Se reunieron en un granero medio derruido de una granja situada a unos cincuenta kilómetros de Covington. Un par de gruesos troncos, en los que todavía quedaban restos de corteza, y sobresalían los nudos de las ramas cortadas, apuntalaban las paredes que amenazaban con derrumbarse. Un sector del alto techo se había hundido. Durante años, el granero había cobijado animales; por todas partes había piezas de carretas y herramientas herrumbradas, así como ingentes montones de basura. Se sentía un acre olor a polvo.
Empezaron a llegar a partir de las siete de la mañana en camiones cerrados, furgonetas, coches deportivos y sedanes, evitando formar una larga caravana que habría llamado la atención y hubiera podido atraer a la policía. Las matrículas de los vehículos eran, en su mayoría, locales, pero estaban representadas Nueva York, Rhode Island y Massachusetts. Un individuo había llegado de Ohio. Un grupo de aficionados había viajado en un automóvil desde Virginia. Trajeron a los perros en los camiones cerrados y en las furgonetas, dentro de jaulas de tejido metálico. Se reunieron más de un centenar de hombres.
Un solo cordón eléctrico se extendía por todo el granero, conectado a una caja central. Simples pantallas protegían las lamparillas desnudas. En el centro colgaba un reflector de 200 watios, sobre un área de tierra recién rastrillada. Uno de los hijos del granjero, con un sombrero puntiagudo y un mono, vendía cervezas, que mantenía en una tina con hielo, a un dólar la lata. Su madre, tras un tablón de madera a modo de mostrador, despachaba emparedados a un dólar y medio cada uno. Aún no eran las nueve, pero ya se habían vaciado tres cajones de cerveza, y unos cuantos individuos echaban algunos tragos de sendas petacas de whisky. El humo del tabaco formaba una capa espesa bajo las crudas luces.
Buddy Stokes llegó vociferando y con aire de fanfarrón. Sabía que Digger vencería al Red Dragon de Murphy, y había decidido que bien valía la pena apostarlo todo, por cuyo motivo solicitó otros tres mil dólares al banco sobre la base de un préstamo fraudulento para «Reparar la vivienda». Deseaba sacar de quicio a la buena gente, fastidiar en forma a los niños bien para que se murieran de envidia.
El palenque tenía diez metros cuadrados, y las vallas, altas hasta la cintura, eran unos paneles de madera terciada provistos de goznes, que se armaban y desarmaban con facilidad y estaban cubiertos de manchas oscuras de sangre seca. Eran propiedad de un tipo de Mount Vernon. Las habían montado en torno del área de tierra rastrillada, bajo la luz del reflector.
Stokes arriesgaba siete mil dólares. Si perdía —lo cual no sucedería, él estaba convencido de ello— tardaría de dos o tres años en poder emerger del pozo donde se hundiría. Pero si Digger salía triunfante, había catorce mil dólares de apuestas. Esa suma sería suficiente para financiar la participación en Florida, en el mes de noviembre, y en Texas, en diciembre, el gran momento, la riña de los billetes grandes. Digamos que se le fueran cuatro mil dólares en gastos, le restarían diez mil. La pelea de Florida era segura. Presentaría a Digger por cinco mil. Si perdía, todavía le quedarían cinco mil para Texas. Pero si ganaba, tendría quince mil dólares en el bolsillo, y entonces, los texanos ya podían temblar. Tanto en aquella pelea como en la de Florida, suponía que Digger tenía todas las probabilidades de salir vencedor. Le retiraría con todos los honores, le conservaría durante un par de años para fanfarronear, y luego iría a parar al macizo de rosales de su jardín. Algunos tipos vendían sus perros viejos a los criadores de cerdos, por unos pocos cientos de dólares. Stokes sentía demasiado respeto por sus animales. Cuando se hacían viejos o perdían sus facultades, los eliminaba personalmente de un balazo, y los enterraba bajo los rosales. Su perro flor era un animal enorme, una montaña de fuego, una de las maravillas de la comarca. Lo había demostrado con los innumerables gatitos y algunos perros con que le había cebado.
Si llegaba a Texas, presentaría al Bad Boy de Buddy y le respaldaría con quince mil dólares. Bad Boy era hijo de Digger y de una magnífica hembra de Syracuse, la perra más feroz, más terrible y carnicera que Stokes había visto en su vida. Stokes no tardó en sospechar que tenía un campeón genuino en sus manos y puso todo su conocimiento y empeño en entrenar al animal. No quedó defraudado. Le había hecho pelear una sola vez, en Concord, en una pequeña reunión, con el ánimo de probarle sin llamar mucho la atención. ¡Santo Cielo! Stokes jamás había oído contar siquiera algo semejante a lo que vio aquel día. Boy era un condenado destapador: cuando terminó de sembrar el palenque con los pedazos de carne de su adversario, empezó a buscar a su alrededor algo más que destrozar. Las revistas especializadas hablaron mucho de Bad Boy, lo cual era algo que Stokes no quería que sucediese (no tenía sentido hacer saber a sus opositores con qué tendrían que enfrentarse), pero en general las informaciones estaban basadas en rumores, y no volvió a presentarlo en ninguna otra pelea, a pesar de las invitaciones que recibió. Era cuestión de dejar crecer las conjeturas. A menos que Bad Boy tuviera que enfrentarse con un jabalí, en Texas, haría añicos a cualquier animal que le presentaran, y Stokes se marcharía con treinta mil flamantes dólares, o más, si lograba que las apuestas se concentraran en el contrincante, lo cual era muy posible ya que casi nadie había visto la clase de bestia que era Bad Boy. Entonces sí que todo iría viento en popa.
El árbitro no había llegado, los hombres rezongaban y su humor empezaba a agriarse cada vez más. Se producían discusiones, algunos gritos. Varios individuos se ofrecieron para arbitrar, pero se les acusó de haber apostado demasiado como para poder ser jueces imparciales. Willis Quigley, enjuto, con un fino bigote y un enorme brillante en el dedo anular de cada mano, propuso elegir, tirando una moneda al aire, el árbitro de la primera riña entre los hombres que enfrentarían a sus animales en la segunda; de la misma manera se determinaría entre los dueños de los perros de la tercera pelea quién haría de juez en la segunda; uno de los hombres de la cuarta arbitraría la tercera, y uno de la primera sería el juez de la cuarta. Todo el mundo estuvo de acuerdo en que era una magnífica solución y la selección se llevó a cabo rápidamente.
A Stokes le tocó ser el árbitro de la primera pelea.
—Bueno —dijo a los competidores—, traigan a los perros y empecemos de una vez.
