12. NOTAS FINALES

Por fin me he quedado solo. Los últimos días han sido aterradores, la verdad. Pero en este momento soy el amo de Golconda, que es lo que me interesaba. Desde que llegué al Mutzbunk, la idea inicial de comprar un buen negocio y establecernos, como quien dice, cambió mucho y ha acabado en esto otro. ¿En qué momento se me ocurrió? Pues no lo sé. Claro que mis chicos creen que yo lo tenía planeado desde el principio, y yo se lo dejo creer porque eso hace que me tengan más respeto y consideración. Como dice Gus, me adoran. ¡A ver, si no! ¿Qué otro remedio les queda?

Desde que hice aquella probatina sobre el feu Alceste Paracels, que en paz descanse, no he podido volver a tomar notas, ni escribir, ni grabar nada. Tendría que haberlo hecho, porque la conquista de Golconda fue cosa rica y muy digna de ser escrita para los siglos venideros, por lo sabrosamente que se planteó, los problemas que hubo y las cosas que pasaron. Podría encargárselo a Gus, o a Disko, o a algún otro, pero no me fío de nadie. Cuando haya que contarlo, lo escribiré yo y nadie más.

O por mejor decir, lo grabaré, como ahora esto haciendo en el mejor aparato del planeta: una grabadora por variación magnética con complemento de agudos por rayo luminoso y de graves por micrófono de garganta. Es algo latosa, pero la he comprobado y mi voz sale tal cual. No me ha costado nada. El personal de la radio (prohibidos) me la ha regalado. Tiene hilo para doce horas, de manera que puedo hablar y hablar y hablar, que tanto me gusta, hasta que se me seque la garganta.

Bueno, yo he comprobado las notas, grabaciones y escritos que hice anteriormente y, ¡caray!, son la mar de útiles. Por eso, ahora que tengo tiempo, puesto que he de dormir unos meses seguidos, voy a recopilar, como dice papá. Así podré oírlo más adelante y recordar tiempos mejores, ver si he cometido algún error o equivocación, y si lo he cometido, peor para el que lo sufrió. Porque para mí, nada. Estoy ya demasiado arriba, aunque no todo lo que quisiera.

Desde luego, ahora sigo o me matan. Y seguiré hasta el final, eso lo saben los verdes. Pero claro, el trabajo que llevo para organizado todo es demasiado. Bien es cierto que Disko Tolliver se ha revelado como un administrador de primera clase, es único para la cosa de organizar las comidas, la selección de trabajo y todo eso. Sin embargo, es una verdadera nulidad a la hora de tomar resoluciones; si llego a delegar en él los planes para la conquista de Golconda, estamos todos ahora muertos o en la trena, o quizá las dos cosas a la vez.

Estos prohibidos, desde luego, se defienden entre ellos. Papá Garuslap, una vez que le hubimos reparado los estropicios que Shariati y compañeros fiambres le hicieron, se arrejuntó con Taberner y Mazagrainer, y ahí me han formado una peña que si no fuera por otras cosas sería de reírse. Taberner y el abuelo se dedican a beber como bestias, papá Garuslap, que no prueba el alcohol, les reprende e invoca a varios dioses. Los tengo aislados en el edificio MAZ, en una especie de zoológico privado. ¡No iba a matarlos! Digo yo. Y no hablemos del asunto de las mestizas de Mendel; Taberner, que tiene sus flecos de generoso, quiso cederle a Garuslap a una de ellas: Amalteria (la más usada). Vaya. Cómo se puso papá Garuslap. Habló de tantas cosas raras que me harté y me fui. Pero no quiso. A veces me pregunto si será marica, pero no creo porque no pide prohibidos machos. ¡Vaya pandilla que me rodea! Si no fuera por mí…

Claro que a papá Garuslap sólo le dejo decirme «hijo mío» y cosas así en privado. Las pocas veces que tiene que hablarme delante de mi equipo me trata de «señor». ¡Es listo! Se lo dije una sola vez y lo aprendió en seguida; no ha hecho falta darle una mano de palos como al abuelo o a Taberner. Pero es que éstos son unos borrachuzos, y el alcohol perjudica mucho.

