8

Una vez Eddie Meisler tuvo una cabaña de veraneo en Loon Lake. El lago no era muy grande; tenía apenas tres kilómetros de largo por uno y medio de ancho. Había un par de colonias de vacaciones bastante rústicas donde alquilaban pequeños chalets, y ocho o nueve cabañas particulares como la de Meisler. Cuando la compró, los chicos tenían seis, cinco y tres años, respectivamente. Domesticaron algunas ardillas y acostumbraron a los mapaches a comer las sobras de la comida en el porche. Los chicos estaban encantados, y la esposa de Meisler se sintió feliz en aquel lugar. Al amanecer, Meisler pescaba en agradable y regenerativa soledad. Al mediodía jugaba con los chicos o se tendía en la hamaca a leer, efectuaba algunas reparaciones en la casa o salía a dar un paseo. Él y Dot se acostaban temprano, agradablemente cansados y, como a la noche la temperatura solía descender por debajo de los diez grados, se tapaban con un par de mantas livianas, y hacían el amor con frecuencia, lo cual resultaba profundamente satisfactorio en el lago. Meisler había tenido que ahorrar y trabajar muchas horas extraordinarias para comprar aquella cabaña, pero fue lo mejor que hiciera en su vida, tanto para su familia como para sí mismo, y jamás se arrepintió de ello.

Había transcurrido un largo tiempo, pero los recuerdos aún le proporcionaban un cálido placer. Año tras año, a medida que los chicos crecían, aparecían una o dos cabañas más, cerca del lago, y luego una nueva colonia con un enorme albergue rústico donde servían comidas y mantenían el bar abierto hasta las primeras horas de la madrugada, y se podía escuchar la música de los tocadiscos automáticos atronando sobre las aguas durante la noche, y más adelante, a fines de la década de 1950 y principios de la de 1960, el proceso inició la escalada, puesto que todo el mundo tenía dinero y tiempo para derrochar, y las tierras que bordeaban el lago fueron divididas en lotes de un acre y hasta de medio, y el zumbido de las sierras y los golpes de los martillos no cesaban de la primavera al otoño, y los motores de los botes de pesca se hicieron cada vez más potentes, y luego aparecieron las lanchas de motor y los esquiadores acuáticos, un par de hidroplanos y barcazas endoseladas que se balanceaban bajo los pies de los invitados a cócteles danzantes, hasta que, por fin, el lugar tomó un aspecto asqueroso, poblado por una ruidosa multitud, como un bar o un bowling de una populosa ciudad, y Meisler recibió un golpe mortal. Se le debilitó el corazón y se le agrió la sangre.

Los chicos ya eran todos adultos y tenían sus propios hijos. Estaban sumamente ocupados, y la cabaña era algo que pertenecía a su infancia, por lo que casi nunca iban al lago. Meisler la vendió: el motivo de tantas alegrías cuya degradación se había visto obligado a presenciar, incapaz de hacer nada para evitarla. Durante los dos años siguientes, pasó las vacaciones en casa, malhumorado, negándose a considerar alternativa alguna: había tenido lo que quería y eso era imposible de reemplazar. Dot, mujer sensible y paciente, y esposa amante, le consoló con todo cariño, y al año siguiente, recuperado su antiguo espíritu, Meisler compró una casa rodante. Era resistente y podía andar por terrenos demasiado abruptos para la mayoría de los veraneantes, y debido a su movilidad, no se veía limitado a quedar anclado en un mismo sitio; cuando los merodeadores llegaban para comenzar su tarea destructiva, Meisler se trasladaba a cualquier otro lado.

Durante los primeros años de jubilación, él y Dot vivieron tanto tiempo en la casa rodante como en su propio hogar y disfrutaron enormemente. Meisler se volvió algo excéntrico. Despellejaba verbalmente a los acampadores que llenaban la región de basura, gente que corrompía los bosques y las corrientes de agua, y cuando llegaba a un lugar cubierto de detritus, se dedicaba a limpiarlo escrupulosamente, murmurando maldiciones e insultos. Llegó a convencerse de que los hombres eran los descendientes de los criminales y enfermos mentales de alguna raza extraterrestre que habían sido enviados a la Tierra, como si ésta fuera un asilo o un penal de la galaxia. Sentía poco amor y menos respeto aún por ellos. Se juró a sí mismo que no volvería a leer un diario ni a escuchar los boletines de noticias en todo lo que le restaba de vida.