Por encima de la mampara, Buddy saltó a la arena y, rascándose la barriga, subrepticiamente deslizó la automática Mauser 380, que llevaba en el cinto, hacia una posición más cómoda. Las peleas de perros constituían un deporte de caballeros, minoritario, pero cada vez tenían más adeptos, y las apuestas eran más abultadas, por lo que se iban infiltrando algunos elementos indeseables. El año anterior, en Georgia, un par de matones habían dado muerte a un fulano por un botín de veinte mil dólares en apuestas. Stokes ya se había percatado de que, de los hombres reunidos en el granero, cinco o seis llevaban un arma escondida. La 380 era una pistola de pequeño calibre, pero fácil de ocultar, de rápida acción y muy certera; además, Stokes usaba cartuchos cargados a mano y balas de punta hueca, capaces de arrancar un buen pedazo de carne. A corta distancia, el plomo tenía el impacto de una 38 Special, una decorosa arma para liquidar a un tipo.
Trajeron a los perros. Stokes se sintió disgustado. Aquella pelea sería aburrida. Uno de los animales era un cruzado de Gran Danés y de Doberman, que gruñía y mostraba los colmillos a diestro y siniestro. Le habían llenado de anfetaminas. El uso de drogas era muy raro cuando se trataba de un perro de raza; su efecto tenía corta duración, y les debilitaba de tal forma que quedaban a merced de su oponente. El alano era dos veces más grande que su contrincante, un hermoso mastín Staffordshire blanco y negro. Unos pocos aficionados comenzaron a gritar sus apuestas por el cruzado. Los más listos las aceptaron sin dudar un instante. Un par de conocedores arriesgaron una pequeña suma, sobre la base de cinco a uno, sólo por el placer de apostar. Los palurdos se intranquilizaron, sospechando que les habían embaucado, lo cual era cierto.
Siguiendo las instrucciones de Stokes, los perros fueron introducidos en el palenque. El alano atacó con fiereza al mastín, clavándole dentelladas en el lomo y el flanco. En silencio, el mastín le apernó una de las patas delanteras al cruzado y se la quebró. Éste luchaba como un ave de presa enloquecida; el mastín, como un imperturbable jugador de rugby. La pelea duró menos de tres minutos. Con varios huesos rotos y profundas heridas sangrantes en el pecho y los costados, el alano metió la cola entre las patas, profiriendo lastimeros aullidos, y trató de huir.
—¡Es un gozque! ¡Se ha acobardado!
Stokes se volvió hacia el dueño del cruzado, que lo había comprado a un trapero vagabundo por cien dólares.
—Su perro se acobardó, señor Andrews. Terminó la pelea.
Andrews embutió las manos en los bolsillos del pantalón y miró con aire desconsolado el palenque, donde el mastín tenía al cruzado aferrado por el cuello.
—¡A la mierda! Deje que el perro de Scanlan acabe con él.
Al cabo de unos minutos, el cruzado estaba muerto. Alguien ayudó a Andrews a sacar su cadáver de la arena. Scanlan se hizo cargo de su perro y empezó a limpiarle las heridas. Sólo una de ellas debería ser suturada. El animal le lamió la cara a su dueño.
Los ganadores recogieron su dinero; el granjero rastrilló la tierra y esparció unos puñados de serrín para que se secara la sangre. Se anunció un intervalo de diez minutos. Los concurrentes tomaron más cerveza y engulleron más emparedados. Algunos fanfarroneaban, contando anécdotas fantásticas de otras peleas, especulando sobre las que se iban a realizar. Todo el mundo hablaba por los codos.
—¡Eh, Charlie! ¿Qué vas a escribir sobre este aborto?
El hombre que formuló la pregunta llevaba la camisa desabrochada hasta el ombligo. Un tatuaje de dos perros enzarzados le cubría el pecho.
Charlie Daws publicaba una clandestina revista de noticias destinada al público aficionado a las peleas de perros. Guardaba celosamente la lista de suscriptores y tomaba sus buenos recaudos antes de aceptar nuevas suscripciones. Parecía fastidiado.
—Una pelea asquerosa —contestó—. Iron Bite, de Scanlan, mató a un enorme mestizo en quince minutos.
Stokes trajo a Digger, un Staffordshire amarronado de cuatro años con el pecho blanco. El terrier de Staffordshire es el resultado de la evolución, a lo largo de los siglos, de los mejores perros que en una época eran los más apreciados para la práctica del deporte ampliamente popular de las peleas de perros. Su progenitor, perdido en los albores de la historia, fue el primitivo mastín inglés, una bestia terrible que las tribus velludas enviaron contra los romanos en la bárbara Bretaña. Los romanos quedaron tan impresionados por la ferocidad de aquellos animales, que les bautizaron con el nombre de Canis pugnaces, perros guerreros, y les introdujeron en su país a millares con el fin de hacerles luchar en la arena contra hombres, osos y toros bravíos, y les incorporaron a sus ejércitos donde su fiereza y bravura eran utilizadas para romper las filas de la infantería y derrotar a la caballería.
El Staffordshire es levemente más pequeño que el perdiguero de Labrador, pero ahí termina la comparación. La cabeza y el hocico del Staffordshire son recios, el cráneo, ancho y prominente. Los músculos de las quijadas sobresalen como tripas hinchadas. Su pecho es macizo y duro. Las amplias paletillas aparecen acorazadas de músculos. Las costillas están bien formadas, y el lomo y los cuartos traseros se diría que se encuentran recubiertos por cables en vez de músculos. De cuando en cuando, se hace luchar a perros de otras razas, y siempre hay alguien que experimenta con los cruces y pone a prueba los frutos en el palenque, pero el terrier Staff es el perro favorito, y el mejor luchador de la tierra. Todo su ser se convierte en un núcleo de energías a punto de estallar en pelea en cuanto ve a otro perro; es una criatura poderosa, de un coraje cerril, y el dolor le tiene sin cuidado. Con los seres humanos se muestra afectuoso y manso, con una marcada inclinación hacia los niños, a quienes protege con pasión.
Algunos criadores manifiestan que todas estas cualidades se encuentran ya en la sangre, y que no se logra gran cosa mediante el adiestramiento; que es del todo imposible infundir coraje en un perdedor nato. Esta afirmación es cierta sólo en parte; el resto son patrañas. Por naturaleza, el animal es un monstruo, un destripador feroz capaz de seguir atacando luego de ser despedazado con un hacha, pero son el adiestramiento y el trato adecuados lo que constituyen la profunda diferencia entre la gloria y la fortuna y un saco lleno con los despojos del animal muerto.
