17

El Chrysler siguió avanzando lentamente hacia la barrera, guardada por dos agentes de la patrulla de caminos. De pronto Pablo, el chicano, lanzó una especie de gemido y aferró el hombro de Brian.

—¡Atropella, Brian, atropella! —exigió—. ¡Si te detienes, nos cogerán como a ratas!

—Cálmate, muchacho —dijo Brian—, yo sé lo que hago.

—¡Atropella…, por… Dios…! —gimió el chico, lloroso, golpeando con los puños el borde del respaldo.

Slim, con furia impaciente, lo tomó por el cuello y lo arrojó hacia atrás.

—Cállate ya, indio —escupió con desprecio.

Chris miraba como hipnotizada las luces rojas de la barrera, que se acercaban segundo a segundo. Uno de los guardias, de botas relucientes e insignias de sargento, encendió una linterna.

—¿Qué ocurrirá si el tipo aquél ha denunciado el robo del coche? —preguntó Chris, sin dirigirse a nadie en particular.

—Nos mandarán a la sombra —dijo Brian.

—¿Y si atropellamos la barrera?

—Nos mandarán al infierno —terció Slim—; tienen allí por lo menos dos patrulleros y Dios sabe cuántos polizontes más.

—Entonces, no hay ninguna posibilidad —suspiró Chris.

—Serénate, hermosa —aconsejó Brian—. No creo que hayan montado todo este espectáculo en honor a nosotros. No somos peces tan importantes. —Retiró su pie del acelerador, dejando que el coche rodara por inercia—. Ahora veréis lo que puede un buen traje y una corbata de seda —anunció, rozando el freno al llegar junto al policía.

El vehículo se detuvo suavemente y Chris lamentó no recordar ninguna oración apropiada a las circunstancias. Brian asomó por la ventanilla su rubia cabeza, de cabello bien cortado.

—¿Qué sucede, oficial? —preguntó con voz educada, que a la joven le pareció demasiado meliflua.

—Hemos cortado la carretera —informó el guardia—, acaba de ocurrir un accidente.

—Oh, lo lamento de veras —se condolió el joven—. ¿No hay forma de pasar? Debo llevar a mi novia de regreso a su casa antes de medianoche.

El policía frunció los labios en un gesto ambiguo. Detrás del Chrysler se habían detenido ya otros tres o cuatro coches, formando cola.

—Encienda las luces interiores, por favor —ordenó el agente.

Brian hizo lo que se le pedía. El hombre se inclinó y observó brevemente a los ocupantes del vehículo. Chris le dedicó una dificultosa sonrisa, y Slim y Pablo, en el asiento trasero, parecían estatuas talladas en piedra.

—¿Quiénes son esos dos?

—Amigos de mi pueblo —improvisó Brian con soltura.

—Está bien, puede apagar. Avance despacio por el borde de la carretera. Veinte metros adelante encontrará un camino vecinal, a la derecha. Tome por allí y haga un rodeo, doblando siempre a la izquierda; no perderán más de diez minutos.

Tres profundos suspiros de alivio renovaron el tenso ambiente del interior del Chrysler. Brian asintió con una gran sonrisa, metió su cabeza adentro y puso la primera.

—Gracias, oficial.

El hombre apoyó su mano enguantada sobre el borde de la portezuela.

—Un momento —dijo—, tomaré sus datos por si necesito mencionarlo como testigo.

La sonrisa de Brian se congeló.

—La verdad es que no hemos visto el accidente… —arguyó.

—Oh, es una simple formalidad. Sólo tener las señas del primer automovilista que llegó al lugar. Le aseguro que no van a molestarlo. —El policía extrajo una libreta y se acodó en el techo del automóvil, de modo que su vientre y su cinturón quedaron encuadrados por la ventanilla—. Deme su permiso de conducir y los papeles del coche —pidió, extendiendo su mano derecha, que ya empuñaba un bolígrafo.

—Por supuesto —dijo Brian. Su mano rozó la pierna de Chris—. Por favor, ¿quieres alcanzármelos, cariño?

Sin vacilar, la chica sacó en un veloz movimiento la navaja cerrada, y la puso en la mano del joven. Éste le dedicó un imperceptible gesto de aprobación. En ese momento, otro de los guardias se acercó trotando desde detrás de la barrera.

—Parece que hay un muerto, sargento —dijo jadeante—. El médico de la ambulancia desea hablar con usted.

El policía se separó del Chrysler y dio unos pasos hacia su subordinado.

