Sonó el teléfono. Bauer atendió.
—¿Estás escuchando la radio? —le preguntó Ben Nichols.
—No. ¿Por qué?
—Tus perros atacaron de nuevo. En esa comunidad que hay en Sproul’s Mountain.
—¡Oh, no!
Bauer cerró los ojos.
—Mataron a un niño —explicó Nichols pausadamente—. Y su madre falleció camino del hospital.
El peso de aquellas nuevas muertes cayó sobre Bauer. Trató de sobreponerse.
—¿Cuándo?
—Hace un par de horas. Están llamando a la policía de todo el Estado. Movilizan unidades de la Guardia Nacional.
—Ben, ¿puedes cargar la moto en tu camioneta y llevarme allí, ahora mismo?
—No creo que debieras ir en estos momentos, Alex.
—¿Puedes hacerlo?
—Sí.
—Llegaré dentro de veinte minutos.
Bauer entró en el dormitorio y se puso unos Levi’s y una camisa de lana. Se calzó las botas de escalador. Sus pertrechos estaban alineados a lo largo de la pared de la sala de estar. Extrajo los elementos superfluos, puso comida para un par de días en la mochila, unos calzoncillos y un par de calcetines, la brújula, el encendedor, un impermeable y un anorak. Se puso un cuchillo de monte en el cinto. Llevó la mochila y el saco de dormir al auto.
Por el camino, escuchó la radio. Estaban a punto de salir los aviones de reconocimiento. La policía del Estado, los ayudantes del comisario, jefes de policía de las localidades vecinas y funcionarios del Departamento de Conservación estaban estableciendo un cerco en torno de la falda de la montaña. Actuando a petición del coronel Mulcahey de la policía del Estado, el gobernador había ordenado la movilización de cinco compañías de la Guardia Nacional. Los guardias se presentaban a los cuarteles a los que habían sido asignados y se esperaba que los camiones que transportaban las primeras unidades llegaran a última hora de la tarde. Un equipo de expertos tiradores de la policía del Estado, acompañado de un rastreador, estaba apostado en el lugar de ataque, pero todos los esfuerzos tendían a cerrar el cerco en la base de la montaña con el fin de que los perros no pudiesen escapar. El coronel Mulcahey había formulado una categórica declaración: «Esta vez vamos a atraparlos». Si bien no se tenían pruebas concluyentes, el interrogatorio de las dos víctimas supervivientes indicaba que uno de los miembros de la manada había tenido cría. Si ello era cierto, manifestó un portavoz del Departamento de Conservación, entonces no había dudas de que los animales aún se encontraban en la montaña. Si no lo era, y los perros habían huido del área antes de haber sido cercada, entonces era fácil de imaginar lo que sucedería: la manada tenía miles de hectáreas de terreno boscoso donde refugiarse y, a menos que se incendiara la mitad del Estado hasta que sólo quedasen las rocas peladas, encontrarles sería más una cuestión de suerte improbable que otra cosa. La policía prohibió la intervención de la población civil. Las personas no autorizadas serían arrestadas, sus armas, confiscadas, y además se les aplicarían elevadas multas.
Nichols estaba esperándole en el patio. Había cargado la moto en la caja de la camioneta. Una parte de la culata del Winchester asomaba por la parte superior de la funda de cuero sujeta al cuadro de la moto.
Bauer trasladó su equipo del coche a la camioneta.
—Gracias, Ben. Te lo agradezco mucho.
—Alex, esto es una locura. Si los perros están en la montaña, no podrán escapar, y serán atrapados tanto si tú estás allí como si no. Esa gente sabe lo que hace. Tú, no. Ellos lo encontrarán. No tienes responsabilidad alguna en todo esto.
—Sí que la tengo. Debo encontrarlos yo primero. Yo soy quien debe encontrar a Orph. Yo y nadie más.
«Le amo. Le amo. La culpa no es de él. No puedo consentir que sea despedazado por la turba. Merece algo mejor. No puedo permitir que lo abatan y maten como si fuese una alimaña».
—Estás loco —le dijo Nichols.
Bauer no replicó.
—Mañana por la mañana mandarán un pequeño ejército. Corres el peligro de que te metan una bala en el culo.
—Tengo intención de llegar allí arriba, y me gustaría aprovechar la luz del día. ¿Podemos partir en seguida?
—¿Y si me niego? No pienso ayudarte a que te comportes como un imbécil y a que te expongas a que te maten.
—Entonces me iré a la ciudad en el coche, me compraré un rifle, volveré aquí y subiré a esa montaña a pie.
—De acuerdo. —Nichols abrió la portezuela de la camioneta—. Sube.
Salieron del desvío que conducía a la casa de Nichols.
—Hay una lata con ocho litros de agua en la moto y otra con cinco litros de gasolina. El depósito está lleno. Con eso puedes hacer noventa o cien kilómetros.
Bauer asintió:
—En la guantera está el revólver. Hay una caja de balas, y otra para el Winchester.
Bauer se desabrochó el cinturón, introdujo la punta en la hembrilla de la pistolera y seguidamente volvió a abrocharlo.
—Toma —dijo Nichols tirándole un mapa topográfico de gran escala, sin apartar la vista de la carretera—. Busca el sitio que creas más conveniente y dime por dónde debo ir.
Las líneas de cota aparecían más espaciadas sobre la ladera sudoriental, donde el ángulo de ascensión era más gradual. También estaban indicados los barrancos, lo que podría ser una ayuda.
Los patrulleros de la policía pasaban raudos por la ruta, con las sirenas ululando y las luces rojas del techo lanzando destellos intermitentes.
Nichols abandonó la autopista, adentrándose en un camino rural; al cabo de cinco minutos, tomó un nuevo desvío. El camino estaba lleno de baches y densamente poblado de árboles y maleza a ambos lados. Encontraron un patrullero detenido al borde del camino. Un policía del Estado permanecía en pie junto a él, escrutando la carretera en ambas direcciones. Ignoró la camioneta. A los cien metros había apostado otro policía, y ciento cincuenta metros más adelante, pasaron por el costado de otro patrullero y un tercer hombre.
Nichols levantó el mentón hacia la monstruosa giba arbolada que se alzaba a su derecha.
—Sproul’s Mountain.
Circundaban la montaña, dejando atrás autos de la policía estacionados a intervalos regulares y hombres con uniformes variados, armados de rifles o escopetas, que caminaban lentamente arriba y abajo, vigilando el camino y el lindero de los matorrales, que se extendía a su lado. Los hombres y los vehículos estaban apostados a considerable distancia, pero poco terreno escapaba a las miradas escrutadoras, tanto en una como en otra dirección, de por lo menos un hombre.
Bauer estudió el mapa:
—En la próxima intersección, a la izquierda; deben de faltar unos ochocientos metros. Luego debemos recorrer un kilómetro y medio, según parece aquí.
—Desiste, Alex.
—No.
Mientras se acercaban al punto desde donde Bauer pretendía iniciar la ascensión, Nichols dijo:
—Me detendré en la brecha más amplia que encuentre entre los policías. Tendremos que actuar de prisa o te echarán el guante. Cuando frene, salta, suelta la tapa de atrás y súbete a la caja. Junto a la moto hay un tablón. Alcánzamelo en seguida. Yo me encargaré de apoyarlo en la caja; tú ocúpate de bajar la moto por él. Cárgate la mochila en la espalda, después ya tendrás tiempo de atarla a la moto. Yo la pondré en marcha, luego te subes a ella y en marcha. Sólo dispondrás de uno o dos minutos.
