11. AMANECER EN GOLCONDA

Aquella tarde habían descansado todos. Víctor Lanyard había dormido dos horas, con un sueño tranquilo y sin problemas. Tenía la facultad de dormir a voluntad y despertarse a la hora determinada de antemano, como si su mente poseyese un mecanismo de relojería. Había hecho el amor con la pasiva Michenzell, y ésta había permanecido despierta, a su lado, llena de temor y sin poder conciliar el sueño.

Gustavo de Hokusallmi tuvo una pesadilla. Soñó que estaba observando el móvil de Leiner Paget que había en el comedor del Gobierno Militar. Vio que, poco a poco, de los grandes bosques iba surgiendo una turba de figuras oscuras que avanzaban hacia los lagos. Grandes hocicos negros surgieron de las claras aguas. Las densas masas de hombres se agruparon en la orilla y, de pronto, las aguas se tiñeron de rojo… En sueños, deseó intensamente entrar dentro del cuadro y, repentinamente, se dio cuenta de que ya estaba dentro… Los hombres continuaban saliendo del bosque y avanzando, avanzando… Los mandaba una figura que no tenía rostro… Con un grito, Gustavo se despertó, cubierto de sudor. Sonrió salvajemente al pensar en su madre, y después extrajo de su armario una pistola iónica y una caja de granadas. Eran las ocho menos cuarto de la noche.

A las ocho menos cinco, Ottokar Grell, de ocho años de edad, corría junto a su madre en dirección a la tienda MAZ número 3. Estaban a punto de cerrar y necesitaba imperiosamente llegar a tiempo. Alcanzó la tienda en el momento en que una dependienta salía al exterior. Pero aún no habían bajado los cierres. Apresuradamente, Ottokar Grell entró en la tienda y mostró el vale-sorteo que había recibido esa mañana. Su madre, divorciada, trabajaba en un puesto ínfimo en la Oficina de Control de Combustibles, y su mísero sueldo no le había permitido hasta ahora hacer a su hijo único el regalo tan deseado. Apresuradamente, Ottokar Grell cogió un uniforme de soldado raso, con todos los aditamentos de combate (gafas infrarrojas, casco de superacero y el moderno dispositivo nulgrav de las tropas de choque). También cogió un rifle iónico.

—Nos vamos a arruinar —comentó jocosamente la encargada—. En estos dos últimos días se han despachado vales de esta clase a montones. Bien, el Honorable sabrá lo que hace… Ten, hermoso. Éste es el último que vendemos hoy aquí.

Gemmery Draise Drum, encargada de la tienda número 3, no sabía que ése era el último uniforme que se vendía en toda Golconda. Era una pelirroja de formas opulentas, de costumbres libres, que alternaba su vida íntima con dos hombres. Esta noche pensaba cenar con uno de ellos, Porny Doble Hand, en el mejor restaurante de Golconda, el célebre DERBYS. Cerró la tienda, aplicando los mandos de descenso de rejas, tocó el botón de la caja para que el pequeño ordenador hiciera el arqueo y remitiese por tubo neumático los fondos a la central. Al encenderse la luz verde, salió de allí.

La general Hokusallmi, a las ocho en punto, estaba recibiendo de manos de Waldersheim el parte de retreta. Había sido un día muy tranquilo. En Nábica, las cosas habían vuelto a su cauce. En Campo de Oro, las tropas del Decimoséptimo de Infantería (coronel Agrai Shiraz) recogían los cadáveres del encuentro del día anterior y procedían a efectuar detenciones de los elementos más sospechosos. El regimiento había tenido doce bajas; de ellas tres muertos, frente a doscientos quince muertos y ochenta y dos heridos graves entre los mineros.

En una taberna de las afueras de Golconda, un borracho clavó un puñal en el pecho de un hombre. Al principio, se organizó bastante revuelo y alguien propuso llamar a la policía. Hasta que el tabernero reconoció el rostro del muerto.

—No os preocupéis —dijo—. Es Tsovala, el jefe de la rebelión de Nábica. Era mahdoroddam… no pasará nada.

Una prostituta joven, rubia, de rostro vicioso, llamada Borjana, apartó la vista del cadáver y pidió una copa de schlitzs. A veces, recordaba a un extraño niño…

A cien metros de las puertas del astropuerto militar, un grupo de doscientos paidos, oculto en una anfractuosidad del terreno, esperaba. Los mandaba el coronel Tsuyami, y se encontraba entre ellos un tenientillo muy desgraciado, llamado Isaías Mitsouda. Permanecía sentado en una piedra, con el fusil en los brazos, recordando el rostro imborrable de la muchacha más bella del universo: Michenzell Delburgo. En ocasiones, le parecía una traición hacia el jefe atreverse siquiera a pensar en ella. Su corazón, lleno de dolor y de odio hacia los prohibidos, sólo esperaba el momento de la acción y, un tanto románticamente, deseaba morir en la lucha y que Michenzell lo supiera alguna vez. Puede que no le hubiera olvidado y derramase una lágrima por él…

Otro grupo de cincuenta paidos, mandados por el capitán Waldemar Preselo, se ocultaba en un edificio justo enfrente de la Central Videotelefónica de Golconda. También esperaban ansiosamente.

* * *

A Tandjany Narvión, hija de Lima Narvión, alcaldesa pedánea del barrio del astropuerto, su madre no le permitió salir.

—Esta noche hay unas maniobras fenomenales en el campo de instrucción, mamá —dijo la niña, fingiendo una lágrima—. ¡Déjame ir!

—De ninguna manera. Te he dicho que no te permitiré salir de noche. De manera que quítate ese ridículo uniforme y vete a dormir… No me obligues a llamar a tu hermano mayor.

—Pero mamá…

El padre había muerto un año antes, víctima del beso de Satán. El hermano mayor, Ebenezer, de quince años, casi dieciséis, suplía al progenitor desaparecido en las labores de jefe de casa, sobre todo cuando era preciso castigar a la más pequeña. Tandjany, sargento especialista en explosivos, sentía un odio atroz hacia él.

—¡Tengo que salir, mamá!

Ebenezer apareció, mirando a su hermana con conmiseración. Con un gemido, Tandjany extrajo la pistola de su funda y disparó dos veces. No se detuvo para contemplar los cadáveres humeantes.

—Vosotros os lo habéis buscado —remetía, entre sollozos, mientras corría en medio de la noche hacia la central eléctrica.

El jefe había dicho: «Tendréis que tener una dureza inhumana. Por ser niños, repito, niños, como lo oís, no os respetarán y no creerán que vamos a usar la fuerza. Entonces, ¡usadla sin compasión ninguna! El que no lo haga así, es un traidor hacia la causa paidos y no merece otra cosa salvo la más vergonzosa muerte. Usadla con los prohibidos y usadla, sobre todo, con los más peligrosos, los de la edad marginal, los que tienen entre doce y veinte años. Los prohibidos mayores tratarán de no haceros daño, por lo menos hasta que vean que las cosas van en serio. Los de la edad marginal no tendrán consideración ninguna; ni son tan pequeños como para formar con nosotros, ni son tan grandes como para respetar a un niño. Si es preciso matar, matad; y si es preciso que vuestras armas siembren la destrucción, que lo hagan. Un paidos vale al menos cinco prohibidos… ¡no olvidéis esto!». Pero eso no borraba de su mente la imagen espantosa de los dos cadáveres con el pecho destrozado. Se mordió los labios, mientras seguía corriendo… Los explosivos estarían colocados puntualmente.

A mil seiscientos kilómetros al sur de Golconda Central, en un lugar llamado Jarbalai, una mujer llamada Giroflee Weser trabajaba en el tumo de noche de la Central de Oxígeno. Tenía cuarenta y dos años estándar, el pelo blanco por completo, y su arrugado blusón negro ocultaba una musculatura digna de un luchador de boxeo armado. Casi nadie sabía que era agente de la NIRAM y que permanecía en ese puesto secundario con un único objetivo: vigilar el comportamiento de la general Hokusallmi, por si se levantaba en armas contra el Imperio. Caso de ser así, tan pronto llegasen a sus oídos las primeras noticias, debía tomar una nave de caza oculta en las montañas de la Desolación y partir hacia el mundo más próximo, Barlión, para ponerse en contacto con la fortaleza de Vanator. Mientras tanto, trabajaba como obrera especializada en reducción de óxidos. Vigilaba las cargas de óxidos que entraban en la cuba de conversión y controlaba el suministro de oxígeno a la atmósfera de Jarbalai. Cuando la oxigenación del planeta fuera suficiente, encontraría un puesto en otro lugar. Aparte de ella, otros cuatro agentes, bien distribuidos por la superficie de Golconda, cumplían esa misma misión. En la jerga de los altos mandos de la NIRAM, se les llamaba «durmientes imperiales».

