5

Elizabeth Collier se lavó la cabeza y se cepilló los cabellos hasta que le quedaron brillantes y sedosos, caídos sobre los hombros. Se puso una blusa roja con cuello de puntas largas y mangas fruncidas, y unos ajustados pantalones negros de esquiar. Su aspecto era admirable, provocativo. Por lo general, se preocupaba poco de su apariencia. Pero la sección de Covington de la Legión Norteamericana la había invitado en su carácter de veterinaria y como autoridad en materia de conducta canina a mantener un debate público con Harry Wilson. Pretendía desconcertarle. Era una táctica despreciable, pero no le importaba. Wilson no le gustaba. Era un oportunista pomposo, engreído y fatuo. Estaba casado con una criatura azorada, a quien convertía en blanco de sus chistes mordaces. Había pretendido salir con Elizabeth, y en una ocasión, cuando la acorraló en un rincón y se propasó con ella durante una fiesta, le dijo que prefería quedarse soltera toda su vida y se figuró que no había perdido nada al tomar esa decisión.

Wilson se estaba retrasando. Esperaron. El público se impacientaba. Media hora más tarde de la anunciada para la iniciación del debate, telefonearon de la oficina de Wilson disculpándose en su nombre e informando que todavía estaba ocupado. Por lo tanto, Elizabeth tuvo que hablar sola.

El público no quedó satisfecho. Aquellos que aborrecían a los perros sólo querían escuchar a alguien que les dijese que dichos animales constituían una amenaza y una plaga, lo cual era cierto, y los poseedores de perros rehusaron aceptar responsabilidad alguna.

Elizabeth salió de la conferencia airada y deprimida. La impresión que se llevaba de la raza humana no era muy favorable y no le habría otorgado más de un cincuenta por ciento de probabilidades con respecto a su capacidad de sobrevivir. No estaba muy segura de que eso tuviera mucha importancia. Con toda seguridad, el planeta sería un lugar mucho más encantador sin su presencia.

Después de la clase, Bauer descendió la escalinata del Tully Hall acompañado de Kathy Lippman. Se había apresurado a reunir sus elementos en la cartera y se sentía estúpido y ridículo. Ella había borroneado unas notas finales, luego hurgó en su portamonedas un largo rato antes de levantarse, siendo uno de los últimos estudiantes en salir del aula, por cuyo motivo él supuso que quizá le esperaba. No estaba seguro. Jamás había sido demasiado listo para reconocer las insinuaciones del sexo opuesto.

A partir de la noche del seminario, ella se había mostrado amigable y animada, muy desenvuelta, pero todo ello quizá no significaba nada en absoluto. Tal vez para ella era un capítulo terminado. ¿Cómo podía saberlo? Estaba azorado y se sentía incómodo.

—¿Piensas seguir el curso de verano?

—No. Ésa es una de las cosas que no puedo hacer: estudiar cuando hace buen tiempo. Pondré todos mis esfuerzos para terminar el presente curso.

—¿Te marcharás a tu casa o tienes planeado emplearte en Covington?

Ella lanzó una carcajada.

—A casa no, salvo por un largo fin de semana. Mis padres no pueden hablarse si no es a gritos. Nos llevamos bien si me limito a visitarles un par de veces al año. Hay una especie de comunidad cerca de Sproul’s Mountain. Pasaré allí el verano.

Salieron del edificio al patio, donde cada cual tomaría su camino. Bauer estaba en tensión. ¿Cómo? Diablos, cada vez era como la primera, como si no lo hubiera hecho antes. Kathy le miró con curiosidad. «¡Bueno, mierda!», pensó. Si ella le decía que no, no iba a morirse por ello. Al fin y al cabo, le estaría pagando en la misma moneda.

—Pienso fumarme aquel cigarrillo esta noche. Yo… estuve dudando…, no sé por qué extremo hay que prenderlo.

Aminoraron el paso.

