1. Los despertares

El más fuerte aguacero que había sufrido la ciudad de Zhentil Keep en todo el año era el que ahora inundaba sus calles estrechas. Trannus Kialton, sin embargo, no lo advertía. Nada podía perturbar su sueño. Compartía la pequeña habitación alquilada con la hermosa y solitaria Angelique Cantaran, esposa de uno de los más acaudalados importadores de especias de la ciudad. Las contraventanas de la habitación se estremecieron impotentes ante las fuerzas que se desencadenaban en el exterior. Sólo una fresca brisa, que, de repente, pareció adquirir forma e incorporarse a la oscuridad, amenazaba con despertarlo, después de flotar por el cuarto hasta el hombre dormido y desaparecer entre sus labios ligeramente entreabiertos.

El trueno retumbaba sin cesar. Trannus soñaba con un lugar oscuro donde sólo los gritos de los moribundos animaban al ser que allí residía, que no era más que una figura vaga sentada en un trono de calaveras incrustadas de alhajas. Unos ardientes vapores rojos entraban y salían por las cuencas de los ojos de las calaveras, para luego desaparecer en las mandíbulas de otras calaveras que se abrían y cerraban como si gritaran incluso mucho después de que sus agonías hubieran llegado a su fin.

La figura del que se sentaba en el trono hecho con calaveras era demasiado grande para ser un hombre, sin embargo tenía una apariencia vagamente humana. Llevaba ropa negra, sólo de trecho en trecho una lista roja rompía la monotonía. En la mano derecha portaba un guantelete incrustado de alhajas, con unas rayas de sangre indelebles.

La sala del trono estaba envuelta en una niebla azulada. Aun cuando parecía que no había paredes, ni techos ni suelos, flotaba una sensación de agobio que conseguía aplacar lo suficiente a aquellos desdichados antes de ser lanzados a la diabólica sala donde, después de levantar la mirada hacia el auténtico rostro del terrible ser del trono, transcurrirían los momentos finales de su vida.

Ahora, sin embargo, aquel ser terrible parecía contento de estar solo, con la mirada clavada en un cáliz de oro lleno de lágrimas de sus enemigos. El lord de aquel terrible lugar, el dios Bane, levantó de pronto los ojos hacia el durmiente y levantó la copa como para brindar.

Trannus se despertó sobresaltado, como si le faltara el aire. Era como si hubiese estado tan entregado al sueño que se hubiera olvidado de respirar. Pensó que era una tontería, pero tenía las manos y los pies entumecidos y tuvo que saltar de la cama para ahuyentar aquella sensación de los miembros, recorridos por un intenso hormigueo. Sintió un deseo vehemente de vestirse y no tardó en caer sobre su piel el frío tacto del cuero. Angelique se movió y alargó una mano sonriendo.

—Trannus —le llamó, nada satisfecha de tener como compañero sólo el calor que el cuerpo del hombre había dejado en las sedosas sábanas. Levantó una mano y se apartó el cabello de los ojos—. ¿Te has vestido ya? —dijo, como tratando de convencerse de este hecho y a la vez de encontrar una razón para ello.

—Tengo que marcharme —se limitó a decir él, aun sin saber adónde se dirigía. Todo lo que sentía era una urgente necesidad de salir de aquel edificio.

—Vuelve pronto —rogó ella mientras se instalaba en el reconfortante abrazo del colchón blando como las plumas con una expresión soñadora que se hacía eco de la confianza que tenía en su regreso.

Trannus la miró y le embargó súbitamente la certeza de que no volvería a verla nunca más. Cuando se marchó, cerró la puerta al salir.

Fuera, la fuerte lluvia lo caló hasta los huesos y entre deslumbrantes relámpagos fueron apareciendo las calles de la ciudad. Parecía estar solo, pero demasiado bien sabía que no era para fiarse de las apariencias. Las calles de Zhentil Keep nunca estaban completamente desiertas, gracias a la continua habilidad de asesinos y ladrones para enseñarles a dar esa impresión. En Zhentil Keep las sombras vivían y hasta respiraban, los monstruos cuchicheaban con sus voces chillonas y desabridas desde sus oscuros escondrijos. Aunque parecía extraño, se había quedado solo y se permitía pasar por el peligroso laberinto como si el camino lo hubiese despejado ante él un heraldo a quien nadie se hubiese atrevido a acercarse.

