Bauer estaba sentado ante el televisor con un vaso de whisky en la mano. No sentía deseos de ver las secuencias siguientes; no quería que aquello fuese real. Se había enterado del hecho en la escuela a última hora de la tarde.
El reportaje estaba grabado en videocinta, lo que le otorgaba aquella curiosa cualidad de sobrerrealidad inherente al medio. Primero apareció una vista general de la casa de Stokes. El objetivo de foco regulable de la cámara se acercaba lentamente hasta que la puerta principal ocupaba toda la pantalla. La imagen, por cambio de plano, pasó a una instantánea en blanco y negro de un hombre sonriente, recio y de duras facciones. La fotografía fue reemplazada por la imagen de la viuda de Stokes, que estaba llorando.
Buddy Stokes, decía el locutor, había salido a trabajar el miércoles a la mañana y a la noche no regresó a su casa.
—A veces —explicó la señora Stokes, lentamente, mirando la cámara— se encontraba con los amigos y pasaba la noche por ahí, y a la mañana siguiente se iba directamente a trabajar. Sin embargo, el miércoles por la noche, cuando vi que no regresaba, telefoneé a algunos de sus amigos, pero ninguno le había visto. Permanecí despierta, esperándole, y luego por la mañana… —se mordió el labio—…, por la mañana, llamé a la oficina del comisario, y… ¡Oh! Yo estaba tan furiosa y pensar que durante todo el tiempo él estaba, él estaba…
Prorrumpió en sollozos.
—Esto es Watson Hollow —dijo el locutor con tono sombrío—, un pequeño valle entre dos abruptas montañas. Buddy Stokes talaba árboles en este lugar. Su camioneta aparece en el sitio donde la encontró el ayudante del comisario, Bill Sanders, esta mañana a las diez, con un rifle automático de grueso calibre aún sujeto a sus soportes… Stokes siguió esta senda, de unos quinientos metros, hasta el bosque de arces donde estaba trabajando. Pero no se detuvo aquí, sino que siguió subiendo por la ladera rocosa y, a través de estos arbustos, hasta más allá de los árboles que aquí vemos. Buddy Stokes había encontrado rastros de perros salvajes por los alrededores de estos bosques. Según lo manifestado por su esposa, la única persona a la cual se lo había comentado, Stokes no sabía si se trataba de la misma perrada que atacó y causó horrendas heridas al joven Homer McPhee el mes pasado, por lo que no quiso dar la voz de alarma sin conocimiento de causa. Stokes dispuso una serie de cepos, como el que aquí se ve, y los examinaba todas las mañanas. Aquí, en este cerro encontró a un perro salvaje firmemente apresado por un cepo, y ese descubrimiento le costó la vida.
La cámara enfocó una lona que cubría un cadáver. Se veían las piernas de varios hombres que deambulaban a su alrededor; en el fondo, había un policía del Estado con una rodilla en tierra. Se oían voces ahogadas.
—El médico forense de Covington, James Castleman, y el agente del Departamento de Conservación, William Burgher, reconstruyeron el hecho, después de un cuidadoso examen del lugar. El perro atrapado no estaba solo. Había cuatro más: el número de la manada que atacó a McPhee. Al acercarse Stokes, los animales se escondieron. Cuando Stokes se dio cuenta de su presencia, y probablemente se vio amenazado por ellos, puso en marcha su motosierra, un arma poderosa pero difícil de manipular. La manada le atacó.
La cámara se desplazó con rapidez de un macizo de brezos y se detuvo bruscamente ante una sierra de cadena que yacía en el suelo.
—Stokes debió de abandonar la pesada sierra después de los primeros escarceos y recurrió a su cuchillo de monte.
Primer plano de un cuchillo ensangrentado sobre un pañuelo que alguien sostenía entre sus manos.
—Fue una lucha terrible, violenta.
