4

Kathy Lippman aparcó su Volkswagen en el término de la sucia carretera, junto a una vieja furgoneta Chevy. En uno de los costados del furgón había pintado un cielo multicolor con un sol anaranjado que se ponía detrás del pico de una montaña, y en la portezuela del lado del conductor, un pequeño oricteropo estilizado. Kathy no se tornó la molestia de cerrar el auto con llave. La superficie del camino, cubierta de maleza, estaba surcada por las huellas que habían dejado infinidad de ruedas hacía muchos años, cuando en los alrededores se levantaban algunas cabañas de troncos: en el bosque todavía quedaban los antiguos cimientos y las largas cercas de piedra, pertenecientes a una época de la que ningún ser viviente conserva memoria.

Kathy se sacó las sandalias y las guardó en el bolso. Enfiló el sendero, llevando el bolso en la mano. Tenía las plantas de los pies delicadas y de pronto dio un salto, profiriendo una exclamación de dolor, y se mantuvo en equilibrio sobre una pierna, mientras examinaba el otro pie para ver si se había lastimado (no tenía sangre). Siguió caminando descalza, con el deseo de que se le endureciera de nuevo la piel después de llevar zapatos todo el invierno.

Por el camino recogió algunas flores silvestres y se las insertó en el pelo. Llevaba un vaporoso vestido de verano, que la brisa arremolinaba entre sus piernas. Los tirantes caídos dejaban sus hombros al desnudo. La brisa, levemente fría, se filtraba entre sus senos, causándole una deliciosa sensación, que le endurecía los pezones. Levantó el rostro hacia el sol, cerró los ojos y se paso la punta de la lengua por los labios como para saborear la primavera. Sacudió la cabeza, agitando los largos cabellos… ¡Santo Cielo, qué hermoso día!

Se acercaba al final del sendero; se había alejado unos cuatrocientos metros del lugar donde dejara el auto, y se sentía feliz. Se calzó las sandalias de nuevo y salió al claro del bosque. Experimentó una súbita sensación de angustia. La escuela le parecía, de pronto, vulgar y estúpida. Debería haber abandonado los estudios al término del último curso, cuando Josie se fue a vivir allí. Bueno, no era exactamente eso lo que deseaba. Por una parte, le gustaba demasiado profundizar las cosas, con todo lo que ello implicaba. Pero a veces era presa de la ansiedad.

Josie, Harriet y Billy estaban cavando la huerta, detrás de la cerca metálica. Ed, subido al tejado de la casa, clavaba unas planchas alquitranadas. Ellen, desnuda, estaba sentada al sol con Amanda, su hijita, y Hero, el niño de Harriet. Hero tenía tres años. Llevaba una de las camisetas de manga corta de los muchachos, cuya parte inferior le llegaba a los tobillos, y las mangas, a los codos. Golpeaba con las manos un muñeco de fabricación casera, que colgaba de una cuerda. Un individuo barbudo, a quien Kathy no conocía, estaba sentado junto a Ellen, tocando la flauta.

—¡Hola!

Kathy fue recibida con sonrisas y gestos de salutación.

—¡Hola! —dijo Ellen—. ¡Cuánto has tardado! Pensábamos que vendrías en cuanto empezara el buen tiempo, si es que todavía andabas por aquí.

—Trabajo, trabajo —repuso Kathy—. Primero, era cuestión de días, luego, sin darme cuenta, fueron pasando las semanas. —Tomó a Hero en sus brazos, le estrechó y le besó—. ¿Me echaste de menos?

El chiquitito se libró de ella, buscó refugio al lado de Ellen y se comportó como si Kathy no estuviera presente.

—Se ha vuelto muy tímido —comentó Ellen—. Le durará un par de días.

—¡Oh, Hero!

Kathy había vivido en la Casa del Árbol durante el verano anterior, y Hero se había ganado su afecto. Ahora la ignoraba.

—¿Trabajo literario? —inquirió Ellen.

—Sí, algo parecido. Me tiene ocupada, por lo menos temporalmente.

Ellen se encogió de hombros.

—Los caminos son infinitos.

—¡Qué grande está Amanda! —comentó Kathy.

Ellen tomó a la nena en brazos.

—¿Verdad que sí? Cumplió nueve meses la semana pasada. Pesa nueve kilos. —Amanda se prendió del pecho de Ellen—. No, no; ya comiste. —Ellen agitó un palito para distraerla. La pequeña lo cogió y se lo llevó a la boca—. Kathy, éste es Pancho. Pancho, Kathy.

Pancho separó la flauta de sus labios. Contempló a Kathy durante un largo rato y luego dijo:

—¿Qué tal?

—Bien —le contestó Kathy.

Él hurgó en un bolsillo y extrajo un cigarrillo de marihuana.

—¿Quieres fumar?

—Luego.

Pancho retomó la flauta.

—¿Te quedarás a pasar el verano? —le preguntó Ellen a Kathy.

—Eso creo, si hay un lugar para mí.

