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El sol calentaba vigorosamente y el aire estaba embalsamado; las hojas tenían un tierno color verde. Era un día que invitaba acerbamente a gozarlo, pero Bauer no podía responder a la invitación: el tedio era su enemigo.

Los estudiantes tomaban el refrigerio a la sombra de un frondoso roble. El arquitecto había conservado el árbol como áncora visual. El edificio de ladrillos del Tully English Hall, de forma achatada, constituía su contrapeso en el ángulo opuesto del patio cuadrangular. En medio del grupo de estudiantes, dos perros yacían en el suelo, con la cabeza entre las patas delanteras, siguiendo con la mirada los movimientos de las manos de aquellos que se llevaban la comida a la boca. Cuando caían algunas migajas, se abalanzaban sobre ellas. Otro animal vagaba sin rumbo. Se detenía, husmeando, para escarbar el suelo, y se escabullía en cuanto alguno de los estudiantes trataba de llamar su atención para que se le acercara.

En el centro del patio, un perdiguero labrador negro corría siguiendo el vuelo de un disco de plástico. Cada vez que el disco era lanzado fuera del círculo de jugadores, el perro se precipitaba tras él, saltaba y lo cazaba al vuelo con la boca; luego giraba en redondo, sosteniendo su trofeo en alto. Dos perros más pequeños le seguían, ladrando de envidia. El labrador aminoraba el paso con ánimo de fastidiarles, y luego los hacía rodar por el suelo con un golpe de sus cuartos delanteros o emprendía de nuevo la carrera. Devolvía el disco a uno de los jugadores, moviendo la cola, y se aprestaba para el próximo lanzamiento.

Eran varios los perros que merodeaban por el predio de la escuela. Algunos tenían dueño, la mayoría, simplemente habían sido llevados de un apartamento a alguna casa de alquiler, para acabar abandonados luego, y unos pocos eran perros vagabundos que hacían su aparición de cuando en cuando en busca de un bocado o con el propósito de remover el contenido de algún cubo de basura, o bien, con menos frecuencia, para mendigar un poco de afecto. El otoño anterior, un gozque de color canela había mordido a la esposa de un profesor y a su hijito. Se presentó un policía motorizado del Estado, mató al perro de un balazo y lo llevó a Covington, a los efectos de determinar si estaba rabioso. El resultado fue negativo, pero a pesar de ello un funcionario de salud pública compareció a los pocos días con el fin de hablar ante una asamblea de estudiantes sobre los problemas que planteaban los perros perdidos y sin dueño, tema de preocupación constante para las autoridades de Covington. Sin embargo, su visita no tuvo ningún efecto apreciable.

Bauer cruzó el patio hasta el Tully Hall, un edificio de dos plantas, con un pasaje central abovedado. La hiedra trepaba hasta lo alto de sus muros laterales. El despacho de Bauer estaba situado en el segundo piso. Tenía un ventanal altísimo a través del cual la luz entraba alegremente a raudales desde fines de la primavera hasta el fin del verano. En invierno, el sol daba sobre el ala opuesta, y el despacho quedaba sumido en una opaca claridad grisácea. Bauer había hecho pintar las paredes de amarillo, pero ello no había tornado más cálido el invierno.

Tomó una pila de cuadernos azules del extremo de un estante para libros y se sentó ante el escritorio con el fin de calificarlos, escribir a máquina un comentario para cada uno de ellos y abrocharlo en el interior de la contratapa. Aquélla era la hora abierta a las entrevistas, pero no esperaba que se presentara nadie. Sólo media docena de los estudiantes que asistían a sus clases habían recurrido a él durante el último trimestre, y de todos ellos, uno lo hizo buscando alguna suerte de terapia, más bien que consejo académico. Aquello tenía gracia: ¡Bauer convertido en consejero psicológico! Temió que el muchacho le abriría los más profundos reductos secretos de su alma, que no podría dominarse, y entonces él eludió la posibilidad de tener que asumir tanta responsabilidad. Al fin, había actuado como un amigo benévolo (al menos, eso era lo que creía; en realidad, se vio trascendido por la autocompasión del muchacho). Nunca supo si le había ayudado o no. El chico abandonó la escuela.

Llegó al cuaderno de Lesley Burrows —una estudiante reservada y muy aplicada— y recordó que le había prometido hablar con Farrell acerca de ella. Se dirigió a la otra ala del edificio. La puerta del despacho de Farrell estaba cerrada. Golpeó con los nudillos.

—Adelante.

Bauer abrió la puerta y asomó la cabeza. Farrell, con corbata y la chaqueta puesta —era uno de los pocos profesores que usaban aquellas prendas— estaba con un estudiante.

—Discúlpame, quisiera hablar contigo cuando dispongas de un minuto.

Farrell pareció ponderar sus palabras.

—Bien —dijo—. Aguarda en el vestíbulo, ¿quieres?

—Por supuesto.

Bauer prendió un cigarrillo. Nadie hacía caso de los letreros que decían: PROHIBIDO FUMAR, ni siquiera los conserjes, que tenían que barrer las colillas. Tosió. Había dejado el tabaco, con sumo esfuerzo, hacía unos diez años, pero luego volvió a habituarse cuando arrestaron a DiGiovanni.

Esperó durante quince minutos, la mitad de los cuales transcurrieron después que se hubo retirado el estudiante.

Aquello era muy del estilo de Farrell. Si se encontraba solo, le decía a uno que estaba enfrascado en un asunto apremiante, que tuviese la amabilidad de esperar. Si uno le telefoneaba, se hallaba en la mitad de algo, y sólo al cabo de un par de días se dignaba tener la atención de devolver la llamada.