Stokes empezó a trabajar con el cachorro cuando éste tenía tres meses. Utilizaba una correa de cuero —al extremo de la cual el animalito se aferraba con todas sus fuerzas, mientras él tiraba de la otra punta—, para fortalecer sus colmillos y desarrollar su musculatura. Cuando el cadillo tuvo seis meses, Stokes empezó a llevar a casa algunos gatitos; algo más tarde, gatos adultos. Les cortaba las uñas con unos alicates para alambre y colgaba a los felinos, metidos dentro de una bolsa de malla, en el extremo de una soga atada a un resorte, sobre un pequeño palenque que tenía en su cobertizo. Sujetaba al cachorro con el fin de que su voracidad y frustración fuesen en aumento mientras el gato se debatía y maullaba, y luego le decía: «¡Vamos, atrápalo!», y le soltaba, azuzándole excitadamente durante todo el tiempo que el cadillo atacaba al gatito. Si éste sobrevivía, Stokes volvía a colgarle sobre el palenque al día siguiente, para que el cachorro acabara con él. Utilizaba hasta cincuenta animales, entre gatitos y gatos adultos, con cada perro, y los esqueletos los enterraba bajo el macizo de rosales. Después de los gatos, venía la correa de suspensión: un trozo de cuero grueso en el extremo de una soga. Una vez el perro hincaba los dientes en él, Stokes, tirando de la cuerda, levantaba al animal en el aire. Luego se agachaba junto a él, diciéndole:
—No te sueltes, no te sueltes; eso es, muchacho, así es de fuerte mi matador; resiste, eres de hierro, pequeño…
Con el tiempo, un buen perro podía permanecer allí prendido durante media hora y hasta cuarenta y cinco minutos. Ese ejercicio proporcionaba a las mandíbulas la fuerza de una prensa hidráulica, y a los músculos frontales, el poder de una locomotora. Stokes sometía al perro a ese entrenamiento durante toda su vida de luchador, y nunca dejaba de ejercitarle en la rueda de andar (en este caso, una cinta en pendiente, de velocidad regulable, sobre la cual debía caminar el perro); los músculos se volvían de granito. Una cosa era tener un perro valiente con mandíbulas de hierro y otra muy distinta si el animal poseía, además, experiencia. El mejor entrenamiento para el combate era hacerle combatir. Por ello, Stokes y un par de amigos enfrentaban a sus animales más jóvenes en peleas controladas, poniendo especial cuidado en que no llegaran al punto de lastimarse de gravedad, pero sí en grado suficiente como para que se acostumbraran al dolor; asimismo les hacían pelear con perros algo más fieros, con el fin de obligarles a hacer un mayor esfuerzo. En una riña en serio, con derramamiento de sangre y dinero de por medio, se acostumbraba a enfrentar dos animales de las mismas características. Algunos aficionados preferían a las perras —eran más ágiles y peleaban con más malignidad—, pero Stokes sentía predilección por los machos, que tenían más agallas, eran más feroces y soportaban con mayor entereza las heridas. Se decía que un fulano de Chicago, un tal Podowski, poseía un ganador que contaba con diecisiete peleas en su haber —un perro llamado Gutbuster—, aunque Stokes no podía creerlo. Un perro necesitaba por lo menos tres meses para recobrarse de una buena pelea —con frecuencia ese lapso se extendía hasta un año— y Stokes jamás había visto un veterano que hubiese participado en seis u ocho peleas que no pareciera y se moviese como si acabara de salir del laboratorio del doctor Frankenstein.
Digger pesaba veinte kilos justos, un excelente peso para un animal de pelea. Dentro de su categoría, pero criado como un perro doméstico, hubiera pesado de cuatro a cinco kilos más. Stokes contemplaba como Gene Murphy, el dueño de Red Dragon, y el árbitro lavaban a Digger con el agua de un balde, con el fin de eliminar cualquier elemento venenoso, tranquilizante o cáustico que pudieran haber aplicado sobre la piel del animal y que penetraría en la boca de su oponente. Red Dragón arrojó un peso de veinte kilos y doscientos gramos. Era un Staffordshire mosqueado. En una pelea previa le habían cercenado el cartílago de una oreja, que ahora llevaba caída sobre la cabeza. Stokes y el árbitro procedieron a lavarle con la misma agua que usaron para Digger.
Stokes se introdujo con Digger en el palenque. Murphy y Red Dragón entraron por el otro lado. Los perros se miraron fijamente, abalanzándose hacia adelante en silencio, con las orejas levantadas y el pelo erizado.
Murphy asintió con un movimiento de cabeza. Stokes hizo lo propio.
—¡Soltadles! —gritó el árbitro.
Digger y Red Dragon se precipitaron hacia el centro de la arena y se encontraron con un audible choque de los colmillos, al tratar de hincarlos cada uno en el hocico del otro. Cerraron las mandíbulas y permanecieron con las patas rígidas, usando la fuerza del cuello y de las paletillas en su esfuerzo para derribarse el uno al otro. Se zamarrearon enérgicamente, como dos contendientes de lucha libre.
Stokes permanecía agachado, con una rodilla en tierra, al lado de Digger.
—Tira con fuerza —le decía—, tira con fuerza, muchacho. Derríbale de costado. Ya es tuyo. Así, así. Buen chico. Tuércele el pescuezo, muchacho. ¡Dale, dale!
Murphy, cerca de Red Dragon, también le daba coraje.
Los espectadores, hombro contra hombro, azuzaban a su favorito.
Los perros se arrastraban y zarandeaban el uno al otro, cambiando las patas de posición para conservar el equilibrio o para darse impulso en la lucha. La sangre brotaba alrededor de sus belfos. Red Dragon se agachó, con las patas delanteras extendidas casi paralelas al suelo, obligando a Digger a bajar la cabeza, y se valía de sus poderosos muslos para tratar de arrastrar a su contrincante con la barriga pegada al suelo.
Stokes y Murphy seguían a los animales en sus movimientos, incitándoles con sus gritos.
Digger trastabilló y cayó hacia delante. Red Dragon agitó la cabeza. Digger se liberó de pronto de la presa de su adversario y se precipitó sobre él para prenderse de una oreja. Red Dragon, por su parte, no pudo hincarle los colmillos y Digger le forzó a caer al suelo de costado. Red Dragon se agitó, trató de incorporarse, pero no consiguió liberarse de las mandíbulas que le atenazaban la oreja. Digger arrastró a su adversario alrededor del palenque.
Red Dragon intentó apernarle, arrancó una tira de piel, pero no logró hacer presa. Embistió de costado a Digger y, simultáneamente, movió la cabeza hacia el lado opuesto. La oreja se desgarró en su base y le quedó colgando, dejando un trozo de cartílago sanguinolento y blancuzco en el filo. Giró en redondo y atacó desde abajo, su posición preferida, mientras Digger se le abalanzaba por arriba de nuevo. Red Dragon se aferró con fuerza en el pecho de Digger, y éste se prendió del flanco de Red Dragon y le arrancó un pedazo de carne del muslo. Formando un círculo, los dos animales daban vueltas, buscando afianzarse en el suelo para voltear al contrincante.
Stokes y Murphy giraban a la par que los perros, agachados, musitándoles palabras en los oídos. El público vociferaba. La lucha se tornaba encarnizada.