—Estupendo. Pero será mejor que hables con Bill…, ya tenemos dos invitados; habrá lugar sólo para uno o dos más.

—Muy bien.

Amanda empezó a inquietarse. Ellen se tendió de espaldas sobre la hierba y levantó a la nena en el aire, mientras le cantaba una canción sin sentido y la hacía brincar sobre su cuerpo. Los piececitos colgantes de Amanda rozaban la tupida maraña de pelo del pubis de Ellen, que le cubría el bajo vientre y se extendía como zarcillos hasta el ombligo. Ed introdujo el mango del martillo bajo el cinturón y se bajó del tejado. Le dio un fuerte abrazo a Kathy, levantándola del suelo al tiempo que la besaba.

—¿Cómo estás, muñeca?

Durante casi todo el verano pasado, Ed había sido el hombre de Kathy. Luego Ed y Josie se juntaron, y Kathy formó pareja con un muchacho flaco y avispado de California.

—Muy bien. ¿Cómo habéis pasado el invierno?

—No del todo mal. —Ed la llevó hacia el corral de las cabras—. Nevó un par de veces y las hortalizas no crecieron mucho, pero fue un invierno menos crudo que el de otros años. Las cosas marchan bien.

Tres de las cabras habían parido, una de ellas tuvo mellizos. Todos estuvieron encantados ante aquella superabundancia y le cambiaron el nombre al chivo, a quien llamaban Jerk, por el de James Bond. Los cabritos eran una delicia. Uno de ellos trató de chuparle los dedos a Kathy, haciéndole cosquillas.

Ed hizo entrar a Kathy en la casa. Billy Harris, Ed y otro muchacho, que se había marchado al cabo de poco tiempo, habían levantado la estructura de la vivienda de techo alto alrededor de un enorme roble. El tronco se elevaba en el centro, desaparecía a través del cielorraso, y la frondosa copa protegía el techo de los ardientes rayos del sol de verano. Las vigas y los tirantes eran troncos partidos, y las paredes estaban hechas con tablones burdamente cepillados de una serrería de la localidad. Las ventanas y demás zarandajas habían sido recogidas entre los escombros de algún derribo o se las habían apropiado de alguna casa en construcción. Se proveían de agua mediante una bomba manual. Durante el invierno habían construido unos antepechos para las colchonetas, con lo cual se les redujo considerablemente la provisión de madera que guardaban para caldear la vivienda. Había un retrete situado a corta distancia de la casa, en la parte posterior; un cobertizo donde guardaban las herramientas y equipos, y un sótano que servía de despensa y bodega. Criaban aves de corral, cabras, conejos y, en invierno, cazaban algún que otro venado. El número de residentes variaba entre ocho y diez personas y siempre había una o dos más que se alojaban allí transitoriamente, y algunas más que se quedaban mientras duraba el buen tiempo. Cuando era necesario, uno de los hombres se iba a trabajar de carpintero o de pintor durante algunas semanas, o bien alguna de las muchachas se empleaba como camarera. El lugar era espléndido, y su modo de vida, satisfactorio.

Billy Harris le dijo a Kathy que no había inconveniente alguno, que podía quedarse durante el verano si así lo deseaba, con tal que se lo confirmara en el curso de las próximas semanas.

Kathy encontró a Spirit royendo un hueso. Era un perro blanco y negro de regular tamaño, con largo pelo sedoso y una cola muy poblada. A diferencia de Hero, no era nada tímido. Se acordaba de Kathy —al menos eso fue lo que a ella le pareció; resultaba difícil afirmarlo, por cuanto el animal era afectuoso con todo el mundo— y tamborileó el suelo con la cola y le lamió la cara en cuanto la vio. Spirit se quedaba allí la mayor parte del tiempo, pero se iba y volvía cuando le venía en gana. Le alimentaban con las sobras de las comidas, aunque en general no eran muy abundantes, porque en la Casa del Árbol se desperdiciaba poca comida, sobre todo por el hecho de que todo el mundo debía cuidarse de mantener su propio peso. Por consiguiente, tenía que procurarse en el bosque buena parte de lo que comía, de manera que a veces desaparecía durante un día o toda una semana.

A la hora del crepúsculo, algunos miembros de la comunidad se trasladaron a un risco cercano, desde donde se dominaba todo el valle, y se sentaron con las piernas cruzadas, las muñecas apoyadas en las rodillas, con las palmas de las manos hacia arriba, y las puntas de los dedos pulgar e índice en contacto, y meditaron hasta que oscureció. Entonces regresaron a la casa, iluminada por las lámparas de petróleo, donde Josie preparaba la cena, e hicieron circular una pipa cargada con un poco de hierba libanesa roja. Kathy lanzó un suspiro, como solía hacer algunas veces cuando todas las agobiantes vicisitudes de la vida se alejaban de ella y se sentía flotar en el espacio, elevándose hacia la felicidad, diciéndose a sí misma que aquel estado duraría eternamente.