La cámara recorrió los árboles circundantes, se proyectó hacia el cielo y enfocó, finalmente, la tierra revuelta y empapada de sangre.
—Una primitiva pelea entre un hombre solo y una feroz manada de bestias salvajes. Stokes logró matar a una de ellas. —La cámara se detuvo, durante un instante, sobre el cadáver enroscado de un perro gris—. También hirió a otros, aunque no sabemos a cuántos ni cuan graves fueron las heridas. Al fin, sin embargo, Stokes no pudo resistir el ataque de los cuatro, probablemente ningún hombre hubiera podido, y cayó muerto bajo sus colmillos, destrozado más allá de lo que la imaginación es capaz de concebir.
»Interrogamos al ayudante del comisario, Bill Sanders, que fue el primero en llegar al escenario de los hechos y quien descubrió el cuerpo de Buddy Stokes. Agente Sanders, en el curso de sus actuaciones, usted ha tenido ocasión de contemplar a la muerte en muchos de sus aspectos de carácter violento. ¿Cuál fue su reacción al hacer el descubrimiento esta mañana temprano?
Apareció el rostro, pálido y trasmudado, de un joven uniformado que mantenía la vista clavada en las puntas de sus pies. Movió la cabeza. Su voz apenas era audible.
—Me volví de espaldas. Porque ni siquiera parecía un hombre. Y me alejé y me senté hasta recobrar el ánimo, hasta que me obligué a mí mismo a mirar de nuevo. —Levantó lentamente la vista hacia la cámara—. Le despedazaron —dijo con voz despavorida—. Le hicieron pedazos. Pedazos.
La cámara retrocedió para captar al reportero, de pie junto al agente, con el micrófono en la mano, un grabador magnetofónico portátil colgado del hombro, y siguió retrocediendo hasta abarcar el bulto cubierto con la lona, el perro muerto y un grupo de hombres vestidos de uniforme o de civil, que iban de un lado a otro, revisando y examinando el terreno.
—Y así —prosiguió el reportero—, los perros salvajes del condado de Queensbridge, con una agresión maligna a un joven desarmado en su haber, han dado muerte ahora a su primera víctima humana. Les habló Gerald Becker, que devuelve la transmisión al estudio.
Bauer dejó el vaso en la mesa. Se inclinó hacia delante y, con los codos sobre las rodillas, apoyó la cabeza en sus manos.
Otra voz dijo:
—La nota de Gerald Becker fue grabada esta mañana temprano. En relación con esta noticia, esta tarde hemos efectuado una serie de entrevistas, y contamos con un resumen de las operaciones que ya se han iniciado con el fin de encontrar y eliminar a los feroces perros que mataron a Buddy Stokes hace dos días, en las primeras horas del miércoles. Tenemos con nosotros a la doctora Elizabeth Collier, veterinaria de Covington y una autoridad en comportamiento canino.
Elizabeth apareció en la pantalla, con los labios tensos y los ojos entrecerrados.
—Doctora Collier —dijo el periodista—, casi podríamos afirmar que la misma perrada que atacó a Homer McPhee es la que ahora ha dado muerte a Buddy Stokes. ¿Cabe un comportamiento tan feroz dentro de las capacidades naturales del animal llamado generalmente el Mejor Amigo del Hombre?
—Si usted sugiere que los perros domésticos son fieras cebadas con piel de cordero, entonces la respuesta es un rotundo no. Deseo dar a estas palabras todo el énfasis posible. No hay motivos para crear alarma entre los dueños de perros y sus vecinos. Por otra parte, si usted quiere significar si es posible que los perros puedan matar sin estar rabiosos o enloquecidos, la respuesta es sí. Ello es evidente, ¿no cree usted? Pero la posibilidad es muy remota. Es más probable que una persona caiga fulminada por un rayo que no que sea herida de gravedad por un perro. El año pasado, veinticuatro mil personas fueron asesinadas por sus conciudadanos en este país… y dieciocho fueron muertas por perros. La mayoría de estas dieciocho personas fueron niños pequeños que recibieron una o dos dentelladas… que, si se hubiera tratado de adultos, habrían requerido tan sólo un par de puntos de sutura.
