Kelemvor trabajó hasta muy entrada la noche para terminar la carreta en la que llevarían a Cyric. Aunque sufría, ignoró el dolor de sus heridas. No eran tan graves como para impedirle llevar a cabo su tarea; además, quería ponerse en camino para Tilverton al alba. Una vez seguro de que el carro, tal como lo había modificado, cumpliría satisfactoriamente su misión, se tumbó junto a él y se quedó profundamente dormido.
Mientras Kelemvor y Adon dormían, Medianoche se sentó al lado de Cyric para hacer la guardia.
—No me has abandonado —dijo Cyric—, yo pensaba que lo harías.
—¿Por qué has creído que iba a abandonarte? —preguntó Medianoche con marcado interés.
Cyric tardó en contestar, parecía estar tratando de buscar las palabras y disponerlas en el orden adecuado.
—Tú eres la primera persona que, de una u otra forma, no me ha abandonado… —dijo—. Y no esperaba otra cosa.
—No puedo creerlo —repuso Medianoche—. Tu familia…
—No tengo familia —dijo Cyric.
—¿Han muerto todos? —preguntó Medianoche dulcemente.
—Nunca he tenido familia —contestó Cyric con una amargura tan grande que sorprendió a Medianoche—. Me quedé huérfano siendo un bebé en Zhentil Keep. Unos negreros me encontraron en la calle, una familia acaudalada me compró y me crió como a su propio hijo hasta los diez años, pero una noche los oí discutir, como suelen hacer los padres. El motivo de su pelea no era su descontento mutuo, sino la vergüenza que sentían por mi causa.
»Uno de nuestros vecinos se enteró de la verdad de mi origen y mis “padres” se sentían profundamente humillados por aquel horrible secreto. Me enfrenté a ellos y los amenacé con marcharme si mi presencia suponía semejante molestia para la familia. —Cyric entornó los ojos y sus labios se abrieron con una cruel y dura sonrisa—. No me lo impidieron. Fue un largo viaje el que realicé hasta Zhentil Keep. Estuve a punto de morir en varias ocasiones, pero aprendí muchísimo.
Medianoche le apartó el caballo de la frente.
—Lo siento. No sigas si no quieres.
—¡Tengo que seguir! —exclamó Cyric, furioso—. Aprendí que uno hace cualquier cosa para sobrevivir, incluso apropiarse de lo ajeno. Llegué a ese infierno conocido como Zhentil Keep, donde traté de enterarme de algo sobre mi pasado. Pero, como puedes imaginar, no encontré respuesta. Me convertí en un ladrón y mis «golpes» no tardaron en llamar la atención de la Cofradía de los Ladrones. Marek, el jefe, me admitió en ella y me enseñó todos los trucos del negocio. Fui un alumno aventajado.
»Estuve mucho tiempo haciendo todo lo que me indicaba Marek. Ansiaba complacer a aquel perverso canalla. Me costó años comprender que tenía que robar cada vez más para obtener de él un leve, y apreciadísimo por mi parte, gesto de aprobación.
»Cuando cumplí los dieciséis años, Marek empezó a interesarse por un nuevo recluta, de la misma edad que yo tenía cuando me sacó del arroyo; comprendí que habían vuelto a utilizarme y empecé a planear mi huida. Cuando conocieron mis planes, la Cofradía puso precio a mi cabeza. Nadie iba a ayudarme si intentaba escapar de Zhentil Keep. Supongo que no tendría que haberme sorprendido; no podía contar con las personas que yo había considerado mis aliadas. De no haber sido por mi habilidad con la espada, no habría logrado salir de la ciudad. Ya entonces yo era muy avispado. La noche que me marché, corrieron ríos de sangre por las calles.
Medianoche agachó la cabeza.
—¿Qué pasó luego? —preguntó.
—Me eché al monte; ocho años pasé poniendo en práctica mi especialidad para permitirme la única pasión que he alimentado desde que era un niño: viajar. Pero allí donde iba, la gente era igual. La pobreza y la desigualdad estaban tan extendidas como el lujo y el esplendor. Albergaba la esperanza de encontrar camaradería e igualdad: no fue así; por el contrario, hallé mezquindad y explotación por todas partes. No sé por qué, pensaba que iba a escapar a las traiciones de mi adolescencia y a encontrar un lugar donde prevaleciesen la honestidad y la decencia, pero este lugar no existe. En esta vida, no.
Medianoche volvió a bajar la cabeza.
—Siento que hayas sufrido tanto.
Cyric se encogió de hombros.
—La vida es sufrimiento. He llegado a aceptarlo. Pero no me compadezcas porque mi visión es más clara que la tuya. Compadécete de ti misma. Despertarás a la verdad antes de lo que imaginas.
—Estás equivocado. Lo que ocurre es que hay cantidad de cosas que no has visto, Cyric. Te han estafado muchos de los placeres que la vida ofrece.
—¿Estás segura? —dijo el ladrón—. ¿Te refieres al amor y a la alegría? ¿Una mujer buena, tal vez? —Cyric se echó a reír—. Las historias de amor son también una falacia.
Medianoche se apartó el cabello del rostro.
—¿Y por qué dices eso?
—Tenía veinticuatro años cuando comprendí que mi vida carecía de rumbo, que no tenía razón de ser. Volví a Zenthil Keep y en esta ocasión mis esfuerzos por encontrar mis raíces tuvieron un cierto éxito, si bien limitado. Me enteré de que mi madre era una joven que estuvo enamorada locamente de un oficial zhentilés. Al quedar embarazada, él la arrojó a la calle declarando que el niño no era suyo. La pobre mujer fue a parar con los pobres y los sin hogar, quienes se ocuparon de ella hasta que yo nací. Sucedió entonces que volvió mi padre, la mató y me vendió por un buen dinero. ¿Qué me dices a esto? Una bonita historia de amor propia de un cuento de hadas…
Medianoche siguió mirando el fuego y no hizo comentario alguno.
—Oí otras versiones de la historia, pero ésta es la que doy por cierta. Me la contó una mendiga que decía haber sido amiga de mi madre, pero no pudo decirme el nombre del hombre que me había engendrado ni lo que había sido de él. A decir verdad, una lástima, pues yo no deseaba otra cosa que charlar con él largo y tendido antes de degollarlo.
