Un guardián caminaba en torno del almacén con un perro pastor alemán pegado a su pierna. La traílla colgaba formando un arco de la mano del guardián —en la cual había arrollado el tramo sobrante—, y la gaza del extremo rodeaba su muñeca. El almacén quedaba a su derecha, y el aparcamiento, a su izquierda. Enfrente, donde terminaba la zona de aparcamiento, empezaba el bosque, que estaba separado del almacén por una senda de césped bien segado.
El guardián y el perro llegaron a la altura de los árboles. El hombre se detuvo. El animal se sentó inmediatamente, sin esperar que se lo ordenaran, y levantó la vista hacia su guiador. El hombre hurgó bajo la chaqueta, buscando los cigarrillos. El perro miró distraídamente a su alrededor. El guardián se puso el cigarrillo en los labios y se inclinó sobre el fósforo.
De detrás de un camión aparcado aparecieron dos hombres. Vestían abultadas cazadoras de cuero y holgados pantalones, e iban armados con sendas cachiporras. El guardián apagó la cerilla. El perro se levantó de pronto sobre sus cuatro patas y giró en redondo, gruñendo roncamente. El hombre se giró. Los hombres se acercaban corriendo.
—¡Fass! —gritó el guardián.
El perro se abalanzó hacia adelante, tensando la traílla, y se quedó levantado sobre sus cuartos traseros. El ancho collar de cuero mitigó el tirón y frenó su avance sin ahogarle. El perro empezó a ladrar furiosamente; de su boca saltaban diminutas gotas de saliva. Los hombres retrocedieron. El perro se dejó caer sobre sus cuatro patas y tiró de la correa, sin dejar de lanzar dentelladas hacia los intrusos, arrastrando al guardián antes que éste tuviera tiempo de sujetarle.
Los dos individuos se separaron, cada uno por su lado. El perro se precipitó hacia ellos, oscilando de uno a otro lado, con ferocidad. Los dos hombres trataban de esquivarle, pero el perro era más rápido. El individuo que se encontraba más cerca del almacén descargó su cachiporra. El perro se escabulló al tiempo que saltaba hacia el brazo armado. El hombre se echó atrás. El perro se prendió de la manga y se la arrancó desde el hombro hasta el sobaco; luego la soltó y se volvió para enfrentar al otro individuo, que le atacaba. El perro le atenazó la pierna por encima de la rodilla. El hombre lanzó un grito, golpeando la cabeza y el lomo del animal con su cachiporra. El perro gruñía sin soltar presa. Tiró con fuerza y derribó a su atacante, el cual se hizo un ovillo, cubriéndose la cabeza con los brazos, sin dejar de chillar. El animal le soltó, embistió contra su espalda y acto seguido se volvió para atacar de nuevo al primer hombre.
Éste se giró y salió corriendo. El perro, levantándose sobre las patas traseras al quedar frenado en el extremo de la traílla, empezó a ladrarle. El guardián recogió la correa con ambas manos, oprimió el resorte de la traba y gritó:
—¡Fass!
El perro se lanzó hacia adelante como una bala, con la cabeza y el lomo agachados. El perseguido miró hacia atrás por encima del hombro, vio que no tenía escapatoria, se detuvo dando tumbos y se volvió, al tiempo que sacaba un revólver que llevaba bajo el cinturón.
¡Buuuum! El estampido de un arma de grueso calibre.
El perro no aminoró la marcha.
El individuo disparó dos veces más en rápida sucesión. ¡Buuum! ¡Buuum!
El animal despegó del suelo. Sus mandíbulas se cerraron firmemente sobre el antebrazo del atacante. Sus patas traseras apenas rozaban el suelo, por lo que sus cuarenta y tres kilos quedaron colgando de sus colmillos. Forcejeó con violencia y logró derribar al hombre, que golpeó contra el suelo. El perro le trituraba el brazo, sacudiendo la cabeza como un pez en el anzuelo, y arrastrando por el césped a su presa, que lanzaba unos gritos desgarradores.
El guardián gritó:
—¡Panzer, aus!
El perro soltó el brazo y retrocedió un paso. Permaneció con la vista fija en el individuo sin dejar de lanzar profundos ladridos.
—Panzer, ¡atento! —le ordenó el guardián. Luego le espetó al hombre—: En cuanto muevas un pelo, se te echará encima de nuevo.
Esposó al primer individuo, y le obligó a ponerse al alcance del perro. Panzer gruñía, pero se mantenía a distancia. El guardián recogió el revólver y se lo introdujo en el cinto.
—Panzer, siéntate. Quieto.
Hizo levantar al segundo hombre, ordenándole que mantuviese los brazos tras la espalda.
—Soy una estatua.
El guardián le puso las esposas e hizo sonar un silbato. El motor de un vehículo se puso en marcha en la zona de aparcamiento. Un jeep descapotado se acercó velozmente y frenó con un chillido de los neumáticos. El conductor llevaba un mono verde con las iniciales C. P. C. —Centro para el Perfeccionamiento de la Conducta— bordadas sobre el pecho, y un arma blanca enfundada en el cinto. En el asiento de al lado, iba un hombre de más edad, que lucía una espesa barba rojiza, vestido con unos pantalones de pana y un suéter de cuello alto. Ambos descendieron del jeep.
El guardián ordenó al perro que se tendiera en el suelo.
Uno de los hombres esposados le dijo al de la barba:
—No voy a trabajar más con este bicho sin el manguito acolchado. El muy maldito casi me rompe el brazo.
Bajo la manga desgarrada, se veía la protección de cuero de tres capas. Formaba parte de una casaca cuyo cuello se alargaba hacia arriba para proteger la garganta y la nuca. Bajo los pantalones, sus piernas estaban protegidas de manera similar, hasta el cuello de las gruesas botas.
Su colega dijo:
—Sus colmillos llegaron hasta la carne del muslo; siento que me sangra.
—Que les examinen en la enfermería —indicó el barbudo—. Dígale al doctor McGill que me pase un informe esta tarde.
El conductor hizo subir a los dos hombres al jeep, bajo los atentos ojos de Panzer, y partió. El perro no habría creído en la autenticidad del ejercicio, si los agitadores simplemente se hubieran alejado caminando.
El hombre de la barba comentó:
—Permaneció demasiado tiempo aferrado a la pierna de Harry. Roy habría tenido tiempo de atacarte si hubiera sido un malhechor de verdad.
El guardián movió la cabeza.
—No lo crea. Ayer le puse a prueba en una manifestación de protesta. Mantuvo a raya a ocho tipos. Puede verificarlo con el doctor Tilson.
—En el lugar de Roy, yo te hubiera liquidado. ¿Y qué me dices del revólver? A estas alturas, ya debería estar avezado a recoger las armas.
El guardián se movió, inquieto.
—Bueno…, precisa algo más de tiempo.
—¿Por qué? —inquirió el de la barba.
—Parece que… Parece que experimenta cierta molestia al sentir el contacto del metal en los dientes.
—¿Lo rechaza?
—No exactamente.
—Te concedo tres días más. Si en ese lapso no se acostumbra a cogerla, como si fuera un bistec, entonces quiero que me lo hagas saber. Tres días.
—¡Diablos! —exclamó el guardián, disgustado—. Tiene sólo veinte meses. Pero es como una máquina en el ataque. Registra el máximo puntaje en obstáculos y recorre el laberinto como una computadora. No hay quien le supere en un área de búsqueda. ¿Qué quiere usted, un superperro?
—Exactamente. Tres días. Llévale a la perrera y que descanse.
El barbudo se alejó. El guardián se quedó contemplándole. Panzer percibió las emociones de su amaestrador y gruñó. Se le erizaron los pelos. El guardián palmeó cariñosamente la cabeza del can.
—Me encantaría, muchacho, pero ambos lo pasaríamos mal si te soltase.
El doctor Chaim Mendelberg les saludó en la sala de conferencias del edificio de vidrio y acero inoxidable, que constituía el centro neurálgico de las instalaciones. Estaba amueblada con butacas y sofás Naugahyde, parcamente tapizados, mesas con revestimiento de formica blanca, y tenía el suelo cubierto con una alfombra de desvaído color café. Las litografías abstractas de las paredes eran absolutamente insulsas. La sala había sido proyectada con el propósito de que no resultara demasiado confortable y con el mínimo de motivos que pudiesen distraer la atención.
