10

Su inteligencia, si la hubiera consultado, le habría dicho que no tenía posibilidad alguna de encontrar a Orph. Pero se trataba de una cuestión de conocimiento, no de inteligencia: cualesquiera que fuesen los cursos de la existencia y del tiempo por los que él y Orph se deslizaban, ambos se dirigían hacia la confluencia. Lo sentía en todas y cada una de las fibras de su ser, lo sabía sin necesidad de formularse pregunta alguna. Se trataba de una cuestión de armonía. No era preciso creerlo; percibía la necesidad de ello.

Solicitó licencia en la escuela. A veces solía irse de campamento con Mike y Jeff, y poseía la mayor parte del equipo necesario. Adquirió las cosas que le faltaban, y una provisión de alimentos deshidratados. Lo que no tenía era un arma. Ben Nichols era un joven profesor de Historia, que vivía a poco menos de un kilómetro carretera arriba. Llevaba sus largos cabellos recogidos en la nuca y vestía pantalones y sandalias, pero era un montañés de alma. Bauer tenía suficiente amistad con él como para pedirle un arma prestada. Le contó para qué la quería.

—Tienes menos probabilidades de encontrarle que una aguja en un pajar —le dijo Nichols.

Bauer se encogió de hombros. Nichols no insistió, tal como suponía Bauer. Nichols no permitía que nadie le dijera lo que tenía que hacer con su vida; a cambio, él nunca discutía con nadie tratando de imponerle su opinión.

—¿Estás bien pertrechado? ¿Has acampado alguna vez?

—Lo suficiente.

—¿Qué tal manejas las armas?

—No soy un experto, pero de chico solía ir a cazar. En el ejército fui clasificado como «Tirador de primera».

Nichols le llevó a su estudio donde había un armero con puertas de vidrio. Nichols giró la llave, corrió uno de los paneles y extrajo un rifle con portafusil y mira telescópica. La culata brillaba y las partes metálicas estaban cubiertas con una película de grasa.

—A ver qué te parece éste.

Bauer descorrió el cerrojo para comprobar que el arma estuviese descargada.

—Eso está bien —comentó Nichols—. Ahora no me preocupa dejarlo en tus manos.

Bauer apoyó la culata contra su hombro y apuntó a un árbol a través de la ventana. Las lentes de la mira estaban cubiertas con protectores de cuero. Bauer bajó el rifle, luego lo encajó de nuevo en el hombro. Lo volvió a bajar, apuntó otra vez y ahora recorrió lentamente la pared del otro lado de la estancia.

—Se me adapta bien —dijo—. Y está bien equilibrado.

Leyó la inscripción estampada en el metal. Era un Winchester, calibre 270.

—No conozco los cartuchos —observó.

—Son de gran impacto. Ochocientos metros por segundo. Esas montañas constituyen un terreno ideal para carabina. Por lo general, no encontrarás un claro de más de cincuenta o sesenta metros, pero a veces sí…, en una loma, en una sierra, en un acantilado. —Sacó la protección de la mira—. El rifle tiene un alcance eficaz hasta quinientos metros, pero yo nunca he disparado desde tan lejos por estos alrededores. La mira está graduada para los doscientos metros. A cien, tienes un alza de unos tres centímetros y medio, y a trescientos, una caída de cinco. No los fabrican más precisos. No dispares a nada que esté a más de trescientos metros. ¿Has disparado alguna vez con mira telescópica?

Bauer contestó que no, y Nichols le explicó cómo debía hacerlo.

Nichols dejó el rifle de lado y abrió un cajón del pie del armero. Había cuatro armas cortas. Cogió la más pequeña, y una funda de su medida.

—También necesitas llevar un arma en el cinto.

Bauer pareció vacilar.

—Cuando estés en el campamento no vas a andar siempre con el rifle en la mano. Y a corta distancia, como fue sorprendido ese tipo Stokes, el rifle no te sería de mucha utilidad: es demasiado lento y engorroso de manejar. Ésta es un arma ligera. Ni siquiera notarás que la llevas encima. Puede ser cargada con balas de calibre treinta y ocho Special; no son balas de cañón, pero resultan bastante eficaces. ¿Qué sabes tú de pistolas?

—No más que lo que aprendí con las de calibre cuarenta y cinco del ejército.

—No importa. La usarás a tres metros de distancia o menos, y puedo enseñarte en una hora.

Se dirigieron con el auto hasta la casa de un amigo de Bauer, que poseía un campo de tiro. Bauer disparó treinta cartuchos con el Winchester. Las cinco primeras balas se desperdigaron, pero no había perdido el pulso; cada una habría alcanzado a su presa en algún lugar del cuerpo. Hacia el final, puso tres casi en el mismo blanco, desde doscientos metros; agrupó tres en un área del diámetro de un dólar de plata, a un centímetro por encima del blanco, desde cien metros, y tres en un círculo de cinco centímetros, desde trescientos metros.

—Todos esos tiros eran mortales —comentó Nichols.

—Es un buen rifle.

Nichols le hizo practicar con el Colt hasta que su manejo fue considerablemente bueno.

Regresaron a casa de Nichols. Éste le convenció de que se llevara también su moto.

—Puedes subir a una montaña en una hora, cuando te llevaría cinco o seis ascender a pie, y además no tendrás que cargar el equipo en la espalda. Alarmará a todo bicho viviente en un radio de un kilómetro y medio a la redonda, pero en seguida se tranquilizarán. Con ella podrás recorrer un territorio diez o veinte veces mayor. Quedarás reventado, pero luego también podrás descansar más tiempo.

La máquina tenía dos ruedas sin guardabarros, cuyos neumáticos de baja presión llevaban cubiertas de agarre capaces de salvar rocas y ramas caídas como el rodado de un tanque. Nichols dijo que podía trepar por el tronco de un árbol. Se lo demostró, deslizándose del asiento de la moto cuando ésta empezaba a caer y suavizando el golpe de la caída. El mayor problema residía en apretar con demasiada fuerza el acelerador al saltar un obstáculo. El impulso del motor arrancaba la moto de debajo del conductor. La clave era ir despacio y con el cuerpo suelto. Bauer no se sentía muy tranquilo, pero logró manejarla con suficiente habilidad como para no fracturarse una pierna.

