Una vez al mes, Bauer suspendía una clase e invitaba a los estudiantes a un seminario informal en su casa. La asistencia no era obligatoria, pero más o menos la mitad de sus alumnos solía concurrir. Las reuniones resultaban agradables y generalmente eran fructíferas.
Aquella tarde había doce estudiantes. Bauer servía cerveza y vino, queso y patatas fritas, y café. Dos de los muchachos se presentaron estando bajo los efectos de la marihuana. Bauer había probado la hierba un par de veces, y le pareció divertido, aunque, si bien comprendía que encerraba cierto atractivo, él era demasiado mayor —un miembro de la recia generación del alcohol— y no lograba comprender cómo alguien podía intentar desenvolverse intelectualmente bajo sus efectos.
Un periodista le había manifestado que no se podía escribir cuando se estaba drogado, pero que era posible retener ciertas ideas que surgían en ese estado y utilizarlas de manera inteligente una vez pasados los efectos.
Bauer no lo sabía. En Wintergreen había estudiantes que habían realizado su primer «viaje» con el LSD a los doce años, y era innumerable la cantidad de productos químicos que habían aspirado, fumado, ingerido, o que se habían instilado o inyectado a partir de entonces, y sus cerebros parecían haberse ablandado hasta convertirse en una jalea. Otros, igualmente veteranos de la cultura de la droga, razonaban con absoluta claridad, aunque sus procesos mentales le parecieran a veces obtusos. De los dos muchachos que aquella noche se encontraban bajo el efecto del estupefaciente, uno permanecía sentado y concentrado en sí mismo, mientras que el otro participaba activamente, y sólo sus elucubraciones tendían hacia un cierto barroquismo, que en sí resultaba estimulante. De todo ello, Bauer no hubiera logrado sacar conclusión alguna, si hubiese sentido necesidad de hacerlo. En verdad, a él le importaba muy poco la conducta de la gente.
Los concurrentes se arrellanaban en las butacas dispuestas ante los troncos ardientes de la chimenea, permanecían sentados sobre almohadones en el suelo o tendidos de costado con la cabeza apoyada en la palma de la mano. La sesión fue positiva: profundizaron el estudio de Melville, y Bauer logró provocar cierto entusiasmo retroactivo por Hawthorne.
Con anterioridad, antes de la llegada de los estudiantes, Orph había manifestado su desagrado cuando Bauer encendió la lumbre. A Orph no le gustaba el fuego. Se refugió en un rincón, se echó al suelo y permaneció contemplándolo con recelo, y cuando algún tronco quemado se desplomaba o saltaban algunas chispas, gruñía y se incorporaba con el pelo erizado. Siempre que el fuego estaba prendido, se negaba a abandonar la estancia, como si se tratara de un adversario que se tornaría peligroso en cuanto dejara de mirarle con sus ojos vigilantes. Bauer, a quien le encantaba el fuego de la chimenea, no lo encendía con la asiduidad con que le hubiera gustado hacerlo.
Cuando los primeros estudiantes llamaron a la puerta, Orph se precipitó ladrando hacia ella. Después, le gruñó a una chica que se reía a carcajadas, y más tarde, a uno de los muchachos que discutía. Bauer consideró prudente encerrarle en el dormitorio.
A veces, a Orph le gustaba lo suficiente una persona como para dejarse acariciar por ella, y en raras ocasiones buscaba semejante atención; en general no sentía afecto alguno por los seres humanos y parecía tolerarles mediante un esfuerzo de voluntad. A Ursula, el perro no le hacía mucha gracia. Se mostraba desdeñosa, casi despreciativa, ante el afecto que Bauer sentía por él, y cuando el animal estaba presente, ella parecía renuente a dejar a los chicos en su compañía. Le había pedido a Bauer que se deshiciera del perro. Orph aceptaba a los hijos de Bauer cuando iban de visita, pero nunca dejaba de manifestar su contento cuando se marchaban y él volvía a ser el dueño de su hogar, de su cubil.
La primera vez que Orph, cuando ya tenía siete meses, le mostró los colmillos a alguien, Bauer consultó a la veterinaria.
—Bueno —le dijo ella—, ahora tiene un hogar, que constituye su territorio y se está volviendo posesivo en relación con él. Además, están las hormonas. Los cambios hormonales empiezan a los seis meses y no se estabilizan hasta los dieciocho, que es cuando el animal alcanza las madurez. En los machos, ello se traduce, entre otras cosas, en un incremento de la agresividad. De manera progresiva, se torna más fiero, hasta que su metabolismo se equilibra, y a partir de entonces permanece estable. Se le puede dominar mediante el adiestramiento, por supuesto, pero no se pueden aminorar los efectos del proceso.
Orph ya tenía diecinueve meses, y Bauer se sintió aliviado. Se figuró que podría dominar al perro y que el grado de agresividad se mantendría en aquel nivel.
El seminario llegó a su término con toda felicidad. Unos cuantos estudiantes remolonearon bebiendo vino y tomando café. Kathy Lippman fue la última en irse. Sostenía su cárdigan de punto, colgado de un dedo por sobre el hombro.
—Muchas gracias —le dijo a Bauer—, fue fantástico. Aunque, ahora, detesto marcharme y dejarle solo limpiando y ordenando todo este revoltijo.
—No tiene importancia, no me llevará demasiado tiempo.
—¿No quiere que le eche una mano?
Bauer sonrió y movió la cabeza.
—¡Oh!, déjeme ayudarle de todos modos. —Arrojó el suéter sobre una silla—. Es un fastidio tener que limpiar lo que han ensuciado otras personas.
—Te lo agradezco, pero, realmente, no es necesario, Kathy.
—Lo sé —repuso ella, empezando a vaciar los ceniceros—; sin embargo, me sentiría culpable si me fuese y le dejara arreglárselas solo. Y usted no querrá que me vaya con este remordimiento, ¿verdad? El sentimiento de culpa es algo muy destructivo.
—Está bien. De acuerdo —accedió Bauer, haciendo un gesto de impotencia con las manos—. Tú ganas.
—Estupendo. Me gusta hacer esto.
Recogieron los platos, vasos y tazas y los llevaron a la cocina. Kathy abrió el grifo.
—Siéntese y tómese un coñac o lo que sea mientras lavo todo esto.
—Vamos, yo sólo lo hubiera dejado todo en remojo y lo habría fregado por la mañana.
—Siéntese y quédese calladito o le limpiaré la cocina también.
Bauer se escanció un coñac.