Digger atarazó a Red Dragon por el muslo y de un tirón le hizo perder el equilibrio y caer al suelo. Los colmillos de Red Dragon estaban hundidos en el pecho de su contrincante de modo que, al caer, le arrastró al suelo con él. Los dos animales permanecieron con el cuerpo retorcido, aferrados el uno al otro, sin proferir sonido alguno. Sus músculos estaban tensos; la sangre manaba alrededor de sus bocas. Durante varios minutos se mordieron mutuamente. La multitud se abalanzaba para ver el daño que se estaban infligiendo. Luego hubo un incesante agitar de patas, rápidas contorsiones y un salvaje zarandeo de cabezas, y ambos perros se pusieron en pie, libres de la presa del otro, y se atenazaron de nuevo por las mandíbulas.
El público gritaba exultante.
Digger había hecho presa de la mandíbula superior y logrado clavar sus colmillos en el hocico de Red Dragon hasta el hueso. Éste hacía lo propio con la lengua y las quijadas de Digger. Con el pecho agitado, ambos giraban con pasos mesurados.
El pecho de Digger presentaba una herida en carne viva del tamaño de una mano. La sangre se deslizaba hasta el fondo de su vientre. Red Dragón tenía el muslo cubierto de sangre y el animal cojeaba, aunque ligeramente, con aquella pata. Los perros se separaron de un salto, y Red Dragon, dando una rápida vuelta sobre sí mismo, le dio, con sus fuertes nalgas, un topetazo en la paletilla de Digger.
—¡Primera vuelta! —gritó el árbitro—. ¡Sujetad los perros!
Murphy y Stokes cogieron a sus respectivos animales con ambos brazos antes de que se trenzaran de nuevo en la lucha. La pausa servía para tomar un breve respiro, como cuando un boxeador espera que se levante el oponente o se aparta de él dándole un empujón. El árbitro trajo un balde con una sola esponja. Murphy y Stokes lavaron las heridas de sus animales y les limpiaron la saliva y la sangre de los belfos. Desaparecido el balde, los perros se atacaron de nuevo.
Digger hizo presa en el costado de Red Dragon y con las poderosas mandíbulas le quebró una costilla. Red Dragon, por su parte, se prendió de una de las patas delanteras de Digger. Se la fracturó por el menudillo. A Digger le quedó el pie colgando, debiendo apoyar la pata en el extremo de la caña. Volvieron a atenazarse por las mandíbulas, arrancando gritos y silbidos de la multitud: el hocico constituye el punto más débil, por lo que un animal que recibe una severa herida en ese lugar casi siempre se acobarda, y la mayoría pone buen cuidado en protegerse el morro. Cada uno se encarnizaba con el hocico del otro sin aflojar; luego Digger pudo aferrar el de Red Dragon entre los molares y se lo trituró. Red Dragon tuvo dificultad en zafarse. Cuando lo logró, tenía el hocico partido y convertido en una pulpa, y la sangre, al espirar, le salía a borbotones. Pero no se arredró. Arrancó un pedazo de carne del tamaño de un puño de la paletilla de Digger. Éste le cercenó un músculo del muslo, dejándole cojo, y le arrancó la cola. Hacía una hora que duraba la lucha. El público estaba enardecido. Los perros daban muestras de cansancio, jadeaban y resollaban penosamente. Red Dragon respiraba casi completamente por la boca, lo cual le resultaba difícil cuando mordía, viéndose obligado a soltar presa antes que Digger. El ritmo de la pelea iba decreciendo. Ambos contendientes se tornaron más cautos y circunspectos, pero su brutalidad no declinaba. Stokes y Murphy permanecían pegados a los animales, sudando, roncos de tanto gritar. Red Dragon empezó a aflojar. Se desencadenó una ola de nuevas apuestas; la gente de Digger ofrecía tres contra dos. Luego Red Dragon derribó a Digger y se puso a horcajadas sobre él con los colmillos clavados en la crucera. Digger no podía hacer presa ni lograba soltarse. El mosqueado volvió a ser el favorito, y las apuestas se volcaron a su favor. Digger se arrastró hacia atrás a ras del suelo, a costa de una tira de carne. Así logró llevar a su atacante contra la pared, por la que se deslizó hasta que Red Dragon quedó parcialmente atrapado en un rincón. Digger se zamarreó con el fin de liberarse de los colmillos de Red Dragon, los cuales fueron surgiendo de los músculos y la carne hasta quedar prendidos sólo de la piel. Lentamente, empezó a arrancar el pellejo que cubría la paletilla de Digger, dejando al descubierto la carne viva y palpitantes capas grisáceas de tejido muscular. Digger entró en estado de shock. Permaneció aplastado contra el suelo con las patas extendidas hacia afuera y el cuerpo estremecido. Red Dragon le despellejó hasta la mitad del cráneo, y por fin el pedazo de cuero se desprendió. Red Dragon sacudió el enorme pellejo ensangrentado. Lo soltó y atacó de nuevo a Digger. Stokes azuzaba con gritos a su perro. Digger soltó un suspiro. Los colmillos de Red Dragon se clavaron en su cuerpo, tan profundamente que afectaron algún nervio. Digger sufrió un espasmo y, como si algo hubiese estallado en su interior, se levantó de un salto, lanzando a Red Dragón hacia atrás.
—¡Vamos, muchacho! ¡Destrózalo, destrózalo! —gritó Stokes.
Digger se lanzó contra el vientre de su adversario. Red Dragon se dobló sobre sí mismo y aferró a Digger por la parte del cuello que estaba en carne viva. Al separarse, quedaron frente a frente: un largo trozo de intestino asomaba del agujero que Red Dragon tenía en el abdomen, y una lonja de carne colgaba del cuello de Digger, dejando expuesto un tembloroso tendón medio cercenado. Se tarascaron mutuamente distintas partes de la cabeza. Uno de los ojos de Red Dragon quedó reventado. Digger mordió profundamente el gaznate de Red Dragon y sus mandíbulas empezaron a triturar. Red Dragón cayó de costado con la ensangrentada lengua colgando. Levantó ligeramente la cabeza, mientras sus patas arañaban el suelo. Digger permanecía sobre él sin dejar de clavarle los colmillos una y otra vez. La sangre oscura manaba sin cesar del cuerpo convulsionado de Red Dragón.
El árbitro dijo:
—¡Señor Murphy!
Murphy contemplaba los perros sin decir palabra.
—¡Despedázalo! —Stokes azuzaba a Digger enardecido—. Buen chico, buen chico. ¡Acaba con él!