Ursula le dijo que fuera cuando los chicos ya estuviesen acostados, pues no quería que les viese. Era tanto el desprecio que experimentaba hacia sí mismo, que él casi accedió. Pero luego la ira le embargó y repuso:

—No; quiero llevarles a la cama yo mismo.

—Ya has hecho bastante —replicó ella.

—Llegaré a las siete, después de cenar.

—Encontrarás la puerta cerrada con llave.

—Deja ya de fastidiar, Ursula. Voy a ir para ver a mis hijos.

Ella le saludó con frialdad. Recogidos en un moño, sus cabellos se mantenían pegados a las sienes lo cual otorgaba más relieve a sus agudas facciones. Sus labios apretados parecían el filo de un cuchillo. Le dejó entrar, luego se ausentó a la cocina mientras él conversaba con los chicos y les ponía en la cama. Jeff todavía estaba tembloroso. Después de suturarle la herida, le vendaron la cara y, aunque habían transcurrido cinco días, todavía se hallaba bajo los efectos de sedantes. Había perdido las ganas de jugar. Bauer le leyó un cuento. Por lo general, Jeff se mostraba juguetón y locuaz antes de acostarse, pero ahora permanecía callado, acurrucado en un rincón de la cama, abrazado a su almohada, observando a Bauer fijamente, como si temiera algún acto de violencia de su parte, y a Bauer se le partía el corazón.

Ursula hojeaba una revista en la sala de estar.

—Tenemos que hablar —le dijo Bauer.

—En la cocina. No quiero que ellos nos oigan y se alteren.

Se sirvió una taza de café. Bauer tuvo que pedirle que sirviera una para él.

—Esta vez sí que la has hecho buena —comentó Ursula—. Dejaste que aquella bestia le arrancara media cara a tu hijo. ¡La cara de mi pobre hijito! Se despierta chillando. Lo tomo en brazos, lo acuno, pero él no tiene noción del lugar donde se encuentra. Se pone a gritar: «¡Mamá, no dejes que se acerque! ¡Cógele, mamá!». Te mataría, Alex.

—Bueno, basta. Ambos le queremos.

—No pluralices. Has perdido todos tus derechos.

—En primer lugar, fue Orph quien mordió a Jeff, no yo. En segundo lugar, el que sufre es él, no tú ni yo, por lo tanto deja de solazarte en tu papel de madre. No les hiciste bien alguno con la escena que representaste en el hospital.

—¡Dios Santo, eres increíble! Tu perro casi mata a mi hijo, y resulta que soy yo la responsable de ello.

—No es cierto que el perro «casi le mató». Le mordió, Ursula. Una sola vez. Si le hubiese agredido realmente, habría sido mucho más grave.

Ursula torció los labios con gesto de fastidio.

—No veo la diferencia.

—Jeff incitaba a Orph a jugar con un palo. El perro trató de escabullirse. Jeff le golpeó en un ojo. Fue un accidente. El animal reaccionó instintivamente. Pero no se ensañó con él.

Bauer no le contó cuan poco había faltado para que el perro atacara con ferocidad. A Jeff, a Michael e incluso a él mismo. Bauer también se despertaba de noche después de sufrir horribles pesadillas.

—Ahora resulta que la culpa la tuvo Jeff. No, Alex. La culpa no es mía, ni de Jeff, ni siquiera fundamentalmente de aquel monstruo. La culpa es tuya. Porque tú protegiste a una criatura como ésa…, una peligrosa fiera salvaje que debería haber sido eliminada o, al menos, encerrada en una jaula donde no pudiera hacer daño a nadie. Pero tú te encaprichaste en conservarla contra mi voluntad, contra mis deseos, y no hiciste nada para dominarla, sino que dejaste rienda suelta a sus instintos y ni tan sólo accediste a encerrarla cuando te visitaban tus propios hijos. Tú tienes la culpa, Alex. eres el responsable de esto. La semana próxima tengo que ver a un abogado. No puedo confiarte los chicos de nuevo. No me opondré a que les veas, por lo menos, por ahora, pero será aquí, en esta casa, bajo mi vigilancia.

Bauer fijó la vista en su café. Hizo una pausa hasta que se pudo controlar.

—No. Hay una cosa, y tal vez sea la única, a la que no renunciaré y respecto a la cual no aceptaré compromiso alguno: los chicos.

—Algo es algo. Puede ser un buen comienzo. Pero ya no estás en condiciones de elegir.

Bauer se puso en pie.

—Ursula —empezó a decir sopesando las palabras—, si tu abogado es un buen profesional, te dirá que no llevas las de ganar. Pero si tienes ganas de pelear, entonces inicia el juicio. Quizá sea preferible que todo esto quede asentado en el papel. Pero los chicos pasarán los veranos conmigo, así como los días de fiesta alternados y todos los fines de semana, si puedo lograrlo, o por lo menos dos veces al mes, si no puedo, y haré que todo figure por escrito a los efectos de que no puedas alejarte a más de cien kilómetros de la localidad. Eso para empezar, Ursula. No vuelvas a amenazarme jamás con eso de los chicos. Si por cualquier motivo consigues privarme de ellos, entonces me los llevaré a Europa, Ursula, y no volverás a verlos hasta que seas una vieja desdentada. Soy capaz de hacerlo, y sabes que lo haría. De modo que medita muy bien lo que vas a hacer antes de actuar.