—Los perros salvajes ¿pueden cebarse con los seres humanos?
Elizabeth hizo un gesto de fastidio.
—Jamás. A la mayoría de los animales depredadores no les gusta el sabor de nuestra carne. Ciertos peces y reptiles pueden llegar a devorar seres humanos, y de cuando en cuando algún tigre se convierte en devorador de hombres, pero no somos presa apetitosa para los perros.
—Entonces, ¿por qué motivo cree usted que esta manada atacó a seres humanos?
—Lo más probable es que haya sido en defensa propia. Homer McPhee declaró que había tratado de alejarlos de la res que habían matado. Les atacó con piedras y con un palo. Sólo entonces le agredieron. Según han informado los medios de comunicación, Buddy Stokes atrapó con un cepo a un miembro de la manada, pero nadie ha mencionado el hecho adicional de que, según lo demuestran las pruebas obtenidas, Stokes procedió a rematar el animal con una motosierra. Ello fue, con toda seguridad, el catalizador que desencadenó la violencia de la jauría. Al igual que la mayoría de los animales salvajes, los perros ferales no atacan al ser humano a menos que medie algún tipo de provocación…, lo cual significa que no se les debe acorralar, atacar, o amenazar a sus cachorros. De lo contrario, prefieren huir.
—Ellos podían haber huido en el caso del muchacho McPhee. ¿Por qué no lo hicieron?
—Porque defendían su presa, su alimento, que es vital para cualquier ser vivo. Además, y a este respecto, no puedo hacer más que formular una conjetura, no poseemos ninguna prueba concreta de que el perro Alfa de esta manada… —Calló durante un instante—. En las manadas de lobos o de perros —explicó—, siempre hay un animal Alfa. Es el miembro dominante de la manada, su líder. Probablemente el perro Alfa de esta jauría es un animal muy fiero y agresivo. Tal vez fue un animal doméstico en algún momento de su vida. Debe de ser muy cauteloso con los seres humanos y deseoso de evitar su encuentro en lo posible, pero les teme mucho menos que si fuese un animal nacido en estado salvaje, suponiendo que sienta temor alguno ante ellos.
—Entonces usted diría que esta manada es tremendamente peligrosa y capaz de atacar de nuevo.
—Esos animales no buscarán activamente el encuentro con seres humanos, pero, en efecto, son sin ninguna duda peligrosos en extremo.
—¿Por qué motivo cree usted que dejaron a McPhee con vida y, en cambio, mataron a Buddy Stokes?
—Incluso un animal que esté totalmente enloquecido dejará de atacar en cuanto su víctima deje de moverse, lo que suele ocurrir cuando ésta pierde el conocimiento por efectos del shock, como fue el caso de McPhee, o por la pérdida de sangre. Lamentablemente, Stokes era un hombre fuerte, que luchó denodadamente y recibió heridas de muerte antes de caer en estado de coma.
—Una última pregunta, doctora Collier. ¿Qué es lo mejor que puede hacer una persona que se enfrente con esta manada, o con cualquier perro hostil?
—En primer lugar, no correr. Ello despierta un poderoso instinto en los animales depredadores, que les incita a dar caza. En segundo lugar, no tratar de asustarles con gestos amenazadores o lanzándoles algún objeto, lo cual puede provocar la contrarreacción con la consiguiente agresión de su parte. En tercer lugar, evitar mirarles directamente a los ojos. Entre los animales de raza canina, la mirada fija encierra un desafío y sólo hay dos reacciones posibles: o bien uno de los animales se somete esquivando la mirada del otro, o bien luchan. Por último, la persona que sea mordida, por muy intenso que sea el dolor, debe inmovilizarse y permanecer totalmente quieta. Si no se mueve, el perro soltará su presa. Quizá lance un mordisco más para ver qué sucede, pero no continuará atacando a una persona que permanezca inmóvil.