»Al final, Marek y la Cofradía me ofrecieron unirme a ellos de nuevo, pero yo me negué. No aceptaron mi rechazo y me vi obligado a huir otra vez de la ciudad. Sin embargo, cuando me marché de Zhentil Keep, tuve la sensación de estar dejando mi pasado detrás de mí. Traté de empezar de cero y adopté la vida de un guerrero. Pero el pasado siempre me alcanza y me obliga a cambiar de lugar. Había esperado, con la recompensa de Mystra, ir hasta algún lugar lejano, quizás al otro lado del desierto. No sé a ciencia cierta adónde, sólo a algún lugar susceptible de proporcionarme un poco de paz.
Medianoche dejó escapar un profundo suspiro.
Cyric no pudo reprimir la risa.
—Ahora conocemos nuestros secretos mutuos y ya no tienes motivo para tener miedo.
—No sé a qué te refieres —expuso Medianoche tratando de ocultar su inquietud—. ¿Qué secretos míos conoces?
—Sólo uno, Ariel —contestó Cyric.
—Escuchaste cuando dije mi verdadero nombre…
—No pretendía oírlo —repuso él—. Si pudiese olvidarlo, lo haría, pero es un nombre precioso. —Cyric tragó saliva ruidosamente—. Nadie sabe todo lo que te he contado. Si quisieras hundirme, yo no podría impedirlo. Si la Cofradía se entera de mi paradero, soy hombre muerto.
Medianoche acarició su rostro.
—No se me ocurriría hacer una cosa así —le dijo—. Entre amigos, los secretos siempre están a salvo.
Cyric alzó la cabeza.
—Esto es lo que somos, ¿amigos?
Medianoche asintió con una inclinación de cabeza.
—¡Qué interesante! —exclamó Cyric—. Amigos.
Los dos estuvieron así charlando hasta muy entrada la noche y, cuando le tocó a Adon el turno de montar guardia, Medianoche no lo despertó.
Kelemvor había relevado a Medianoche de la guardia y Cyric había tenido la oportunidad de dormir. Por la mañana, el dolor de las heridas de Cyric había disminuido lo suficiente como para poder sentarse. Incluso tuvo fuerzas para desayunar con los otros, si bien no había más que unos cuantos panes dulces que echarse a la boca.
Después del desayuno, Cyric le pidió a Medianoche que fuese a buscar su arco y le enseñó la forma adecuada de manejarlo.
Medianoche apuntó a un pájaro que rondaba en torno al grupo desde que empezaron la comida matutina. El instinto de Cyric, combinado con la gran fuerza de Medianoche, abatieron al pájaro negro, cuyo cuerpo, una vez recogido por Adon, se apresuraron a asar.
Después de descansar, Adon recuperó algo el oído. El primer signo de progreso se manifestó cuando el clérigo ya no necesitó que Kelemvor, con su codo chapado de acero, le diese ligeros codazos para que comprendiese que estaba gritando al oído del guerrero en lugar de hablarle en un tono normal. La pérdida de oído no había impedido en absoluto que dejase de hablar. Ahora, sin embargo, se esforzaba por oírse cuando expresaba sus floridas opiniones, como si no pudiera correr el riesgo de la absoluta condena que se produciría si sus importantes declaraciones sobre el virtuoso sendero de Sune no eran dichas con el timbre y el volumen de voz adecuados.
Una vez que los aventureros hubieron dado buena cuenta del pájaro asado, recogieron sus bártulos y montaron sobre los dos caballos que quedaban. Kelemvor volvió a verse sujeto a la compañía de Adon y al caballo de Medianoche le tocó arrastrar la carreta que había construido el guerrero.
A pesar del cuero y la estrechez de la camilla, que le hacían sudar, el ladrón herido viajó sorprendentemente cómodo. Después de soportar algún que otro salto de vez en cuando, a última hora de la mañana una de las ruedas de la carreta se rompió por culpa de una piedra y no pudieron repararla. Kelemvor se vio obligado a desmontar el ensamblaje y arrojarlo todo a un lado del camino. Cyric hizo el resto del viaje con Medianoche.
Cuando los héroes divisaron por primera vez las puertas de Tilverton, se había formado una tormenta en el horizonte y la amenaza de mal tiempo se cernió sobre sus cabezas desde entonces. Detrás de unas siniestras nubes negras, el cielo era de color gris acero. Toda la mañana estuvieron viendo en la distancia diminutos relámpagos y el rugido del trueno lejano se extendía por la llanura.
Unas horas después, llegaron a la ciudad de Tilverton. No tardó en pararlos un grupo de hombres vestidos con túnicas blancas con la insignia del Dragón Púrpura. Los hombres parecían cansados pero estaban alerta, e iban muy sucios. Incluso antes de que el jefe de la patrulla de Cormyr exigiese ver sus cartas de identificación, seis arcos estaban preparados y apuntando hacia ellos. Kelemvor encontró la carta falsa que Adon había comprado en Arabel y se la tendió al capitán. El líder de la patrulla la examinó, se la devolvió y les indicó mediante un gesto que podían seguir. Los héroes pasaron por delante de la patrulla y entraron en la ciudad sin más problemas.
Penetraron en la ciudad de Tilverton cansados y sin ganas de bromas. Era más de mediodía y sus estómagos gruñían como animales deseosos de libertad. El viaje había agotado a Cyric y, cuando los héroes se detuvieron delante de una posada, el ladrón quiso bajar del caballo de Medianoche. Tocó el suelo, pero cayó hacia atrás contra el animal de crin roja y lanzó un gruñido. El intento que hizo de caminar no superó más que ligeramente al éxito obtenido anteriormente y logró alejarse dos pasos del caballo, pero no pudo seguir adelante.
Medianoche desmontó y pasó un brazo del ladrón sobre su cuello. La maga era más alta que el delgado y moreno hombre y tuvo que agacharse ligeramente para ayudar a Cyric a caminar dando traspiés hasta la puerta de la posada. El clérigo, cuyo oído se había recuperado totalmente, se apresuró a acudir en ayuda de Medianoche; el guerrero, por su parte, desmontó y condujo los caballos hasta los establos que estaban detrás de la hostería de piedra.