—¿Cuánto tiempo hace que vive aquí? —inquirió Kathy mientras sumergía la vajilla en agua jabonosa.
—Poco más de un año.
—Y antes de ser profesor, hacía de periodista.
—No. Entre una y otra actividad, me dediqué a las relaciones públicas por un corto tiempo.
—¡Qué asco!
—Eso pensaba yo también.
—¿Por qué abandonó el periodismo? ¿Por culpa de aquel testimonio?
—Más o menos —respondió Bauer, con voz queda.
—Debió de ser un mal trago. Lo leí en la biblioteca la semana pasada.
De pronto, Bauer se alarmó. Trató de adoptar un tono casual cuando le preguntó:
—¿Por qué?
Ella se encogió de hombros, de espaldas a él.
—Sentía curiosidad. El tipo era un gorila. Es una suerte que esté en la cárcel.
Bauer no formuló comentario alguno.
—¿Por qué Wintergreen en vez de cualquier otro lugar?
Él no estaba acostumbrado a que le hicieran preguntas tan directas, y la ingenuidad de Kathy le exasperaba.
—Mi meta era Covington; Wintergreen era el medio de alcanzarlo.
—¿Por razones particulares?
—¡Ajá!
—¿Alguna mujer? —Kathy le miró por encima del hombro—. ¿Son demasiado personales mis preguntas?
—Mi esposa.
—¡Oh! ¿Ex esposa o esposa, todavía?
—Vivimos separados. Supongo que tiende a convertirse en ex.
—Lo lamento.
—Es algo que suele suceder.
—En efecto. ¡Listo! —Puso la última taza en el escurridor y se secó las manos—. ¿Podría tomar un poco de eso que está bebiendo?
Se sentó junto a él.
—Delicioso. ¿Qué es?
—Metaxa, una bebida griega.
—Me gusta. —Enzarzó los pulgares en sus cabellos y se los echó hacia atrás en un gesto desafiante, absolutamente femenino—. ¿Se fumó el cigarrillo que le di?
—Aún no.
—Es una hierba excelente. ¿No le gustaría fumárselo ahora?
Bauer vaciló un segundo; luego dijo:
—Preferiría dejarlo para mejor ocasión. ¿No te importa?
—Por supuesto que no.
Si Kathy se sintió decepcionada, Bauer no lo percibió. Continuó hablando con la misma vivacidad de antes, pero él notó que sus preguntas eran más neutras. Kathy se terminó el coñac.
—Llegó la hora de ahuecar el ala —declaró.
En la puerta, Bauer le dijo:
—Gracias por tu ayuda, Kathy.
—No fue nada. ¿Cómo se llama su esposa?
—Ursula —contestó él, estupefacto ante la pregunta.
—Apostaría cinco contra uno a que tiene que verla un día de éstos.
—Mañana por la noche.
—Sentimiento de culpa —dijo ella—. Es destructivo.
Ella le tomó la mano y, llevándosela a la mejilla, se la oprimió con calor. Luego se la soltó y esbozó una sonrisa.
—Buenas noches, profesor Bauer.
Bauer esperó a que ella encendiera los faros del auto. En seguida cerró la puerta y dejó salir a Orph del dormitorio. El perro pasó por su lado rozándole la pierna. Recorrió toda la casa, olfateando, sin dejar de lanzarle miradas de reproche.
—Sí. Bien, por si puede servirte de consuelo, probablemente soy un solemne papanatas.
Como para darle la razón, Orph se fue al otro extremo de la sala y se tendió en el suelo, dándole la espalda a Bauer.
Bauer se acostó en el sofá, con las manos unidas detrás de la cabeza. Pero no quería pensar en Kathy Lippman, por lo que se levantó al cabo de un par de minutos. Intentó sacar a Orph de su actitud arisca, lo cual no era tarea fácil. Cuando el perro se enfadaba, se mantenía en sus trece. Sin embargo, no tardó en deponer su actitud y se fueron a dar un paseo. El aire fresco le aclaró las ideas a Bauer.
En cuanto regresaron del paseo, Bauer se acostó. Orph dejó reposar la cabeza en la cama para que se la acariciara, y luego se fue. Dormía en la sala de estar, cerca de la puerta. Tenía el sueño ligero; se despertaba con frecuencia y, en los intervalos, hacía un recorrido de inspección por toda la casa. Durante la noche, entraba dos o tres veces en la habitación de Bauer para constatar su presencia.
Bauer había comprado uno de los manuales de adiestramiento recomendados por la veterinaria y había puesto en práctica algunos ejercicios indicados —lograr que se acostara, que se tendiera en el suelo y que se sentara—, pero no tenía habilidad ni disposición para tomarse en serio la tarea de amaestramiento, y no tardó en abandonarla. Ello le creó un sentimiento de culpabilidad. Orph se comportaba de manera más o menos civilizada con los seres humanos, pero era un perro muy agresivo. Necesitaba severo control y pautas constructivas de conducta.
Bauer gozaba con su compañía. Si bien nunca le atribuía características antropomórficas, consideraba al animal como un amigo. Parte del valor de aquella amistad residía en el desapego del perro. Le encantaba contemplar los abismos de los graves ojos castaños del animal, notar el mar que le separaba de él, las pequeñas islas que constituían los solapos de sus propios seres y los puntos de concordancia de su mutuo entendimiento. Amaba a Orph, y aprendía de él. Orph estaba satisfecho de su propia singularidad: un ser completo en sí mismo. Bauer, por su parte, se sentía como una criatura amorfa, deficientemente dotada para vivir solo. Si bien a veces todavía se hundía en los cenagales del abatimiento y se sumía en un estado de depresión, tomando al perro como una suerte de modelo, hacía un esfuerzo de voluntad (a pesar de parecerle un ejercicio de autoengaño) para emular la entereza del animal y asumirla. No había sufrido una metamorfosis, pero al menos experimentaba, durante ciertos momentos, una especie de firmeza, y el intento le proporcionaba la sensación de contar con una ocupación positiva.
Cuando Orph tenía nueve o diez meses, regresó de una de sus correrías de la tarde con un conejo entre los dientes y lo exhibió orgullosamente. A pesar de que Bauer no poseía muchos conocimientos acerca de esas cosas, tenía entendido que un conejo sano era demasiado veloz para dejarse atrapar por un perro que no fuese un perdiguero de raza. Cogió el animal muerto para examinarlo. Orph esperó meneando la cola. El conejo parecía normal, pero Bauer temía correr el riesgo de que estuviera enfermo. Por ello, lo llevó afuera, lo arrojó en el cubo de la basura y cerró la tapa. Orph miró alternativamente el cubo y a Bauer, y empezó a gañir.