Había dos senadores, el presidente de un instituto dedicado al estudio del conductismo, una mujer muy pálida, de aspecto severo, del Centro Espacial de Houston, un investigador, especialista en el comportamiento canino, del Johns Hopkins, un representante de la Sociedad Protectora de Animales y dos miembros del Pentágono, vestidos de civil, bastante incómodos en su atuendo.
Mendelberg no conocía a ninguno de los presentes, no sentía interés alguno por ellos y estaba disgustado por tener que sacrificar su tiempo en beneficio de aquellas personas. De cuando en cuando, en las publicaciones especializadas se hacía referencia a los trabajos que se llevaban a cabo en el Centro para el Perfeccionamiento de la Conducta, lo cual despertaba interés y provocaba consultas. Todo esto era pasable, pero recientemente un par de artículos, estúpidos e inexactos, aparecidos en revistas populares, habían provocado acusaciones de que se infligían malos tratos a los animales y un clamor público lo suficientemente intenso como para inquietar al Pentágono, cada vez más preocupado por su autoimagen y más ávido de poder. Una parte sustancial de la labor que efectuaba el C. P. C. era suscrita por dicho organismo, y cuando éste experimentaba presiones que le obligaban a tirar de los hilos, entonces el C. P. C. tenía que saltar. El Pentágono había expresado claramente que era Mendelberg en persona, y no un subordinado, quien había de presentar el informe.
Mendelberg era el director de la división de Nueva Inglaterra del C. P. C. y de su Programa de Ampliación Canina. Tenía treinta y tres años, era retraído e incisivo, podía concentrarse hasta el extremo de parecer sumido en un estado catatónico, con una mente capaz de efectuar intuitivas transiciones cuánticas, así como análisis dignos de una computadora electrónica. Las emociones no le causaban mayor efecto que el que produce una suave brisa en la superficie de un estanque, pero tenía fama de ser un hombre genial, franco y con los pies bien asentados en la tierra, una pose que se había visto forzado a adoptar, con renuencia y un enorme esfuerzo, por razones de índole social y pragmatismo profesional. Si hubiera meditado sobre el particular, habría descubierto que consideraba a los seres humanos como una especie de imperfecta manifestación de una abstracción interesante, burdas calculadoras analógicas corpóreas, y ese descubrimiento, luego de haber sido debidamente anotado y clasificado, no habría alterado ni una sola fibra de su cuerpo.
Una cafetera de treinta tazas había sido colocada entre dos fuentes de canapés. Mendelberg se sirvió una taza y sonrió a los visitantes.
—¿Falta alguien? ¿Están todos instalados? Muy bien. Magnífico.
Se dejó caer en una butaca, cruzó las piernas y, adoptando una postura descuidada que pretendía ser natural, dijo:
—En primer lugar, quisiera ponerles someramente en antecedentes de las características generales de los perros. Cada una de las partes de nuestro programa de ampliación deriva de la comprensión de dichas características. El perro, tal y como nosotros le conocemos, el Canis familiaris, pertenece a una especie que apenas cuenta con unos setecientos cincuenta mil años, más o menos el mismo lapso que la especie humana. Todavía es muy controvertida la teoría sobre su origen exacto, pero lo más probable es que descienda del lobo, o de algún progenitor, ya extinguido, que dio origen tanto al lobo como al perro. Sea como fuere, pertenece al género Canis, que incluye también a los lobos, chacales, hienas, coyotes y demás. Es un animal depredador, y muy eficiente, por cierto, y se caracteriza por su gregarismo. Como la mayoría de las especies que cazan en manada, el perro mantiene unas relaciones muy diversas y complejas entre sus congéneres. Esta cualidad le confiere la capacidad de adaptarse fácilmente para vivir entre seres humanos: la familia humana es el sustituto de la manada.
»Pero olvidémonos por un momento de que es un animal doméstico. Ese papel, en la cultura occidental, lo asumió en fecha relativamente reciente, digamos a fines del siglo dieciocho o principios del diecinueve. Con anterioridad, a lo largo de los diez mil años en que ha convivido con el ser humano, el perro no ha sido más que una especie de herramienta. El escaso afecto que el hombre sentía por el perro podría compararse con el orgulloso entusiasmo que despertaba en él una flota cañonera o un arma hábilmente fabricada. La función primaria del perro fue cooperar en la caza, que constituía la actividad más crucial del día. El animal poseía excelentes cualidades para esta tarea y era un colaborador altamente apreciado, si no indispensable. Le vemos cazando con los hombres en las pinturas rupestres del neolítico, en los tapices de la Edad Media y en los cuadros renacentistas, y mientras permanecemos aquí sentados esta tarde, hay literalmente varios millones de ellos, en este país y en todo el mundo, cuyos dueños los poseen tan sólo por su valor utilitario como elemento de caza: perros de muestra, de ojeo, cobradores, ventores y animales rastreadores.
»A medida que el hombre se tornó menos nómada y empezó a fundar poblados y pueblos, fue otorgando al perro una segunda función básica: la de defensa. El poderoso instinto de lealtad a la manada, junto con su sentido de dominio territorial, propio de los animales depredadores, constituían unas características ideales para este papel. Protegía la población, vigilaba los rebaños de su dueño y defendía a los miembros de la familia. Por lógica extensión, de guardián se convirtió en guerrero. En los jeroglíficos egipcios y en los bajorrelieves asirios encontramos perros de guerra. Los usaron los persas, lucharon bajo las órdenes de adiestradores griegos, y los celtas les acorazaban con armaduras de cuero provistas de afiladas cuchillas. Los romanos enterraban en la misma fosa al adiestrador y a su perro. Enrique VIII les enviaba al campo de batalla, y los conquistadores españoles les utilizaron en América del Sur. En la guerra moderna, las armas de fuego disminuyeron la eficacia de los canes; sin embargo, éstos han continuado actuando en su carácter de guardianes. Setenta mil sirvieron en la primera guerra mundial, y se distinguieron en la segunda guerra mundial, en Corea y Vietnam. El primer cuerpo de perros policías se constituyó en Saint-Malo, en el siglo catorce. En la actualidad, en Estados Unidos, existen más de cien mil perros, de propiedad privada, adiestrados para el ataque, y otros diez millones de “domésticos”, sin adiestramiento especial, cuyos dueños los poseen, en gran parte, por su innata capacidad protectora.
»Un número más reducido se dedica a tareas especiales: puede detectar aludes, contrabandos, etcétera. El hecho es que el perro trabaja. Con ese fin se les ha criado durante miles de años. Las razas específicas que conocemos no son fruto de un accidente biológico o el capricho de una clase privilegiada. El pachón no es sólo un fenómeno grotesco de la naturaleza. Tiene el cuerpo largo y las patas cortas y es de carácter osado justamente porque su misión consiste en desalojar a las alimañas de sus escondrijos. Los de Terranova, en el polo opuesto, son dóciles, fuertes y grandes, de pelaje espeso y patas palmeadas, para poder nadar en aguas frías, tras las víctimas de un naufragio, las cuales se aferrarán a los largos pelos del animal mientras éste les remolca hasta la playa. Los perros de busca, o terriers, se han tornado cada vez más agresivos y ágiles porque se les utilizaba para cazar ratas.