Luego apareció el coronel Edwin Mulcahey, de la policía del Estado. Permanecía muy rígido y se mostraba incómodo ante la cámara. Soltando un discurso preparado de antemano, manifestó que al amanecer partirían tres aviones de reconocimiento; fuerzas combinadas de la policía del Estado, de la oficina del comisario y del Departamento de Conservación saldrían a rastrillar Herman’s Claypipe y las montañas vecinas; se estaba formando un escuadrón integrado por guías cazadores profesionales, y dos parejas de sabuesos llegarían al día siguiente por la tarde. Se pedía a los ciudadanos que informaran sobre la presencia de perros desconocidos, pero Mulcahey anunció la prohibición a la población civil de adentrarse provistos de armas en los bosques. No quería que una horda armada anduviera suelta por los montes, por cuanto no haría más de invitar a la tragedia.
Un nervioso portavoz del Departamento de Conservación trató de justificar el fracaso de la primera cacería, poniendo como razón la dificultad de localizar a unos animales tan listos y cautelosos como son los perros ferales, pero prometió que los infatigables esfuerzos de su departamento no cesarían hasta que hubiera desaparecido la amenaza. Le siguió el gobernador con unas breves palabras tranquilizadoras y de condolencia. Prometió brindar pleno apoyo y aseguró que se daría una pronta resolución al problema. Harry Wilson atacó a varios funcionarios y exigió la aprobación de su proyecto de ley canina, no sólo por la municipalidad de Covington, sino también por el poder legislativo del Estado. El comentarista concluyó con una invitación a mantener la sintonía para presenciar un programa especial acerca del grave problema que constituían los perros salvajes en todo el país.
Bauer salió de la cabaña. Contempló la mole oscura de las montañas.
«Eres tú, Orph».
«Y yo te arrancaré de mi falso entorno».
«Te lo prometo».
Orph no encontraba un sitio donde se sintiera seguro; sólo experimentaba el apremio de alejarse de donde había tenido lugar la matanza. Les conducía a paso vivo, y lo mantenía poniendo a prueba su resistencia y la de ellos, hasta que su cuerpo se liberaba de su voluntad, y entonces se desplomaba, temblando, mientras los demás se dejaban caer a su alrededor. No les permitía descansar mucho rato, sólo el tiempo suficiente como para que desapareciera la aguda sensación de fatiga, y entonces les obligaba a levantarse y a proseguir la marcha. Los demás no se resistían ni rebelaban: él era el conductor, su cerebro y su voluntad. Alternativamente, trepaban y descendían, pero siempre estaban en movimiento, y las montañas se sucedían bajo sus patas, que se les hinchaban y sangraban.
La perra parda estaba cada vez más nerviosa e inquieta. Hacía varias horas que no comía, a pesar de que habían dado muerte a algún pequeño animal y hubo comida. Empezó a rezagarse, y a veces se separaba de ellos errabunda. Orph la obligaba a reintegrarse a la manada, empujándola con el flanco y lanzándole algún mordisco. Sintió el extraño olor de su vagina, permanentemente húmeda. Ello le puso ansioso. Un sentimiento de profunda gravedad se apoderó de sus vísceras y, con ello, la inexplicable certeza de que no podrían ir mucho más lejos, que, de alguna manera, la perra se convertiría en el centro de todos ellos. Sencillamente, ya lo era, al igual que los latidos de su corazón. Pero él no se dejaba dominar por aquel sentimiento, con el fin de forzarla a caminar todas las horas que pudiera; luego, todos los minutos y, por fin, a media tarde, ya no logró hacerla avanzar más, y le inundó una oleada de aquel inquietante sentimiento, que le hizo ceder la supremacía a la perra.