Ella le dedicó una desdeñosa sonrisa.

—Buenas noches —dijo Bauer.

Ursula le siguió hasta la puerta y permaneció allí mientras él bajaba las escaleras del porche.

—Cuando ese perro vuelva a tu casa —dijo—, quiero que lo maten. Conseguiré una orden judicial, si es necesario. Pero quiero tener la certeza de que le han eliminado, para poder decirle a Jeff que no podrá hacerle daño de nuevo, para que pueda dormir tranquilo de noche.

Bauer siguió caminando hacia su automóvil sin girarse.

Orph estuvo terriblemente hambriento durante los dos primeros días. Las ardillas eran demasiado veloces, los ratones de campo desaparecían en cuanto él se movía, y el pájaro inerme sobre el que se abalanzó pareció estallar en el aire y se alejó volando; cuando se dio cuenta, se había alejado demasiado del nido y no pudo encontrarlo de nuevo. Se pasó una tarde cavando un largo túnel sin lograr más que un bocado de basura. Al tercer día, ya no se internó en el bosque al olfatear el rastro de un ser humano, como había hecho las veces anteriores, sino que lo siguió lentamente hacia el lugar que se hacía más intenso. Lo rastreó hasta el límite de la arboleda, donde adquiría una intensidad tal que superaba toda la otra gama de olores y la relegaba a un estadio inferior de sus sentidos, se detuvo allí y se tendió entre las sombras a contemplar la casa desconocida. Tragó la saliva que se le formó en la boca provocada por el estrato de múltiples fragancias de comida entremezcladas con el olor a ser humano. No percibió movimiento alguno, pero sabía que estaban allí; su olor llegaba a oleadas: una presencia viviente, no el rastro de su paso. Esperó hasta el anochecer. Los seres humanos son criaturas de la luz.

Se levantó del suelo envuelto por la espesa oscuridad y dio un rodeo por la parte de atrás de la casa en dirección a la comida. Los sonidos del interior de la vivienda indicaban que los humanos estaban ocupados en sí mismos, ajenos a su presencia. La comida estaba en un cubo de metal, semejante al que utilizaba él, su dueño. Orph empujó la tapa con el hocico. El cubo se balanceó ligeramente sobre la piedra, produciendo un ruido. Orph se quedó inmóvil y escuchó esperando oír algún sonido proveniente de la casa. No hubo alteración alguna. Empujó de nuevo la tapa, que permaneció firme en su sitio. El animal miró hacia la casa. Olfateó el aire al tiempo que movía las orejas en todas direcciones. La noche estaba sumida en el silencio. Orph volcó el cubo. La tapa saltó con estrépito, y el contenido del recipiente se desparramó por el suelo. Trozos de carne y de grasa, algunos huesos. Empezó a engullir con voracidad. Una luz se encendió en el porche posterior. Orph levantó la cabeza, sin dejar de masticar, triturando los huesos más pequeños. Se abrió la puerta, apareció un hombre, que se llevó la mano sobre los ojos a modo de visera, alargando el pescuezo.

—¡Eh! ¡Largo de aquí!

Orph retrocedió un paso, desgarró una bolsa de papel e hincó los dientes en un pedazo de grasa.

—¡Largo, maldito seas! ¡Fuera!

El hombre cogió un leño y lo lanzó con fuerza. El madero pasó rozando por encima de la cabeza de Orph. El hombre empuñó otro y bajó las escaleras.

Orph tragó lo que tenía en la boca, clavó una dentellada en un hueso enorme del que pendían algunos cartílagos y, dando media vuelta, salió corriendo. Un leño se estrelló contra la rama de un árbol cuando él se introducía en el bosque. El hombre no le siguió. Orph trotó hasta encontrar un lugar adecuado; luego se tendió y concentró su atención en el hueso. Después de estirar y roer los tejidos blandos, astilló el hueso entre sus poderosas mandíbulas y lamió el tuétano del interior.

Durante una semana estuvo aprendiendo. Empezó a prever los pasos y movimientos de su presa, se tornó paciente. Permanecía ante los nidos de ratones avanzando centímetro a centímetro, con el pelo erizado, luego saltaba y cerraba las mandíbulas. Atrapó algunos, pero aún seguía hambriento. Volvió a salir del bosque, de noche, se acercó a otra casa y derribó el cubo de basura. Estaba repleto de desperdicios. Comió durante varios minutos, luego brilló un haz de luz en una ventana oscura, que se proyectó sobre él y la comida. Oyó las voces de un hombre y una mujer. Un sonido metálico. Sintió, de pronto, una resonancia alarmante en los músculos del pecho; una oleada de ira le asaltó desde la casa. Orph olfateó profundamente. Percibió el efluvio de una intensa exudación, preñada de ferocidad y ansia de matar; mezclado con ello, le llegó el olor de aceite y de metal, y una acerbidad que no le era familiar. Sonó un trueno seco, una lengua de fuego salió de la ventana. Una punzada de dolor le recorrió el lomo. De un salto se introdujo en las sombras y corrió hacia el bosque. El haz luminoso le persiguió, pero no volvió a alcanzarle.