Mientras caminaba, Trannus pensaba en el sueño. Imaginaba que las calles brillaban por la sangre de sus enemigos y que la lluvia que caía lo acariciaba como las lágrimas de sus viudas. Cayó un rayo que desprendió un trozo de la pared cercana, yendo a caer alrededor de él unos escombros. El clérigo siguió caminando, ajeno a todo menos a la llamada de la sirena que daba fuerza a sus piernas cansadas, resolución a su cerebro embrutecido y deseo a su corazón apagado. Trannus sólo se preguntaba por qué él, un humilde sacerdote al servicio de Bane, había tenido aquella visión, por qué él había sido bendecido con aquel deseo.

Delante tenía el templo de Bane. Trannus se detuvo un momento, paralizado por aquella visión. El Templo de las Tinieblas era una silueta que se destacaba en el cielo nocturno, con unas torres imponentes que destacaban como negras espadas a la espera de atravesar a un insospechado enemigo. Incluso cuando el relámpago resplandecía, envolviendo al mundo en su intensa luz, el templo seguía apareciendo negro, sin dejar al descubierto siquiera una sola grieta de su fachada de granito. Circulaba el rumor de que el templo había sido construido en Acheron, la dimensión secreta de Bane, para luego ser llevado a Zhentil Keep piedra a piedra, y que la cola que unía el cemento del templo era un río de sangre y sufrimiento.

Le sorprendió a Trannus no encontrar ni un solo guardia paseando de arriba abajo por los contornos del templo. Luego oyó la risa del guardia y su compañero cuando éstos surgieron de las sombras en dirección a él. El ruido le produjo tal rabia que la furia de la tormenta era sólo un eco de la suya.

Trannus levantó la vista y vio a través de la lluvia unas densas nubes que se deslizaban veloces por el cielo, desplazándose increíblemente en direcciones opuestas unas con respecto a las otras. De pronto el cielo pareció arder en llamas, cayeron rayos, las nubes blancas se partieron, las estrellas desaparecieron de la vista, cayeron con estrépito enormes esferas en llamas y una bola de fuego voló y se acercó todavía más que las otras para adquirir a continuación espantosas proporciones; fue entonces cuando Trannus se dio cuenta de que aquella bola se dirigía al templo.

No hubo tiempo para dar aviso antes de que la esfera se estrellase contra el Templo de las Tinieblas. Trannus se quedó clavado al suelo, y vio cómo las agujas de granito adquirían un brillo amarillo rojizo y luego se convertían en una masa derretida. Escombros y cascotes volaban a su alrededor, pero él salió ileso. A continuación el clérigo observó cómo las paredes se derrumbaban hacia el interior y el Templo de las Tinieblas se iluminaba de rojo. Cuando los ladrillos, el metal y el cristal se redujeron a deslumbrantes cenizas en cuestión de segundos, dio la impresión de que la sangre y los tormentos de sus anteriores víctimas se habían desbordado y tomado forma.

Al final, allí donde había habido un templo, no quedaban más que unas ruinas en llamas. Trannus avanzó hacia los restos del templo y se preguntó si no estaría todavía soñando.

Los derretidos escombros que humeaban bajo sus pies no le quemaban, y las violentas llamas que abarcaba su visión, no hacían más que chisporrotear y apagarse a medida que se iba acercando, dejándole un sendero en el centro del desastre. Las llamas volvían a adquirir forma y a reanudar su fanático baile apenas él había pasado. Por las paredes, parcialmente en pie, supo Trannus que se hallaba cerca de la sala del trono de su señor, y se detuvo cuando el objeto de su búsqueda apareció ante él. El trono negro de Bane estaba intacto. Unas tenues y blancas nieblas flotaban ante Trannus y unas formas fantasmales le rodearon con suavidad las muñecas para arrastrarlo, ingrávido, hasta el trono. Era un sitial, donde sólo un gigante podía descansar cómodamente y, junto a él, había una réplica, hecha a propósito para ser utilizada por un hombre.

