimientos subterráneos de piedras o, tal vez, que la tierra se estaba asentando después de la lluvia que había calado recientemente la zona. Pero al cabo de un momento las montañas que rodeaban el Desfiladero de las Sombras empezaron a moverse.

En un principio, Medianoche pensó que era la falta de sueño lo que hacía que sus sentidos la traicionasen, pero no tardó en ver que la estribación del oeste se volvía lentamente hacia ella. Al este caían de los riscos enormes rocas que se estrellaban contra los árboles; se estrellaban o los arrancaban.

La tierra temblaba bajo los héroes, y los caballos piafaban asustados. El estruendo se hacía cada vez más ensordecedor y las rocas desprendidas no tardaron en acercarse, yendo a estrellarse contra los árboles que flanqueaban el camino que atravesaba el Desfiladero de las Sombras. Poco a poco el camino se fue cerrando y los héroes vieron al nordeste nuevas montañas que se alzaban del suelo.

—¡Tenemos que pasar! —gritó Kelemvor, espoleando con sus talones los flancos de su caballo—. ¡Adelante!

Cuando el guerrero, seguido de Cyric y Medianoche, empezó a bajar velozmente por el cada vez más estrecho camino, se puso claramente de manifiesto que las dos estribaciones se estaban moviendo, acortando la distancia y cerrando el desfiladero. El caos proseguía y a su alrededor se precipitaban rocas y piedras que arrancaban los árboles y elevaban nubes de polvo y tierra. Al cabo de un rato, los aventureros ya no podían ver más que unos cuantos metros delante de sí, pero tenían que seguir cabalgando tan rápidamente como pudieran. Apresurándose para llegar al otro lado del desfiladero, corrían el riesgo de ser alcanzados por una roca, pero si aminoraban la marcha y cabalgaban cautelosamente, acabarían siendo aplastados por las montañas que se iban acercando.

Luego, mientras los héroes se abrían paso entre el montón de piedras que caía, volvió a desencadenarse el caos de la naturaleza. El caballo de Medianoche fue el primero en percibirlo y, a pesar de los esfuerzos de la maga para que le obedeciera, se encabritó y retrocedió bruscamente. Las nubes que los envolvieron de repente tenían un color ámbar oscuro y tuvieron que cubrirse la nariz y la boca para no inhalar los gases producidos por la niebla. Cuando no tenían más remedio que respirar, los espesos y trepidantes grumos que inhalaban los héroes les quemaban de forma horrible. Allí donde se volviesen, estaba la niebla.

También a los caballos les costaba respirar pero, aunque jadeando y resollando, siguieron adelante. En medio de aquel aire denso y viciado, los héroes apenas veían por donde estaban pasando. Afortunadamente aparecieron las nieblas y las montañas dejaron de moverse.

Cyric sabía que era un milagro que hubiesen sobrevivido hasta aquel punto. Pero si los picos empezaban a desplazarse de nuevo, los aventureros acabarían enterrados en un río de tierra desplazada, rocas y árboles mucho antes de que pudiesen salir del desfiladero.

—Será mejor que paremos un momento —dijo Medianoche tosiendo secamente—. Así podremos comprobar nuestra posición y asegurarnos de que vamos en la dirección adecuada.

—Sí —asintió Kelemvor—. Parece no haber peligro por el momento.

Los héroes se detuvieron y dejaron descansar a los caballos un momento. Escudriñaron la niebla en busca de algún punto reconocible, algo que los guiase al norte a través de toda aquella desolación. Pero como la niebla era demasiado densa y se estaba haciendo de noche, tuvieron que dejarse llevar por la intuición de Cyric.

—Yo creo que estamos en la dirección correcta —dijo el ladrón mientras los héroes montaban y se disponían a proseguir la marcha—. No tenemos más elección que seguir lo que creemos que es el camino que cruza el desfiladero.

Medianoche se rió.

—Esto funcionó en aquel extraño bosque a las afueras de Arabel.

Cyric y Kelemvor fruncieron el entrecejo y se disponían a hincar las espuelas en sus caballos para ponerse en marcha, cuando Medianoche lanzó un grito. Una rata de relucientes ojos rojos y enorme cuerpo abotargado surgió de la niebla en dirección a Medianoche. La maga golpeó aquella cosa monstruosa, tan grande como el antebrazo de un hombre, y el animal dio un chillido estridente. La rata cayó al suelo produciendo un ruido sordo y echó a correr.