—De acuerdo, Bates. Siga usted desviando los vehículos —ordenó, alejándose hacia la barrera a grandes zancadas.

Bates hizo un gesto de asentimiento y luego se acercó a Brian.

—Bien, ¿en qué estaban? —preguntó sin demasiado interés.

—El sargento acaba de indicarnos cómo tomar el desvío —informó el joven.

—Andando, entonces. No tenemos tiempo que perder.

Sin hacer más comentarios, Brian pisó el acelerador y liberó lentamente el embrague. El coche avanzó y el chico lo hizo deslizar con suavidad por el estrecho espacio que dejaba la barrera. Luego pasaron frente a un automóvil cuya mitad delantera estaba arrugada como un acordeón, con los cristales hechos añicos. Había un cuerpo masculino aprisionado en el interior, entre la maraña de hierros retorcidos. El sargento, el médico y un enfermero se inclinaban sobre él, afanándose por extraerlo de los restos del vehículo. Varios metros más allá, otro enfermero atendía a una mujer despatarrada sobre el pavimento, con las faldas recogidas y el rostro cubierto de sangre. Finalmente, un enorme camión atravesado interceptaba todo el ancho de la carretera, sembrada de naranjas que habían caído de su remolque, semivolcado en la cuneta. El camionero, presa de un ataque de nervios, discutía con otro de los agentes junto al coche patrullero. Chris sintió que su estómago se revolvía. Brian maniobró el volante y el Chrysler entró dando tumbos en el camino vecinal, que era apenas una huella borrosa.

—¡Virgen santísima! —exclamó Pablo en español, santiguándose.

—Escapamos por un pelo —dijo Slim.

Chris se inclinó hacia Brian.

—Devuélveme mi navaja —pidió.

El joven le sonrió, sin dejar de mirar al sinuoso camino, que se internaba en la noche sin estrellas.

—Toma —dijo—; estuviste magnífica, Magda. Realmente tienes agallas.

La joven guardó su arma y se encogió de hombros.

—Fue una tontería —afirmó—. Lo único que no necesitábamos era herir a un sargento de la patrulla.

—No dije que pensara usarla —aclaró Brian, encendiendo las luces largas.

Los potentes faros iluminaron el rudimentario sendero que serpenteaba entre pastos amarillos, agitados por una brisa persistente.

—Tendremos tormenta —anunció Pablo, lacónico.

Brian torció hacia la izquierda y entraron en un camino pavimentado. Unos minutos después desembocaban en la carretera principal, al tiempo que un viento huracanado y una lluvia intensa azotaban los flancos del Chrysler.

Viajaron varias horas bajo el temporal. Chris no tenía sueño y miraba como hipnotizada las gotas de agua que se estrellaban contra el cristal y el ir y venir de los limpiaparabrisas, que marcaban el lento paso de los segundos. Alguien roncaba en el asiento de atrás y Brian guiaba en silencio, fumando un cigarrillo tras otro. Encerrada en aquella caja silenciosa y rodeada de penumbras, ella comenzó a sentir una vez más que su huida ya no tenía escape. Tal vez era un grave error volver sobre sus pasos, alejándose de México y regresando al escenario de sus desventuras. Ahora, mientras el Chrysler corría hacia el Este en medio de la lluvia, comprendió que había decidido acompañar a los chicos porque ya no soportaba seguir vagando sola, y no porque fuera lo mejor para sus planes. Todo lo que estaba logrando era volver al punto de partida, complicada en el robo de un automóvil y ayudando a una pandilla que Dios sabe qué delito habría cometido. Cuando Brian le propuso acompañarlos, ella había pensado que la única persona, aparte de Tom, que podría comprenderla y ayudarla era Bárbara Clark. Pero a medida que la distancia entre sus ilusiones y la realidad se acortaba, estaba menos segura de poder encontrar a su antigua maestra, y menos aún de que ésta le creyera y estuviera dispuesta a plegarse a sus planes. Chris chasqueó la lengua en la oscuridad. «De todos modos —musitó—, las cartas están ya sobre la mesa».

—¿Qué estás murmurando? —preguntó Brian.

—Sólo pensaba en voz alta.

El joven sonrió y volvió a posar su vista en el camino.

—Tuve una tía abuela que también hablaba sola por las noches —contó—. Terminó encerrada en un manicomio, loca como una cabra.

—Sin embargo, tal vez fuera feliz —dijo Chris sombríamente.