—Entra, Alex.

Farrell se subió los puños de la camisa y empezó a llenar la pipa sirviéndose de una tabaquera de madera labrada. Apisonó el tabaco y lo encendió, aspirando reiteradas veces hasta que empezó a arder de manera uniforme. Luego hizo girar el sillón para encararse con Bauer. A sus espaldas, las obras de los autores isabelinos y jacobinos, en antiguos volúmenes de lomo dorado, estaban cuidadosamente alineadas en los estantes de nogal. En las paredes laterales colgaban, lujosamente enmarcadas, páginas de la «Wintergreen Poetry Review», de la cual Farrell era el director, con dedicatorias de los autores.

—¿De qué se trata?

—Tengo una alumna, llamada Lesley Burrows, que…

—Sí, ya sé. Solicitó pasar al curso superior de lenguaje. Rechacé su petición.

—Está capacitada para ello —insistió Bauer.

—Eres el único que así lo cree. Apenas logró pasar las demás materias.

—Ha faltado de la escuela durante un tiempo. Todavía anda a tientas.

—Y tú, ¿la tientas a ella?

Bauer ignoró la pregunta.

—Mira, Farrell, es una muchacha endemoniadamente inteligente.

—Estamos hablando de un curso superior —señaló Farrell—. Ella no es una estudiante superior. La respuesta me parece evidente, ¿no crees?

—No. Es una chica que ha leído mucho y tiene buena redacción. Quiere pasar a ese curso; creo que será conveniente para ella y que sabrá desenvolverse bien.

—Me sorprende que una estudiante pueda conferirte su confianza. En una ocasión, le sugerí a Conde que tus antecedentes constituirían un foco de animación para la clase. Ofrecen cierto entretejido ético y moral muy interesante, ¿no te parece?

—No para otro que no sea yo mismo.

—¡Oh, te equivocas en ese punto! La «New York Review of Books» te mencionó en relación con aquel caso de Detroit. Y en Filadelfia, el gobernador citó tu testimonio como parte de su argumentación.

—Quiero que Lesley Burrows siga ese curso, Farrell.

—Tenacidad. Decisión. Admirables cualidades, Alex. Sigue cultivándolas: a veces pueden proporcionar integridad y fuerza de carácter. No creas que no te compadezco…, debe de ser endemoniado hacer un balance de las propias acciones y descubrir que arroja un saldo negativo.

Poder apasionarse, aferrarse a una convicción, ¡Dios, qué magnífico sería! Bauer le espetó:

—¡Eres un imbécil!

—Es posible; pero con principios.

Bauer dejó caer dos manuscritos sobre el escritorio de Farrell.

—Esto demuestra que la muchacha está preparada. Si tú no lo crees así, entonces se los llevaré a Pritchard.

Se dispuso a abandonar el despacho.

Farrell dijo:

—Ayer me encontré con Ursula en la ciudad. Una de las cosas que no puedo censurarte es tu buen gusto por las mujeres. Fuimos a tomar una copa. ¿Quieres que la salude de tu parte la próxima vez?

—Por supuesto, somos conocidos.

Bauer cerró la puerta tras de sí.

La esposa de Farrell, Hilary, había acosado a Bauer con el entusiasmo de un delfín juguetón en cuanto él llegó a Wintergreen. El hecho no era particularmente halagador, por cuanto casi toda criatura sin senos la excitaba. Felizmente, ello brindó a Farrell excusas para sus propios galanteos, que eran muchos. Charlando, entre copa y copa, Farrell había explicado que estaba casado meramente en un sentido técnico: Hilary era su casera, su cocinera y su secretaria, de modo que cualquier placer primitivo que ella pudiera procurarse gracias a su cándida personalidad, para él no tenía mayor importancia que los devaneos de una sirvienta. Farrell dedicaba muchas energías a remover el pozo de la amargura que constituía el núcleo de su ser: la amargura de haber sido rechazado en Cambridge, en su época de graduado, de no haber conseguido una cátedra en Harvard, de ver su librito sobre Herrick hecho papilla por sus pares.

La clase de Bauer era muy animada. Aquel semestre dictaba un curso de literatura norteamericana. No estaba calificado para ello, pero en el departamento faltaban profesores de la materia. Pritchard, el presidente —que debería haberse retirado hacía varios años, pero que se mantenía obstinadamente en el cargo con el solo objeto de evitar que Farrell, a quien detestaba, ocupara la presidencia— le había dicho a Bauer que no se preocupara. «Usted sabe leer, ¿no es cierto? Usted es una persona inteligente, ¿no? Entonces, léase los buenos textos de crítica y podrá enseñar con tanta eficacia como cualquiera. Éste es un curso de introducción, eso es todo. No se preocupe». Y Pritchard tuvo razón, lo cual, en cierto modo, fue una decepción para Bauer. Su recelo había sido como una brillante mancha de color en el paisaje de su malestar.

La clase leía Moby Dick, y a la mayoría de sus alumnos les encantaba. Se desencadenó una interesante discusión, que se hizo más acalorada hacia el final. Bauer fue aclamado. Emerson no logró causar más que un efecto soporífero, a excepción de una débil reacción con su Trascendentalismo; Hawthorne les aburrió, y Bauer no creía que Poe o Crane fuesen mucho de su gusto. Abrigaba ciertas esperanzas con respecto a Twain.