Ésta se detuvo. Orph retrocedió hasta ella. La perra gruñó. Él le mordió el flanco. Ella le agredió a su vez. Orph se apartó rápidamente, con una perla de sangre en la oreja, donde ella le había hincado los dientes.
La perra permaneció inmóvil, jadeando, con la cabeza gacha. Comenzó a hipar. Luego se giró y descendió por la ladera de la montaña.
Orph la siguió. El negro y el moteado iban detrás de él. Los tres se mantenían a cierta distancia de la perra; ella gruñía salvajemente cada vez que se le acercaban demasiado.
A Orph no le gustaba aquella dirección. Pero seguir a la perra era lo que cabía hacer.
Sus pasos cuesta abajo eran erráticos. Cambiaba con frecuencia de dirección. Volvía sobre sus pasos. Describía círculos. Introducía el hocico en las grietas de las rocas. Trataba de escarbar el suelo pedregoso.
Hacia el atardecer se detuvo, al pie de la falda de la montaña, y resiguió el curso de un arroyo, hipando desconsoladamente. Por fin, en la base de un alto escarpado rocoso, empezó a escarbar.
Orph se adelantó, pero se inmovilizó en cuanto ella se volvió, ladrándole. Aquél, pues, sería su territorio. Orph se tendió en el suelo, apoyó la cabeza sobre sus patas y se quedó observándola. Se sentía desdichado. Olfateaba y no percibía nada alarmante, pero tampoco nada que fuese tranquilizador. Le inquietaba un ligero efluvio de ser humano. Muy distante, pero presente sin embargo. Era un olor inerte, carente de agresividad o de amenaza, pero no le inspiraba confianza y deseaba huir de allí, alejarse de cualquier clase de tufo humano.
Pero no había nada que hacer. Sería lo que tuviese que ser.
La perra escarbó una madriguera casi el doble de grande que su propio tamaño y se introdujo en ella. Se tumbó de costado, jadeando. Empezó a contraérsele el abdomen.
En la oscuridad, Orph se acercó sigilosamente a la cueva. Se instaló a una docena de pasos de la boca. Permaneció con las orejas levantadas, escuchando a la perra.
Al cabo de media hora de haber empezado las contracciones, despidió al primer cadillo. Del tamaño de un puño, tenía los ojillos firmemente cerrados, la cara achatada, las diminutas patitas pegadas al cuerpo, y estaba encerrado en una bolsa húmeda. La perra desgarró la bolsa y la apartó de aquella menuda forma que se agitaba. Cortó el cordón umbilical con sus dientes. Se comió la bolsa y acto seguido lamió cuidadosamente al cachorro desde la cabeza hasta la cola. Lo sacudió con el hocico durante unos momentos, y el perrito empezó a respirar. Se retorció torpe y penosamente hacia la calidez que despedía el cuerpo de su madre y hundió la cabeza en su vientre, emitiendo débiles y cortos gañidos hasta que tuvo una de las ubres en la boca. La perra apoyó la cabeza en el suelo para reposar. Respiraba fatigosamente.
No tardó en abrirse paso otro cachorro. La perra soltó un gañido cuando aquél emergió, jadeó cuando hubo salido y luego desgarró la bolsa, la devoró y limpió al cachorro.
Al amanecer había seis cachorritos apilados contra su vientre, y la exhausta pero satisfecha madre estaba dormida.
Orph, en cambio, no había dormido. Vigiló, alerta, la madriguera, durante toda la noche. Había acumulado la tensión provocada por todos y cada uno de los gañidos. No podía soportarlo más. Se acercó a escudriñar la cueva.
La perra le recibió con un gruñido.
Orph se alejó. Su sangre comprendió lo que él había olfateado. Aquello tenía sentido.