El jueves por la noche ya lo tenía todo preparado, pero no pensaba partir hasta el lunes por la mañana; quería pasar el fin de semana con Jeff y Mike.

No se preguntaba qué haría cuando se enfrentara con Orph. Jamás hubo alternativa alguna, ni desde el instante de su propio nacimiento ni desde el del perro, ni siquiera desde el tiempo de los hirvientes océanos. Se sometió a lo inexorable; abrazó su responsabilidad.

Le esperaba una larga agonía. Pero se hundiría en ella, y emergería de ella. Ahora experimentaba una intensa calma. Sus movimientos eran ágiles y pausados. Se sentía cómodo en el silencio de la cabaña. Descansaba y escuchaba música, lo cual era un compromiso, suficientemente válido, consigo mismo y con todo lo que no era él. Escuchaba con atención y comprendía la música.

El viernes por la tarde telefoneó a Ursula para confirmar la hora en que pasaría a buscar a los chicos a la mañana siguiente. Todavía no estaba en casa. La semana anterior se habían encontrado en la sala del tribunal, y el juez le concedió el derecho de visita que él había solicitado. Ursula le dirigió una sola mirada venenosa preñada de odio, pero luego se sosegó. Al salir del palacio de justicia mantuvieron una conversación cortés durante unos minutos. Tampoco recibió respuesta después de cenar, ni un par de horas más tarde cuando llamó de nuevo. Se fue a la cama y durmió inquieto.

Se despertó temprano, se duchó, se vistió y se preparó unos huevos con embutidos. Se tomó una segunda taza de café fuera de la cabaña, contemplando las montañas bañadas por la luz del sol a través del humo de un cigarrillo. Subió al auto y se dirigió a la ciudad.

La puerta de entrada estaba cerrada con llave. Tocó el timbre de nuevo y esperó. Se acercó a la ventana de la sala de estar y miró al interior. Intentó descubrir qué era exactamente lo que había de anormal. Entonces lo vio; pequeños detalles. La tabaquera de bronce no estaba sobre la mesita de café, ni la bailarina de marfil art nouveau, en la repisa de la chimenea; la pintura de las paredes era más clara donde habían estado colgados los cuadros. Dio la vuelta a la casa y tentó la puerta de la cocina. También estaba cerrada con llave. Cogió una piedra del jardín, rompió uno de los vidrios de la puerta, metió la mano por la abertura, hizo girar el pomo y entró.

La casa estaba sumida en un absoluto silencio. Subió al piso superior. En el cuarto de los niños faltaban la mayoría de los juguetes y de sus ropas. El acuario ya no estaba sobre la cómoda de Jeff. Los cuadernos de chistes de Michael habían desaparecido del estante colocado encima de su cama. El alhajero y los elementos de maquillaje de Ursula no estaban en su habitación. Su armario estaba casi vacío; los vestidos que quedaban nunca habían sido sus preferidos. En el cuarto de baño había un tubo de dentífrico destapado, se había reducido a una bola seca y resquebrajada. De regreso a la planta baja levantó el receptor del teléfono de pared de la cocina. No esperaba escuchar la señal para marcar y efectivamente no la escuchó.

Se dirigió a la casa vecina y golpeó con los nudillos en la puerta de Janie. Ella salió de la sala de estar. Al verle, se mordió el labio.

—Espera un segundo —gritó.

Desapareció, para regresar al cabo de un minuto acompañada de Bill, su esposo. Ambos tenían una expresión desolada. Ella le dejó entrar. Bill se quedó con la espalda apoyada en el refrigerador y los brazos cruzados sobre el pecho.

—¿A dónde se ha ido Ursula? —preguntó Bauer.

—No nos alteremos —dijo Bill.

—Yo no estoy alterado.

—No lo sé —contestó Janie, eludiendo su mirada.

—Pero ella debió de decirlo.

—No dijo nada. Ni una palabra.

—Se ha llevado los objetos personales, pero en la casa aún quedan cosas por valor de más de mil dólares. No es posible que las haya abandonado…, el dinero y las cosas son importantes para Ursula.

Janie miró a su marido con aire de desamparo. Éste se separó del refrigerador para situarse junto a su esposa.

—Nos dejó algún dinero para que nos encarguemos de poner en depósito sus pertenencias. El camión vendrá la semana entrante. Eso es todo lo que dijo. —Su voz adquirió un tono beligerante—. Nada más.

Bauer asintió.

—Cuando habléis con ella, decidle que eso es una insensatez. No hará más que lastimar a Jeff y a Michael. A mí no me importa lo que ella haga. No estoy enfadado con ella y no deseo separarla de los chicos. Sólo quiero verles. Decidle que me telefonee.

—No lo hará —repuso Janie—. Ella…

—Ella nada —la atajó Bill—. Tan sólo nos pidió que nos ocupáramos de que sus cosas fueran al depósito. Eso es todo. No nos dejó mensaje alguno, y tampoco le transmitiremos ninguno.

Bauer se marchó. Regresó a la cabaña. Telefoneó a los padres de Ursula. Éstos se mostraron nerviosamente cordiales con él, pero no quisieron informarle de nada. El hermano de Ursula, con quien él nunca se había llevado demasiado bien, rehusó hablarle.

Permaneció sentado, pensando, durante un rato. Marcó el número de Información de la ciudad de Nueva York y consiguió el teléfono de la firma Seguridad e Investigaciones Gruman. La recepcionista le dijo que el señor Gruman no iba a la oficina los sábados. En cambio, se encontraban allí sus socios, los señores Charleston y Webster, con quienes tendría mucho gusto de ponerle en comunicación. Bauer le pidió que llamara a Wallace Gruman a su casa y le rogara que telefonease a Alex Bauer tan pronto como le fuera posible. Le dio el número de su teléfono a la joven y colgó.