El guantelete incrustado de joyas del sueño de Trannus descansaba sobre el trono pequeño.

Trannus sonrió. Por vez primera su corazón conoció la alegría y su espíritu la liberación. Aquél era su destino: gobernar un imperio de tinieblas. Sus sueños de poder se veían recompensados.

Cogió sumiso el guantelete y se estremeció al sentir que lo recorría una oleada de poder. Una de las alhajas se convirtió de pronto en un ojo rojo que brillaba al abrirse y seguía los movimientos del sacerdote, si bien Trannus era completamente ajeno a aquella intromisión en su ceremonia privada.

Unos misteriosos riachuelos de oro y plata fluyeron del guantelete tan pronto como Trannus se lo puso, con recelo, y un dolor penetrante atravesó su brazo al corromper su sangre una llama diabólica. Una profunda oscuridad envolvió el corazón del clérigo que latía aceleradamente y su sangre se le heló en el cerebro arrastrando consigo todo rastro de la anterior conciencia del hombre. Las palabras «mi señor» se escaparon de sus labios y un soplo de niebla blanca le arrebató el alma de su cuerpo.

Lord Black miró con sus frágiles ojos humanos y sintió una debilidad repentina. Se aferraba al trono negro en busca de apoyo y su mente, ahora limitada patéticamente a la comprensión humana, le daba vueltas y trataba de entender los cambios que se producían en él al mutarse en humano. Ya no podía ver más allá del velo mortal, ni leer en él, ni influir en el momento y el modo de morir de quienes componían su séquito. Ya no podía ver detrás de las mentiras y las circunstancias desdichadas ni presionar con fuerza en el alma humana para conocer la verdad que sólo se encuentra en la parte más profunda de la conciencia. Y ya no podía presenciar simultáneamente un número casi infinito de acontecimientos, y comentarlos y abordarlos en perfecta armonía mientras ocupaba su mente en otras actividades.

—Ao, ¿qué me has hecho? —gritó Bane, y notó que la suave piedra del trono se desmoronaba bajo sus fuertes dedos. Hizo un esfuerzo para controlar su rabia. No tardarían en llegar los cientos de adoradores a quienes había visitado en sueños, y tendría que estar preparado.

El dios de la Lucha se sentó en el trono pequeño, también negro, tratando de ignorar el que antes había sido suyo. Pensó que sus seguidores lo mirarían, sin ver más que una forma humana, uno de su especie que se había vuelto loco al afirmar haber sido castigado y estar poseído por su dios. Después de torturar su cuerpo para sonsacarle quién había destruido el templo, lo matarían.

Lord Black sabía, por consiguiente, que para impresionar a sus adoradores debía tener un aspecto más que humano. Recordó el rostro que se había otorgado en el sueño y se dispuso a adoptarlo. Sabía por sus seguidores que bajo el templo había una habitación con tesoros, de modo que formó la imagen de un anillo de jade y pronunció un hechizo que elevaría el objeto hasta su mano. Un momento más tarde, armado con el anillo, empezó a recitar, con movimientos perfectos y elegantes, otro encantamiento para cambiar de forma. Así lo requería el hechizo.

Empezó por los ojos, introduciendo unos globos en llamas dentro del cráneo humano. La piel que rodea los ojos no aceptó esta tensión, de modo que a Bane se le mudó la carne blanca hasta convertirse en negra totalmente chamuscada y correosa con colgajos que dejaban parcialmente al descubierto una ruina secreta y misteriosa. Al propio cráneo le creció una especie de afiladas agujas que sobresalían de la carne ennegrecida hasta tener su rostro el aspecto más horrible que imaginarse pueda, sin dejar por ello de ser humano.

Las manos de Bane se convirtieron en garras capaces de desgarrar carne, huesos y triturar acero. Ahora le resultaba doloroso llevar el guantelete, pero sabía que no tenía otra alternativa si deseaba impresionar a sus adoradores. Además, ya oía las firmes pisadas de sus sacerdotes, de los soldados y de los magos que se abrían paso por las ruinas en dirección a la destrozada sala del trono.