Otro absurdo de lo más: papá ha conocido a Michenzell y, en vez de considerar que era un estupro (ha usado esta horrible palabra en varias ocasiones), ha parecido quedarse impresionado ante la chica, la ha saludado haciéndole reverencia y todo, y ha simpatizado horrores con ella. Michenzell, que es tonta, se quedó muy impresionada con esa forma de actuar de Garuslap, y se va bastantes veces a hablar con él y con los otros dos beodos. Desde luego, he cometido un error con esta chica. Un error de juventud, diría yo. No puedo entenderme con ella como me entendía con la pobre Fran; no hay ni pizca de comunicación. Mira que la hice teñirse de rubio y ponerse los mismos trajes que la otra, pues nada. Recuerdo que los primeros días parecía sentir una pasión de lo más intensa, y yo estaba convencido de que lo pasaba bien conmigo en la cama. La presenté a todos, hice saber que era la Primera Dama, y tan contentos. Pero luego empezaron los problemas, poco a poco fue perdiéndole el gusto a la cosa, o quién sabe si había disimulado al principio… Trataba de esquivarme, decía que ciertas cosas son porquerías y se dedicaba a incordiarme por todos los sistemas. Que si trabajas demasiado, que qué haces ahora, que para qué es todo esto… Empeñada en que comiera con ella a la hora en que le apetecía y en que no me acostase tarde, no fumase y no leyera informes en la cama… Vamos, que se ha vuelto una pesada de campeonato galáctico. No es Fran, claro está; eso ya lo sabía yo. Pero podía tratar de parecerse a ella un poco, o por lo menos ser tan original que me hiciera olvidarla. Pues no. Lo que sí me parece es que me quiere mucho, porque la veo sufrir cuando no le hago caso. Pero ni ella ni yo somos capaces de romper esa especie de barreras que han surgido entre los dos.

A quien le ha cogido un asco espantoso papá Garuslap es a Basenger. Y también a Gustavo.

¡Ah, lo de Gustavo fue estupendo! Tiene a una chica, una tal Bianca, del Servicio de Recuperación, y parece que le va bien con ella. Los demás chicos y chicas han resuelto sus problemas por un estilo; de todas maneras, todavía quedan en Golconda unas cuantas fulanas jovencillas, como Borjana, que hacen el servicio cuando es preciso. Ganan dinero con ello y están bien tratadas. Y no es que los prohibidos estén demasiado mal. Quitando a aquellos demasiado peligrosos o responsables de crímenes graves contra los paidos, a los que hubo que eliminar, los demás no han tenido más remedio que conformarse. Trabajan en lo que se les dice, ¿qué remedio les queda? No es que tengan más fuerza que nosotros ni que sean más listos, pero son mano de obra para continuar y aumentar la producción bélica… Con capataces y guardias paidos, no pueden rebelarse. Naturalmente, se les han quitado todas las armas, y los explosivos de las minas están sometidos a un control severísimo. A veces hay problemas. Parece que todavía hay prohibidos tan estúpidos que se avergüenzan de obedecer a un paidos, o creen que por medir la mitad que ellos no somos peligrosos. Ya van siete que acaban en el paredón por esa causa. Públicamente, claro está, para que se abronque bien la cosa y se entere todo el planeta.

Decía de lo de Gustavo. Bueno, pues necesitábamos como el comer el papel Stone. Mira que en el Gobierno Militar encontramos todo lo preciso: claves de radio, balizas de los demás planetas, control de horarios de naves de guerra, informes secretos sobre armas y efectivos (buena parte la teníamos ya) y hasta la Caja de Impuestos, con abundante dinero. Eso, además del que Gustavo le había sutilizado a su madre. Pero no pudimos encontrar las reservas de papel Stone. Y sin eso no podíamos continuar. ¿Cómo íbamos a fabricar dinero, documentos de identidad, pasaportes, certificados y demás? Como Gus no había podido enterarse, preví yo la cosa para tener siempre un as en la manga.