La sangre de Red Dragon empapaba la tierra a su alrededor. Tenía los ojos cerrados, y le temblaban las patas. Se estremeció y luego se quedó inmóvil. Digger seguía hincándole los colmillos. Al cabo de unos minutos, soltó a Red Dragon y se sentó para lamerse la pata fracturada. Volvió sobre la garganta de Red Dragon, pero se detuvo para lamerse de nuevo las propias heridas.
El árbitro ordenó:
—Sujete a su perro, señor Stokes.
Y se arrodilló al lado de Red Dragon, se humedeció la palma de la mano y la mantuvo un instante ante la boca y el hocico destrozado del perro para sentirle el aliento. Se ajustó un estetoscopio al oído y oprimió el diafragma en el pecho del animal. Después se puso en pie y anunció:
—El Red Dragon del señor Murphy está muerto. El ganador de esta pelea es Digger, del señor Stokes.
El público aplaudió. Un par de espectadores saltaron al palenque y palmearon a Stokes en la espalda. Éste exultaba: su sueño empezaba a ser realidad. Se arrodilló y tomó la cabeza de Digger entre sus manos, teniendo cuidado de no tocar la herida que estaba en carne viva. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Le dio un beso al perro.
—¡Mi pequeño, mi amor!
Digger movía la cola y le lamía la cara. Stokes se levantó del suelo y se lo entregó a un amigo, que empezó a rociar las heridas del animal con peróxido de hidrógeno.
Stokes se acercó a Murphy y le estrechó la mano.
—Era un perro soberbio, Gene. ¡Qué coraje! Tuvo agallas hasta el último momento. Lamento que lo hayas perdido.
—Son cosas que pasan —repuso Murphy—. Tú sí que tienes un magnífico animal. ¿Crees que se salvará?
—No lo sé. Jamás vi un perro despellejado de esta manera. La pata tampoco me gusta nada. Lo llevaré a Worcester. Haremos cuanto podamos por él.
La muchedumbre se mostraba locuaz y satisfecha; sólo los que habían perdido fuertes sumas de dinero parecían abatidos. La pelea había sido desgarradora. Charlie Daws había utilizado un rollo entero de fotografías. Llevaba la cámara colgada del cuello y garabateaba unas notas en su bloc. Al pasar Stokes por su lado, levantó la vista.
—¡Felicitaciones! —le dijo—. Una hora y dieciséis minutos de tremenda acción. Le dedicaré el artículo de fondo.
Stokes recogió el fruto de las apuestas. Llevó a Digger hasta su camioneta y, con una manta vieja, le preparó un lecho en el piso de la cabina. Partió en dirección a Worcester, donde había un veterinario que atendía a los perros de pelea sin pasar el informe oficial.
—Sé valiente, viejo amigo —le dijo Stokes con ternura—. Yo me encargaré de que te cuiden bien.
El vendaje principal había desaparecido. La mejilla izquierda de Jeff estaba cubierta con una gasa desde la base del ojo hasta el comienzo del cuello, debajo de la mandíbula. Al mediodía, Bauer le había cambiado el apósito. Fue la primera vez que veía la herida desde el día que el perro había agredido a su hijo, y se le revolvió el estómago. Una enorme cicatriz rojiza, atravesada por los horripilantes puntos negros de la sutura, formaba un amplio semicírculo. La infección había sido sofocada, pero la herida aún supuraba un viscoso líquido amarillento, y era necesario cambiar con frecuencia la gasa, aplicando previamente el ungüento cicatrizante. Bauer tuvo que contener el impulso de estrechar a su hijo contra su pecho y ponerse a llorar sobre su cabecita.
—Se está curando rápidamente —dijo, tratando de adoptar un tono tranquilo.
—Ya no me duele tanto, sólo un poquito.
Jeff empezaba a recuperar el peso perdido y su color natural.
Ursula le había llevado a un cirujano plástico de Nueva York. Habría que hacerle cuatro o cinco operaciones en el curso de los próximos años, por lo cual a Bauer se le partía el corazón, pero el cirujano era optimista.
Ursula todavía confiaba en obtener la custodia exclusiva, y el abogado de Bauer estaba deliberando con ella, pero por lo menos el letrado de ésta había logrado convencerla de que no le convenía privar a Bauer del privilegio de visitar a sus hijos hasta que el caso estuviese en manos del juez.
Sin embargo, no cejó en poner de manifiesto su ira. Se marchaba de casa antes de la llegada de Bauer, y dejaba que Janie se ocupara de entregarle los chicos. Se negaba a hablar con él por teléfono, y Bauer se ponía furioso; todo ello no hacía más que crear desconfianza en sus hijos, quienes se mostraban retraídos. Él le había escrito en términos razonables, pero Ursula no se dignó contestarle.
Los chicos accedieron a pasar el sábado con él, pero ninguno de los dos estuvo dispuesto a quedarse a dormir en la cabaña, deseando regresar a su casa al fin del día. Bauer les llevó al lago Kilmer, donde alquilaron un bote y cañas de pescar. Tiraron los anzuelos cerca de la orilla, entre la maleza acuática, y cogieron una ristra de pececillos. A Jeff le encantaba aquello y, cuando sacaba algún pescado, se excitaba, contemplando con el rostro radiante cómo Bauer le sacaba el anzuelo y lo ensartaba en la ristra. Mientras Bauer introducía un gusano en el anzuelo, Jeff le dijo:
—Yo todavía no puedo hacerlo. Me pincharía los dedos con la punta. Pero dentro de dos años, cuando sea como Michael, ya podré cebar el anzuelo, ¿verdad que sí?
Jeff era animoso e indomable, un positivista inexorable. Estaba tan poco impresionado por su horrenda herida como podría haberlo estado si se hubiera rasguñado una rodilla. Bauer admiraba la entereza del chico, y se maravillaba de que fuese su hijo. Mientras pescaban, jugaban a construir frases que rimasen, e improvisaban diálogos para personajes imaginarios. Para Jeff las palabras eran como juguetes encantados, y su imaginación, un vasto campo de juegos.
Pero así como gozaba con Jeff, Bauer también se preocupaba por Mike. Éste permanecía tenso, sin sonreír nunca, y contestaba con frases breves, aunque corteses. Bauer trataba de sacarle de su hermetismo, pero sin forzarle. Cuando se sentía presionado, Mike se encerraba en sí mismo y no había amenaza, soborno o muestra de afecto que fuese capaz de obligarle a derribar sus barricadas. Aunque le faltaba la habilidad necesaria, no dejaba que Bauer le cebara los anzuelos ni que ensartara sus presas en la ristra por él. Se clavó un anzuelo un par de veces, y le apareció una brillante perla de sangre en la yema del dedo.
Al atardecer, Mike sacó un pez rueda de tamaño considerable, el más grande de todos los que habían cogido durante el día. El chico se levantó de un salto y casi se cayó del bote.
—¡Mirad eso, mirad eso! ¡Apostaría a que es la rueda más grande del lago!