Aquella noche, Giroflee, casi olvidada su misión y con el convencimiento íntimo de que nunca pasaría nada, comprobaba los indicadores de la columna craker, donde los óxidos cedían tumultuosamente el oxígeno vital, cuando una pequeña mano se posó en su brazo. Un niño pelirrojo, vestido con un uniforme negro cubierto de insignias plateadas, la miraba fijamente. Tras él había una docena más de niños, sin insignias, pero armados con rifles de juguete.

A Giroflee no le gustaban los niños. Frígida y estrecha de miras, consideraba el sexo un horror y a los niños una especie de monstruos gritones, revoltosos y sumamente molestos. Por eso, no se preocupó de cortesías.

—¿Qué hacéis aquí? —gritó—. ¿Cómo os ha dejado entrar la pareja?

Iba a oírla la pareja de municipales que estaban encargados de la guardia nocturna. ¡Estúpidos! Seguramente bebiendo Taraskein en el bar más próximo… ¡Si hubieran sido hombres o mujeres de la NIRAM estos críos no habrían entrado!

—Están muertos —dijo el niño, suavemente—. Mi nombre es Tom Kaposi, del Servicio de Inteligencia.

—¡A jugar a otra parte! —aulló Giroflee—. ¡Fuera!

La columna craker, de casi cien metros de altura, zumbaba sordamente, desprendiendo un calor apocalíptico. Terribles reacciones tenían lugar en su interior… Apenas vio la agente de la NIRAM cómo Tom Kaposi hacía un gesto. Uno de los chiquillos vestidos de negro alzó su arma y disparó. El chorro de metal vaporizado dio de lleno en la mano izquierda de Giroflee Weser, que retrocedió lanzando un aullido. Cuando su espalda tocó la columna craker, la ardiente quemadura abrasó la piel y transformó el blusón negro en una simple llamarada. Cayó al suelo gimiendo, aferrándose al muñón ennegrecido con la mano derecha.

Los seis técnicos restantes entraron corriendo, abandonando la sala de mandos.

—Fuego —dijo Kaposi, con mucha educación.

Restallaron acremente los rifles iónicos, y los seis técnicos se derrumbaron en el suelo con la cabeza o el pecho destrozado.

—Llamad al personal civil —dijo el niño, mientras extraía de su bolsillo una pitillera de oro y encendía un cigarrillo de larga boquilla.

Hubo un momento de silencio, mientras uno de los niños vestidos de negro salía corriendo. Tom Kaposi se quitó la gorra de plato con cordones plateados y se rascó la cabeza, mientras Giroflee continuaba gimiendo. La horrenda quemadura había cauterizado las heridas, que no sangraban. De pronto, uno de los niños presentes se descompuso. Había estado mirando sin cesar el montón de cadáveres, fijando su vista en los pechos de donde salían masas abullonadas de color rojo oscuro, en los cráneos abiertos. Vomitó la criatura sobre la pared, y Tom Kaposi, fríamente, se volvió hacia él.

—Un paidos del Servicio de Inteligencia no se ablanda tan fácilmente… ¿Prefieres abandonarnos?

—No, mi coronel —dijo el niño, limpiándose la boca—. No sucederá más.

—Durante años —dijo Kaposi—, he sufrido palizas de estos asquerosos. Ninguno de ellos hizo nada para ayudarme. De no ser por «él» aún estaría sufriendo, sin comer apenas, lleno de moraduras y de heridas… El daño sufrido por mi cerebro hubiera sido irre… intra… irreversible. Por mi gusto, no quedaría vivo uno solo. ¡Ah, ya estáis aquí!

Tres chiquillas y un niñito, vestidos de civil, acababan de entrar.

—Que esto siga funcionando —dijo el coronel—. Profesora Englander… lo dejo bajo su responsabilidad.

—Sí, señor —contestó una de las niñas—. No se preocupe. Sabemos muy bien lo que hay que hacer.

Entraron en la sala de mandos. Tom Kaposi se acercó a la yacente Giroflee y le dio una fuerte patada en las costillas.

—Eres agente de la NIRAM. Tienes una nave en las montañas. Dinos las coordenadas exactas y nada te sucederá.

Giroflee, a pesar de sus dolores, prefirió gruñir sordamente, como si no pudiera hablar. Le parecía que el mundo se derrumbaba a su alrededor. ¡Niños…! ¡Niños pequeños!

—Como quieras —dijo Kaposi, con frialdad—. ¡Englander!

—¿Señor?

Era una niñita rubia, vestida con un traje de cuero pardo. En este momento estaba concluyendo de ponerse una bata blanca, de científico.

—¿Podemos abrir la torre craker?

La profesora Englander se acercó a la columna, gruñendo algo incomprensible sobre que la falta de acopladores le dificultaba el trabajo. En efecto, tuvo que subirse a una silla para poder ver los indicadores.

—Está en proceso de expulsión de escoria, mi coronel. No hay oxígeno libre. Puede abrirse, ¡pero cuidado con la temperatura!

—¡Ábrala!

Poniéndose torpemente los guantes de amianto, demasiado grandes para ella, la profesora Englander abrió la gran compuerta cuadrada. Un chorro de hirviente calor llenó la estancia, como un torrente de hierro al rojo que saliera del orificio.

—No creas que la nave es muy importante, Giroflee —dijo el coronel Kaposi, mirándola con sus ojos grises y helados—. Aunque no la encontremos, nadie la usará. Pero puede ser útil para la causa paidos. ¿Dónde está?

La mujer no contestó.

—Dentro. Poco a poco, cabo.

Giroflee aulló mientras cuatro niños la cogían y la aproximaban a la abertura. Intentó luchar, ¡eran tan sólo débiles criaturas!, pero, con una sorprendente facilidad, unos músculos inesperados dominaron fácilmente su tentativa. Sintió como su cabeza se aproximaba a la incandescente abertura y un espantoso dolor cubrió su rostro, haciendo que la piel, deshidratada y abrasada, crujiera y se cuartease. En el fondo de la torre craker, las escorias, al rojo blanco, lanzaban un resplandor infernal. Introdujeron un poco su cabeza en la abertura. En un soplo, los blancos cabellos se inflamaron como si fueran de fósforo y ardieron como una antorcha…

—Lo diré… ¡lo diré! ¡Sacadme de aquí!

Giroflee Weser vomitó las coordenadas del lugar donde se hallaba la nave de caza. No veía. El fulgor lancinante de las escorias inflamadas la había cegado.

—Has dicho la verdad —dijo la voz de Tom Kaposi, dulcemente—. Esperaremos. Aún no es la hora. Más tarde iremos por esa nave. En cuanto a ti, «durmiente imperial», no te necesitamos ya. ¡Echadla dentro!

A esa misma hora, aproximadamente, otros cuatro agentes de la NIRAM eran detenidos y muertos en sus lugares de destino: Raider Hill, Granate Meadows, Sabrobar y el minero de Azopardo.

En los subterráneos del edificio MAZ, Víctor Lanyard se despertó a la hora exacta en que había pensado hacerlo. Dio un cachete cariñoso en el hombro de Michenzell y comenzó a colocarse el severo traje gris.

—Víctor… —dijo ella—. ¿Me quieres?

—Claro que sí —respondió él, distraídamente.

En el campo de entrenamiento principal, el mismo que había al lado de las fábricas, dieciocho tenientes pilotos se dirigieron a las pequeñas naves de caza agrupadas en el reducido campo de aterrizaje. En silencio, en medio de la oscuridad, ocuparon sus puestos en ellas; después subieron los artilleros y se colocaron en su lugar. A la hora exacta, los pilotos conectaron el encendido de los motores Astroliner de dos tercios ce y esperaron, llenos de nervios y de sudor. Las fábricas MAZ no habían podido construir más que esas dieciocho naves; había sido imposible hacer más.