»Así tenemos ahora que el perro es un animal gregario, fiel y depredador de suma utilidad. Es, asimismo, una criatura de una inteligencia relativamente alta. Puede asimilar conceptos, de una manera rudimentaria, y es capaz de realizar ciertas abstracciones. Experimenta emociones y puede ser víctima de una serie de neurosis y desórdenes de conducta. La domesticación ha sido desastrosa para él. Semejante estado no es inherentemente contrario o extraño a su ser, pero ha servido de barrera para que la gente en general comprendiera su verdadera naturaleza, su realidad. La gente le ve poco más que como un juguete animado y servicial. Como consecuencia directa de ello, contamos con innumerables perros cuya verdadera naturaleza está pervertida, cuyo carácter está degradado, cuya inteligencia está obnubilada, a quienes se les niega la manifestación controlada de impulsos que son poderosísimos, y que viven en un estado de enorme frustración. Entre otros problemas cada vez más graves, durante los últimos años hemos asistido a una serie dramáticamente creciente de muertes a dentelladas causadas por perros, y de ataques poco menos que fatales, que no harán más que multiplicarse. Todo ello es el resultado de la presunción de que el perro no es más que lo que nosotros deseamos que sea, y de una degeneración genética acelerada. Actualmente, a la mayoría de los perros se les cría atendiendo a aquellas cualidades que normalmente se aprecian en los animales domésticos y que son: subordinación y servilismo. En su estado natural, estas cualidades sólo se encuentran en animales muy jóvenes. Ellas sirven para proteger a los cachorros contra la agresión de los perros de más edad. Sea por ignorancia, para diversión personal o para beneficiarse con las demandas de las cadenas de supermercados y tiendas dedicadas a la venta de animales domésticos, el objetivo siempre es el mismo: los criadores de perros se dedican denodadamente a la consecución de un perro híbrido de características infantiles y regresivas, tanto desde el punto de vista mental como de la conducta.
»En el Centro para el Perfeccionamiento de la Conducta, nosotros estamos empeñados en crear lo que consideramos como el perro ideal. Ello no significa lograr una nueva especie y ni siquiera una mutación genética. Tratamos de llevar al máximo el potencial natural del perro. Nuestro propósito es una cuestión de grado. A partir de una comprensión profunda del animal, pretendemos desarrollar los rasgos que conduzcan a lograr el grado máximo de vigor físico, el más alto grado de inteligencia, un temperamento absolutamente estable, la más aguzada capacidad olfativa y así sucesivamente. El problema lo enfocamos desde dos ángulos: el genético y el psicobiológico. Tenemos un programa de adiestramiento, pero es de carácter incidental, más bien un índice de evaluación. Operamos exclusivamente con perros pastores de origen alemán. Son los mejores, los más perfectos y, tal vez, la raza más quintaesenciada que existe.
»Muy bien, la genética. Pero, primero…, primero me apetece otra taza de café. ¿Alguien quiere acompañarme?
King’s Indian — Karla Vom Hanckschloss
Camada Alfa. Edad, 4 semanas.
Resumen preparado por la doctora Lily Quick.
Estado físico: Sano; buena conformación; una hembra con cabeza excesivamente grande; decoloración de algunas uñas, con tinte grisáceo; osamenta fuerte; profunda cavidad torácica; cuello grueso; las características generales responden a la tipología clásica alemana.
Visión: Buena.
Capacidad auditiva: Buena.
Capacidad olfativa: Por encima de la común.
Sensibilidad a la voz: Irregular, evaluación difícil en este punto.
Sensibilidad al tacto: Un macho y una hembra, común; el resto, por debajo de la común.
Inteligencia: De común a medianamente alta.
Obediencia: De común a por debajo de la común.
Viveza: En muy alto grado.
Curiosidad: De común a por encima de lo común.
Independencia: Por encima de la común.
Agresividad: Irregular; de común a por encima de la común.
Defensa: Por encima de la común.
Observaciones: Una camada interesante, que justifica un control estricto. Se esperaba un alto grado de independencia e intrepidez en esta cría y, aparentemente, se ha logrado. Se registra inesperada agudeza en la capacidad olfativa aparente. Una ligera disminución respecto del alto grado de inteligencia que es dable suponer en la progenie de Indian. Se ha constatado el alto grado de viveza, supuesto como objetivo secundario. La sensibilidad a la voz humana resulta inquietante: posiblemente es irregular debido a la falta de madurez y, según esperamos, no a la inestabilidad. El bajo coeficiente registrado en cuanto a la obediencia ante los cuidadores, probablemente está correlacionado con el creciente grado de autoconfianza. También parece existir una mayor integridad emocional que la observada con anterioridad (todos estos cachorros, menos uno, soportaron las pruebas provocadoras de stress con más facilidad que los sujetos anteriores, promediando el 13,2 por 100 sobre los coeficientes máximos habituales). Es indicado el mantenimiento de toda la camada. Recomiendo la socialización de acuerdo con las normas estándar para cuatro de los cachorros (que servirán de control; al propio tiempo se asegurará el adiestramiento pleno), pero escaso contacto (el mínimo requerido para activar la personalidad y asegurar el ulterior amansamiento) para los tres restantes. Considero de suma importancia, respecto de esta camada, observar por lo menos a dos o tres de sus miembros, durante el proceso de maduración, de la manera más indirecta posible.
Los cadillos de Rhoda I tenían siete días; peludas y gordinflonas caricaturas de los perros que llegarían a ser; desmañados y quejumbrosos animalitos, de caras achatadas y ojos cerrados. Se subían unos encima de los otros dentro del carrito de Toby. Éste les hablaba alegremente, aunque sabía que eran demasiado pequeños como para que su voz les proporcionase solaz alguno.
Cuando Toby puso a los perreznos en el carro, Rhoda I gruñó en la jaula donde les había parido. Era un animal asustadizo. Los cuidadores la llamaban «cagona». No era la clase de perro que Toby prefería, pero sin embargo se compadecía de ella. Trató de calmarla, prometiéndole que le devolvería sus cachorros en seguida. A Toby le gustaban los perros: desde el animal más temeroso hasta los chuchos abandonados de la perrera de la Sociedad Protectora de Animales, pasando por los más fieros y peligrosos. Pero tenía sus preferencias, y los «cagones» figuraban en último término. Rhoda I era el único perro con semejante temperamento en el Centro para el Perfeccionamiento de la Conducta. La conservaban por su elevada inteligencia y la espectacular habilidad para ventear. A la mayoría de sus cachorros se les eliminaba a los pocos meses de nacer. Sólo uno vivía todavía, Rhoda II, una hembra querida por todos, lista, gran rastreadora y con el temperamento, sólido y extraordinario, de su progenitor, un Schutzhund III, importado.
De cuando en cuando, algún cuidador era mordido al sacarle los cachorros a la madre, por cuyo motivo a veces encerraban a la perra lejos de su lechigada, aunque ello contravenía las reglas. Toby jamás lo había hecho; le parecía demasiado cruel. No había sido mordido en su vida, aunque corrió grave riesgo un par de veces. Fuera del área de los perros guardianes —animales con un profundo instinto de dominio territorial a quienes se les ha enseñado a considerar cualquier persona, a excepción de los adiestradores, como a enemigos que deben ser agredidos en cuanto les ven—, Toby podía manejar a cualquier perro del C. P. C., salvo a un par de ellos, bastante recalcitrantes.
Toby salió con el carrito de la sección de cría, que estaba alejada del pabellón principal de las perreras, siguió por un sendero de grava y, después de cruzar la abertura de un seto, penetró en un edificio de cemento pintado de verde, de dos plantas, pasó ante el ascensor de servicio —del que un ayudante sacaba una camilla con un perro atado a ella, anestesiado y con una pata vendada— y entró en la primera sala de la izquierda.
En una de las paredes colgaba una hilera de tablillas de madera, provistas de sujetapapeles, y otra estaba cubierta por un encerado de plástico con infinidad de anotaciones escritas con un lápiz graso. Había un escritorio metálico, dos archivadores y un tambor de metal, abierto en su parte superior, dividido en varios compartimientos en toda su circunferencia. De la base del aparato salía un sinfín de cables eléctricos que se extendían hasta un simple tablero de control, situado en un costado.
—¡Hola, Bill! —saludó Toby.
—¿Qué tal, Toby? —El técnico llevaba una chaqueta de enfermero—. ¿Los cachorros de Smiler? ¿Son los que tuvo Rhoda I?
—Así es, en efecto.
—Camada Delta.
Billy comprobó los datos consignados en la lista de control.
Cogieron a los cachorros —que habían sido marcados, mellándoles las orejas con las iniciales del Centro, dos días antes— y los colocaron en los compartimientos del tambor. Los cadillos lloriqueaban. Toby les dio unas palmaditas cariñosas, y uno de los perreznos, hambriento, intentó chuparle un dedo.