A la general la tuvimos varios días en un calabozo, pero no soltó prenda. Pretendía no saber nada, y seguía insistiendo en que el papel Stone venía de fuera… que en Golconda no había existencias. No se lo creía ni ella misma, claro. Se volvía loca preguntando por su hijo, y los guardianes sin decirle nada. Contratamos dos prohibidos corpulentos para que la vigilasen, y como sólo vio una escuadra de paidos, le hicimos creer que en realidad había habido una rebelión minera y que los niños que la detuvieron eran una escuadra especial o algo así, que los demás eran todos adultos. Como el desprecio que los prohibidos sienten por los niños es tremendo, se lo creyó de inmediato. Claro, los prohibidos, como abultan el doble, pueden tirarte de las orejas; nosotros no, que no llegamos.

Así que, una mañana, los dos vigilantes corpulentos la cogieron y, con los ojos vendados, la llevaron a la refinería Van Eyck. Tenía la mano izquierda vendada y casi inútil; había perdido tres dedos. En la sala de batido, uno de los prohibidos le quitó la venda. Parpadeó, medio cegada, aunque allí no había demasiada luz. Sólo vio los altos techos con lucernas y las grandes calderas de zinc donde se hacen las emulsiones. Bueno, pues al lado de una de éstas, ya preparada, estaba Gustavo con las ropas hechas tiras, un ojo negro y unos cuantos chafarrinones rojos en la cara. Otros dos prohibidos lo tenían sujeto por los hombros. El chico, con las manos atadas, era una perfecta pena. Claro, su madre parecía un verde rabioso. Gritó, aulló, quiso soltarse de las cadenas y echarse sobre su hijo, pero nada. Imposible. Con bastante esfuerzo la amarraron a una columna.

—Necesitamos saber dónde está el depósito de papel Stone. ¿Vas a decirlo? —preguntó uno de los prohibidos.

La general soltó un gruñido espantoso y no dijo nada. El prohibido lo hacía bien, lo había escogido yo para esto por ser actor de la Comedia y estaba maquillado de facineroso que daba gusto verlo… Aparte de otra cosa, se le había advertido que se jugaba el cuello como su actuación no fuera de primera clase.

Gustavo berreaba en todos los tonos lastimosos disponibles y en alguno más, completamente nuevo, que se había inventado para esta ocasión:

—¡Mamá! ¡Díselo! ¡Me matarán, si no! ¡Mamááá…!

Ni por ésas. La general debía de darse cuenta de que sin el papel Stone no podíamos hacer nada, y apretó los labios como un cepo de hierro. Bien. El actor ya sabía por dónde había que tirar…

—Abrid eso —dijo.

Otros dos levantaron la tapa de la caldera y dejaron ver el interior, casi lleno de agua. Son calderas anchas y poco profundas, y cuando se les pone la tapa cierran herméticamente. Tienen unos tres metros de diámetro, y se podrían cocer unos mil pollos dentro. O cosa así.

La general, horrorizada, se dio cuenta de lo que iba a pasar cuando cogieron a Gus, que se retorcía como una bailarina y daba unos alaridos capaces de reblandecer el alma más negra, y lo metieron en la caldera. Después, mientras la general intentaba hablar y se le cortaban las palabras, pusieron la tapa, la atornillaron y la cerraron del todo.

—¿Dónde está? —dijo el actor, poniendo cara feroche—. ¡Habla o doy el contacto!

—¡No te atreverás! —aulló la general, tirando de las ligaduras con tal fuerza que se le saltaron las venillas de los párpados. Un chorro de sangre comenzó a caerle de las manos: se había desgarrado las muñecas—. ¡Sacadlo de ahí, criminales, asesinos! ¡Sacadlo de ahí! ¡Hijo, Gustavo…! ¡Sacadlo!

El actor, sin decir más, conectó el interruptor y bajo el caldero se encendieron dos o tres pilotos rojos. Naturalmente, habíamos desconectado las resistencias. Lo sentía yo (que estaba viéndolo todo desde una balconada) por el pobre Gus, encerrado en la olla y mojado como un borracho por dentro, pero no quedaba otro remedio.

—Tarda como media hora en hervir —dijo el actor retorciendo el hocico. ¡Era bueno aquel tío! Habría que darle algún vale extra, además de lo prometido—. ¿Dónde está el papel Stone? No lo preguntaré más.