* * *

Lentamente, en las sombras de la noche, una oleada de niños uniformados o sin uniformar iba saliendo de sus casas en todo el planeta. Eran las ocho treinta y dos, hora estándar del Imperio Galáctico. Como sombras, se deslizaban por las iluminadas calles del centro o por las sombrías callejuelas de los barrios. En todas las paredes, grandes carteles en tres dimensiones mostraban la imagen de un soldado MAZ sobre fondo de estallidos e instrumental bélico, y pregonaban: «HOY, GRANDES MANIOBRAS, ¡PADRES, DEJAD QUE VUESTROS HIJOS ASISTAN! ¡INOLVIDABLE, IRREPETIBLE!». De uno y otro lado, de una y otra casa, de las mansiones lujosas de los ricos, de las pobres chabolas, de los edificios de reducidos apartamentos, los niños salían como un caudal. Corrían como ratitas por las avenidas, sonriendo a los escasos prohibidos que encontraban en un camino. «Vamos a jugar… ¿sabéis? ¡Vamos a jugar a soldados!». Y después, cuando se quedaban solos, surgía una sonrisa amarilla, retorcida, en sus rostros que no eran ya ni de hombre ni de niño. Con sus caras aún sonrosadas, sus mejillas todavía redondas, la piel lisa y con ese aroma a limpio que aún conservan los niños hasta cierta edad, alzaban en el aire sus armas de juguete, introducían en ellas pilas de alta potencia, cristales de praseodimio, conos de dispersión, cilindros de metal ultrafusible, concentradores de sonido… Una silenciosa procesión de tanquetas salía de las tiendas MAZ, abiertas a deshora por manos desconocidas… Caminaban lentamente, con el cañón de mentira a cero, por las frías avenidas de la capital. Se detenían después, concentrándose en los edificios públicos, en las comisarías de policía, a corta distancia de la entrada de los cuarteles… «¡Oh, cuánto vamos a divertirnos! ¡Qué juego más bonito!», gritaban las agudas voces infantiles mientras ojos de fuego, en pequeñas caritas de diablillo, comprobaban las tablas de tiro, las municiones, el alza de las piezas de artillería… «Granadas rompedoras… ¡Carguen!». «A la orden, mi teniente». Entraban los cartuchos de latón, coronados por la ojiva amarilla de una granada de acero, en las engrasadas recámaras… «¿Qué hacéis aquí, niños?». «¿No lo sabe, señor? Somos soldados MAZ y hoy es el día de las grandes maniobras… Hay sorteos de juguetes, de caramelos y de dinero… Si nos tocase el premio más gordo…». «¿Y qué premio es ése, niños…?». «Oh, no podemos decirlo, señor… pero seguro que pronto lo sabrá». Otros prohibidos no eran tan amables: «¡Asco de niños! ¡Saliendo a estas horas! ¿Cómo os dejan vuestros padres hacer esto? ¡Os aseguro que mis hijos no saldrán!». «Bueno, señor, no sea malo… déjeles salir… ¡Es tan divertido!». «¡Ni pensarlo!». «Oh, señor. Como quiera, señor. Y que le vaya bien con sus hijos, señor». «¡Maleducados! ¡Ya os daría yo…!». Pequeños camiones de seis ruedas circulaban por todas partes conducidos por minúsculos chóferes, cargados de cajas de colorines con armas de juguete, municiones, material sanitario, caretas antigás, botes de humo, alambradas, caballos de frisa… «Tienen que ser carísimos… ¿cómo pueden circular por Golconda?», dijo un prohibido. «Sólo los alquilan, señor; no los venden…». En la plaza del Descubrimiento, grupos de niños alegres instalaron dos disruptores de ultrasonidos frente a la Jefatura de la Policía Imperial. El número que estaba de puertas, un poco extrañado, dio aviso al inspector de Guardia. Éste, más por principio que por otra cosa, salió a ver qué pasaba. «Ya sé que son las maniobras… mi hijo pequeño también va… pero sacad esto de aquí…». «En seguida, señor. Es que estamos cansados, señor». El inspector sonrió ante los ojos azules y los rizos rubios de la niñita que le hablaba, y volvió a sus expedientes y su café. «¡Y a ver si os dais prisa!». «¡Claro que sí, señor…!». «Estos niños, estos niños… Menos mal que esto los forma para el futuro… les enseña que la vida es lucha y que siempre hay que pensar en la defensa del Imperio». Mientras caminaban, mientras instalaban las piezas de artillería, situaban los camiones en los lugares previstos o conducían las minúsculas tanquetas, los niños chupaban paletas de dulce, comían helados ensuciándose la cara, jugaban con canicas y cambiaban cromos… Y entre tanto, en la profundidad del edificio MAZ, una mente fría y cruel, una mente despiadada y por completo carente de humanidad, sonreía fríamente al ir recibiendo noticias de cómo sus planes se cumplían paso a paso.

El inspector de Guardia se retiró; sí, se retiró, y las dotaciones de los disruptores quedaron solas en la plaza helada, bajo la cruda luz de las luces de flúor.

—Conecten batería principal.

—Conectada batería principal, mi capitán —un momento de silencio—. Solenoides a plena carga.

—Introduzcan concentrador.

—Concentrador introducido, señor. Tres… cinco… diez, señor. Preparados para la acción.

—Esperen. Aún faltan unos minutos.

Jeroboam Strog, tembloroso y lleno de miedo, condujo un pesado vehículo de vapor hasta las proximidades del Astropuerto Militar. A su lado iba su sobrinita, una niña con trenzas, que vestía ahora un uniforme negro con insignias plateadas. Dando tumbos, el camión, exhalando nubes de humo por la exhaustación trasera, se detuvo a corta distancia del grupo de paidos que aguardaba en la sombra.

—Ya están ahí los acopladores —dijo el coronel Tsuyami—. ¡Rápido! ¡Las caretas, las cajas de granadas…!

En el DERBYS, Gemmery Draise Drum y Porny Doble Hand, en una de las mejores mesas, habían pedido a Amalong Busilong, el maître, que les sirviera sopa de pescado del Mutzbunk, pavo terrestre en salsa de moras y mangos de Mendel helados. Beberían una botella de Samar y unas copas de Taraskein. Un par de cigarros de Lexter y dos sucedáneos de café. Valía la pena gastar créditos en esta cena, hacía un año exacto que se habían conocido. Estaban muy enamorados, tanto que Gemmery Draise Drum pensaba seriamente en abandonar a su otro amigo y contraer un matrimonio temporal con Porny Doble Hand. A su alrededor, las mesas estaban totalmente ocupadas. Había personas conocidas: el conde Tapulianov y su esposa, el catedrático Tomlinson, de la cátedra de geología, el coronel Merotssandier, del Veinticuatro Regimiento de Mecanizadas, y Sigfrid Van Eyck, dueño de la principal refinería de metales preciosos. Gente fina, gente bien. Un ambiente de lo más selecto. Gemmery cogió la mano de Porny y le dijo, dulcemente:

—¿Qué piensas de nuestro futuro, cariño?

—Estoy de acuerdo —dijo él—. Nos casamos mañana. Seremos felices para siempre, mi vida.

En el Mutzbunk, Fortie Orellana y Tatum se habían apoderado ya de todo. Habían muerto seis obreros y un capataz; bajas entre los paidos, ninguna. Fortie Orellana y Tatum despacharon un mensajero, a uña de caballo, hacia la capital del planeta.

En Campo de Oro, los paidos disponibles se apresuraban a agruparse ante el campamento del coronel Agrai Shiraz, donde vivaqueaban dos batallones del Decimoséptimo Imperial de Infantería. En otros campamentos mineros, en otras pequeñas poblaciones, los paidos esperaban a que Golconda Central cayese. En Jarbalai, la fábrica de oxígeno funcionaba normalmente, mientras grupos de niños con uniforme se acercaban en las sombras de la noche al retén de Policía Imperial.

Dole Mazagrainer y el profesor Taberner habían pasado la tarde mano a mano, bebiendo hasta la inconsciencia. Venus Carintia intentó que el Honorable no bebiese tanto, pero no pudo conseguirlo. En cuanto a Taberner, Amalteria, Filoneble y Arcoiris tuvieron que llevarlo a su lujosa cama transparente. El viejo Mazagrainer tenía más aguante, continuó bebiendo y bebiendo. Hubo un momento de peligro. El doctor Basenger entró, acompañado de dos guardias negros del Servicio de Inteligencia, y dijo que quería llevarse a Mazagrainer.

—¡Éste sirve tan bien como cualquier otro! —aulló.

Procedente del hospicio, del que se había escapado seis veces, Basenger era un paidos deforme, con un brazo más largo que otro, numerosas calvas en el cráneo como consecuencia de una tiña incurable, y extraordinariamente cegato. Usaba gruesos lentes sin los cuales nada veía. Sólo la intervención del jefe pudo salvar a Dole Mazagrainer.

—Pero ¡necesito ejemplares! —vociferó el doctor Basenger, lleno de ira.

—Los tendrás… —dijo la voz de Víctor Lanyard por el comunicador—. Y ahora, ¡vuelve a tu laboratorio!

Rezongando, el doctor Basenger obedeció. Una vez solo, Dole Mazagrainer hizo que Venus Carintia le llevase a sus habitaciones.

Las nueve menos cuarto. Los cadáveres de Alceste Paracels, Gazaniol, Solimán de Vos, Heza Hossein, Pahlrod y Johannes Delburgo se pudrían en sus tumbas, conocidas o desconocidas. Junto al astropuerto militar, los niños al mando del coronel Tsuyami abrieron las cajas marcadas «Dotación infantil de camuflaje» y sacaron paletas de caramelo, barras de chocolate, cromos, polichinelas, muñecos, cochecitos de juguete, matasuegras, pirulís, barras de regaliz, chiclés, pastelitos, pelotas y espantosas máscaras de monstruo. Avanzaron hacia la entrada del astropuerto. El centinela, por cumplir, les dio el alto. Era ya demasiado frecuente que los amiguitos del hijo de la general Hokusallmi visitasen las instalaciones.