—Lo siento —dijo Bauer—, pero no podemos arriesgarnos. Vamos. ¡Adentro!
Orph, de un salto, derribó el cubo de la basura. Al chocar contra el suelo, saltó la tapa, el conejo cayó fuera del recipiente y Orph lo recogió.
—¡No!
Bauer levantó el cubo, echó de nuevo el conejo dentro y colocó la tapa en su lugar. Orph no quiso moverse de allí, de modo que Bauer le cogió por el collar y le obligó a entrar en la casa. El perro se sentó ante la puerta, gruñendo. Más tarde, cuando Bauer salió a buscar un libro que había dejado en el auto, Orph se escabulló en cuanto entreabrió la puerta, corrió hasta donde estaba el cubo de la basura y lo derribó nuevamente. Bauer encerró el conejo muerto en el baúl del coche. El perro se plantó junto al parachoques trasero sin moverse. Le ladró a Bauer.
Orph no volvió a llevar ninguna otra presa a casa, pero a veces regresaba con gotitas de sangre seca pegadas en el hocico y no quería comer.
Cuando Orph cumplió un año, logró arrancar a Bauer del mundo racional. Era invierno, los esqueletos de los árboles caducifolios estaban convertidos en hielo, y el suelo, cubierto por una espesa capa de nieve. Bauer se despertó con la mente en blanco, el escroto fruncido y las palmas de las manos cubiertas de sudor. El aullido resonaba en su cabeza y le recorría la columna vertebral: era como el gemido de un héroe insepulto, el lamento de un espectro errabundo.
Se incorporó con un nudo en la garganta.
Su mente reaccionó prestamente a la defensiva, y pensó: «Orph, es Orph». Y el miedo empezó a evaporarse, con lentitud, como el agua en un sótano inundado. El aullido se atenuó, seguido de un instante de silencio; luego fue creciendo en intensidad nuevamente.
Bauer saltó de la cama y recorrió el pasillo con los pies descalzos, hasta detenerse en el extremo de la sala de estar.
Bañado por la tenue y fría luz de la luna llena, el perro estaba sentado sobre sus cuartos traseros ante la ventana, con la cabeza levantada, formando arco con el lomo; sus ojos eran dos rendijas y mantenía las orejas pegadas al cráneo, abiertas las fauces, mientras su garganta se agitaba al tiempo que profería aquel aullido desgarrador.
Bauer se quedó helado. La salvaje ululación le atenazaba las entrañas con la fuerza de un oleaje, enajenándole. Aquel sonido alcanzaba la nota culminante; luego iba decreciendo, como en espiral, durante una eternidad, hasta que se hacía un silencio de muerte. El perro miraba por la ventana hacia el cielo, contemplando la luna. Bauer apenas respiraba. El animal volvió la cabeza. Fijó su mirada en los ojos de Bauer y le contempló con una calma absoluta. Bauer estaba inquieto y sobrecogido de temor. Sintió como si le desalojaran del hábitat de su propio ser y fuese arrastrado hacia un reino desconocido, donde se sentía perdido e ingrávido. Le pareció que se sumergía en un río sombrío, presa del vértigo, dominado por el miedo, en tanto que el perro, lo único concreto y corpóreo en aquel universo, le observaba con indiferente resignación. Aquella sensación resultaba intolerable, pero Bauer no podía sustraerse a ella. Por fin, Orph le liberó del hechizo, al girar la cabeza hacia la luna. El animal volvió a sumirse en su soledad, aunque Bauer aún permanecía en el umbral de la puerta, y, levantando la cabeza, lanzó su llamada, su testimonio de vasallaje y soberanía; su reconocimiento, su aseveración y su integración; su claro grito de dominio a través del espacio.
Bauer regresó a su habitación. Se acostó y permaneció con los brazos extendidos a lo largo del cuerpo y los ojos abiertos, escuchando a Orph. La comunión del perro no tardó en concluir, y Bauer no volvió a oír al animal en todo el resto de la noche: ni el crujido de una tabla bajo su peso, ni el rasguño de sus uñas contra el piso.
El Country Inn era un restaurante de paredes rústicas, sillas de lona y manteles de guinga, cuya especialidad consistía en platos a base de carne de ternera y de frutos de mar. Bauer se sentó en una mesa y pidió un whisky doble. Al terminar de tomárselo, Ursula aún no había llegado, así que encargó otro y, cuando andaba por la mitad, ella apareció por el amplio arco que separaba el bar del salón-comedor. Llevaba tacones altos y un traje sastre de un color verde pálido. Era una mujer alta, pero siempre estuvo orgullosa de su estatura y le gustaba usar zapatos de tacones altos porque acentuaban la esbeltez de sus pantorrillas. Era hermosa, de ojos verdes, tez clara y complexión delicada; poseía unos senos enhiestos y cimbreantes; sus nalgas eran firmes y turgentes, y sus piernas, soberbias. Se movía con la agilidad y firmeza de un nadador, y su mente razonaba con claridad y rapidez. Los hombres sentían antipatía por ella o bien la deseaban apasionadamente; a veces, ambas cosas. Bauer siempre la había deseado, aun ahora; la inaccesibilidad de su ser, que él había descubierto —o más bien tuvo que aceptar como algo intrínseco y no como una actitud protectora, deliberadamente asumida, que podría suavizarse o incluso desaparecer con el tiempo— sólo al cabo de algunos años de casados, le había causado una gran desilusión, pero de ningún modo atemperó su amor por ella.
Se saludaron. Bauer separó la silla para que ella se sentase: una convención social que, si bien gozaba cada vez de menos popularidad, él era incapaz de romper.
Bauer notó que su esposa se había teñido los mechones grises de sus cabellos. Era la primera vez que le descubría un síntoma de inseguridad. Sintió compasión por ella mezclada con una cierta irritación: Ursula siempre le había recriminado acerbamente sus propias confusiones, aunque las de él no tenían un origen físico.
El nuevo tono de sus cabellos le quitaba unos cuantos años de encima, aunque a Bauer no le importaba, pero suponía que aquél era el motivo por el cual se los había teñido.
—Me gusta el color de tus cabellos —le dijo.
—Gracias —repuso ella con cautela, considerando el cumplido por obligación.
Al observarla, Bauer comprendió que no era sólo por causa de otro hombre que ella se había mostrado fría para con él, en aquel último período de indiferencia, sino que quería terminar de una vez para siempre. Normalmente, cuando cenaban juntos, él cocinaba en su casa, y Ursula se quedaba a pasar la noche.