Aquel verano recorrían Nueva Inglaterra. Eddie había subido la casa rodante por la falda de una montaña, siguiendo una antigua senda, ahora invadida por la vegetación, y se instaló en una herbosa meseta cercana a un arroyo de aguas cristalinas en el cual abundaba la trucha. Él las pescaba con una caña de bambú enderezada al fuego y con moscas artificiales que él mismo se preparaba. Era media tarde y Meisler sesteaba en el interior de la casa rodante. Dot se tostaba al sol.

Los gritos de Dot le despertaron.

—¡Fuera de aquí! ¡Fuera!

Meisler se frotó los ojos, saltó de la cama y se acercó a la puerta. Dot agitaba un palo ante una manada de perros que habían derribado los cubos de aluminio junto a la parte trasera de la casa rodante. Meisler enterraba los desperdicios vegetales y tiraba todo lo demás en aquellos cubos de basura, cuyas tapaderas cerraban a presión para evitar la visita de mapaches y zorrinos. Los perrazos habían hecho caer los cubos, y las tapaderas saltaron al chocar contra el suelo. Habían desparramado la basura y estaban royendo la carne de los huesos y lamiendo la grasa, sin dejar de lanzar miradas a Dot entre mordisco y mordisco. Uno de ellos, un perro pastor alemán de poderoso pecho, masticaba lentamente y observaba a Dot sin pestañear.

—¡Largo de aquí! ¡Vamos! —gritó Meisler, desde el umbral de la puerta.

Cuatro de los animales retrocedieron unos pasos. El perro pastor no se movió de su sitio y desvió su mirada hacia Meisler.

—¡Largo!

Dot alzó el garrote en alto y avanzó. El ovejero profirió un gruñido. Un perro negro ladró amenazador.

—No te muevas, querida —le advirtió Meisler—. Esos dos no parecen nada mansos.

Dot bajó el bastón.

—No sé de dónde salieron. Me desperté cuando volcaron los cubos de basura.

—Quédate donde estás y no les amenaces.

Entró en la casa rodante y abrió el cajón situado debajo de la cama. En un rincón había una pistola de tiro al blanco Colt Woodsman. Junto a ella, un cargador con ocho balas. Introdujo el cargador en la pistola, quitó el seguro, tiró de la corredera hacia atrás y dejó que volviera a su lugar, llevando un cartucho hacia la recámara. A Meisler no le gustaban las armas, pero sabía usarlas, y siempre que salía de veraneo llevaba la automática calibre 22 consigo, con el fin de rematar algún animal enfermo o herido que pudiera encontrar, para ahuyentar a los coyotes cuando fuese necesario y como protección. Era un arma de poco calibre, pero utilizaba balas de punta hueca, y los ocho cartuchos constituían una considerable potencia de fuego.

Al ver la pistola, Dot le dijo:

—¡Oh, Eddie, no les lastimes!

—No temas.

Apuntó al aire, al tiempo que les gritaba a los perros, y apretó tres veces consecutivas el gatillo. Los perros dieron media vuelta y antes del tercer disparo ya habían desaparecido en el bosque.

Meisler y su esposa levantaron los cubos y recogieron la basura.

—¡Es indignante! —exclamó Meisler, tirando el hueso de una chuleta de cerdo dentro del cubo—. Ahora también debemos lidiar con los perros. A mí no me importa que quieran tener animales domésticos, pero si desean un perro, entonces tienen la responsabilidad de cuidarlo, ¿no te parece?

—Sí, querido —repuso Dot.

—Quiero decir que un perro no es algo con lo que uno pueda hacer el estúpido para divertirse un rato, para luego olvidarse de ello en cuanto aparece otra cosa más interesante, ¿no es cierto?

—Claro, querido.