Tiró del sedal y desenganchó el pez del anzuelo con dedos nerviosos. Al tratar de ensartarlo en la ristra, le resbaló la mano y, asustado, apretó con tanta fuerza la presa, que de un coletazo, el pez saltó por la borda al agua. Mike empezó a sollozar. Bauer tomó el salabre y lo hundió donde el pez, aturdido, estaba empezando a nadar lentamente hacia las profundidades del lago. Logró atraparlo y lo subió de nuevo al bote.
—¡Lo pesqué! Y, en efecto, es el pez más grande del lago, sin ninguna duda. Aquí lo tienes. —Le alargó el salabre a Mike—. ¿Quieres que lo ensarte yo en la ristra?
Mike vaciló; luego asintió con un movimiento de cabeza.
Durante el siguiente cuarto de hora nadie habló en el bote. Mike observaba de soslayo a su padre. Cuando sus miradas se encontraban, Bauer le sonreía.
—Papá —dijo Mike—, ¿quieres escuchar el último chiste que me contó Billy?
Mike coleccionaba chistes, anotándolos meticulosamente en su cuaderno, que guardaba en un estante sobre la cabecera de su cama.
—Claro —respondió Bauer.
Mike le explicó el chiste. Bauer se lo celebró. Jeff también se puso a reír, si bien no lo había entendido.
Entonces Bauer le contó, a su vez, un chiste a Mike. A éste le gustó tanto, que le pidió a su padre que se lo repitiera para memorizarlo. Intercambiaron algunos más y después Mike empezó a contarle anécdotas de la escuela y de sus amigos. Cuando remaron hacia la orilla, Mike estaba radiante de felicidad. Bauer exhibió sus presas ante un par de pescadores que se encontraban en el embarcadero y les mostró el pez rueda gigante logrado por su hijo. El pescador más viejo declaró que era la pieza más grande que había visto, obtenida en aquel lago. Mike no cabía en sí de gozo.
Bauer puso el pez rueda sobre un periódico viejo y lo colocó en el baúl del coche. Merendarían en su cabaña y limpiarían el pescado y lo envolverían para que Ursula lo conservase en el congelador.
De pronto Mike se arrimó de espaldas al automóvil, pataleando furiosamente.
—¡No! ¡No! ¡No!
Un perro dálmata se le había acercado, olfateándole. El animal retrocedió y levantó la cabeza, sorprendido. Movió tímidamente la cola.
—¡Lárgate! —chillaba Mike.
Cogió un puñado de grava y lo lanzó contra el perro. Jeff buscó la mano de Bauer, pero, por lo demás, parecía tranquilo.
—¡Mike! —Bauer puso una mano sobre el hombro del chico, interponiéndose entre su hijo y el perro—. Tranquilízate, no te hará daño alguno.
Mike se cubrió la cara con las manos y se puso a llorar.
A Jeff le temblaban los labios.
Un hombre, que llegó corriendo desde el embarcadero público, cogió al dálmata por el collar. El perro volvió prestamente la cabeza, como sorprendido, luego movió la cola y le lamió la mano a su dueño.
Bauer tenía a sus dos hijos abrazados por los hombros.
—Tuvieron una amarga experiencia con un perro que les agredió —dijo.
El hombre se mostró embarazado.
—Es muy manso, incapaz de lastimar a nadie. Lo lamento…, es sordo y, a veces, se escapa; ése es el problema con los dálmatas, la sordera, que proviene de no cruzarlos con otras razas… Realmente lo siento, yo…
—Bueno, ¡maldita sea! —exclamó Bauer, frustrado—. Debería vigilarle con más atención.
El hombre agachó la cabeza, se disculpó y se alejó, llevándose al perro.
—Ya se ha ido —dijo Bauer—. Era un perro cariñoso, que no tenía intención de hacerte daño.
Mike estaba temblando.
—Es sordo —agregó Jeff—. Eso quiere decir que no puede oír. No iba a morderte. Sólo quería jugar, Mike.
Eran cinco. El nuevo era una hembra de áspero pelaje, gris en su mayor parte, con manchas bermejizas. Tenía el mismo tamaño que la perra parda. Su cara poseía rasgos de bóxer, y una incipiente barbita. Era muy joven. Un matrimonio de Boston la había obtenido, mediante un aviso en la sección Consígalo gratis del «Freeman», para sus hijos. El cachorro pasó un verano maravilloso. Dormía fuera de la casa, puesto que la mujer no quería complicarse la vida enseñándole a comportarse como es debido en el hogar, y tenía libertad para vagar cuanto quisiera, aunque por lo general no se alejaba mucho ni permanecía largo tiempo lejos de la vivienda porque le daban de comer a la mañana y a la noche, y durante el día los chicos jugaban con ella, le disimulaban las travesuras y, a veces, por la noche la introducían a escondidas en su cuarto y dormía con ellos.
A fines del verano, la familia se marchó una tarde, tal como solían hacer de cuando en cuando, y la perrita no se sintió desdichada por cuanto nunca tardaban en regresar más de unas pocas horas y, cuando regresaban, siempre le daban algo especialmente rico de comer; pero esta vez no regresaron, ni tampoco lo hicieron a la mañana siguiente, ni durante el segundo día, ni durante el tercero. La perra permaneció cerca de la casa de alquiler, incursionando en el bosque cercano a la caza de algo que comer; iba perdiendo peso, dormía en el porche y gañía sin cesar mientras arañaba la puerta de la cabaña. A medida que transcurrían los días vacíos, se sentía más sola y abatida, perdiendo gradualmente la noción de qué era lo que estaba esperando, hasta que al cabo de un par de semanas se alejó de la casa en dirección al bosque para no volver.
La familia, por supuesto, sabía que sólo la tendrían con ellos durante el verano. En Boston, el contrato de su apartamento contenía una cláusula que les prohibía tener perros en él, y de cualquier manera, tanto el mando como la esposa consideraban que era una crueldad obligar a un animal a vivir dentro de las limitaciones que le imponía un entorno urbano. Pero ambos amaban a los perros y pensaban que constituiría una experiencia positiva y saludable el hecho de que sus hijos convivieran con un perrito durante una temporada y asumieran la responsabilidad de alimentarlo y cuidarlo. Asimismo, cuando se terminó el verano, trataron de encontrarle un nuevo hogar. Sin embargo, las personas que ya poseían uno o varios perros no querían tener otro, y las demás, les manifestaron que preferían conseguir un cachorrito, que fuese listo y adorable, y no un animal casi adulto y criado sin la debida disciplina. Los miembros de la familia sabían que los perros que se entregaban a las perreras tenían una esperanza de vida de tres a cuatro días, y todos votaron en contra de depositar el animal en una de ellas. Concluyeron que cuando la perra comprendiese que ellos no regresarían, se marcharía de allí y, como sea que era una perrita hermosa, estaban seguros de que alguien la recogería. Si por algún motivo no lograba encontrar un nuevo hogar, aprendería a valerse por sí misma y, por lo menos, sería libre y viviría. Ellos eran gente sensible; no eran como esas personas duras de corazón que disfrutan de un animalito y luego lo entregan a la perrera para que lo eliminen.