Bane presintió que algo iba mal con el hechizo. Estaba seguro de haber dicho bien el conjuro, pero la fuerza que se agitaba dentro de él, llevando a cabo los cambios por él deseados, había creado un impulso que no se detenía, a pesar de las órdenes mentales que él daba. Pareció como si el aire que lo rodeaba se hubiese solidificado y estuviese a punto de triturarle la vida y sacársela de dentro. Hubo un momento que sintió verdadero pánico humano y trató de poner fin al hechizo. Pero, por el contrario, descubrió que su nueva forma estaba recubierta de cuero negro y de apelmazada sangre rojiza.

Lord Black hizo añicos el anillo en un intento de neutralizar el hechizo, cuyo control se le había ido de las manos. Pero en lugar de recobrar forma humana, los efectos del hechizo no desaparecían y conservaba la forma monstruosa que había creado.

Bane no tuvo tiempo de ponderar la extraña reacción del hechizo. Apareció el primero de los componentes de su grey, bien armado, dispuesto a destruir al profanador del Templo de las Tinieblas. Lord Black no dio a su seguidor oportunidad de hablar, se levantó del trono y comenzó a mascullar:

—Arrodíllate ante tu dios —se limitó a decir Bane, con el guantelete sagrado sobre la espantosa cabeza de su mutación. El clérigo reconoció al instante el artefacto y obedeció con expresión consternada en su rostro. A medida que los demás adoradores fueron irrumpiendo en el templo, hicieron lo propio.

Bane miró las aterrorizadas caras de sus seguidores y contuvo las carcajadas que se habían desencadenado en su interior.

Medianoche cerró los ojos y sintió que el sol matutino la bañaba y unos suaves dedos cálidos acariciaban su rostro. Eran aquellos momentos sencillos en los que el recuerdo dulce de la vida sorprendía a la maga, capaz de disfrutar del bienaventurado olvido de las pruebas a las que se había visto sometida recientemente. Medianoche llevaba caminando por los Reinos cerca de veinticinco años y, en su opinión, pocas cosas había ya que pudieran sorprenderla. Sabía que debía haber aprendido más de la experiencia, sobre todo teniendo en cuenta que sus circunstancias actuales eran, como mínimo, bastante insólitas.

Su ropa, su armamento y sus libros estaban cuidadosamente colocados sobre una cómoda de hermosa artesanía que había en el otro extremo de la habitación decorada con elegancia, como si el que se ocupó de aquellos objetos hubiese querido que las pertenencias de Medianoche estuviesen a la vista. Hasta las dagas estaban a su alcance. Medianoche descubrió que iba vestida con un camisón de fina seda, del color de la primera escarcha del invierno, blanco con ligeras tonalidades celestes.

La joven se apresuró a examinar los libros y respiró aliviada al encontrarlos intactos. Seguidamente se dirigió a la ventana y la abrió, dejando así entrar el aire fresco. Le costó un poco abrir la ventana, como si la hubiesen cerrado herméticamente y nadie hubiese vuelto a tocarla en muchos años. Pero, en cambio, la habitación estaba inmaculada, lo que significaba que la habían limpiado recientemente.

Cuando se retiró de la ventana, Medianoche distinguió un espejo con marco de oro y la imagen que éste le devolvió la dejó desconcertada.

El pelo de Medianoche, que le llegaba hasta la cintura, aparecía lavado y cepillado con gran cuidado. En las mejillas vio el rubor artificial, pero no por ello menos sutil, de una joven doncella. Sus labios aparecían pintados de carmesí, cosa insólita en ella, y alguien había aplicado una delicadísima sombra de color burdeos sobre sus ojos. Incluso se había suavizado el tono de su bien proporcionado cuerpo.

En comparación con la imagen sudorosa y desmelenada que había soportado una horrible tormenta en su camino hasta Arabel la noche anterior, la mujer cuyo reflejo le devolvía el espejo era casi una diosa capaz de seducir y reunir un séquito con su encanto sobrenatural.