El letrero que había sobre la puerta identificaba al lugar como La Botella en Alto. Mientras Medianoche y Adon se esforzaban por llegar hasta la cancela de la puerta, advirtieron la presencia de un joven, de ojos pálidos, sentado a la sombra junto a la misma puerta.
—¿Nos podrías ayudar? —rogó Medianoche, tratando de sostener mejor al desfallecido ladrón.
El joven siguió con la vista fija y no hizo caso de la petición de la maga.
Había empezado a caer una sucia lluvia sobre la ciudad. Medianoche forcejeó con la puerta y, con la ayuda de Adon, arrastró a Cyric al interior. Después de cerrar la puerta de la posada de una patada, Medianoche ayudó a Cyric a sentarse en una silla de madera que había junto a la puerta. Al primer golpe de vista creyó que la posada estaba desierta, pero luego vio una luz trémula y oyó voces provenientes de uno de los comedores. Llamó, pero sus ruegos para que los atendieran no recibieron respuesta.
—¡Maldita sea! —siseó—. Adon, quédate aquí con Cyric. —Y fue en busca del posadero.
Cuando entró en la sala común, vio que estaba abarrotada. La habitación estaba llena de hombres por todas partes. Algunos parecían ser soldados y llevaban el escudo de armas de los Dragones Púrpura. De entre ellos unos cuantos estaban heridos, si bien llevaban las heridas vendadas. Otros parecían ser civiles. Pero todos estaban taciturnos y se mostraban poco expresivos.
—¿Dónde están el posadero y su personal? —preguntó Medianoche al soldado más próximo.
—Se habrán ido a rezar —contestó el hombre—. Es más o menos la hora.
—Siempre es más o menos la hora —dijo otro hombre, a la vez que agitaba la bebida de su vaso.
—No comprendo —repuso Medianoche—. ¿No hay nadie al cargo de la posada?
El soldado se encogió de hombros.
—Arriba debe de haber un par de huéspedes. No sé. —Medianoche se dio media vuelta, pero el soldado siguió hablando—: Coge lo que necesites. A nadie le importará.
Medianoche salió de la sala sacudiendo la cabeza y regresó al vestíbulo de la posada, donde Adon permanecía de pie junto a Cyric.
—¿Dónde está Kel? —preguntó.
Adon se encogió de hombros, dirigió la vista a la puerta y levantó las manos en un gesto que expresaba confusión.
Medianoche salió del mesón. Vio la espalda de Kelemvor en el extremo de la calle y lo llamó.
—¿Dónde vas? ¡Tienes una deuda conmigo!
El guerrero se detuvo y bajó la cabeza. «La deuda que tengo contigo es salir de tu vida», pensó Kelemvor. Había demasiados secretos entre ellos, demasiadas preguntas cuyas respuestas no le gustarían a ella.
Pero decidió no decirle a Medianoche nada de todo esto. Por el contrario, el guerrero le espetó:
—¡La deuda será saldada! —Luego siguió su camino.
Medianoche se puso a temblar; al cabo de un rato, volvió a la posada y se sentó junto a Cyric.
—Quizá necesite tiempo —dijo Adon, en un tono ligeramente más alto de lo que habría debido ser.
—Como si quiere toda la vida —repuso Medianoche.
La puerta se abrió, su expresión se suavizó y se puso de pie. En la misma puerta, un hombre de pelo blanco, que no tendría más de cincuenta años, miraba a los viajeros con cierto desdén. Pasó junto a ellos para dirigirse a una antesala y desapareció, tras desoír los intentos llevados a cabo por Medianoche para llamar su atención. Cuando salió de la habitación, apestando a licor, se sorprendió al ver a los viajeros todavía allí.
—¿Qué queréis? —preguntó finalmente.
—Comida, alojamiento y, si es posible, alguna información…
El hombre le indicó mediante un gesto que se apartase.
—De las dos primeras cosas, podéis serviros vosotros mismos, nadie os lo impedirá. La información tiene un precio.
Medianoche se preguntó si el hombre estaba loco.
—No tenemos una sola moneda para pagar nuestro alojamiento, pero podríamos protegerte de quienes pretendan robarte tus valiosas vajillas…
—¿Robarme a mí? —exclamó el hombre, escandalizado—. No lo entiendes. —Se acercó y el olor a licor barato hizo retroceder a Medianoche—. ¡No se puede robar a alguien cuyos bienes le importan un bledo! ¡Coged lo que queráis!
El hombre volvió a la antesala.
—¡Me importa un bledo! —gritó una vez dentro de la habitación en penumbra.
Medianoche miró a los otros, luego se apoyó contra la pared, deshecha.
—Creo que deberíamos ir a recoger nuestras cosas —dijo finalmente—. Es posible que tengamos que quedarnos aquí unos días.
Llevaron sus bártulos a la primera habitación que encontraron disponible y Adon fue a buscar las llaves que estaban colgadas detrás del mostrador de la habitación donde yacía, borracho, el posadero. La habitación que los héroes se habían adjudicado era bastante agradable y tenía dos camas. Adon colocó sus cosas sobre una de ellas y se puso a cambiarse de ropa, indiferente a la presencia de la maga.
Todavía llovía. La habitación estaba en penumbra, de modo que Medianoche encendió una linterna pequeña que había junto a la cama. Adon, después de examinar someramente las heridas de Cyric, se fue a explorar la ciudad.
Medianoche ayudó a Cyric a desnudarse y se rió ante el evidente sonrojo del ladrón.
—No te preocupes —dijo Medianoche en un momento dado—. No soy ninguna profesional.
Cyric hizo una mueca.
—Lo estás haciendo muy bien —replicó mientras le subía las sábanas hasta el cuello.
—Yo dormiré en el suelo —dijo Medianoche cuando hubo terminado—. Mi espalda me lo agradecerá. Y tú no olvides que has de estar tapado y calentito.
Cyric frunció el entrecejo.