No parecía tener prisa. Mientras tomaban el aperitivo, conversaron acerca de Michael y Jeff, y hablaron de sus respectivas ocupaciones —brevemente, ya que él no estaba más interesado en los nuevos modelos que ella adquiría para la tienda a cuyo cuerpo ejecutivo pertenecía, que ella en sus nuevos alumnos— y luego comentaron diversos temas relacionados con la vida social de la localidad. Ambos eran inteligentes y sentían admiración mutua por sus dotes intelectuales. Cuando vivían juntos, su relación se fundamentaba más sobre una base intelectiva que emocional. Las personas demasiado expansivas e inquisitivas en lo tocante a problemas íntimos y personales, siempre les perturbaban, sobre todo a Ursula. Ésta detestaba la notoriedad, y consideraba la candidez como una debilidad.
Durante la cena se sintieron cómodos, dentro de los moldes de la costumbre, y Bauer disfrutó realmente de ella.
Mientras tomaban el café, Ursula dijo:
—Quiero hablar seriamente contigo, Alex.
—Muy bien. ¿Sobre nosotros?
—Sí. Yendo derecho al grano, creo que es hora de que nos divorciemos.
—¿No ves posibilidad alguna de que podamos arreglarlo?
—No.
—Yo tampoco lo creo muy probable, pero estaría dispuesto a intentarlo, aunque sólo fuera para agotar todas las instancias. Todo terminaría mejor, si ambos estuviésemos convencidos de que nuestro amor ha muerto.
Sin brusquedad, ella le pidió:
—Alex, te lo ruego, no insistas. Es posible que nos lleváramos bien: nos apreciamos, al menos yo te aprecio, cuando no te sumes en esa melancolía y en esa angustia existencial a que te has entregado, pero ¿para qué, con qué objeto? El hecho de ser amigos no justifica el esfuerzo cotidiano de vivir juntos.
Él sonrió.
—Bueno, en la cama eres estupenda.
—También lo eres tú, cuando no andas buscándole un sentido a la existencia, pero, en ese aspecto, hay muchísimas personas que lo son y no es necesario casarse con ellas para poder dormir juntos, por lo tanto eso no tiene ninguna importancia, ¿no crees?
—La formalidad de un divorcio tampoco parecería tener importancia, a menos que uno de nosotros deseara volver a casarse.
—El matrimonio me parece un concepto útil en las sociedades nómadas y en territorios de frontera, pero en otros medios considero que es una convención sin sentido. Por supuesto que tú puedes tener tus propios puntos de vista, pero ya que a tu juicio dicha formalidad carece de significado especial, entonces no hay motivo para que pongas objeciones. A mí me molesta la ambigüedad de la situación y me gustaría resolverla.
—Ése es el inconveniente de las ambigüedades: pueden destrozarte anímicamente. Por desgracia, vivimos en un mar de ambigüedades, y una de sus características es la imposibilidad de resolución.
—Bueno, en tus manos está poder resolver una de ellas, y de inmediato te sentirás más aliviado, como si te hubieras sacado un gran peso de encima. Vamos, Alex, dejémonos de sutilezas. ¿Te parece que podremos llegar a un acuerdo amable, o bien tendremos que lidiar a través de los abogados?
Bauer hizo una seña a la camarera y pidió dos coñacs.
—De acuerdo —le dijo a Ursula—. Divorciémonos.
Ella le miró con desconfianza.
—Lo digo en serio —agregó Bauer—. Está bien.
Ursula asintió y dijo:
—Gracias, Alex.
—¡Demonios, qué formal estás…! De nada.
Les sirvieron los coñacs. Bauer levantó la copa.
—Por un largo y feliz divorcio.
—Aparentemente, te lo tomaste muy bien, pero dudo que en el fondo estés tan tranquilo.
—Lo estoy —repuso él, con expresión seria—. ¿Cómo pensabas que reaccionaría?
Ella se encogió de hombros. Bauer encendió un cigarrillo con la colilla del que se consumía en el cenicero. Aspiró y tuvo un acceso de tos.
—Deberías dejar de fumar —dijo ella—. El cigarrillo te matará.
—Puede ser. Algún día quizá lo deje. Supongo que no tenemos que pelearnos por los chicos o por la asignación o por alguna de esas tonterías, ¿no?
—No, a menos que quieras cambiar las cosas de como están ahora.
—Me gustaría que los chicos vivieran conmigo.
Ella meneó la cabeza.
—Es mejor para ellos que sigan a mi lado.
—Probablemente para ellos sea lo mismo.
—Pero cuando sean mayores, si ellos quieren irse a vivir contigo, yo no me opondré.
—Muy justo de tu parte. —Bauer permaneció callado unos instantes—. Ursula, no te alejes de mí. El amor o lo que sea, cualquier clase de unión, constituye un contexto en el que la gente puede trascenderse a sí misma, puede convertirse en un ser más vasto, más múltiple de lo que podría llegar a ser jamás estando sola.
—Tus experiencias difícilmente podrían fundamentar una teoría tan sugestiva.
—No encontramos la manera, eso es todo.
—¡Oh, por el amor de Dios! Eso son paparruchadas románticas, Alex. ¿Sabes lo que es real? La roca es real. Nada más. No haces más que hundirte en las arenas movedizas del intelecto. Alex, te estás destruyendo mentalmente. No lo hagas. —Ursula apoyó su mano en la de él—. La clase de amor en la que nos enseñaron a creer no existe —agregó con voz queda—. Y eso nos lastimó a ambos. Ninguno de los dos tuvo la culpa. Yo te aprecio, Alex, aunque quizá tú no puedas llegar a comprender la simplicidad de ese afecto.
Bauer colocó la otra mano sobre la de Ursula.
—Entonces, en aras del espíritu de camaradería, ¿por qué no me acompañas y pasas una noche amigable conmigo?
Ursula retiró la mano.
—Puedes llegar a ser detestable.
—Lo decía en broma. Enfrento el horror con mi más bizarra sonrisa. En el interior, hay un hombre que llora.
Pronunció estas palabras como burlándose de sí mismo, la única actitud que Ursula podía tolerar, pero, en cierto modo, casi respondía a la realidad.
Bauer escuchó música y bebió en exceso; fumó hasta sentir que le ardían los pulmones y se preguntó cómo era posible que no reaccionara. Se acostó y se durmió en seguida.
