7

Spirit estuvo vagabundeando. Durante un tiempo se apareó con una perra collie, que pertenecía a una mujer cartero (durmió dos noches con la perra collie en el porche de la mujer, y ésta le dio de comer), y durante un tiempo anduvo solo. Se encontraba en la vertiente meridional de la Sproul’s Mountain, a unas cuatro o cinco horas de la Casa del Árbol si seguía el camino que pasaba por la cumbre, y a unas siete u ocho horas si rodeaba la falda. Estaba cansado, de modo que tomó el camino más largo pero menos abrupto.

Mientras trotaba a lo largo de la carretera llena de baches sintió hambre, así que enfiló una polvorienta senda lateral, que conducía a una casita con un cobertizo de madera terciada sin pintar. Lógicamente, Spirit nunca hacía el esfuerzo de cazar cuando se le presentaban otras alternativas. Tenía suma habilidad con los cubos de basura. También sabía adoptar el aire de un ser desamparado, anhelante de caricias. Frente a la casa, un niño estaba jugando en un cajón de arena. Spirit se detuvo discretamente a unos quince metros y esperó a que advirtieran su presencia. Algunos seres humanos eran definitivamente hostiles. Le tiraban piedras cuando él se acercaba mendigando comida. Al primer movimiento de agresión, saldría disparado: si recibía una sonrisa o le llamaban, acudiría en seguida, se pondría panza arriba y agitaría la cola, para que le encontraran adorable, y, sin duda, algún bocado caería.

El niño levantó la vista, emitió una exclamación y, saltando fuera del corralito de arena, se metió corriendo en la casa.

Spirit se quedó perplejo al verlo, pero no perdió la esperanza.

Eileen Bernholz estaba puliendo la nueva pared de conglomerado de madera que John atornilló en el anexo la noche anterior. Una tabla más, luego los marcos de las ventanas, los mosaicos de vinilo en el suelo y quedaría terminado. La más grande de las habitaciones nuevas sería para el nene que nacería dentro de tres meses, y la más pequeña serviría de lavadero: por fin podría sacar la lavadora y el secador de la atiborrada cocina.

Mark entró corriendo:

—¡Mamá, afuera hay un perro!

Eileen dejó a un lado la cuchilla y se limpió las manos.

—¿Dónde, mi amor?

Mark tenía cuatro años y era una criatura sumamente excitable. Ella no quería que se angustiara.

Eileen y John le habían advertido que no se acercara a los perros vagabundos, después de enterarse de lo que le había ocurrido al joven McPhee en Marbleville, una localidad cercana. Durante los dos días siguientes, el pequeño no quiso salir de la casa si no era en compañía de sus padres.

John era alguacil de la ciudad. Había visto animales muertos por perros vagabundos, y el invierno anterior él mismo había matado a tiros a dos que estaban descuartizando a un venado cojo. Le dio a Eileen claras e inequívocas instrucciones al respecto, y ella, que se había criado en las montañas, no era una mujer indecisa.

Entró en la cocina y miró por la ventana. El perro le era desconocido. No llevaba collar. Tenía el pelaje sucio y apelmazado, lleno de garrapatas. No era un animal doméstico.

—Mark, mi amor —dijo—. Ve a la sala de estar y enciende el televisor. Mamá va a salir un momento. En seguida volveré.

Los padres de Mark le dosificaban estrictamente el tiempo que podía destinar a ver televisión. La perspectiva le llenó de entusiasmo. Se dirigió a la sala como un cohete. El televisor empezó a funcionar, atronadoramente.

Eileen cogió una escopeta de dos cañones, abrió la recámara e introdujo dos cartuchos del número 4. Luego la cerró y sacó el seguro del arma.

Una mujer salió de la casa. Spirit la miró fijamente, esperando algún gesto que le indicara qué debía hacer. Ella le apuntó con algo. Spirit se quedó confundido y ansioso; no le había dicho nada, por lo que no podía interpretar el tono de su voz. La fijeza del ojo de la mujer le inquietó y dio un paso hacia delante.

Eileen oprimió el primer gatillo. ¡Buuuum! La culata se le hundió en el hombro. Treinta gramos de plomo hicieron saltar fragmentos de cráneo y de tejido cerebral de la cabeza de Spirit, dejando una aureola carmesí. El impacto le hizo saltar por los aires hacia atrás. El segundo disparo, ya inútil, levantó su cuerpo del suelo.