Debido a su corta edad, la perra era torpe y estaba poco dotada para la caza. Se fue enflaqueciendo y permanentemente estaba hambrienta y se sentía desdichada. Algo le pasaba con los ojos. La visión no parecía afectada, pero un líquido irritante supuraba de ellos y se le formaban unas costras que debía arrancarse varias veces al día frotándolas con las patas. En el bosque encontró a otro perro, un perro que era mejor cazador, que siempre sabía dónde encontrar agua y buenos lugares para dormir. Evitaba a los seres humanos, transmitiéndole a la perra la furia y el poderoso temor que experimentaba cada vez que encontraba el rastro dejado por uno de ellos. Mientras anduvo sola, algunas personas le dieron de comer y, de cuando en cuando, jugaban con ella o la hacían objeto de demostraciones de afecto, pero las reacciones del animal no tardaron en borrar el débil vínculo que la ataba a ellos.
Se aparearon a comienzos del invierno, y la perra tuvo tres cachorros poco después de una fuerte nevada. Devoró las bolsas en que nacieron envueltos, les limpió con la lengua y les ofreció el calor de su cuerpo en el reducido cubil. Comía lo que el macho regurgitaba ante ella, después de un día de cacería. Pero la nieve era muy espesa y había poca caza, y las plañideras criaturas chupaban las ubres que, la mayoría de las veces, estaban vacías, por lo que murieron antes de llegar a abrir los ojos. Ella también estuvo al borde de la muerte, y el macho cayó en un estado de extremo debilitamiento al tener que procurarse alimento para los dos, pero ambos lograron sobrevivir, y no pasaron muchos días antes de que ella saliera a cazar con él, y le siguió hacia la falda de la montaña, compartiendo su nerviosismo cada vez que percibían el olor de un ser humano.
Huyeron de un gallinero, con los belfos cubiertos de sangre, cuando oyeron un ruido proveniente del lugar donde habitaban los seres humanos y unos rápidos pasos que hacían crujir la nieve helada. Pero no lograron escapar con la suficiente rapidez y el macho fue derribado por un trueno antes de que pudieran refugiarse entre los árboles. El animal se arrastró hacia un lugar seguro, sin haber sido alcanzado por el segundo estruendo, pero no pudo moverse con presteza ni llegar muy lejos, y murió en el bosque, y ella se quedó junto a su cuerpo helado durante todo el día antes de abandonarle, con renuencia, para dirigirse de nuevo hacia la montaña.
A principios del verano encontró a la perrada. Cuando se adentró nerviosamente en el claro, los machos se lanzaron hacia ella, pero, una vez la hubieron olisqueado, la dejaron en paz. Uno de ellos, un animal moteado de pequeño tamaño, empezó a retozar con ella. Una perra parda le lanzó unos ladridos, desafiante. Ella le contestó, y las dos hembras se atacaron, mientras los machos daban vueltas, agitados, a su alrededor. La gris se sometió, y una vez establecido el orden, la parda la dejó tranquila, y el resto de la manada la aceptó sin dar muestras de hostilidad. Ella se sintió satisfecha, contenta. Aprendió en seguida sus costumbres y se adaptó a ellos perfectamente. Era más valiente que la perra parda y también más veloz. Ésta sufría accesos de celos de cuando en cuando y la obligaba a someterse a ella o la hacía víctima de brutales dentelladas, pero en general ella lograba que alguno de los machos la acompañara en sus vagabundeos, o le incitaba a espulgarse mutuamente o bien a acurrucarse a su lado para dormir, y la perra parda se tranquilizaba al poco rato y todo volvía a la normalidad.
Después de una semana de escasa cacería y de incursionar durante toda una mañana en un territorio bastante alejado de sus dominios, Orph les condujo a través de un bosque ralo, siguiendo un olor tan intenso de carne, que se les llenaba la boca de saliva y ésta les goteaba de la lengua, mientras crecía su ansiedad y se afirmaba su propósito, avanzando con la cabeza en alto y las orejas levantadas. Orph se detuvo ante los alambres de una cerca. El cálido tufo de la carne saturó el olfato de los perros.
Unas abultadas formas negras se congregaban en medio del prado. Orph husmeó el aire, tratando de ponderar el olor a ser humano mezclado con el denso efluvio de la carne. Caminaba arriba y abajo a lo largo del cercado. La perrada esperaba, inmóvil y alerta, sin sacarle la vista de encima. Orph se detuvo y contempló los animales del prado. Escuchó y sólo logró percibir el rumor del viento sobre la hierba. El resto de la manada se apiñó junto a él. Orph recorrió con la vista toda la extensión del prado y sólo vio el movimiento de los animales.
Arrastrándose con el vientre pegado al suelo, se deslizó bajo la alambrada y penetró en el prado. Los otros cuatro perros le siguieron, se enderezaron sobre sus patas y empezaron a correr tras él. Orph se dirigía hacia las terneras, con la cabeza proyectada hacia delante y la cola flotando.
Una de las terneras levantó la cabeza y mugió alarmada. Giró en redondo y se alejó corriendo. El resto de la manada la siguió presa de pánico.
Dos de ellas se estrellaron contra el otro lado de la cerca y quebraron una estaca de cedro, rasguñándose el pellejo con las púas de los alambres. La manada se detuvo detrás de ellas y salió en estampida hacia otra dirección.
Los perros las seguían de cerca. El moteado se adelantó a Orph, alcanzó a la última ternera y empezó a lanzarle mordiscos a los corvejones. La ternera mugía aterrorizada, y la manada se hizo eco de sus mugidos. El moteado salió disparado por el aire y se aferró con las mandíbulas a la cola del animal, quedando colgado de ella, golpeándose contra sus flancos, cuando de pronto la enloquecida criatura se levantó sobre las patas delanteras y le lanzó una poderosa coz con las traseras.