Gruman llamó al cabo de cuarenta y cinco minutos. En una ocasión, Bauer había escrito una serie de artículos acerca de Gruman y su agencia. Los artículos despertaron interés y reportaron a la firma un número considerable de nuevas operaciones.

—Puede ser que se haya ido a California —comentó Bauer—. En una época vivió en San Francisco. Tiene un primo que reside allí a quien quiere mucho, algunos amigos y un exnovio.

—¿Es cruel con los chicos, puede constituir un peligro para ellos o algo así?

—No. Además, no creo que sea yo la única causa. Esta ciudad es demasiado pequeña para ella, y me parece que mantuvo una relación amorosa que se agrió. Probablemente quiera empezar a vivir de nuevo. Eso es magnífico, a mí no me importa que viva aquí o donde ella quiera, y estoy seguro de que dejará de odiarme en unos pocos meses, pero quiero saber dónde están mis hijos. Deseo hablar con ellos. Quiero establecer las fechas en que pueda verles… los días festivos de la escuela, si ella desea radicarse en California o donde quiera, y durante las vacaciones veraniegas. ¿Cuánto tiempo tardarán en localizarla?

—Eso depende. Como sea que es una persona normal…, una ciudadana ejemplar…, y tiene a los chicos con ella, no será difícil. Deberá pedir un teléfono, consignar su número de Seguridad Social en las solicitudes de empleo, obtener una nueva licencia de conductor, inscribir a los chicos en alguna escuela y todas esas cosas. A menos que uno ande escondiéndose, y eso sólo lo hacen los muchachos, los locos y los fugitivos, no se puede ocultar el paradero durante mucho tiempo en esta sociedad. Con una o dos llamadas telefónicas y un poco de suerte, hemos encontrado a algunas personas en un par de horas. Diría una semana o diez días, en el peor de los casos.

Bauer le dio a Gruman el número de teléfono de Ben Nichols y le pidió que le dejara un mensaje si Gruman no podía comunicarse con él.

Colgó el aparato. No experimentaba más que una sólida firmeza de propósitos, una tranquila e inquebrantable certidumbre. Respetó la tranquilidad; parecía un ritual de iniciación.

Estaba preparado para partir en aquel mismo instante. Aún disponía de la mayor parte del día. Pero no lo hizo. Había fijado una fecha de comienzo, el lunes, y era preferible mantenerla, no alterar el ritmo de las cosas.

Se fue a caminar por los bosques, por las áreas que había recorrido en compañía de Orph. Estaba triste, pero protegido por la voluntad de no ceder ante el desánimo de no entrar en el santuario del ocio. Antes de acostarse, estuvo escuchando música.

Los cachorros tenían cinco semanas, y la perra los había destetado. Orph, el negro y el moteado les traían pequeñas presas y pedazos de las piezas más grandes que cazaban. Los cadillos se peleaban entre sí por la comida, arrastraban los huesos y trozos de carne hacia sus rincones privados y mostraban los dientes y gruñían cuando alguno de los otros intentaba acercarse demasiado. Comían con voracidad e iban engordando. Su pelaje era suave y velludo. Robustos y de osamenta grande, eran parecidos a Orph. Poseían su ancha cabeza y su cuello de toro, su poderoso pecho y sus fuertes paletillas. La mayoría tenía el hocico de la perra, que era más largo que el de Orph. Uno de ellos, el más grande, un macho, poseía una cabeza y unos miembros anteriores que eran una réplica en miniatura de los de su progenitor. Otro tenía una cola enroscada hacia arriba. El color pardo de la madre se había mezclado con el negro intenso y el tono amarronado de Orph, y uno de los cadillos era de un color negro humo con un ligero tinte rojizo.

Eran traviesos y agresivos, y se sentían felices de poder jugar fuera de la madriguera todo el tiempo que se lo permitía la madre. Perseguían las hojas arrastradas por el viento y les hincaban los dientes. Se ponían al acecho para cazar insectos. Peleaban unos con otros y se lanzaban simulados ladridos y agudos mordiscos. Atarazaban las colas de los perros grandes y les mordían las orejas. Atacaban a su madre o a cualquiera de los otros, ladrando ruidosamente, apernándoles juguetonamente. Importunaban a los machos hasta que alguno de ellos perdía la paciencia y tumbaba al agresor por el suelo, dirigiéndole un áspero gruñido o un sordo ronquido, que inmediatamente hacía que el cadillo se tendiera patas arriba y despidiera unas gotas de orina, un recurso infantil que garantizaba su seguridad.

Orph les adoraba. Le divertían y era feliz jugando con ellos. Dentro de una semana, la perra los sacaría de la madriguera por última vez y comenzarían a vivir y a dormir al aire libre con el resto de la manada, y al cabo de una o dos semanas más ya tendrían edad de poder caminar lentamente y recorrer pequeñas distancias. Orph podría conducir la manada algo lejos de allí, del olor a ser humano que esporádicamente llegaba a través del bosque. Se mostraba más tolerante con el entusiasmo de los cadillos que el negro, el cual solía ladrarles amenazador y se marchaba enfurruñado cuando no podía soportarlos más, pero mucho menos que el moteado, que parecía casi tan orgulloso y apegado a ellos como la perra. El moteado raras veces les rechazaba o se apartaba de ellos. Los lamía, los limpiaba, aceptaba sus agresiones agitando la cola, se ponía patas arriba y dejaba que se le subieran encima, y no protestaba cuando le clavaban sus afilados colmillitos.