—Bien —dijo Bill—. Dos G, durante tres minutos. —Hizo girar un conmutador calibrado y puso en marcha el reloj automático—. ¡Ahí vamos, pandilla!
Y pulsó un botón.
El motor arrancó con un chasquido, se oyó un zumbido eléctrico y el tambor comenzó a girar. Toby se obligó a sí mismo a no apartar la vista de la máquina. Era el castigo que se autoimponía por participar en aquella operación. Cuando la fuerza centrífuga actuó sobre los cachorros, superando a la fuerza de gravedad, éstos quedaron comprimidos contra las paredes de sus compartimientos. La estructura ósea de los perreznos adquirió relieve; empezaron a esforzarse en respirar y sus horribles gañidos se hicieron audibles a pesar del ruido de la máquina. Toby dejó que su visión se desenfocara, y el tambor giratorio se convirtió a sus ojos en una mancha brillante, ribeteada de negro y plata. «No, no —se decía—, ¡tienes que mirar!». Contaba mentalmente los segundos, tensando los músculos de su cuerpo a medida que progresaba la cuenta, y cuando llegó a los 180, el motor se paró automáticamente, el ruido se extinguió, y el tambor fue perdiendo gradualmente velocidad. Entonces, Toby lanzó un suspiro y aflojó la tensión con que mantenía los puños cerrados.
Los cachorros estaban gimiendo. La mayoría había vaciado la vejiga y evacuado los intestinos. Vacilando, algunos trataban de levantarse sobre las cuatro patas. Uno de ellos temblaba violentamente; otro se tambaleaba como si estuviese ebrio y caía de costado. Echándoles de cuando en cuando una mirada de soslayo, Bill iba tomando rápidamente breves notas en un formulario sujeto a una tablilla de madera.
—Son todos tuyos —dijo al fin—. Devuélveselos a su mamita.
Toby fue sacando a los cachorros del tambor, cogiéndolos con delicadeza. Les hablaba en un susurro, como cantando una canción de cuna. Los animalitos se amontonaban en el fondo del carro, pataleando y sin dejar de lloriquear.
Cuando Toby empujó el carrito hasta la entrada de la jaula, Rhoda I metió el hocico en uno de los rombos del tejido metálico y empezó a gemir. Los cachorritos la llamaban. La perra lanzó un ladrido y se levantó sobre las patas traseras. Al abrir la puerta, Toby tuvo buen trabajo para evitar que saliera de la perrera. La perra apoyó las patas en el borde del carro, hundió la cabeza en su interior y comenzó a lamer a sus cachorros. A medida que Toby los sacaba, Rhoda les iba olisqueando con detenimiento, como para asegurarse de que eran suyos y que no le faltaba ninguno. Luego, más tranquila, se acostó en el suelo y se dispuso a amamantarlos. Los cadillos se precipitaron, empujándose unos a otros, hacia las ubres de la perra. Rhoda empezó a limpiarles con la lengua las heces y los orines con que se habían ensuciado en la centrifugadora. Toby humedeció un trapo con el agua del bebedero y la ayudó en aquella tarea.
—De manera que, en definitiva —decía Mendelberg—, no se ha introducido ninguna verdadera innovación en nuestro programa genético. En lo que se diferencia de otros programas parecidos es en el número de rasgos que pretendemos fijar. Es sustancialmente más elevado que cualquiera de los que se establecieron hasta la fecha, y por lo tanto las dificultades son considerablemente mayores, y los problemas, mucho más complejos. Me atrevería a afirmar que nos encontramos a mitad de camino. Hemos logrado especímenes sobresalientes, pero hacen falta cuatro o cinco años más para poder sentirnos seguros en cuanto a los verdaderos resultados.
»Personalmente, me siento orgulloso de lo que estamos logrando en el ámbito de la psicobiología. El trabajo que se lleva a cabo en esta esfera se subdivide en tres categorías generales: stress, estimulación y desarrollo forzado. El desarrollo forzado consiste, simplemente, en someter al perro a una serie de pruebas que le lleven al límite de sus capacidades físicas y mentales. Se podría poner como parangón el régimen de entrenamiento en un atleta: primero se le exige un diez por ciento más de esfuerzo, luego un cinco adicional, más tarde, el dos restante, y así sucesivamente. Los límites no se conocen hasta que son alcanzados. Por ello, nuestros obstáculos son cada vez más altos, los canales de carreras, cada vez más largos, los ejercicios de rutina y de capacitación, más exigentes. Estos programas son controlados de la manera más estricta, con el fin de evitar que algún animal pueda ser sometido a una exigencia extrema. En una palabra, se le pide lo que puede dar, pero no más.
»La estimulación se inicia en cuanto las facultades sensoriales y los procesos mentales del cachorro empiezan a funcionar por encima del nivel básico, alrededor de los diez días de vida y prosigue hasta los dieciocho meses, a cuya edad se puede decir que un perro es adulto, en lo que se refiere a su desarrollo intelectual, hormonal y fisiológico. Esta fase incluye la introducción a situaciones nuevas que comprometen su acción, diversas formas de juegos y solución de problemas muy elementales. Le proporcionamos un entorno interesante que estimula su actividad física y su desarrollo mental.
»Nuestro programa de sometimiento al stress es único y el más promisorio. Se inicia cuando el cachorro tiene una semana, se intensifica durante las siete semanas siguientes y se continúa en una forma moderada hasta que cumple los seis meses. Hemos llegado a la conclusión de que, después de esa edad, es poco lo que se puede lograr. Al menos, en lo que a nuestros cachorros se refiere; hemos operado con animales de más edad, pero sin experiencias similares previas, hasta de tres y, en un caso, de cuatro años, y se obtuvieron resultados positivos, pero no en un nivel que justifique el esfuerzo. El stress en sí es neutral. Puede causar efectos destructivos o constructivos, según el grado de intensidad con que se aplique. Si a un organismo, humano o animal, le aplicamos demasiado y supera su resistencia, destruiremos dicho organismo. Si se extrema el stress físico, se mutila el sujeto. (Pongamos demasiado peso sobre un hueso y lo fracturaremos). Si se extralimita el stress psicológico el resultado será la psicosis. (Aislemos totalmente a un individuo durante el tiempo suficiente, y éste enloquecerá). Sin embargo, el stress controlado constituye un factor fortificante. Eso es precisamente lo que hacemos cuando ejercitamos los músculos, forzando de manera gradual su desarrollo, exigiendo un esfuerzo adicional en cada nueva ocasión. Respecto del stress psicológico, puede establecerse una comparación directa con esto, sólo que, ahora, lo que se fortifica y afirma es el carácter. Ello comprende la integridad mental, la capacidad de adaptación, la inteligencia y la contextura emocional. Son varios los métodos que utilizamos: una centrifugadora, exposición a temperaturas extremas, luces y ruidos bruscos, laberintos sin salida, cámaras con paredes móviles, pisos vibratorios, etcétera. Los resultados han superado nuestras expectativas. Aquí tenemos ejemplares que son verdaderamente fenomenales: nada de perros fantásticos, animales “pensantes” o monstruos, sino perros que funcionan al máximo de su capacidad, en términos de aptitudes caninas innatas, las cuales son suficientemente impresionantes por sí mismas.
En la entrada del túnel, una perra de catorce meses se detuvo, agachó la cabeza, la levantó de nuevo y volvió a agacharla. Se le formó una arruga entre los ojos.
—Adelante —le ordenó el amaestrador—. Vamos, muchacha.
Pero la perra experimentaba una creciente sensación de vacío en el pecho, una vaga sensación de ausencia. Se le secó la lengua.
El adiestrador la incitó a avanzar otra vez, y el animal se adelantó con renuencia, para volver súbitamente sobre sus pasos.
Empezó a gañir y a rasguñar el suelo.
—¿Qué sucede, eh?