—Normalmente —repuso ella, inexpresiva—, una de las puntas es más delgada y más compacta que la otra. Ésa es la que debe ponerse en la boca. Enciéndelo por el extremo más grueso.

—¡Oh! —exclamó él.

No había picado. ¡Maldición!

Ella continuaba mirándole.

—Pensé —logró decir él, haciendo un esfuerzo— que quizá te gustaría compartirlo conmigo.

—Pues claro.

Bauer se sintió más aliviado, y feliz.

—Bueno, ¿por qué no lo dijiste antes?

—Lo hice. Unos días atrás, ¿recuerdas? Rechazaste mi invitación. Me pareció que esta vez deberías pedírmelo tú abiertamente, sin insinuaciones.

—Me parece muy justo.

—Y, como ves, yo no te he rechazado.

Bauer empezaba a sentirse satisfecho de sí mismo.

—Tal vez soy un tipo irresistible.

—No, en absoluto. Pero eres atractivo.

—Primero me pegas y luego me consuelas.

—Eso forma parte del juego, ¿no? Además, ambos sabemos adónde queremos llegar.

Mientras se dirigían caminando a su casa, Bauer se animó por la compañía de Kathy, excitado sólo de pensar que gozaría con ella, aunque se sentía tranquilo y profundamente gratificado por la certeza de lo que le esperaba. Resultaba agradable, pues, demorar el instante. Se contaron mutuamente pequeñas anécdotas personales, se hicieron algunas bromas. Ella era una chica divertida, de una manera intuitiva y exuberante. La tensión que experimentara Bauer se había ido relajando. Intercambiaban ligeras sonrisas, francas miradas apreciativas de las mutuas cualidades corporales, saboreando por anticipado el inminente momento.

Hacia poniente, el horizonte era una brillante herida sangrienta cuando llegaron a la cabaña. Kathy echó una mirada a su alrededor y preguntó:

—¿Dónde está tu perro?

—No lo sé. Se…, se marchó al bosque hace dos semanas. Todavía no ha regresado.

—¿Suele hacerlo a menudo?

—De vez en cuando, pero nunca estuvo tanto tiempo sin volver.

—¿Crees que regresará?

—No lo sé.

—Lo lamento. Pero me siento un poco más cómoda, ¿sabes? No parecía gustarle la gente; a mí me ponía nerviosa.

Bauer había puesto un aviso en el diario, preguntó en las casas vecinas y deambuló durante horas por el bosque, llamándole por su nombre. En un primer momento, se enfureció contra el animal, y aún sentía algo de ira, pero con pesar llegó al convencimiento de que él había malogrado al perro y frustrado a sus hijos. Las recriminaciones que se hizo le llevaron al autodesprecio.

No sabía qué haría cuando Orph volviera, si es que volvía. Por supuesto, no le mataría. Comprendió finalmente que el perro era en realidad peligroso, pero —y en este punto se preguntaba, por odioso que fuera, si amaba tanto al animal y tenía tanta necesidad de él que llegaba al extremo de perdonarle que hubiera mutilado a su propio hijo— no moralmente culpable; tan sólo era lo que era: una criatura irracional que obraba por instinto. Existía una culpa, pero esa culpa era de Bauer. Estaba en deuda con sus hijos por el dolor y el terror pánico que habían sufrido. Estaba en deuda con Orph por no haberle brindado el adiestramiento e impuesto la disciplina que habrían evitado la agresión.