—Correcto.
Bauer dobló el mapa y lo deslizó bajo la camisa; se metió una caja de balas en cada bolsillo.
Encontraron dos patrulleros más y un par de policías. Luego llegaron a un sector donde los hombres estaban más alejados uno del otro.
—¿Listo?
—Listo.
Nichols se salió del camino, apretó el pedal del freno y tiró del de mano.
Bauer ya tenía un pie en el suelo. Nichols le siguió en un instante. Nichols recibió la moto al pie del tablón, se puso a horcajadas sobre ella y giró la llave de contacto.
—¡Eh! ¡Vosotros! ¡Alto ahí!
Un policía situado a unos doscientos metros empezó a caminar hacia ellos.
Nichols dio un taconazo al pedal de arranque. El motor se puso en marcha. El policía ahora corría. Nichols aceleró la máquina, cuyo tronar ahogó los gritos del guardián del orden. Bauer palmeó a Nichols en la espalda y saltó sobre la moto.
—¡Gracias!
Arrancó, poniendo especial cuidado en no golpearse contra el sillín.
El policía se detuvo junto a Nichols.
—¡Maldita sea! ¡Alto!
Bauer se alejaba lentamente. El rostro del policía se contrajo de ira. Alzó el rifle.
—¿Piensa disparar contra un hombre por montar en moto? —le dijo Nichols.
El policía le miró y luego salió a la carrera tras Bauer. Desistió del intento a los cien metros y volvió a donde estaba Nichols.
—Muy bien, mamita. Muéstrame tu licencia.
—¿Para qué?
—Tu compañero puede haberse escapado, pero tú no, y estarás bajo arresto durante seis días a contar desde el domingo. ¡Los papeles!
Floyd Tyndall era el rastreador. Era un hombre de setenta años, de hombros caídos e incipiente joroba, y casi ciego del ojo derecho. Cargaba un Marlin 32 Special, su arma favorita para cazar venados, con la que había logrado los dos ciervos que merecieron ser clasificados en segundo y tercer lugar por su tamaño entre los trofeos de caza del Estado. Era un tirador diestro, y no había logrado habituarse a disparar con el arma en el hombro izquierdo, cuando empezó a perder la vista de su ojo derecho, unos diez años atrás. De modo que se había hecho fabricar estrafalarios artefactos para sus armas largas, con brazos curvos que los sujetaban a la derecha del punto de mira del cañón del rifle, y miras telescópicas montadas a varios centímetros de distancia a la izquierda de la culata. Aún seguía apoyando los rifles en su hombro derecho, pero apuntaba con el ojo izquierdo, y tenía tan buena puntería como antes.
Había tardado una hora en seguir el rastro de los primeros cuatrocientos metros, acompañado de los tres tiradores certeros, y éstos se estaban impacientando cada vez más.
El oficial Laughlin dijo:
—¡Demonios!, antes de que consigamos llegar siquiera al primer cerro, ya habrán cruzado al otro Estado. Siguen el curso del arroyo; ¿por qué no avanzamos más aprisa en esa dirección?
—Éste es el camino que han seguido hasta aquí —repuso Tyndall—. Pero eso no quiere decir que sea ésa la dirección que llevan.
—Es el camino más fácil y el más lógico.
—Para ti; pero tú no eres un perro. Supongo.
Al cabo de media hora aún continuaban bordeando el arroyo, y los compañeros de Laughlin le dieron la razón a él.
—Seguid vosotros, muchachos —dijo Tyndall—. Yo debo quedarme aquí porque hace rato que no veo señal alguna, y vuestra cháchara no me ayuda en nada.
Los guardias observaron el suelo. Se encontraban en un terreno rocoso y no se veía rastro alguno. Avergonzados, cerraron el pico y siguieron a Tyndall como escolares castigados, mientras éste se metía en el agua y vadeaba el arroyo hasta la otra orilla; luego regresó y empezó a dar vueltas describiendo amplios círculos, arrastrando los pies y refunfuñando en voz baja. Al cabo de un rato, se detuvo y cogió algo que estaba prendido en una ortiga.
Se lo mostró a los policías.
—No es pelo de venado, ni de zorro, ni de ningún otro animal que habite normalmente en los bosques. A primera vista, diría que pertenece al pelambre del vientre de un perro.
Frotando el pulgar y el índice, fue dejando caer el vellón de pelos grisáceos.
Minutos más tarde había encontrado el rastro de nuevo, que se alejaba en ángulo recto del arroyo.
A la caída de la tarde, llegaron a un calvero. En la arboleda circundante había excrementos de perro, huellas de sus patas por todas partes, huesos roídos y círculos de hierba aplastada en los lugares donde se habían acostado.
—Veis este arroyo —explicó Tyndall—; es un afluente del que seguían antes. El tercero o el cuarto, creo. Si hubiéramos continuado adelante, nos encontraríamos en algún sitio donde ni Dios sabría cómo llegamos hasta allí y estaríamos pensando que no hay ningún perro por estos andurriales y diciendo que lo mejor que podríamos hacer sería regresar antes de que anocheciera.
—Sí…, bueno… —A Laughlin le dolía que el viejo le hiciera sentirse como un estúpido—. Bueno, hemos descubierto su escondrijo, pero yo no veo ningún perro por ninguna parte, y no tardará en anochecer.
Tyndall giraba la cabeza, escrutando la espesura del bosque y los riscos más elevados.
—No sé mucho de perros y no conozco sus hábitos, pero estoy seguro de que están por estos alrededores. En este momento nos están vigilando.
Instintivamente, los guardias alzaron sus armas. Miraron en derredor.
—¿Cómo lo sabe?
—Todos los indicios demuestran que han estado viviendo aquí una temporada. Ahora bien: un animal de las características que se suponen en un perro salvaje no permanecería en un lugar tan cercano a otro habitado por gente a menos que se viese forzado a ello. Por lo tanto, debemos creer que lo que aquellos muchachos dijeron con respecto al cachorro significa que hay una perra en la manada y que tuvo cría, muy cerca de donde nos encontramos ahora, y la perrada se ha quedado aquí esperando que los cadillos fuesen lo suficientemente grandes como para poder caminar. Y eso significa que, como sea que los perritos son demasiado pequeños, la manada se ha visto obligada a permanecer con ellos; al menos, la perra. Así que cabe suponer, además, que hace rato que nos olfatearon y nos oyeron acercarnos, y ahora están escondidos en algún lugar del bosque, tal vez detrás de aquellos matorrales, y nos están observando para ver qué vamos a hacer.
—¿Cómo les descubriremos?
—De ninguna manera. Ellos vendrán hacia nosotros. Ahora, separaos y apostaos detrás de esas rocas. Mantened los ojos bien abiertos.
Los policías ocuparon sus posiciones. Tyndall empezó a recorrer el claro. Ponía especial atención en examinar el terreno en torno de los tocones y las piedras medio enterradas.
¡Crr-ac! Un rifle escupió una lengua de fuego. ¡Crr-ac!
—¡Allí, allí! ¡Un perro amarronado, cerca de aquel pino retorcido!
El policía apuntaba con el rifle.
—¡Estaba ahí mismo! Lo he visto.
—¿Le has dado?
