3

Era extraño ver al grandullón y violento Ben Parker derrumbado sobre aquella cama, sin poder siquiera mover un brazo, con un ojo semicerrado y un lado de la boca torcido, en un rictus que semejaba una sonrisa de compromiso. El ojo activo del enfermo tuvo una chispa de intensidad al ver a Chris y luego giró hacia la silla que estaba junto a la cama. Ella se sentó apenas en el borde del asiento, con la espalda rígida y sin poder creer que aquel gigante vencido y grotesco fuera su temible padre.

«Te ha llegado la hora, Benjamín Parker —pensó—, y creo que siento pena por ti. Te has portado siempre como un ogro conmigo, y hemos hecho poco más que odiamos toda la vida. Pero es que los dos estábamos convencidos de que eras inmortal, y ya habría tiempo para arreglar las cosas. Ahora estás aquí, muriéndote de mala manera, y es demasiado tarde para todo. ¿Qué falló entre nosotros dos? Mamá dice que después del nacimiento de Tom, deseabas una niña con todo tu corazón. ¡Qué tontería! Yo hubiera preferido ser varón, ¿sabes? Quizá para poder devolverte algún día todas las tundas que me diste. —Chris sonrió amargamente en su interior—. ¡Porque mira que me has propinado golpes en estos quince años! Cada vez que me acercaba a ti, terminaba con la cara amoratada o un ojo hinchado. Yo sé que en el fondo no querías hacerlo, pero la verdad es que lo hiciste. También es cierto que los pocos momentos en que fuiste tierno y cariñoso conmigo, fueron los mejores de mi vida… Y también de la tuya, me parece».

El monólogo de Chris se interrumpió con un escalofrío y la sensación de que un intenso soplo de angustia azotaba su pecho, como si todo su cuerpo estuviera vacío por dentro. Se inclinó hacia el enfermo, estrechó sus manos rígidas, cruzadas sobre el vientre, y con suavidad le besó la frente. El ojo útil de Ben Parker se quedó mirando el rostro de su hija. Una única lágrima humedeció el párpado inferior, tremoló en las pestañas y se evaporó en el aire reseco del cuarto.

—Todo está bien, papá, tranquilízate —murmuró Chris con un hilo de voz, sin saber si él podía escucharle.

Luego se puso de pie lentamente y salió del cuarto, sin volverse a mirarle.

Tom y la madre la estaban esperando, para que los acompañara a comer algo en el bar del sótano. Pero ella dijo que no tenía hambre y prefería descansar un poco en uno de los sillones.

—Puedo traerte un bocadillo —ofreció Tom.

—De veras que no tengo hambre —insistió Chris—. Si quieres, puedes subirme una Coca-Cola cuando regreses.

—Bien, de acuerdo —dijo él con una sonrisa—. Ahora procura descansar.

Al quedar sola, Chris se arrellanó como pudo en el incómodo sillón de acero y cuero, sin lograr que su cuerpo se relajara. Las tensiones del día habían sido excesivas, y un agotamiento doloroso trepaba por su espina dorsal y le oprimía los hombros y la nuca. La escena con Moco, la llegada imprevista de su hermano, el desamparo asustado de Carrie, los tristes esfuerzos de su madre por disimular su borrachera y, finalmente, la visión de su padre agonizante, eran demasiado para una sola jornada. El esfuerzo por controlarse, por no llorar, gritar, ni desmoronarse en cada una de aquellas situaciones, había agotado su resistencia física. El cuerpo, agarrotado y demolido, pedía a gritos la tregua del sueño. Pero su mente se negaba a claudicar. Las imágenes y pensamientos se acumulaban, superponían y giraban sin orden ni concierto. Pero había una idea que rondaba los bordes de ese semisueño, sin atreverse a ocupar el centro de la escena: su padre iba a morir y nada, nunca, volvería a ser igual.

Cuando abrió los ojos, la luz sucia de un amanecer lluvioso asomaba a las ventanas cuadradas de la sala. Le dolía la cabeza, pero su cuerpo parecía haberse anestesiado, al punto de no poder mover un solo músculo. La mano de Tom presionó nuevamente su hombro, con más fuerza. Ella volvió dificultosamente la cabeza y miró el rostro pálido y fino de su hermano, demacrado por la falta de sueño.

—Ha terminado, Chrissie —dijo Tom—. Acaba de morir.