—Soy demasiado mayorcito para que me mimen. Deberías preocuparte de ti, no de mí…
Medianoche levantó la mano para indicarle que no siguiese.
—Debemos hacer lo posible para que te pongas bien —insistió ella con dulzura—. Tienes que estar fuerte para proseguir tu viaje.
Cyric estaba desconcertado.
—¿Qué viaje?
—En busca de ese lugar mejor —volvió a decir la maga—. No hace falta que sigas acompañándome. El camino entre Tilverton y el Valle de las Sombras debe de estar despejado. Puedo muy bien ir sola hasta allí.
Cyric sacudió la cabeza e intentó sentarse, pero Medianoche lo empujó suavemente para que volviera a tumbarse.
—No es necesario —dijo él—. No es necesario que vayas sola.
—Pero, Cyric, yo no puedo pedirte que vengas conmigo. Tú necesitas descansar y curarte.
Cyric, sin embargo, ya había tomado una decisión.
—En este lugar debe de haber pociones curativas. Medicamentos, ungüentos. Da la impresión de que todo en la ciudad está a disposición de cualquiera. Encuentra algo para curarme y permaneceré a tu lado todo el tiempo que me necesites.
—De todas formas no me habría marchado hasta que te hubieses repuesto —dijo ella.
—Tu misión es urgente. No puedes esperar.
—Lo sé —dijo Medianoche—, pero me habría quedado igualmente. Al fin y al cabo eres mi amigo.
Por primera vez en mucho tiempo, Cyric sonrió.
Kelemvor estaba sólo en la calle. La tormenta amenazaba con descargar sobre su cabeza y, mientras buscaba la herrería, las gotas de lluvia, ahora de color naranja, empezaron a empaparlo. Encontró por fin al herrero concentrado en su trabajo, y al abrigo de su herrería, donde entró Kelemvor agachando la cabeza. Fuera, arreciaba la lluvia.
El herrero era un hombre corpulento, de una constitución parecida a la de Kelemvor. De pelo negro y rizado, la piel de sus brazos estaba amoratada en algunos puntos y negra de quemaduras en otros. Cuando el guerrero se acercó, el herrero no se preocupó por levantar la vista de su trabajo. Las brillantes herraduras metálicas que estaba haciendo para el caballo que había junto a él estaban casi terminadas y se volvió para comprobar el par que había puesto a un lado para que se enfriara.
—Si me permites un momento —dijo Kelemvor.
El herrero no le prestó atención y no apartó la mirada de la tarea que tenía delante. Kelemvor carraspeó ruidosamente, pero tampoco esto surtió efecto. Sin embargo, Kelemvor tenía frío, estaba cansado y de ninguna manera podía aguantar ser insultado.
El guerrero se apresuró a quitarse la armadura donde se habían estrellado las flechas de los bandidos y arrojó al herrero las planchas de metal, que golpearon la herramienta candente de sus manos que cayó al suelo. El hombre se agachó a recoger el instrumento antes de que el heno del suelo se incendiase, luego se puso a examinar la armadura. Después levantó la vista para mirar la destrozada piel del brazo del guerrero, donde se habían metido esquirlas de las flechas de los rufianes.
—Puedo reparar esto —observó el herrero sin emoción alguna—. Pero no puedo hacer nada por tus heridas.
—¿No hay curanderos en Tilverton? —preguntó Kelemvor—. He visto un enorme templo que sobresale de los tejados de las tiendas que hay calle abajo.
El hombre le dio la espalda.
—El templo de Gond.
—Está bien, he visto el templo de Gond. Allí debe de haber clérigos capaces…
—Sácate el resto de la armadura para que pueda trabajar —le interrumpió el herrero—. Luego podrás ir al templo y comprobarlo por ti mismo. Yo sólo curo metales.
Kelemvor le dio su armadura al herrero y se puso una ropa que había cogido de los paquetes del grupo. El herrero trabajó en silencio haciendo caso omiso de las preguntas del guerrero, por mucho que éste las gritase o las expresase con toda la educación de que era capaz. Después de haber reparado la armadura, el herrero no quiso aceptar pago alguno.
—Es mi deber para con Gond —dijo el herrero mientras Kelemvor salía a la calle.
A pesar de la lluvia, Kelemvor encontró el templo de Gond sin dificultad. De vez en cuando se cruzaba con algún plebeyo que vagaba por las calles o estaba tumbado en la acera fuera de las tiendas, pero las personas que encontró a su paso se mostraron indiferentes a su presencia; su mirada era vaga y fijaban la vista en algo que sólo ellas veían. También halló la mayor concentración de herrerías que jamás había visto en una zona, si bien la mayoría estaban desiertas.
Cuando Kelemvor llegó al templo, se percató de que la puerta de entrada era un enorme yunque. El propio edificio estaba formado por unas construcciones severas y resistentes que dominaban y empequeñecían las casuchas y tiendas que lo rodeaban. Dentro del templo había fuego ardiendo y desde la puerta se oía un interminable coro de plegarias.
Cuando el guerrero entró en el templo de Gond, le sorprendió la gran extensión de la nave principal. Si había alojamientos para los sumos sacerdotes del templo, debían de estar en los sótanos, pues todos y cada uno de los centímetros cuadrados de la planta baja estaban ocupados por aquella sala.
En ella, los adoradores se apiñaban alrededor de un sumo sacerdote que llevaba capucha y estaba de pie en lo alto de un enorme yunque de piedra. A ambos lados del altar podían verse unas gigantescas manos de piedra y, en una de ellas, un martillo también gigantesco. En las cuatro esquinas que rodeaban al hombre encapuchado ardían unos fuegos.
Los pilares que se elevaban hasta el techo abovedado estaban tallados formando espadas y las ventanas estaban enmarcadas por una serie de martillos entrelazados. Resultaba difícil entender con exactitud las palabras del sumo sacerdote, pues el continuo vocerío procedente de la audiencia lo ahogaba todo salvo algunas frases clave, pero estaba claro que el sumo sacerdote estaba dedicando una serie interminable de plegarias a su dios e igual número de maldiciones a los plebeyos de Tilverton.