A la mañana siguiente, se sentía profundamente deprimido. La noción de la falta de sentido de la existencia se precipitó sobre él como un muro y quedó sepultado bajo los escombros. Se aferró a la imagen de sus hijos; ellos no requerían raison d’être; se negaba a someterlos al potro de tortura de la averiguación.
No podía aceptar el punto de vista de Ursula. Ello requería una lobotomía del espíritu, algo a lo cual se habría sometido en muchos momentos de su vida, y con suma alegría, si hubiera sabido cómo hacerlo. Quizá, pensó, estoy loco.
Se habían casado jóvenes y ambos fueron felices durante los primeros años de matrimonio. Eran activos y decididos, poco dados a la reflexión. Bauer poseía cierta capacidad reflexiva. Nunca la había ejercitado mucho, ocupado como estaba por los problemas perentorios, pero la preservó, con la idea de que algún día como pasatiempo, podría dedicarse a ella. Pensaba que formaría parte de su vida con Ursula, pero ésta lo tomó como una quimera, como una ilusión infantil, y Bauer descubrió que ella había blindado su ser más íntimo con una coraza tan resistente, que ni lograba percibir su existencia. Y Bauer se resignó con tristeza, pero sólo con cierta tristeza, pues su vida en pareja era plena, activa y gozaban juntos, y él descubrió que Ursula era una persona buena y de recio carácter, y fue lo suficientemente razonable como para amarla tal como era en vez de alejarse de ella por el hecho de que no podía comprender sus fantasías. Los hijos los tuvieron tarde y fue en ellos, sobre todo en Jeff, el menor, que Bauer experimentó su más íntima gratificación. Fue más intensa de lo que jamás hubiera imaginado; se sumergió sin reservas ni aprensiones en otro ser humano. La corriente de su contemplación comenzó a fluir. Simultáneamente, alcanzaba una edad en la que veía realizados muchos de sus proyectos de juventud y empezaba a vislumbrar los límites de su vida, pudiendo predecir con cierta justeza cómo se desenvolvería hasta el fin. Después de cumplidos los treinta años sufrió, con sorpresa e incomprensión en un primer momento, el climaterio espiritual que suele sobrevenirles a muchos hombres en mayor o menor grado, a esa edad, y le provocó una intensa crisis. Cada vez se le hacía más imperativa la necesidad de encontrar una explicación a su existencia, de hallar su justo lugar en el rompecabezas del cosmos, de poder decir algo más aparte de que había nacido, se había reproducido y, sin duda, moriría. Asimismo, notaba que él y Ursula empezaban a distanciarse. Al principio, este hecho era casi imperceptible, pero fue tornándose dolorosamente evidente a medida que pasaban los meses. Ella no pudo o no quiso compartir con él los avalares de aquel proceso. Sus antiguas diversiones se convirtieron en algo vacío; la excitación que le causaba su trabajo, que había llegado a consumirle, ahora carecía de sentido; él y Ursula habían logrado conocerse mutuamente hasta el máximo de sus propias capacidades; una cierta indiferencia se abatió sobre ellos; y Ursula llegó a la conclusión de que la tierra no temblaba ni los cielos se estremecían, que no se escuchaban músicas celestiales, que todo ello no eran más que mentiras transmitidas a través de generaciones con el mero fin de asegurar la continuidad de la especie, y se sintió traicionada y ello hizo nacer en su interior un profundo resentimiento.
El caso DiGiovanni hizo eclosión en aquel período. Bauer estuvo preparando una serie de artículos sobre los grupos paramilitares. Gracias a la confianza a que se había hecho merecedor tuvo acceso a información muy sutil y peligrosa. Organismos federales y del Estado le presionaron para que les proporcionara dicha información, y él rehusó hacerlo. Luego, después de una semana de batallas raciales en las escuelas secundarias de Newark, dos adolescentes negros fueron introducidos en un automóvil por individuos armados, les llevaron fuera de la ciudad y les mataron en una ciénaga salitrosa. Anthony DiGiovanni, un contratista de obras y fundador de la organización los Defensores Norteamericanos, fue arrestado junto con dos de sus hombres. Sus coartadas eran sólidas, y si bien el fiscal del distrito logró fundamentar la acusación, las pruebas eran circunstanciales y por consiguiente resultaba dudoso que le condenaran. Bauer se había ocupado extensamente de los Defensores en sus artículos. Fue citado a atestiguar.
De pronto la vida de Bauer se convirtió en un infierno. En otras ocasiones ya había sido interrogado acerca de las actividades de los Defensores: por vez primera, en un caso de incendio premeditado; por segunda vez, en ocasión de un ataque armado contra un centro de operaciones de un grupo militante en que hirieron a un negro. Él sabía que los Defensores eran responsables de los hechos; sin embargo, en ambos casos guardó silencio, a pesar de correr el riesgo de ser encarcelado. Debido a ello, DiGiovanni y los Defensores le consideraron digno de confianza y un simpatizante acérrimo de la organización. Durante la semana que transcurrió entre los asesinatos y las detenciones, Bauer estuvo en el sótano a prueba de ruidos de DiGiovanni con algunos integrantes de los Defensores. DiGiovanni, después de haberse tomado medio cajón de cervezas, solía mostrarse expansivo y lengua sucia.
—¡Mierda, amigo! —había dicho—. ¿Quién crees que se cargó a esos negros cochinos? Nadie más tuvo los huevos de evitar que quemaran las escuelas que los condenados tipos de tierno corazón construyen para que ellos aprendan el sistema de despachurrar este país.
—¡Tony! —le dijo alguien en tono de reconvención.
Pero DiGiovanni estaba demasiado seguro de sí mismo y no le hizo caso.
—Fuimos yo y Martha, amigo, con un poco de ayuda de parte de Cari y de Bill.
El arma favorita de Tony era una Army 45, sin número de registro, que había traído de Corea. Le encantaba referirse a sí mismo y a su arma con la expresión: «Yo y Martha».
—Fíjate en el informe policial, si no me crees. Aquellos tipejos fueron liquidados con balas dum-dum. Pero eso no lo dijeron los diarios; entonces, ¿cómo podría yo saberlo, eh? Vamos, dímelo.