Luego los héroes oyeron un zumbido que hizo estremecerse incluso a Kelemvor. A su alrededor se oían unos chillidos altos y estridentes. Los gritos resonaban en las rocas y los aventureros sintieron que un escalofrío recorría su columna vertebral. Cuando la primera horda de ratas gigantes atravesó la niebla, Cyric pensó que debía de haber como mínimo doscientas.

El caballo de Kelemvor retrocedió y poco faltó para que Adon cayese al suelo.

—¡Poneos detrás de mí! —gritó Medianoche.

De pronto apareció un escudo azul y blanco que rodeó a los héroes y desvió los cuerpos de las ratas.

Kelemvor trató de mantener firme su caballo dentro del escudo.

—¿No te parece que es un poco arriesgado lanzar un hechizo? Quiero decir que podías haber convertido a todas las ratas en unos agresivos elefantes o en alguna otra cosa.

—Si tanto te molesta, Kel, podemos decirle a Medianoche que suelte el escudo —dijo Cyric.

El guerrero guardó silencio y Medianoche sonrió, aunque sin volverse para mirar a sus compañeros, concentrada como estaba en sostener el escudo en alto mientras rata tras rata rebotaba en la barrera mágica.

Cyric observaba a las ratas correr a su alrededor.

—No parecen tener un interés particular en atacarnos —comentó—. Me pregunto si no estarán huyendo de algo o si el terremoto no habrá destruido sus madrigueras.

Apenas la última rata salió huyendo, el escudo se rompió como si fuese un espejo golpeado con un martillo, y los fragmentos rotos se desvanecieron en el aire.

—Creo que deberíamos marcharnos inmediatamente —dijo Kelemvor, y los caballos empezaron a abrirse paso entre los árboles y piedras que habían caído.

Aquella noche estuvieron cabalgando durante horas y horas, pero sin que la niebla diese muestras de querer remitir. Kelemvor sentía un malestar creciente en la boca del estómago, sin duda causado por el aire amargo. Estaba débil y cansado y, aunque nunca se ponía enfermo, pasó varias veces por su mente la idea de que ahora iba a ocurrirle. Las rocas que tenían delante parecían moverse ligeramente de vez en cuando, pero Kelemvor se había acostumbrado tanto a aquellos ruidos que se había vuelto sordo al estruendo que producían las montañas al desplazarse y acercarse.

Sin embargo, la niebla se hizo finalmente menos densa y los héroes se animaron cuando descubrieron que respiraban con mayor facilidad. También el camino se iba despejando. Después de caminar guiando los caballos más de un kilómetro y medio a través de terreno resquebrajado y rocoso, y de suelo movedizo, los héroes pudieron volver a montar. Adon fue trasladado al caballo de Medianoche y Kelemvor puso el suyo al galope y se adelantó a reconocer el terreno.

La niebla se fue apartando y el guerrero pudo volver a respirar aire fresco y limpio. En aquella alejada zona del norte, las montañas no habían arrojado rocas y daba la impresión de que estaban fuera de peligro. Sin embargo, la tierra que estaba al norte de lo que había sido el Desfiladero de las Sombras había cambiado; ahora era extraña y hermosa.

El camino tenía un brillo blanco y serpenteaba hacia el norte a lo largo de algunos kilómetros. Luego desaparecía en las estribaciones dentadas de una hermosa sierra que parecía estar hecha enteramente de vidrio.

Cuando Kelemvor contemplaba las extrañas montañas al nordeste, Cyric y Medianoche llegaron a su altura.

—¿Dónde estamos? —preguntó Cyric para luego detenerse y desmontar—. No recordaba que hubiese ninguna montaña de cristal en los Reinos.

—Creo que estas montañas son nuevas. Hemos tomado la dirección correcta. Ahora estamos al norte del Desfiladero de las Sombras —dijo el guerrero. Luego señaló al oeste—. Aquéllas son las Montañas de la Boca del Desierto y lo que hay al norte, delante de nosotros, es el Bosque del Nido de Arañas.

—¡Entonces estamos atrapados! —exclamó Medianoche dejando caer la cabeza—. No podemos atravesar ese bosque y está en nuestro camino.

Los héroes guardaron silencio un momento.

—Pues vamos a tener que cruzar el bosque —dijo Cyric por fin—. Lo seguro es que no podemos volver por donde hemos venido. De modo que no tenemos otra elección, a menos que, claro está, Medianoche tenga a bien llevarnos volando por encima de las montañas en su escoba.