—Tenemos pase —dijo el coronel Tsuyami exhibiendo un rectángulo de papel Stone con la firma de la general, cuidadosamente falsificada.

—¡Cabo de guardia! —llamó el centinela, convencido.

Las cajas de «Dotación infantil de camuflaje» estaban rotuladas en realidad SIRP/33, pero eso sólo lo sabían los niños y Jeroboam Strog, a quien una dosis de Rosa de Dolomances impedía actuar en ningún sentido. Tranquilamente, los niños fueron entrando en la base militar.

Otro tanto sucedió en la central eléctrica, en la central de teléfonos, en las doce fábricas de oxígeno, en la emisora de televisión, en la de radio y en seis de los regimientos acantonados en Golconda. En el séptimo, o sea, en el Veinticuatro de Mecanizadas, el oficial de guardia se puso duro. No estaba el coronel, y él no sabía nada de esto. Tendría que hacer una llamada.

En Campo de Oro, el centinela, viendo unas sombras que avanzaban, sin encomendarse al Emperador ni a la general Hokusallmi, les dio el alto y, antes de que pudiera contestar nadie, abrió fuego. Era novato, recién llegado de Novar Dor, y muy impresionado aún por la ejecución de Gazaniol.

En Jarbalai, por el contrario, los paidos entraron con toda tranquilidad en el Cuartel de Policía y acabaron con la mitad de los efectivos en seis minutos. Los restantes fueron encerrados en los calabozos. La noticia fue transmitida rápidamente al coronel Kaposi, que estableció retenes y ordenó que descansasen los que estuvieran libres. Al día siguiente tendrían que dominar a los civiles, y éstos podrían ofrecer algún problema.

Había una mazmorra olvidada, a dos pisos de profundidad, donde dormía un prisionero semidesnudo, haciéndolo con un letargo febril e intranquilo, alterado por repentinos terrores. Durante aquella tarde, el doctor Shariati le había aplicado corrientes eléctricas, desde diez a ciento cincuenta voltios. El prisionero se llamaba Atience Garuslap.

¡Cómo corrían las agujas del reloj! En la sala de mando, Víctor Lanyard, acompañado de Gustavo de Hokusallmi y de Disko Tolliver, iba puntuando en el mapa, con alfileres de colores, los lugares ocupados por sus tropas. El general Dugansailer, con uniforme de combate, pidió permiso a su jefe para encaminarse a la emisora de televisión, donde, juntamente con sus ayudantes, estaba determinado establecer el mando.

Víctor Lanyard y Hokusallmi sonrieron fieramente. Disko Tolliver permanecía callado, mirando con tristeza el plano que iba cubriéndose poco a poco de agrupaciones verdes y rojas.

—Yo también debo irme —dijo Gustavo—. Tengo que darle entrada en el Gobierno Militar.

—Marchad —dijo Víctor Lanyard—. Es la hora.

En el astropuerto militar y en seis regimientos de línea, los niños habían entrado en las salas de guardia. Hacían preguntas sobre las armas, los teléfonos, reían, se ponían pequeñas máscaras antigás.

En el Veinticuatro de Mecanizadas, la columna de paidos, nerviosa hasta el delirio, continuaba aguardando en la entrada.

En Campo de Oro, el comandante Oyster dio orden de contestar al fuego del centinela. En unos segundos, el centinela cayó, abrasado por cien rayos láser. Después, el comandante Oyster dio orden de avanzar, mientras un pandemonio de gritos comenzaba a oírse en el campamento del Decimoséptimo de Infantería Imperial.

Las nueve en punto. Víctor Lanyard sintió un vacío en el corazón. Se llevó la mano al pecho, como si un dolor lancinante le taladrase. Disko Tolliver se acercó a él.

—¿Te pasa algo, Víctor?

Era el único que le tuteaba.

—¡Tiemblas, Víctor! ¿Tienes frío?

—No es frío, Disko. Es miedo.

En todas partes, una acción tumultuosa, premeditada, se desató de golpe. Los niños se colocaron los máscaras antigás y varias manos infantiles lanzaron al suelo pequeñas cápsulas de cristal. En unos segundos, los soldados de guardia, los oficiales, asistentes y capitanes de cuartel comenzaron a toser, hicieron varias aspiraciones espantosas y cayeron al suelo. Los paidos comenzaron a extenderse por las instalaciones interiores del astropuerto militar. Una escuadra, armada con rifles iónicos, entró en el dormitorio de los pilotos y barrió las camas con chorros de metal ionizado. Hubo un concierto de espantosos aullidos. Los pilotos morían en sus camas, abrasados, electrocutados, hechos pedazos…

Los disruptores de la plaza del Descubrimiento esperaban… El segundero alcanzó las nueve en punto. La niñita rubia se levantó y gritó:

—¡Fuego!

Una horrenda vibración de ultrasonidos, con una potencia de centenares de kilovatios, surgió de los dos disruptores. Durante unos segundos, la Jefatura de Policía pareció temblar en medio de ondas de aire recalentado. Luego, las paredes se deshicieron en mil pedazos, unos pisos cayeron sobre otros y el edificio entero se derrumbó, levantando una columna de polvo y llamas hacia el cielo negro.

El campamento de Campo de Oro era un mar de fuego. El coronel Agrai Shiraz, despertado apresuradamente por su ordenanza, pensó en un ataque de los sublevados. Dio orden de repeler la agresión con todos los medios disponibles. Medio desnudos, aún casi dormidos, los soldados del Decimoséptimo cogieron sus armas y comenzaron a disparar contra la escuadra de paidos que intentaba apoderarse del cuerpo de guardia. Lanzas de fuego al rojo vivo barrieron la llanura mientras cuerpos ennegrecidos caían a un lado y a otro…

El Comandante Oyster dio una orden desesperada:

—¡Teniente! Rodee el campamento con cincuenta paidos y ataque de flanco.

La sala de conexiones de la emisora de televisión voló por los aires con una detonación espantosa.

—Pero ¿qué estáis haciendo? —gritaban los prohibidos en mil lugares distintos de la capital. Gritaban en la emisora de radio, en la central de teléfonos, en las callejuelas, las plazas y las avenidas. Haces de llamas se alzaban al cielo de Golconda mientras grupos de niños, armados con rifles de juguete, entraban en todas partes y disparaban sobre cualquier cosa que se moviese.

En vano intentó Isaías Mitsouda encontrar la muerte. Corrió delante de los demás, con su fusil iónico en las manos, ametrallando los cuerpos de prohibidos que se levantaban ante él. Pero ninguno de ellos se defendía… «¡Son niños! ¡Están locos!».

* * *

De pronto, las luces de toda Golconda Central se apagaron. Los postes de conducción de alta tensión y los transformadores de salida habían saltado hasta el firmamento, en medio de varios géiseres de lava ardiente.

En el DERBYS, cuando se fue la luz, hubo un momentáneo sobresalto. Se habían oído algunas explosiones lejanas, pero esto no era raro: a veces, el Ejército Imperial hacía supuestos con fuego real. Gemmery Draise Drum y Porny Doble Hand aprovecharon para besarse fuertemente, a fondo y sin reservas. El coronel Merotssandier, muy extrañado, trató de alcanzar el teléfono.

—Lo siento, señor —dijo Amalong Busilong, a la luz de una linterna eléctrica—. No funciona.

—Son amigos míos —dijo Gustavo de Hokusallmi, al centinela de puertas—. Vienen a jugar.

El centinela, que se sabía la lección de memoria, dejó pasar a los veinticinco niños vestidos de uniforme.

En el astropuerto militar, ciento cuarenta y dos paidos acorralaron junto a la aguja de la alta torre de comunicaciones a los pocos sobrevivientes de la base. Uno de éstos, el coronel jefe de la misma, intentó lanzarse sobre los niños. Un rayo láser le atravesó la cabeza, derramando su cerebro sobre el pavimento de hormigón. Los demás, aterrados, vieron cómo un grupo de menudos seres, de no más de un metro treinta de alto, los cercaban y los acosaban contra el muro de ferronita de la estación de radio.

—¡Acabad con ellos! —rugió Tsuyami.

Fue el último recuerdo de los prohibidos. Un sinfín de disparos hizo de sus cuerpos un hervidero de vísceras.

—¡Los acopladores! —aulló Tsuyami.

Sudoroso, ennegrecido, con el uniforme desgarrado en varios sitios, Isaías Mitsouda se ofreció para la primera acción que fuera precisa: «¡Espera!», gritó el coronel. Paidos auxiliares estaban instalando teléfonos de campaña y los negros cables comenzaban a extenderse, como una tela de araña, por toda Golconda Central.