El joven la observó nuevamente, con un destello de piedad.

—Muchos problemas, ¿eh?

—Bastantes —resopló ella.

—Ya veo. ¿Quieres un cigarrillo?

—No gracias, nunca fumo.

—¡Vaya chica! —exclamó Brian con una risa espontánea—. No fumas, no bebes, sin duda eres virgen, pero andas por ahí huyendo de la policía y amenazando a la gente con una navaja. ¡Y además hablas sola! Terminarás como mi tía, mal que te pese.

Hubo un momento de silencio.

—No soy virgen —dijo de pronto Chris.

—¡Diablos! —barbotó Brian—. ¡Ésa sí que es una buena noticia!

—No te burles, por favor.

—¡Oh, vamos, Magda, no seas ridícula! —Brian la miró con picardía y le palmeó amistosamente el muslo.

El joven soltó una carcajada. La mirada de Chris se tornó torva.

—He sido violada —dijo sin inflexión—. Dos veces.

Brian, súbitamente serio, retiró su mano y clavó su mirada en la lluvia. Parpadeó varias veces y tragó saliva. Luego, por hacer algo, extrajo su pañuelo y limpió con gesto nervioso el parabrisas empañado.

—Lo siento de veras —dijo con voz ronca—. Habría que colgar a los tipos que hacen cosas así.

—Y a las tipas —agregó Chris.

Al amanecer, el temporal se había reducido a una fina llovizna. El cielo se aclaró lentamente, con una luz macilenta, y el Chrysler entró en un gris paisaje suburbano, desdibujado por la tenue cortina de agua.

—Estamos llegando —anunció Brian—; ¿dónde quieres descender?

—Me da igual —respondió ella.

—¡Eh, Brian, tengo hambre! —se quejó Slim, asomando su aguzada nariz—. ¿No podríamos detenernos a desayunar?

—Aún no es el momento. Dejaremos aquí a Magda y viajaremos un par de horas más.

El coche se introdujo en la ciudad por una avenida semidesierta. Era aún temprano y sólo unos pocos peatones desfilaban ante los comercios cerrados. El escaso tránsito del amanecer circulaba con las luces encendidas, debido a la poca visibilidad de esa hora, agravada por la llovizna. Brian redujo la velocidad y llevó el coche cerca de la acera, mirando a un lado y a otro. Se detuvo en una bocacalle, y luego de echar una ojeada, torció a la derecha. Unos trescientos metros más abajo se entreveía la mole parda de una estación de ferrocarril. El joven frenó frente a las puertas encristaladas de un bar, que mostraba un apreciable movimiento de parroquianos, pese a lo temprano de la hora.

—Aquí podrás tomar algo caliente sin llamar la atención —le dijo a Chris—. No salgas a la calle hasta que la ciudad no se despierte un poco. Ahora los polizontes andan a la pesca y en un minuto tendrías a uno de ellos haciéndote preguntas difíciles. ¿Comprendes?

—Comprendo.

—Si tienes que andar, hazlo por las calles más concurridas y a paso normal. Trata de mezclarte entre la gente y pon cara de saber muy bien adónde vas. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, profesor —respondió Chris con un guiño.

—Bien —asintió el joven—, bajaré a echar una mirada.

Ella se volvió hacia el asiento trasero. Slim se desperezaba aparatosamente y Pablo la observaba impasible. Parecía no haber dormido ni cambiado de posición en toda la noche.

—Adiós, chicos. Ha sido un placer conoceros —dijo con una sonrisa.

Slim se abalanzó hacia delante y le estrechó la mano.

—Adiós, hermosa; cuídate mucho.

—Buena suerte, Magda —silabeó el chicano, formal. A Chris le pareció ver que sonreía, aunque no hubiera podido asegurarlo.

Brian la esperaba en la puerta del bar. Al acercarse ella, la tomó por el brazo y la apartó hacia un lado.

—Parece un buen lugar —dijo—. ¿Tienes dinero?

—Me quedan algunas monedas.

El chico introdujo la mano en el bolsillo del pantalón y extrajo algunos billetes arrugados.

—Puedo prestarte diez dólares —propuso.

—Con cinco será suficiente.

Apartó dos billetes de cinco y los puso en la palma de Chris. Cerró la mano y la mantuvo entre las suyas, observándola con intensidad. Su suficiencia de cachorro de gángster parecía haberse esfumado, para dejar paso a una conmovedora timidez.

—Eh…, ¿estás segura de que… prefieres quedarte…? —balbució.