Al término de la hora, un grupo se demoró con el fin de prolongar la discusión, pero no tardaron en perder interés, renuentes a desperdiciar su tiempo libre de aquella manera. Con breves frases de salutación (Adiós, profesor Bauer y Hasta la vista, Alex) se fueron despidiendo.

Kathy Lippman fue la última. Se acercó a su escritorio, mientras él cerraba la cartera.

—La clase de hoy fue realmente estupenda —le dijo—. Logró que todo el mundo participara.

Bauer sonrió:

—Gracias. Anduvo muy bien.

Kathy Lippman tenía el cutis blanco y una larga cabellera de pelo castaño. Sus pechos eran grandes y, en conjunto, estaba ligeramente entrada en carnes. Tenía un aire ingenuo.

—Me gusta su modo de enseñar. Jamás pensé que podría interesarme por esos personajes, pero usted consiguió que llegara a comprenderlos y me causaran gran impacto. Y, bueno, quería darle las gracias.

Parecía decirlo con toda sinceridad.

—Aprecio tu gentileza —repuso él—. Tú te defiendes muy bien.

Aquello pareció complacerla.

—Me leí Moby Dick hasta el final —explicó—. No podía esperar. Pero, en verdad, después de leer las primeras páginas, pensé que sería un tedioso sermón cristiano.

—Tedioso, no; pero es un sermón, si por sermón entendemos la expresión de una personal visión ética.

—Cuando Achab dice: «Ahora te conozco, conozco tu espíritu diáfano, y ahora sé que tu verdadero culto es el sacrificio…».

—Sí.

Fue demasiado brusco. Ella se sintió ofendida.

—¿Le estoy haciendo perder tiempo? Lo lamento. Sólo quería aclarar algunas cosas…

En su turbación, se le quebró la voz.

—No —respondió él—. De ninguna manera.

Pero ella no pareció convencida. O bien, se complacía en mostrarse apesadumbrada. A Bauer le pareció perverso de su parte haberse librado a aquella especulación.

—Lo analizaremos en clase —agregó ella.

—Si no, podemos convenir una cita y charlaremos sobre ello.

—Está bien.

Pero no era suficiente. Bauer se sintió molesto consigo mismo. A los estudiantes se les puede frustrar si uno se los saca de encima cuando están excitados por algo.

—¿Hacia dónde vas? —le preguntó—. Yo voy en dirección al Pabellón de Ciencias.

—Bien. Tengo que hacer algo allí. Le acompañaré.

Bajaron los escalones y salieron. Los estudiantes tomaban el sol en el patio. Un grupo jugaba a las cartas; unos pocos holgazaneaban, leyendo algún libro. Kathy llevaba un perfume de almizcle. Resultaba agradable.

—¿Dónde dictaba clases antes? —inquirió.

—No lo hacía.

De pronto, Bauer lamentó haberla alentado. No quería hablar de sí mismo. Le gustaba Wintergreen por una razón: de acuerdo con sus disposiciones, él debía hablar y exponer ideas, aunque fueran las ideas de otros. Tenía poco que decir de su propia cosecha.

Wintergreen era una pequeña escuela no diferenciada (sin «grados» en el sentido tradicional), un sustituto del college, una especie de paso intermedio para chicos impertinentes, perezosos o retardados, de entre aquellos que se orientan hacia los estudios académicos. La escuela aceptaba a los expulsados de otras escuelas, a los que abandonaban los estudios, a los toxicómanos, a los extravagantes, a los inadaptados sociales y a los pasmarotes e incapaces. La mayoría dejaba la escuela al cabo de uno o dos semestres, y los que se despertaban intelectualmente solían ingresar en alguna otra parte con el fin de graduarse.

Las clases exigían bastante de Bauer, pero no demasiado. Cuando estaba solo, escuchaba música o miraba la televisión. De noche, dormía de nueve a diez horas. A veces, leía novelas policíacas.

—¿No? —dijo Kathy—. ¡Ah, es cierto! Oí decir que trabajaba para un periódico o algo parecido.

—Así es.

Caminaron en silencio. Un muchacho seguía a Kathy con la mirada. La chica era atractiva, se dijo Bauer. Se movía con una asombrosa coordinación. Había una despreocupada y saludable feminidad en su porte. Bauer se tornó consciente de su propio físico. Era alto y desgarbado. Sus miembros parecían actuar en asociación forzada, como si siempre tuvieran que estar alerta para el siguiente movimiento, aprestándose a cooperar con el fin de que él pudiese andar por el mundo sin tropezar con los objetos o dar de narices en tierra. Los cabellos tendían a precipitarse sobre su frente, por cuyo motivo los mantenía cortos. Aún no habían empezado a caérsele, pero comenzaban a tornarse grisáceos en algún que otro mechón. Su rostro era alargado, de pómulos prominentes, y tenía una expresión de adolescente. Cuando era más joven, las mujeres adoptaban una actitud maternal para con él, de lo cual había sacado ventaja en más de una ocasión. Ahora, ello ya no le agradaba; se habían terminado los placeres de la adolescencia. Era delgado, y a veces se entregaba durante largos meses a orgías calóricas, tratando de rellenar algo más su figura. Usaba anteojos. No importaba qué tipo de montura eligiese, las gafas siempre le otorgaban una expresión vivaz, lo cual constantemente provocaba expectativas específicas en los demás. En el pasado, había tratado de no defraudar dichas expectativas, sin lograrlo jamás, por lo que su actitud adquiría un aire afectado, y la gente se sentía decepcionada.

Kathy parecía cómoda en su mutismo. A Bauer le pareció oírla tararear una canción en voz baja. Se quedó perplejo. Llegaron a la altura del Pabellón de Ciencias.