El «Freeman» y la WCVS arremetieron con toda virulencia. Harry Wilson atacó a los perros, crucificó a sus dueños y puso el grito en el cielo porque no se le hacía caso. Los medios de comunicación de las localidades vecinas reaccionaron de una manera sólo algo menos violenta. El «National Enquirer» anunció: PERROS ASESINOS: LA MÁS GRANDE AMENAZA EN ESTADOS UNDIOS, en un gran titular, y publicaba una fotografía que mostraba a McPhee cuando era sacado, ensangrentado y aturdido, de un patrullero de la policía del Estado y le colocaban en una camilla, y otra de la ternera mutilada. La AP y la UPI difundieron la noticia a través de sus servicios informativos. Covington se convirtió en el polo de atracción, y los perros y la gente que les defendía llevaron la peor parte. Una mujer de la Asociación de Perros de Raza Pura fue el blanco de insultos y escupitajos, de parte del público que asistía a una reunión donde se debatía el tema. La policía capturó perros vagabundos y otros cuyos dueños no los tenían encerrados, excediéndose en la aplicación de más de un centenar de multas. Unas cuantas docenas de perros fueron exterminados en la humanitaria perrera —incluyendo una considerable cantidad cuyos propietarios los entregaron manifestando que no los querían tener más— y uno de los empleados recibió una soberana paliza que le proporcionaron dos hombres, convencidos de que sus perros estaban allí encerrados. El alcalde Thomas Josephson designó una comisión de emergencia para investigar y para formular recomendaciones.

El doctor Chaim Mendelberg dobló el ejemplar de la edición matutina del «New York Times». Apoyó el codo sobre su escritorio y dejó reposar ligeramente el mentón en la punta del dedo índice extendido. Tamborileó con la goma de borrar del extremo de un lápiz contra el artículo del diario, mientras se le formaban dos diminutas arrugas verticales en el centro de sus cejas. Llamó a su secretaria por el intercomunicador.

—Sí, doctor Mendelberg.

—Sheila, ¿sabe usted a qué distancia queda Covington?

—Pues a unos ciento cincuenta o doscientos kilómetros. ¿Quiere que lo averigüe con exactitud?

—No, no, eso es suficiente, gracias. Haga el favor de telefonear a Bill Hazlett y páseme la comunicación.

Ursula denunció la agresión de que había sido víctima Jeff, y citaron a Bauer a declarar. Éste llegó al edificio de la gobernación del condado a última hora de la tarde. Había cuatro personas esperando. El horario de atención al público había terminado y, cuando le tocó el turno a él, la mayoría de los despachos estaban vacíos.

La comisión estaba integrada por un sargento de la policía de Covington, una mujer, funcionario del ayuntamiento, un representante del Departamento de Conservación, Elizabeth Collier y Harry Wilson. También se hallaba presente, con carácter de observador, un hombre, llamado Bill Hazlett, perteneciente a una institución científica del sur del Estado, que experimentaba con perros. Wilson llevaba una chaqueta deportiva a cuadros sobre un suéter de cuello alto. Tomaba notas con una estilográfica plateada.

Bauer formuló su declaración en pocos minutos.

—Eso es todo —concluyó—. Mi hijo deberá ser sometido a varias operaciones de cirugía plástica, pero se está recuperando perfectamente.

El concejal Thomas, que presidía las actuaciones, parecía embarazado, como si inadvertidamente se hubiera puesto a hurgar en una cuestión privada y personal.

—Gracias, señor Bauer. Me alegro que el chico no recibiera heridas de mayor gravedad.

Miró a los concurrentes para ver si alguien quería formular alguna pregunta. Sólo Harry Wilson lo hizo.

—¿No ha vuelto a ver el perro desde aquel día?

—No.

—¿Leyó la descripción del animal que conducía la perrada que acometió a McPhee?

—Sí, en efecto.

—¿Cree usted que puede ser el mismo?

—La descripción podría adaptarse a Orph.

—Pero ¿cree usted que fue él? —presionó Wilson.

—El informe podría referirse a cualquiera de los quince o veinte perros pastores que han pasado por mi consultorio —dijo Elizabeth Collier—, y por lo menos a otros treinta o cuarenta de la localidad. También quisiera señalar, formalmente, que las personas legas en la materia son propensas a calificar de pastor alemán cualquier perro cuya conformación recuerde remotamente la del ovejero, y hay que tener en cuenta que éste tiene la conformación canina clásica. Supongo que no querrán establecer una especie de pogromo con respecto a los perros.

—La observación es acertada —reconoció Thomas.

—Pero ¿usted qué cree? —insistió Wilson, dirigiéndose a Bauer—. El perro era suyo. ¿Alguna vez se mostró especialmente agresivo con los seres humanos? ¿Supone usted que es el mismo animal?