—Correcto —dijo él—. A esa clase de gente no se le debería permitir poseer perros.

Bauer estaba confundido ante la cualidad de la conducta de Kathy en la intimidad. No había nada que ella no estuviera dispuesta a decir, nada que no quisiera hacer. En su interior no había compartimientos secretos. Le habló francamente de su vida, pero era evidente que los hechos pasados significaban muy poco para ella; a lo sumo, constituían un amable material anecdótico útil para llenar los silencios que se tornaban tediosos. Por cortesía, pero sin mucho interés, le formuló algunas preguntas acerca de su vida. Él estuvo tentado, en grado sumo, a dejarse seducir por su forma de vivir el presente, con su vitalidad y lúcido enfoque. En verdad, resultaba atractiva, y Kathy tenía razón: la hora pasada estaba muerta; la futura, aún por nacer. Pero su antiguo sí mismo le escarnecía. Y, aunque aquel sí mismo le había hecho un pobre servicio, poseía sin embargo cierto poder, y no resultaba fácil prescindir de él. Pero cabía añadir que, si bien ella no se callaba nada, tampoco había manera de conmoverla. No tenía corazón, era un simple plano y, según sospechaba Bauer, nada le importaba realmente más que cualquier otra cosa. La suya era una intimidad indiferente, una candorosidad sin consecuencias. Ambos habían disfrutado juntos, pero siempre, en torno de la periferia, Bauer percibía un escalofrío carente de vida. Le inquietaba y, al mismo tiempo, ponía de relieve, la cualidad de su propio malestar.

Telefoneó a Elizabeth Collier. Ella estaba ocupada, le dijo, y Bauer se sintió desilusionado, pero la joven puso fin a la breve conversación diciéndole:

—Llámame de nuevo. Me gustaría verte.

Él la llamó a la semana siguiente. Cenaron temprano y después recorrieron ochenta kilómetros en el auto hasta Hammertown, donde había un cine en el que exhibían películas de arte los miércoles y los jueves, y vieron un film alemán. Era intrascendente y absolutamente estilista, pero poseía el peso suficiente como para justificar el riesgo tremendo de su producción. Era una buena película.

Elizabeth vivía en una limpia casita blanca situada en la parte posterior de su consultorio y perrera, en los suburbios de Covington. Él la acompañó hasta la puerta. Le puso una mano sobre los cabellos, que eran muy sedosos, atrajo su cabeza hacia él y la besó ligeramente. Luego se separó para desearle buenas noches, porque si bien ella se había mostrado animada y parecía pasarlo bien, no le había dado a entender que fuera posible llegar a algo más que a una relación amigable y placentera; pero Bauer se detuvo con las palabras a flor de labios, posiblemente obedeciendo a la intuición, aunque lo más probable —pensó, en el breve lapso de su vacilación—, era que se sentía dominado por el deseo.

Ella hizo un mohín con la boca.

—¿Por qué no pasas a tomar una copa? —sugirió.

Una vez dentro, le sirvió un coñac y se excusó. Cuando reapareció, llevaba puesto un largo camisón de raso, cerrado en la cintura por un cordón trenzado: tenía un porte helénico y estaba bellísima.

Era una mujer alta. Poseía una gracia cimbreña. Sutilmente, pero con firmeza, mantuvo su cohabitación dentro de los cauces más formales y serenos. Bauer experimentó un dulce orgasmo. No supo si ella simuló el suyo o no. Elizabeth llevaba riendas, pero las mantenía firmemente sujetas con sus propias manos.

En el sopor que siguió, ella se arrebujó contra él y le dijo, con mucha cortesía, a pesar de la brusquedad de sus palabras:

—Dormitemos un rato, pero, por favor, mi casa me pertenece, y eso es muy importante para mí. No deseo que nadie se quede aquí toda la noche.