Kathy le preguntó:

—¡Ah! ¿Fuma usted?

—Sí —repuso él, con cierto asombro.

La muchacha extrajo una cajetilla del bolsillo y la sacudió para sacar un cigarrillo de marihuana, y entonces él comprendió. ¡Dios santo, qué abismos separaban a las personas!

—Tome. —Kathy le alargó el cigarrillo sin hacer esfuerzo alguno para ocultarlo—. Es una hierba muy buena de Jamaica, muy estimulante. Gracias por haber estado tan tremendo. Es usted real. Que se divierta, le veré el lunes.

Y subió la escalinata del Pabellón de Ciencias.

Bauer se quedó contemplándole el trasero. Parecía firme, hasta tenso, bajo la tela tirante de sus tejanos. Imaginó la suavidad del hoyuelo en el extremo inferior de la espina dorsal, el marcado pliegue definitorio en la base de las nalgas, donde nacían los muslos. Experimentó una leve erección, una reacción exclusivamente física. El plasma germinativo era el motor del organismo; en sí mismo era sólo un viajero vagabundo.

Salió del predio de la escuela y enfiló la Wolsey Road. Su casa estaba situada a poco más de un kilómetro y medio de distancia. Se había comprado una bicicleta en cuanto se mudó al lugar —era saludable para el corazón y los pulmones, un placentero ejercicio para los músculos—, pero prefería caminar cuando las condiciones meteorológicas no eran infames, y aun con frío y lluvia, porque caminando invertía más tiempo. La carretera seguía el curso del río Macamook, que corría a su izquierda. Entre el camino y el río se extendía una franja de tierra poblada de árboles y arbustos achaparrados. A la derecha, la vegetación era boscosa, quebrada por algún que otro prado, y dos arroyuelos pasaban por los conductos abiertos bajo la carretera, para desembocar en el río. Los montes se elevaban en los cuatro puntos cardinales. Unas nubes dispersas se acercaban por el oeste, y el sol poniente les teñía las enormes panzas de un tinte rosado.

«¿Soy real? —pensó—. Kathy Lippman así lo cree. Me dio el cigarrillo para demostrarlo. Drogarse es rendir un homenaje a lo real. ¿Es así? Este asfalto, la corteza de los fresnos, todo eso sí que es real. Aquel halcón, o lo que sea, que vuela en lo alto. Los gladiolos, el amor, las ballenas blancas y el espacio curvo. Las ardillas en celo. El tiempo. Siéntese sobre mi rostro, señorita Lippman, y conozca la esmaltada realidad de mis dientes».

Trató de distraerse. No se podía creer en nada. Se puso una brizna de hierba en la boca. La masticó, concentrándose en su sabor, y desechó las preguntas que le asaltaban. Cuando se ablandó, escupió el hierbajo y recorrió la distancia restante silbando las briosas marchas de Sousa.

El alquiler de la cabaña de troncos prefabricada incluía seis acres de tierra, en uno de los cuales se habían talado los árboles; era en el centro de aquel claro donde se levantaba la cabaña. Se habían plantado arbustos ornamentales, pero no resistían las inclemencias del tiempo y siempre estaban achacosos, moteados de herrumbrosas hojas muertas. Los troncos de la cabaña habían sido unidos torpemente. En algunas partes él mismo tuvo que tapar las hendiduras, así como clavar un burlete en los resquicios de las ventanas. Los ratones se lo iban llevando a pedazos para hacer sus nidos. Al igual que en muchas otras viviendas a lo largo del Macamook, el sistema del pozo séptico descargaba los residuos en las aguas del río. El consejo sanitario del condado había advertido que en aquel sector muy pronto no sería posible bañarse ni pescar; sin embargo, debido a los altos costos, no lograba el apoyo necesario para la ejecución de un programa correctivo. En invierno, en los bosques cercanos habían abierto una ruta mediante vehículos quitanieves y el fragor de las máquinas quebraba el silencio y aterrorizaba a la fauna de la zona. En marzo, un borracho se hundió en las heladas aguas del Macamook, al romperse el hielo, y se ahogó.

Bauer introdujo la llave en la cerradura. Al otro lado de la puerta, la cola de Orph tamborileaba contra el piso. Bauer abrió, y Orph se le echó encima de un salto. Sus patas delanteras golpearon con fuerza el pecho de Bauer, y éste fue a dar de espaldas contra la jamba. Orph empezó a lamerle la cara.

—¡Fuera!

El perro se puso a saltar ante él profiriendo ansiosos gañidos de contento, sin dejar de sobarle con las patas.

—¡Fuera!

Bauer apoyó una rodilla en el pecho de Orph. Alguien le había dicho que aquél era el sistema para lograr que un perro dejara de saltar. «Hazlo con fuerza —le dijeron—, no te preocupes, que no le lastimarás». Pero Bauer temía hacer daño al animal y no se atrevía a golpearlo. Además, estaba encantado con las exuberantes expresiones con que acogía su regreso. Por lo tanto, sólo le dio un empujón con la rodilla, lo cual casi se había convertido en un juego: salto, empujón…, salto, empujón…

—¡Al suelo! —le ordenó Bauer.

Tuvo que repetirle la orden varias veces antes que el perro se bajara de mala gana al piso, quedando más en posición agachada que tendido.

—Algún día voy a tener que hacer realmente algo para adiestrarte —dijo Bauer.