Cuando la perra los volvía a meter en la madriguera después de una hora de juegos, los pequeñuelos se apretaban, exhaustos, unos junto a otros y se dormían profundamente, y durante largo tiempo. La perra, entonces, quedaba en libertad para poder relajarse y correr. No se preocupaba en exceso. Si se despertaban, sabía que la llamarían, gañendo quejumbrosamente, si no les contestaba, pero sin atreverse a salir al mundo exterior sin su compañía. Pocos días antes, el más grande, el cadillo dominador que era idéntico a Orph, y que cada vez se tornaba más temerario y agresivo, había trepado por el túnel hasta la boca de la cueva y salido a la luz del sol, parpadeando e inmensamente satisfecho consigo mismo. Pero la perra le cogió por el pellejo del pescuezo y, levantándolo del suelo, lo zamarreó furiosamente, sin dejar de gruñir, hasta que el perrezno aulló aterrorizado. Luego lo metió de nuevo en la cueva y lo dejó acurrucado junto a sus hermanos. Desde entonces no había vuelto a provocar un cataclismo semejante.

Aquella mañana, los cadillos jugaron unos con otros enloquecidamente después de desayunarse y, derrengados, dejaron que la perra les llevara de nuevo a la madriguera sin protestar. No tardaron en quedarse dormidos. La perra comenzó a pasearse inquieta a lo largo del lindero del bosque junto a los machos, que se disponían a salir de cacería. Gañía. Echaba de menos la tensión de la espera al acecho, la viva emoción de la persecución, el frenético latir del corazón durante la matanza. Había estado confinada en la madriguera una temporada insoportablemente larga. Orph se sentía desdichado al verla tan afligida. Dio una vuelta alrededor del calvero, mirando la madriguera, el bosque, hocicando a la perra. El negro y el moteado esperaban. Orph se adentró en la arboleda con ellos.

La perra les vio alejarse. No pudo soportarlo más. Empezó a ladrar. Ellos se detuvieron y se volvieron. Ella ladró de nuevo. Orph le respondió. La perra corrió hacia ellos. Juntó la punta del hocico con cada uno en una nerviosa ronda. El moteado lanzó un ladrido y salió a la carrera. La perra le siguió como una bala. Corrieron describiendo un amplio círculo con el cuerpo pegado al suelo, arañando la tierra con las uñas. Orph y el negro se unieron al juego. Corrían, saltaban por encima de los troncos y ramas caídas, se zambullían entre los arbustos. La perra exultaba. Su espíritu contagió a los demás. Cuando por fin se detuvieron, jadeaban, felices, con las largas lenguas colgantes.

Orph empezó a olfatear buscando algún rastro. Encontró algo que despertó su interés y desapareció entre un par de troncos caídos. Los otros machos le siguieron. La perra vaciló, ansiosa, luego se precipitó tras ellos: cazar, correr, ser libre…, hasta que los lazos gemelos del tiempo y la distancia que la ataban a la madriguera la obligasen a regresar junto a su camada.

Bauer se debatía entre las retorcidas sábanas, empapado en sudor y con escalofríos, bregando por recuperar la conciencia, oyendo su propia voz que gritaba:

—Yo no hice nada. ¡Dios mío, no hice nada!

Las lágrimas corrían por sus mejillas. Sollozaba.

Se incorporó envuelto por la temprana calma del domingo, con los brazos ceñidos alrededor del cuerpo, experimentando la asombrosa y aniquiladora agonía de un niño azotado sin razón alguna que él pueda comprender.

El sueño se había desvanecido, dejando tan sólo el angustiante residuo de la emoción.

Cerró los ojos, tratando de vaciarse de todo sentimiento.

Se levantó, se dirigió al cuarto de baño y se mojó la cara con agua fría; se secó el sudor que le bañaba el torso.

La carta de Santo DiGiovanni estaba encima de la cómoda. La desdobló y la releyó.

«Traté de averiguar qué era lo acertado, y no lo logré, viejo».

«Traté de explicarme, Ursula, pero no supe cómo hacerlo».

«Orph, no fui capaz de verte; sólo vi lo que quería de ti».

Súbitamente, rasgó la carta de DiGiovanni en diminutos fragmentos y los desparramó por el suelo.

«Pero yo no maté a aquellos pobres bastardos negros».

Pasó el brazo por la superficie de la cómoda arrastrando la billetera, las monedas y la lámpara, que se estrelló contra el piso y quedó hecha añicos.

«¡Y tú, perra! ¡Yo no huí de ti cuando me necesitabas! ¡Yo no te condené por mis propias frustraciones!».

Se precipitó hacia la ventana, a través de la cual se vislumbraba la giba de una montaña.

«Y …, yo no te devolví tu amor arrancándole media cara a tu hijo».

Apretó con fuerza los puños. Le temblaron los antebrazos. Descargó un puñetazo contra la pared. «¡Bastardos!… ¡Bastardos!… ¡Bastardos!». Estalló en un llanto preñado de rabia y de dolor.

Apoyó la cabeza contra el muro y descansó. Se vistió. Se preparó el desayuno. Se sentó en la sala de estar, sorbiendo una taza de café. Su equipo de campamento estaba preparado junto a la pared. Lo contempló absorto.

«¿Iré?», pensó.

Se preguntó si no había estado representando un falso drama para sí mismo.

«¿Debo ir?».

Durante un instante, le invadió la sensación de tener a Orph a su lado; su presencia era casi tangible. Se sintió arrastrado por ella, experimentó la atracción de lo inevitable.

Trató de sacudírsela de encima.

La presencia se atenuó, pero no desapareció completamente, sino que persistió como un suave murmullo en su conciencia.

Sonrió. «Ése es mi buen muchacho. Sí. Tú eras fiel a ti mismo; no fuiste desleal para con ningún hombre. Ah, Orph».

El viento agitó una rama, que golpeó contra el techo de la casa.

«Tú nunca tuviste intención de lastimar a nadie. ¿Debo ir a buscarte, Orph, o desearte larga vida, tu vida, tu destino, con los de tu especie?».

El viento tomó fuerza, descendiendo de las montañas del norte, y arreció sin que nada le obstruyera el paso por el canal del valle, y golpeó la cabaña como con un puñetazo, haciendo vibrar y trepidar las ventanas.