Y se calló. Aquí acababa su actuación. Si con esto la general no largaba… pues, bueno, a mí ya no se me ocurría nada más. De drogas de la verdad (estribamina, trinital o cloruro de mitrofeno) ni hablar, tenía un bloque mental como el de papá, y nada más inyectárselas hubiera cascado.

Durante unos segundos, la general tiró y tiró de las ataduras con el rostro rojo, las narices dilatadas, la sucia cabellera cubriéndole la frente. Me imaginaba yo cómo debía de sufrir la pobre. Ésa es nuestra arma, luego lo contaré. Pero, por fin, reventó. Pareció desmoronarse como una casa vieja a la que le ponen petardo para tirarla, y se le aflojó la mandíbula inferior. Daba horror verla, hundida por completo.

—¡Abridlo, abrid eso…! En el comedor, detrás del móvil de Leiner Paget, uno que representa un bosque… Sólo se abre con ultrasonidos… un millón de herz durante tres segundos, otros tres segundos de silencio, después novecientos mil herz, cuatro segundos; otros dos de silencio, y tres megaherz durante cinco segundos más… ¡Sacad a mi hijo de ahí!

Los hombres abrieron la tapa, dejando ver a Gustavo hecho una sopa. Sin embargo, hasta que Colomer trajo un generador de ultrasonidos de la Facultad de Física y lo pusimos en marcha ante el móvil, no nos quedamos convencidos. El cuadro se deslizó a un lado, mostrando una gran cámara estrecha y larga, muy bien disimulada dentro de la pared, con fajos y fajos de papel Stone, blanco como una flor blanca, y en los seis tamaños estándar que se usaban en el Imperio.

Lo mejor de todo fue el final. Sacaron a Gustavo del baño y le cortaron las ligaduras. Ahora ya no nos preocupaba el montaje (que había sido casi tan bueno como el de La venganza de Hobart Peel, aquella obra que vi en la Comedia desde lo más barato), así que mandamos fuera a los prohibidos y yo mismo estreché la mano de Gus y le felicité. Vinieron seis guardias con fusiles para llevarse al actor y a los demás, y era cosa de ver la jeta de la general ante lo que, para ella, eran unos cuantos críos meones, vestidos de uniforme y arreando a personas mayores como si mismamente fueran ganado. No entendía una palabra.

—¡Hijo mío, Gustavo! —gritaba—. ¡Ya estás a salvo!

Y de pronto, le entró en el caletre que allí había unos chicos vestidos de uniforme, con armas y que trataban a su hijo con gran respeto.

—Bueno —dije yo—. Te has mojado y nada más. Pero ha valido la pena.

—Claro que sí, señor —dijo Gustavo—. Estaba condenadamente oscuro ahí dentro, y el agua demasiado fría. Casi hubiera querido que las resistencias estuvieran conectadas.

Un alarido de fiera vino desde la general. Era ella quien lo había lanzado.

—¡Gustavo! ¿Qué es esto?

Gus se volvió hacia su madre, muy despacio.

—Una farsa… —contestó—. Son todos amigos míos. Pero te la has tragado, mamá.

Los ojos de la general parecían de loca.

—¿Te acuerdas cómo la pobre Fran tenía razón siempre? ¿Te acuerdas cómo bastaba que ella dijera algo para que me castigases a mí? No creas que no te he oído decirle cosas por la noche, cuando ibas a verla a su alcoba… ¿cuántas veces viniste a verme a mí? Decías que ella, cuando fuera mayor, sería general, como tú, y que gobernaría un planeta, o quién sabe si más… ¡Y al infeliz de Gus, porque es chico en vez de chica, que lo parta un rayo! Y cuando hacíamos algo que no te gustaba, aunque ni siquiera supiéramos que era malo… ¡Me castigabas a mí, no a ella! Que sí, que luego, como no quedaba más que yo, todo fue para mí. Todo tu cariño, ¿verdad? ¡No lo necesito! ¡Estoy con los míos y seguiré con ellos! ¡Púdrete!

La general viró los ojos, que se le pusieron blancos, hizo como un temblor muy violento y lanzó un aullido desgarrador. Luego comenzó a reírse, a reírse… y no hubo manera de pararla. La encerramos en un calabozo. Y aún sigue riéndose. El doctor Florián dice que está completamente loca, y que no tiene cura. ¡Qué le vamos a hacer!