Dejó la cartera a un costado e hincó una rodilla al lado del perro. Orph se sentó, agitando la cola. Las comisuras de su boca se distendieron en lo que parecía una sonrisa y le lamió la cara y el cuello, hundió el hocico bajo su brazo y se estremeció de felicidad. Bauer le rascó la cabeza, detrás de las orejas, y le acarició el lomo y el pecho.

—¡Buen chico! Sí, yo también me alegro de verte. ¡Éste es mi buen perro querido!

Por extraño que pareciera, Orph, un perro, un animal, se había convertido en el centro de sus afectos, el único ser en quien podía refugiarse, después de que sus hijos, lamentable y dolorosamente, sólo eran suyos de cuando en cuando y nada más. Amaba al animal. Le causaba un gozo desacostumbrado.

Hacía más de un año que vivían juntos. Bauer había encontrado a Orph, cuando todavía era un cachorro, perdido entre las sombras, en los alrededores de una estación de servicio. El cadillo se había alejado al acercarse él, pero manteniendo la distancia. Bauer se agachó y le llamó. El perro dio unos pasos hacia adelante, vaciló, retrocedió, se acercó de nuevo, describiendo un semicírculo, y luego se tendió en el suelo y se quedó mirando a Bauer lastimeramente.

—No temas —le dijo Bauer—. Nadie va a hacerte daño. Eres un buen cachorro. Ven aquí.

Bauer tenía los brazos apoyados en las rodillas. Dejó caer las manos y empezó a frotar los dedos índice y pulgar mientras le hablaba para tranquilizarle. El cadillo se fue acercando centímetro a centímetro y, por fin, estiró el cuello para lamerle las manos. Bauer le tocó. El animalito se estremeció. Bauer le hablaba con tono afectuoso, lo acariciaba, y luego le pasó la mano por debajo de la barriguita y lo levantó del suelo. El cachorro se retorció y le lanzó un mordisco.

—No temas —repitió Bauer—. Tranquilízate.

Lo apoyó en su antebrazo, sin dejar de hablarle y acariciarle. El animalito no intentó morderle de nuevo, pero se mantuvo con el cuerpo en tensión, y el corazón le latía rápidamente. Bauer regresó a la zona iluminada por los faroles de arco.

El encargado estaba terminando de limpiar el parabrisas.

—¿De quién es este bicho?

El muchacho se encogió de hombros.

—Apareció por aquí hace un par de horas. Ha estado dando vueltas por la oscuridad. Debe de andar perdido.

—Es un cachorrito.

—¿Sí? —El muchacho se metió el trapo con que limpiaba el parabrisas en el bolsillo de atrás—. El aceite está bien. Son nueve con sesenta, por la gasolina.

—¿Conoce a alguien que haya tenido cría últimamente?

—No lo sé.

—Bueno. —Bauer frotó la cabeza del cadillo. Éste le miró con recelo, pero sin temor—. ¿Qué debo hacer contigo, eh?

—Lléveselo. Si le deja aquí, lo atropellará un coche o alguien lo matará de un tiro.

—¿De un tiro?

—Ésta es una región de venados, señor, y de granjas. ¿Nunca vio un animal muerto por los perros?

—¡Dios Santo, pero si sólo es un cachorro!

—Sí, pero crecen.

Bauer le dejó el nombre y su número de teléfono —el muchacho dijo que no era necesario— y puso el cadillo en el asiento trasero del auto. No lo quería, pero le dolía dejarlo, por el temor de que lo matara un coche en la carretera o que le pegaran un tiro. El animalito se enroscó confortablemente en el asiento y se durmió. Al llegar a su casa, Bauer lo bajó al suelo, sobre la hierba. El perro se desperezó y siguió a Bauer hasta el interior de la cabaña.

La vivienda estaba compuesta de una cocina, una sala de estar y tres dormitorios. Cuando los hijos de Bauer iban a visitarle, dormían en una de las habitaciones; él usaba la más pequeña como despensa.

—¿Qué te parece?

Encontraba estúpido hablarle al animal.

El cachorro levantó la cabeza. Bauer se agachó y le hizo caricias. El perro agitó la cola y se restregó contra su pierna; luego se alejó. Trató de enderezar sus caídas orejas, al tiempo que se le erizaba el pelo de una manera que a Bauer le pareció muy cómica. Olfateó el aire. Dio una vuelta por la sala de estar, deteniéndose de cuando en cuando para examinar los muebles, un caballo-mecedora con el que solía jugar Jeff, el hijo de Bauer, unos libros apilados en el suelo. Husmeó y se paseó por la pequeña alfombra. Una vez revisada la sala de estar, recorrió la cocina; luego enfiló el pasillo y se metió en cada una de las habitaciones. Bauer le siguió, divertido.

—Eres un condenado fisgón, ¿no es así?

El cadillo volvió la cabeza para mirarle y en seguida siguió su camino. En cuanto completó el recorrido y decidió que todo estaba en orden, regresó a la habitación de Bauer, recogió una zapatilla y la llevó hasta la puerta, donde Bauer estaba de pie, pasó por su lado y se dirigió a la sala de estar.

—No —dijo Bauer—. No.

Alargó la mano para coger la zapatilla. El cachorro no la soltó.

—Vamos. Suéltala.

El perrezno afirmó sus patas en el suelo.

—Vamos, te lo digo en serio. Dámela. —Bauer obligó al perro a abrir la boca, oprimiéndole con el dedo uno de sus afilados colmillos de leche. Señaló la zapatilla—. Esto es un «no» —dijo—. ¿Entiendes? Un «no». ¡Buen chico!

Puso la zapatilla en lo alto de una estantería.