El amaestrador se dejó caer sobre una rodilla y palpó el césped. Sus dedos detectaron una finísima grieta en la tierra. Escarbó con ambas manos, metió los dedos en la grieta y tiró hacia arriba, levantando una tapa de madera de casi un metro cuadrado, sujeta a unos goznes y cubierta de tierra, que dejó al descubierto un hoyo profundo y oscuro. El hombre y la perra escrutaron el pozo. El animal retrocedió algunos pasos.
El hombre abrazó a la perra, acariciándola profusamente.
—¡Buena chica, lo descubriste! ¡Buena chica!
Extrajo un pedazo de carne seca del bolsillo y se lo dio a la perra, que lo engulló complacida, moviendo la cola y con el lomo estremecido de satisfacción.
Un macho joven avanzaba olfateando a diez metros de su amaestrador por el bosque que se extendía detrás del almacén. Al llegar ante un sarmiento que colgaba formando como un aro, el perro se sentó y empezó a ladrar. El adiestrador se le acercó, le dio unas palmadas en la cabeza y le dijo que era un buen perro, ordenándole acto seguido que no se moviera. Partió el sarmiento por la mitad con unas tenazas de cortar alambre y separó los extremos hacia los costados. Colmó al perro de alabanzas y le dio un trozo de carne seca.
Esperó hasta que el animal hubo terminado de comer, y después, señalando con la mano, le ordenó:
—¡Sigue!
El perro empezó a andar con paso largo y confiado, con aire majestuoso. Caminó unos cien metros, disminuyendo su atención al notar que todo estaba en orden y se concentró en un agradable cosquilleo que sentía en la piel, una incipiente anticipación del cepillado a que le someterían más tarde.
En su distracción no vio el fino alambre tendido bajo la hojarasca. Una mina de pólvora explotó con un inofensivo pero tremendo estruendo y una brillante llamarada.
El perro lanzó un aullido y se dejó caer temblando al suelo, con las orejas pegadas al cráneo.
—¡Qué vergüenza! ¡Inútil! ¡Deberías avergonzarte!
El animal hundió la cabeza entre las paletillas, con los ojos casi firmemente cerrados.
—¡Es una vergüenza! ¡Si llega a ser una mina de verdad, habrías saltado por los aires, hecho pedazos! ¡Deberías avergonzarte!
A unos tres kilómetros del Centro para el Perfeccionamiento de la Conducta, en una extensión de tierra rocosa, donde casi no persisten los olores de los rastros, y que la institución había alquilado a un granjero, un amaestrador se dedicaba a ejercitar la capacidad olfativa de un macho de dieciocho meses. La traílla tenía tres metros y medio de longitud, y el perro llevaba un arnés de rastreo. Se había tendido una pista olfativa en una extensión de un kilómetro y medio, veinticuatro horas antes, ocho horas más del límite óptimo incluso en un terreno ideal.
El amaestrador parecía fastidiado. Aquél era un buen perro, con un olfato extraordinario. El adiestrador sabía que sería capaz de realizar el ejercicio con toda facilidad, pero el director había insistido en que lo efectuara igualmente. El amaestrador disimulaba su aburrimiento, sabiendo que deprimiría y confundiría al animal si lo exteriorizaba.
El perro siguió la pista hasta el fin —una mochila de lona que conservaba el olor del hombre que había dejado el rastro—, hincó los dientes en la mochila y ladró alegremente. El amaestrador manoseó al animal con afecto, luego le soltó la correa y se dedicó a lanzar trozos de ramas para que el can los fuera a buscar y se los trajese, un juego que les encanta a los perros de rastreo. Decidió visitar al superior de su director para pedirle que le asignara un ejercicio que pusiera verdaderamente a prueba a aquel perro y que le permitiera demostrar sus brillantes cualidades, tal como se merecía.
Dirigiéndose a la cantina, Cindy Falk y Ron Schlegel pasaron ante una jaula de alambre en la cual un cachorro de cinco semanas permanecía acurrucado en un rincón, con los belfos cubiertos de espesa saliva. Distribuidos alrededor de la sala, había media docena de cachorros encerrados en jaulas similares, los cuales formaban parte del programa de stress. Los perros generan una intensa ansiedad cuando se les somete a encierro solitario, en particular los más chicos. Las jaulas de paredes opacas mitigan en parte ese efecto, al ofrecer la sensación de seguridad de un refugio, pero las de tejido metálico, como aquéllas, les hacen sentir no sólo atrapados, sino vulnerables. Estaba prohibido hablar u ofrecer algún otro tipo de solaz a los perros encerrados en jaulas de alambre. Dichas jaulas estaban situadas en áreas de mucho movimiento, y a veces las llevaban al aparcamiento de un centro comercial cercano o al campo de deportes de la escuela secundaria.
Ron pidió un emparedado de jamón y patatas fritas; Cindy eligió una porción de pastel y café. Se acercaron a una mesa y tomaron asiento en las sillas de plástico moldeado.
—Gratificarles con comida es contraproducente, a los efectos de la motivación —dijo Cindy, retomando el hilo de la conversación.
Cindy adiestraba perros del C. P. C. para el ataque y les enseñaba a obedecer. Ron operaba en pruebas de inteligencia. Casi eran novios, pero no totalmente, y era aquella pequeña brecha la que hacía que Ron, sin poder evitarlo, discutiera con ella mucho más de lo que consideraba prudente.
Ron se valía de los pedazos de carne seca para hacer actuar a sus perros. Trataba de persuadir a Cindy de que aquél era el mejor método.
—¡Diablos! —exclamó—. ¿Qué motivación más básica que ésta podrías encontrar? La comida significa supervivencia. Cada uno de sus impulsos celulares provoca en el perro el deseo de comer.
Cindy sacudió la cabeza, agitando sus cabellos.
—Eso es rudimentario. Mira, en el adiestramiento para la obediencia, no sólo se debe someter al animal a una serie de pruebas rutinarias hasta que le crean hábito. Es necesario que piense, para que pueda comprender qué se desea de él y se concentre en los ejercicios. Esto lo hace, en primer lugar, porque constituye una forma de manifestar su inteligencia y le permite enorgullecerse de su habilidad, y en segundo lugar, y mucho más importante, porque es el medio para complacer a su adiestrador, el objeto amoroso, el lobo Alfa, el líder, que le proporciona su beneplácito y su afecto a cambio. Con la gratificación alimentaria, sólo piensa en su estómago y, por lo tanto, no se concentra en los ejercicios. Y tú te ves obligado a andar todo el tiempo con los bolsillos llenos de dulces, porque si no le puedes ofrecer una recompensa después de ordenarle algo un par de veces, no confiará en ti, y tú tampoco podrás tener confianza en él. Eso en cuanto a la obediencia. Por lo que respecta a los ejercicios de ataque, no merece la pena hablar de ello. La motivación en este caso la constituye estrictamente la defensa de la manada, la lealtad y el afecto. Lo que menos le importa es recibir un bocado.
—Eso es un juicio de valor. Sólo puedes sustentarlo con tu intuición.
—Eso es un hecho —le replicó ella, ligeramente irritada.
—Te diré algo categórico, cierto e indiscutible: sin la gratificación alimentaria, no podría obtener de mis perros ni un diez por ciento de esfuerzo. Esto es biología pura y llana, muñeca, y no tiene caso darle más vueltas al asunto.
—Si te tomaras la molestia de ver un poco más allá de la puerta de tu laboratorio, te darías cuenta de que no pasas el tiempo suficiente con ninguno de tus perros como para establecer con él una relación más sólida que la que logras forjar con la cajera de un supermercado. Y si no fuese por la comida, ¿por qué otra cosa un perro intentaría salir de un laberinto o diferenciar un triángulo de un círculo? Estas figuras son tan artificiales y sin sentido para él como un Rembrandt.
—Eres realmente obstinada, ¿sabes? Sólo porque eres eficiente en uno de los extremos de la cadena, te crees una experta. ¿Qué sabes tú en realidad de la naturaleza canina, eh? Quiero decir: ¿dónde lograste tu título universitario, o por lo menos el de aspirante, si vamos al caso?