La general Hokusallmi fue interrumpida en su labor de contar billetes por algo frío que se apoyó en su nuca.

—Quieta —dijo una voz muy rara, medio aguda, medio grave—. Quieta o te mato… Soy el mayor Pileca, y esto va en serio…

—¡Ya está bien! —gritó la general, levantándose—. ¡Si no hubiera permitido a mi hijo…!

El mayor Pileca, fríamente, puso la pistola en un muslo de la general Hokusallmi y disparó. Con un rugido, la general cayó al suelo, con la pierna hecha trizas y los ojos desorbitados.

—Cúrenla —ordenó el mayor Pileca—. Aún será útil.

—¡Mi hijo…! —vociferó la general.

—Es nuestro prisionero.

Gustavo de Hokusallmi no estaba en ninguna parte.

Como un torrente, entraban los acopladores en la base de astronaves. Los teléfonos de campaña funcionaban ya. Grupos de paidos con mono azul se apresuraron a instalar los acopladores en las naves de caza.

—¡Mitsouda! Toma una nave y ocúpate del Veinticuatro de Mecanizadas… ¡Aún resiste!

Mitsouda corrió, como loco, por el liso terreno del astropuerto. Los mecánicos estaban sacando fuera uno de los cazas. Casi resultaba cómico ver al menudo niño de mono azul subido en el colosal tractor, con los acopladores de plástico colocados en pedales y palancas.

—¿Está completa de carga y combustible?

—¡Completa y a punto, mi teniente!

Los seis cuarteles de infantería y tropas de asalto eran un volcán en llamas. Cuerpos deshechos yacían en los patios de instrucción. Las comisarías y los cuartelillos de la Policía Imperial, la Policía Municipal y la NIRAM eran sólo montones de escombros. Una espesa nube de humo negro comenzaba a cubrir Golconda Central.

—Necesito un artillero… —dijo Mitsouda—. ¡Llamen a San Traf Mahar…!

En el DERBYS, el coronel Merotssandier, lleno de nervios por las explosiones, la oscuridad y el silencio absoluto de todos los medios de comunicación, decidió salir a ver qué pasaba. Un foco eléctrico le cegó:

—¡Alto ahí! —gritó una voz.

—¡Malditos…! —aulló el coronel—. ¡Se han sublevado!

Vio una pequeña figura negra, como la de un enano, que se movía entre el humo. Repentinamente asustado, trató de ocultarse en el arco de entrada. No le dio tiempo. De la pequeña figura negra surgió un rayo de luz sólida que acertó de lleno en su cabeza. El coronel sintió como si el cráneo le explotase; luego, perdió la visión mientras un infierno de dolores lancinantes desgarraba su cuerpo. Luego, no sintió nada.

En la avenida Esfandiari, una cuadrilla de mozuelos de quince a dieciocho años vio una tanqueta detenida junto a los restos del Precinto Policíaco número 23. Habían salido con la intención de beber un poco y luego perder su virginidad en el barrio del astropuerto. Vieron, junto a la tanqueta, un grupo de niños armados con fusiles y otro grupo, de media docena, junto a una ametralladora pesada. El que creía ser el jefe del grupo cometió un error espantoso.

—¡Los críos ésos, con sus uniformes! ¡Vamos a darles un baño!

—¡Vamos allá! —corearon los otros.

La ametralladora comenzó a tabletear. Una ráfaga de balas de gran calibre segó el grupo de mozalbetes, que cayó al suelo retorciéndose en los espasmos de la agonía.

—¿Qué hacéis? ¿Qué hacéis? —gritó uno de ellos, que solamente había recibido un balazo en una pierna. A su alrededor, sus compañeros yacían como monigotes pintados de rojo, desangrándose sobre el pavimento. Vio como una pequeña figura, con un uniforme MAZ lleno de manchas negras, el rostro desencajado y los ojos ardientes, se acercaba a él. El cañón de una pistola se posó sobre su frente. Vio un diminuto dedo que apretaba el gatillo; después, todo se hizo mil luces a su alrededor.

Lentamente, la torreta del carro de combate comenzó a girar. Con precisión y frialdad, las granadas rompedoras, una tras otra, fueron saliendo del cañón, volando con secos y desagradables estampidos los edificios más próximos.

Isaías Mitsouda conectó el último relé. Con un suave rugido, la nave comenzó a elevarse. A sus espaldas, San Traf Mahar luchaba por introducir los pies en los pedales recién acoplados y alargaba los cortos brazos para alcanzar los gatillos de los cañones iónicos. Poco a poco primero, mucho más rápido después, el cuerpo ojival y plateado de la nave se alzó hacia el firmamento mientras Mitsouda iba asegurándose de los mandos. Abajo, el astropuerto se hizo pequeño, como un rectángulo de luces, alimentadas por el grupo electrógeno. Con ansia, Mitsouda buscó la situación del Veinticuatro de Mecanizadas. Sólo veía incendios, nubes de humo y chorros de llamas por todas partes.

—¡Allí! —gritó San Traf Mahar por los auriculares—. ¡Aquello es, Isaías!

Arriba, lucían miles de estrellas sobre el negro fondo nocturno, mientras las dos lunas de Golconda, una más pequeña, la otra más grande, apenas iluminaban con su mortecina luz la escena de muerte y desolación. Mitsouda buscó referencias en el plano electrónico de la nave. No fueron precisas. Un cohete rojo vivo se elevó desde la masa de humo…

—¡Ahí está, Isaías! —gritó San Traf Mahar—. Vamos a darles lo suyo…

Con un bramar de los poderosos motores, la nave de caza inició un picado sobre el cuartel del Veinticuatro de Mecanizadas.

En el cuartel general, los mensajes se atropellaban, llegando en oleadas. Los ayudantes enloquecían situando alfileres sobre el plano de la capital.

—Las dieciocho naves paidos —dijo Víctor Lanyard—. Que despeguen inmediatamente. Primero, ametrallarán ese condenado Veinticuatro que aún resiste; después, que vayan a sus destinos para comprobar cómo marchan las cosas… Sobre todo Jarbalai y Campo de Oro; son los que más me interesan.

Sobre el Veinticuatro de Mecanizadas se abatió un torrente de torpedos, rayos iónicos, ondas de alta frecuencia, gránulos de deuterio que los lásers hacían volar… Se derrumbaban los muros de silosim o de plástico, caían hechos pedazos las casamatas y los edificios de las compañías. Mitsouda y San Traf Mahar lanzaron todos los recursos de su nave sobre las ruinas humeantes. A su alrededor, veían cómo daban vueltas las luces de posición de los cazas MAZ. Después, las luces de posición se dispararon hacia todos los puntos del horizonte…

—Estamos solos, Isaías.

—¿Qué más da, San? ¡Mira eso!

A mil metros bajo ellos, el cuartel del Veinticuatro de Mecanizadas era un horno de lava ardiente. Enormes torres de fuego rojo se alzaban hacia el cielo, iluminando Golconda como si fuera de día, mientras de aquel maremagnum de humo y estampidos surgían bruscas explosiones cuando el fuego alcanzaba los polvorines.

* * *

En Campo de Oro las primeras avanzadillas del Decimoséptimo encontraron cadáveres ennegrecidos.

—Pero ¿qué es esto? —dijo un oficial, horrorizado—. ¡Si son sólo niños!

Uno de los soldados, contemplando los retorcidos cuerpecillos, se dio la vuelta y vomitó sobre un muro. El coronel Agrai Shiraz comenzaba a recibir las primeras noticias. Aterrorizado, sin comprender nada, trató de comunicarse con Golconda Central. Fue imposible. En la radio sólo había parásitos y el teléfono de campaña no daba ninguna señal. Acudieron los comandantes de batallón, capitanes y otros oficiales.

—¡Son niños! ¡Sólo niños! Y están todos muertos…

—Pero las armas que llevan son de verdad…

—¡Y hemos tenido trescientas bajas!

Las once menos cuarto de la noche. Camiones provistos de grandes altavoces comenzaron a recorrer las calles cubiertas de ruinas y cadáveres. Una voz gigante salió de los altavoces:

—¡Atención todos los habitantes de Golconda! ¡Atención! Esto es una rebelión militar y organizada. Permanezcan en sus casas porque se disparará de inmediato sobre cualquiera que salga. No abran las ventanas. No salgan a la calle. Se disparará sobre cualquier ventana o puerta que se halle abierta. ¡Obedezcan inmediatamente bajo pena de muerte! ¡Viva Víctor Lanyard!

A la luz de velas, faroles eléctricos y aparatos de carburo, los asustados clientes del derbys permanecieron quietos en sus mesas.

—Serviremos espumoso, señores —dijo Amalong Busilong, temblorosamente—. Todo se arreglará. A ver… ¡espumoso para nuestros clientes!