El cachorro se fue trotando por el pasillo; al cabo de un instante, apareció con la otra zapatilla. Bauer también se la sacó. El animal se resistió denodadamente a soltarla. Bauer se dirigió al cuarto de los chicos a buscar una pelota de goma. Se la mostró al perro al tiempo que le decía:

—¡Anda a buscarla!

Y la lanzó. El cadillo se puso rígido. Giró bruscamente la cabeza siguiendo la trayectoria de la pelota. Ésta chocó contra el suelo y, cuando rebotó, el perro se abalanzó hacia ella, sin lograr atraparla con los dientes; saltó inútilmente en el aire al segundo rebote y la persiguió hasta que la pelota fue a dar contra la pared. El animalito frenó en su carrera y se deslizó por las enceradas maderas del suelo con las patas extendidas. Luego se precipitó sobre la pelota y le hincó profundamente los dientes. Arrancó un pedazo de goma, lanzando un gruñido de triunfo.

—¡Qué fiero! —exclamó Bauer—. Estoy impresionado.

El cachorro le cercenó otro pedazo a la pelota; luego, se quedó inmóvil con aire contrariado. Aflojó la presión de sus patas delanteras, entre las cuales mantenía sujeta la pelota, y la empujó con el hocico. La pelota rodó por el suelo. El animal saltó tras ella, la cogió con los dientes y, soltándola de vuelta, observó cómo se alejaba rebotando. De pronto, el cadillo emprendió una carrera alrededor de la sala golpeando la pelota con las patas, gruñendo con marcada afectación y sin dejar de hincarle los dientes.

Bauer se fue a la cocina y volcó una porción de carne picada en un bol, ralló un pedazo de queso y, seguidamente, lo desparramó sobre la carne. Llenó un segundo bol con agua y colocó ambos recipientes en el suelo. El cachorro estaba fatigado y descansaba tendido de costado sobre la alfombra, frente al sofá.

—¡Eh! —llamó Bauer—. Ven aquí, pequeño. Vamos. Ven.

El perro alzó la cabeza.

—Vamos, ven aquí.

El animalito se desperezó y, pausadamente, se acercó a la puerta.

—La comida —dijo Bauer, pero el animal no pareció desesperarse.

Con sus abultadas patas, se veía tan grotesco como un chico con los zapatos de su padre; sus bien desarrollados huesos estaban cubiertos por el tejido adiposo, propio de su tierna edad, que otorgaba una graciosa redondez a su figura.

Bauer repiqueteó con las uñas contra uno de los boles.

—La cena. Comida.

El cachorro olfateó el aire. Se precipitó hacia la carne y empezó a comer con voracidad. Bauer encontraba sumamente divertida su situación en relación con el perro.

Más tarde el cadillo intentó mordisquear un libro, luego se ensañó con la pata de la mesita de café. Bauer hurgó en su armario tratando de encontrar sus botas de excursionista. Le entregó una de ellas al perrezno, el cual se tendió en el suelo y se dedicó, muy contento, a tarascar el cuero.

Antes de cerrar la cabaña para irse a dormir, Bauer sacó al perro por última vez, y éste, tal como había sucedido después de comer, no tardó en hacer sus necesidades. Después Bauer extendió un par de hojas de papel de diario en un rincón de la cocina y utilizó una gruesa toalla de baño doblada para preparar un lecho. El cachorro se había dormido en la sala de estar, con los belfos sobre la bota. Bauer le acarició la cabeza y el lomo.

—Despierta, pequeño. —El perrito abrió los ojos—. Lo siento, pero tenemos que encerrarte.

Teóricamente, resultaba ridículo darle explicaciones al animal, pero le parecía natural y correcto. Cogió la bota y se la llevó a la cocina. El cadillo le siguió. Bauer palmeó la toalla y puso la bota en un costado. El perro se dejó caer en el improvisado lecho y lamió ligeramente la bota. Bauer le acarició de nuevo.

—Aquí estarás cómodo. Que duermas bien.

Con una silla, atrancó una tabla de madera contra ambos lados de la puerta. El cachorro le contemplaba, sin alarmarse. Bauer apagó la luz de la cocina. El perro no pareció inmutarse.

Bauer se acostó.

Se despertó temprano y permaneció tendido en la cama experimentando la gris aflicción de tener que enfrentarse con un nuevo día. Cerró los ojos. No tenía clase por la mañana. Podía dormir —y soñar— durante unas horas más. Había llegado un momento en su vida que lo que más placer le causaba eran los sueños, en los que encontraba dramatismo y emoción. Entonces se acordó del perro.

—¡Bien, diablo!

El despertar se le antojó más atractivo. Separó las cobijas hacia un costado.

El cachorro se había levantado. Estaba sentado en el centro de la cocina y empezó a menear la cola en cuanto le vio.

Había mojado los papeles de diario durante la noche, pero por lo menos los había usado.

—Eres un bicho muy listo.

Bauer echó a la basura las hojas de diario y sacó el perro a pasear. No sabía cuánto comían los cachorros ni en qué momento del día. Cuando era chico, había tenido un perro durante un tiempo, pero no se acordaba muy bien de aquellos detalles. Sus padres se libraron de él porque había crecido mucho y ladraba demasiado.

Le preparó más carne picada con queso, y el animal lo devoró todo y terminó lamiendo el bol. Bauer se duchó y vistió. El cadillo exploró la casa de nuevo, como si quisiera confirmar las impresiones de la víspera; luego no cesó de seguirle por todas partes, mirándole anhelante y con expectación cada vez que Bauer se volvía hacia él o le hablaba. Mientras Bauer se tomaba el café, el cachorro comenzó a dar vueltas, inquieto, alrededor de la mesa, dirigiéndole breves ladridos, como si esperara algo.