Más tarde, cuando Bauer se dirigía a su casa en el coche, bajo una corteza de luna y estrellas que centelleaban en configuraciones que él jamás había sido capaz de descifrar, se dijo que quizá no había sido Ursula quien no le quería, sino que había sido él quien no la quería a ella; que no era Kathy quien no poseía corazón, sino que era él quien estaba carente de dimensión; que no era Elizabeth quien se protegía con un duro caparazón, sino que era él quien se atrincheraba detrás de una barricada protectora. ¿O tal vez era un aberrante insecto gregario entre una raza de solipsistas? Si hubiera sido un adolescente, podría haber pensado que amaba a Elizabeth Collier.

Buddy Stokes sabía que rondaba por allí una manada de perros. Tal vez fuesen los que habían agredido al chico de McPhee; tal vez no. Pero eran cinco y se encontraban en estado salvaje.

Él estaba talando árboles en el extremo más angosto de Watson Hollow, que se internaba entre las laderas de Herman’s Mountain y Claypipe. Un médico de Nueva York era el propietario de todo el valle, más de ciento cincuenta hectáreas. En las veinte hectáreas de la zona alta había un magnífico lote de arces. El médico había vendido los arces, en pie, a un fabricante de palos de béisbol y encargado a Stokes la tala y transporte. La primera mañana, Stokes recorrió el terreno, familiarizándose con la ubicación de los árboles y formulando un programa. Al mediodía se sentó en un tronco, abrió la caja de seis latas de cerveza y se comió los emparedados que llevaba en la mochila. A medida que las vaciaba, estrujaba las latas con una mano y las lanzaba hacia atrás por encima del hombro. Luego encendió un cigarro, y fumó sin pensar en nada. Stokes no pensaba mucho. Lo que pasaba por su mente era más bien una serie de imágenes, como diapositivas dispares proyectadas sobre una pantalla, casi desenfocadas. A veces las imágenes despertaban emociones en él —sobre todo las de carácter sexual—; otras veces, no. No sufría de insomnio y gozaba de sus sueños. Mientras fumaba, visualizaba a Digger. Le habían sacado los puntos, así como el yeso y los vendajes. El perro cojeaba ligeramente y tenía una cicatriz sin pelos desde la cruzera hasta la mitad del cráneo. Era más feo que un pecado, pero por Dios que había salido bien parado —valía todos y cada unos de los condenados centavos que le había tenido que pagar al veterinario— y estaba en condiciones de pelear de nuevo en Florida. Aquél era un perro con dos pares de huevos.

Stokes apagó el cigarro e inició la exploración de la vertiente de Claypipe mascando la colilla. Hacía dos o tres años que no subía a aquella montaña. Deseaba comprobar si había rastros de venados, ver si valdría la pena darse una vuelta por allí en otoño. Encontró excrementos recientes, huellas bien marcadas, muchos sitios escarbados por los gamos.

Y también halló los restos de un cervatillo despedazado. Por la osamenta dedujo que llevaba siete u ocho días muerto; los ojos vidriosos y los pingajos de carne restantes estaban llenos de gusanos. Stokes se pasó media hora estudiando las huellas que había a su alrededor. El suelo había estado mojado cuando sucedió, y así se había mantenido durante un par de días más y, al endurecerse, las huellas quedaron perfectamente marcadas. Una manada de perros había perseguido a una gama y a su cervato. Éste se había rezagado. Los perros hicieron presa en él; las huellas de sus patas se superponían en derredor. La gama recorrió un centenar de metros más, luego retrocedió. Entabló pelea con ellos. Absurdamente. Tuvo la suerte de que los perros se habían encarnizado con el cervatillo y no le prestaron mucha atención, salvo para defenderse. La gama permaneció allí hasta que el cervato dejó de existir. Y probablemente ella también salió mal herida de la contienda. Luego huyó, y los perros se dedicaron a devorar al cervato. Después de los perros, lo hicieron los mapaches y los zorrinos. A continuación, los cuervos. Los gusanos y otras alimañas estaban acabando con los restos. La piel se pudriría en el suelo del bosque en uno o dos años.

Exploró la ladera de la montaña, recorriendo unos ochocientos metros hacia la cumbre. Descubrió algunos rastros, donde el terreno había estado lo suficientemente blando como para registrarlos. Aquí y allá encontraba excrementos. Llegó a un lugar, al socaire de un pedrejón, que se extendía a lo largo de un arroyuelo de un par de centímetros de profundidad, donde habían estado durmiente: la hierba estaba apelmazada, formando círculos.