Bauer vaciló, deseando no tener que responder. Pero ahora incluso Thomas parecía interesado en su respuesta, como si la identificación, de alguna manera, representara un paso hacia la solución del problema.

—Orph pudo ser atropellado por un coche —respondió Bauer—. Alguien pudo llevárselo a su casa; quizás esté viviendo en el bosque, o bien, en efecto, era el conductor de la perrada. No veo qué sentido tiene ni siquiera formular conjeturas al respecto, ni sé qué podemos lograr con ello… No se trata del caso de un criminal en que, una vez conocido su nombre, se le va a buscar a su casa y se le detiene. Tanto si fue Orph como si fue Spot o Rover o cualquier otro perro criado en estado salvaje, el caso es que el animal aún sigue rondando por alguna parte y el hecho de saber su nombre no servirá de ayuda alguna para encontrarlo.

Elizabeth Collier asintió aprobadoramente. Thomas pareció decepcionado.

—Lamentablemente, supongo que eso es cierto.

—Sí —dijo Hazlett—, lo es. —Miró a los demás como disculpándose—. Sé que no tengo participación oficial en este caso, pero ¿podría agregar algo?

—Por supuesto —repuso Thomas.

—Es una posibilidad muy remota, pero si se pudiera identificar al animal, tal vez resultaría más fácil prever sus actos y movimientos. ¿Tenía alguna característica particular su perro, señor Bauer, algún detalle, algo que pudiera facilitar su identificación?

Bauer movió la cabeza.

Yo lo reconocería, pero se trata de mi perro. No creo que otra persona pudiera hacerlo. —Hizo una pausa—. Orph tenía una pequeña muesca en una oreja. En la derecha, cerca de la base, pero dudo que nadie pudiese percibirla a menos que le acariciara la cabeza. Aparte de eso, nada más.

Thomas levantó la sesión. Wilson guardó su bloc de notas en una cartera portadocumentos y la cerró. Se detuvo detrás de la silla donde estaba sentada Elizabeth y dejó reposar, casualmente, una mano sobre su hombro.

—¿Tienes algún compromiso? —le preguntó.

Ella volvió la cabeza, sonriendo.

—Ninguno en absoluto. Y no tengo intención de contraerlo.

Se sacó la mano de encima con un encogimiento de hombro, se puso en pie y se alejó de él.

La sede de la gobernación del condado era un edificio de tres pisos, de acero inoxidable y vidrio oscuro. Descendieron de la planta alta en un silencioso ascensor y firmaron, al salir, en el registro del guardia de seguridad, por ser una hora intempestiva. Una vez en la calle, se dispersaron, tomando cada cual su camino. Elizabeth tenía el auto aparcado en el mismo sector que Bauer.

Ella se aproximó a él:

—Manejó a Wilson muy bien —le dijo—. Me causó una gran satisfacción. Lamento lo que le pasó a su hijo con el perro.

—Gracias —repuso Bauer—. Al parecer usted tampoco tiene problemas en manejar a Wilson.

—Tengo experiencia. Es un asno.

Se frotó la nuca con la mano.

—¿Un día muy cargado de trabajo?

—Un día deprimente.

—¿Qué tal le caería, un trago?

Ella vaciló.

—Muy bien, me vendría de perlas.

Cruzaron el aparcamiento y entraron en el Jury Box, al otro lado de la calle. Había vigas artificiales, mesas revestidas de fórmica, que parecían de madera, y sillas tapizadas con un material plástico, que, al parecer, pretendía ser una imitación del cuero. Basura sintética; pero era un lugar limpio, tranquilo y acogedor.

Se sentaron a una mesa. Elizabeth se recogió los cabellos hacia atrás y se los ató con un pañuelo de seda. Llevaba una falda beige y un suéter, sobre el cual lucía una delgada cadena de oro a modo de collar. Su tez poseía el matiz del marfil viejo; sus ojos eran de color castaño claro. Tenía unas manos finas y fuertes.

La camarera les sirvió las bebidas. Bauer se quedó contemplando su vaso un instante, tomó un sorbo y lo dejó de nuevo sobre la mesa.

—Creo —dijo— que es Orph quien conduce la manada.

—¿Por qué?

—Vivimos muy compenetrados. Llegué a conocerle…, bueno, probablemente no llegué a conocerle…, sino que establecí una especie de vínculo emocional con él. En realidad, no era posible conocerle, ésa es una de las cosas que comprendí luego. —Siguió hablándole de Orph, con una cierta tristeza en la voz—. Por lo tanto, más que nada es intuición. Sin embargo, estoy casi seguro de que se trata de Orph.

—Me imaginé que era eso lo que sentía. Trató de protegerle. —Reflexionó un instante—. Podría ser él.