Aquello planteaba un enigma de responsabilidad moral. La ley y el gobierno eran hacedores de hombres, de juicios de valor, que sufrían mutaciones, se invertían y hasta llegaban a contradecirse en el continuo de la historia. Los héroes de ayer eran los monstruos de hoy, los estúpidos de mañana; nada era permanente; él había dado su palabra, el único absoluto en que podía creer; solo, debía formular una conclusión moral y, consecuentemente, determinar el futuro de tres seres humanos. ¿Qué deuda tenía contraída con los muertos, con los vivos, con la ley, consigo mismo? El fiscal juró encarcelarle si callaba. La prensa clamaba su colaboración. Cartas anónimas le amenazaban de muerte, cualquiera que fuese su decisión final. Ursula estaba furiosa por su vacilación angustiosa, le decía que era un loco, que gozaba infligiéndose un autocastigo. No lograba encontrar una salida y no sabía qué hacer, ni siquiera cuando le llamaron a ocupar el estrado de los testigos. Bañado en sudor, se adelantó, prestó juramento y escuchó su propia voz, que le parecía la de un extraño, respondiendo a las preguntas que le formulaban. Repitió las palabras de DiGiovanni y describió el lugar donde estaban depositadas las armas, dato que los Defensores no tenían noción de que él lo supiera. Al día siguiente, la «Martha» de DiGiovanni ya estaba en el juzgado, con las huellas dactilares de su propietario, y las estrías del cañón del arma casaban con los surcos de la bala encontrada. Santo DiGiovanni, el anciano padre de Anthony, un hombre achacoso vestido con un traje ordinario impecablemente planchado, que había asistido al juicio sumido en un silencio inexpresivo, se volvió y clavó la mirada en el rostro de Bauer. Una lágrima se deslizaba por la mejilla del viejo. Éste se levantó y abandonó la sala con paso cansino, de artrítico, y la cabeza gacha. Y el impulso de Bauer —puesto que no había respondido a una decisión, sino que era un reflejo condicionado en respuesta a la obligación social, al acuerdo sináptico-cultural de que el crimen debe ser castigado— se resolvió en un acto de efecto físico: todo había terminado.
Sin embargo, Bauer no encontró respuesta alguna; su voluntad y su espíritu permanecían paralizados; atrapado como se sentía, no podía más que esperar el curso de los acontecimientos. Fue maldecido por todos, nadie quedó satisfecho con su acción. El mundo externo apenas era real. La brecha entre él y Ursula se fue ensanchando. Al cabo de poco tiempo, ella solicitó la separación. Bauer trató de disuadirla. Al no lograrlo, la poca vitalidad que le restaba se esfumó. Ursula quiso alejar a los chicos del cáncer metastásico de la ciudad. Se fue a vivir de nuevo a Covington, donde ella había crecido, donde tenía parientes y antiguos amigos, y una ocupación decente.
Él la siguió a los pocos meses. Ursula y los chicos constituían todo lo que para él era verdadero.
Harry Wilson estaba sentado frente al micrófono en la sala de grabación de la emisora WCVS, observando la manecilla del enorme reloj que, segundo a segundo, se deslizaba hacia el 12. Harry Wilson era el propietario de la estación radiodifusora y poseía además el 51 por 100 de las acciones del «Covington Freeman», todo ello legado de sus padres. Hacía ocho años que ambos habían muerto en el lapso de doce meses, mientras él se encontraba en la universidad, a punto de graduarse. Harry era un hombre vehemente que defendía muchas causas, a menudo impopulares, pero siempre provocadoras de controversia, lo cual era, en definitiva, el propósito que buscaba. En algún momento de su vida, Harry había tenido convicciones personales, y aún ahora se decía a sí mismo que podría volver a encontrar alguna si se lo proponía, pero el proceso de sentarse a meditar era un lujo reservado a los obesos y satisfechos, y Harry no era ni una cosa ni la otra. Él aspiraba a integrar el cuerpo legislativo del Estado y pretendía llegar a ser gobernador algún día. Luego, Washington. El tiempo y las mareas no tienen espera.
La manecilla llegó al 12, se encendió una intermitente luz roja, y el técnico de la cabina de control le apuntó con el dedo.
Harry buscó con la mirada la primera hoja mecanografiada. El encabezamiento —Ésta es la WCVS, Su Voz en el Valle, que presenta su «Editorial del Aire» a cargo del presidente y director de la emisora: ¡Harry Wilson!, seguido de una cortina musical— sería leído por el locutor antes de salir al aire la grabación magnetofónica.
—Anoche, en el cruce de las calles Prince y Fair, un enorme perro extraviado atacó ferozmente a una mujer anciana, que sufrió tremendas mordeduras —leyó Harry—. Éste es el sexto incidente de esta naturaleza que ocurre en Covington este año. Con anterioridad, nos hemos referido varias veces al problema que plantean los perros. Ahora creemos que ha llegado el momento de atacar la cuestión sin paliativos. Es necesario hacer algo al respecto. A continuación les detallaré algunos datos que, gusten o no, constituyen hechos incontrovertibles.
»Primer punto: En esta ciudad, solamente, hay seis mil perros. Cada día estos animales descargan cinco mil cuatrocientos litros de orines y evacúan mil trescientos cincuenta kilogramos de excrementos en nuestras calles y jardines.
»Segundo punto: Este material puede provocar no sólo distintos tipos de infección, sino también una serie de graves enfermedades tales como la parasitosis provocada por Toxascaris canis, miasis viscerales producidas por larvas migrans y leptospirosis, las cuales pueden causar ceguera, lesiones irreversibles en el sistema nervioso, meningitis y daños en las células cerebrales. Con frecuencia, estas enfermedades son diagnosticadas erróneamente, y algunas autoridades en la materia consideran que están alcanzando la etapa epidémica en esta comarca.
»Tercer punto: En el curso del último año, doscientos setenta y cuatro ciudadanos de Covington fueron mordidos de tal gravedad, que se vieron en la necesidad de solicitar atención médica.
»Cuarto punto: La Sociedad Protectora de Animales de Covington tuvo que eliminar casi dos mil perros abandonados o perdidos en el curso del año pasado. En el ámbito nacional, la cifra ascendió a quince millones, con un costo de sesenta millones de dólares.
»Quinto punto: En Estados Unidos existe una explosión demográfica de perros, y estos animales aumentan en número a razón de un treinta y seis por ciento anual.
»Sexto punto: De acuerdo con los datos del Instituto de la Alimentación de Animales Domésticos, el pasado año los perros devoraron dos mil setecientos millones de kilos de comida especial para perros, lo que significó para sus dueños un gasto de mil millones de dólares. Como sea que estamos en una época de recesión económica, ello obliga a los ciudadanos que no poseen animales domésticos a competir económicamente con los perros en lo que a productos derivados de la carne se refiere.