—¡Los dioses están en los Reinos! —gritó un hombre junto a Kelemvor—. ¿Por qué lord Gond nos ha abandonado?
Pero el inagotable flujo de cantos y gritos se tragó las palabras del hombre. Kelemvor calculó que casi la totalidad de la población de la pequeña ciudad estaba reunida en el templo, aunque quizás hubiera algún que otro adorador paseando por las calles.
—¡Esperad! —gritó el sacerdote cuando la gente empezó a marcharse—. Lord Gond no nos ha abandonado. ¡Me ha otorgado el don de sanar para así mantener a los fíeles en buen estado hasta que él llegue!
Esto no pareció influir en muchos, sin embargo convenció a algunos a quedarse.
Escuchando a los habitantes de Tilverton, Kelemvor se enteró de que se dedicaban exclusivamente a la adoración de Gond, dios de los Herreros e Inventores. Cuando empezaron a llegar a la ciudad las historias sobre la presencia de los dioses en los Reinos, la gente se dispuso a preparar la llegada de su deidad. Se mantuvieron a disposición de su dios, a la espera de alguna señal, de alguna comunicación.
Esperaron en vano. Gond había subido a Lantan y no había hecho intento alguno de ponerse en contacto con sus devotos adoradores de Tilverton. Cuando un pequeño grupo de la ciudad llegó a Lantan y solicitó audiencia con el dios, lo echaron a cajas destempladas. Cuando persistieron, dos de ellos fueron asesinados y los demás obligados a huir si querían salvar sus vidas. Cuando esta historia llegó a oídos de los ciudadanos, se les partió el alma y, ahora, cuando no dormían, se pasaban la mayor parte del tiempo en el templo, tratando de ponerse en contacto con su dios, intentando refutar lo que sus corazones ya sabían.
Gond se había desentendido de Tilverton.
Kelemvor estaba a punto de abandonar el templo cuando distinguió a un hombre de cabello entrecano que estaba en la parte posterior de la cámara. Junto a él había una muchacha de pelo corto y oscuro. Había concentrado toda su atención en el rostro atractivo y sobrenatural del hombre. Nadie más parecía advertir la presencia de este hombre, que en aquel momento se apartó de la muchacha sin dar muestras de haberse percatado de su presencia y se puso a caminar hacia el lugar donde estaba Kelemvor. La joven se volvió y corrió detrás de él. Cuando el hombre llegó a la altura de Kelemvor, miró al guerrero a los ojos y una ligera sonrisa cruzó su rostro. Los ojos del hombre de pelo entrecano eran de un gris azulado, con unos puntitos rojos que le bailaban en las pupilas. Tenía la piel clara, con unos finos pelos plateados que le crecían en el rostro y en los brazos.
—Hermano —se limitó a decir el hombre, para luego alejarse.
Kelemvor se volvió y trató de alcanzarle a él o a la muchacha, pero cuando llegó a la calle, no vio al hombre de pelo entrecano por ninguna parte.
Después de permanecer un momento bajo el granizo púrpura y verde que caía ahora sobre Tilverton, el guerrero regresó al templo. Kelemvor se puso en la parte posterior de la sala y una joven, una sacerdotisa, llamó su atención. El fuego de la fe no se había apagado en sus ojos; el resplandor con el que ardían era susceptible de incendiar el cielo nocturno. Era muy hermosa y llevaba una túnica blanca atada a la cintura con un cinturón de cuero. En la tela de la túnica había entretejidos unos intrincados dibujos y unas placas de acero cubrían sus hombros. En cierta forma, aquella extraña mezcla de sedas y duro acero daban a su apariencia un poder todavía mayor.
El guerrero se abrió paso entre la multitud y al cabo de un rato estaba hablando con la sacerdotisa, de nombre Phylanna.
—Necesito un lugar donde alojarme —le dijo Kelemvor.
—A juzgar por tus heridas, necesitas algo más que eso —dijo la sacerdotisa—. ¿Eres seguidor de Gond?
Kelemvor negó con un gesto de la cabeza.
—Entonces hablaremos de eso mientras el curandero atiende tus heridas. —Phylanna se volvió y le pidió que la siguiera—. Presiento que has sufrido mucho en los últimos días. —No esperó respuesta por parte de él.
Phylanna lo condujo hasta una pequeña escalera que daba a una habitación angosta. Allí aguardaron la llegada del sumo sacerdote, que había acabado con su sermón contra la vacilante fe de la ciudad. Cuando el sacerdote hubo entrado, Phylanna cerró la puerta y echó el cerrojo.
—Jamás deberás contar a nadie lo que vas a presenciar —dijo Phylanna a Kelemvor mientras le ayudaba a tumbarse en la única cama que había en el cuarto.
—Soy Rull de Gond —se presentó el sacerdote, con una voz ronca y crepitante a causa del largo sermón—. ¿Eres un adorador del Hacedor de Milagros?
Antes de que Kelemvor tuviera ocasión de contestar, Phylanna llevó una mano a los labios del guerrero.
—En estos tiempos revueltos, carece de importancia si es o no adorador de lord Gond. Necesita nuestra ayuda y nosotros debemos proporcionársela.
Rull frunció el entrecejo, pero luego asintió con una inclinación de cabeza. El sacerdote cerró los ojos y cogió un cristal, grande y rojo, que llevaba colgado de una cadena alrededor del cuello. A continuación balanceó el cristal sobre el guerrero.
—Es un milagro que puedas caminar y tengas la cabeza lúcida. Un hombre más débil habría muerto a causa de las infecciones —dijo Rull mientras examinaba a Kelemvor.
El guerrero miró el cristal y advirtió una extraña llama que ardía en su interior.
—Kelemvor es orgulloso —dijo Phylanna—, soporta sus heridas sin quejarse.
—Eso no es del todo cierto —gruñó Kelemvor mientras el sumo sacerdote ponía manos a la obra.
Mientras Rull llevaba a cabo el ritual destinado a curar al guerrero, Phylanna parecía preocupada, pero la destreza del sacerdote se puso de manifiesto cuando sus hábiles dedos empezaron a moverse en el aire y los verdugones negros que rodeaban las heridas del guerrero se fueron llenando paulatinamente de sangre. El sacerdote sudaba y su voz se elevaba suplicante a Gond. Phylanna lanzaba ansiosas miradas a la puerta, temerosa de que los otros pudiesen entrar e interrumpir los esfuerzos del sacerdote.