No tenía objeto tratar de seguirles. Por cada trecho donde se conservaba el rastro, había hectáreas y kilómetros donde no había señal alguna. Tratándose de perros en estado salvaje, aun cuando las huellas hubiesen sido claras en toda la extensión, podría haberlas rastreado durante semanas o meses, rodeando, subiendo y bajando montañas, sin ver jamás la punta de un rabo. No había animal más listo en todo el bosque. Aquellos policías del Estado y los agentes del comisario, que habían salido en su búsqueda, estaban locos. El perro de los bosques sabía cuándo le estaban buscando y, a menos que sintiera un miedo mortal, era capaz de escabullirse ante las mismas narices del perseguidor, mientras éste iba de un lado a otro como un estúpido, preguntándose si no se habría equivocado de montaña.

A Stokes no le gustaban los animales domésticos, ni los mestizos ni los amaestrados. El perro era un animal de trabajo, como el hombre. Los perdigueros, los de guía, los de presa, los de pelea, ésos eran los perros que merecían su respeto. Al igual que el perro de bosque. Uno podía sentirse orgulloso si lograba apresar alguno. Stokes sólo cazaba animales por los cuales sintiera un gran respeto, del mismo modo que no se peleaba con nadie que no fuera un corpulento camionero o un bravucón de taberna; si uno le propinaba una soberana paliza a un mequetrefe no podía palmearse la espalda a sí mismo, felicitándose por ello.

Buddy Stokes estaba dispuesto a atrapar un perro salvaje. Lo llevaría ante Harry Wilson y saldría fotografiado en los diarios. Luego conduciría a los imbéciles y les mostraría el lugar donde había realizado la hazaña, se quedaría sentado y contemplaría con sumo placer cómo se las apañaban para cazar a los restantes o bien cómo quedaban en ridículo al igual que la última vez.

Durante las dos mañanas siguientes, llegaba a la hondonada una hora antes del amanecer, se instalaba en el sitio elegido contemplando el despertar del bosque. Se mantenía en su puesto, acunando en sus brazos el fusil automático Browning 338, hasta el mediodía, momento en que abandonaba la vigilancia y procedía a cortar algunos árboles. A las cuatro y media, volvía a su puesto y permanecía en él hasta que la luz del día era tan tenue que no hubiera podido disparar certeramente. Las posibilidades eran muy remotas. No vio señal alguna, pero consideró que había valido la pena intentarlo.

Aquella noche se enjabonó meticulosamente y se quedó largo rato bajo el agua fría de la ducha. Hizo que su esposa le lavara dos veces seguidas las ropas en la lavadora automática, mientras él hervía los cepos en un par de sartenes de calcinar. Sacó los cepos con unas pinzas y, cuando estuvieron secos, se puso unos guantes de goma, y los metió en unas bolsas de plástico, que cerró retorciendo los extremos. Por la mañana se untó el cuerpo con sebo de venado. Apestaba, pero con ello encubriría su propio olor. Al llegar a Claypipe, se puso los guantes de nuevo, preparó los cepos y, después de sujetarlos con estacas, los cubrió con una ligera capa de tierra y hojas secas. Aseguró con alambres la carnada en cada uno de los cepos, que consistía principalmente en enormes pedazos de carne, pero a tres de ellos les ató una gallina viva.

En el curso de la semana siguiente, atrapó varios mapaches y zorrinos, y un tejón. Una ardilla que recorría el lugar en busca de alimentos saltó sobre uno de los cepos y los dientes le cercenaron el cuerpo por la mitad. Stokes no vio nada más.

Una mañana de la segunda semana, cuando caminaba por la hondonada cargado con su motosierra, se detuvo de pronto y enderezó la cabeza. La habitual baraúnda del bosque (y era realmente una baraúnda si uno sabía escucharla) se convirtió en un enorme silencio. Stokes escuchó con atención, y la ausencia de ruido se le hizo tan audible como el tronar de un motor diesel; los pelos de la nuca se le erizaron y, sonriendo, aceleró el paso, devorando terreno. «Buddy, viejo Buddy, el viejo Buddy ha logrado una presa».