—No lo sé. Por Dios Santo, vamos, Tyndall.
—¡Cálmate! —Tyndall recorría el lindero del bosque con la vista—. No le hubieras visto si él no hubiese querido que le vieses. Se dejará ver de nuevo dentro de un instante. Pero no en el mismo sitio, y sólo durante un segundo. Es difícil que puedas darle.
—Pero ¿de qué diablos está hablando?
Tyndall se estaba divirtiendo. No sentía simpatía por aquellos expertos tiradores, como les llamaban. Quizá, con el rifle apoyado en una barricada de sacos de arena, eran capaces de liquidar a un criminal a través de una ventana desde una distancia de quinientos metros; pero no valían un comino para aquella tarea.
—Apuesto veinte contra uno a que era la perra. Y no hace más que tomarte el pelo. Lo que ella quiere es alejarte de los cachorros. Logrará que salgas en su busca, mostrándote la punta del rabo de cuando en cuando, con el fin de mantenerte entusiasmado, y luego, cuando te haya llevado a tres o cuatro kilómetros de aquí, desaparecerá y tú te quedarás solo con el rifle en la mano y un palmo de narices. No te muevas de tu sitio. Ya volverá a aparecer.
A los diez minutos, la perra lo hizo. Salió corriendo de detrás de un arbusto, cruzando un claro, hacia una espesa arboleda, a unos sesenta metros cuesta arriba. Laughlin disparó tres veces seguidas. Uno de los otros policías metió un par de balas en el tronco de un pino joven.
—Bueno, así no haremos nada —dijo Tyndall—. Muchachos, no sois tiradores certeros. Que uno de vosotros me preste su linterna.
Se abrió paso entre los arbustos hasta el pie de un escarpado rocoso.
—Antes vi que había una madriguera por aquí. No quería hacer esto, pero está visto que algo tenemos que hacer para que os sea más fácil afinar la puntería.
Se arrodilló. Sus articulaciones crujieron.
—Muchachos, vigilad que no se me venga nada encima —les advirtió.
Se agachó, encendió la linterna y metió la cabeza dentro de la madriguera. En el fondo había cuatro cachorros acurrucados. Tenían las orejas pegadas al cráneo a causa del miedo; sus ojos eran unos diminutos discos brillantes a la luz de la linterna. Se trepaban unos encima de los otros, gruñendo y mostrando los dientes.
—No temáis —les dijo Tyndall, escurriéndose hacia el interior y alargando un brazo—. Nadie os va a hacer daño. Tranquilizaos.
Cogió a uno de los cadillos por las patas delanteras. El cachorro tironeó, ladrando, y le clavó una dentellada. Arrastrando al perrezno hacia fuera, Tyndall exclamó:
—¡Huy! Suelta. Vamos, basta ya.
Pero, en verdad, no le importaba; no le hablaba con enfado.
Agarró al cachorro por la piel del pescuezo, para que no pudiera morderle. El perrezno comenzó a gañir. Los cachorros le hicieron coro desde la cueva. Tyndall se precipitó hacia el centro del calvero.
—Poneos a mi alrededor —dijo— y abrid los ojos como no lo hicisteis en toda vuestra vida. No sé qué pasará, pero estoy tan seguro de que algo ocurrirá, como estoy convencido de que existe el infierno.
No deseaba hacerlo, pero empezó a pellizcar al cachorro y a sacudirle. Éste armó un escándalo. Los ojos de Tyndall perforaban la espesura. Se le cortó el aliento.
En la Casa del Árbol, la perra había cortado la soga con los dientes. Cogió al cachorro con la boca y se fue trotando hacia el bosque. Cuando llegó a la madriguera, los otros cadillos estaban hipando. Se apiñaron en torno a ella. La perra les tranquilizó, lamiéndoles, hasta que se callaron. Luego se llevó al más grande, a Loki, el que había sido robado, al exterior de la madriguera. Los demás trataron de seguirla. Ella les impidió que lo hicieran. Loki se había recobrado casi por completo; había heredado el carácter de su progenitor.
Orph se paseaba por el calvero presa de una enorme agitación. No podían permanecer allí. Eso lo comprendían todos. Una madriguera, en cuanto era descubierta, dejaba de ser un lugar seguro y conveniente para los cachorros. Se convertía en una trampa. A Orph los pelos se le erizaban de cuando en cuando al impulso de la marea de su aprensión. Gruñía en dirección al bosque. Trataba de captar algún efluvio amenazador olfateando profundamente. El negro y el moteado giraban inquietos a su alrededor.
La perra subió por la vertiente con Loki en la boca. Orph se puso a su lado, rozándola con su cuerpo. El negro y el moteado les siguieron.
Continuaron la ascendente marcha durante casi una hora. Loki se sentía desgraciado al ser llevado de aquella manera. Le resultaba incómodo y hería su dignidad. Trató de liberarse. La perra gruñó y apretó los dientes sólo lo suficiente como para que se quedara quieto. Jamás lo había hecho antes. El cachorro se asustó y lo tomó en serio. Se quedó preocupado y sumiso, cuando por fin su madre lo dejó en el suelo y empezó a cavar una pequeña madriguera en la tierra esponjosa, en medio de una maraña de troncos y ramas de árboles muertos y podridos.
Orph se mantenía alerta mientras la perra terminaba de cavar la madriguera y empujaba al cachorro con el hocico para que se metiera en ella. Castigó al perrezno con el fin de que no se moviera de allí. Volvieron todos sobre sus pasos, y la perra cogió a otro cadillo.
Al llegar a la tierra baja, cuando hacían el tercer viaje de vuelta, se toparon con un muro de olor humano, preñado de sed de sangre. Se detuvieron abruptamente, llenándose los pulmones de aquel olor. La perra lanzó un gañido. Les acometió un poderoso y compulsivo deseo de huir, pero eso no era posible.
Orph les condujo hacia adelante, hacia el centro del terrible torbellino de aquel efluvio, luchando contra el impulso de huir.
Se aproximaron con dolorosa lentitud, asentando las patas con cuidadosa delicadeza, arrastrándose con el vientre pegado al suelo, en los últimos metros, hasta que pudieron contemplar, ocultos por unos matorrales, el calvero a través de las hojas.
Los hombres y sus rifles estaban allí, cerca de la madriguera.
La perra lloriqueó.
Esperaron, con las lenguas colgantes, de las cuales caían al suelo gruesas gotas de espesa saliva, y los músculos acalambrados.
Apenas podían resistir aquella espera.
La perra dejó escapar un gañido. Se deslizó hacia el claro. Orph se puso en pie con el cuerpo tenso. El negro y el moteado se levantaron como movidos por un resorte. Contemplaron cómo la perra se acercaba al claro. Permaneció un largo rato tras un arbusto, jadeando penosamente. Luego saltó, se quedó un instante expuesta a la vista de los hombres, y se ocultó de nuevo.
¡Crr-ac! ¡Crr-ac!
Orph se estremeció al oír los disparos.
Observó a la perra que estaba a la espera. Olfateaba y escuchaba con atención para captar el menor ruido que le indicara que salían en su persecución. Pero los hombres permanecían en el claro. Dio un rodeo, se dejó ver de nuevo, y de nuevo le dispararon. Una vez más esperó que los hombres salieran tras ella.