¡Qué silencio tan maravilloso hay ahora! Pocas cosas me gustan tanto como quedarme solo, cuando todo el mundo está en la cama y veo la noche a través de las ventanas. También me gusta levantarme antes que nadie (a pesar de que Michenzell protesta y dice que no la dejo dormir) y estar a solas en mi despacho, quitando asuntos de en medio y con una buena jarra de café al lado. Lo cierto es que noto cómo Golconda está viva, como un gran monstruo que tuviera muchos nervios vibrando. Esta terrible bola de piedra está cubierta por miles de vidas, y esas vidas las gobierno yo.

A veces, papá Garuslap, que tiene mis mismos hábitos en eso de acostarse tarde o de levantarse temprano, viene a estar conmigo un rato. Claro, han cambiado las cosas. Ahora me teme. Incluso a solas, cuando quiere darme un consejo, da mil revueltas para no irritarme; no se atreve ya a hablarme como lo hacía en el camino al Mutzbunk. Ni siquiera me reconviene por lo que he hecho; se limita a mirarme y esperar su ocasión. ¡Como si no lo supiera yo!

Siguen saliendo las naves de metales de todas clases hacia los destinos prefijados y continúan llegando esas panzudas astronaves cargadas con alimentos enlatados hace cien años. Un mes después de la revuelta llegó una nave de pasajeros. Se quedaron media docena en Golconda y los demás siguieron a Pharonteón. Nadie subió, claro está. Las cosas no son difíciles de mantener en secreto. Tardarán mucho tiempo en darse cuenta… Y ese tiempo es el que dispongo yo para continuar mi camino.

Pero apenas lo tengo para escribir. Nada se ha escrito sobre cómo se desarrolló el Día de la Verdad. Alguna vez tendré tiempo y lo haré. Lo cierto es que sé perfectamente que no podemos enfrentarnos así, a las claras, con tropas de línea. Véase lo que sucedió en Campo de Oro con el Decimoséptimo de Infantería. Necesitamos valernos del hecho de que, aparentemente, somos niños, y de que, gracias a eso, los prohibidos nos aman. Pero nosotros a ellos no. En cuanto a inventar armas nuevas, pocas probabilidades le veo, incluso el nulgrav me ha fallado estrepitosamente.

—Claro —dijo papá Garuslap—. El nulgrav sólo sirve para levantar naves grandes o para que aterricen. El nulgrav, como sabes, es la anulación momentánea de la gravedad y requiere unos compensadores que un individuo no puede tener. Por eso no funcionó con tus chicos.

Reconozco que fue una idea equivocada. ¡Nulgravs individuales! Verdaderamente, ahora que lo veo, una barbaridad. Salieron disparados como balines y les fue imposible controlar la marcha. Varios de ellos cayeron en edificios en llamas, otros se estrellaron contra muros, otros están en órbita a miles de kilómetros de altura. Bueno, no lo haré más. Con razón el Ejército Imperial no usa nulgravs individuales.

—Y ahora, ¿qué piensas hacer, hijo?

—Primeramente, Barlión, papá. Cuento con tu ayuda.

Me ha mirado, sin contestar. Yo he repetido mi afirmación.

—Digo que cuento con que me ayudes.

—¿Cómo?

—Ya lo verás…

—Pero… pero lo que has hecho aquí es una dictadura peor que la del Sha. Tratáis a los adultos como esclavos. Les hacéis trabajar en las fábricas y en las minas. Les habéis privado de sus bienes… ¡Son verdaderos esclavos!

—Bueno —digo yo—. Yo estoy de acuerdo con tus ideas democrático-estelares… pero no ahora. Si los dejase ir democrateando por ahí, los prohibidos se nos comerían en media hora. Tengo que asentar las cosas. Cuando caiga Barlión, será de otra manera…

—¿Y después?

—Después lo demás, papá. Ya he despachado emisarios paidos, de toda confianza, bien instruidos, con excelentes documentos de papel Stone, hacia todos los puntos que me interesan.

—¡Lo quieres todo, entonces!