—De todas formas, aunque tuviese una, probablemente no funcionaría bien —dijo Kelemvor y luego empezó a encaminarse hacia el bosque.

Cuando los héroes se acercaban ya, algo se movió en los árboles, algo del tamaño de un caballo, con ocho patas de araña y unos glaciales ojos azules.

Mientras Medianoche y Kelemvor observaban atónitos los relucientes ojos del bosque, Cyric se volvió para echar una última ojeada al Desfiladero de las Sombras. De la niebla estaba surgiendo un grupo de jinetes.

—¡Los jinetes de Tilverton! —gritó Cyric.

Medianoche buscó un lugar por donde escapar. Las formas que había en el bosque se movían ahora velozmente y rondaban en torno al Bosque del Nido de Arañas.

Medianoche desmontó y se plantó en el camino de los jinetes que se acercaban. A pesar del agotamiento, sacó la daga y se preparó para luchar. El resplandor sobrenatural del camino iluminaba la escena y los héroes pudieron ver claramente a los jinetes. Medianoche reconoció al hombre calvo que iba a la cabeza.

Ojos de Dragón.

—Thurbrand —dijeron Kelemvor y Medianoche al unísono, para luego quedarse boquiabiertos.

El hombre calvo se detuvo y desmontó.

—Os saludo —dijo a Kelemvor y a Cyric. Luego el guerrero se volvió a Medianoche—: Nos volvemos a encontrar, hermoso narciso.

—¿Cómo habéis cruzado el Desfiladero de las Sombras? —preguntó Kelemvor a la vez que desenvainaba su espada.

—Igual que vosotros. He visto desastres peores —dijo el hombre calvo—. Claro que, para cuando llegamos nosotros, las montañas habían dejado de moverse. No ha sido tan duro.

Uno de los hombres de Thurbrand carraspeó ruidosamente.

—Hemos perdido un hombre —añadió Thurbrand—. Lo aplastó una roca.

—La gente de Tilverton —repuso Medianoche en un tono de preocupación—. Los que nos perseguían.

—Ha hecho falta un poco de persuasión para que diesen media vuelta. Nosotros hemos perdido dos hombres en el intento, pero ellos han perdido una docena —explicó Thurbrand—. Esto los ha convencido.

Cyric sacudió la cabeza. Pensó que eran unos estúpidos por morir por un dios que se había desentendido de ellos.

—Por cierto —prosiguió Thurbrand—, por el camino nos hemos enterado de que ha salido de Zhentil Keep un escuadrón de asesinos para acabar con vuestro grupo. Se trata de las fuerzas de elite de Bane, adiestradas prácticamente desde que nacieron.

Cyric respiró hondo.

—Llevan unas armaduras de color hueso y la piel blanqueada. Asimismo, ostentan el símbolo de Bane pintado en negro en sus rostros. —El ladrón se estremeció—. Estuve a punto de ser vendido a su orden cuando era niño. Si nos encuentran, no tardaremos mucho en ser cadáveres.

—¿Y bien? —quiso saber Medianoche.

Thurbrand examinaba a los viajeros.

—Lleváis un herido. Antes de nada habría que atenderlo. Y supongo que no habéis ni comido ni dormido desde hace bastante tiempo.

—Pero ¿qué pasa con los asesinos? —preguntó Kelemvor lanzando ansiosas miradas en dirección al desfiladero que tenía detrás.

—Podríamos esperarlos —propuso Thurbrand, para luego volverse e indicar a sus hombres que se acercasen—. Si su preparación es tan superior, no servirá de nada huir. Sería preferible enfrentarnos a ellos aquí mismo, en condiciones ventajosas.

Medianoche tocó el brazo del hombre calvo.

—¿Por qué nos has seguido?

Thurbrand se volvió, pero no dijo nada.

—¿Por qué estás aquí? —preguntó Medianoche en un tono tranquilo.

—Mis hombres atenderán al clérigo, luego hablaremos —fue la contestación de Thurbrand.

—¡Maldito seas! —gritó Kelemvor—. ¿Qué quieres de nosotros?

Todos los hombres de Thurbrand sacaron la espada.

Thurbrand frunció el entrecejo.

—¿No os lo he dicho? Se os requiere a todos en Arabel para un interrogatorio. Se os acusa de traición. Técnicamente, estáis todos detenidos.

El hombre calvo indicó a sus hombres mediante un gesto que envainasen sus armas y se alejasen.