Omitieron la meditación del amanecer y se sentaron directamente a la mesa para tomar el desayuno; luego la mayoría se apiñaron en el furgón y se dirigieron hacia Wintergreen. El departamento de arte dramático preparaba el montaje de un auto medieval en el predio de la escuela. Ed y Billy habían colaborado en la construcción de los palcos; Josie había cosido gallardetes y confeccionado trajes. Billy deambularía por las gradas vestido con el cilicio de un ascético monje, adalid de una secta herética. Pancho tocaría la flauta ataviado de músico ambulante. La representación había merecido generosa atención de parte de los diarios y la radio —incluso estaba proyectado realizar un torneo con lanzas de cartón piedra— y todo hacía suponer que la concurrencia de público sería grande. Prometía ser muy divertido.

Sólo Harriet y su hijo Hero, a quienes les desagradaban las aglomeraciones y el bullicio, se quedaron en casa junto con Ed y Josie. Ésta sufría retortijones menstruales y jaqueca. Ed prefería trabajar un rato en el jardín y luego tomar el sol.

Harriet puso unos emparedados, una manzana y unos trozos de azúcar cande en una bolsa y a media mañana se fue con Hero de excursión por el bosque. Anduvieron sin rumbo fijo, Hero escuchando con interés mientras Harriet le enseñaba los nombres de plantas y flores y le contaba historias de los indios que vivieron en aquellos parajes muchos años atrás, y cómo amaban la tierra y vivían en paz con ella. Distraídamente, empezaron a seguir el curso de un arroyo, subiendo por el suave declive de la falda de la montaña a lo largo de las márgenes, donde el andar resultaba más fácil. Hero tiraba piedras al agua y pequeñas ramitas que flotaban arrastradas por la corriente se asomaban sobre las charcas profundas, y Hero pudo sorprender a una trucha, que parecía suspendida en el agua por el leve movimiento de sus aletas, antes de que el pez les viera y huyese como un dardo.

El cachorro más grande se despertó bostezando. No hacía mucho rato que dormía, pero no estaba cansado. Se quedó quieto unos minutos; después intentó despertar a los otros cadillos. Éstos gruñeron y se giraron. Sólo consiguió sacar de su letargo a uno, una hembra, la cual se mostró enojada y le mordió la pata, y después se arrastró hasta el otro lado de los demás perreznos y no tardó en dormirse de nuevo.

El grande anduvo olfateando por la madriguera durante un rato, pero ya se conocía todos los rincones y nada tenía atractivo alguno para él. Se tendió en el suelo y se puso a roer un hueso viejo. No le quedaba mucha sustancia, y, además, él no tenía hambre; tampoco encontraba placer en hincarle los tiernos dientes para fortalecer las encías, por lo que finalmente lo dejó. Su aburrimiento no hacía sino aumentar. Hizo un nuevo intento con los otros cadillos, pero ninguno se despertó. Trepó hasta la mitad del túnel de salida y empezó a llamar a su madre. No obtuvo respuesta. Engendró un intenso sentimiento de autocompasión, que se transformó en seguida en indignación. Se acercó un poco más a la boca de la madriguera. Y entonces se excitó. Podía ver el exterior, una inmensa cantidad de cosas interesantes, y le sobrevino un anhelo lujurioso de salir fuera. Tembló al recordar el terrible castigo que había merecido su primer intento de actuar con independencia. Llegó al filo de la entrada y aulló hasta alcanzar una nota que le causó un estremecimiento en todo el cuerpo. Asomó la cabeza, dispuesto a esconderla instantáneamente si su madre se precipitaba hacia él, e hipó inquisitivamente.

Afuera no había nadie.

Durante varios minutos estuvo llamando a los perros grandes. No hubo respuesta. Una hoja se movió arrastrada por la brisa. Él saltó, absorto, y le hincó los dientes hasta hacerla añicos. Entonces el viento le acarició el lomo y se quedó paralizado. Estaba en el exterior. Permaneció inmóvil unos instantes, la sangre circulando rauda por sus venas, respirando agitadamente. Poco a poco, sus temores se esfumaron. Su madre no estaba allí para castigarle, nada era anormal o amenazador. Se sintió satisfecho de sí mismo.

Exploró el calvero. Se tendió al sol y se estiró como hacían los perros grandes. Se levantó, se acercó al lindero del bosque y hundió el hocico entre las matas. Un saltamontes brincó con un zumbido de sus alas. El cachorro lanzó un gañido y retrocedió. Pasado el susto, se sintió embarazado. Se sentó y se dedicó a asearse. Encontró una rama, se abalanzó sobre ella y la mordió; luego la cogió entre los dientes y empezó a correr por el claro. Estaba delirante de contento. Por el solo hecho de que era feliz, y se sentía embargado de una valentía infinita, se detuvo en el centro del calvero, se llenó de aire los pulmones y emitió un profundo y prolongado ¡Uuuuufff!, como los que había oído exhalar a Orph y al perro negro. El sonido se convirtió en una breve y débil imitación; pero a él le pareció la confiada proclamación del rey de los bosques, y hasta se quedó impresionado por ello.

Una mariposa amarilla se acercó revoloteando y se detuvo en el tallo de una planta delante de él. Su descaro fue como un desafío. El cachorro saltó hacia ella. La mariposa emprendió el vuelo de nuevo y se alejó a ras del suelo. El cadillo la persiguió, lanzándole ruidosas dentelladas. La mariposa seguía danzando imperturbable. Él le dio caza, enceguecido…, cayó con la cabeza sobre sus patas delanteras en el vacío. Aterrizó, asustado pero ileso, en un charco de unos dedos de agua fría. Se levantó y empezó a ladrar llamando a su madre. Nerviosamente, se sacudió aquello que se le adhería a los pelos; levantó las patas tratando de escapar de aquella extraña, desagradable y helada humedad.