Las astillas que habían dejado las puntas de las flechas salieron a la superficie de la piel de Kelemvor y Phylanna ayudó a Rull a sacárselas con las manos. Kelemvor bramaba para sus adentros y hacía muecas de dolor.
Una vez terminado, el cuerpo de Rull se relajó como si le hubiesen sacado toda la energía, y Kelemvor se incorporó en la cama. Las heridas no aparecían tiernas y él sabía que la fiebre había remitido.
—Rull tiene una fe profunda y los dioses lo han recompensado por ello —dijo Phylanna—. Tu fe también debe de ser profunda, en caso contrario no habrías sobrevivido a estas heridas tan graves.
El guerrero asintió con la cabeza. Vio que la luz que había en el cristal ahora solo parpadeaba ligeramente.
—Tal vez seas temerario y testarudo, pero no por ello carente de una profunda fe.
—Es una suerte para ti que esté postrado, mujer —dijo él riéndose.
Phylanna sonrió y apartó la mirada.
—Es posible.
A pesar de que Phylanna y Rull le hicieron preguntas sobre el motivo de su presencia en Tilverton y acerca de sus creencias religiosas, fue poco lo que él les contó de sí mismo. Pero, cuando el guerrero habló del pago por los servicios del sacerdote, Rull no dijo nada y se marchó.
—No pretendía ofender —dijo Kelemvor—. Es lo acostumbrado en muchos lugares…
—El aspecto material es lo que menos nos preocupa —repuso la sacerdotisa—. Y ahora hablemos de tu alojamiento…
Kelemvor recorrió con la mirada la diminuta celda sin ventanas.
—Me horrorizan los espacios cerrados.
Phylanna sonrió.
—Tal vez haya una habitación con ventanas en La Botella en Alto.
Kelemvor tragó saliva.
—Siento una… especial antipatía… por esa posada en particular.
Phylanna cruzó los brazos sobre el pecho.
—En ese caso tendrás que quedarte conmigo.
Se oyó un gran estruendo y voces airadas procedentes de la escalera que daba a la celda. Kelemvor se incorporó rápidamente y cogió la espada. Phylanna le puso una mano en el hombro y sacudió la cabeza.
—No la necesitarás en el templo del Hacedor de Milagros. Y ahora, échate y descansa hasta que yo vuelva.
—¡Espera! —la llamó Kelemvor.
Phylanna se volvió.
—Por favor, pídele a Rull que venga cuando haya acabado —pidió el guerrero—. Me gustaría presentarle mis disculpas.
—Lo traeré cuando haya terminado el siguiente sermón —dijo ella.
—Solo. Necesito hablar con él a solas.
—Como quieras —dijo, desconcertada, y se apresuró a salir del cuartucho.
Kelemvor estuvo descansando en la celda por espacio de una hora, sintiéndose cada vez más incómodo en aquella pequeña habitación a medida que su estado mejoraba. La muchedumbre que se hallaba en el templo de Gond era muy ruidosa y el guerrero se distrajo escuchando sus gritos, que se mezclaban con el sermón de Rull.
—¡Tilverton desaparecerá del mapa! —gritó alguien.
—¡Deberíamos ir a Arabel o a La Estrella del Anochecer! —exclamó otra voz.
—¡Sí! ¡Gond se ha desentendido de nosotros y Azoun protegerá antes a Cormyr que a nosotros!
La voz de Rull se elevó por encima del vocerío y se lanzó a una nueva diatriba contra las personas que habían dejado de adorar al Hacedor de Milagros.
—¡Tilverton será maldecido sin remedio si perdemos la esperanza! ¿Acaso lord Gond no me ha bendecido con el hechizo para curar? —gritaba el sacerdote, que siguió chillando por encima del clamor por espacio de algunos minutos.
Luego el sermón llegó a su fin y Kelemvor volvió a oír pisadas en la escalera. Cogió la espada.
El guerrero la bajó cuando Rull entró en la habitación, evidentemente agotado de la contienda verbal que había mantenido con la audiencia del templo.
—Querías verme —dijo el sacerdote, a la vez que se dejaba caer en el suelo.
Kelemvor, echado en la cama, volvió la cabeza hacia el sacerdote y suspiró.
—Te agradezco lo que has hecho por mí.
Rull sonrió.
—Phylanna tenía razón. No tiene mayor importancia que no veneres a Gond. Como clérigo suyo, mi responsabilidad es hacer uso de los hechizos que me da para curar a cualquiera que necesite mi ayuda.
—Y parece que la buena gente de Tilverton está realmente necesitada de tu ayuda —añadió Kelemvor.
—Sí —afirmó Rull—. Están perdiendo la fe en lord Gond. Yo soy el único que puede conducirlos de nuevo a su redil.
—¿Qué pasará si no lo consigues?
—Pues que la ciudad perecerá —contestó el sacerdote—, pero eso no ocurrirá. Acabarán escuchándome.
—Claro que… —empezó a decir Kelemvor—, si los habitantes de Tilverton supiesen que Gond te ha abandonado a ti también y que tu magia curativa procede solamente de la piedra que llevas, te escucharían todavía menos que ahora. Todos volverían la espalda a lord Gond para siempre.
El sacerdote se puso de pie.
—La magia curativa es mía. Es un don que me ha dado el Hacedor de Milagros para probar a la buena gente de Tilverton que él sigue preocupándose por ellos. Voy a…
—Tú vas a hacer lo que yo te diga, Rull —gruñó Kelemvor—. O te desenmascararé ante los habitantes de Tilverton. Me creerán aunque esté equivocado.
Rull bajó la cabeza.
—¿Qué quieres de mí?
Kelemvor se sentó.
—Necesito que ayudes a alguien cuyas heridas son mucho peores que las mías. Prometí protegerlo y debo cumplir la promesa.
—Supongo que no hace falta ni preguntar si venera al Hacedor de Milagros —dijo Rull—, pero ¿acaso tiene alguna importancia?