Se tendió en el suelo y se quedó vigilando, sumida en la angustia. Se estremeció. Uno de los hombres se acercaba a la madriguera. Se puso en pie de un salto. Se le erizaron los pelos. Se le envaró la cola.
Los cachorros empezaron a ladrar. La perra dio unos pasos hacia delante. Los hombres tenían en su poder a uno de los cachorros. Éste lanzaba desesperados gañidos.
La perra contrajo los belfos, dejando los colmillos al descubierto, y salió rauda de entre la maleza en dirección al calvero.
—¡Allí!
Laughlin se encajó la culata del rifle en el hombro: ¡Crr-ac!
Tyndall dejó al cachorro en el suelo y alzó su rifle. La perra corría vertiente abajo.
Los otros policías apuntaban con sus armas.
¡Crr-ac! ¡Crr-ac! ¡Ca-pou! ¡Crr-ac! ¡Ca-pou! ¡Crr-ac!
Las balas levantaban nubes de tierra alrededor de la perra. Ésta se dirigía directamente hacia ellos.
Una bala le rozó un costado.
Una bala hizo impacto en su pecho y la lanzó hacia atrás. Trastabilló y acometió de nuevo.
¡Ca-pou! ¡Ca-pou! ¡Crr-ac!
Le estalló la paletilla, y la perra giró en redondo sobre sí misma.
¡Ca-pou! ¡Ca-pou!
Recibió un proyectil en el muslo. Una bala le atravesó el cuerpo y le arrancó una astilla de costilla al salir por el otro lado.
¡Crr-ac! ¡Crr-ac!
Luchó por incorporarse y embistió de nuevo.
Cayó al suelo golpeada por las balas.
Los disparos retumbaban en el bosque, y las cápsulas servidas tintineaban al chocar contra las piedras.
Las balas se enterraban en su cuerpo, mordían la tierra y rebotaban, con un tañido, contra las rocas.
La perra se retorcía. Se ahogaba con su propia sangre. Hincaba los colmillos en el suelo.
¡Ca-pou! ¡Ca-pou!
Uno de los guardias dejó caer el rifle descargado, empuñó el revólver de reglamento y siguió disparando con él.
Los músculos de la perra se pusieron tensos; alzó el lomo, separando el vientre del suelo; las patas traseras se curvaron hacia dentro, y sus colmillos se hundieron en la tierra; luego se desplomó de costado y ya no volvió a moverse.
Sonaron varios disparos más. El fuego cesó. Las últimas detonaciones resonaron en las montañas, y sus ecos se fueron disipando lentamente.
Tyndall subió por la vertiente y se quedó contemplando con la cabeza gacha el cuerpo mutilado de la perra. Los policías se apiñaron en torno a él. Estaban excitados y nerviosos.
—Sois realmente buenos, muchachos —les dijo Tyndall.
—¡Demonios! ¡Vaya si hemos acabado con ella!
—Será mejor que vigiléis —dijo Tyndall—. Todavía quedan tres más por ahí escondidos y pueden caer sobre vuestras espaldas en cualquier momento.
Los policías se pusieron tensos.
Tyndall se agachó penosamente hasta ponerse en cuclillas. Alargó una mano venosa, cubierta de manchas hepáticas y la dejó reposar sobre la cabeza del animal. Luego le dio unas palmadas afectuosas.
Los policías estaban recargando sus armas. Tyndall no tenía necesidad de hacerlo. Él no había disparado.
Se escuchó un prolongado y estremecedor aullido, que parecía venir de muy lejos.
Los guardias se sobresaltaron. Dos de ellos dispararon al vacío.
Momentos más tarde, se oyó un débil chasquido de una rama al quebrarse.
—Se han ido —dijo Tyndall.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque los animales comprenden. No es que lo piensen, y ni siquiera sabrían expresarlo con palabras aun cuando supieran hablar, pero, de cualquier manera, ellos comprenden. No ven razón alguna para quedarse aquí, ahora.
—Pero ¿y los cachorros?
—Eran de la perra. Y ahora no pueden hacer nada por ellos. Nada —concluyó con tono desafiador—. ¿Entiendes?
Regresaron al calvero. Laughlin arrastraba a la perra por la cola. Uno de los policías sacó la linterna y el revólver y se arrastró hacia el interior de la madriguera, hasta que sólo fueron visibles sus nalgas y sus piernas. Las detonaciones sonaron ahogadas, apagadas. Cuando el agente extrajo el primer cadáver, menudo y destrozado, Tyndall se giró y se internó en el bosque.
—¡Eh! —gritó Laughlin—. ¿A dónde va?
Tyndall no respondió. Las ramas se cerraron tras él.
—Oscurecerá en seguida —siguió gritando Laughlin—. Necesitamos que nos ayude a salir de aquí.
Tyndall no se tomó la molestia de contestar.
La pesada moto exigía fuerza para ser dominada. Chocó contra un tronco caído al tratar de pasarle, por encima, y la máquina quedó clavada. Bauer tuvo que tirar con todas sus fuerzas para sacarla. Mantener el equilibrio requería poner los músculos en tensión. A veces, la cuesta era demasiado empinada, y Bauer tenía que caminar llevando la moto del manillar, con el motor en marcha corta, y la máquina casi le arrastraba, mientras bregaba para evitar que se le cayera encima. Los matorrales eran más grandes y la maleza más tupida de lo que parecían a primera vista, y él tenía que detenerse y retroceder por donde había venido. Las irregularidades del terreno le sacudían la base de la columna, con súbitos y dolorosos tirones a los músculos de la espalda y de los hombros; empezaron a dolerle los riñones. Los barrancos se estrechaban formando hendiduras demasiado abruptas y era necesario buscar un nuevo camino. Al toparse con un despeñadero debió dar un largo rodeo. Hoyos llenos de hojarasca constituían una trampa donde se hundía súbitamente la rueda delantera. Una vez salió despedido por encima del manillar y aterrizó duramente, quedándose sin aire en los pulmones. Un montón de piedras hizo patinar la cubierta y lanzó la moto hacia un costado; la pierna de Bauer quedó atrapada debajo de ella. No se fracturó ningún hueso, pero le quedó el muslo muy magullado y la pierna se le envaró durante la hora siguiente, y sentía dolor al moverla. Alcanzó la cumbre cuando el sol reposaba en la cima de una montaña hacia poniente. Bauer estaba cubierto de sudor, malhumorado y fatigado.
Las sombras parecían lamer el suelo. El sol desapareció. Disponía de una hora de luz crepuscular antes de que cayera la noche. Privado del calor del sol, y habiendo dejado de quemar energías, el sudor comenzó a enfriársele sobre la piel. Se cambió la empapada camisa por una seca. Extrajo el Winchester de la funda, comprobó que tuviera el seguro puesto y apoyó el cañón del rifle en la horqueta de la rama de un árbol. Con un brusco movimiento de la mano sacó el revólver para verificar que la recámara del martillo estuviera vacía. Moviéndose apresuradamente en la oscuridad creciente, cortó ramas de pino para formar un lecho donde colocar el saco de dormir y juntó leña seca.
Cuando el fuego se consumió hasta quedar las brasas vivas, se preparó la cena; luego puso agua a hervir para el café.
La luna menguante era apenas visible. Nubes viajeras oscurecían el astro y las estrellas. La negrura de la noche era densa. Bauer avivó el fuego, creando un pequeño receptáculo de luz en el cual se refugió del negro vacío que le rodeaba, que yacía sobre la tierra y las montañas hasta donde alcanzaba la vista, más profundo que el firmamento, un suave manto hendido con incierta temeridad por las luces de una casa o una cabaña aislada, en los angostos valles que se extendían cual los radios de una rueda a sus pies.