Había caído, desde una altura de unos sesenta centímetros, en una cuenca formada por pequeños peñascos apiñados firmemente en la margen del arroyo. Si hubiese sido primavera, en la época del deshielo, o en la temporada de las fuertes lluvias, la cuenca habría estado llena de aguas arremolinadas, y el cachorro se hubiera ahogado. La roca del costado que lindaba con la corriente era más baja que las circundantes y estaba mojada. El arroyo lamía su superficie y de cuando en cuando una ola se estrellaba suavemente contra ella y se vertía en la cuenca. El cachorro intentó trepar, pero no encontraba asidero en los lisos peñascos. Saltaba y arañaba las rocas al caer. Fatigado, cejó en sus esfuerzos. Empezó a gañir con todas sus fuerzas, aterrorizado.

—Mamá…, ¿qué ha sido eso?

—¿Qué, cariño?

Hero se llevó un dedo a los labios.

—¡Chist! Escucha.

Débilmente, dominado por el rumor del arroyo, Harriet oyó un gemido.

—¿Has oído, mamá? ¿Has oído?

—¡Ajá! Cállate un segundo, mi amor. A ver si podemos descubrir de dónde proviene.

No venía de muy lejos: de la margen del arroyo, posiblemente.

—Es un animal —dijo Hero, escuchando atentamente—. ¿Está herido?

—No lo sé, mi amor. Vayamos a ver.

Harriet le cogió de la mano.

Vieron un cachorro atrapado en el fondo de unos peñascos.

Hero fue presa de una gran excitación.

—¿Qué está haciendo ahí?

—No lo sé.

Harriet miró a su alrededor. No vio a nadie ni señal alguna que indicara la presencia de algún campamento. Gritó: «¡Eh!». Nadie contestó. El cadillo se acurrucó contra uno de los muros de su trampa, temblando y mirándoles asustado. Harriet se agachó y se sentó sobre sus talones.

—¡Hola, amiguito! ¿Cómo llegaste hasta ahí, eh?

El cachorro lanzó un gemido.

Hero se agachó junto a su madre.

—Está asustado.

—Claro. Es sólo un cachorrito. No te haremos ningún daño, dulzura. Vamos, vamos, cálmate. No te va a ocurrir nada malo.

—¿Podemos llevarlo a casa, mamá? ¿Podemos? Di que nos lo podemos quedar, ¡por favor!

Hero había llorado y llorado, a medida que transcurrían los días, y cada vez se hacía más evidente que Spirit no regresaría nunca más a la Casa del Árbol. Añoraba al perro terriblemente.

—¿Nos lo podemos quedar, mamá?

—Tal vez.

La semana anterior habían pensado llevar a Hero a Covington y dejarle escoger un cachorro en la Sociedad Protectora de Animales.

—Si su dueño pone un aviso en el diario, tendremos que devolverlo. Quiero decir que quizás hay algún niño que lo quiere mucho y tal vez ese cachorrito quiere tanto a ese niño como Spirit te quería a ti.

Hero cerró los ojos para contener las lágrimas.

—Pero si eso llega a suceder, iremos a la ciudad el mismo día y conseguiremos un nuevo cachorro, ¿te parece bien? Pero confidencialmente te diré que no creo que pertenezca a nadie que le quiera. Si así fuese, hubieran sido más cuidadosos con él.

Hero se sintió feliz.

Harriet le habló con tono tranquilizador y alargó los brazos para cogerle. El cachorro mostró los dientes al ver acercarse sus manos. Lanzó un gruñido y, cuando ella lo tocó, la mordió.

—¡Huy!

Harriet retiró las manos. Unas gotitas de sangre brillaron en sus dedos. Se los llevó a la boca y los chupó.

—Eres muy fiero, ¿eh? —dijo sin ira.

—¿Por qué lo hizo?

—Está muy asustado. Para él, somos unos gigantes temibles.

Hero se inclinó sobre la cuenca:

—No te asustes, perrito. Yo te quiero. No te va a pasar nada. Somos tus amigos.

Harriet hizo un nuevo intento, y recibió un nuevo mordisco. Se echó a reír.

—Eres todo un tigre.

Se desabrochó la camisa de algodón y se la sacó; sus senos quedaron, temblorosos, al desnudo.

—Mamá hará una bolsa con su camisa —le dijo a Hero—. No creo que podamos llevarlo de otra manera, y probablemente se sentirá más tranquilo y se calmará cuando esté metido en ella.

Puso al cachorro dentro de la camisa a costa de un par de pequeñas dentelladas. La llevó con mucho cuidado, tratando de no balancearla demasiado. Al cabo de un rato, el cachorro dejó de bregar por salir y se quedó quieto. Hero le hablaba con voz acariciadora.

Ed consiguió una soga, y Josie trajo unos trozos de carne y un bol lleno de leche de cabra. El cadillo se debatió frenéticamente y laceró las manos de Ed antes de que éste lograra pasarle la cuerda alrededor del cuello. El otro extremo lo ató a un grueso tronco del jardín.

El cachorro se enloqueció. Aferró la soga con los dientes. Se retorció y tironeó, se enredó las patas con la cuerda y cayó al suelo. Hero empezó a llorar.

Ed se sentó y se cruzó de piernas.

—Hero, ve con tu madre. Josie, siéntate aquí.

Unieron todos las manos formando un semicírculo en torno del enfurecido cadillo. Con voz grave, Ed entonó:

—¡Ohhhhmmmmmmmmmmmmmm!

Los demás le hicieron coro.

—¡Ohhhhmmmmmmmm…! ¡Ohhhhmmmmmmmm!

El perrezno bregaba violentamente por liberarse hasta quedar exhausto; vomitó, se desplomó y quedó tendido con los ojos vidriosos, jadeando penosamente. Ellos prosiguieron con el cántico. El cachorro recobró fuerzas y luchó de nuevo con la soga. Luego comenzó a aquietarse, y muy pronto caminó hasta donde se lo permitió la cuerda, se tendió en el suelo y permaneció mirándolos.

—Continuemos —dijo Ed.

—¡Ohhhhmmmmmmmmmmmmmm!

Josie puso la leche y la carne al alcance del cachorro, después se sentó de nuevo y unió otra vez sus manos con las de los demás.

El perrezno olfateó la carne. Sin apartar la vista de ellos, empezó a tomar la leche con repetidas lametadas. Aferró un pedazo de carne con los dientes y se escondió detrás del tronco, espiando por uno de sus extremos, mientras masticaba y engullía el sabroso alimento.