Medianoche se llevó la mano a la garganta y, bajo el camisón notó el frío acero del medallón.

Se quitó el camisón, se acercó al espejo, se desprendió de la ropa y examinó mejor el medallón. Era una estrella azul y blanca, con franjas de energía que se movían por la superficie como diminutos rayos. Dio la vuelta al medallón para ver su dorso, y sintió un ligero tirón en la piel del cuello.

La cadena del medallón se había enganchado a su piel.

Necesitó de toda su concentración para lanzar un simple hechizo a la estrella y detectar magia, pero el resultado del hechizo fue asombroso. Del medallón surgió un haz de luz que iluminó toda la habitación. Aquella simple pieza de joyería contenía un poder tan grande que le temblaban las rodillas y la habitación se puso a girar ligeramente en torno a ella.

Medianoche se volvió hacia la cama, caminó hasta el colchón de plumas y antes de tumbarse sobre él cayó de bruces. Apretó las sábanas con los dedos y cerró con fuerza los ojos hasta que se le pasó el vértigo que sentía; luego se puso boca arriba y volvió a mirar la habitación. Sus pensamientos volaron a los incidentes del mes anterior.

Menos de tres semanas hacía que Medianoche se había incorporado a la Compañía del Lince, que estaba bajo el mando de Knorrel Talbot, en el mar Interior. Talbot se había enterado de la muerte del gran dragón wyrn a orillas del Wyvernwater. Aunque los valientes héroes que habían abatido al viejo dragón no lo sabían, este animal particular había atacado a unos enviados diplomáticos que cruzaban el desierto de Anauroch.

Según el relato del único superviviente, el dragón se tragó enteros a los diplomáticos, y con ellos las grandes riquezas que los hombres llevaban consigo como regalo para el gobernador de Cormyr. Talbot quería encontrar los restos del dragón y recuperar una serie de bolsas mágicamente precintadas que se había tragado. Era un trabajo sucio, pero también muy lucrativo.

La búsqueda fue un éxito y la tarea de desprecintar las bolsas recayó en Medianoche. Le llevó casi todo un día retirar las capas protectoras con que los magos habían envuelto los objetos. Cuando finalmente sacó las trampas mágicas, la compañía se quedó de piedra al comprobar que el contenido de las bolsas no era otra cosa que lo que Talbot interpretó como tratados y promesas de transacciones.

Medianoche se quedó con la compañía y Talbot les pagó los salarios con el oro reunido en una búsqueda anterior. Pero hasta aquella noche Medianoche no tuvo conocimiento de los asuntos secretos de Talbot.

Acababa de ser relevada de su servicio de vigilancia por Goulart, un hombre fornido que apenas hablaba, y estaba empezando a sumergirse en un profundo sueño cuando el murmullo de unas voces la alertaron. Las voces se apagaron al instante y Medianoche fingió dormir, pero, en verdad, estaba preparándose para defenderse. Al cabo de un rato volvieron a escucharse las voces, y en esta ocasión Medianoche reconoció la de Talbot como una de ellas. Lanzó un hechizo de clariaudición a fin de escuchar a escondidas la conversación, y se enteró de que su misión no había sido un fracaso ni mucho menos.

Los pergaminos contenían los nombres verdaderos de muchos de los Magos Rojos de Thay. La información de los documentos la habían obtenido varios espías al servicio del rey Azoun como seguro contra la creciente amenaza del imperio del este. Con la información encontrada en los pergaminos, podían destruir a los Magos Rojos.

Medianoche había sido el último miembro contratado por la compañía, y por una buena razón. Parys y Bartholeme Guin, hermanos gemelos, eran en realidad los magos de la compañía. Se habían negado a verse involucrados en la apertura de las bolsas, por temor al hechicero superior del imperio lejano que las había precintado. Obligaron a Talbot a contratar a otro mago para ese cometido, con la intención de matarlo una vez hubiera realizado su trabajo.