Ningún entierro es agradable, pero el de Benjamín Parker fue especialmente gris y penoso. El dinero alcanzó apenas para una ceremonia modesta y un ataúd económico, en el sector más triste y baldío del cementerio. Cualquiera que conociese el carácter de Ben podía predecir que no tendría muchos amigos acompañándolo en su último viaje. Así fue. Apenas la familia y algunos vecinos y compañeros de trabajo, que asistieron por compromiso y se apresuraron a desbandarse apenas el pastor finalizó su oración fúnebre. La señora Parker agradeció los pésames con gestos mecánicos, como un sonámbulo sin voluntad propia. En parte por el dolor de la pérdida, en parte porque hacía veinticuatro horas que no probaba una gota de alcohol, a causa de la estrecha vigilancia de Tom. Éste, a su vez, parecía molesto y disgustado, como si tuviera prisa para que todo terminara de una vez. Chris pidió a Janie, la esposa de Tom, que le permitiera sostener al niño durante la ceremonia. Apoyó la carita del pequeño Tommy contra su propio rostro y, en voz muy baja, le relató todo lo que sentía y le ocurría en aquellos momentos. El niño no podía comprenderla, pero la calidez infantil de su cuerpecito y la ternura inocente de su abrazo fueron un refugio para la desolación de Chris.

Por la noche, una vez Tommy se hubo dormido en el que fuera cuarto de soltero de su padre, Tom reunió a las tres mujeres en el comedor. Janie había hecho café y él trajo una botella de brandy de su automóvil. Se sirvió una copa y ofreció otra media copa a su madre.

—Puedes beber ahora, mamá —declaró—. Creo que vas a necesitarlo.

—Hace horas que lo necesito —dijo la señora Parker, aproximando la copa pero sin llevársela a los labios.

—Bien —empezó Tom—. Quizá suene un tanto brusco a pocas horas del entierro de papá, pero creo que cuanto antes decidamos qué vamos a hacer en el futuro, será mejor para todos. —Se mordió los labios y observó a las mujeres con cierta perplejidad—. Mamá, tú sabes que eres una enferma, una dipsómana; es evidente que no puedes valerte por ti misma. No apruebo los métodos de papá para controlarle, pero al menos evitó que te hicieras demasiado daño.

La señora Parker miró a su hijo con ojos asombrados y, sin decir palabra, bebió su primer trago.

—Tú, Chrissie —continuó Tom, volviéndose a su hermana—, estás internada en un reformatorio bajo control del Estado. Sabes que pienso que eso ha sido un error, pero actualmente es una realidad que debemos afrontar. En cuanto a Janie y a mí, tenemos apenas veinte años, una casa de dos cuartos, un niño pequeño, otro en camino y el trabajo de los dos apenas alcanza para mantenernos. Todos sabemos que papá no era un hombre rico. Dejó esta casa, algunas deudas, dos mil dólares en el banco y una pensión que equivale a la mitad de su salario. —Tom bebió ahora un largo trago y, con gesto resignado, volvió a mirar en redondo a su familia—. ¿Alguien tiene alguna idea para resolver este acertijo? —preguntó.

La señora Parker carraspeó y alejó modosamente la copa unos centímetros, empujando la base con ambas manos.

—Ha sido un bonito discurso, Tom —dijo—, pero creo que un tanto dramático. Es cierto que yo suelo beber de más y, aunque lamento decirlo, en buena medida eso se debió a tener que vivir junto a tu padre. Ninguno de vosotros dos tuvo que soportar eso últimamente…

—Yo no te acusaba, mamá…

—¡Déjame hablar a mí! —exigió la señora Parker—. Yo habré sido eso que tú dices…, dipsómana, pero puedo dejar de serlo. Intentarlo, al menos. Lo cierto es que sigo siendo tu madre y ahora tengo la obligación de velar por ti y por Chris, en la medida de mis fuerzas. También por Janie y el pequeño Tommy, que es mi nieto. Chris podrá salir del reformatorio pronto, según parece, y ambos tenemos el deber de ofrecerle un hogar. Vosotros habéis luchado por salir adelante, pero sin mucho éxito por el momento. Yo quedo sola, con una casa grande, con una pensión que tú llamas modesta pero a mí me sobra. —La mujer hizo una pausa y miró a su hijo, que la escuchaba, prevenido—. Pienso que la solución a nuestros problemas está a ojos vista —concluyó.

—Mamá tiene razón —terció Chris con vehemencia—. ¡Debes comprenderlo, Tom! Si unimos nuestros esfuerzos, tal vez podamos salir adelante. —Las ideas comenzaron a agolparse en su cabeza, y ella las exponía con precipitación—: Podríamos vender esta casa y comprar otra más adecuada, yo puedo trabajar cuando salga y Janie estará más libre si mamá cuida de la casa y de Tommy. Tú estarás más tranquilo si todas estamos juntas y…

Se interrumpió al notar que su hermano la escuchaba, sorprendido; Tom contaba con las cómplices miradas de Janie.