Unas horas después de la salida del sol, la perra emergió a la luz, se alivió y se fue al arroyo a beber. De la madriguera salían sordos gañidos. La perra vigilaba atentamente a Orph y a los otros perros mientras bebía. No tardó en estar de nuevo dentro de la cueva.
A última hora de la tarde, Orph, el negro y el moteado partieron de cacería.
Cuando regresaron ya había oscurecido. Orph había devorado la mayor parte de lo cazado. Se detuvo en la entrada de la madriguera y emitió unos gañidos. La perra salió. Lo olfateó y le lamió los belfos. Luego abrió completamente la boca. Orph regurgitó en ella. La perra comió y regresó junto a los cadillos.
A la tarde siguiente, fue el negro el que vació su estómago para ella.
La manada desapareció de las noticias nacionales durante varios días; poco tiempo después fue relegada a segundo término en los servicios noticiosos del Estado. En el condado de Queensbridge siguió siendo un tema fugaz, y en Covington, una crisis. El diario y la estación de radio de Harry Wilson no cesaban de machacarlo diariamente. La población civil mató a tiros a dos perros vagabundos y mutiló a media docena a garrotazos. Los vecinos no se hablaban. Hubo puñetazos en los bares. Los niños tiraban piedras a los perros atados o encerrados tras las cercas. El consejo municipal aprobó provisionalmente una versión modificada del proyecto de ley canina de Wilson, y éste anunció su candidatura para el cuerpo legislativo del Estado.
Se arrestó a unos cuantos hombres armados en los bosques, a uno de ellos después de haber disparado al notar un movimiento entre los arbustos de una quebrada y herido a un ayudante del comisario en la pierna. No se encontraron ni rastro de los perros. El confiado optimismo del coronel Mulcahey se esfumó al formular declaraciones a la prensa. Prometió que la cacería continuaría hasta que se hubiera dado muerte a los animales, pero, gradualmente, los costosos hombres fueron retirados de las montañas. Los editoriales de Harry Wilson condenaban a todo el mundo, desde el gobernador hasta el American Kennel Club.
Bauer ya no tenía ninguna duda. La evidencia sólida era escasa —la descripción del perro por McPhee y un puñado de pelos recogidos en el lugar donde habían dado muerte a Stokes, que Elizabeth Collier identificó como de perro pastor alemán—, pero sus temores se afirmaron hasta convertirse en convicción, y ello le trajo apareado un angustiante sentimiento de culpa, un desaliento paralizador.
«Yo lo hice —pensaba—. Por culpa de mi debilidad, de mi falta de voluntad. Mis manos están sucias de la muerte de un hombre y del horror de mi propio hijo».
Sintió revulsión hacia sí mismo.
La carta de Santo DiGiovanni acabó de aplastarle.
Estaba escrita con lápiz. Los renglones formaban ondulaciones, fruto de la avanzada edad del autor.
Señor Bauer:
Hoy se cumplen exactamente cinco años que mi Anthony está en la cárcel. Mi corazón está desolado y yo he estado muerto durante todo este tiempo, pero mi cuerpo no ha querido ceder ni me ha permitido dormir el sueño eterno todavía. Espero que en el día de hoy habrá pensado en mi Anthony, porque sería terrible que un hombre condenara a otro hombre a pasar el resto de su vida encerrado en una prisión y ni siquiera se acordara de haber cometido un acto semejante.
Anthony obró mal. Y debe responder ante la ley y ante Dios por ello. Pero usted le conoció antes de que cometiera un asesinato. Usted sabía de las otras malas acciones que estaba cometiendo. Usted hubiera podido evitar que las cometiese o hubiera podido pedir a otros que lo evitasen. Pero usted no lo hizo. No hizo nada. Esperó hasta que Anthony se manchara las manos de sangre, y entonces se decidió a actuar.