* * *

Un funcionario de la Oficina de Patentes abrió la ventana de su casa para ver qué pasaba, a pesar de los llantos de su mujer. «¡No lo hagas, Arturo! ¡No lo hagas!». Tan pronto como se abrió la ventana y asomó la cabeza, un rayo láser se estrelló en el muro, a dos palmos de distancia. Aterrado, el funcionario se retiró inmediatamente.

—¡Son enanos! —dijo, asombrado—. ¡Oye, Marita, son enanos!

A las doce de la noche, toda la resistencia enemiga había sido eliminada en Golconda Central. Los cuarteles de tropas del Imperio, las comisarías y los recintos de Guardia Municipal eran masas de ruinas llenas de cuerpos muertos.

—Hemos triunfado —dijo Víctor Lanyard.

—Así es, Víctor, así es… —contestó Disko Tolliver.

Y nadie pudo observar el rictus de sufrimiento en su boca.

A la una de la mañana, comenzaron a llegar los primeros prisioneros. Una escuadra de tropas de choque había entrado en el DERBYS y había hecho salir a punta de bayoneta a todos los clientes y al personal del restaurante. Uno de los camareros, hombre forzudo y sin sentimientos, de escasa inteligencia, no había logrado comprender aún lo que estaba sucediendo. Al ver que los asaltantes eran niños, soltó una carcajada brutal, los apostrofó medio riendo medio burlándose, e intentó agarrar al más próximo para darle un par de azotes en las posaderas.

—Estúpido —dijo el teniente que mandaba la escuadra—. Acabad con él.

Cinco segundos después, el camarero era tan sólo un montón de desechos entre los que se veían algunos huesos blancos y muy brillantes. Después de esto, los demás no se resistieron. Sólo algunos se aventuraron a formular preguntas: «Pero ¿por qué hacéis esto?», «¿Estáis locos?», «Tened cuidado con esas armas… ¡son de verdad!». Como si los niños no lo supieran. Las preguntas fueron contestadas a culatazos, intercalados con gritos ofensivos: «¡Ahora mandamos nosotros!», «De rodillas… ¡cara a la pared!», «Al que proteste lo abraso…». Hasta que el teniente, secamente, impuso silencio.

Gemmery Draise Drum y Porny Doble Hand, cogidos de la mano, caminaron entre la turbamulta de prisioneros. Ya se habían dado cuenta de que los niños no estaban bromeando y que era tan suicida oponerse a ellos como lo habría sido enfrentarse a un pelotón de soldados adultos y en pie de guerra. En las esquinas, comenzaban a lucir lámparas provisionales instaladas por niños vestidos con mono azul. La pareja no lo sabía, pero en la central eléctrica estaban trabajando intensamente para restablecer el suministro, de la misma manera que otros destacamentos de paidos lo hacían en las emisoras…

En la semioscuridad, los niños les condujeron al campo de maniobras número 1. El doctor Basenger, acariciándose las calvas con su brazo más largo, estaba allí, vestido de bata blanca y acompañado de media docena de ayudantes.

—Esos dos —dijo, señalando al azar—. Ésa —por Gemmery.

—¡Salid! —gritó el teniente.

—¡Porny! —gimió la muchacha.

El joven intentó acudir en su ayuda. Recibió un culatazo en las rodillas que le hizo caer al suelo.

—Ese tipo valiente, también —dijo, venenosamente, el doctor Basenger—. Y aquellas dos chicas de allá…

Fueron conducidos a un gran ascensor que descendió hacia las profundidades. Caminaron después, con las manos en la nuca, por un ancho túnel de paredes de plástico esmaltado blanco que brillaban como icebergs bajo la luz helada de los focos. Había varias puertas a los lados, todas ellas de pequeño tamaño, no más de un metro sesenta de altura. Uno a uno, los prisioneros fueron introducidos por aquellas puertas, viéndose obligados a bajar la cabeza para poder entrar. Eran pequeños calabozos individuales. El doctor Basenger rió desagradablemente mientras los prisioneros se inclinaban, como esclavos, para entrar en las celdas.

Gemmery Draise Drum fue separada de los demás y llevada al final del corredor, donde se abría una gran puerta de hojas batientes con un letrero que decía: «Prohibida la entrada al personal no médico». Sin embargo, los soldados que la acompañaban entraron hasta el fondo, hasta el lugar donde había un quirófano enorme, con gran bóveda encristalada y tres mesas de operaciones. La hicieron sentarse en una silla, y una de las ayudantes, una niñita morena con melena corta y pequeños ojos muy juntos, le introdujo una aguja en el dorso de la mano.

Gemmery Draise Drum no pudo reprimir un quejido.

—¿Qué vais a hacer? ¿Por qué todo esto?

—Cuando te dirijas a nosotros, prohibida —gruñó el doctor Basenger, sin dejar de rascarse la cabeza—, trátanos de señor, o señora, en su caso. Vamos al lavabo, doctora Soneima.

Otra niña morena le acompañó hacia una gran pila de acero llena de luz violeta. El doctor Basenger y la doctora Soneima expusieron las manos bajo aquella luz.

—Desnudadla —dijo Basenger, sin volverse siquiera.

En medio de una extraña nebulosidad, Gemmery Draise Drum se dio cuenta de que los soldados habían desaparecido. Sólo quedaban los… ¿médicos?, ¿enfermeros?, vestidos de blanco. Quiso protestar, moverse, pero no pudo hacerlo. Se sentía completamente paralizada e incapaz de pensar. «Adiós, Porny», se dijo, oscuramente. Vio unos rostros mirando a través de la bóveda acristalada; naturalmente, no podía reconocer que uno de ellos era el de Disko Tolliver.

—Asepsia total —dijo el doctor Basenger, como si hablase desde el otro extremo del mundo. Una luz violeta, surcada a veces de ramalazos rojos, inundó el quirófano. Apenas sintió Gemmery cómo le quitaban las ropas y la depositaban sobre la mesa de operaciones. Vio cómo se encendía sobre ella una enorme luz blanca que se fue alejando, se fue alejando, hasta ser un solo puntito blanco muy distante, y después una total oscuridad…

—Mascarilla, guantes —dijo el doctor Basenger.

Se acercó al cuerpo yacente sobre la mesa de operaciones. El gran robot quirúrgico, en la cabecera de la mesa, esperaba, mostrando a través de paneles transparentes masas e hileras interminables de transistores, válvulas Grefer y placas de contacto Watt-Martin. Reaccionaba a la voz humana, cuando se pronunciaban determinadas frases.

—Anestesia profunda —dijo el doctor Basenger—. Ciclo completo de control somático.

En la bóveda, junto a los estudiantes de medicina y cirugía, Disko Tolliver hacía esfuerzos por no apartar la vista. Ojalá su ausencia no llamase demasiado la atención en la sala de mando. Pero no podía marcharse de allí; como hipnotizado, contemplaba las maniobras del robot cirujano. Dos grandes placas se colocaron al lado del cráneo de Gemmery, el cuerpo de ésta se arqueó durante unos instantes y luego se desmadejó. Varios brazos cromados surgieron del macizo robot, colocándose en las muñecas de la paciente, en su cuello, en el tórax. Una larga y fina aguja de oro, al extremo de un brazo metálico delgado como una varilla, se introdujo lentamente en el quinto espacio intercostal, penetrando suavemente en el corazón. Los diales del robot dieron rápidamente las diversas lecturas de las constantes vitales de Gemmery Draise Drum.

—Incorporación a treinta grados del tercio anterior —dijo el doctor Basenger. Aún no había tocado a la muchacha; permanecía inmóvil junto a la cabecera de la mesa. Ésta se alzó pausadamente hasta formar el ángulo deseado. Los platos de plástico negro se retiraron del cráneo de la joven y se incrustaron en sus aléolos.

—La experiencia que vamos a hacer —dijo el doctor— tiene una doble finalidad. Primera: mostrar a ustedes la técnica operatoria de la craniectomía, muy útil en casos de heridas de guerra con compresión de masa encefálica o en otras enfermedades ya conocidas. Segunda: instala en la paciente el control a distancia inventado por nuestro compañero Peter Krixton. En sucesivas operaciones, el mismo será instalado en la columna vertebral entre la tercera y cuarta vértebra, en la parte inferior del diafragma, o sea, en el espacio supramesocólico, y también en la apófisis estiloides del peroné… Tendrán ustedes tiempo de verlo, señores. Sólo pido que si alguien se descompone, no vomite en la bóveda de cristal y se largue cuanto antes a otros menesteres más de su gusto, como escobar las cocinas o desinfectar letrinas de campaña. ¿Preparada, Soneima?

—Sí, doctor.

—Comenzaremos —dijo Basenger— por solicitar al robot el afeitado del cráneo. Se utiliza para esto la palabra: ¡Tonsuración!