Orph se lamió la herida durante toda la noche. A la tarde del día siguiente se le había formado una costra, y sentía una ligera picazón, pero el dolor no era muy intenso.

Ahora, cuando descubría el rastro de un ser humano, huía, no demasiado velozmente, pero sí con sumo cuidado. Una vez percibió una emanación acre mezclada con el efluvio de la muerte, con el olor del aceite y del metal y de la negra acerbidad que había captado la noche que le hirieron, y en esa ocasión se alejó corriendo hasta llegar al otro lado de la montaña, donde se sintió seguro.

Sus células se agitaron al encontrarse entre las rocas y los árboles. La presión agobiante con que había vivido hasta entonces disminuyó hasta desaparecer por completo. Se hizo como una claridad en su interior. Se sintió contento, exultante.

Por momentos, sin embargo, experimentaba cierta desazón, como un desequilibrio, una discordancia, que era para Orph lo que más se aproximaba a la infelicidad. No poseía una memoria literal, la recordación de secuencias completas, pero en una unión de reflejos sensoriales podía ver la imagen de él, percibir su olor, oír el timbre de su voz. Entonces se producían en su ser vibraciones de emoción: colores, oleadas de afecto, apetitos que no podían ser calmados con comida, dulces sensaciones que penetraban bajo su piel hasta las fibras que le hacían estremecer.

Una noche, todo ello le obligó a regresar. Surgió de entre los árboles en la oscuridad para quedarse contemplando la cabaña iluminada. Sentía su olor, escuchaba la música que él tocaba. Experimentó el solaz de su proximidad, de los lazos que les unían, el contacto cálido de sus manos juguetonas: aquella cosa extraña que le excitaba el deseo de estar junto a él.

Orph avanzó en dirección a la cabaña.

Se sentía atado a los bosques que dejaba atrás. La inminencia de él le atraía suavemente. Orph se estremeció.

Un rancio olor a sangre. El gruñido de su propia garganta. Sus colmillos. El shock que le causó su cólera. Bochorno y confusión. La pulsación estremecida de su deseo de matar. La luna fría y poderosa sobre su lomo. El murmullo del bosque. Morada: Hogar. Orph se había quedado paralizado. Se le llenó la boca de saliva. Un torbellino en el cerebro, furia, un dolor insoportable, las patas no le sostenían, una gota de orina se escapó de su miembro. Empezó a jadear y a gañir. Retrocedió un paso, luego otro, y por fin, volviéndose, corrió hacia el bosque.

Los dientes de la sierra mordieron la última sección del tronco del pino, escupiendo un rocío de serrín resinoso, y el árbol comenzó a ladearse, con un crujido; Buddy Stokes oprimió el botón de la aceitera, para lubricar la sierra ardiente, mientras el agudo chillido resonaba en sus oídos, a pesar de los tapones protectores, pero aquello formaba parte de las circunstancias de la vida, constituía la música de sus días, y él estaba encantado de escucharla.

El árbol se fue inclinando y los pocos centímetros de tronco sin cortar empezaron a astillarse en agudas fibras. Stokes entrecerró los ojos y curvó los labios hacia abajo, concentrándose expectante en su trabajo: presionó con fuerza la cadena dentada contra la madera con el fin de producir la ruptura final, de terminar de una vez, y entonces la sierra se hundió, el pino quedó cercenado y se estrelló con estrépito contra el suelo.

Stokes soltó el gatillo y dejó que la sierra aminorara la velocidad hasta enmudecer con un silbido ahogado. Se sacó los tapones de las orejas. Se pasó el antebrazo por la frente. El pino había caído bien, en el lugar donde él quería. Estaba trabajando en una suave ladera, la cual casi se encontraba despojada de árboles: los rugosos troncos yacían diseminados como cadáveres de valientes y arrojados soldados después de una matanza. Al día siguiente, Stokes cortaría las ramas de los pinos que había abatido durante la jornada, y a media tarde ya podría empezar a arrastrarlos para sacarlos del bosque.

Se sentó en el tocón del árbol que acababa de cortar y encendió un cigarrillo. Se sentía satisfecho. A Buddy Stokes le gustaba derribar árboles. Le encantaba sentir en los brazos el peso de la sierra mecánica. Le gustaban las cosas grandes, las cosas pesadas, las cosas duras y resistentes. Le gustaba oír en los bosques el tronar de su motocicleta de remolque y de su vehículo quitanieves, forzar el motor de su automóvil hasta que estaba a punto de estallar, las armas pesadas, el revólver Ruger 41 Magnum de un solo cañón con que cazaba venados, y la Magnum Browning 338, automática, que usaba contra los osos. Le gustaba joder a su mujer por el trasero y armar camorra en los bares. No le importaba que le rompieran algún que otro diente. En uno de sus musculosos antebrazos llevaba tatuados un mazo y un yunque.