Ed dejó de entonar el cántico.

—No habrá ningún problema. A fin de semana, estará durmiendo en tu cama junto a ti, Hero, y nos seguirá a todos dondequiera que vayamos y no podremos dar un paso sin que nos lo encontremos entre las piernas.

—¿Cómo se llama? —preguntó Hero.

Ed pensó durante un momento.

—Loki.

Todos comprendieron, Hero incluido, que el cachorro iba a permanecer en la comunidad.

—¿Qué significa? —inquirió Josie.

—Es el nombre de un antiguo dios teutónico embaucador. Uno de sus hijos era lobo.

—Te amo, Loki —dijo Hero con voz suave—. ¿Quieres ser mi perrito?

El gozo de la perra menguaba a medida que transcurría el tiempo. No se habían alejado mucho, ni siquiera hacía demasiado tiempo que habían partido, pero a pesar de todo se estaba poniendo cada vez más nerviosa y comenzó a acortar el paso, mirando hacia atrás por encima del lomo. Estaba a punto de volverse para regresar corriendo sobre sus pasos, cuando Orph sintió un intenso efluvio. La manada empezó a trotar y la perra fue arrastrada por ellos. Siguieron el rastro con el hocico pegado al suelo durante unos cuatrocientos metros, hasta la madriguera de una zarigüeya. Abrieron la madriguera escarbando con las patas, mataron a la zarigüeya y su cría y comieron hasta hartarse. No les llevó mucho tiempo. Acto seguido emprendieron el camino de regreso. Trotando, la perra llevaba un pedazo de la zarigüeya para sus cadillos. El moteado cargaba con los despojos de uno de los pequeñuelos.

El negro fue el primero en percibir el olor a ser humano, cuando aún estaban a considerable distancia del calvero; moderó el paso y se le erizaron los pelos del lomo. La perrada se detuvo, y todos levantaron los hocicos olfateando la brisa. Orph lanzó un gruñido.

La perra emitió un gañido preñado de espanto, dejó caer la carne y salió a la carrera. La manada la siguió corriendo.

Salieron al claro como una tromba. Los cachorros llamaban a la madre con agudos chillidos. El olor humano se mezclaba intensamente con el terror de los cadillos. La perra se precipitó en la cueva. Apareció de nuevo presa de una terrible agitación. Orph y el negro estaban husmeando al lado del arroyo. La perra corrió hacia ellos y pegó la nariz al suelo. El olor a ser humano era denso. Saltó a la cuenca, olfateando, y percibió la fragancia de su cadillo y su terror. Dejó escapar un gemido y saltó fuera de la cuenca. Empezó a correr por el calvero, ladrando. Se dirigió, rauda, hacia la madriguera, se metió en ella hasta la mitad del cuerpo, gruñendo enfurecidamente ante sus cachorros, que retrocedieron temblando de terror; no se atreverían a salir hasta que ella regresara.

La perra salió de la cuenca, olfateó hasta encontrar el rastro y se volvió para alejarse corriente abajo. Orph, el negro y el moteado no se apartaban de su lado.

Josie entrecerró los ojos.

—Mirad —dijo, señalando con el dedo.

Ed y Harriet volvieron la cabeza. Hero estaba tendido boca abajo contemplando el cachorro, embelesado.

—¿Qué? —inquirió Ed.

—Allá, cerca del alerce grande.

Era algo más de mediodía y el sol caía a plomo en el jardín, pero en el lindero del bosque había una densa sombra. Algo se movió junto al alerce.

Un perro color pardo salió de las sombras.

—Nunca había visto ese perro —dijo Josie.

Una segunda forma se destacó sobre el fondo umbrío y se puso al lado de la primera. Era un perro pastor alemán, grande y robusto.

Ed se puso lentamente en pie.

A la izquierda del pardo, apareció un animal moteado. Unos segundos después, un enorme perro negro salió de la espesura y se situó junto a los demás.

—¡Oh, Dios mío! —musitó Ed—. ¡Oh, Dios mío!

Josie se levantó. Harriet estrechó a Hero entre sus brazos y se puso en pie.

En la casa había un rifle 30-36 y una caja de balas. Ed empezó a retroceder muy despacio.

—No digáis nada, no os mováis —dijo en voz baja, pero compulsiva—. Ahora…, muy lentamente, empezad a caminar hacia la casa. Hagáis lo que hagáis, permaneced tranquilas y no os asustéis.

—Mamá, ¿qué pasa? —preguntó Hero, alarmado—. ¿Quiénes son esos perros?

—Calla, amor mío, no digas nada. —Harriet le apretó la cabeza contra su hombro—. No sucede nada, mamá te cuidará, pero no te muevas, cariño.

—¿Ed? —dijo Josie, con la voz quebrada.

¡Cállate! —siseó él.

La perra parda lanzó un ladrido. El cachorro le respondió y corrió hacia ella. El tirón de la soga con que estaba atado le hizo caer de espaldas al suelo. Se levantó de un salto, chillando.

La perra parda aulló y se precipitó hacia adelante. Los otros perros salieron disparados tras ella.

—No os mováis —gritó Ed—. ¡Quietas! Aunque os muerdan… ¡NO OS MOVÁIS!

El cachorro describía un arco en el extremo de la soga, rozando los pies de Harriet.

Hero volvió la cabeza. Vio a los perros que corrían hacia ellos.

—¡Mamá! ¡Mamá!

Trató de encaramarse más en el torso de su madre.

Ella le estrechó con más fuerza, con el fin de inmovilizar sus sacudidas.

La perra parda le hincó profundamente los colmillos en el muslo. Ella echó la cabeza hacia atrás y profirió un grito, pero no se movió. Con las piernas separadas, aferrada a Hero, no se movió. Los otros perros, apostados a su alrededor, gruñían y mostraban los dientes. La perra no soltaba la presa.

Harriet levantó la cara al cielo, los ojos fuertemente cerrados.