—Lo es —afirmó Bauer con tono grave.

—Tal vez sí, tal vez no. Por el momento, nadie puede estar seguro de nada. No mentí cuando dije que hay tres o cuatro docenas de perros que se adaptan a la descripción.

—Es usted muy diplomática. Si se trata de Orph, entonces toda la responsabilidad es mía. Usted me advirtió desde el primer momento, cuando aún era un cachorro, que debía adiestrarlo. No lo hice y mire lo que ha sucedido.

—¡Oh, estoy indignada! —exclamó ella—. Esa manada no tiene culpa alguna, ni tampoco la tiene ningún otro perro en estado salvaje. Dadas las circunstancias, se comportan de manera natural. Los dueños generan un sentimiento de culpa… pero sólo los animales deben soportar el sufrimiento. A pesar de todo, mi indignación no se dirige contra usted. La responsabilidad es suya, por lo menos de la agresión a su hijo, pero no trate de echarle la culpa al perro y excusarse usted. Eso es lo que hubiera hecho cualquiera.

—A fuer de sincero, a mí también me gustaría hacerlo.

—¿Por qué? Todos somos responsables de nuestros propios actos. Cómo nos juzga la sociedad, no significa nada, salvo en términos del más puro pragmatismo. ¿De qué otra manera podríamos forjar nuestro ser si no fuera mediante la confrontación interior? No es fácil encontrar esa sinceridad en muchas personas, y es por eso que la mayoría de ellas no son siquiera merecedoras de que uno acceda a tomar un trago en su compañía.

—Es usted una persona magnífica.

—No, no lo soy —replicó—. Soy implacable, soy intolerante, soy egoísta y soy antipática. Mi esposo me llamaba vagina exangüe. Solía confundir los esfuerzos denodados con los bríos. Felizmente, no estuvimos casados el tiempo suficiente como para que nuestras relaciones se convirtieran en un infierno; sólo fueron desagradables. Por otra parte, él fue el primero en empezar a insultarme. Al parecer, yo le provocaba. Pero siento demasiado respeto por mí misma como para vivir vil o ciegamente, o eludiendo el dolor por el solo hecho de que es dolor.

Bauer rió.

—¡Diablos, es usted realmente implacable!

Ella se enderezó, contrayendo las facciones, desafiante, la mirada perdida en el vacío, contemplando una fantasmal aparición que despreciaba y que había sido la causa de su dolor. Parpadeó, sorprendida al volver súbitamente a la realidad.

—No soy una persona magnífica —dijo—, pero creo que soy una persona decente. —Luego se rió de su propia seriedad—. Y no puedo resistir la tentación de apostar a los caballos y soy una adicta al cine… no me importa cuán mala sea la película; mientras aparezca en la pantalla algo que se mueva, me siento feliz… y me río sin poderme controlar cuando me hacen cosquillas. —Enmudeció—. Borre las últimas palabras, no se trata de una invitación.

—¿Quién es su corredor de apuestas?

—¿Quiere apostar?

—No. Sólo intentaba borrar la última frase. La invito a tomar otra copa, y como estoy hambriento, me gustaría encargar algo de comer; sería magnífico si usted quisiera cenar conmigo, y esto no es una invitación, sino una declaración de deseos.

—Estupendo. Pida el menú.

Se contaron mutuamente algunas cosas sobre sí mismos: nada revelador o sumamente personal, pero lo suficientemente biográfico como para definirse a grandes rasgos el uno ante el otro.

En el aparcamiento, junto al automóvil de Elizabeth, él dijo:

—Fueron dos horas deliciosas. Celebro que las hayas pasado conmigo.

Ella le estrechó la mano, en un apretón que prometía una posible amistad.

—Fue muy agradable, Alex. Me has dado ánimo.

—Bueno… Buenas noches —dijo él.

—Buenas noches. Y gracias.

Bauer, mientras conducía hacia su casa, se sintió alternativamente feliz y deprimido.

Hacía una hora que brillaba el sol. La perrada, al amanecer, había dado muerte a tres mapaches cachorros y a su madre. Ésta había mordido a Orph en una paletilla, y al moteado, en una pata, pero ninguna de ambas heridas era grave. Al perro negro se le estaban soldando las costillas, lentamente, pero el dolor no era tan intenso y podía comer de nuevo. Tenían el estómago lleno, estaban descansados y se sentían juguetones. La perra gris corría pisándole las patas al moteado. La parda, cercano el momento de la parición, con el vientre cada vez más colgante, mordisqueaba insistentemente a Orph. Éste accedió a danzar con ella. Se palmeaban con las patas el uno al otro.