Terminó de fumarse el cigarrillo y aplastó la colilla con el talón de la bota. Se puso en pie, echó los brazos hacia atrás, desperezándose, y bostezó ruidosamente. Como un oso feroz; con el bramido de un venado. Abandonó el asolado bosque en dirección al Jeep; colocó la motosierra en la parte trasera. Al girar con el vehículo, las ruedas surcaron la tierra. Se dirigió al Granite Bar and Grill.

—¡Hola! ¡Aquí estoy yo, Buddy! —bramó.

Se saludó con dos de los hombres que allí había, palmeándose la espalda y descargándose puñetazos en los brazos.

—¿Alguien sabe cómo quedó el doble de Green Mountin? —preguntó Buddy.

—Cinco y dos.

—¡Maldita sea! Yo tenía cinco y tres.

—Pagaron novecientos ochenta y siete.

—¡Maldita sea! —exclamó Buddy de nuevo.

Charlie, el cantinero, le sirvió a Buddy una medida de Seagram’s y una jarra de cerveza. Buddy vertió el whisky en la cerveza y la engulló de un trago.

—Hará más o menos una hora, llamó Willis Quigley —le dijo Charlie—. Dice que le telefonees.

—¡Yupiiii! ¡Eso es lo que estaba esperando! —gritó Buddy—. Dame cambio para el teléfono, Charlie.

—¿Crees que lograrás una suma tan grande?

—Tan grande como pueda. Mamá necesita el dinero.

—¿Apostaste esos cien por mi cuenta?

—No encontré quien aceptara en la localidad. Nadie quiere apostar contra mí. ¿No vas a venir?

—No sé si podré escaparme.

—Bueno, si no puedes, házmelo saber. Habrá una manada de apostadores de otras ciudades. Encontraré alguno que quiera arriesgarse.

Charlie asintió.

Buddy se metió en la cabina telefónica y cerró la puerta. Marcó el número.

—Deseo hablar con Willis Quigley —le dijo a la mujer que atendió el teléfono.

Esperó.

—Diga.

—¿Quigley? Soy Buddy Stokes.

—¿Qué tal, Stokes? —le saludó Quigley con tono cordial—. Oí decir que vas a presentar una buena pieza el domingo.

—Así es.

—¿Digger?

—¡Ajá!

—Dos veces triunfante, ¿no es cierto? Dos muertes.

—Cierto. Contra Red Dragon. De Gene Murphy, el de Cambridge. El mismo record. Dinero seguro. ¿Qué piensas hacer?

—Algo alrededor de los quinientos dólares.

Stokes lanzó un resoplido.

—Diablos, con eso no hay ni para pagar el combustible o el veterinario.

—Que sean mil.

—Que sean mil quinientos.

—Tienes una apuesta, Stokes.

—Tengo un ganador, Quigley.

—Te veré el domingo —dijo Quigley.

—Estupendo.

Stokes colgó y salió de la cabina. Le dijo a Charlie:

—¡Le convencí, muchacho!

—¿Cuánto?

—Mil quinientos.

—¡Santo Cielo, Buddy! Con eso llegas a tres mil, tres mil quinientos, uno encima de otro, ¿no es cierto?

—Cuatro mil, pero es dinero en el banco, amigo.

Durante la primera semana que pasó en el bosque, Orph había hallado el rastro de otro perro. Respetando los derechos del animal, él siguió en línea paralela al límite de su territorio y lo cruzó por la parte más alejada.

A la segunda semana, encontró otro territorio dominado por más de un perro. Olfateó profundamente, captando algo vago que le impelía a trasponer la barrera. Se le llenó de saliva la boca. Un estremecimiento le sacudió el lomo. Olfateó rápidamente; luego levantó la cabeza.

Cruzó el límite del territorio.

Con el hocico en alto, trató de descifrar aquel olor que se mezclaba con los otros. Se concentró. De pronto, estuvo seguro de lo que percibía. Se le encendió la sangre.

Avanzó con cautela por el territorio prohibido, intranquilo por la violación que cometía, poniéndose cada vez más tenso a medida que se hacía más inminente la presencia de los otros perros. Sus orejas apuntaban hacia delante atentas a los crujidos y rumores del bosque. Sus ojos veían un telón incoloro, matizado con toda la gama de tonos grises; la oscilación natural de la vegetación era armoniosamente suave; el movimiento abrupto de la vida animal alteraba la placidez del ambiente, reclamando la presta atención de Orph. Olfateaba rítmicamente mientras caminaba; a intervalos regulares se detenía y, quedándose inmóvil, escrutaba, sentía y escuchaba el bosque.

Al acercarse, avanzó con más temeridad, preparándose para enfrentar el desafío, dispuesto a tomar la perra en celo.