Trató de pensar, pero el examen específico parecía hueco y la reflexión profunda no era posible en la soledad, en la noche, en las espaldas de semejante coloso. La filosofía de la montaña era la masa, su pétrea existencia. Todo lo demás era frágil y efímero.
En algún lugar, Orph estaba en la montaña con él. Lo sabía. Sentía la presencia del animal. Una mente racional lo hubiera llamado una quimérica ideación de su deseo. Pero la montaña reducía la racionalidad al insensato extravío de un liquen esporofito. Orph estaba con él. Se estaban acercando el uno al otro.
Era hora de dormir.
Orph dormitaba a intervalos, con las orejas erectas, que se movían hacia el lugar donde se producía un crujido, el murmullo de la brisa entre las hojas, el roce de una alimaña contra las piedras, y sus ventanas nasales aleteaban sin cesar. Abría los ojos con frecuencia y se levantaba a menudo para buscar la carne de la amenaza que se mantenía al acecho en la noche. El negro y el moteado alzaban la cabeza para observarle.
Orph se encontraba en una meseta desde la cual la montaña se extendía barrancosa hasta el valle. A lo lejos, muy abajo, veía una delgada cinta circular, que desaparecía, en uno y otro extremo, tras los rebordes de la montaña. De cuando en cuando, diminutos puntos luminosos muy brillantes se movían lentamente a lo largo de la cinta. Una o dos veces, oyó el lejano eco de un sonido, que era una bocina, y el murmullo ahogado, indistinto, de algo parecido a una voz humana, que era un megáfono. Del valle se elevaba una súbita corriente de aire que arrastraba, casi tan tangible como una nube, un intenso olor a ser humano, preñado del fuego de la brutalidad, de la caza despiadada y sanguinaria. No era algo contra lo cual se pudiese luchar; era algo de lo cual se debía huir.
El coronel Mulcahey llevaba la corbata desanudada, las mangas de la camisa arrolladas hasta los codos. Tenía las mejillas cubiertas por una crecida barba, que le causaba picazón. Sus ojos estaban enrojecidos. Había tomado demasiado café y le ardía el estómago. Pero lo había logrado: el enorme mapa clavado con chinchetas en la pared del remolque de comunicaciones, su oficina de mando, había quedado sembrado de banderitas en todos los puntos señalados por él. Los dispares e inicialmente desorganizados elementos habían sido amalgamados en una sola fuerza coordinada; la intercomunicación se efectuaba sin inconvenientes y con rapidez; el servicio móvil de intendencia había proporcionado café y desayuno frío a todas las unidades; se habían distribuido las municiones, y los jefes de pelotón estaban apostados, provistos de transmisores-receptores portátiles. Él había superado la fase de somnolencia, y ahora estaba más despejado. Hacía una hora que había amanecido.
Un policía abrió la puerta.
—Llegan los helicópteros, coronel.
Mulcahey salió, parpadeando al contacto con el aire fresco. No se había dado cuenta de cómo se había llenado de humo el remolque durante la noche. Ordenó que lo ventilaran.
Tres helicópteros flotaban hacia ellos a través del profundo desfiladero que se abría entre dos montañas del sector sur. El ruido de sus rotores se hizo audible —nacatanacatanacata—; luego atronó sus oídos, y los helicópteros planearon sobre las copas de los árboles del otro lado de la carretera, proyectando las ramas hacia el suelo, levantando nubes de polvo y remolinos de punzantes granos de arena. Los hombres que rodeaban el remolque se cubrieron la cara con las manos y se volvieron de espaldas.
Mulcahey entró en el remolque y les habló a los pilotos por radio. Se acercó a la ventana y observó cómo uno de los helicópteros se elevaba de costado y desaparecía tras la montaña. Otro pasó directamente por encima de su cabeza y se situó a unos trescientos metros sobre la vertiente que se elevaba frente a la línea formada por la policía y la Guardia Nacional.
El operador de radio esperaba en su asiento.
—Muy bien —dijo Mulcahey—, imparta la orden de salida.
—Comunicado a todas las unidades. Luz verde. Repito. Comunicado a todas las unidades. Luz verde.
En torno de la falda de la montaña, al igual que un lazo corredizo estrechándose alrededor de la base de un cono, las fuerzas de Mulcahey avanzaron e iniciaron el ascenso.
El efluvio se estrellaba contra ellos en oleadas cada vez más intensas. El perro negro y el moteado se estremecieron, observando cómo Orph se movía inquieto de un extremo a otro de la meseta.
Por fin, giró en redondo, incapaz de resistir por más tiempo los mensajes de alarma de sus células, y los otros dos perros se le acercaron, agitando la cola.
Orph saltó por encima de los dispersos troncos caídos y metió la cabeza por la pequeña boca de la madriguera. Dirigió unos ladridos a los cachorros. Éstos se acurrucaron en el fondo de la cueva, hipando.
Acto seguido, se adentró en el bosque en compañía del negro y del moteado.
Corrían con la cabeza alta y las colas al viento, describiendo un círculo con el fin de ganar la vertiente opuesta, donde se levantaba la poderosa mole de la montaña entre ellos y los hombres, desde donde podrían huir hacia el fondo del valle y hacia la cumbre de otras montañas, hasta que el aire fuese limpio, libre de la amenaza de los hombres y la muerte.
Sin embargo, el olor, que ahora era casi tangible, permanecía pegado a ellos, impulsándoles hacia los puntos más elevados, y se canalizaba a través de su camino, y no lograban trascenderlo; estaba siempre allí, frente a ellos, y Orph, de mala gana, cedió y se volvió hacia la cumbre, dispuesto a encontrar y atravesar la espesura hasta la cima y descender por el otro lado.
Varias veces, en el curso de la mañana, se les aproximó algo estridente por los aires, y Orph procuraba ponerse a cubierto, y los tres animales se acurrucaban mirando hacia el cielo, aunque no podían ver nada, y esperaban hasta que aquella barahúnda se disipaba en la nada, y entonces comenzaban a correr de nuevo.
A mediodía, las fuerzas de Mulcahey se encontraban a mitad de camino de la cumbre. El cerco se contraía, tornándose más denso. Mulcahey no tardó en ordenar el retiro de algunas unidades, a intervalos alternados, con el fin de no perder eficacia debido a la densidad.
Solucionar los problemas logísticos sobre la marcha le había puesto a prueba, y finalmente empezaban a agotarse sus reservas de energías, pero él sabía que lograría mantenerse con la mente clara y firme en su puesto hasta la puesta del sol, momento en que el cerco se habría cerrado. No había recibido ninguna información de que alguien les hubiese visto, y no podía evitar que se apoderase de él una cierta inquietud, pero su convicción y confianza se mantenían firmes.
A primera hora de la tarde, accedió a recibir a los periodistas, accedió en aras de su propia moral.
El sol empezaba a declinar. Bauer no llevaba reloj. Supuso que debían de ser las tres y media o las cuatro.
De pie en una elevada estribación rocosa y observando a través de la mira telescópica con la lente en su punto máximo de aumento, podía ver diminutas figuras que se abrían camino lentamente hacia la cima. Calculó que alcanzarían la cumbre al cabo de un par de horas.
