Buster Johnson y su esposa Eileen habían llegado a la madurez acumulando días y años sin darse cuenta. Él era gerente de una importante compañía de seguros; esto, a sus cincuenta años, le proporcionaba una posición acomodada, con la perspectiva de una inminente y despiadada lucha por la vicepresidencia. Ella era poco más que la señora del señor Johnson. Una mujer como tantas, de rasgos armónicos, pero vulgares, cuyo cuerpo había engordado y su rostro comenzaba a envejecer. Los Johnson no habían tenido hijos. Al comienzo, porque hubieran sido un estorbo para los continuos traslados de Buster en su calidad de vendedor. Luego, cuando él logró llegar a jefe de sección y su trabajo se estableció, porque no era momento para que los críos dificultaran su vida social o devastaran su moderna casa de las afueras, que tantos esfuerzos les había costado. Finalmente, se habían acostumbrado a vivir solos y el tema había ido desapareciendo poco a poco, primero de sus conversaciones y luego de sus pensamientos.
Un año atrás, el nuevo ascenso de Buster le obligó a viajar nuevamente para controlar las numerosas sucursales. Eileen, que atravesaba con dificultad su climaterio, cayó en frecuentes crisis de depresión, agravadas por cada vez más intensos ataques de celos y fantasías de abandono. «La pobre necesita alguien que le haga compañía», pensó el señor Johnson.
El suntuoso Pontiac color acero se detuvo frente al garaje de una hermosa casa de dos plantas, con un amplio y cuidado jardín. Chris, a través de la ventanilla trasera, observó con ojos inquietos su nuevo hogar. Los Johnson le recordaban a la señora Smithfield y su marido, pero sin duda tenían aún más dinero. Esa mañana se habían portado regularmente bien en la entrevista, frente a Cynthia Porter. Pero luego, durante el viaje en automóvil, apenas si le habían dirigido dos o tres palabras. Es cierto que tampoco hablaban mucho entre ellos; parecían representar, casi continuamente, ante sí mismos, el papel del señor y la señora. Chris ya empezaba a aburrirse, y aún no había entrado en la casa.
—Ven, Christine —le dijo la señora Johnson—, te enseñaré tu habitación.
La joven tomó su maleta de manos del señor Johnson, y entró detrás de la mujer. El recibidor era cálido y luminoso, con muebles bajos de costosa sencillez y grandes cuadros sin marco en las paredes. En medio de la habitación había un hogar de piedra y un verdadero árbol crecía en un rincón, cuyo tronco salía por una abertura del techo. «¡Demonios —pensó Chris—, me gustaría conocer al tipo que diseñó esta casa!». Sin duda no había sido el adusto Buster Johnson.
Su nueva tutora la llamó desde el rellano de la escalera. En la segunda planta había un vestíbulo al que daban varias puertas, y un ventanal de pared a pared que se abría a una terraza de invierno. Allí estaba la copa del árbol, flotando sobre un coqueto juego de sillones metálicos. Chris hizo un gesto admirativo, que fue advertido por Eileen.
—La casa es un poco rara, pero te acostumbrarás a ella —dijo.
—Me gusta —afirmó Chris con sinceridad.
—A Buster también —informó la mujer sin tomar partido—. Su hermano fue quien la diseñó.
Guió a Chris por una escalera más estrecha, hacia una especie de desván, dividido en tres partes: un pequeño vestíbulo, un lavabo también reducido y un cuarto de techo inclinado, con la ventana casi a ras del suelo.
—Pienso que aquí podrás estar cómoda —dijo Eileen corriendo las cortinas—; no es muy grande, pero tiene cierta independencia.
Esta última palabra sonó como música en los oídos de Chris, mientras sus ojos se extasiaban en la contemplación de la mullida cama de estilo marinero y los rústicos y sólidos muebles de madera clara.
—Está muy bien, señora. Es realmente perfecto —dijo depositando su maleta sobre el escritorio que estaba junto a la ventana, con un gesto de alegre posesión.
—Almorzamos dentro de media hora —anunció Eileen—, más tarde te indicaré tus tareas.
Las tareas de Chris no fueron demasiado definidas y consistían en echar una mano a Stella, la mulata entrada en carnes que se ocupaba de la casa y la comida, acompañar a veces a Eileen a hacer compras y, en general, estar siempre cerca y disponible por si ésta la necesitaba. La faena realmente pesada estaba a cargo de una mujer fornida y asombrosamente blanca y rubia, que venía tres horas por la mañana y respondía a un impronunciable apellido danés. Stella había decidido llamarla simplemente «Danesa». La señora Johnson, y luego la propia Chris, concluyeron por utilizar también ese nombre.