—¡En un extremo de la cadena, estúpido! —Tiró la servilleta sobre la mesa y se puso en pie—. Y si vosotros, los científicos, pasarais más tiempo en el mismo lugar o bien os tomarais la molestia de convivir con un perro, lograríais reducir el presupuesto a la mitad y aprenderíais más en cinco meses de lo que aprendéis en cinco años.
Dio media vuelta y se fue. Ron la vio alejarse, mientras la desdicha caía sobre él como la sombra de una nube ligera. Debía llevarla al cine a la salida del trabajo. Probablemente, ella aún querría ir, pero era evidente que aquella noche no se acostaría con él.
King’s Indian — Karla Vom Hanckschloss
Camada Alfa.
Resumen preparado por Leonard Atwood.
De los siete cachorros de esta cría, se extravió uno de los machos de quince semanas y todavía no ha sido hallado; se eliminaron por eutanasia un macho y una hembra a las treinta y dos semanas, una hembra a las cuarenta y un macho a las cincuenta y dos. El macho y la hembra restantes se conservan para reproducción y ulterior observación, bajo los nombres respectivos de Héctor y Benny’s Baby.
La camada era físicamente sana, con leves defectos de conformación.
La percepción sensorial era buena, con capacidad olfativa por encima de la normal. Inteligencia media ligeramente alta. Viveza y tolerancia al stress excepcionalmente altas; curiosidad por encima de la media. El grado de intrepidez e independencia de esta camada era muy uniforme, el mayor logro de la cría. Sin embargo, presentaba una desalentadora inestabilidad temperamental. De acuerdo con la opinión de la mayoría de los instructores que trabajaron con esta lechigada (y personalmente la comparto), dicha inestabilidad no proviene de un defecto del carácter, sino que más bien constituye la manifestación de una cierta indiferencia hacia los seres humanos, como si los adiestradores fuesen tan sólo parte del entorno en vez del punto central.
La reacción positiva ante las personas —juegos y buena disposición para el entrenamiento— fue inconsecuente y parecía determinada fundamentalmente por el estado de ánimo o los deseos de los perros. Las demostraciones de aprobación y afecto por parte de los amaestradores carecían de especial significación para ellos. Los castigos por mal comportamiento ejercían un mínimo efecto; la gratificación alimentaria era motivo de alegría, pero no les motivaba de manera precisa. Los ejercicios de obediencia lograron los efectos normales, aunque no eran efectuados con buena disposición, y los animales se resistieron con frecuencia, y a veces enérgicamente. Los perros se manifestaban muy seguros de sí mismos y capaces de ser agresivos en extremo, si bien, por lo general, reprimían ese impulso.
La cría fue un éxito completo en cuanto al grado de independencia que se deseaba lograr. No obstante, la indiferencia y la reacción irregular ante los seres humanos —posiblemente correlativa con el alto grado de autonomía, en especial, cuando se compara con la preferencia de los perros por la actividad y la interrelación con los miembros de la camada y otros perros— es un rasgo atávico de la personalidad y definidamente contraindicado en nuestro programa. Se registró una cierta diferencia, pero no apreciable, entre los cuatro cachorros sometidos al grado máximo de socialización y los tres que sólo la recibieron en grado mínimo. Héctor y Benny’s Baby pertenecen al primer grupo. Estos dos animales deberán criarse con miras a que conserven su autonomía, aunque compensándola con una intensificación creciente del grado de reacción positiva.
Jugar con los cachorros era la parte de su trabajo que a Toby más le encantaba. A las siete semanas se les separaba de sus madres y eran encerrados en perreras individuales. El período crítico de socialización estaba comprendido entre las siete y las dieciséis semanas. Era el momento de mayor sensibilidad emocional y psicológica, en la cual el perro formulaba sus actitudes básicas y las estructuras mentales que marcarían sus pautas de conducta durante toda su vida adulta. Si se le deja sólo entre perros, siempre vive de manera más armónica con otros perros que entre los seres humanos. Alejado de los miembros de la lechigada, pero sin ser sometido al adecuado proceso de socialización, jamás se adapta plenamente a convivir con los seres humanos ni con otros perros.
La población canina del Centro para el Perfeccionamiento de la Conducta variaba entre los 150 y los 200 animales y, normalmente, había dos o tres crías sometidas al proceso de socialización. Toby se pasaba la mayoría de las tardes con esos cachorros; les llevaba de a uno o de a dos a una gran jaula de juegos donde les palmeaba o rascaba la cabeza, les hacía rodar por el suelo, acariciándoles la barriga, jugaba con ellos, tirando de una anilla que el animal aferraba con los dientes, o les lanzaba una pelota o un juguete que emitía un chillido al apretarlo. Les hablaba con voz afectuosa, les decía palabras cariñosas, les explicaba quiénes eran y les contaba cosas de su propia vida y de temas que le interesaban, señalándoles las formas de las nubes.
Toby tenía veinte años. Era espigado, de pelo oscuro y tenía una cara alargada con grandes y dulces ojos castaños. Era un muchacho tranquilo. La gente le aturdía, y cuando hacía acopio de coraje para hablar con alguien, las palabras volaban de su mente cual pájaros asustados ante el ataque de un gato. Vivía en un cuarto amueblado en la ciudad, que le alquilaba una viuda muy amable, llamada señora Harris. El hijo de la señora Harris había muerto en Vietnam, y Toby ocupaba la habitación que había sido del muchacho. La ayudaba en las tareas domésticas más pesadas y le cuidaba el jardín; cuando ya llevaba unos meses viviendo en la casa, la mujer le dijo que no le cobraría más el alquiler. Toby le daba algo de dinero todas las semanas para la comida, y realizaba todas las reparaciones necesarias en la casa. La viuda cocinaba, y Toby comía con ella y con su hija. Ésta era fea y estaba excedida en peso. Al cabo de poco tiempo de haber alquilado el cuarto, Toby fue seducido por ella y, a partir de aquel momento, la muchacha se introducía en su cama una o dos veces por semana. Era una mujer insaciable y, al principio, Toby se asustó, pero en cuanto se hubo acostumbrado, sus relaciones funcionaron a las mil maravillas.
Toby siempre se había sentido a gusto y feliz con los animales. Con cualquier clase de animales. No lograba comprender por qué otras personas no experimentaban lo mismo, y tan raras veces sabían cómo tratarles. Todo lo que uno debía hacer era acercarse a ellos, mirarles fijamente a los ojos, observar cómo se movían sus cuerpos y relajarse; entonces uno empezaba a sentir lo mismo que ellos sentían, no exactamente lo mismo, porque siempre era una sensación vaga, como la niebla arremolinándose en el bosque, pero lo suficientemente intensa como para saber qué hacer, y entonces uno sólo tenía que hacerlo, despacio y con cuidado, adaptándose a los cambios que percibía en el animal, y luego ellos le comprendían a uno, y todo salía a pedir de boca y se podía hacer lo que tuvieran que hacer juntos. Con los perros, era mejor. Todo resultaba más fácil que con otros animales. A menudo hablaba con ellos. No mediante palabras, sino más bien como si se estableciera un intercambio de fuerzas, palpándoles con las manos, estableciendo contacto con alguna zona oscura de la mente, pero siempre hablando, y se entendían mutuamente. A veces la comprensión residía simplemente en llegar al entendimiento de no violar los derechos del otro, pero, en verdad, era tan efectiva y profunda como cualquier otra.
Toby había deseado ser veterinario. Tardó cinco años en cursar los estudios secundarios, y aun así, luego se preguntaba en qué habían consistido aquellos estudios, y ninguna de las facultades de veterinaria a las que presentó la solicitud de ingreso quiso aceptarle. Su consejero logró por fin que le admitieran con carácter condicional en una de New Hampshire, pero él no alcanzaba a comprender los textos y, al cabo del primer semestre, le suspendieron en los exámenes. Regresó a su casa, y se puso contento al poder ingresar en el C. P. C. como limpiador de perreras. Un supervisor no tardó en darse cuenta de sus facultades. Le pusieron a trabajar con los cachorros, y Toby se sintió más feliz de lo que jamás se hubiera imaginado. En un corto tiempo llegó a conocer, al menos de una manera superficial, a todos los perros del Centro y consideró que, en cierto modo, todos le pertenecían. Amaba en especial un macho enorme llamado King’s Indian. Todo el mundo quería a Indian, incluso las personas a quienes no les gustaban los perros, y de éstas había muchas en el C. P. C. Indian era grande y hermoso, un animal fuerte, cordial e inteligente, con un espíritu alegre. No se destacaba bajo ningún aspecto en especial, pero poseía, con la firmeza de una roca, todos los rasgos deseables del espectro, y era un reproductor de un control excepcional. Raras veces mitigaba las características dominantes de la hembra en la progenie, y era altamente eficaz en cuanto a corregir sus defectos. No se destacaba por haber producido una mutación genética extraordinaria en los perros de C. P. C., pero había contribuido, de una manera poco común, a mejorar sus características, lenta y permanentemente, por lo cual se le utilizaba con más frecuencia que a cualquier otro de los reproductores.