Mientras dos garras con cuchillas comenzaban su trabajo, rapando a mechones el cabello de la víctima, el doctor continuó explicando, con tanta frialdad como si lo que estuviera ante él no fuera un ser humano, sino un animal inferior:

—Se escogen normalmente palabras poco usadas, al efecto de que los centros motores del robot no puedan confundir una acción con otra. Por ello, no puedo darles demasiadas explicaciones, so pena de confundir al… esto… ¿cómo se dice?

—Robot, doctor.

—Robot, efectivamente. So pena de confundirlo. Todos ustedes tienen un librito con las frases exactas que es preciso decir en cada caso. Bueno, como ven, la actuación del robot no ha sido muy perfecta. En éste, como en otros casos, es preciso acabar la depilación. ¿Se dan cuenta cómo lo digo de otra forma?, a mano. ¿Quiere hacer el favor, doctora?

—Naturalmente, doctor.

La doctora Soneima tomó brocha y navaja, mientras los cuatro ayudantes permanecían a corta distancia, muy atentos.

—Efectuaremos la operación en el bregma, o sea, en la unión de la sutura sagital y la frontal. Quiero decirles que no deben ustedes confiar nunca en la existencia de un robot quirúrgico; a veces no los habrá, como puede ser en lugares próximos a la línea de fuego, o quizá se averíen. Así, por ejemplo, la aguja que se ha introducido en el miocardio, llamada, como ustedes saben, aguja de Poitiers-Pott o cardioestator, cumple la función de impedir cualquier desfallecimiento de la víscera cardíaca. Mantiene la tensión arterial, inyecta cardiotónicos o vasodilatadores, e impide el colapso cardíaco durante la operación. ¿Alguna pregunta?

—Sí, señor… doctor —dijo una voz, desde arriba. Nadie reconoció la de Disko Tolliver—. ¿Y después de la operación?

—Eso no es asunto mío, sino de las unidades de recuperación. No pregunten estupideces, por favor. Bueno, la doctora Soneima ha terminado. Como pueden ver, trazo una línea que une los conductos auditivos sobre la bóveda craneana; lo hago con cromina… El centro, más o menos, es el bregma, a unos catorce centímetros del nacimiento de la nariz. ¡Tomen notas y no pierdan el tiempo! A partir de aquí, y desde la apófisis orbitaria externa, podríamos marcar, antes de operar, la cisura de Rolando. Pero no es éste el caso, no necesitamos mayor precisión. Bueno, vamos a utilizar ahora uno de los instrumentos más viejos de la cirugía, tan viejo que nadie sabe ni cuándo se inventó. Bisturí. Gracias. Vean cómo divido las partes blandas, sin miedo, llegando hasta el hueso. No hay que preocuparse; por mucho que hagamos, salvo tratándose de Vidas Jóvenes, el bisturí no perforará la bóveda craneana. Vean la hemorragia que se produce. En esto no nos sirve el robot. Martell. Dos; no, tres. Fíjense en la forma en T de las pinzas de Martell; son especiales para la hemostasia del cuero cabelludo. Bueno, ya está. Esta parte que hemos cortado se llama colgajo. Erina. Vean cómo la separo hacia abajo. Legra. Levanto el colgajo y el periostio con la legra. Martell otra vez. Un vaso que se nos había quedado ahí, más pequeño que los otros, y que por eso ha tardado más en sangrar. Me separo para que puedan verlo. Eso blanco que se ve brillar es el frontal, justo en el bregma. Ustedes no pueden divisarlo desde ahí, pero estamos justamente en el punto de unión de las cisuras.

Algo blanco y muy brillante relumbraba en el cráneo de Gemmery Draise Drum, cubierto de pinzas de Martell. Disko Tolliver tuvo que hacer un esfuerzo para dominar su estómago, mientras a su lado comentaban los estudiantes: «¡Qué perfección!», «No hay otro como él…», «Oye, y en dos minutos diez segundos…».

—Si no tuviéramos robot, señores, sería preciso proceder a la trepanación mediante el trépano de motor. Sería lento y trabajoso, y nos veríamos obligados a medir el espesor del cráneo con el medidor de Doyer. Pero como está el robot, es inútil perder el tiempo. Escuchen mi orden: ¡Radar craneano de Cushing!

Un rayo de luz roja se reflejó durante unos segundos en el brillante hueso desnudo.

—Me da el espesor exacto del hueso en este punto y la concentración necesaria del liebernil: 0’2 moles.

La doctora Soneima le tendió un spray. El doctor Basenger, musitando: «Unos cinco segundos…», apretó el pulsador del frasco. Finos copos blancos se extendieron sobre el hueso del frontal.

—Hay que esperar un poco. Sabremos cuándo el tejido óseo se ha reblandecido lo suficiente porque habrá una leve hemorragia del diploe, que cortaremos simplemente con trocitos de algodón… Véanla ustedes.

Un ligero rocío rojo estaba infiltrándose a través de la espuma blanca.

—¡Limpie campo operatorio! ¿Ven cómo obedece? Esta orden es de carácter general; el robot centrará sus sensores en la parte operada, que su memoria ha captado de antemano, y actuará en consecuencia. Bien, el hueso está reblandecido, y extraeremos un trozo con el aparato de vacío de Nieberfeld. Éste sólo puede usarse cuando se ha utilizado el liebernil; si carecemos de este precioso fármaco, extraído de las hojas sagarand del planeta Dolomances, y hemos hecho el taladro a mano, utilizaríamos el aspirador de Cushing, el trocar de Martell… La bomba de Nieberfeld se gradúa primero al diámetro deseado; en este caso, un centímetro y medio… ¿Han oído el ruido? La parte blanda del hueso está ya extraída… En el fondo veo brillar la duramater. Tiene un color gris. La cubre la hemorragia del diploe. Algodón. Más. Ya está cortada. Deme la cápsula Krixton… ¿La ven? La levanto para que la vean… Es una maravilla: un receptor de radio miniatura, un fragmento de atomita y un pequeño proyectil de acero inoxidable. Este último queda apoyado sobre la duramater mediante su extremo redondeado, que no ejerce presión alguna… Bien. Ya está hecho. La cápsula, colocada en el bregma, tiene casi el mismo espesor que la bóveda craneana. ¿Cuánto, en total?

—Siete minutos, doctor.

—Excelente. Cosa, cierre y a recuperación. Gracias, señores.

Un apagado rumor de aplausos subrayó la última frase del doctor Basenger. Disko Tolliver, sintiendo que el estómago le daba saltos, salió corriendo de allí.

Víctor Lanyard, sentado a la mesa, con una taza de neocafé en la mano, le interpeló acremente.

—¿Dónde te has metido?

—Lo siento, Víctor… No estoy bien del estómago.

—Diarrea infantil.

—No lo sé. El estómago me molesta.

Y decía la verdad.

—Que te vea el doctor Basenger.

—¡No!

Víctor Lanyard se echó a reír.

—Eres como yo… Te gusta curarte solo, y que los sacatripas te dejen en paz. ¡Buen viejo Disko!

Las cosas iban asentándose. Eran las cuatro de la mañana y faltaba poco para que amaneciera. Las líneas de teléfono habían sido restablecidas, también la luz eléctrica y la televisión. No así la radio: los daños causados por los explosivos superaron las previsiones.

Las furgonetas con altavoces continuaban su ronda por las calles de la ciudad. Nadie se movía. Los restos de los regimientos de línea, dotaciones de los astropuertos civil y militar, Policía Municipal e Imperial, y miembros de la NIRAM sobrevivientes (¡muy pocos, realmente!), fueron conducidos al campus de la Universidad, rodeado con alambradas, y concentrados allí.

Las noticias iban llegando al cuartel general.

—Jarbalai en nuestro poder. Todo controlado.

—Raider Hill ocupado por completo.

—Mendoza Junction ocupada. Muchas bajas.

—Desfiladero de Bunlop, ocupado y tranquilo.

Y de pronto, como un estallido, llego la noticia inesperada:

—¡Campo de Oro resiste! Las tropas del capitán Oyster masacradas por completo. No hay sobrevivientes.

—¡Malditos sean! —aulló Víctor Lanyard, poniéndose en pie, presa de una furia insana—. ¡Malditos asesinos! ¿Es ese condenado Decimoséptimo de Infantería?

—Sí, señor.

—Bien… Póngame con el astropuerto. ¿Tsuyami? Soy el jefe Lanyard. ¿Has conseguido poner algún crucero en marcha?

—…

—Aunque sólo sea uno, con eso tengo bastante. Escucha, Tsuyami. Campo de Oro resiste… ¡han matado a todos los nuestros! Quiero ese crucero en órbita dentro de cinco minutos, y que no quede alma viviente en Campo de Oro.