Los mejores días para Chris eran aquellos en que Eileen salía sola por la mañana, o se quedaba en cama presa de sus frecuentes jaquecas depresivas. La joven podía entonces parlotear libremente con Stella en la cocina, participar de sus jocosas disputas con los proveedores, o leerle las románticas historias de una revista sentimental, que la mujer escuchaba, absorta, con lágrimas en los ojos, sin que sus incansables manos dejaran de trabajar. Si Stella estaba demasiado ocupada, o ensimismada en sus propios problemas, Chris optaba por pasar el rato con Danesa. Ésta, en su inglés pobre e inseguro, le relataba una interminable tragedia familiar de emigración, enfermedad, crisis económica, niños huérfanos y hombres tontos y borrachos que morían endeudados. Chris nunca logró discernir si la protagonista del penoso relato era la propia Danesa, o su madre, o alguna otra parienta, o se trataba simplemente de una vieja novela escandinava.
Pero lo normal era que la jornada de Chris girara en torno a la gris y vacua vida cotidiana de Eileen Johnson. Ésta solía pedirle que le cepillara el cabello, le ayudara a vestirse o simplemente permaneciera junto a ella, en el jardín, mientras bebía su Martini esperando que el día terminara de una vez. Era una mujer silenciosa y distante, que casi siempre parecía sumida en una especie de semisueño. Cada dos o tres horas subía a su cuarto, a descansar, y luego reaparecía con un nuevo vestido, aunque no esperara visitas ni su marido estuviera en casa. Chris terminó acostumbrándose a esas rarezas y llegó a pensar que el silencio de la señora obedecía a una profunda y algo extraña vida interior. Pero, con el paso del tiempo, empezó a sospechar que Eileen Johnson hablaba poco porque no tenía mucho que decir.
Paulatinamente, también Chris comenzó a refugiarse en su cuarto y en sí misma, siempre que podía, como contagiada por la atmósfera solitaria y nostálgica de aquella casa. Las semanas iban pasando, y ella no podía definir la causa de la leve angustia que se había alojado en su pecho.
Querido Tom:
Mi nuevo hogar es muy lindo, y tengo un cuarto y un lavabo para mí sola. La señora Johnson es bastante buena, y no me da muchas tareas para hacer. Le he escrito a mamá, pero aún no ha respondido a mi carta. ¿Qué sabes tú de ella? No creas que he olvidado tu promesa de que algún día viviríamos juntos. ¡Trata de que sea pronto, por favor! No pienses que deseo molestarte, pero aquí me aburro bastante y os echo de menos a todos.
Cariños a Janie y al pequeño Tommy. Tu hermana que te adora.
Chris.
Pasaron quince días hasta que, una mañana, Stella se acercó sonriente a Chris, que tomaba su desayuno en la antecocina, con expresión abstraída.
—¡Correo para ti, niña! —exclamó la mulata, arrojando en la mesa un sobre celeste.
Chris reconoció la letra desmadrada y nerviosa de su hermano, que atravesaba el sobre en diagonal. Lo tomó emocionada y utilizó los dientes para abrir una de las puntas. Luego introdujo el cuchillo para rasgar un lado del sobre, mientras escupía el papelito, masticado, en su taza vacía. Con esfuerzo, extrajo una breve misiva, doblada en tres partes.
Chrissie:
Me alegro de que estés bien en ese lugar. Mamá también está bien en el suyo. Janie y el niño te recuerdan con mucho afecto. Besos.
Tom.
—Bien, no puede decirse que derroche la tinta —comentó Stella, leyendo por sobre la cabeza de Chris.
—¡Métete en tus propios asuntos! —saltó la joven, ocultando la carta apresuradamente—. ¡La correspondencia es privada!
—Si a eso llamas correspondencia… —zumbó la mujer, encogiéndose de hombros y retomando a sus quehaceres.