Ahora usted está libre. Puede hacer el amor y beber vino y encontrar satisfacción en su trabajo; puede ir a donde le place y hacer lo que le viene en gana. Anthony, no. Anthony está encerrado en una reducida celda no más grande que su retrete, rodeado de barrotes de acero, y mi hijo permanecerá en su jaula hasta que se haga viejo y se le caigan los dientes y se mee en los calzoncillos y no pueda tenerse en pie y se muera.
No le odio. Yo sólo soy un viejo que espera la muerte y el día en que su alma pueda unirse con el alma de su hijo. Pero tampoco le perdono. Si alguien puede llegar a hacerlo, ese alguien es sólo usted, y usted es quien deberá encontrar la manera de hacerlo. No quisiera vivir con su corazón. Debe de dolerle horrores.
No puedo desearle bien, pero tampoco le deseo mal alguno. Yo sólo espero morir y poner fin a mi dolor. Adiós señor Bauer.
Santo DiGiovanni
Bauer quedó convertido en algo intangible. En polvo arrastrado por el viento. Siempre cedió. Había bebido de la fuente de la equivocación y dejó sin alimento a su voluntad. La renunciación agostó su alma.
Yacía aturdido en su cabaña. Una barba grisácea le cubría las mejillas. Tomó un poco de agua, observando su mano mientras se acercaba el vaso a la boca, con suma lentitud, ejerciendo una fuerza inmensa, y vio las huellas de su paso —una seca corteza de pan mordida por sus dientes, una taza rota en el suelo—, pero no pudo recordarlas y apenas si logró comprenderlas.
¡Cuánto anhelaba sumirse en la nada!
No. Se obligó a sí mismo a meterse bajo la ducha.
Se obligó a sí mismo a afeitarse la cara, a lavarse la boca, a vestir su cuerpo con ropa limpia, a dominar lo externo y compeler su orden interno. Comió. Con moderación, pero a pesar de todo su estómago vomitó la comida. Esperó un rato y comió de nuevo y esta vez devolvió algo, pero la mayor parte de lo que ingirió permaneció en su organismo.
Kathy apareció por la cabaña. Iba acompañada de un alto muchacho de dorados cabellos cuyo nombre Bauer no logró retener. Ella le tocaba. Ambos reían. Sus dientes eran de un blanco brillante. Le hablaban, y él les oía, pero no podía responderles, y Kathy creía que sería divertido y maravilloso si los tres se desnudaban, se iban al dormitorio y se hacían el amor unos a otros, pero él no contestó, les miraba con el rostro impasible, y el muchacho frunció el ceño con ira creciente y Kathy acercó su rostro al de Bauer y penetró por las pequeñas aberturas de sus pupilas y dijo: «Eh, estás viajando o algo» y después de un largo instante de vacío se sulfuró pero en seguida recobró su risa porque las emociones abrasivas sólo podía experimentarlas como un estremecimiento, y se encogió tontamente de hombros, se levantó sobre las puntas de sus pies y le besó la mejilla y dijo sonriendo: «Bueno, nos largamos y te veré más tarde, ¿te parece bien?», y se marchó con el muchacho, y él oyó que éste decía: «Está acabado, el hombre. Totalmente acabado, Dios Santo».
Bauer cogió las llaves de su auto y salió. El día llegaba a su fin y encendió los faros. Se dirigió a casa de Elizabeth. Había luz en la sala de estar.
Ella abrió la puerta y dijo, asombrada:
—¡Hola, Alex!
—Te necesito —le dijo él.
La tomó en sus manos. Ella trató de echarse hacia atrás y dijo:
—¿Qué te propones?
Pero él era demasiado fuerte, la lastimaba, y ella se dio cuenta de que podría hacerle más daño, y eso eliminaba la posibilidad de escapar a la situación, y mientras él se dedicaba a sacarle la ropa, Elizabeth mantuvo una actitud resistente y renuente, pero no luchó como si de ello dependiera su vida, porque pensaba que, si lo hacía, correría ese riesgo. Bauer hablaba, pero de una manera incoherente. Para ella era un extraño, tanto en su comportamiento como por la forma en que parecía tratar su propio cuerpo, y no logró penetrarla a pesar de que ella no le puso impedimento alguno; fue impotente, y se separó de ella y levantó los puños y abrió la boca, como si fuera a gritar, como si fuera a lanzar un aullido o a proferir algún tremendo sonido, pero no lo hizo, y bajó los brazos y la miró con una expresión de intolerable dolor.