Él les vio primero, cuando cruzaba un macizo de alisos negros. Escuchó un profundo gruñido y se quedó paralizado. Eran tres, tal como había adivinado en cuanto penetró en su territorio.

Se encontraban descansando en la sombra. Uno de ellos era un corpulento macho negro lanudo, algo más alto y recio de pecho que Orph. A su lado reposaba la perra en celo, un animal de pelo castaño, que pesaría unos veinticinco kilos. El otro era del tamaño de la hembra, un macho moteado de enroscada cola. Este yacía a varios metros del negro y la perra.

Orph había llegado en dirección contraria al viento, por cuyo motivo les sorprendió. El negro se levantó de un salto, con el pelo erizado desde la cabeza hasta el nacimiento de la cola. Contrajo los belfos, descubriendo los gruesos colmillos, y comenzó a gruñir. La perra lanzó un ladrido, un ladrido tímido, no amenazador. El moteado se levantó, roncando. El negro ladró airado y retrocedió unos pasos con la cola entre las patas. Si la perra no hubiera estado en celo, y el negro no hubiese impuesto su dominio sobre el moteado, los tres juntos habrían atacado a Orph y le hubieran obligado a salir de su territorio.

El negro agachó las orejas. Su belfo superior se torció por encima de las encías, exhibiendo los largos y afilados colmillos en toda su magnitud. Su mirada se clavó en los ojos de Orph.

Orph le sostuvo la mirada. Avanzó con las patas rígidas, amenazador, la cola enhiesta. Él y el negro empezaron a moverse en círculo, enfrentándose con tres cuartos de perfil, sin dejar de acercarse ni apartar la mirada el uno del otro, a punto de embestirse.

La perra hipaba con excitación y corría alrededor de los contendientes. El moteado gañía.

El negro lanzó un aullido. Orph le respondió. Se abalanzaron uno sobre otro.

Se atarazaron las mandíbulas, zamarreando la cabeza. En el hocico de Orph se abrió un surco; en la lengua del negro, un corte longitudinal. El negro buscó el brazuelo de Orph. Éste le hincó los dientes en el costado del cuello y le arrancó una tira de carne. El negro lanzó una dentellada hacia su oreja; un colmillo arañó el cráneo de Orph. Se levantaron sobre los cuartos traseros, dándose mordiscos. El negro se deslizó hacia el costado y le abrió el ijar a Orph. Entonces Orph logró ponerse encima del negro y le desgarró el lomo. Éste apernó a Orph y le hizo caer. Los dos perros rodaron por el suelo, encarnizándose uno con otro. Tenían la piel cubierta de sangre y saliva, los pelos pegoteados de barro. El negro, al lograr levantarse antes que Orph, se le echó encima tratando de atarazarle la pata. Orph se escurrió por debajo del pecho de su adversario, arqueó el lomo y abrió las quijadas en busca de su cuello. Hundió los colmillos y atenazó la carne con sus mandíbulas, pero contuvo la extraordinariamente poderosa flexión de sus músculos, que habrían arrancado la garganta del negro, hasta el filo de su columna vertebral. Se quedó inmóvil con todo el cuerpo en tensión. Un profundo gruñido roncaba en su pecho embravecido.

Al negro se le escaparon unas gotas de orina, abrió las patas traseras, dejando al descubierto sus órganos genitales. Su cola se curvó hasta quedar pegada al bajo vientre. Torció la cabeza, ofreciendo plenamente su garganta a Orph.

Orph le soltó y retrocedió unos pasos, vigilante.

El negro esquivó la mirada de Orph. Rodó en dirección opuesta y se levantó. Con la cabeza gacha se alejó, se tendió en el suelo sin mirar a Orph y empezó a lamerse las heridas. El moteado le lanzó unos ladridos. El negro saltó sobre él, le derribó y se le colocó encima gruñendo con ferocidad. El moteado no opuso resistencia alguna, sometiéndose atemorizado. El negro dejó que se levantara y se alejase de él a toda prisa.

La perra miraba a Orph con ojos brillantes, agitando la cola en alto. Orph se le acercó al trote. Permanecieron uno junto al otro. Él levantó la cola para que la perra le olfateara; sintió el contacto de su hocico. Ella levantó la cola a su vez. Orph lamió la zona entumecida de la perra. Las patas le temblaron de excitación. Le puso una de ellas sobre el lomo.

La perra giró en redondo para encararse con él. Unieron las puntas de sus hocicos, meneando ambos la cola. Ella le palmeó la cabeza con la pata. Él le devolvió la caricia. Se levantaron sobre las patas traseras y se golpearon mutuamente con las delanteras. Orph empezó a correr alrededor de la perra, luego, precipitándose hacia el lugar donde ésta estaba, saltó y fue a caer a escasos centímetros frente a ella. La hembra giró sobre sí misma, y después de restregar sus nalgas contra el flanco de Orph, se alejó de él corriendo. Orph la siguió. Corrieron dando grandes saltos. Él la acosó a topetazos de sus cuartos delanteros, guiándola hacia los arbustos, por donde se introdujeron.