Bauer recorrió concienzudamente la sección de pérdidas del «Covington Freeman». El cachorro no figuraba en ella. En la sección de veterinarios del listín telefónico encontró un tal doctor E. V. Collier, en el sector más cercano de Covington. Metió el cachorro en el auto y se dirigió a la ciudad.

El doctor era una mujer. La primera inicial correspondía al nombre de Elizabeth. Tenía unos treinta años, rostro ovalado, con largos cabellos rubios, que le caían hasta los hombros, y ojos grises. Llevaba una almidonada chaqueta blanca de médico, desabrochada, sobre un suéter y una falda. Bauer tuvo que esperar una hora.

—Debería haber telefoneado para pedir hora —le dijo a Bauer, cuando le hizo pasar al consultorio—. Hola, cachorrito —saludó al perro.

—Lo siento. No lo sabía.

—Bueno, ahora ya lo sabe. —Su secretaria estaba enferma, y ella se sentía cada vez más irritada, por el hecho de tener que atenderlo todo ella sola. Apoyó la punta de la estilográfica sobre una ficha—. Su nombre, por favor. —Anotó su dirección y número de teléfono—. Nombre y edad del perro.

—No los conozco. Me lo encontré. Sólo quería que lo inspeccionara, saber qué vacunas hay que administrarle y cómo hay que alimentarle.

Ella lanzó un suspiro y dejó la estilográfica sobre la ficha.

—Muy bien. Póngalo sobre la mesa.

Bauer levantó el cachorro hasta la resbaladiza superficie metálica. La veterinaria colocó la mano a la altura de la cabeza del animal y dejó que la olisqueara; luego le acarició el lomo.

—Buen chico —dijo.

Le pasó la mano por debajo del vientre y le mantuvo levantado sobre las patas traseras. Le palpó el abdomen, le auscultó el corazón y los pulmones con un estetoscopio, le obligó con suavidad a abrir la boca y le examinó los colmillos. Le tomó la temperatura. Todo lo efectuó con habilidad. Le palmeó la cabeza.

—Eres un buen chico.

El perro la miraba calmadamente.

Mientras llenaba la ficha, la veterinaria le explicó a Bauer:

—Ha encontrado usted un pastor alemán de pura raza y es un magnífico animal. Debe de tener unos cuatro meses y probablemente sus progenitores eran alemanes. Los perros de origen alemán engendran unos ejemplares más pesados y más grandes que los norteamericanos. Su conformación, es decir, su constitución física, proporciones, angulación, todas esas cosas, es espléndida. Algo le arrancó un pedacito de oreja, pero la herida ya está cicatrizada. Displasia de las ancas es el problema físico más serio en los perros pastores. Para asegurarse, puede hacerle sacar una radiografía, pero a mí me parece perfecto. Será un ejemplar enorme. La dentición es magnífica, tiene colmillos sanos y en buen estado. A los cachorros hay que aplicarles una serie de cuatro dosis de vacuna triple, para prevenir el moquillo, la hepatitis y la leptospirosis, una vez cada quince días, durante dos meses. Es probable que se las hayan dado, pero personalmente preferiría estar segura. Una doble aplicación no le hará daño alguno. Las vacunas cuestan cuatro dólares cada una, o sea veinte dólares la serie. Lo dejo a su criterio. La antirrábica no se les inocula hasta que cumplen los seis meses. No puedo asegurar que no tenga parásitos, para ello deberá hacer analizar una muestra de materia fecal. Últimamente, se han dado varios casos de cardiopaludismo. Yo aconsejaría un análisis de sangre. La decisión corre por su cuenta.

El tono de su voz delataba impaciencia.

—Mire, yo no soy un especialista en vivisección —declaró Bauer—. El animal me gusta.

La veterinaria pareció sorprendida. En seguida le dirigió una sonrisa. Una sonrisa profesional, pero sonrisa al fin. Su voz se suavizó:

—Lo lamento. Esta semana se me han presentado un sinfín de casos de maltratos, descuidos, estupidez y crueldad lisa y llana. Hay treinta millones de perros en este país y renunciaría a mi título si más del cinco por ciento de sus propietarios tiene la más remota idea de qué es un perro o de cómo hay que cuidarlo. Conozco un criador que dice: «Si mis perros fuesen tan brutos como la mitad de las personas que acuden a mi criadero, los eliminaría a todos». A veces me sacan de quicio. Pero lamento haber estado tan brusca.

Bauer le pidió que administrara al cadillo la primera de la serie de vacunas DHL y que le extrajera una muestra de sangre. Convinieron el día que se lo llevaría para la segunda dosis. Ella le entregó una hoja mimeografiada con las instrucciones para su alimentación.

—Realmente es un magnífico animalito —comentó la veterinaria, a modo de conciliación, antes de despedirse—. Es despierto, confiado y muy seguro de sí mismo, para su edad. Tal vez demasiado. Cuando crezca será temerario e independiente. Si quiere tener ascendiente sobre él, adiéstrele bien y dele pautas constructivas, y entonces podrá dominarlo. Si no lo hace, puede tener problemas.