Orph fue el primero en oírlo. Dejó de morder las barbas de la perra parda. Alzó la cabeza, enderezando las orejas. Su postura hizo que los otros se levantaran como movidos por un resorte. Escucharon con atención, olfatearon el aire y miraron en derredor. El zumbido se iba acercando.

Orph descubrió la dirección de donde provenía, pero no pudo captar olor alguno. Miró hacia arriba. Una mancha oscura se desplazaba recortada contra el cielo. Había visto otras formas parecidas en distintas ocasiones, pero siempre estaban muy alejadas y el ruido sonaba débil en sus oídos. Algo en aquélla le resultaba extraño, fuera de lo normal. Orph dio media vuelta y condujo a la manada hacia una arboleda espesa, y penetraron en la densa sombra, bajo las hojas.

El piloto George McHale seguía el contorno de la montaña, manteniendo una altitud constante de 120 metros, ladeó ligeramente el aparato hacia la derecha con el fin de proporcionar un campo de visión más amplio a Attilio.

Éste mantenía unos binoculares 8 x 32 pegados a los ojos.

—¿Ves algo? —inquirió McHale, gritando para hacerse oír sobre el rugido del motor.

—Nada, ni una condenada alimaña. —Attilio se frotó los ojos con los nudillos un instante y volvió a acercarse los binoculares—. Me estoy volviendo ciego —dijo—. Esto te hace volver loco. ¿Tenemos alguna aspirina?

—En el saco de pertrechos.

—Esperaré a que volvamos. ¡Dios Santo! Se podría esconder todo un ejército ahí abajo. No se puede ver nada a través de las copas de los árboles. Si estuviésemos en otoño, ya les habríamos encontrado.

—O en el Oeste. Una vez volé sobre las Rocosas. Es posible descubrir a un animal desde dos kilómetros de distancia.

McHale dirigió el aparato hasta la giba de la montaña, le hizo describir un amplio giro en rizo por encima de la ruta High Falls, e inició el regreso. Descolgó el micrófono y oprimió el botón. Attilio hurgaba en busca de las aspirinas.

—Uno-uno-foxtrot llamando a la base. Conteste —dijo McHale.

—Base a Uno-uno-foxtrot —repuso una voz por la radio—. Escucho. Cambio.

—Uno-uno-foxtrot a la base. Hemos sobrevolado Solomon’s Point, Hanover, Little Cap Mountain y el sector Bravo-Two-Six. Estamos dando la vuelta sobre la ruta High Falls. Haremos un vuelo de reconocimiento por el sector Bravo-Two-Seven.

—¿Han descubierto algo?

—La línea de voluntarios en Hanover y a nuestra gente en Little Cap. Un par de vaqueros armados de rifles que se dirigían hacia la zona occidental de Hanover… Sería conveniente que avisaran a nuestra gente para que tengan cuidado con los disparos. Pero eso fue todo. ¡Ah, sí! Vic me pide que le diga que vimos una buena bandada de pavos silvestres en Little Cap. Dice que usted es cazador de pavos. Cambio.

—Recibida la información. Los de la oficina del comisario mataron a un perro en Balsam Cap, hace media hora. Era un animal feral, pero no pertenecía a la perrada. Pensé que les gustaría saberlo. Dele las gracias a Vic por la información sobre los pavos. Cambio y cierro.

Attilio oteaba de nuevo con los binoculares.

—Te aseguro que me estoy volviendo ciego. De veras.

—Resiste hasta la noche. Entonces nos iremos a casa.

—Para entonces será demasiado tarde —replicó Attilio.

—Es nuestro —le dijo Hazlett a Mandelberg—. Estoy tan seguro como si lo hubiese parido.

Mandelberg contemplaba la espiral de humo que se elevaba de su cenicero.

—¿Estarías tan seguro ante un tribunal?

—Bueno, la cicatriz de la oreja no es algo tan fuera de lo común.

Mandelberg asintió.

—Pero estoy de acuerdo contigo: creo que hemos encontrado al cachorro que nos faltaba. —Se levantó de su asiento y se dirigió a la ventana. Un adiestrador sometía a un perro a una serie de ejercicios. Mandelberg se quedó observándole—. ¿Qué sucedería si anunciáramos públicamente que ese perro nos pertenece?

—Pedirían nuestras cabezas servidas en bandeja.

Mandelberg se volvió hacia Hazlett.

—Sí. Y si las cosas tomaran tan mal cariz, quizá deberíamos suspender nuestras investigaciones.

—¡Diablos! Es sólo un perro, no un monstruo de ciencia ficción.

—Cuéntale eso al público.

—Hay un millón de perros «domésticos» que, en circunstancias parecidas, reaccionarían exactamente igual.