El abogado de Ursula le había llevado los papeles del divorcio, que incluían los derechos de custodia exclusiva sobre los niños (el abogado defendía fielmente a Ursula, pero le indicó que consideraba extremada la actitud y que trataría de hacerla entrar en razón) y peticionaba ante la corte una orden disponiendo la eliminación del perro. De cualquier manera, tanto si accedían a su petición como si no lo hacían, Bauer no podría conservar a Orph. Jeff jamás debería volver a acercarse al perro, ni Bauer debería permitírselo. Había ciertas alternativas. Orph era un soberbio perro pastor alemán. Si bien se desconocía su procedencia, existían procedimientos para obtener un certificado de registro condicional. Bauer podía entregarlo a un criador de perros de exhibición, a una división canina de la policía o al ejército, o a una escuela de perros guardianes. En resumen: a alguien experimentado en perros de las características de Orph. Bauer podía optar por cualquiera de las alternativas, por mucho que le doliera. La pérdida sería sensible para él; Orph probablemente no lo sentiría. Aunque quería ver a Orph y saber que había sido bien cuidado, interiormente deseaba que el animal se hubiera adaptado a la vida salvaje y que no volviese jamás. Ahora que lo pensaba, comprendía que Orph nunca había sido un animal doméstico, que su alma siempre había estado en las montañas, ajena a los trabajos de los hombres, y que se había desarrollado en libertad, convirtiéndose en la criatura que le ordenaba la sangre.

Bauer compartió el cigarrillo de marihuana con Kathy. La hierba penetró en él y le llevó hacia las alturas; su sensibilidad táctil se acrecentó, empezó a pensar con diáfana claridad, se relajó y se sintió tranquilo y cómodo con Kathy. Las anécdotas carecían de importancia. Hablaron de los hechos inmediatos, de los insignificantes y de los fundamentales, y la experiencia resultaba sosegadora. Puso en el tocadiscos la Misa en si menor. Se acostaron en el diván. Bauer le palmeó el cabello, le desabrochó la blusa y le acarició los pechos. Ella le pidió que se girara boca abajo. Luego se puso a horcajadas sobre él y empezó a masajearle la espalda. Al final del «Gloria», le dijo:

—Si te duermes, te asesinaré.

—No hay cuidado —musitó él.

Kathy extrajo otro cigarrillo de su bolso. El efecto fue inmediato. Bauer se sintió invadido por una intensa voluptuosidad. Comenzaron a manosearse el uno al otro. Bauer exploró la boca de Kathy con su lengua. Después la de ella se deslizó sobre la de Bauer, y por debajo de ella, le recorrió los carrillos, y se introdujo entre los labios y las encías. Con un rápido movimiento de hombros, se liberó de la blusa, y acto seguido de los tejanos y las bragas; le sacó la camisa a Bauer y dejó que las puntas de sus cabellos y los pezones cosquillearan su pecho. Le desabrochó los pantalones. Después comenzó a deslizarle los calzoncillos hacia las piernas con lentitud, liberando su duro y entumecido miembro gradualmente y, cuando éste saltó con violencia, ella le acarició el glande con los labios, se lo introdujo en la boca con suavidad hasta llegar a la base del pene, fue deslizando la boca hacia arriba con el mismo cuidado y lo soltó. Entraron en el dormitorio. Kathy se abrió de piernas y se unieron como dos piezas claves en un puzzle, y en seguida encontraron un ritmo sincrónico, acariciándose mutuamente distintas zonas del cuerpo sin dejar de moverse y, al cabo de un instante, su profunda vibración dejó de ser un medio para llegar a un fin y adquirió plenamente su propia significación; él la enlazó con los brazos, y juntaron con fuerza las mejillas, jadeando hipnóticamente, casi al unísono, dilatándose hacia una fusión total, que no les fue posible alcanzar, y gradualmente cada cual se concentró en sí mismo, con beneplácito, y se hundieron más y más profundamente, y al percibir la inminencia de la culminación de él, Kathy se olvidó de sí, ayudándole, incitándole a penetrar en ella con fuerza, y él, alcanzado el límite, arqueó el torso, echó hacia atrás la cabeza y se vació con espasmos que le sacudieron todo el cuerpo, mientras profería un ronquido ahogado. Permaneció largo rato inmóvil, una vez hubo pasado todo, y acto seguido comenzó a moverse de nuevo, arrancando a Kathy del éxtasis en que se había sumido al librarse plenamente a él, reanudando la excitación antes de que pudiera decrecer su intensidad, llevándola de nuevo al centro de sí misma, al tiempo que él se convertía en su acólito, en el instrumento y dueño de su voluntad, y ella se movía ávidamente, entregándose con despreocupación; pero fue ardua la ascensión por la cuesta del placer, aunque no muy prolongada, y cuando ella se instaló con todo su ser, estremecida, en el filo de la cúspide, él asumió el control por un instante y la empujó hacia la culminación a cuyo borde ella vaciló, luego se sometió de nuevo a él y su pelvis se elevó, sus ojos se abrieron desorbitados, extraviados, y de las profundidades de su pecho surgió un «¡Aaaaaaaaahhhhhhhh!» tembloroso e interminable, y cuando la intensa sensación pareció decrecer, Bauer pujó una y otra vez, y ella se remontó nuevamente, mientras él esperaba que empezara a descender en espiral, para hundirse otra vez en ella; unas gotas de saliva aparecieron en las comisuras de los labios de Kathy, su cabeza se zarandeó espasmódicamente, y Bauer la mantuvo en aquel paroxismo hasta que ella fue presa de las convulsiones, y a él le flaquearon, al fin, las fuerzas, y entonces se desplomó sobre los mullidos senos, su cabeza se hundió sobre el hombro de Kathy, y ésta quedó exánime bajo su cuerpo.