—Claro. ¡Tonto sería lo contrario! He de barrer al Sha, ¿comprendes? Pero antes de eso no puede pensarse en democracias ni en gobiernos estelares, ni en todo lo que tú dices…

Parece que se queda pensativo.

—Pero… hijo. Cosas como las que hace ese repugnante doctor Basenger… ¡son intolerables!

—Tampoco es para tanto.

Tengo la lista de bajas sobre la mesa. No han sido demasiadas. Incluye una autopsia hecha por Basenger a un paidos muerto, con detalles sobre los cambios que ha sufrido su cuerpo comparado con el de un niño normal. Que si los trefonas celulares, que si las cuerdas vocales han aumentado, etc., etc. A veces, Basenger se pasa.

—¿Cómo que no es para tanto? Hace experimentos en vivo, ¡en vivo!, con los que tú llamas prohibidos y que son vuestros padres, vuestros parientes.

—Míos, no. De todas maneras, si es tu gusto, le diré a Basenger que acabe con eso.

—¿Palabra de honor?

—Palabra, claro que sí. Y ahora… ¿vas a ayudarme?

—¿Cómo?

Se lo digo. Se queda dudoso. A mí me da lo mismo. Si no me ayuda él, lo conseguiré por otra parte. Habla de responsabilidades, de represalias. Las responsabilidades no me importan mucho. Como le he dicho a Gustavo, sólo soy responsable ante el futuro y ante la galaxia. A Gus le gustó la frase, pero ¡maldito lo que significa!

—Ya veremos —contestó Garuslap, dudoso—. Pero hay otra cosa…

Se está poniendo pesado. Lástima, pero su conversación me gusta. Es tan sincero, tan noblote. Le duele engañar a los demás. De vez en cuando, lanza una invocación a un dios. Le sirvo café.

—Eso que llamáis Vidas Jóvenes…

¡Ah, eso! Bueno, reconozco que sí ha originado problemas. Pero no quedaba otra solución. Le miro, adoptando un aspecto de sinceridad.

—No quedaba otro remedio.

—Lo comprendo… puesto en vuestro caso. No podéis dejar a los niños menores de siete años en poder de sus padres o de sus familias.

—Claro.

—Tenéis que darles la droga, tabernizarlos. —¡Tabernizados! Me gusta, pero es largo—. Tenéis que controlarlos.

—Algo más que eso, papá. Están expuestos a sufrir daños a manos de las personas con quienes vivan. Nosotros los cuidamos mejor…

—Te digo que lo comprendo… Pero ¡prohibís que sus padres los vean! ¿No comprendes el espantoso sufrimiento de esos pobres hombres y mujeres? Se les ha quitado sus hijos pequeños, no saben si están vivos. Y además sufren una esclavitud espantosa… ¿No podrías…?

—¿El qué?

—Permitir una especie de visitas, como en las cárceles. Que sus padres los vieran de vez en cuando.

Siempre tan compasivo y tan bueno. Ha perdonado hasta a la general, que sigue babeando en una mazmorra. Ha perdonado hasta al doctor Shariati, que le arrancó las uñas. Dijo que sentía su muerte… ¡y yo creo que hablaba de veras! No lo entiendo, no lo entiendo.

En el móvil de Leiner Paget, unas figuras poco claras cortan árboles y construyen una nave. Otras figuras oscuras las miran desde los linderos del bosque.

—Eso está hecho, papá. Es poca cosa lo que pides. Pero basta por hoy. Prepárate, mañana salimos para Barlión…

Sí, salimos para Barlión. Esta mañana ha tomado tierra la gran nave que hace el recorrido Quajardasht, Barlión, Golconda, Nílfide y Mendel. Esta vez no seguirá su viaje. Los pasajeros han pasado a engrosar los campos de concentración y trabajo del Servicio de Inteligencia. Es un gran disco que ocupa el astropuerto civil casi por completo y que relumbra con un color pardo-rojizo bajo el sol de Golconda. Ahora sólo es cosa de pensar a quién me llevo conmigo. Desde luego, Garuslap, Michenzell, una escuadra selecta de paidos, pilotos y personal prohibido adecuadamente condicionado y controlado… Y cosas: una biblioteca en cristales, con lector, dinero, una maquinita de imprimir papel Stone y otras cosas…

No pasará nada. Cuando una nave falta y no llega a su destino, es que no llega y se acabó. A veces, ni la buscan. Es demasiado tiempo. Y el tiempo corre a mi favor y en contra del Imperio.