—Ése es uno de mis argumentos. Leíste el informe, ¿verdad? Camada Alfa, King’s Indian de Karla vom Hanckschloss.

—Sí.

—Es un animal fiero, inteligente e independiente. Pero ¿se puede suponer que es una rareza, una fiera salvaje, un ser fantástico?

—No.

—En realidad, es un ejemplar endemoniadamente bueno. Quizá podríamos decir que es la clase de animal que solía ser diez mil años atrás…, ¡o cinco mil o mil años atrás, diablo!

—Y tal vez no.

—Tal vez no —concedió Mandelberg, secamente—. Pero persiste el hecho de que obtuvimos un perro. Un perro, nada más ni nada menos. —Su mirada se concentró en una mancha de la pared desnuda—. Sólo un perro. —Con toda meticulosidad abrió una cajetilla de cigarrillos, extrajo uno y lo encendió—. Por lo tanto, y en primer lugar, no tenemos responsabilidad moral alguna en el asunto. Ahora bien, ¿hay algo que nosotros podamos hacer por esa gente, o algo que podamos decirles, que les sirva de ayuda para encontrar al animal?

Hazlett denegó con un movimiento de cabeza.

—No. Se trata de una cuestión de hábito depredador, de instinto de caza. El departamento de conservación sabe más de ello que nosotros.

—Luego, y en segundo lugar, no podemos ofrecerles ningún tipo de colaboración. Y en tercer lugar, cuando encuentren al perro, si lo encuentran, no se podrá probar nada, ni para nuestro propio convencimiento, que indique que procede del C. P. C. Considerando todos estos factores, no veo que logremos más que un perjuicio grave, innecesario e inmerecido, para nuestro Centro si anunciamos que el perro nos pertenece. Por consiguiente, considero que el asunto debe quedar estrictamente entre nosotros.

—¿Qué sucederá si alguien más es atacado?

—Nadie lo será, a menos que acorralen al animal. Lo mismo ocurriría con cualquiera de esos millones de «perros domésticos» que hay por ahí. Espero que ello no suceda. Pero si llega a pasar, no cambia nada.

—Supongo que así es —dijo Hazlett—. ¿Sabes qué me da más pena? El perro mismo. Él no se lo buscó.

—Tal vez sea el que saque mejor partido de todo ello —acotó Mandelberg—, si logra conservar su libertad. El verdadero problema que siempre han tenido los perros lo constituyen los hombres.

Orph siguió buscando las sombras, introduciéndose por debajo de los arbustos, eludiendo los claros y los espacios abiertos. El resto de la perrada le seguía, tomando las mismas precauciones en silencio.

Permanecía pacientemente en el filo de la arboleda para observar un nuevo terreno durante media hora o una hora, si lo creía necesario, antes de arriesgarse a salir con los demás. Una presa era capaz de inmovilizarse y confundirse con el paisaje de tal manera, que un animal depredador podía pasar sin advertirla en absoluto, si el viento soplaba de dirección opuesta. En este aspecto, algunos depredadores humanos eran capaces de imitar a las presas. Orph lo había comprobado el primer día que los seres humanos habían hecho su aparición en el bosque, acompañados de un tufo penetrante, bajo los olores de metal y aceite lubricante, mezclado con el efluvio del propósito de matar.

Él olfateó a uno —inmovilizándose de inmediato— que estaba lo suficientemente cerca como para verle u oírle; sin embargo, no lo lograba, por lo que se sentía profundamente perturbado. Se quedó absolutamente quieto —mientras transcurría el tiempo, mientras se le empezaban a entumecer los músculos— y escuchó, olfateó y miró, con toda la atención de que era capaz, y lo era de manera extraordinaria, hasta que descubrió al hombre. Éste se encontraba en lo alto de la colina, sentado junto al tronco de un enorme árbol, y llevaba unas ropas que se confundían con la vegetación. Entonces se había movido ligeramente para aflojar la tensión de la larga espera, un leve cambio de postura, pero ya fue suficiente. Satisfecho, Orph retrocedió hacia la espesura del bosque y condujo a la manada lejos de allí, dando un amplio rodeo. Durante los días siguientes, localizó y eludió, describiendo siempre un círculo, a dos seres humanos más, de las mismas características. No eran muchos los que se comportaban de aquella manera. Los otros, los que aparecían caminando con torpes pasos, que se llamaban los unos a los otros a gritos, precedidos por la acre fetidez del tabaco arrastrada por la brisa, que tosían y escupían, reuniéndose y encendiendo fogatas al caer la noche, y que hasta disparaban sus armas impulsados por el aburrimiento y la frustración, aquéllos eran fáciles de esquivar.