Bane estaba sólo en la sala del trono con Blackthorne, que permanecía de pie junto a las enormes puertas de la estancia. Una nube color ámbar llenaba el centro de la habitación, y de la neblina colgaba una enorme calavera jaspeada.

—Estoy intrigado, Myrkul —dijo lord Black, paseándose de arriba abajo y de abajo arriba—. Como tú me has recordado, con gran satisfacción por tu parte, nuestra última colaboración fue un rotundo fracaso. Sin embargo, después de mi batalla con Mystra, cuando te pedí ayuda, tú te limitaste a echarte a reír. Yo, en cambio, soy lo bastante educado como para contestar a tu llamada en medio de la noche.

—¿Qué es el tiempo para ti o para mí? —dijo Myrkul—. ¿Quieres escuchar lo que tengo que proponerte?

—Sí, sí. ¡Adelante con ello! —espetó Bane con impaciencia y apretando los puños.

Myrkul se aclaró la garganta.

—Creo que deberíamos volver a unirnos. Tu plan de reunir el poder de los dioses tiene una virtud que sólo ahora puedo apreciar en lo que vale.

—¿Y cómo es eso? —preguntó Bane débilmente para luego arrastrarse hasta el trono, sentarse y dejar escapar un bostezo. La nube ámbar lo siguió—. ¿Estás tan harto como yo de pasar el tiempo dentro de estas odiadas cadenas de carne?

—Esto es una de las consideraciones —dijo Myrkul—. También sé dónde puedes encontrar otra Escalera Celestial. La necesitas para acceder a las Esferas, ¿no es así?

—Sigue —apremió lord Black, sin dejar de tamborilear en el brazo del trono con los dedos.

—Me has hablado de un plan para invadir el valle. ¿Sabías que la escalera está fuera del templo de Lathander en el Valle de las Sombras?

—Sí, Myrkul, claro que sabía lo de la escalera —dijo Bane—. Pero te agradezco las molestias que te has tomado.

Lord Black sonrió. Si bien la noticia de la presencia de la escalera en el Valle de las Sombras no era nueva para Bane, su exacta localización en el lugar sí lo era. Por supuesto, a Bane jamás se le ocurriría dejar entrever al señor de los Huesos que había desvelado una información de considerable valor.

La calavera espectral cerró los ojos.

—¿Cómo puedo compensarte por mis fallos como aliado, Bane? Me gustaría ayudarte en todo lo que pueda.

Bane alzó una ceja y se puso de pie.

—Sigues negándote a tomar parte directa en la batalla, ¿de qué puedes servirme, entonces?

—Sigo teniendo cierto control sobre la muerte. Puedo… sacar el poder del alma de un humano cuando éste muere.

Bane se acercó a la calavera flotante.

—¿Y tú podrías darme ese poder?

La calavera asintió.

Bane reflexionó sobre ello.

—Éstas son mis condiciones —dijo finalmente—. Recogerás las almas de todos los que mueran en la batalla y trasegarás sus energías dentro de mí.

—¿Qué más? —quiso saber Myrkul.

—Estarás preparado para unirte a mí en el asalto a las Esferas. Cuando llegue el momento de subir la escalera, tú estarás a mi lado. Primero mandaremos a aquellos de mis seguidores que hayan sobrevivido a la batalla para que ataquen al dios de los Guardianes. Cuando Helm mate a los humanos, no estará haciendo más que alimentar mi poder, debilitarse y acelerar su propia destrucción.

No había expresión alguna en la calavera de la neblina. Al cabo de un momento, Myrkul asintió.

—Sí. Juntos volveremos a recuperar las Esferas y luego, quizás, usurpemos el trono del poderoso Ao.

Bane levantó el puño.

—¡Quizá, no, Myrkul! ¡Destruiremos a lord Ao!

La nube ámbar se disipó y lord Myrkul desapareció. Bane fue hasta el último lugar donde se había cernido la calavera.

—En cuanto a ti, Myrkul, seremos aliados sólo mientras nos sea ventajoso.

Bane se rió. Las ceremonias que Myrkul tendría que llevar a cabo para investir a Bane con el poder que había exigido agotarían al lord de los Huesos y a la mayoría de sus sumos sacerdotes. Cuando llegase el momento de subir la escalera, Myrkul dependería de la fuerza de Bane. Seguro que no se esperaría la traición que planeaba Bane.

—¡Blackthorne! —gritó Bane—. Prepárame mis aposentos.

El emisario pasó corriendo por delante de lord Black.

—Creo que esta noche voy a dormir muy bien.