»Séptimo punto: En todo el país, existen miles de perros que se han vuelto salvajes, y sólo en este Estado, el número de ellos puede ser de diez mil. El pasado año, en Georgia, los perros en estado salvaje mataron unas cinco mil cabezas de ganado. En nuestro propio Estado, despedazaron más de doce mil venados e incontables ovejas, cabras, gallinas, piezas de caza menor y hollaron innumerables nidos de pájaros. Destacados naturalistas creen que los perros amenazan convertirse en el más terrible animal depredatorio que esta comarca haya tenido que enfrentar jamás, y los perros en estado salvaje son más feroces y temibles que los lobos.
»Los propietarios de perros rehúsan asumir sus responsabilidades, y las autoridades, aparentemente, no hacen nada para cumplir con sus obligaciones legales. Perfectamente. Si así es como quieren las cosas, así se las daremos. Consideramos que no nos queda otra alternativa que proponer al ayuntamiento las siguientes medidas, por draconianas que puedan parecer, y exigir su promulgación con fuerza de ley. Primero: elevar a cincuenta dólares la licencia para poseer perros. Segundo: aplicación de una multa de cien dólares al propietario de un perro que no le lleve sujeto o no lo tenga encadenado o encerrado tras una cerca, la primera vez que infrinja la disposición; de doscientos dólares en el caso de una segunda transgresión, y la confiscación del animal en caso de reincidir. Tercero: confiscar y eliminar por eutanasia cualquier perro que muerda a un ser humano, a menos que se pueda demostrar que la víctima provocó directamente al animal. Cuarto: extender licencias especiales para quienes posean perras con fines reproductivos, y ordenar la castración de todas las hembras no amparadas por dichas licencias, a la edad de doce meses. Quinto: ordenar a los guardias del departamento de conservación y a cualquier otro personal designado por la ley, que disparen sobre los perros que vaguen por los bosques o los prados; asimismo, toda la población civil estará facultada por la ley para hacer lo propio.
»He aquí todo. Ya hemos dejado de preocuparnos por un problema: estamos combatiendo una crisis. Y puedo asegurarles que por drásticas que sean las medidas que debamos tomar, las tomaremos. No permitiremos que esta ciudad, este Estado y el país entero sean devorados por los perros.
»Les habló Harry Wilson, que cierra este “Editorial del Aire” de la WCVS.
La luz roja se apagó. El técnico de sonido levantó el dedo pulgar. Su voz salió por el altavoz de control de la sala.
—Estuvo magnífico, señor Wilson. ¿Quiere usted escucharla grabación?
—Sí.
Wilson escuchó. Estaba satisfecho de su alocución. Dio orden de colocar una telefonista adicional al día siguiente, en que se retransmitiría la grabación a cada hora, para atender las llamadas.
Homer McPhee descargó la bala de heno en el prado y llevó la carretilla por la rampa que conducía al establo de cemento. Dicho establo ya no lo utilizaban sino que dejaban que el ganado invernara en el apacentadero. La idea había sido suya. Su padre pronosticó que perderían media docena de cabezas debido a la inclemencia del tiempo. Homer replicó que de suceder tal cosa, él se haría cargo del valor de las reses perdidas. John McPhee accedió sobre la base de esta condición. Hacía seis años que mantenían un pequeño rebaño vacuno, de raza Angus negro, compuesto de un toro y dieciocho vacas, y cada invierno morían uno o dos animales y a veces tres a causa de afecciones respiratorias. Homer argumentó que la humedad del establo era demasiado elevada, que el estado de las vacas sería más saludable si permanecían a la intemperie. Homer estuvo en lo cierto, y su padre se sintió feliz al tener que reconocerlo.
John McPhee se había educado en la ciudad, pero empezó a amar el campo a partir de la primera vez que su padre alquiló una casa de veraneo y la familia pasó en ella las vacaciones. En cuanto se hubo graduado en el State Teacher’s College, buscó empleo en Covington y se casó. Al fallecer su padre, su atribulada madre, totalmente negada para las operaciones financieras, le entregó la suma del seguro de vida, y John adquirió una enorme extensión de tierra que un par de generaciones atrás había sido explotada para cultivo —y que entonces estaba cubierta de árboles primiciales, con excelentes lomas, riachuelos y dos lagunas alimentadas por sendos manantiales—, y en la cual construyó una casa confortable y suficientemente grande como para alojarse él, su esposa, su madre y un par de chicos. John McPhee enseñaba matemáticas en Covington, y le gustaba hacerlo, pero amaba la tierra sobre todas las otras cosas. Durante los fines de semana y en la temporada de verano edificaba, desbrozaba, excavaba y entarquinaba la tierra y construía cercados. Asimismo empezó a cultivar hortalizas, a criar aves de corral, ovejas y algunas cabezas de ganado vacuno. Se sentía en armonía con la tierra y, con orgullo, pensaba que si la civilización se iba al diablo, él y su familia podrían salir adelante.
Homer, su hijo mayor, le proporcionaba grandes satisfacciones. Era un muchacho corpulento, fuerte y capaz, y miraba aquellas tierras con los mismos ojos con que un barón de la Edad Media debía de contemplar su feudo; le pertenecía por primogenitura y constituía su heredad; formaba parte de él como su propio corazón. John se habría sentido más feliz si Homer hubiese ido a la facultad de agronomía, pero éste era un joven impaciente y seguía unos cursos por correspondencia que preparaba el mismo centro de estudios, los cuales, a la larga, posiblemente resultarían suficientemente eficaces. John delimitó cuarenta hectáreas para el muchacho y le dijo que las escrituraría a su nombre en cuanto Homer hubiera construido una casa y arado unas cuantas hectáreas dejándolas preparadas para cultivo y pastoreo. John tenía cuarenta y cinco años y gozaba de una salud de hierro; para él la vejez era algo muy remoto en el futuro, pero le encantaba pensar que la pasaría acompañado de su hijo Homer, el cual, al igual que sus duros antepasados, podría proveer, gracias a sus habilidades, las necesidades de ambos.