Buena parte de su tiempo libre, Toby lo pasaba con Indian. El contacto de la enorme lengua rosada del animal al lamerle la cara era para él como un beso de la mujer amada. Suspiraba por Indian, como suspira un joven poeta por una mujer madura de sublime belleza. Sabía que Indian jamás podría ser suyo; sin embargo, soñaba con el perro, y su corazón latía con más fuerza cuando se acercaba a su cubil. Estaba obsesionado con el animal. Se inquietaba, se sumía en la melancolía, empezaba a perder peso. Una tarde, mientras jugaba con algunos de los cachorros de Indian, quedó perplejo ante la súbita revelación de que Indian vivía en sus vástagos; de que, si bien le estaba vedada la posesión del propio Indian, podía poseer, si se lo proponía, uno de sus hijos; y aquel mismo día, mientras acariciaba la ancha cabeza de Indian y le contaba la idea que se le había ocurrido, el perro sentado ante él con los ojos semicerrados de gozo, Toby sintió que Indian le comprendía y consentía, y que infundiría su alma en uno de sus cachorros con el fin de poder ir a vivir, espiritualmente, con Toby y ser feliz con él.
Karla Vom Hanckschloss fue la hembra elegida por Toby. Era un animal de recio carácter, que causaba muchos quebraderos de cabeza al personal del C. P. C. Pero ello se debía a que vivía su propia vida, a que estaba menos dispuesta a transigir y a que no se dejaba intimidar por los seres humanos. Exigía una relación más compleja. No todas las personas la comprendían o sabían tratarla como correspondía. Pero era un excelente animal, quizá la mejor hembra del Centro, si uno llegaba a comprenderla como Toby la comprendía. Era la hembra ideal para Indian: eran tal para cual. Y, a través de su hijo, Toby les tendría a ambos consigo.
Era necesario cometer un robo, aunque Toby no lo consideraba como tal. Él no era un ladrón o una persona deshonesta. Se trataba simplemente de un medio de adquisición. El Centro no vendía perros. Conservaba a sus animales o les eliminaba eutanásicamente, sin excepciones.
Toby seleccionó un cachorro de fuerte contextura y muy independiente, un pequeño baladren testarudo que, de alguna manera, debía de presentir la fuerza de la herencia, aunque le faltaban aún muchos meses para adquirir aquella fuerza, y por ello interpretaba su papel de una manera jactanciosa, que resultaba divertida. Toby le adoraba. Le apenó el hecho de que, a él y a dos de sus hermanos, les marcaran para ser sometidos a un mínimo grado de socialización, lo cual significaba que no podría estar mucho tiempo con él; pero se conformó, pues sabía que sería por un corto lapso.
Esperó a que el cachorro tuviese cuatro meses, porque deseaba que ya hubiera dado un paso hacia la madurez y porque el animalito se encontraba en plena fase del programa de stress, durante las primeras semanas, y en cualquier momento podía aparecer alguien para llevárselo a cualquier otro lugar del establecimiento. Pero, en cuanto el cadillo cumplió las tres semanas, cada día llegaba al trabajo dispuesto a llevárselo, y esperaba a que se le presentase la ocasión, que no tardó en llegar. Una tarde a última hora, todo el mundo estaba ocupado en algún otro lado, y en el área de las perreras no había personal. El control de los movimientos de los animales no era muy estricto. Los cuidadores debían firmar por los perros que sacaban en la cabina situada al final del pasillo, donde, por la noche, un sereno leía o bien contemplaba la televisión, dando una vuelta por las perreras cada dos horas para verificar que no hubiera algún problema, pero nadie prestaba mucha atención al reglamento, y los cuidadores siempre se olvidaban de anotar algún que otro perro o bien anotaban movimientos adicionales para justificar sus actividades del día, antes de marcar la tarjeta en el reloj de control.
Fue muy simple. Toby abrió la perrera, enganchó una traílla al collar del cachorro, entornó la puerta para que pareciera cerrada y se fue a través del campo de entrenamiento en dirección al bosque. Luego se adentró en él hasta el linde por un camino lateral, donde terminaba la propiedad del C. P. C. Un cartel clavado en un árbol rezaba:
Propiedad Privada
Centro para el Perfeccionamiento de la Conducta
No pasar
Cuidado
Perros adiestrados para el ataque
En realidad, sólo unos pocos perros eran entrenados como guardianes, y se les mantenía bajo estricta vigilancia. Sin embargo, el cartel servía para alejar a los curiosos, y como sea que el Centro estaba en cordiales relaciones con la comunidad, nadie formulaba objeción alguna.
Toby cambió la traílla por una cadena con el fin de que el cachorro no se liberara de ella mordiendo la correa, y lo dejó atado a un arbolito. Al tiempo que le daba unas palmadas en la cabeza, le dijo:
—Ahora espérame aquí. Todo saldrá bien. Ya verás. Vas a tener un hogar. Volveré en un par de horas. Pórtate bien.
El perro no le prestó interés.
Toby regresó a su tarea, y dos horas más tarde, cuando salía del aparcamiento, habiendo concluido la jornada, todavía no se había descubierto la ausencia del cachorro. Toby estaba sudando. Al tomar la autopista casi chocó contra un mojón. Tuvo que hacer un esfuerzo para serenarse y mantener una presión constante en el acelerador. Cuando enfiló el camino del bosque le temblaban las manos. El cachorro estaba tendido en el suelo mordisqueando una ramita. Levantó la cabeza al acercarse Toby, movió la cola una vez y se concentró de nuevo en la rama. Toby le desenganchó la cadena y tomó al cadillo en sus brazos, estrechándole afectuosamente. Las lágrimas asomaron a sus ojos. Le llevó hasta el auto y le dejó sobre el asiento trasero. El cachorro investigó, saltó al piso del vehículo, lo olfateó y se trepó de nuevo al asiento. Toby puso el motor en marcha y giró. Al cadillo no le gustó el mullido asiento. Saltó otra vez al piso y se enroscó en él, bostezando.
Toby se dirigió al centro comercial y aparcó. El cachorro levantó la cabeza. Toby le dijo que regresaría en seguida. El animalito bajó de nuevo la cabeza y cerró los ojos. En el supermercado, Toby llevó el carrito hacia la sección de artículos para animales domésticos, donde pasó varios minutos decidiendo qué comprar, sumamente excitado. Adquirió un bebedero y un bol para la comida, un collar de cierre automático importado de Alemania, una traílla de adiestramiento, dos pelotas de goma dura y unos cuantos juguetes para morder. Compró dos docenas de latas de comida para perros y una bolsa de veinte kilos de harina. Luego fue cargando apresuradamente los artículos de la lista que le había dado la señora Harris.
Pagó en la caja y se balanceó sobre los talones mientras la empleada colocaba en las bolsas de papel los diversos productos. Los colocó en el carrito y se dirigió al aparcamiento.
Se había olvidado del lugar donde había dejado el auto. Empezó a ir de un lado para otro con el carrito, buscándolo. Su angustia iba en aumento. Aquí, aquí mismo había dejado el vehículo, estaba seguro. Pero en su lugar había una camioneta rural de color rojo. Recorrió la zona de aparcamiento una vez más, realmente asustado. Un par de personas le observaban con curiosidad.
El coche había desaparecido.