Estaba en el tercer cepo, uno de los que había cebado con las gallinas vivas, colocado en el filo de una espesura de brezos y zarzales, umbrío a la luz mortecina del amanecer; aún se veían algunas estrellas, y el firmamento era un sucio manto oscuro.

Stokes se detuvo y se le achicaron los ojos.

Había caído uno.

Era un perro gris, de unos veinte kilos.

Estaba atrapado por la pata posterior izquierda. Al acercarse Stokes, el animal había retrocedido hasta donde se lo permitía la cadena del cepo. Se quedó inmóvil, mirando fijamente a Stokes. Jadeaba, y la saliva goteaba de su lengua.

—¡Te jodí! —exclamó Stokes.

El perro tironeó de la cadena.

El fusil automático Browning había quedado en la camioneta, en la parte posterior de la cabina. Stokes llevaba un afilado cuchillo de monte enfundado a la altura de la cadera, pero recibiría un par de dentelladas antes de poder liquidar al animal con aquella arma.

Se arrodilló, cebó el motor de la sierra y tiró del cordón de arranque. El artefacto se puso en marcha inmediatamente: Buddy conservaba todas sus máquinas y herramientas en perfectas condiciones. Apretó el gatillo, aceleró el motor, y el rugido de la motosierra atronó el valle. La cadena dentada circulaba a toda velocidad sobre los filos del brazo de la sierra.

El perro arremetió contra el cepo.

Stokes avanzó. Aceleraba el motor de la sierra desacompasadamente, al tiempo que mostraba, en una amplia sonrisa, sus blancos y bien alineados dientes. El hueso de la pata del perro atravesaba la carne viva en el sitio donde la mordía el cepo. Al no poder huir, el animal se giró para enfrentarse con Stokes. Se le contrajeron los belfos, dejando al descubierto los colmillos. Stokes afirmó los pies en el suelo y apretó el gatillo. La sierra ululó con estridencia. Con movimientos coordinados, Stokes adelantó una pierna para mantenerse en equilibrio, se agachó y blandió la motosierra, describiendo un arco de izquierda a derecha. El perro le lanzó una dentellada. La lengua y la mandíbula inferior fueron cercenadas por la sierra, esparciendo sangre y dientes por el suelo. El animal cayó de costado hacia atrás. Se levantó de un salto para enfrentar a Stokes de nuevo. Tenía los ojos desorbitados. Stokes maniobró con la sierra. El perro se alejó bruscamente, y el tirón casi le desprendió la pata fracturada. Stokes le atacó. Los dientes de la sierra mordieron la parte posterior del cráneo del animal… y a Stokes le pareció que le estallaba la nuca. Fue derribado de bruces al suelo.

La perra gris fue la primera en encontrar la gallina. Ésta cloqueó, batió las alas y empezó a saltar en círculo. La perra se abalanzó hacia ella. Algo hizo erupción del suelo. Le aferró la pata, y el animal cayó lanzando aullidos. El perro moteado saltó sobre la gallina y la mató. La perra se retorcía clavando mordiscos a aquello que le sujetaba la pata. Orph se precipitó hacia ello y también lo mordió, pero sólo una vez: era algo sin vida. La perra gris gañía lastimeramente. La manada se congregó en torno de ella. Husmearon y escarbaron el suelo, hasta desenterrar la cadena. El negro y la parda lamieron solícitamente la sangre que manaba de la pata de la perra gris. Orph, con el ceño fruncido, trató de consolarla pasándole la lengua por la cara. El resto de la perrada daba vueltas a su alrededor con inquietud. De cuando en cuando, uno de ellos se tendía en el suelo junto a la perra, o se alejaba unos pasos, giraba la cabeza y ladraba, invitándola a seguirle; al ver que la perra tironeaba inútilmente de la cadena, hipando, regresaba a su lado. Luego se dejaron caer al suelo y se quedaron quietos, contemplándola, con la cabeza apoyada sobre las patas. La perra gañía. Los demás emitían sonidos de ansiedad apenas audibles. Orph se levantó y empezó a caminar de un lado para otro. Hubiera querido irse de allí. Podía sentir el peligro dentro de su pecho. Atarazó la cadena, y la repugnancia que le producía el sabor del metal se transformó en ira. La perra le dirigía suplicantes gañidos. El metal no cedía. Orph se tendió al lado de la perra y permaneció con actitud meditabunda. El negro merodeaba impaciente. El bosque a su alrededor se puso súbitamente en tensión.