Kelemvor le dio a Rull la descripción de Cyric y lo envió a La Botella en Alto. El sacerdote estaba saliendo del templo cuando Phylanna regresó a la celda.
—He venido para llevarte a las habitaciones donde pasarás la noche, valiente guerrero —dijo la sacerdotisa, y tomó a Kelemvor de la mano y lo condujo fuera de la habitación.
Adon vagaba por las calles en busca de alguien con quien hablar. La terrible tormenta había cesado, pero no se le ocurrió pensar que tal vez era peligroso andar por las calles de noche, que podía ser víctima de ladrones y asesinos. Incluso después de haberse enterado de que había habido algunos asesinatos la semana anterior, el clérigo siguió deambulando por Tilverton. Tenía asuntos importantes que atender.
Empezando por el joven que estaba fuera de la posada, ajeno al aguacero y al granizo que había caído, las reacciones a las preguntas del clérigo sobre los problemas de la ciudad eran de una uniformidad patética. Los ojos de los habitantes de Tilverton se habían cerrado a todo lo que no fuese su sufrimiento interior.
Mientras paseaba por las calles, Adon se puso a pensar que la adoración de los dioses tenía como objetivo la inspiración del alma. Al clérigo no se le ocurría otra cosa más sublime que la adoración. Sin embargo, esta misma adoración se había convertido en fuente de dolor y amargura en la que habían bebido libremente los habitantes de Tilverton, a costa de toda alegría y razonamiento.
Adon siguió caminando por las calles de Tilverton, hablando con quienquiera que encontraba, y, de pronto, acudieron a su mente las palabras que había escuchado en las oscuras cámaras del castillo de Kilgrave.
La verdad es belleza; la belleza, verdad. Abrázame y serán contestadas todas tus preguntas no expresadas.
Adon sabía que en la belleza había verdad y él veneraba a la diosa de la Belleza. Por consiguiente, se pasó la noche intentando desesperadamente devolver un poco de verdad a los ojos de los pobres desgraciados que encontraba. Poco antes del amanecer, mientras pronunciaba su sermón, una mujer levantó la vista hacia él y en sus ojos brilló un ligero resplandor: Adon sintió renacer la esperanza.
—Buena mujer, los dioses no nos han abandonado. Ahora más que nunca ellos necesitan nuestro apoyo, nuestra veneración, nuestro amor. Está en nuestras manos restaurar la edad de oro de la belleza y de la verdad en la que los dioses volverán a otorgarnos su favor. Precisamente ahora, en estos tiempos de tinieblas en que nuestra fe está a prueba, no debemos desfallecer. Tenemos que encontrar consuelo en nuestra fe y hacer avanzar constantemente nuestras vidas. Haciéndolo así, el tributo que pagaremos a los dioses será mayor del que pueda conseguir la más fervorosa de las oraciones. Sune no me ha buscado, pero yo no he perdido la esperanza de estar un día en su presencia —le dijo Adon a la mujer.
Adon la cogió por los hombros y estuvo tentado de sacudirla, sólo para ver si ayudaba a que ella comprendiese sus palabras.
La anciana se quedó mirando al clérigo, con un torrente de lágrimas amenazando con fluir de sus ojos. Adon se alegró de que sus palabras hubiesen surtido efecto en la anciana y de que hubiese comprendido.
—Tengo la sensación de que estás tratando de convencerte —dijo amargamente—. Márchate. Tu presencia no es deseada en este lugar. —Y le dio la espalda al joven clérigo, para luego tumbarse en la calle, ponerse a sollozar y cubrirse el rostro con las manos.
Mientras Adon se alejaba de la mujer y se perdía en la oscuridad, una lágrima rodó por su mejilla.
Kelemvor se despertó y vio que Phylanna se había marchado. La parte de la cama donde había dormido estaba fría como el hielo. Pensó en sus dulces besos y en la fuerza que había encontrado en sus brazos, pero estos pensamientos no tardaron en nublarse; su mente volvió a lo mismo una y otra vez.
Medianoche.
Ariel.
La deuda que tenía con ella había sido saldada, pero Kelemvor no podía olvidarla.
Kelemvor sabía que, a aquella hora, Rull ya habría ido a visitar a Cyric y, aunque no los acompañaría, esperaba que Cyric estuviese en condiciones de cabalgar con Medianoche y abandonar Tilverton a primera hora de la mañana.
Kelemvor oyó un ruido al final del pasillo al que daba el dormitorio. Deslizó su cota de malla por la cabeza, desenvainó la espada y se levantó del perfumado lecho de la sacerdotisa. Ésta lo había llevado al último piso de la tienda de su hermano, después de conducirlo por la escalera de caracol de la parte posterior del edificio. No cruzaron palabra; no eran necesarias. Los encuentros como aquél tenían su propio lenguaje y Kelemvor sabía que por la mañana se marcharía de Tilverton y no volvería a pensar en la mujer.
Estaba casi seguro de que para ella su noche de pasión tenía el mismo significado.
Kelemvor abrió la puerta del dormitorio y retrocedió al ver a Phylanna de pie en el extremo del pasillo. El ventanal estaba abierto y la luz de la luna bañaba su figura desnuda, proyectando una aura luminosa a su alrededor. Tenía los brazos abiertos y dejaba que las ondulantes cortinas la acariciasen mientras bailaba en el frío viento nocturno.
El guerrero estaba a punto de cerrar la puerta y volver a la cama cuando oyó, procedente del descansillo, una voz masculina cantando en una extraña lengua. Kelemvor salió al pasillo y se detuvo al ver, junto a Phylanna, al hombre del pelo entrecano del templo.
El hombre que lo había llamado «hermano» y luego había desaparecido.
Phylanna bailaba con gracia y armonía. A pesar de tener los ojos abiertos, no pareció ver a Kelemvor cuando se acercó. El hombre del pelo entrecano seguía cantándole, si bien su mirada estaba ahora puesta sobre el guerrero. Aunque la oscuridad velaba sus rasgos y su forma era una silueta contra la brillante luz de la luna, sus ojos grises resplandecían en las sombras.