Se alejó del resalte y se sentó al pie de los diez metros de rocas peladas, que constituían la cresta de la montaña. El terreno a su alrededor era pedregoso, y las pocas matas que crecían en él eran de tallos duros, espinosos y secos. Formando un semicírculo, a una distancia de cien metros o tal vez menos, se alzaba el lindero del bosque: árboles retorcidos, raquíticos, que tenían un aspecto ominoso e infundían pavor por la frenética intensidad de su lucha por la supervivencia.
Bauer permanecía sentado con el rifle cruzado sobre las piernas.
Su cuerpo estaba inmóvil, pero en su interior, Bauer se sentía convulsionado y con náuseas bajo la caótica turbulencia que lanzaba a Orph de un lado a otro de la montaña, arrastrándole cada vez más cerca de él.
El torbellino de ruido se abatió sobre ellos cuando estaban trepando por una loma escarpada. Orph salvó los últimos metros y corrió a ponerse a cubierto, con el negro a su lado. El perro moteado resbaló y cayó hasta la mitad de la lomada. Topó contra una roca y de nuevo se precipitó hacia la cumbre.
—¡Contacto! ¡Contacto! —gritó el operador de radio.
Mulcahey movió una llave que conectaba un altavoz general.
«… en la cima, corriendo ahora hacia…».
—Habla Mulcahey —le interrumpió el coronel—. Identifíquese.
«… un macizo de… Habla Abel Bird, coronel».
—Deme sus coordenadas.
El piloto lo hizo. Mulcahey le preguntó:
—¿Dónde se encuentra ahora?
«Estamos sobrevolando un macizo de arbustos, que quizá tendrá unos mil metros cuadrados; se metió ahí, y ahora lo hemos perdido de vista».
Mulcahey calló durante un instante y luego dijo:
—Diríjase hacia la cima. Vuele lo más bajo que pueda. Manténgase ahí. Dé algunas vueltas si es necesario. Intente hacerle salir con vuelos rasantes y liquídele cuando aparezca. Si no sale, mantenga su posición hasta que lleguen las fuerzas de tierra, y dispare unos cuantos cartuchos.
El piloto dirigió el aparato de dos plazas, abierto a los costados, hacia los arbustos. El policía sentado a su lado, sujeto con el cinturón de seguridad, estaba armado con un rifle, calibre 12, antidisturbios. La corriente de aire que proyectaba hacia el suelo agitaba la espesura en derredor.
Agachados en la negra sombra de un resalte rocoso, Orph y el negro observaban el helicóptero que azotaba las matas a su alrededor y levantaba remolinos de polvo y hojas. Orph enderezó las orejas y frunció el entrecejo. Arrufaba los belfos, mostrando los colmillos. El negro se pegaba al suelo, con las orejas gachas y los ojos extraviados.
El perro moteado temblaba bajo las ramas. Al llegar a lo alto de la loma, no logró descubrir a Orph ni al negro, y huyó presa del pánico provocado por la máquina que se abatía sobre él, hasta refugiarse en un macizo de arbustos, bajo los cuales se acurrucó. Encima de él, un rugido ensordecedor le hería los tímpanos y le estremecía los órganos del vientre. Las ramas fustigaban el aire sobre él. Una lluvia de ramitas y pequeños guijarros le azotaba con fuerza. El mundo se derrumbaba a su alrededor. No podía soportarlo más. Se levantó de un salto, se zambulló entre la maleza y salió al claro.
—¡Ahí va! —gritó el policía armado—. ¡Son las once!
El moteado corría a través de un campo de altas hierbas y flores silvestres. El piloto osciló en el aire, giró dando una vuelta cerrada y salió tras él, ganando distancia rápidamente. El tirador se asomaba por la puerta lateral con el rifle apoyado en el hombro.
La sombra y el ruido atronador de la máquina cayeron sobre el perro. No podía escapar. Se volvió y lanzó un gruñido a la enorme cosa que se precipitaba hacia él.
El piloto aminoró la marcha y mantuvo el helicóptero inclinado de costado para facilitarle la tarea al tirador.
El perro se levantó en el aire, lanzando dentelladas.
¡Buommmmmm!
La descarga hizo impacto en sus cuartos traseros y le derribó. Las palas del rotor del helicóptero aplastaban la hierba en un ancho círculo en torno del animal. El perro se retorció y se mordió la herida. Agitó la cabeza hacia el helicóptero, trató de levantarse y cerró las fauces en el vacío.
¡Buommmm!
La segunda descarga le aplastó contra el suelo y casi le decapitó.
El piloto palmeó al tirador en la espalda. Inmovilizando la máquina a unos diez metros del suelo, comunicó por radio la muerte del perro.
Mulcahey les felicitó.
—¿Se han dejado ver los otros dos?
—Respuesta negativa. Estaba solo.
—¿Pueden aterrizar?
El piloto estudió el terreno.
—Respuesta afirmativa.
—Entonces descienda y recoja el cadáver del animal. Tráigalo a la oficina de mando. Les proporcionaremos a los periodistas algo que fotografiar.
El piloto posó el helicóptero sobre la planicie. El tirador se liberó del cinturón de seguridad y saltó al suelo, se agachó bajo las palas del rotor e inconscientemente se cubrió la cabeza con un brazo, echó el perro en la carlinga y se abrochó el cinturón, apoyando un pie sobre el cuerpo del animal. El aparato se elevó y se alejó volando a ras de la cima de la montaña.
Orph y el negro huyeron.
Orph estaba enloquecido. Deseaba volverse y precipitarse en aquel efluvio humano que le envolvía a oleadas, en los gritos ahogados, y atacar, hincar los colmillos en la carne y destrozar. Pero el instinto primigenio de su sangre le mantenía en jaque y le obligaba a ascender, a alejarse del vasto depredador multicéfalo cuya ansia destructora saturaba su olfato de un acre olor.
Circundaron la montaña hasta la mitad una vez más, parándose a descansar, resollando ruidosamente, sólo unos minutos cada vez, para emprender de nuevo la forzada marcha. A esa altura, la montaña se estrechaba gradualmente, y el espacio era cada vez más reducido.
Un helicóptero apareció en la distancia, cuando el negro se había desplomado de costado, con los ojos vidriosos, y se aproximaba hacia ellos. Orph se dirigió hacia una arboleda. El negro lanzó un gruñido y bregó por incorporarse. El helicóptero se acercaba demasiado rápidamente como para que él tuviese tiempo de llegar al bosque. Viró en redondo y se introdujo en una quebrada poblada de arbustos y se acurrucó bajo un tronco caído. El helicóptero pasó de largo. El perro negro se tendió de costado, profiriendo un gañido.
Permaneció acostado largo rato, dejando que los latidos de su corazón se hicieran más acompasados, que se le aclarara la visión. Los músculos empezaban a ponérsele rígidos. Estaba desesperadamente sediento. Gruñó y se arrastró hasta salir de la quebrada. No vio a Orph, ni logró descubrir su rastro.
Siguió caminando hasta que encontró agua. Era sólo una charca de tierra húmeda, pero cavó el suelo barroso y luego bebió el agua que afloraba en el hueco. Oyó voces, el crujido de las matas. Salió corriendo de la charca, con la mente en blanco y el cuerpo funcionando sin su guía.
Un guardia parpadeó y exclamó:
—¡Diablos!