Talbot, sin embargo, quería decirle la verdad a Medianoche y darle la oportunidad de unirse a ellos para encontrar a los enemigos de los Magos Rojos y subastar los pergaminos al mejor postor. Mientras los hombres discutían, Medianoche utilizó su magia para robar los valiosos pergaminos, escapar y ponerse a salvo.

Medianoche viajó hacia el norte desde el campamento del camino de Calanter, preocupada por el extraño comportamiento de su caballo. Nunca le había inquietado al animal viajar de noche; era una yegua ligera como el viento incluso en las horas más oscuras de la madrugada. Pero, aquella noche, el bruto se negaba a aligerar su lento y cansino paso mientras recorrían el trecho final de la, en apariencia, desierta carretera que conducía a la ciudad amurallada de Arabel y al santuario.

—Tenemos que llegar a la ciudad esta noche —susurró Medianoche dulcemente, después de arrear al caballo vociferando, despotricando, espoleando y gritando. Al cabo de un rato, Medianoche empezó a inquietarse ante la idea de que los miembros de la compañía pudiesen alcanzarla. Sin embargo, no había nadie a la vista en la carretera despejada, ni tampoco había bosques cerca de la carretera, donde pudiera ocultarse una emboscada.

Medianoche palpó los pergaminos sustraídos bajo la capa. Talbot y sus hombres la estarían persiguiendo para recuperarlos. A pesar de que no había leído las inscripciones, comprendía perfectamente el poder de aquellos pergaminos; capaces de hacer tambalearse imperios lejanos.

De pronto el caballo se encabritó, sin que hubiera nada en el campo de visión de Medianoche que justificase la alarma del animal. Se fijó en las estrellas. Muchas se estaban apagando, luego volvieron a aparecer formando constelaciones. En el momento en que Medianoche levantaba un brazo para protegerse, aparecieron los hermanos Guin. Cabalgaban por el aire y atacaban tanto por delante como por detrás. De la oscuridad que flanqueaba a Medianoche surgieron Talbot y el resto de sus hombres, que se abalanzaron sobre ella.

Medianoche se defendió bien, pero ellos eran mucho más numerosos. Sólo el hecho de estar en posesión de los pergaminos evitó que la matasen al instante. Y cuando la golpearon y cayó del caballo, Medianoche pidió ayuda a la diosa Mystra.

«Te salvaré, hija mía —dijo una voz que sólo fue audible para Medianoche—. Pero sólo si mantienes a salvo mi sagrada responsabilidad».

—¡Sí, Mystra! —gritó Medianoche—. ¡Lo que tú quieras!

De las tinieblas surgió entonces, a una velocidad increíble, una enorme bola de fuego azulado. Alcanzó a Medianoche y a sus enemigos, envolviéndolos en un infierno cegador. Medianoche tuvo la sensación de que le arrancaban el alma y la certeza de que iba a morir. Luego se cerró la noche.

Cuando se despertó, la carretera que aparecía ante ella estaba quemada y todos los miembros de la Compañía del Lince habían muerto. Los pergaminos estaban destrozados y su caballo había desaparecido. Un extraño y hermoso medallón azulino colgaba del bronceado cuello de Medianoche.

La responsabilidad de Mystra.

Consternada, la maga siguió su camino a pie. Sólo era vagamente consciente de la fuerte tormenta que se había desencadenado a su alrededor. Si bien era de noche, la carretera por la que caminaba estaba iluminada como si fuese mediodía. Continuó caminando en dirección a Arabel hasta que, falta de fuerzas, se desplomó.

Medianoche no recordaba nada desde el momento en que cayó en la carretera hasta que se despertó en la desconocida habitación donde se encontraba ahora. Tocó inconscientemente el medallón con los dedos, y empezó a vestirse. Medianoche llegó a la conclusión de que, evidentemente, la estrella era un recordatorio del favor que le había hecho Mystra. Pero ¿por qué le pellizcaba la piel?

Medianoche sacudió la cabeza.

«Supongo que tendré que esperar hasta que me llegue la respuesta a esta pregunta», dijo la maga con tristeza. Habría contestaciones, a su tiempo. Estaba segura de ello. Si le gustarían o no, ése era otro cantar.