Bauer compró los diarios de las localidades circundantes y recorrió las secciones de pérdidas, pero siguió despertándose por las mañanas con la creciente satisfacción que le causaba saludar al perro y apreciar su presencia, la noción de contar con otro ser vivo en la casa, y se sorprendió al constatar la autonomía del animal y sus mínimas exigencias. A medida que transcurría el tiempo, posponía el momento de echar una ojeada a la sección de pérdidas, anhelando no descubrir el reclamo de su propietario, y hacia el fin de la semana, considerando que había cumplido con su obligación moral, dejó de tomarse aquella molestia.

Decidió que Orphan[1] era tan buen nombre como cualquier otro. Pero resultaba demasiado formal para ser pronunciado con facilidad, de modo que no tardó en convertirse en Orph.

Bauer se cambió de ropas, poniéndose unos pantalones vaqueros y un suéter de algodón, mientras Orph esperaba, impaciente, con los ojos brillantes y la cola medio levantada.

—¡Vamos!

Orph salió del dormitorio y dio una vuelta por la sala de estar. Alzándose sobre las patas traseras, empezó a arañar la puerta.

—¡Fuera! Maldito seas, Orph, ¡basta ya!

La hoja y el marco de la puerta presentaban profundos arañazos. Había hecho saltar buena parte del revestimiento. Bauer debería hacerla cambiar cuando se mudara.

Orph recorrió el patio con el hocico pegado al suelo hasta que encontró una rama. Volvió al lugar donde estaba Bauer, y la dejó caer a sus pies. Bauer la lanzó con fuerza; la rama giró en el aire en dirección al lindero del bosque. Orph se precipitó en su busca, la cogió en cuanto tocó el suelo y regresó saltando al lado de Bauer. Al segundo tiro, el perro se excedió en su carrera, resbaló levantando una nube de polvo al tiempo que giraba en redondo y atrapaba el palo al vuelo. La madera registraba las profundas marcas de sus colmillos. Bauer se entretuvo lanzando el palo durante un cuarto de hora. El entusiasmo de Orph no decayó ni un instante y todavía respiraba sin dar muestras de fatiga.

—Basta —dijo Bauer—. Vamos a dar un paseo.

En aquella zona, la arboleda estaba compuesta principalmente de álamos, con algunos plátanos, pinos y fresnos, los cuales en aquella época del año constituían un bosque de fácil acceso. Dentro de un tiempo, brotarían las ortigas, y las espesas enredaderas se entrelazarían por el suelo y alrededor de los troncos de los árboles, trepando hasta las ramas más bajas, como telas de psicóticas arañas gigantes; entonces, resultaría arduo caminar por el bosque, pero ofrecería la compensación de una buena y profusa sudación. Caminaron siguiendo el curso de un arroyo, cuyas aguas estaban muy frías y crecidas a causa de las lluvias primaverales. Orph se introdujo en él y se puso a beber. Se entretuvo un rato chapaleando en los vados tratando de ahuyentar a un cardumen de pececillos que se apiñaban alrededor de sus patas y le mordían los pelos. Frustrados sus intentos, empezó a ladrar y a lanzar mordiscos a la superficie del agua. Bauer se sonrió. Orph salió del arroyo y se acercó a Bauer en busca de caricias afectuosas. Satisfecho, cruzó la corriente hasta la orilla opuesta, y una vez allí se sacudió para secarse.

Después de seguirse mutuamente por un buen trecho, Orph se desvió bruscamente de su camino y desapareció entre los árboles, siguiendo un rastro que le intrigó. Perseguía algún conejo, arremetía contra una bandada de perdices o intentaba trepar a un árbol tras algún mapache. De cuando en cuando, tardaba horas en volver, y en una ocasión no regresó hasta la mañana siguiente, pero, por lo general, aparecía al cabo de cinco o diez minutos después que Bauer empezaba a llamarle.

A Bauer el paseo le sirvió de sedante y le abrió el apetito. Encendió el horno y coció una enorme patata. Dio de comer a Orph. Él se preparó un whisky con hielo y se sentó cómodamente para telefonear a Ursula.

—Diga —respondió ella.

—¿Qué tal? —le dijo Bauer a modo de saludo—. Soy yo.

—¡Hola! —replicó ella, y esperó.

—¿Cómo va todo?

—Muy bien.

Una profunda depresión invadió a Bauer. Últimamente, Ursula le hacía sentir como si él le estuviese robando un tiempo precioso.

—Magnífico —comentó Bauer.

Siguió un silencio mortal.

—¿Están ahí los chicos? —inquirió él.

—Se encuentran jugando en el patio.

Bauer, contrariado, dijo:

—Muy bien. Diles que les veré mañana por la mañana, entonces. Lo de mañana sigue en pie, ¿no es cierto?

—Sí. Pero te esperarán en casa de Janie. Pasaré el fin de semana fuera, y debo salir temprano.

—¿Estarás de vuelta cuando les lleve a casa?

—Sí. El domingo a las cinco y media.

—¿Te gustaría almorzar conmigo algún día de la próxima semana, el miércoles o el jueves?

Luego de una pausa, ella respondió:

—Bueno. El miércoles.

—Cuando tú digas.

—Pero preferiría comer en la ciudad.

Cuando se encontraban, generalmente lo hacían en su cabaña. Ella nunca le invitaba a almorzar en su casa. Decía que no era conveniente para los chicos.

—¿En la ciudad?

—Lo preferiría.

De mala gana, él accedió.

Se escanció otro whisky después de colgar, y algo más tarde, otro más. Cuando la patata estuvo bien blanda, puso a freír un par de chuletas de cerdo, abrió una lata de maíz tierno desgranado y, después de verter el contenido en un recipiente, lo puso a calentar. Al terminar de comer, se sirvió otro trago.