El hombre dejó de cantar cuando el guerrero llegó a la altura de Phylanna.
—Ocúpate de ella —dijo—. No quiero hacerle daño.
Phylanna cayó en los brazos de Kelemvor y él la tumbó dulcemente en el suelo.
—¿Quién eres? —preguntó Kelemvor.
—Tengo muchos nombres. ¿Quién te gustaría que fuese?
—Era una simple pregunta —repuso el guerrero.
—Que no tiene una simple respuesta. —El hombre suspiró—: Puedes llamarme Torrence. Es un nombre tan bueno como cualquier otro.
—¿Por qué estás aquí? —Kelemvor sintió que algo oscuro y pesado se agitaba en sus entrañas y apretó con fuerza la espada.
—Quería que salieses para compartir mi banquete. Ven, mira.
Kelemvor se asomó a la ventana. La muchacha que había estado junto al hombre de pelo entrecano en el templo yacía en el callejón, con la ropa hecha jirones, aunque no parecía haber recibido daño alguno.
Torrence se estremeció y los finos pelos blancos que cubrían su piel se volvieron más gruesos. Su ropa se desprendió del cuerpo y cayó suavemente al suelo, mientras la columna vertebral crujía y se alargaba. El rostro se transformó en algo espantoso y las mandíbulas se extendieron hacia afuera mientras emitía un gemido gutural de placer. Todo su cuerpo cambió, dobló las extremidades hacia atrás y hacia adelante y sus huesos también crujieron. En la boca abierta apareció una fila de colmillos y unas garras afiladísimas sustituyeron a las uñas.
—¡Un hombre-chacal! —exclamó Kelemvor, lanzando, estupefacto, un grito sofocado.
Phylanna se despertó. Miró a Kelemvor, confusa. No veía al monstruo que estaba junto a la ventana. Kelemvor volvió a mirar a Torrence.
—Ven, hermano mío. La compartiré contigo.
Kelemvor luchó contra la creciente marea de su pecho. De pronto, Phylanna vio al hombre-chacal y corrió a ponerse junto a Kelemvor.
—¡Gond nos ayude! —gritó.
—Sí, que se acerque a ti —dijo Torrence—. Podríamos hacer el banquete con las dos.
—¡Aléjate! —gritó Kelemvor, a la vez que empujaba a la sacerdotisa hacia la pared más apartada y levantaba la espada. La mirada de terror que había en sus ojos era indescriptible—. ¡Ahora! —gritó cuando sintió que la familiar agonía estallaba en su alma.
Estaba salvando a Phylanna del hombre-chacal, pero no recibía nada a cambio de aquel acto heroico.
—Me he equivocado. Tú no eres uno de mi especie. Estás maldito. —Torrence miró a Phylanna, luego de nuevo a Kelemvor—. No puedes salvarla, maldito. ¡Ella, con su vida, pagará por tu fraude!
Kelemvor giró lentamente, su piel se volvió ahora oscura, la cubría un pelo negro como cerdas. Soltó la espada y empezó a quitarse la cota de malla. Tenía todavía los brazos sobre la cabeza cuando su carne explotó y el enorme animal que había dentro saltó sobre el hombre-chacal y lo arrojó por la ventana de un empellón. La criatura de pelo entrecano aulló cuando las bestias se encontraron en el aire antes de caer al suelo.
Amanecía cuando unos gritos aterradores sacaron a Adon de su meditación.
El clérigo se acercó al lugar de donde procedían con creciente aprensión; no eran propios de un ser humano. Y, cuando se aproximó, vio que el ruido había arrastrado a muchos ciudadanos, como si los gritos hubiesen atravesado el velo de letargo que los cubría, permitiendo que la conciencia penetrase en sus mentes. Los plebeyos estaban mirando aquella escena de pesadilla.
Había curiosos a ambos lados del callejón y Adon sólo pudo vislumbrar tras ellos algún movimiento de vez en cuando, un destello de un blanco deslumbrador; una enorme forma negra que se abalanzaba hacia adelante para luego retroceder y lanzar un rugido inhumano. Había dos figuras entrelazadas que bailaban una obscena danza de la muerte.
Adon se abrió paso entre los curiosos. Ninguno de los combatientes era humano, si bien uno se apoyaba sobre sus piernas traseras, que tenía dobladas. Su rostro era de chacal, pero había inteligencia humana en sus ojos grises, que revelaban alarma ante la muchedumbre que se había congregado y ante el cálido sol que irrumpía sobre ellos. Pelo suave y ensortijado cubría a la criatura, que sangraba profundamente de las muchas heridas abiertas en su pellejo.
El otro animal le resultó demasiado familiar a Adon: el cuerpo, estremecido, lustroso, negro; los penetrantes ojos verdes; las fauces, ensangrentadas y feroces; la forma en que acechaba a su presa, todo sirvió para recordarle la escena increíble que presenciara no hacía mucho en las montañas al otro lado del desfiladero de Gnoll.
Aquella criatura era Kelemvor.
A los pies de aquellos horrores en pleno duelo, estaba el botín por el que luchaban: una muchacha morena que yacía inmóvil con la ropa desgarrada. Adon vio que todavía respiraba y que parpadeaba de vez en cuando.
En medio de su ataque, la pantera se levantó sobre las patas traseras. A continuación se separaron y resbalaron en un sucio charco de sangre que cubría los adoquines. La sangre salpicó el rostro de la muchacha.
Adon se volvió y se dirigió a la multitud.
—¡Tenemos que abatir al chacal y salvar a la muchacha!
Pero la gente se limitó a mirarlo.
—¡Alguno de vosotros llevará una arma! ¡Algo!
Adon se maldijo por no haber cogido su maza de guerra y avanzó hacia los monstruos. Los animales se inmovilizaron de repente y se quedaron mirándolo. Luego la pantera que había sido Kelemvor asestó un golpe al chacal y se reanudaron las hostilidades. Adon se dio media vuelta, atravesó a la indiferente muchedumbre que observaba el espectáculo con un interés pasivo, y echó a correr en dirección a la calle.
Mientras corría calle abajo en dirección a La Botella en Alto, iba gritando dos nombres.