Orph condujo a su manada lejos de su alcance, a las montañas del norte, donde los seres humanos no abundaban y sólo aparecían muy de vez en cuando. Al cabo de poco tiempo, los hombres abandonaron el bosque, Orph exploró el terreno de nuevo, encontró que nada ni nadie perturbaba la paz del territorio, y la perrada regresó a él. Muy de tarde en tarde, lo invadían algunos hombres, pero la perrada no tenía dificultad en moverse a su alrededor, y además su permanencia era breve.

El día era caluroso. Ambos sudaban. Lo resbaladizo de su piel otorgaba una especie de exotismo a sus caricias. Luego Kathy se fue al cuarto de baño. Al regresar, traía una toalla que había empapado en el agua fría y escurrido después. Le frotó el cuerpo a Bauer con ella. Al principio le causó un escalofrío, pero luego la frescura resultó gratificante. Él hizo lo propio con el cuerpo de Kathy. Después se tendieron sobre la sábana, acariciados por la suave brisa que entraba por la ventana, despertando en ellos una placentera sensación.

Él le besó los pechos. Le tomó uno de ellos y se introdujo una buena porción dentro de la boca. Le parecía que si chupaba con fuerza suficiente, conseguiría absorberlo todo dentro de su boca y más profundamente, hacia el interior de su cuerpo, hasta que, con el tiempo, lograría contenerla por entero dentro de sí mismo, llenarse de ella. Kathy metió los dedos entre sus cabellos y le acarició la cabeza.

—¡Oh, cómo me gusta! —exclamó ella, libre de la compulsión del deseo, con perezoso placer.

Él le soltó el seno y se concentró en el otro.

Ella cerró los ojos y lanzó un suspiro.

Él dejó reposar la cabeza sobre sus pechos, mirándola.

—Tu cuerpo es muy importante para ti, ¿no es cierto? —dijo.

—¿No lo es para todo el mundo?

—No de la misma manera.

—Lo lamento por ellos.

—Tú te entregas con todas y cada una de sus células.

—Por supuesto. Si no tengo la suerte de morir joven, se agotará y se desintegrará algún día. Sería terrible no poder solazarse con los recuerdos, por lo menos.

—Me encanta el modo cómo lo utilizas, pero tengo mis dudas con respecto a la motivación.

—Ésa es una palabra asesina. Las razones son pasados y futuros. Eso convierte el «Ahora» en un imposible, y cualquier cosa capaz de hacer algo semejante es mala.

—¿Quieres decir que el mal es la imposibilidad de vivir el presente? —preguntó él con incredulidad.

—¿Y qué es si no? Tú, tú haces el amor como si te tuviesen que fusilar mañana mismo. Eso te pone en foco, lo cual es bueno, en cierta medida, pero debe de ser una penosa experiencia.

—No.

—No hay ningún motivo para estar desesperado, ¿sabes?

—Tú me conoces muy poco —replicó él, con cierto sarcasmo.

Ella se desperezó, con voluptuosidad.

—Por supuesto. Nadie puede conocerse a sí mismo, luego, ¿cómo puede alguien llegar a conocer a otra persona? Somos mariposas. Quiero decir que eso es lo que podemos llegar a ser. Pero casi nadie lo comprende así, y por eso todos siguen siendo orugas toda la vida.

—¿Qué hacen las mariposas?

—Vuelan bañadas por la luz del sol durante el verano. Pero no se trata tanto de lo que hacen como de lo que son. Las mariposas son unas criaturas muy bellas… que se contentan sólo con ser bellas. No tratan de comprender nada; están demasiado ocupadas existiendo. Todo instante es un placer, y cada instante es todo lo que siempre fue y todo lo que siempre será.

—Pero hay muchos lepidópteros que clavan a las mariposas en tableros de madera.

—Siempre existen personas que desean matar la belleza. Cuando uno las encuentra, se aleja de ellas volando, y si no puede… —Se encogió de hombros—. Mañana la tierra puede caer en el sol, y de alguna manera todos quedaremos atrapados por algo, más tarde o más temprano, incluso los cazadores, y ésa es la jugarreta que les está preparada. Por lo tanto, no tiene sentido hacer algo que no te cause placer y no te haga sentir feliz.

—Eso no parece decirlo la misma persona que seguía a Melville con tanta determinación, durante el curso pasado.

—Aquellos eran otros momentos, amor, y yo estaba jugando a la estudiante. La mariposa juega siempre, cualquier cosa que sea aquello que desea. Ahora estamos en verano y yo juego a la Casa del Árbol.

—Kathy, tu alma es un copo de nieve cristalizado.