De todas maneras, ya estábamos establecidos en Barlión, gracias a nuestras fábricas MAZ.

No me llevaré a Mazagrainer. Está muy viejo. Nombraremos a Garuslap consejero general, o algo de eso. Basenger… bueno, no, Florián le cambiará algo la cara y el pelo. Para que no me lo encajen con el sólido del astropuerto. Le pondré otro nombre: Marsenath Dillon, por ejemplo. No me llevaré a Taberner, no lo necesito. Tenemos su fórmula completa y podemos producirla en cualquier sitio.

Queda el último acto. Anochece, y me conmueve un poco pensar que es la última vez que veo el sol de Golconda, en mucho tiempo… o quizá para siempre, llamo. Entra Blake Palmer. Le doy las órdenes oportunas. Mientras bebo un poco de brandy y fumo mi único cigarro diario (ya no tengo más placeres que ésos), entran Disko Tolliver y Gustavo de Hokusallmi.

—Marcho mañana —les digo—. No podemos detenernos, el enemigo sólo espera un momento de debilidad para arrojarse encima de nosotros y destrozarnos. Parto hacia Barlión, y más adelante… ya veremos. Pero alguien tiene que quedar aquí, gobernando Golconda en mi nombre.

¿Ha habido un rictus de dolor en la cara de Disko? ¿Ha habido un gesto de avidez en la de Gustavo? Es igual. Mi decisión está tomada hace ya tiempo.

—Tú, Gustavo, serás gobernador de Golconda. En cuanto a ti, Disko, prepárate. Mañana partimos para Barlión y me acompañarás. Puedes llevarte a tu chica, si quieres. ¿No se llama Oulita?

—Sí, Víctor. Oulita Rastinov. Piloto INC.

—Excelente, siempre será una ayuda. Puedes retirarte, Disko.

Este chico está muy triste. Lo veo en sus ojos. Sé de sobras que pertenece a esa escasa facción que quiere llegar a un entendimiento con los prohibidos. Bueno, la mayor parte piensa lo contrario. Además, da igual. Aquí, lo que importa es lo que quiera yo.

Me quedo solo con Gustavo.

—Te lo daré por escrito. Siéntate y toma nota: «Por la presente, y siendo necesario el establecer lo preciso para el régimen y gobierno de este planeta, yo, Víctor Lanyard, jefe supremo de los paidos, vengo en disponer…».

Lo firmo. ¡Ah, tengo que llevarme al bueno de Isaías Mitsouda! Casi se me olvida. Le entrego a Gustavo, que me mira con reverencia, flamante en su uniforme negro, un carrete de hilo.

—Ahí tienes grabadas mis instrucciones para todos los casos posibles. También indico cuándo deberás despachar tropas para Barlión. Y naves. Y todo lo necesario. Actuarás un poco a ciegas, pero lo mismo da. O lo de Barlión sale según mis planes, en cuyo caso acertaré, o no sale. Y si es así, todo da igual.

—Señor —dice—, veo que tengo todos los poderes… Pero ese Garuslap me ha dicho que las Vidas Jóvenes y que el doctor Basenger…

—Nada, Gustavo. Todo sigue igual. Puedes retirarte. No sé si te veré mañana.

—¡Señor! ¿Cómo no voy a asistir a su partida?

Y me he despedido de él al pie de la rampa de la astronave. Se llama «Rayo Estrella» y es un hermoso buque. Contemplo por última vez las llanuras inhóspitas de Golconda. Recuerdo cosas en las que no había pensado, o que antes no sabía explicar. Los grandes senderos de exploración, flanqueados por enormes cristales blancos; las inmensas geodas, rotas por un costado, con su concavidad cubierta de agudas puntas rojas; los profundos agujeros llenos de velludos minerales, con el brillo rojizo de la lava en su fondo… Sí, Golconda es un hermoso mundo.

—Adiós, Gustavo.

Le doy la mano.

—Adiós, Sire —dice—. Siempre a vuestras órdenes, Sire.

¡Sire! ¡Me gusta!