Levantó el rifle. A unos ochenta metros, calculó, avanzando en línea transversal. Enorme y negro. Sólo le había visto pasar como un relámpago. Tal vez era un oso, pero él no lo creía. Ahora detrás de las hojas, pero de pronto no vio nada. Hizo oscilar el cañón del rifle, acompasándolo a lo que se suponía era la velocidad del animal.
Un claro. ¡El perro! Pero no tuvo tiempo de disparar.
Echó una rápida mirada hacia donde se dirigía el animal. Debería pasar a través de un espacio abierto, a unos diez metros de distancia. El guardia dirigió el rifle hacia allí, apuntó y esperó. Apareció el perro. El guardia le siguió por la mira del arma y apretó el gatillo.
El perro fue derribado. El guardia hizo fuego de nuevo y falló. El animal se había levantado y corría de mala manera; luego desapareció.
—¡Perro! —gritó el guardia—. ¡Le di! ¡Por aquí! ¡Daos prisa!
Varios guardias convergieron desde distintos puntos, acompañados del ruido de ramas quebradas.
—Por allí, en aquel claro.
Los guardias se dividieron en tres grupos. Uno de ellos avanzó en línea recta; los otros dos subieron por los flancos.
Encontraron huellas de sangre y las siguieron. Salvando rocas y troncos caídos penetraron bajo un arco formado por dos enormes peñascos y avanzaron más allá del charco de sangre donde el animal se había desplomado, sin poder levantarse durante algunos momentos. Las huellas morían en el espeso follaje de un laurel. Los guardias se distribuyeron a su alrededor y se apostaron con las armas preparadas. Tres de ellos agitaron las ramas del laurel.
El bosque estaba en silencio, salvo por los crujidos y los rumores que surgían del arbusto.
Luego el perro negro salió corriendo, trastabillando, arrastrando un largo pedazo de intestino azulado. Seis guardias abrieron fuego. Sus M-16 expulsaban las cápsulas servidas, que saltaban por los aires.
El perro negro se desplomó. La granizada de balas astillaba huesos y le trituraba las quijadas; desgarraba órganos y arrancaba soplos de polvo y gotas de sangre de su carne; rasgó la piel a tiras durante medio minuto después de muerto. Los guardias se apiñaron a su alrededor.
Las sombras se alargaban; la luz del sol tenía un intenso tono dorado con tintes anaranjados.
Se había producido una sorda descarga cerrada unos quince minutos antes. El ronquido de los helicópteros que rondaban por allí se hacía cada vez más fuerte, y hacia su derecha Bauer podía oír de cuando en cuando las voces indistintas de hombres que se hablaban a gritos unos a otros, el crepitar de las perturbaciones atmosféricas en un aparato radiorreceptor. Sus manos sudaban ligeramente al contacto del rifle.
Se levantó y se dirigió desde la cresta rocosa hasta el centro de la planicie. Se detuvo. Mentalmente, llamó a Orph.
Orph cedió ante la presión; gruñendo, se volvió y empezó a ascender en línea recta. Sus uñas se hundían en la tierra y arañaban las superficies rocosas. Enceguecido, fue presa de una rabia feroz. Caminaba, gruñendo roncamente y chirriando los dientes, con los pulmones henchidos y los músculos en tensión, los belfos cubiertos de espuma.
Avanzaba raudo entre los retorcidos troncos de los árboles, agitando su maciza cabeza.
Un gruñido dejó a Bauer helado. Giró la cabeza.
Orph se precipitaba hacia él, con las quijadas batientes.
Las manos de Bauer se cerraron sobre el rifle, pero no lo levantó.
—¡Orph! —gritó—. ¡No! ¡Al suelo!
Un sonido percutió en lo más profundo del cerebro de Orph. El ritmo de su paso se hizo más moderado.
—¡Al suelo! —gritó Bauer—. ¡ORPH…, AL SUELO!
Una cápsula herméticamente sellada estalló en el cerebro de Orph. La memoria hizo erupción y se precipitó como un raudal de agua a través de los agrietados muros de una presa, y un aullido se expandió silenciosamente en su interior, hasta llenarle completamente, y sus movimientos se tornaron espasmódicos, y agachó la cabeza y se detuvo abruptamente, y lanzó el aullido hacia el firmamento vacío. Empezó a gañir.
¡Él! ¡Él!
El recuerdo se volvió cálido, y le invadió un éxtasis amoroso, un rapto de placer; fue presa de un lazo de densa textura; experimentaba adoración, un espasmo de embeleso.
A veinte metros, el perro, con la cabeza colgando, se estremecía violentamente.
—Buen chico —dijo Bauer, con lágrimas en los ojos—. Buen chico, ése es mi buen perro. ¡Oh, dulce criatura!
Orph hipó.
Bauer dejó el rifle en el suelo y se apartó de él.
—Ven —dijo en voz baja—. Ven, Orph. Buen muchacho.
El perro dio unos pasos, vacilando.
—Ven —repitió Bauer.
Orph se agachó, con la cola entre las piernas. Se acercó, arrastrándose, gañendo.
Bauer se puso en cuclillas. Extendió las manos.
—Ése es mi buen chico. Ven, Orph, ven. Así, mi buen cachorro. Mi pequeño. Buen muchacho.
El perro se arrastró con el vientre pegado al suelo. Mantenía gacha la cabeza y le dirigía tímidas miradas. Lamió, tentativamente, los dedos de Bauer. Su cola se movió, con indecisión.
Bauer le tomó afectuosamente la cabeza entre sus manos y le palmeó el peludo cuello. Las lágrimas le corrían por las mejillas.
—Has vuelto al hogar. Eres mi buen chico, mi buen amigo. Todo está en orden ahora, mi buen muchacho. Todo está bien, has vuelto a mí.
Contuvo un sollozo. El perro gañía ansiosamente y lamía las lágrimas de las mejillas de Bauer. Emitió un sonido entrecortado.
Bauer abrazó fuertemente al animal, acariciándole y palmeándole la cabeza. Orph le lamía la oreja y el pelo. Su cola golpeaba el suelo.
Bauer cerró los ojos con fuerza.
—¡Oh, Dios mío! —musitó, apretujándolo.
Dejó escapar un tembloroso suspiro. Orph le mordisqueó la barbilla, hipando.
—Sí, te amo. Te amo, Orph. Tú eres mi buen perro. Eres un extraño cachorro. Un cachorro grandote. Buen chico. Un bebé precioso.
El perro se tumbó sobre su lomo y se abrió de patas. Bauer le frotó el ancho y poderoso pecho. Orph gruñía y se retorcía, eufórico, gozoso.
—Buen chico, buen chico —repetía Bauer, sin dejar de masajear al animal.
La cola de Orph batía el suelo frenéticamente. Tenía la boca abierta y la lengua colgante, mientras los belfos se le estremecían de placer.
Bauer oyó gritar a un hombre.
Orph, arrobado por la presencia de él, estaba absorto.
Bauer se separó del animal. Orph se incorporó y se sentó a su lado, apretujándose contra Bauer y lamiéndole la cara.
Otra voz lejana. Orph le lamía la boca a Bauer. Éste dejó descansar una mano sobre la ancha cabeza del perro y le acarició.
—¿Qué ha sido? ¿Qué pasa? —exclamó, dirigiendo la mirada, parpadeando, hacia el lindero del bosque.