—¡Oh, Dios mío…! ¡Por favor…, por favor…!

—No te muevas —le ordenó Ed desesperadamente—. No cedas, tú puedes resistirlo, pequeña. Te soltará… ¡No cedas!

Pasaron varios minutos, durante los cuales el único ruido que se oía era el sordo gruñido amenazador de los perros.

—¡No puedo resistirlo! —gritó Harriet.

—¡Harriet! ¡Quieta!

Hero chilló. Empezó a debatirse locamente contra los brazos de su madre, y Harriet se giró, arrastrando a la perra con ella, y trató de echar a correr.

La manada atacó. Harriet y Hero cayeron debajo de ellos en una confusión de cuerpos, gritos y gruñidos.

Josie huyó. El moteado salió tras ella. Le arrancó un pedazo de nalga.

Ed dio un salto y empezó a correr hacia la casa.

Josie se estrelló contra las ramas bajas de un cedro. Se asió a las ramas que habían detenido su carrera; las ramitas se quebraban y los agudos muñones se le clavaban en la carne. Levantó los brazos sobre su cabeza para alcanzar las ramas más altas, se agarró fuertemente y bregó con todas sus fuerzas por trepar a ellas. El moteado le atarazó la pierna en el instante que se elevaba del suelo. Josie lanzó un chillido. El perro quedó colgado de la pierna durante un instante; luego se soltó. Sin dejar de chillar, Josie siguió trepando cada vez más alto.

El perro negro alcanzó a Ed a diez metros de la casa. Saltó en el aire y se le prendió del hombro. El impacto derribó a Ed y le hizo dar una voltereta. El negro perdió presa y se le abalanzó de nuevo, rugiendo. Ed se cubrió la cabeza con las manos y apretó los brazos contra sus costados; hundió el mentón en el pecho y encogió las rodillas.

El negro le mordió la cadera, y luego trató de atarazarle la cintura. Ed cerró firmemente los ojos. Rechinaba los dientes. El dolor se reflejaba en su rostro; unas finísimas rayas rojas surcaron sus oscuros párpados. El negro le trituraba el brazo. Quieto. Quieto. Quieto. ¡Oh…, Dios Santo!, ¡no podré resistirlo! ¡Oh…! ¡Oh, que alguien me ayude! ¡Por el amor de Dios, ayudadme! ¡AYUDADME!

Los colmillos soltaron presa. Sintió el aliento húmedo del animal, oyó su ronco jadeo.

Ohhhmmm.

Sonidos guturales. Los gritos cesaron.

Ohhhmmm.

Ohhhmmm.

Alguien sollozaba.

Ohhhmmm.

—Ed.

Era la voz temblorosa de Josie.

—Ed. Se… —Su voz se ahogó—. Se han ido.

Él estaba aturdido.

—¡Ed, contéstame! ¡Por favor!

Lentamente, con el cuerpo estremecido, fue estirando los encogidos miembros. Josie estaba descendiendo del árbol. Llevaba la ropa hecha jirones y estaba ensangrentada.

Ed trató de incorporarse. Se desplomó.

Josie se había arrodillado junto a Harriet y Hero. Tenía los puños sobre la boca y se los mordía con desesperación. Se puso en pie y se acercó a Ed, trastabillando.

—Hero está muerto —dijo con voz hueca—. Harriet aún vive, pero ha perdido el conocimiento. Está totalmente…

Movió violentamente la cabeza.

—Trae vendas —dijo Ed, roncamente—. Sábanas, camisas, cualquier cosa.

Josie se arrodilló a su lado.

—Yo estoy bien —dijo él—. Corre.

Ella le dejó. Ed se arrastró hacia donde yacían Harriet y Hero. Éste estaba mutilado. Tenía la parte superior del cráneo triturada. La sangre había manado por sus orejas y ojos. Su rostro se había contraído en una mueca de horror. Harriet estaba tendida de espaldas. Uno de sus pechos había sido arrancado de cuajo. Las otras heridas dejaban ver los huesos y tendones. Tenía los ojos cerrados y su respiración producía un sonido ronco. El suelo a su alrededor estaba empapado de sangre, y de su carne aún seguía manando más.

Ed vomitó. Se desplomó. Sollozó.

—Ed, tengo las vendas… ¿Ed…? Ed, basta. ¡Debemos ayudar a Harriet, Ed!

Le levantó la cabeza. Le dio una bofetada. Él la miró parpadeando. Su rostro estaba trasmudado y sumamente pálido. Josie llevaba un brazado de vendajes. Con la otra mano sostenía el rifle.

—Vamos —dijo—. Tenemos que rasgar estas telas y evitar que Harriet siga sangrando.

Josie mantuvo el rifle al alcance de su mano mientras se afanaban, y levantaba la cabeza con frecuencia para echar una ojeada hacia el lindero del bosque.

Vendaron a Harriet lo mejor que pudieron; luego Josie preparó compresas y vendas para Ed. Éste estaba sentado sin decir palabra al lado de Harriet. Josie le puso el rifle en las manos.

—Está cargado —le dijo—. Vigila si vuelven…, ¿me oyes?

—Sí —murmuró él.

Josie fue a la casa y le trajo una jarra de agua.

—Kathy se dejó las llaves del coche —dijo—. Voy a buscar ayuda.

—¿Y si te atacan antes de llegar al coche?

Ella sostenía con firmeza un cuchillo de monte en la mano.

—No lo harán —repuso—. Se han ido.

Se inclinó y le dio un beso en la frente.

Ed empezó a llorar.

—¡Maldita sea, deja de llorar de una vez por todas! Tienes que proteger a Harriet.

Él se pasó el brazo por los ojos y luego por debajo de la nariz. Asintió firmemente.

—Ya se me pasará —dijo.

Josie partió.

Ed aferró el cañón del rifle con la mano izquierda. Corrió el seguro e introdujo el dedo de la mano derecha en la guarda y lo apoyó suavemente en el gatillo. Fijó la mirada en el bosque.