—No creo que ésa sea una buena solución, Chris —declaró Tom, clavando la vista en su copa, que hizo girar entre las manos—. Janie y yo hemos estado hablando de esto y no creemos que el vivir todos juntos sea lo mejor para nadie… —Miró fugazmente a su esposa, como esperando su aprobación, y luego permaneció en silencio, con la cabeza hundida entre los hombros.

La señora Parker finalizó su bebida de un trago y luego lanzó un bufido.

—¡Jesús, Tom! —resopló—. ¡Dilo ya de una buena vez!

—¿Qué, mamá?

—Lo que tú y Janie habéis decidido hacer con nosotras —repuso la mujer, con calma—. El día ha sido largo y difícil. Es tonto que sigamos dándole vueltas a la cuestión, puesto que ya lo tenéis todo resuelto. Así que suelta de una vez todo lo que tengas que decir, y luego nos iremos todos a la cama.

Tom se removió incómodo en su silla, como un niño pillado en falta. Con gesto nervioso, alisó su pelo rojo y carraspeó, sin atreverse a levantar la mirada.

—Bien… —comenzó en tono vacilante—. Janie y yo pensamos que será mejor que tú y Chris permanezcáis aquí… Que viváis juntas en esta casa.

—Chris vive en el reformatorio —informó su madre, con voz neutra.

—Ya lo sé —asintió Tom—, pero podemos pedir ahora mismo su libertad condicional, alegando que debe cuidar de ti y que la situación familiar ha cambiado con la muerte de papá. Allí tienen ahora un buen concepto de ella, y estoy seguro que su recomendación ante el juez será afirmativa.

—¡Un momento! —estalló Chris, poniéndose de pie—. Si alegas esa causa para que me suelten, perderé todo el terreno ganado. No estaré libre sino en forma condicional, para cuidar de mamá. Si luego vivimos todos juntos, la inspectora social pedirá mi reingreso y deberán reconsiderar todo el asunto. ¡Eso puede llevar meses, Tom!

—Descuida —repuso fríamente Tom—. Nunca viviremos todos juntos.

Agobiada, Chris se derrumbó en su silla, y meneó la cabeza de un lado a otro. El largo pelo castaño le cubrió parte de la cara.

—No te comprendo —dijo—. No logro entender por qué te empeñas en perjudicarme y perjudicamos a todos. Yo te quiero, Tom, y sé que tú me quieres. Cuando estuve en la celda de castigo, la única razón por la que no perdí el juicio fue la ilusión de que algún día volvería a estar a tu lado. —Tom tragó saliva y apretó las mandíbulas. Chris dejó su sitio y se acercó a la señora Parker, poniéndole las manos sobre los hombros—. Y ¿qué dices de mamá? —jadeó—. Está sola, enferma y ya no tiene tus egoístas veinte años. Lo menos que merece es poder vivir rodeada de sus seres queridos. Claro, tú esperas que deje la bebida; pero la condenas a intentarlo lejos de su hijo y de su único nieto. ¿Crees que lo logrará? ¿Te importa realmente?

—Cálmate, Chris —terció la madre, palmeando la mano de la joven sobre su hombro—. Agradezco profundamente lo que dices, pero es inútil. ¿No es verdad, Tom?

—Mira, mamá… Chris… En realidad, yo…

—Yo se lo explicaré, si tú no puedes —interrumpió inesperadamente Janie, echando el cuerpo hacia atrás y cruzando los brazos sobre el vientre, que comenzaba a combarse por el embarazo—. La verdad es ésta, Chris: nosotros lamentamos sinceramente la situación en que os halláis y trataremos de ayudar, pero también tenemos nuestros propios problemas. Lo que Tom propone es justo y sensato; en el peor de los casos, estaréis mejor de lo que estabais mientras vivió papá Ben. Podéis contar con nosotros, pero hay un límite en el cual no vamos a transigir. —Janie hizo una pausa, mientras todas las miradas se clavaban en ella—. ¡No queremos que nuestros hijos crezcan junto a una abuela alcohólica y una tía que acaba de salir del reformatorio!

Janie abultó el labio inferior, desafiante. Luego bajó la cabeza. Un silencio tenso envolvió la habitación, hasta que la señora Parker golpeó con la palma de la mano sobre el mantel.

—Lo has puesto muy claro, Janie —afirmó—. Creo que ahora todas las cartas están sobre la mesa. Así que si nadie se opone, me iré a dormir en cuanto Tom me sirva el último trago.