Elizabeth se levantó, cubriéndose con sus maltratadas ropas.
—Cometiste un error —dijo con calma—. No sé qué has destruido, pero algo destruiste.
Al cabo de varios minutos, él dijo:
—Lo siento.
—No quiero volver a verte jamás —musitó ella.
Bauer pareció no haberla escuchado.
—Encontraré a Orph —dijo.
—No puedes hacerlo.
Él asintió y se dirigió a la puerta.
—Lo siento —repitió, y esta vez lo dijo por ella.
Se fue. Ella se sentó en una silla y se estrechó a sí misma con los brazos.
Los cachorros abrieron los ojos el décimo día. La perra se había enflaquecido bajo las ávidas bocas de la lechigada, pero se mantenía fuerte y no estaba hambrienta, pues le traían la comida suficiente. Los cadillos crecieron de tamaño y ganaron peso. Se importunaban unos a otros y se tambaleaban al levantarse sobre sus patitas. Sus afilados dientes le ulceraban los pezones. Cuando salía a aliviarse y a beber agua del arroyo, la perra permanecía unos minutos al sol; luego empezó a quedarse cinco minutos, después diez, un cuarto de hora. Se tendía de costado, gozando del respiro. Se acercó para jugar con los machos. Si bien éstos olfateaban la boca de la madriguera y escudriñaban su interior, no intentaban entrar en ella, y la perra les devolvió la confianza y no volvió a mostrarse tan severa con ellos como lo había sido antes. El cachorro más grande ganó el dominio de sus patas. Exploró la madriguera, en intrépidas aventuras, palmo a palmo. La perra se tornó lo suficientemente tranquila como para ignorar temporalmente los gañidos y chillidos que los pequeñuelos dirigían a la boca de la cueva cuando al cabo de una incierta y desconcertante búsqueda de su calor y ayuda no la encontraban. Una tarde, ella se fue despreocupadamente a hacer una correría con el perro moteado, regresando media hora más tarde, rebosante de regocijo. Los cadillos clamaban su infelicidad. Ella acudió a su lado, satisfecha, y se tumbó de costado. Los cachorros se agolparon, pasando unos por encima de otros, para prenderse de las ubres. Días más tarde, les sacó uno a uno colgados de su boca y los depositó al sol sobre la tierra cálida. Con evidente orgullo contempló cómo Orph y los otros olían, olfateaban y hacían rodar a los cachorros con el hocico. Los pequeñuelos, asustados, arrojaban chorros de orina. Trataron de regresar a la madriguera, pero ella les cerró el paso. El perro negro se alejó adentrándose en el bosque, enfurruñado. Orph deambuló de un lado para otro hasta dejarse caer al suelo para gozar de la certeza de que no deberían permanecer indefinidamente en aquel sitio, que les ofrecía refugio, agua y comida suficientes, pero donde llegaban de cuando en cuando vestigios de olor a ser humano, no abiertamente amenazador, pero que implicaba peligro por el solo hecho de que era humano. El perro moteado yacía junto a la perra y su lechigada. Alargó el pescuezo para lamer a los cachorros. El más grande de ellos dominó su terror el tiempo suficiente para soportar las lamidas durante un breve instante. Después se arrastró hasta donde estaba su madre e intentó escurrirse debajo de ella. La perra se apartó para dejarles pasar, los cachorros se precipitaron hasta el filo de la entrada de la madriguera y cayeron rodando hasta el fondo. Ella les siguió, exultante de felicidad.