Medianoche estaba deseando inspeccionar el entorno donde estaba, de modo que se apresuró a terminar de recoger sus cosas. Cuando se inclinó sobre la bolsa para meter en ella su libro de hechizos y su ropa, una ligera ráfaga de aire le advirtió que no estaba sola en aquellos aposentos desconocidos; un instante después unas manos se posaron sobre su espalda.

Milady —dijo una voz suave, y Medianoche se volvió para ver de quién partía aquel amable requerimiento.

Ante sí tenía a una niña vestida con un camisón rosa y blanco, que parecía exactamente una delicada rosa que floreciese en cada movimiento. El pelo, largo hasta los hombros, enmarcaba su rostro y la expresión que aparecía en sus atractivos rasgos era la de una niña asustada.

Milady —volvió a decir la muchachita—, ¿estáis bien?

—Sí, estoy bien. ¡Vaya tormenta la de anoche! —repuso Medianoche tratando de disipar los temores de la niña mediante un comentario trivial.

—¿Una tormenta? —preguntó la niña con una voz que apenas era un susurro.

—Sí —contestó Medianoche—. Supongo que oirías la tormenta que descargó anoche. —El tono de Medianoche era seco. No deseaba echar leña al fuego de los temores de la niña, pero tampoco quería que le tomasen el pelo con una ignorancia fingida.

La niña respiró profundamente.

—Anoche no hubo ninguna tormenta.

Medianoche miró a la niña y se quedó consternada al ver reflejada la verdad en sus ojos. La maga volvió a mirar por la ventana ladeando la cabeza, y el pelo negro que le llegaba hasta la cintura le cayó hacia adelante ocultando su rostro.

—¿Qué lugar es éste? —dijo por último Medianoche.

—Es nuestra casa. Vivimos aquí mi padre y yo, milady, y vos sois nuestra invitada.

Medianoche suspiró. Por lo menos no parecía estar en peligro.

—Yo soy Medianoche, del valle profundo. Acabo de despertarme y me encuentro vestida como una gran dama cuando no soy más que una viajera y no recuerdo haber llegado a vuestra casa —comentó Medianoche—. ¿Cómo te llamas?

—¡Annalee! —gritó una voz detrás de Medianoche. La niña se estremeció y se recogió en sí misma mientras se volvía hacia la puerta, donde había un hombre alto, delgado y fuerte, con finos cabellos castaños y una tosca barba de varios días. Iba vestido con una túnica marrón claro sujeta por un grueso cinturón de cuero. Unos galones dorados adornaban el cuello abierto y los anchos puños de la prenda.

Annalee pasó como flotando por delante de Medianoche y salió de la habitación; a su paso el aroma de una fragancia embriagadora perfumó el aire.

—¿Serías tan amable de decirme dónde estoy y cómo he llegado aquí? Todo lo que recuerdo es la devastadora tormenta de la que fuimos víctimas anoche —dijo Medianoche.

—¡Oh, es extraordinario! —exclamó él a la vez que se dejaba caer en el borde de la cama—. ¿Cómo te llamas, hermosa viajera?

Medianoche deseó en aquel momento conocer la frase adecuada para aceptar con elegancia un cumplido. Como no era así, se limitó a apartar la vista, miró al suelo y recitó obedientemente su nombre y el lugar de origen.

—¿Y cómo te llamas tú? —quiso saber Medianoche.

Volvía a sentir la debilidad que había experimentado poco antes y se vio obligada a sentarse en el borde de la cama.

—Soy Brehnan Mueller. Soy viudo, como sin duda habrás adivinado. Mi hija y yo vivimos en esta casa de campo, en el bosque que está al oeste del camino de Calanter. —Brehnan recorrió la habitación con la mirada, y sus ojos se entristecieron—. Mi esposa enfermó, la trajimos a este cuarto, la habitación de huéspedes, y aquí murió. Desde hace diez años eres la primera persona que duerme en esta cama.

—¿Cómo he llegado hasta aquí?

—Primero, dime, ¿cómo te encuentras? —preguntó Brehnan.

—Dolorida, cansada, casi… aturdida.