Orph percibió el olor de un ser humano. No comprendía cómo, pero sabía que aquello era obra de un ser humano. Le alteró el hecho de haber sido sorprendido, y le invadió un súbito temor. Enderezó las orejas. Olfateó intensamente. El efluvio de ser humano llegaba preñado de amenaza.

La perra parda, el moteado y el negro siguieron a Orph con la panza pegada al suelo hasta los arbustos. Esperaron, alertas, con las orejas gachas. La perra gris tironeaba hacia la espesura. De pronto se inmovilizó. Sonaron unos pasos. La perra se volvió en aquella dirección.

Cuando resonó aquel ruido atronador, Orph lanzó un respingo. Los demás retrocedieron arrastrándose y se movieron agitados, deseando huir, esperando que Orph les condujera lejos de allí.

Orph se levantó bruscamente: el hombre estaba dando muerte a la perra.

Orph salió de la espesura y saltó por el aire. Sus colmillos se hundieron en el cogote y todo el peso de su cuerpo chocó contra la espalda del hombre.

Stokes cayó sobre la motosierra. Los dientes de la cadena le cortaron el muslo. Stokes lanzó un chillido y se apartó hacia un costado. El motor enmudeció. Stokes escuchó unos gruñidos rabiosos; sintió que le clavaban afiladas púas en la nuca. Logró ponerse de rodillas y pegó un codazo hacia atrás, luego otro, hundiendo la puntiaguda articulación en un cuerpo duro. Las púas le soltaron el cuello. Stokes dio un salto hacia delante y, poniéndose en pie, se volvió para enfrentar al atacante. Un enorme perro pastor se precipitaba de nuevo hacia él. Le lanzó un formidable puntapié. El perro le atarazó la bota. La presión era enorme; pero el grueso cuero impidió que los colmillos penetraran hasta la carne. Saltando sobre una pierna, Stokes empuñó el cuchillo y lo desenfundó. El ovejero le cogió por la espinilla. Stokes aulló de dolor. Comenzó a dar cuchilladas ciegamente. Otro animal se le prendió de la cadera, y él cayó sobre el ovejero. La hoja del cuchillo no hendía más que el aire. Un perro negro le clavaba sus colmillos en la cadera hasta el hueso. Otro animal le asió por el antebrazo. «El cuchillo, ¡no sueltes el condenado cuchillo! ¡Oh, Dios Santo!». Un cuarto perro se encarnizaba con su costado.

—¡Aaaay!

Stokes, de una sacudida del brazo, logró despedir al moteado y se incorporó, mientras los colmillos de los otros se hundían en su carne.

¡Malditos! —rugió.

Descargaba cuchilladas, golpeaba con el puño. Sus gritos resonaban por todo el valle.