Orph llegó a la altura del animal y saltó hacia su cuello. Sus colmillos no lograron hacer presa. Siguiendo la carrera, saltó de nuevo y sus quijadas se cerraron sobre el grueso cuello. La enorme ternera trastabilló y trató de sacudirse a Orph de encima. Éste fue zarandeado violentamente. El negro se abalanzó sobre la ternera por el otro lado. Le desgarró una tira de cuero de la paletilla, atacó otra vez y le hundió los colmillos en el morro. La ternera dobló el poderoso cuello y agitó la cabeza. El negro salió volando por los aires. Golpeó contra el suelo, rodó por él y de un salto se precipitó de nuevo contra la ternera. La perra parda le atenazaba las patas traseras, y la gris se adelantaba para embestirla por el vientre. El negro había conseguido colgarse otra vez, y su peso, sumado al de Orph, hizo caer a la ternera de rodillas. El moteado la atacó por el flanco, mientras la perra parda se unía a la gris, que se encarnizaba con el vientre. La ternera se tambaleaba sobre sus patas. Los ojos se le salían de las órbitas y mugía con la cabeza echada hacia atrás. Las terneras restantes se apretujaban a varios metros de distancia contra un ángulo de la alambrada y bregaban por encaramarse unas sobre las otras, armando gran alboroto. La víctima logró afirmarse sobre sus patas y embistió a los perros, agitando la testa, presa de un intenso temblor. Su rizado pelambre negro estaba pegoteado de sangre. Sacaba espuma por la boca, que se tornaba rosada al mezclarse con la sangre que le manaba de la lengua cortada. Orph, prendido de su cuello, tironeaba para derribar al animal. El negro estaba aferrado al morro y trataba de arrastrar a la ternera hacia delante. La perra parda le rasgó la panza, y la ternera se desplomó pesadamente de costado. Orph se escabulló antes de ser aplastado por ella, luego le saltó de nuevo al cuello con ferocidad. Las dos perras la estaban destripando. Arrancaban sanguinolentos pedazos de carne y entrañas. El moteado se les unió. De la garganta de la ternera brotaba un chorro de sangre. Orph y el perro negro se juntaron con los que le estaban devorando las tripas. Hundieron los hocicos profundamente en el vientre abierto del animal y empezaron a engullir con voracidad. El negro y la perra gris se separaron atenazando el mismo trozo de carne ensangrentada, cada uno por una punta. Lo desgarraron por la mitad, lo engulleron y se abalanzaron de nuevo sobre la presa. Intensas convulsiones sacudían el cuerpo de la ternera, que perneaba débilmente.
Homer McPhee estaba aplicando un emplasto al absceso de una vaca en el campo de pastoreo principal, cuando escuchó el alboroto. Nunca había oído nada igual, pero no tuvo ninguna duda de que se trataba de un ruido fruto de un terror mortal. Subió corriendo por la ladera de la colina que separaba los dos campos de pastoreo. Las terneras debían de pesar entre ciento ochenta y doscientos kilos, y las había separado de las vacas la semana anterior para destetarlas.
Al llegar a la cima de la colina y mirar hacia abajo, se quedó paralizado contemplando a una de las terneras, que sangraba y trastabillaba bajo el ataque de una cuadrilla de perros. Permanecía inmóvil con la boca abierta. La ternera cayó al suelo. Los perros se arremolinaron a su alrededor.
Homer levantó los brazos en alto con los puños cerrados y empezó a gritar. Los perros arrancaban sanguinolentos pedazos de carne de la res y los devoraban casi sin masticar. Homer cogió del suelo una piedra del tamaño de un puño, arrancó otra de un puntapié, que recogió a su vez, y salió corriendo colma abajo, gritando:
—¡Os mataré, bastardos, os mataré!
En mitad del sendero yacía una larga y gruesa rama. Homer dejó caer una de las piedras y empuñó la rama. Llegó a la cerca, se dejó caer de bruces y rodó por debajo de los alambres.
Estaba a menos de doscientos metros del lugar de la carnicería. Empezó a correr de nuevo, enfurecido. Los perros le vieron llegar. Él se detuvo y lanzó la piedra. Con un golpe seco, cayó sobre el costado de la ternera muerta. Orph y el negro se inmovilizaron. La perra parda y el moteado se separaron de la res. La perra gris siguió comiendo.
—¡Malditos bastardos! —rugía Homer.
Se precipitó hacia los perros. Las hembras y el moteado se alejaron un par de metros. Orph y el negro retrocedieron lentamente un paso. Homer blandió el garrote y, descargándolo con fuerza, alcanzó al negro en un costado. Con las costillas fracturadas, el animal cayó aullando al suelo, Homer lanzó un violento y enloquecido grito de triunfo. Levantó nuevamente el palo.
Orph saltó hacia él y sus colmillos se clavaron en el antebrazo de Homer. El súbito y aplastante dolor hizo tambalear al muchacho. Profirió un chillido. La rama que empuñaba se le escapó de la mano. No le era posible liberarse de las mandíbulas que le atenazaban el brazo. El enorme perro pastor alemán afianzó las patas en el suelo y empezó a retroceder, emitiendo un gruñido ahogado, y arrastró al muchacho con él. Homer fue presa de una enorme angustia. Respiraba agitadamente, se le borró el color del rostro y un frío sudor le cubrió todo el cuerpo. Vio que el perro negro se levantaba, con los belfos fruncidos, mostrando los dientes. El animal, gruñendo roncamente, se abalanzó sobre él. Homer se puso a gritar. El negro le atenazó la rodilla y le derribó al suelo. La mente de Homer se sumió en el marasmo. Trató de encoger las piernas sobre su vientre y hundió la cabeza entre los hombros. Dio un puntapié al negro, y descargó un puñetazo contra el perro pastor con la mano que tenía libre. El negro le estaba desgarrando la pierna. El pastor alemán le soltó el brazo, y Homer vio las enormes fauces que se precipitaban hacia su rostro. Trató de cubrírselo con ambas manos, y los colmillos le trituraron los huesos. Homer se desmayó.
Estuvo inconsciente sólo unos breves instantes, y cuando recuperó el sentido, abriendo desmesuradamente los ojos, mientras se le vaciaban la vejiga y los intestinos en los calzoncillos, el pastor alemán estaba a un par de pasos de distancia, mostrando los colmillos, profiriendo un ronco y profundo gruñido, y los otros perros continuaban despedazando la res muerta.
Homer cerró los ojos con fuerza y empezó a sollozar. Su cuerpo temblaba. El perro pastor lanzó un bufido. Cesó el ruido que hacían los otros al comer. Durante unos segundos todo quedó silencioso. Los párpados de Homer se abrieron lentamente, contra su voluntad. El pastor alemán se alejaba trotando hacia el cercado que bordeaba los árboles. Los demás perros le seguían en fila.
Los cinco desaparecieron en el bosque.
Homer permaneció inmóvil, angustiado de dolor, incapaz de pensar. Estaba llorando. Realizó el ingente esfuerzo de incorporarse. Sus manos estaban llenas de sangre y en carne viva. Agudas astillas de los blancos huesos asomaban entre la pulpa carnosa de la mano derecha. El dedo índice había desaparecido. Torpemente, intentó incorporarse. Las ensangrentadas piernas le temblaban con tanta violencia, que no logró sostenerse. Se arrastró en dirección a la casa, con la boca abierta, gimiendo y con el cuerpo sacudido por intensos espasmos.