Era imposible, pero no podía dudarlo más. Se mordió el labio, cerró las manos clavándose las uñas en las palmas y se apretó las mejillas con los puños cerrados. «¡Mi cachorrito!».
Abandonó el carrito y corrió a la cafetería en busca del teléfono público. Hurgó en los bolsillos buscando una moneda. Notó que no llevaba las llaves del auto. Trató de recordar. Había tirado del freno de mano y se había girado para decirle al cachorro que regresaría en seguida. Había sacado las llaves del contacto… No, no pudo recordar haberlo hecho; sólo había descendido del vehículo… «¡Oh, maldito sea!».
Marcó el número de la operadora, sintiéndose morir de angustia durante la espera, hasta que atendieron su llamada.
—Póngame con la policía —dijo—. ¡Es urgente!
Cheryl tenía quince años, pero aparentaba tener veinte, lo cual constituía uno de los problemas; a los doce años, se había acostado por primera vez con un muchacho, y desde entonces muchas veces más. Su padrastro la atrapó un par de veces y le propinó unas palizas tan sensacionales, que tuvo que quedarse en casa sin poder ir a la escuela. Era un podrido hijo de puta, que le pegaba porque hacía con los muchachos lo que él hubiera querido hacer con ella. Lo intentó una vez, pero cuando ella se lo contó a su madre, ésta sólo le encajó una bofetada y le dijo que era una ramera mentirosa. Su madre bebía tanto como su padrastro.
Melissa tenía catorce años. Sus padres poseían mucho dinero y no bebían, pero ella les odiaba igualmente porque nunca le dejaban hacer nada y siempre la importunaban queriendo que fuese distinta de como era. Sus padres no la comprendían en absoluto. Melissa y Cheryl estaban planeando fugarse, y Melissa le había robado a su padre una suma de dinero, con el que podrían arreglarse hasta que consiguieran un empleo. Se dirigían a Nueva York, al East Village, y si no les gustaba se marcharían a San Francisco o tal vez a Los Angeles. Sabían que tenían atractivos suficientes como para poder ascender al estrellato cinematográfico.
Estuvieron sentadas en la cafetería con un par de muchachos bien parecidos desde la salida de la escuela, y ahora eran más de las seis, demasiado tarde para llegar a casa a la hora de la cena. Puesto que de cualquier manera las recibirían a gritos, decidieron irse al cine. Cuando cruzaban la zona de aparcamiento, Cheryl vio las llaves en el viejo Corvair. Se detuvo, le pegó un codazo a Melissa y señaló con el dedo. Echó una ojeada a su alrededor, pero nadie les prestaba atención.
—Podríamos estar en Nueva York antes del amanecer.
—¡Oh, diablos! —exclamó Melissa.
—¿Llevas el dinero encima?
—Claro. Pero, no sé, Cheryl. Quiero decir que… ¿y si nos atrapan?
—No nos cogerán. Pero aunque así fuera, las cosas no pueden estar peor en casa, ¿no es cierto? Y además a nosotras no nos han arrestado nunca por ningún delito, por lo tanto el juez se limitará a dejarnos ir, bajo libertad vigilada o algo así.
—Pero… —dijo Melissa, retorciéndose las manos con nerviosismo.
—No hay pero que valga. Decidimos largarnos, ¿no es así? Entonces, ¿qué estamos esperando? No se nos presentará una ocasión mejor que ésta.
Melissa se encogió de hombros. Luego se precipitó hacia la portezuela del Corvair, la abrió de un tirón y se metió dentro de un salto.
—¡Vamos! ¡En marcha!
Cheryl se volvió hacia el costado del volante. Giró la llave del contacto y el motor arrancó.
—¡Qué fenómeno! —exclamó, y puso la primera sin vacilar un instante.
Cuando ya llevaban recorridos unos ochenta kilómetros, Cheryl tenía los ojos irritados y lagrimosos, le chorreaba la nariz y no cesaba de estornudar.
—Tienes un aspecto como si te fueras a morir —le dijo Melissa, preocupada.
—¡Dios mío, así es como me siento! —Estornudó de nuevo, cubriendo el parabrisas de nuevas gotitas—. Es un perro; el hijo de puta dueño del auto debe de tener un perro. Soy alérgica a los perros. En cuanto entro en casa de alguien que tenga un perro, empiezo a hincharme. ¡Santo Dios, me siento morir!
—¿Qué podemos hacer?
—Seguir adelante —contestó Cheryl, sombría—. Ahora es demasiado tarde. Nos detendremos en alguna farmacia y compraré un antihistamínico. A veces alivia.
Quince kilómetros más adelante, se sobresaltaron al escuchar una especie de gemido soñoliento, mitad gañido, mitad ladrido. Melissa se arrodilló en el asiento, mirando por sobre el respaldo a la parte trasera.
—¡Cheryl, hay un perro aquí!
El cachorro se desperezó, contempló a Melissa, algo adormilado, y profirió un sonido interrogador. Tenía hambre.
El auto se estaba acercando a una estación de servicio, iluminada por luces de arco. Cheryl frenó y espió por encima del hombro.
—Deshazte de ese maldito animal —dijo.
—Es sólo un cachorrito.
—No me importa, aunque sea un muñeco de trapo. Veinte minutos más en este estado, y deberán ponerme una máscara de oxígeno.
Aspiró ruidosamente por las narices y se frotó los húmedos y enrojecidos ojos. Melissa cogió el perro y abrió la portezuela.
—Lo lamento, chiquito, pero ya encontrarás a alguien que cuide de ti.
Le dio un empujón al cadillo y cerró la puerta.
Cheryl aceleró y el vehículo salió disparado, levantando una nube de tierra y grava. El perro contempló las luces traseras del coche que se alejaba; luego lanzó un gañido.
Aquella noche, Alex Bauer se detuvo a cargar gasolina. Puso al cachorro en su auto, y al cabo de una semana el animal ya tenía nombre: se llamaba Orph.
Tres semanas después de haber sido robado, la policía de la ciudad de Nueva York recuperó el Corvair de Toby. No pudieron localizar al ladrón. Tampoco pudieron informar a Toby qué le había sucedido a su perro. Toby consideró el hecho como un castigo de Dios. Se sentía demasiado atormentado por el remordimiento y estaba demasiado asustado como para realizar más indagaciones. Durante años, y con profunda tristeza, se preguntó qué se había hecho del perro.
Dr. Nathan Mills
Presidente del Centro para el Perfeccionamiento de la Conducta
One Dag, Hammarskjold Plaza
Nueva York, N. Y.
Querido Nate:
Agradezco tu carta del 25 del actual. Lamento haber omitido formularte ulteriores comentarios sobre el perro faltante, pero consideré que esta clase de detalles administrativos eran los que te hacían perder tiempo. No se te escapa nada, ¿no es cierto? Adjunto una fotocopia que, según me temo, no te servirá de mucho. Las fichas de salida no estaban completas (ése es uno de los problemas con que debemos lidiar con respecto a los adiestradores: la falta de disciplina), por lo tanto, interrogué a todo el personal del sector, sin resultado alguno. Hicimos dos batidas por los alrededores y pusimos avisos en los diarios locales durante dos semanas (con toda discreción, por supuesto, pues corren infinidad de rumores, que parecen extraídos de una historieta de horror, con respecto a lo que aquí hacemos). El resultado final fue totalmente nulo. Comprendo que esta clase de irresponsabilidad es inadmisible, pero lo más que hemos logrado es llegar a la conclusión de que alguien se olvidó de correr el cerrojo y el cachorro simplemente se escapó. Sólo Dios sabe adónde. Nosotros lo ignoramos. Hemos reprendido en forma a todo el personal. No volverá a suceder. Todo cuanto puedo decir es: indiquen a Contaduría que anoten en el haber, en concepto de pérdida matériel, la suma de 350 dólares, aproximadamente.
Lamento que esta información no haya sido incluida en el informe trimestral, pero, repito, consideré que eran datos superfluos.
Saludos para Joan y los chicos.
Tuyo,
Dr. Chaim Mendelberg
Director del Centro para el Perfeccionamiento de la Conducta
Departamento de Nueva Inglaterra