—Lo cual es muy bonito.

—Pero muy frágil.

Ella se encogió de hombros.

—Tú tienes la tuya llena de barras de plomo, y así no puedes volar muy lejos.

—Dile a Ícaro que tuvo una mala idea.

—Eso es un mito puritano. Viene a significar que un exceso de éxtasis puede matarnos. La gente le teme al placer.

—¿A qué le temes tú?

—A nada. Lo que tenga que suceder, que suceda. Mientras tanto, lo paso bien.

—Por muy mundanas que sean, existen ciertas obligaciones. A veces la frente tiene que sudar.

—El trabajo es sólo un proceso superficial, y el conocimiento es simplemente una herramienta con la cual se puede realizar más aprisa y con mayor eficacia. Ése es el problema de la gente: que no comprenden la finalidad del conocimiento. Suponen que es un fin en sí mismo y se pasan la vida acumulándolo y creen que así acceden a la sabiduría. Pero si en realidad existe algo que podamos llamar sabiduría, ello consiste ni más ni menos en existir, como dije antes. Para ser sabio, no se necesita poseer ni un ápice de conocimiento ni de inteligencia. La mariposa no tiene ni una cosa ni la otra, pero es sabia… porque es feliz, y en eso consiste ser sabio.

—Los filósofos se sentirán angustiados cuando lo sepan.

—Los filósofos no son sabios, piensan demasiado. Pensar es la muerte. Los pensamientos son abstracciones, y las abstracciones no son naturales. ¿Te imaginas a los animales matando a otros animales en aras de una religión o de una bandera? Sólo los seres humanos lo hacen. ¿Sabes una cosa? Ayer nosotros sacrificamos un carnero. Algunas personas dicen que la carne es mala, que al matar a un animal se corrompe el espíritu y que la carne intoxica el organismo y causa enfermedades. Sin embargo, no es la carne lo que corrompe, sino aquello en que se convierte la carne cuando no se mata al animal en la forma correcta. Nosotros sacamos el carnero del corral y nos sentamos todos en círculo, y lo acariciamos y le ofrecimos nuestro amor, y luego Billy le habló durante largo rato. Le explicó que todas las criaturas vivientes tienen que comer y que, a la larga, todo sirve de alimento a todo lo demás, y que el conejo no es un ser maligno por el hecho de comerse una zanahoria, aun cuando la zanahoria deje de existir como tal, así como el antílope deja de serlo cuando es devorado por un león, porque la esencia de la zanahoria se agrega a la del conejo y la esencia del antílope se funde con la del león, y le explicó al carnero que se iba a unir a nosotros, y le habló de cómo le habíamos alimentado y cuidado, y que ahora él iba a hacer lo mismo para con nosotros, y todo se hizo con naturalidad y fue bueno, y con el tiempo nosotros también moriremos, por lo menos nuestro cuerpo morirá, pero nuestra esencia retornará al suelo y servirá de alimento a las plantas, y éstas, a su vez, nutrirán a otros carneros y a otros animales, y así, todo estuvo en comunión: carneros, mariposas y personas, y fue bueno. Nosotros ayudamos al carnero a comprender. Eso es todo lo que siempre hay que hacer. Entonces la carne se torna sana y no es perjudicial para nadie.

Bauer se incorporó y apoyó la cabeza en su mano. Contempló a Kathy.

—¿Qué haces? —le preguntó ella.

—Estoy pensando en ti.

—No —repuso ella—. No estás pensando en mí. No haces más que ofuscar la verdad… ¿Ves? Yo también puedo servirme de esa jerga, cuando me lo propongo.

—¿Qué estoy ofuscando?

—Un hecho muy simple: que yo te encendí la sangre. Y tú no eres capaz de reconocerlo; has tenido que armar todo un armazón racional a su alrededor. Es estúpido esconder la cabeza bajo tierra. El placer es la única verdad.

—Ésa es una filosofía perniciosa.

Kathy levantó una pierna y apoyó el pie contra la muñeca de Bauer.

¡Mieeerda!

Empujó, haciéndole caer el brazo que le aguantaba la cabeza.

Bauer quedó tendido, y Kathy saltó sobre él, le puso de espaldas sobre la cama y, hundiendo la cabeza entre sus muslos, se introdujo su miembro en la boca. Él sintió que se le empezaba a hinchar. Ella lo soltó, se lo cogió con la mano y, sonriendo con aire de triunfo, dijo:

—El placer, Alex. Tu cuerpo no miente.

Succionó de nuevo imperiosamente, provocando su completa erección y dureza.

Y sobrevino el placer, pero, en el fondo, Bauer se sintió defraudado y asustado.