Corrieron durante una hora, atosigándose mutuamente. Ella se detuvo con la lengua afuera, resollando. A Orph se le tensaron los músculos y pareció aumentar de tamaño. Apoyó las patas delanteras sobre el lomo de la perra, y ésta pareció hundirse bajo su peso, pero separó las patas y se mantuvo firme. Orph inició un movimiento de vaivén con la parte posterior de su cuerpo contra el costado de la perra. Ella permaneció inmóvil. Luego Orph se fue deslizando hacia las nalgas, con torpes pasos de sus patas traseras. Su miembro emergía hasta la mitad. Entonces lo apretó contra el muslo de su compañera; en seguida trató de introducirlo entre los cuartos traseros de ésta, pero tropezó con la barrera de la cola. Ella adoptó una actitud pasiva durante varios minutos, pero de pronto se escabulló de debajo del cuerpo de Orph y se alejó corriendo de nuevo.

Se incitaron durante dos días; el olor y el sabor del órgano entumecido de la hembra aumentaba la pesantez de Orph. Comieron y bebieron poco o nada. Ambos corrían y se enzarzaban en simulacros de lucha hasta el cansancio.

Cuando ella se agazapaba para orinar, Orph lamía el líquido con los belfos cubiertos de saliva espumosa. Al terminar ella, él se detenía, para proyectar un chorro de su propia orina en el mismo lugar.

El perro negro y el moteado les seguían a unos seiscientos metros de distancia. En una ocasión, el negro se aproximó mientras Orph y la perra estaban descansando, pero Orph le persiguió mostrándole los colmillos, y aquél huyó apresuradamente para no volver más.

En la mañana del tercer día, Orph lamió a la hembra y le flaquearon las patas. Se le hizo un nudo en la garganta, empezaron a temblarle las ijadas. Se abalanzó sobre la perra. Ella le esquivó. Orph la acometió con rudeza, mordiéndole el pelaje y empapándoselo de saliva. Por fin, ella se quedó quieta. Agachó la cabeza y, con la cola alzada hacia un costado, expuso abiertamente las nalgas. Orph se levantó de inmediato sobre sus patas traseras, sujetando fuertemente a la perra por los muslos con las delanteras. Así encaramado sobre ella, con los ojos vidriosos y goteándole largos hilos de saliva de los belfos, la embistió con fuerza. En un instante, la penetró, arrancándole un gañido, y presionó frenéticamente durante un rato. A la hembra se le dobló una pata, y ambos trastabillaron mientras ella trataba de afirmarse de nuevo; pero Orph no cejó en sus movimientos, y prosiguió durante varios minutos hasta que, jadeando, fue aminorando el ritmo y luego permaneció inmóvil: su miembro entumecido había penetrado profundamente, quedando aprisionado por la protuberancia que se le formó en la punta. Entonces, Orph se bajó del lomo de la hembra, deslizándose por un costado, aún unido a ella, y lentamente pasó la pata trasera del lado izquierdo por encima de su compañera hasta tocar el suelo, y los dos se inmovilizaron con las nalgas pegadas y las cabezas orientadas en direcciones opuestas.

Al cabo de un cuarto de hora, toda la energía de Orph se descargó en el interior de la perra. Después se separó estremecido, extrayendo el miembro, y se alejó con pasos vacilantes. Se detuvo. Comenzaron los espasmos. Su abdomen se contrajo hacia la espina dorsal, la presión avanzó hasta el diafragma, recomenzó desde la parte posterior y así se fue repitiendo varias veces. Emitía sonidos ahogados. Vació su estómago de golpe. Las arcadas duraron unos instantes más, y luego se dejó caer al suelo, exhausto. Los párpados se le cerraron estremecidos.

Más tarde, el moteado se acercó cauteloso a la perra, que sólo había descansado un breve momento y ahora deambulaba con paso cansino. El olor del rival penetró hasta el aletargado cerebro de Orph, y éste se despertó. Se abalanzó hacia él con un gruñido. El moteado salió corriendo. Orph le alcanzó y le lanzó dos fuertes dentelladas en las nalgas. El moteado empezó a aullar. Orph dejó de perseguirle y permaneció alerta un largo rato para asegurarse de que el otro no volvería; luego retornó junto a la perra.

Orph la montó dos veces más durante los dos días siguientes. Los otros perros permanecían a corta distancia. Al tercer día, Orph dejó que se acercaran. La perra ya no estaba en celo, por lo cual no le importaba. Ella les recibió con agrado, pero cuando trataron de montarla, les repelió a mordiscos: su período había terminado.

Orph estaba famélico. Los otros tres perros jugaban entre ellos indiferentes. Orph empezó a dar vueltas por los alrededores, con la cabeza alta, olfateando el aire. Por fin, del sector del sol poniente le llegó el olor de un animal comestible.

Orph partió en aquella dirección. La perra, el moteado y el negro le siguieron.