El perro pastor le mordió el costado, y Stokes se desplomó transido de dolor. El animal le quebró una costilla e hincó de nuevo los colmillos. Todos los perros se le echaron encima. Stokes clavó el cuchillo en el cuello del negro. Éste, lanzando un gruñido, le atarazó el codo. Stokes profirió un alarido. Abrió la mano con un estremecimiento y perdió el cuchillo. El negro le soltó, se retorció, intentando extraerse a dentelladas el arma enterrada en su cuello, y luego volvió a atacar. Las rojas fauces del animal y sus colmillos llenaron el campo de visión de Stokes. Levantó los brazos, pero el negro hizo presa en él, y Stokes apretó los ojos aterrorizado, mientras sus manos tiraban de los pelos y la piel del animal. Éste le desgarró la mejilla y le partió la nariz; se abalanzó de nuevo y le arrancó una tira de cuero cabelludo. El ovejero le trituró el bíceps del brazo izquierdo, que cayó inerte, y luego se encarnizó con su pecho. Mientras Stokes profería agudos chillidos, los dedos de su mano derecha tropezaron con el mango del cuchillo y lo extrajeron del cuello del negro. La perra parda le hincó los dientes en el sobaco, y el arma se desprendió de su mano. Stokes empezó a arañar el suelo, buscando el cuchillo, sin dejar de mover la cabeza de un lado a otro, para tratar de esquivar al negro. Los órganos genitales le fueron arrancados de cuajo. Un vómito le atoró la garganta. Rodó sobre sí mismo, atrapando a uno de los perros bajo su cuerpo, el cual le clavó una dentellada en el vientre. Rodó de nuevo, enloquecido, tratando de incorporarse, y los perros fueron arrastrados por el impulso, desgarrando la carne. El moteado le cercenó una oreja. El negro le apresó la cara y le trituró la mandíbula. La parda le abrió el vientre. Stokes, arrastrándose por el suelo, se liberó del moteado y, enceguecido —su mente se había paralizado—, cogió la oreja del negro y de un tirón logró desprenderlo de su rostro. Apoyándose sobre el brazo derecho, se incorporó hasta quedar sentado. Orph se le echó a la garganta y se la rasgó. La sangre fluyó a chorro. Orph siguió mordiendo hasta abrirle la laringe. Stokes se puso de rodillas, luego el torso se desplomó hacia delante hasta tocar el suelo con la frente, y permaneció con el cuerpo así arqueado, los pulmones convulsionados por la oleada de sangre, y empezó a toser, expeliéndola a borbotones por la boca, por la nariz y por la abertura de la garganta. Orph le clavó los dientes en la espalda. Stokes cayó de bruces sobre la tierra empapada de sangre. Sus músculos se tornaron fláccidos. Orph, con los colmillos hundidos hasta las encías tironeó y lo levantó unos centímetros del suelo. Luego zamarreó aquel cuerpo pesado e inerte, para dejarle caer de nuevo y permanecer sin soltar su presa, profiriendo un ronco gruñido desde el fondo de su pecho. Stokes se estremeció. Orph le zarandeó nuevamente. Stokes no se movió.

Orph se separó del cuerpo y se quedó unos instantes dispuesto a atacar de nuevo. No se produjo movimiento alguno. Orph dio una vuelta alrededor del cuerpo, olfateándolo. El moteado seguía prendido a una de las piernas, pero su interés iba decreciendo. Orph apretó el hocico contra el hombre, aspiró profundamente, con todas las células de su ser alertas para captar su hálito vital. La vida le había abandonado.

Orph se acercó a la perra gris y le lamió la cabeza partida, olisqueando. Se giró y se alejó; se dejó caer pesadamente al suelo. Un músculo le estremecía la piel de la paletilla. Tormentas de excitación aún estallaban y se agitaban en su interior. Estaba cubierto de sangre. Empezó a quitársela con largas lengüetadas. Notó el escozor que le producía una herida que le cruzaba el pecho. La lamió y la mordisqueó. No era muy dolorosa. Se lamió la sangre de las patas delanteras.

Los otros, después de olfatear en derredor de la perra gris, se alejaron de ella. La parda, con las ubres inflamadas, la panza enorme y pesada, que anunciaban lo avanzado de la gestación, se dobló sobre sí misma para lamerse una herida del muslo. El moteado lamía el tajo del cuello del negro, donde éste no alcanzaba con su lengua. El negro, complacido, limpiaba el cuerpo del moteado.

Una vez terminaron de asearse, miraron a Orph. Éste estaba fatigado y deseoso de descansar, así como también lo estaban ellos. Pero no podían quedarse allí, ni en ningún lugar de las cercanías, un solo instante más, según se lo indicaban con insistencia sus células, por cuyo motivo se levantó y olfateó el aire; luego empezó a trepar por la ladera de la montaña. La parda, el negro y el moteado le siguieron.