Tom levantó la cabeza y la miró, inmóvil. Su madre suspiró y se sirvió ella misma, generosamente. Con la copa en la mano, anduvo hacia la escalera y luego se volvió.

—Buenas noches, hijos —murmuró, con cierta triste ironía.

No fue una buena noche para Chris. El dolor ambiguo por la muerte de su padre permanecía encendido en un rincón de su pecho, pero la rabia y la decepción por la conducta de Tom la quemaban como una llamarada. Ella siempre había apostado a su hermano, pero últimamente siempre perdía. ¿Por qué? ¿Por qué se había transformado él en ese tío duro y egocéntrico que sólo pensaba en su propia tranquilidad? ¿Y por qué ella seguía confiando, cada vez, en su solidaridad, como cuando era pequeña y esperaba su llegada para arrojarse en sus brazos y confiarle sus cuitas? Se revolvió en la cama y alejó las sábanas de su cuerpo, enfebrecido por la angustia. Las imágenes saltaban sin orden en su mente, como en un caleidoscopio roto. «Curiosamente —pensó—, mamá es la única que mantiene la calma. Parece haber reencontrado una especie de dignidad, que le permite afrontar la muerte de papá y la deserción de Tom sin derrumbarse. Aunque a esta hora debe de estar borracha en su gran cama solitaria». Chris suspiró con un audible quejido y miró hacia la ventana. La lluvia que enlutara esos tres días había cesado. En el cielo negro de la noche, las estrellas brillaban con una luz helada.

A la mañana siguiente, cuando la señora Parker bajó, con el rostro tan amarillento y arrugado como su vieja bata de andar por casa, encontró a su hijo aporreando la máquina de escribir. Saludó quedamente y él le respondió sin volverse. Ella siguió su camino hacia la cocina.

—No te vayas, mamá —dijo de pronto Tom—. Quiero que veas esto.

La mujer volvió sobre sus pasos, lentamente.

—¿De qué se trata? —preguntó, con aire de desconfianza.

Tom sacó el papel de la máquina y lo tendió hacia su madre. Ella, con un gesto mecánico, limpió sus manos sobre la falda antes de tomarlo. Tenía un membrete oficial y varios párrafos impresos, con espacios en blanco, que Tom había llenado con la antigua Underwood de Ben. Pero las letras se negaban a ordenarse para que ella pudiera descifrarlas.

—No tengo mis gafas… —murmuró.

—Es la petición al juez para la libertad provisional de Chris. Me dieron ese impreso en el reformatorio, cuando fui a buscarla. Podré llevarlo hoy, de paso para casa, pero antes debes firmarlo tú.

La señora Parker bajó el papel y miró a su hijo con extrañeza.

—¿Cuando fuiste a buscar a Chris…? Ben aún vivía entonces…

—Firma, por favor —repuso Tom, calzando la tapa de la máquina con un golpe seco—. Janie y yo queremos partir temprano.

Su mano ofrecía un bolígrafo, que la madre tomó con gesto vacilante.

—Ahí abajo —indicó Tom—, donde está marcada la cruz.

La mañana tenía ese aire limpio y luminoso que suele seguir a las lluvias prolongadas. Chris se había levantado temprano, algo más animada por la idea de no volver al reformatorio, y se había paseado por el escaso terreno de los Parker con cierto airecillo posesivo. Ahora, encaramada a la deslustrada cerca de madera, miraba la vieja casa de estuco blanco, rodeada de matojos y algunas flores marchitas. «No es gran cosa —pensó—. Parece una caja de cerveza boca abajo. Pero es mi hogar, de todos modos, y quizá mejore si se pintan las ventanas y se arregla el jardín». Eso meditaba, bajo el sol tibio de la mañana, cuando Tom salió de la casa con su maleta y el coche del niño. Cargó ambas cosas en el automóvil y luego vio a su hermana, que lo miraba en silencio.

—¡Hola, Chrissie! —saludó, metiendo las manos en los bolsillos y acercándose como al desgaire.

—Buenos días —contestó ella, intentando que no hubiera rencor en su voz.

—Eh… Creo que no estuve muy amable anoche…

Chris se encogió de hombros, desvió la mirada y comenzó a juguetear con una rama de la descuidada mata de ligustro.

—Dijiste lo que tenías que decir. Supongo que no estabas de humor para ser más cuidadoso.

Tom asintió en silencio. Con la punta de su bota trazó una línea en el sendero de gravilla. Luego miró frontalmente a su hermana.