Después de un largo silencio, ella musitó:

—¡Oh, Dios Santo!

Más tarde hicieron otras cosas.

Bauer se despertó con la salida del sol y el coro de los pájaros. Estaba acostado boca arriba, y Kathy dormía a su lado, acurrucada contra su cuerpo. Experimentó una extraña sensación. Le gustaba el calor que emanaba de ella. Recordó la noche pasada con asombro, apenas capaz de creer que había sido él quien la había vivido. La analizó minuciosamente, tratando de ubicarla en un contexto. Un cierto malestar se perfilaba en su interior. Se esforzó en dejar de pensar, pero al mismo tiempo le parecía que estaba eludiendo una obligación, que dejaba de cumplir con algo que no lograba precisar en qué consistía. Procuró alejar aquella sensación que le intranquilizaba. Ahora, en aquel preciso instante, se sentía bien, y estaba harto de no sentirse nunca feliz. Dejó que el placer perdurara lo más posible. Durante un instante se preguntó si todavía se encontraba bajo los efectos del estupefaciente, y resolvió que si lo estaba, le importaba un comino. Se giró de costado y se acopló al cuerpo de Kathy, dejando reposar una mano sobre sus pechos. Ella se apretujó contra él, sin despertarse. Bauer cerró los ojos y se volvió a dormir, embriagado de felicidad.

Orph llevaba la delantera; los otros le seguían. El negro era más experimentado y más hábil cuando de matar a una presa se trataba, pero Orph era más fuerte y osado. Orph también era el primero en comer, mientras mantenía alejados a los demás con sus gruñidos. Al cabo de unos cuantos días permitió a la perra que comiera junto a él. Cuando quedaba satisfecho y se alejaba, el negro y el moteado se precipitaban famélicamente sobre los restos.