Al día siguiente, Buster Johnson regresó de uno de sus continuos viajes. Pareció sorprenderse al ver a Chris, como si hubiera olvidado su presencia en la casa. Pero luego se mostró amable con ella, e insistió en ayudarla a servir la cena fría que Stella había dejado preparada, pues era su noche libre. Eileen bajó poco después, cuidadosamente peinada y maquillada, envuelta en un vestido de grandes flores rojas sobre fondo blanco que, pese a su indudable buen corte, resultaba un tanto inapropiado para su edad y sus kilos. No obstante, Buster elogió el atuendo y propuso que los tres comieran en la galería, junto al jardín. Eileen reaccionó con un casi imperceptible gesto de contrariedad, pero no se opuso; quizá porque no tenía ánimo para iniciar una discusión.
—¿Sabes dónde he pasado el fin de semana? —preguntó más tarde Buster, atacando un trozo de carne ahumada y con salsa.
—¿Cómo puedo saberlo? —respondió Eileen, prevenida.
—Pues en casa de mi hermano Jack. Me quedaba de paso y hacía tiempo que no visitaba a ese grupo de tunantes.
—¿Cómo están? —preguntó ella con fría educación.
—¡Estupendamente! Jack ha cobrado una bonita suma por el edificio bancario. ¿Recuerdas? —Buster agitó su tenedor en el aire—. Aquel que parecía una caja de sombreros aplastada.
—Sí —dijo Eileen con una sonrisa de circunstancias—, recuerdo que nos mostró los dibujos.
—Pues bien, ya está terminado; e incluso funciona. Jack y Mónica se gastarán parte de la pasta en un crucero por el Caribe, así que he convencido a Charlie para que pase unos días con nosotros.
Chris, que escuchaba en silencio, levantó la vista y sorprendió una fugaz mirada de la señora Johnson en su dirección.
—¿Charlie? —repitió Eileen con voz insólitamente aguda—. ¿Te parece correcto?
Su marido dejó de comer y la observó con estupor.
—¿Correcto? ¿Qué diablos tiene que ser correcto? No es la primera vez que mi sobrino viene a pasar una temporada en mi casa.
Eileen se sentía visiblemente incómoda, y ahora echaba frecuentes miradas de soslayo a Chris.
—Digo… —insistió—, antes estábamos solos.
El señor Johnson frunció el ceño y reflexionó unos segundos, hasta que comprendió la intención de las palabras de su esposa.
—¿Te refieres a Chris? —barbotó por fin, y luego rió de buena gana—: ¡Vamos, Eileen, no seas absurda! Charlie es un excelente chico, y la pobre Chris necesita también un poco de distracción. —Miró a ambas y luego meneó la cabeza con un gesto irónico—: No debe de ser divertido pasarse el día aquí contigo.
—¡Y que lo digas! —masculló la mujer con acritud.
Buster resopló y abrió ambos brazos en protesta de inocencia.
—Hablaba de Chris —aclaró—. Pienso que la presencia de Charlie podrá distraerla un poco.
—¿Distraerla? —Los verdes ojos de Eileen proyectaban chispas de despecho, y su mano tembló al tomar la copa de vino blanco—. Pareces olvidar de dónde procede ella.
Chris se incorporó como impelida por un resorte y tuvo que hacer un supremo esfuerzo para no abofetear a la mujer. Logró serenarse y con las dos manos se aferró a los bordes de la mesa. Sus nudillos estaban blancos por la tensión con que se agarraba.
—Voy a llevar algunas cosas a la cocina —balbució, y comenzó a apilar los platos con restos de comida.
—Oye, Chris, no te lo tomes así —rogó el señor Johnson, conciliador—. Estoy seguro de que Eileen no estaba pensando en lo que dijo. ¡Traeremos a Charlie y verás que lo pasaremos muy bien todos juntos!
El hombre remató su frase con una familiar palmada en el trasero de la joven. Involuntariamente, su mano se detuvo un instante sobre la nalga, tersa y suave a través de la tela. Chris dio un respingo, y una porción de ensalada rusa cayó de la pila de platos sobre los blancos pantalones del señor Johnson.
—¡Oh, lo siento! —exclamó la joven—, ¡qué torpe he sido!
—No te preocupes —dijo Buster, quitando los trozos de comida con el revés de la mano—, el torpe he sido yo. No tuve intención…
Se interrumpió al oír un seco crujido de cristal astillado. Ambos se volvieron hacia Eileen. Sonreía con un rictus histérico, pero la crispación de sus dedos había quebrado los bordes de la copa. Un fino hilo de sangre tiñó de púrpura el pálido resto de vino.