Brehnan asintió con una inclinación de cabeza.

—¿Dices que anoche hubo una tormenta?

—Sí.

—Una impresionante tormenta sacudió los Reinos —dijo Brehnan—. Los rayos que rasgaban el cielo por todas partes asolaron los templos de los Reinos. ¿Lo sabías?

Medianoche sacudió la cabeza.

—Sabía lo de la tormenta, pero nada de la destrucción.

La maga notó que se tensaba la piel de su rostro. Volvió a mirar por la ventana. Vio de pronto claramente las imágenes que tenía ante sí.

—Pero la tierra está seca. No hay señales de lluvia.

—La tormenta de la que hablas se desencadenó hace dos semanas, Medianoche. El maravilloso semental de Annalee se asustó con la tormenta y se desbocó. Yo alcancé al caballo al otro lado del bosque, cerca de la carretera, y fue allí donde te encontré; tu piel brillaba con una luminiscencia que casi llegó a cegarme. Te agarrabas con las manos al medallón que colgaba de tu cuello. Incluso una vez te hube traído aquí, tuve que hacer lo imposible para apartar tus dedos de ese objeto. Y no pude quitarte el medallón.

»Al principio temí que la cama donde estamos ahora sentados fuese tu último lugar de descanso, pero fuiste recuperando poco a poco las fuerzas y comprobé que día a día iba avanzando el proceso de curación. Ahora ya estás bien.

—¿Por qué me ayudaste? —preguntó Medianoche como ausente. La debilidad que sentía iba pasando, pero seguía aturdida.

—Soy uno de los clérigos de Tymora, diosa de la Fortuna. He visto milagros. Milagros como el que sin lugar a dudas se produjo contigo, hermosa dama.

Medianoche se volvió para mirar al clérigo, poco preparada para oír las siguientes palabras ni el fervor con que las pronunció.

—¡Los dioses deambulan por los Reinos, querida Medianoche! Se puede ver a la propia Tymora entre el banquete de mediodía y el banquete del anochecer en pleno Arabel. Por supuesto, se debe entregar una pequeña donación a la iglesia por este privilegio; pero ¿no vale la pena pagar unas monedas de oro para ver a un dios? Además, hay que reconstruir el templo, ¿comprendes?

—Claro —dijo Medianoche—. Dioses… y oro… y dos semanas que se han ido. —Vio que la habitación empezaba de nuevo a dar vueltas.

Se oyó de pronto un ruido fuera. Medianoche miró por la ventana y vio a Annalee guiar un caballo por el claro del bosque. El caballo volvió la mirada a la ventana y Medianoche sofocó un grito que se le escapaba. El animal al cuidado de Annalee tenía dos cabezas.

—Como es lógico, ha habido algunos cambios desde que los dioses llegaron a los Reinos —dijo Brehnan. Luego su tono se volvió acusador—. ¿No habrás intentado alguna magia?

—¿Por qué?

—La magia se ha vuelto… inestable desde que los dioses llegaron a los Reinos. Será preferible que no lances ningún hechizo a menos que tu vida dependa de ello.

Medianoche oyó a Annalee llamar a cada cabeza del caballo con un nombre distinto, y estuvo a punto de echarse a reír. Ahora la habitación giraba vertiginosamente y la maga supo la razón; era el hechizo que había lanzado. Trató de levantarse pero se cayó hacia atrás sobre la cama. Consternado, Brehnan pronunció el nombre de Medianoche y trató de sujetarla por el brazo.

—Espera. No estás lo bastante recuperada como para marcharte. Además, los caminos no son seguros.

Pero Medianoche ya había logrado ponerse de pie y se encaminaba a la puerta.

—Lo siento. Tengo que ir a Arabel —dijo la maga mientras salía precipitadamente—. ¡Tal vez haya alguien allí que pueda explicarme lo que ha pasado en Faerun durante estos últimos días!

Brehnan miró a Medianoche encaminarse a la carretera y sacudió la cabeza.

—No, milady, dudo que nadie, salvo quizás el propio gran sabio Elminster, pueda contarte lo que ha ocurrido en los Reinos estos días.