La perrada había matado algunos venados durante el invierno, cuando los animales estaban atrapados por algún alud de nieve, pero, en otras condiciones, los ciervos eran demasiado veloces y grandes, y hubiera sido necesario una jauría más numerosa para atraparlos y darles muerte, y por ello no lo intentaban con frecuencia y preferían esperar la suerte de hallar algún cervatillo o, eventualmente, un animal que estuviera enfermo o tullido. En su ignorancia, Orph les incitaba a perseguir los venados, lo cual les sorprendía. Realizaban la persecución en una sola fila, cubriendo una distancia de unos trescientos metros, y el moteado, que era el más veloz, no tardaba en tomar la delantera. Cuando el animal perseguido empezaba a zigzaguear, el perro que tenía más posibilidades de interceptarle se adelantaba y los demás le acosaban por los flancos. Una vez, en un terreno llano que corría a lo largo de un arroyo, el moteado acorraló a una gama en una garganta sin salida, formada por dos altos despeñaderos de roca. El animal trató de trepar por uno de ellos, pero resbalaba y volvía a caer al suelo. El perro moteado le apernó una de las patas traseras. La gama se liberó dando una coz y giró en redondo. El perro se abalanzó sobre ella, lanzándole una dentellada al hocico. El venado saltó hacia atrás, batiendo con energía las patas delanteras, armadas de afiladas pezuñas. Una de ellas le golpeó dolorosamente en el brazuelo, y la otra le rasguñó la piel del morro y le quebró un colmillo. El perro rodó por el suelo, momentáneamente sin sentido. La gama saltó por encima de él y huyó de la trampa en que se había visto atrapada. Al cabo de media docena de persecuciones frustradas, Orph no hizo ningún nuevo intento.

Pasaban la mayor parte del tiempo buscando comida, al igual que todas las demás criaturas del bosque. Comían ardillas y ranas, las crías de algunos animales y los polluelos de ciertos pájaros. Orph iba aprendiendo: se enfrentó con su primer puerco espín él solo, mientras los demás daban vueltas nerviosamente a su alrededor, acosándole con ladridos pero conservando la distancia; el animal erizaba las púas, las cuales duplicaban su tamaño, pero Orph no cesaba de dar saltos hacia él sin querer atender el sentido que le anunciaba el peligro y le inhibía de lanzarle una dentellada, cuando de repente la cola del puerco espín le golpeó una de las patas delanteras y a Orph le pareció que le habían arrimado un hierro candente. Algunas púas se le quedaron clavadas en la pata, causándole un dolor tremendo. Orph retrocedió. Los otros tres perros le siguieron complacidos. Él se tendió en el suelo y empezó a sacarse las púas con suaves mordiscones. El puerco espín contempló a los perros durante varios minutos, retrocedió unos pasos, luego dio media vuelta y se alejó lentamente. Orph tuvo que clavar sus dientes en la carne para poder extraer hasta la última púa. Estuvo enfermo durante dos días.

Comían marmotas cuando lograban hacerlas salir de sus madrigueras. Orph devoraba la parte anterior del animal, mientras el negro atacaba el lomo, o las entrañas si Orph lo había descuartizado, y la perra y el moteado se conformaban con las patas o las nalgas.

Su territorio se iba desplazando a medida que se adentraban en otros parajes, abandonando sus antiguos dominios y marcando límites nuevos. Se mostraban más activos en las primeras horas de la mañana y hacia el anochecer. Al mediodía, reposaban a la sombra de los árboles y se espulgaban y aseaban, solos o unos a otros, y a veces luchaban o se perseguían mutuamente en juegos. Por la noche, daban vueltas sobre sí mismos, apisonando la hierba para formar un lecho, y se acostaban muy cerca unos de otros, despertándose a intervalos para alzar la cabeza, escuchar u olfatear el aire. Orph tenía un sueño inquieto: se levantaba con el fin de dar una vuelta por los alrededores y detectar alguna señal de peligro. Al principio, los otros perros se ponían en pie de un salto, alarmados, cuando él se levantaba, pero pronto se acostumbraron a sus movimientos y no le prestaban mayor atención.

Cuando se tropezaban con el rastro de algún ser humano se alejaban de él, a menos que percibieran un olor a comida muy intenso; entonces, si estaban hambrientos, lo seguían y devoraban lo que encontraban en el campamento, si no había nadie, o husmeaban buscando los desperdicios enterrados o abandonados, en el caso de que se tratara de un lugar donde hubieran acampado hacía tiempo.