Homer dejó la carretilla en su lugar y se fue a la casa, a su habitación, y sacó de su escondite la jeringa y el frasco de hormonas. Una vez en el apacentadero, clavó la aguja en el tapón de goma del frasco y llenó la jeringa. Inyectó las hormonas en uno de los terneros que estaban pastando, el cual sólo lanzó un mugido y dio un paso hacia un costado. Cargó de nuevo la jeringa y se acercó a otro ternero. Su padre se habría puesto hecho una furia. Homer le adoraba, pero John McPhee era un hombre que vivía en el pasado. Se negaba a utilizar fertilizantes químicos y, por consiguiente, cosechaba tan sólo una pequeña porción de lo que hubiera podido recoger. No quería modernizar el corral. «No es natural —decía— que una criatura viva encerrada en una jaula de alambre desde que nace hasta que muere, sin tocar siquiera la tierra». Ni automatizar el sistema de alimentación. Rehusaba forzar el crecimiento del ganado. Homer, secretamente, había inyectado hormonas a todos los terneros del año anterior y, en el momento de venderlos, pesaban entre 90 y 120 kilos más, con lo que obtuvieron mayores beneficios, que era todo lo que Homer pretendía. John se mostró maravillado del vigor de su ganado y se vanagloriaba de ello. Homer, por su parte, sonreía y callaba su secreto. Había muchas cosas que su padre no estaba dispuesto a hacer, casi tantas como las que Homer no tendría escrúpulos en realizar.
Bauer fue a buscar a los chicos a la casa de Janie, la vecina de Ursula, el sábado por la mañana temprano. Janie evitaba por todos los medios mirarle a los ojos. Aquella actitud era habitual en ella cada vez que Ursula había salido con un hombre.
Bauer se fue de compras con sus hijos y les compró zapatos deportivos y camisas de manga corta. En el departamento de menaje, adquirió algunos cacharros cuya compra siempre había estado posponiendo. A los chicos les encantaba deambular por los pasillos del supermercado y ninguno de los dos era demasiado exigente sino que, por el contrario, se mostraban felices con cualquier chuchería que les llamaba la atención. Jeff tenía ojos verdes, como su madre; sus facciones eran tan delicadas como si hubieran sido cinceladas con un buril y tenía un lustroso cabello castaño. Andaba cogido de la mano de su padre y charlaba por los codos. Tenía cuatro años, y era extrovertido y alegre. Michael había cumplido siete; adoptaba una actitud sumisa y demostraba interés por todo con marcado aire de dignidad. Era un muchacho retraído a quien la separación de sus padres le había traumatizado más que a su hermano, y todavía le guardaba rencor a Bauer por ello. Cuando salían, hasta al cabo de un par de horas no se mostraba cordial con su padre. Bauer lo sabía y lo aceptaba con paciencia.
Almorzaron en el restaurante MacDonald, lo cual para los chicos representaba un agasajo especial, y luego Bauer les llevó al cine. Al salir estaban sumamente animados.
Orph colmó de afecto a Bauer cuando llegaron a casa. Obsequió a Michael con una lamida; después soportó de mala gana las caricias y abrazos de Jeff, pero sólo porque Bauer lo dominaba con la mirada. A Orph no le gustaban los chicos. Toleraba a los hijos de Bauer porque no tenía más remedio. Sentía preferencia por Michael, quien solía dejarle tranquilo. Jeff estaba enamorado del perro y, si Bauer se lo hubiera permitido, no se habría movido de su lado.
Al caer la tarde, Bauer sacó la parrilla portátil del garaje, le puso carbón y le prendió fuego. Luego dispuso una mesa plegable y sillas y empezó a traer de la casa la carne, panecillos, agua de seltz y platos. Los chicos estaban jugando en el jardín de delante, y Orph descansaba cerca de ellos.
En la cocina, Bauer puso los condimentos en una fuente, sacó cubitos de hielo del congelador y empezó a distribuirlos en los vasos.
Jeff chilló. Michael gritó. Bauer salió corriendo.
Jeff estaba arrodillado en el suelo, temblando violentamente, con las manos levantadas como si quisiera empujar algo hacia atrás. Profería unos agudos chillidos de terror. El lado izquierdo de su rostro se había teñido de un vivo color escarlata. Se veía el hueso del pómulo. Una tira de carne de la mejilla colgaba de su mandíbula como un largo carrillo sanguinolento.
Michael estaba de pie entre Jeff y Orph empuñando una rama. Tenía el rostro ceniciento. La entrepierna de sus pantalones estaba completamente mojada.
Orph tenía el pelo erizado y mostraba los dientes.
—¡Orph! —gritó Bauer.
El perro agachó la cabeza, pero permaneció con el cuerpo en tensión.
—¡Maldito seas! —rugió Bauer—. ¡Vete adentro!
El animal dio un paso hacia Bauer, con la cola gacha en señal de sumisión. Bauer levantó a Jeff con un brazo y con el otro estrechó a Michael. El perro se quedó mirándoles fijamente, con los pelos vibrantes como hojas de hierba agitadas por el viento. Retrocedió unos pasos. Bauer le lanzó una maldición.
Orph se debatía entre impulsos encontrados. Se dirigió hacia la casa, se detuvo, se alejó un poco, miró a Bauer y se dejó caer sobre su vientre. Temblando, se levantó de nuevo. Mantenía las orejas gachas proyectadas hacia delante; se sacudió violentamente, como si quisiera sacarse algo de encima, o liberarse de algo que le encadenaba; luego dio media vuelta y se alejó corriendo en dirección al bosque.
Jeff gemía.
Michael tenía el rostro hundido en el costado de Bauer.
—¡Le mordió! —sollozaba—. Orph le mordió en la cara. —Atenazó con sus manos crispadas el cuerpo de su padre—. ¡Nos matará! ¡No dejes que lo haga, papá! ¡No!
Jeff se desmayó. La cabeza le cayó hacia atrás, con la boca totalmente abierta. Se le pusieron los ojos vidriosos. Respiraba con agitación. La sangre había empapado sus ropas y manchado la camisa de Bauer.
—¡Michael! —Bauer hundió sus dedos en el hombro del chico y le sacudió—. ¡Michael!
El muchacho se llevó las manos a la boca. Alzó la cara macilenta hacia su padre.
—Escúchame atentamente —le dijo Bauer—. ¿Puedes entender lo que te diga?
El chico asintió.
—Bien. Quiero que vayas a la cocina. Coge cuatro paños para secar los platos, vierte todos los cubos de hielo que puedas en uno de ellos y ata las cuatro puntas que quede como una bolsa. Llévalo al auto. Yo estaré esperando allí con Jeff. Todo saldrá bien. ¿Me comprendes?
—Sí —musitó Michael.
Bauer conducía con una mano, mientras con la otra sostenía la improvisada bolsa de hielo sobre la mejilla de Jeff. La cabeza de éste yacía sobre el regazo de Bauer y sus piernas estaban extendidas por encima de las de Michael, quien cambiaba los paños a medida que la sangre y el agua derretida los empapaba. Bauer mantenía una velocidad constante de cien kilómetros. Le hablaba a Michael con voz calma y trataba de reanimar a Jeff.