Chris parpadeó sorprendida.

—No tengo muchas alternativas.

El joven clavó la vista en la punta de sus zapatos y meneó la cabeza.

—Oye, Magda… Si…, si quisieras seguir con nosotros… Yo puedo convencer a los muchachos.

—Es muy generoso de tu parte, Brian; pero no creo que sea una buena idea.

—De veras me gustaría —insistió él—. Tú…, tú me caes simpática, y si todo sale bien…

—Es más fácil que todo salga bien si cada cual sigue su propio camino —lo cortó ella con firmeza—. Ahora vete ya; es peligroso estar en la calle a esta hora.

—Es verdad —aprobó él con una sonrisa triste—, los polis andan de pesca.

—Adiós, Brian, y gracias por todo.

El chico liberó la mano de Chris y retrocedió unos pasos.

—Nos volveremos a ver —dijo.

—Seguro. No dejes de visitar las obras en construcción, de vez en cuando.

—Eso haré —prometió él, riendo, y trepó al automóvil.

Chris lo llamó por sobre el ruido del motor.

—¿Brian…? —Él la miró arqueando las cejas—. Tú también me caes simpático.

El joven asintió con una amplia sonrisa y el coche se puso en marcha. Chris alcanzó a ver que Slim propinaba una palmada en el hombro de Brian con gesto burlón, antes de que el Chrysler acelerara y doblara la esquina. Lanzó un suspiro y entró en el bar. Era uno de esos típicos sitios impersonales y heterogéneos, cercanos a las estaciones ferroviarias. En él se mezclaban empleados que iban a sus oficinas, desocupados madrugadores, viajeros de paso y trabajadores nocturnos que tomaban un refrigerio antes de regresar a su hogar. Si había un lugar en la ciudad donde podía pasar inadvertida, era ése, pensó, aprobando la elección de Brian. Escogió una mesa apartada y pasaron varios minutos hasta que se acercó un camarero cincuentón, arrastrando los pies.

—Un café y tostadas con mantequilla, por favor —pidió Chris.

—¿Leche también?

—No, sólo café. ¿Podría traerme por un momento la guía de teléfonos?

El hombre hizo un gesto de resignado disgusto, como si estuviera cansado de que todo el mundo le pidiera a cada instante cosas absurdas.

—No puedo traerla a las mesas —informó—. La encontrarás en las cabinas telefónicas, junio a la caja.

Reconfortada por las tostadas crujientes y la tibieza amarga del café, Chris se dirigió minutos después al sitio indicado por el camarero. Una cajera amable y pelirroja le cambió unas monedas y ella se introdujo en una de las dos cabinas. Cerró la puerta plegable y consultó el primer tomo de la guía. Era su día de suerte. Bárbara figuraba por su nombre y era de las primeras entre los muchos Clark que ocupaban más de dos páginas por orden alfabético. Chris marcó el número concienzudamente. Del otro lado, el teléfono sonó varias veces hasta que alguien descolgó el auricular.

—¿Hola…? Dígame… —musitó una voz somnolienta. Era Bárbara Clark.

Sin decir palabra, Chris colgó el auricular. Sólo deseaba saber si la mujer estaba en casa, pero no quería alertarla sobre su visita. Releyó tres veces la dirección que figuraba en la guía: calle Yellowstone, 42, octavo piso.

—¿La calle Yellowstone, por favor?

El puesto de periódicos de la estación le había parecido un sitio apropiado para hacer su averiguación, dado que muchos pasajeros solían pedir informes y era más fácil pasar inadvertida. Para mayor disimulo, había comprado un matutino de la ciudad y una revista de música juvenil. Mientras le entregaba el cambio, el vendedor se rascó el lóbulo de la oreja, frunció el entrecejo, meditabundo, y consultó con la mirada a su ayudante.

—¿Qué dices tú, Sam? Eso está por el norte, ¿verdad?

—No, señor —respondió el muchacho—. Usted se refiere a Yellow Park. Pero hay una calle Yellowstone que atraviesa la avenida, poco antes de llegar al supermercado. —Miró apreciativamente a Chris—. Es lejos para ir andando.

—Estoy acostumbrada —dijo ella.

—Bien, te indicaré cómo llegar allí.

Minutos después, Chris remontaba la avenida, sin prisa, deteniéndose en los semáforos y dejándose llevar por el río humano que a esa hora había invadido ya las aceras. Una tímida luz de esperanza había renacido en su corazón.