—…

—¡No! ¡Inmediatamente, Tsuyami! Ni quiero escusas ni monsergas… ¡Es preciso dar una lección que no olviden los puercos prohibidos! ¡Obedece! ¡No quiero traidores a mi lado!

Desencajado, blanco, con los rasgos contraídos por una furia infernal, Víctor Lanyard era la misma imagen del mal y del odio más perverso. Un silencio sepulcral se hizo en la sala de mando. Ni los ordenanzas, oficiales de campo, ni siquiera el pobre Blake Palmer, que entraba con más café, se atrevieron a moverse. Disko Tolliver intentó tranquilizar a su jefe, que acababa de colgar violentamente el teléfono.

—Víctor…

—¡Cállate, cállate o te mato!

Un puñetazo retumbó en la mesa, haciendo saltar lápices y cajas de alfileres. El rostro de Michenzell apareció en la puerta.

—¿Víctor? ¿Te pasa algo?

—¡Márchate de aquí, imbécil! ¡Y no aparezcas más!

Una ligera sombra roja cruzó en el horizonte la negrura de la noche. El cielo se hizo más claro y las dos lunas comenzaron a palidecer. El amanecer estaba próximo. Las cocinas de campaña estaban repartiendo los desayunos: café, galletas de chocolate y bollos con mermelada. Todo ello sintético, recién sacado de los almacenes de la Fábrica de Alimentación. Pero muy bien logrado; eran productos de precio, reservados para las buenas mesas.

El director del hospicio era un hombre frío e indiferente, a quien su ocupación, en vez de llevarle a amar a los niños abandonados, le había llevado a odiarlos. Los consideraba pequeñas bestezuelas dañinas a las que sólo se podía educar al «estilo Dickens», como él decía. Una escuadra de paidos vestidos de negro lo capturó en su domicilio y lo linchó con una cuerda de piano.

También pasaron cosas buenas. No todo fueron represalias. Un paidos de infantería, viendo que otros dos maltrataban a una chica joven e intentaban abusar de ella (era una mocita de unos diecisiete años, estudiante de último curso de Tendedoras de Tuberías), se interpuso y la protegió. No se lo agradecieron mucho. Otro niño, conductor de un carro de combate, vigiló los bultos y propiedades de una familia de prohibidos que se vio forzada a abandonar su casa destrozada por un incendio, y no permitió que faltase nada. A las frases laudatorias de los ya temerosos prohibidos contestó con un seco: «Era mi obligación».

A las cinco de la mañana, mientras el sol lanzaba sus primeros rayos rojos sobre la capital del planeta, Gustavo de Hokusallmi vino a buscar a su jefe.

—Vamos —dijo Víctor Lanyard—. ¿Tu madre te cree prisionero?

—Sí, señor.

—Es mejor así. Ya veremos si conviene usarlo o no. ¿Todo preparado?

—Así es, señor.

Un vehículo blindado, pintado de gris, esperaba en el patio del edificio MAZ. Un ordenanza abrió la puerta respetuosamente, Víctor subió, y con él lo hicieron Gustavo de Hokusallmi, deslumbrante en su uniforme negro con las hojas plateadas de jefe supremo de Inteligencia, el coronel Tsuyami, con su uniforme gris-azulado y las barras blancas, y el general Dugansailer, de gala, con cordones dorados. Dos coches más, llenos de paidos armados, y dos pequeños deslizadores escoltaban al vehículo. En la parte delantera, sobre el motor de aire líquido, ondeaba una bandera. Completamente azul, con una sola estrella blanca de seis puntas en el centro, significaba que, por ahora, sólo había un planeta en poder de los paidos.

—Vamos allá —dijo Víctor.

Rugieron los motores y el recorrido triunfal a través de la capital conquistada comenzó. Columnas de prisioneros se cruzaban con el coche y los campamentos de niños, las escuadras de vigilancia, saludaban con gritos, con estentóreos vivas, el paso de su jefe.

—Un mensaje de Disko Tolliver —dijo el general Dugansailer—. Dice que ha habido varios casos de violaciones. ¿Qué hacemos?

—Nada.

—Uno de los violadores abandonó su puesto. Estaba de centinela.

—No tengo que decirte lo que hay que hacer, general.

Dugansailer tomó el micrófono.

—Sí, fusilado. De inmediato, como lección.

Entre escombros, el coche enfocó las avenidas principales, más limpias. Se agitaban al viento las banderas recién creadas, mientras pálidos rostros de prohibidos miraban por las ventanas. Gritos de victoria acogían la comitiva.

—Me quieren —dijo Víctor Lanyard.

—Le adoran, señor —contestó Hokusallmi—. Irían a cualquier sitio por usted.

—Irán, Gustavo.

A las cinco y veinticinco, el vehículo estaba llegando al Gobierno Militar. En ese mismo momento, el doctor Basenger hacía que Gemmery Draise Drum, con un pequeño vendaje en la cabeza, tambaleante, saliera al exterior del edificio MAZ.

—Corre —dijo el doctor—. Si puedes llegar hasta el horizonte, eres libre.

Sin saber lo que hacía, aún con la cabeza obnubilada, sintiéndose extrañamente débil, la muchacha comenzó a caminar hacia la lejanía. La carretera del Mutzbunk se abría ante ella, totalmente solitaria. De la ciudad llegaba ruido de gritos y músicas. «Porny —pensó— Porny, ¿dónde estás?». No sabía que Porny yacía en una celda, con un vendaje a través del estómago, esperando su fatídico turno.

—Más deprisa… ¡más deprisa! —gritó la voz avinagrada del pequeño doctor.

Como una sonámbula, Gemmery obedeció, sintiendo que los dolores de cabeza aumentaban, como si le fuese a estallar. Algo cálido y húmedo rozó su cuello. Llevó la mano allí mientras continuaba andando como una autómata. La retiró teñida en un líquido rojo y seroso. ¡Sangre! ¿De dónde…?

A los lados de la ruta del Mutzbunk, los picachos agudos llenos de sales de cobre, esquistos filosos de rocas metamórficas, desgarrantes oquedades cubiertas de cristales, se alzaban como lápidas funerarias hechas por un artista loco.

—¡Sigue! —aulló, muy lejana, casi inaudible, la voz del tiñoso Basenger.

Gemmery tropezó y se tambaleó sobre el firme negro de la carretera. «Fibrolán», pensó. Uno de sus amigos había trabajado como contratista en aquellas obras, cubriendo el suelo estéril del planeta con capas y capas del negro producto artificial.

—Quiero amar… —dijo Gemmery Draise Drum, en voz baja, sintiendo que el mundo daba vueltas a su alrededor. Los rayos del sol bailaban, se volvían verdes, escarlatas—. Quiero vivir… No, nada de esto está pasando. Es mentira… es mentira…

El doctor Basenger, impasible, contempló la frágil figurita que se alejaba. Después, apretó un botoncito en una cajita plana de metal. La sentencia… las ondas electromagnéticas reptaron hasta la cápsula Krixton, actuaron sobre la atomita. La deflagración de ésta incrustó el balín de acero en el encéfalo de Gemmery… Sobre el horizonte rojo, la diminuta figura negra dio un salto convulsivo y se derrumbó en el suelo.

—El siguiente —dijo el doctor Basenger.

En el Gobierno Militar, una figura desharrapada, cubierta de vendajes, se desperezaba bajo el sol naciente, cegada aún por los rayos luminosos. Era un cambio muy brusco después de tantas semanas de encierro. Quizás era el único hombre que contemplaba sin sorpresa a los soldados liliputienses que le habían sacado de la mazmorra. En un patio yacían los cadáveres del doctor Shariati y de los demás carceleros. El hombre haraposo no lo sintió, muy a su pesar. Hubiera querido compadecerse de todos, pero estaba demasiado agotado y lleno de dolores como para sentir lástima por ellos. El recuerdo de los húmedos pasadizos le llenaba de terror. Sostenido por dos robustos paidos, respiraba con ansia el aire limpio de la mañana, filtrado a través de tapones de la mejor clase, recién estrenados.

Un pequeño vehículo de acero, en cuyo motor ondeaba una bandera azul y blanca, se detuvo ante él. Del coche descendió una pequeña figura, vestida con un abrigo gris cerrado hasta el cuello. La cabecita se cubría con una gorra de plato, también gris oscuro, sin insignias. El prisionero, sin gafas, bizqueaba intentando distinguir las borrosas imágenes. La figura gris se acercó a él mientras descendían otras, vestidas de negro, verde, azul, con cordones dorados, placas y galones. La figura gris le tendió una pequeña mano morena.

—Hola, papá —dijo.

El sol brillaba ya con todo su esplendor sobre Golconda. El amanecer había terminado, empezaba el día.

(Creo sinceramente que todas estas cosas son exactas, por eso he querido recordarlas. Disko Tolliver).