El perro giró la cabeza. Enderezó las orejas y frunció el ceño. Un ronco gruñido resonó en su pecho.
—Buen muchacho —dijo Bauer.
Extrajo el revólver de la funda y colocó la boca del cañón a un par de centímetros de la base del cráneo de Orph.
—Ése es mi buen chico, mi buen chico —murmuró en un sollozo.
Disparó.
Orph cayó hacia delante. Quedó con las patas delanteras dobladas hacia atrás, bajo el pecho y el vientre. Su quijada descansaba sobre el suelo. Una diminuta astilla del hueso sobresalía del agujero de salida de la bala. Tenía los ojos abiertos. Estaba completamente inmóvil.
Bauer bajó el arma. Apoyó la mano entre las paletillas del animal y le palmeó suavemente.
—Eres mi buen perro —murmuró—, mi buen perro.
Hundió la barbilla en el pecho y se puso a llorar.
Estaba vacío y silencioso cuando el primer guardia salió de entre los árboles con un rifle apoyado en el brazo. Otros le siguieron en seguida, un escuadrón de una docena de hombres jóvenes, a las órdenes de un cabo enjuto, de bigote y largas patillas. Se acercaban a Bauer que permanecía sentado junto a Orph, sin saber qué hacer. Formaron un círculo a su alrededor. El cabo se aclaró la garganta.
—¿Quién es usted? ¿Qué ha sucedido aquí?
Bauer se enderezó y se puso en pie.
—Era mi perro —contestó, mirando a Orph.
El cabo hizo una mueca.
—¿Su perro?
Bauer no contestó.
—¿Lo mató usted?
Bauer asintió.
El cabo informó de lo ocurrido por medio del transmisor-receptor portátil a un oficial, apostado más abajo, el cual retransmitió el mensaje al puesto de mando. Bauer tenía la mirada clavada en el perro.
El cabo recibió instrucciones.
—Potter —ordenó—. Carga ese perro en tus espaldas. Nos iremos turnando durante el camino de regreso.
—No —dijo Bauer.
—¿Qué?
—No. El perro se quedará aquí. Quiero que se quede aquí.
—Eso no es posible —repuso el cabo—. Carga el perro, Potter.
El revólver pendía de la mano de Bauer. Éste amartilló el arma, la levantó y apuntó al pecho del cabo.
Varios guardias alzaron sus rifles.
—Bajen esas armas —ordenó el cabo, sin apartar la mirada de los ojos de Bauer—. Vamos, señor Bauer —dijo con voz tranquila—. No nos cause problemas. Estoy seguro de que no es ésa su intención.
—Voy a enterrar a mi perro en este lugar.
El revólver no temblaba en su mano.
—¿Puedo hablar por radio?
Bauer no dijo nada.
El cabo manipuló el aparato con cuidado.
—¡Eh! Tengo un problema —dijo, mirando fijamente a Bauer—. Este tipo, Bauer, me está apuntando al pecho con un revólver cargado. No quiere que bajemos el perro; dice que va a enterrarlo aquí. Deme instrucciones, por favor.
La voz que respondió temblaba ligeramente.
—¿Habla en serio?
—Sí, supongo que sí.
—¿Cree que sería capaz de disparar?
—No quisiera apostar en ningún sentido.
—¿Tiene alguna probabilidad de desarmarle?
—Ninguna, antes de que dispare.
—Corte. Llamaré al puesto de mando.
Al cabo de un breve silencio, la voz sonó de nuevo.
—Pregúntele si entregará el arma y se dejará arrestar pacíficamente, si se le permite que entierre al animal.
El cabo arqueó una ceja, mirando interrogativamente a Bauer.
—Sí —repuso éste.
—Lo hará.
—Muy bien. Que sea como él quiere. ¿Puede aterrizar un helicóptero ahí arriba?
El cabo estudió el terreno.
—No lo creo.
—¿Podrán descender a la luz de las linternas en la oscuridad?
—Sin ningún problema.
—Entonces, emprendan la marcha en cuanto el perro esté enterrado. Avíseme cuando partan.
—Correcto. Cambio y cierro.
Sin bajar el revólver, Bauer dijo:
—Llévese a sus hombres hasta la arboleda. Me uniré a ustedes cuando termine.
—¿Me da usted su palabra?
—Sí.
—Bien. Trate de hacerlo tan rápidamente como pueda, ¿eh? Gene, déjale tu pala al señor Bauer.
Los guardias se retiraron.
Bauer enfundó el revólver y cavó una fosa. El suelo pedregoso no le permitió hacer un hoyo muy profundo. Bauer arrastró a Orph, lo puso con el vientre en el fondo, le cruzó las patas delanteras y colocó la cabeza reposando sobre ellas. Le cerró los ojos. Apoyó una mano en su enorme cabeza y le dio una palmada, una sola palmada.
Amontonó varias piedras sobre la tumba con el fin de evitar que algún animal lo desenterrara.
Se dirigió hacia los árboles, donde estaban esperando los guardias.
Cuando llegaron a la falda de la montaña, era bien entrada la noche. Bauer fue conducido al cuartel de policía del Estado, en las afueras de Covington, donde le interrogaron; después le llevaron al juzgado donde le formularon los cargos y le ordenaron comparecer ante el tribunal al cabo de dos días. Fue dejado en libertad provisional bajo palabra. Un policía le acompañó hasta su casa.
Amanecía. Bauer se bañó, se afeitó y se puso una camisa limpia. Subió a su automóvil y regresó a Covington.
En casa de Elizabeth las luces estaban encendidas, a pesar de lo temprano de la hora. Bauer había pensado esperar en el auto.
Ella le abrió la puerta vistiendo pantalones y un suéter, maquillada y con el pelo cepillado.
Bauer dijo:
—Encontré a Orph.
—Lo sé. Lo escuché en el boletín de noticias de anoche. Pensé que quizá vendrías. —Hizo una pausa, escrutando el rostro de Bauer—. Esperaba que lo hicieras.
—¿Puedo pasar? —inquirió él.
Ella se hizo a un lado y le abrió más la puerta.
—Prepararé el desayuno —dijo—. Hay café recién hecho.
Loki y la perrita cachorro permanecieron en la madriguera hasta que se vieron impulsados a salir por una sed y un hambre tan acuciantes que el terror al castigo no fue un obstáculo para ello.
Ladraron y gañeron a la brillante luz del sol, mientras el bosque rumoreaba en torno de ellos; pero nadie respondió ni acudió a su llamada. Nadie.
Loki encontró agua al caer la tarde. Trató de coger una rana. No lo logró; la perrita dio la vuelta y la hizo retroceder hacia donde estaba Loki, y entonces éste se abalanzó sobre ella y la atrapó entre sus patas, le hincó los dientes, le arrancó una pata y un pedazo de tejido blanco y lo engulló. Le cercenó la cabeza, mientras la perrita la atarazaba por la mitad; tironeando cada cual por su lado, la partieron en dos y la devoraron.
Aquella noche durmieron enroscados uno junto al otro sobre un lecho de hojas en la grieta de unas rocas. Loki tuvo el sueño ligero. Al menor ruido abría los ojos, levantaba la cabeza y lanzaba un gruñido.
Al salir el sol, abandonaron la grieta, se sentaron y llamaron de nuevo, y al cabo de un rato, cuando no les llegó respuesta alguna, partieron en busca de algo para comer.