—Sé que piensas que soy egoísta —dijo, y dejó transcurrir una breve pausa. Chris no hizo un solo gesto—. Me gustaría que me comprendieras, Chris. Yo tengo ahora otra familia que cuidar, y ésa es también mi familia. Janie quiso explicarlo ayer y lo hizo en forma torpe y tonta. Luego tuve que llamarle la atención para que…

—No quiero que me cuentes eso —advirtió Chris.

—De acuerdo. Sólo quería que supieras que no es ésa mi forma de sentir.

—¿Cuál es tu forma de sentir, Tom? —Hubo un lejano cansancio en la voz de Chris. Tom rehuyó su mirada, cortado.

En ese instante, Janie salió al raído porche de madera, cargando al niño en brazos. Detrás de ella, la señora Parker asomó también al jardín. Janie agitó su mano libre y llamó a Tom, gritándole que estaba lista para partir. Tom, impulsivamente, estrechó a Chris en sus brazos y apoyó su cara contra la de ella.

—Ya verás, Chrissie —le dijo a la oreja—. Algún día podremos vivir juntos, como tú deseas. Pero antes déjame resolver algunas cosas.

—No lo digas, si no lo sientes —rogó Chris.

—¡Es una promesa de Thomas Lee Parker! —alardeó él, trotando hacia el porche.

Mientras Tom se despedía de su madre, Chris caminó sin prisa en dirección a Janie y al pequeño Tommy. La cuñada, impasible, dejó que ella besara al niño y lo apretara un instante contra su cuerpo.

—Buena suerte, Chris —dijo amablemente—. Ya verás como todo sale bien.

—Descuida —murmuró Chris.

Se quedó de pie en medio del patio, con los pulgares metidos en los bolsillos del tejano, mientras el viejo Chevrolet de Tom dejaba su huella en la gravilla aún húmeda, cruzada el portón de la acera y se alejaba lentamente calle abajo. «Eres una tonta, Chris —se dijo—. El condenado bastardo te ha engatusado otra vez con tres palabras tiernas, y tú ya sientes un calor de esperanza en el corazón».

—Hasta la vista, Tom —dijo en un susurro—. Cuídate mucho.

Permaneció unos minutos allí, como hipnotizada por el sol que encendía su rostro y doraba el tenue vello rubio de sus brazos. Luego dio media vuelta y entró en la casa. Deslumbrada por la luz externa, le llevó unos segundos adaptar sus pupilas a la penumbra fresca del comedor. Olió con fruición el conocido aroma a humedad y a madera que reinaba siempre en esa habitación, y le recordaba las siestas de su infancia. Entonces vio a su madre, que rebuscaba algo en el armario, empinada de puntillas.

—Mira, Chris —dijo la señora Parker, con fingida sorpresa—. Tom ha olvidado llevarse su brandy. Aún queda media botella.

Dejó la botella sobre la mesa y, sin esperar respuesta, sacó dos copas del mueble.

—Supongo que nadie dirá nada si ambas tomamos un trago, para olvidar las penas y celebrar nuestra nueva vida en común, ¿eh, Chrissie?

—Son las diez de la mañana —dijo Chris.

—Lo descontaré de los tragos de la tarde —respondió la madre, al tiempo que destapaba la bebida con gestos ansiosos.

Con un veloz movimiento que ella misma no controló, Chris arrancó la botella de manos de su madre y, apretándola contra su pecho, fue hacia la cocina. La señora Parker corrió tras ella y le aferró la manga de la camisa con expresión desesperada.

—¿Qué vas a hacer, hija? —jadeó expectante.

Chris, sin responderle, la mantuvo apartada con un brazo, mientras con la otra mano volcaba la botella sobre el desagüe del fregadero. El líquido ambarino fue escurriéndose sin prisa, borboteante.

—¡No hagas eso, Chris! —chilló la madre, presa de un ataque de histeria.

La joven cerró los dedos sobre el hombro de la mujer y la alejó con un fuerte empellón. La señora Parker trastabilló y fue a apoyarse en el refrigerador, respirando agitadamente y con los ojos fuera de las órbitas.

—No habrá más alcohol en esta casa, mientras yo viva en ella —amenazó Chris, arrojando la botella vacía en el cubo de la basura.

La madre tuvo un estremecimiento convulsivo y se deslizó hasta quedar arrodillada en el suelo. Allí estalló en una angustiosa crisis de llanto y gemidos, balbuciendo palabras incomprensibles. Chris apretó los dientes y se esforzó en conservar la calma. Encendió uno de los hornillos a gas.

—Tomarás un poco de café y luego me ayudarás a poner en orden la casa —dijo con firmeza—. Tenemos mucho quehacer por delante.

Abrió el grifo y llenó de agua la cafetera, sin poder evitar que sus manos temblaran al colocarla sobre el fuego.