10. GRANDEZA Y DECADENCIA DEL SEÑOR ALCESTE PARACELS, DE BARLIÓN

Alceste Paracels era ario puro, y presumía de ello. Rubio, con ojos azules, la tez bronceada, un metro ochenta y cinco centímetros de estatura y ciento noventa libras de peso, llamaba normalmente la atención de las mujeres, que le miraban de soslayo a veces, y otras atrevidamente. Estaba acostumbrado a esta admiración femenina, y se sentía molesto cuando una mujer se mostraba indiferente ante sus varoniles atractivos.

No estaba el tío muy contento de venir a ese agujero llamado Golconda. Acostumbrado a la vida de Barlión, planeta mucho más civilizado, sólo los buenos créditos que la familia De Vos le pagó le convencieron para hacer aquel aburrido viaje de tres meses, dormido en la litera de una mugrienta nave espacial de pasajeros. Despertó dos días antes de la llegada, por lo cual, según dijo en el hotel, tuvo suerte, porque en Golconda no había gestores ni mensajeros, como en otros sitios.

Ni siquiera se dio cuenta de que un niño de unos ocho años le observaba fijamente cuando bajó por la rampa del «Estrella de la Mañana», y que una chiquilla de la misma edad, en el hall del hotel, se acercó al mostrador de recepción y guipó cuidadosamente el número de la chambre que le dieron. El hotel se llamaba GOLCONDA PALACE y presumía de ser el mejor del planeta, aunque el gerente se dedicase a suministrar mestizas a los clientes que lo pagaban y el servicio de cocina fuera tan automático como un reloj. Nada de platos hechos a mano. La servidumbre, o sea, los camareros y camareras, robaban cuanto podían en el bar y en las habitaciones, pero cuidando mucho de con quién se metían. Como la sociedad dueña del hotel tenía un importante accionista en la general Hokusallmi, cualquier reclamación, como no fuera de un tipo de muchas campanillas, se perdía en el fárrago administrativo.

Pero con Alceste Paracels no se atrevieron a meterse. Una vez que la chorba de turno registró las maletas, se dio cuenta de que aquel socio podía ser peligroso. Llevaba una cota de malla de cuerpo entero, capaz de aguantar balazos, lásers, calor y electricidad. Llevaba un surtido de armas cortas de todas clases. Llevaba mil aparatos científicos que nadie logró entender. Llevaba, por último, una especie de sombrero de fieltro que ocultaba un casco de metal blindado, complemento de la cota de malla. El jefe de camareros dijo:

—Más vale que a ése lo dejéis en paz.

Una de las chicas que se ganaban un sobresueldo dando a ciertos clientes un servicio muy distinto de cambiarles las moléculas de la cama o cargar los dispensadores dijo:

—Ya veremos si se siente en paz conmigo, si lo encuentro solo.

Bueno, esto son digresiones, o sea que volvamos a lo principal.

El GOLCONDA PALACE tenía unos grandes conductos de aire acondicionado, puesto que uno de sus principales atractivos, por no decir el único, era que suministraba aire normalizado a todas las habitaciones. Para los visitantes de paso, el no tener que usar tapones durante el sueño era una cosa bastante deseable y que les gustaba mucho. Aquellos conductos no eran tan grandes como para que un prohibido pudiera arrastrarse de aquí para allá por ellos y ver cosas, pero sí lo suficiente como para que lo hiciera cualquier chiquillo de mediano tamaño, digamos de ocho a diez años.

Alceste Paracels bajó al comedor a tomar lo que en el hotel bautizaban como «Café al Viejo Estilo de la Tierra» y que era un caldibache caliente, de color aproximadamente negro, fabricado con quién sabe qué misteriosos despojos, endulzado con una píldora de edulcoína y acompañado por media docena de pastas pétreas y un pegote de mantequilla enmohecida. Todo, eso sí, en servicio de plata (la plata andaba tirada en Golconda) y mantelitos de plástico que imitaban el encaje.

Alceste Paracels llevaba en sus maletas una colección de analizadores, micrófonos direccionales, telemandos, pequeñas cargas de gas de ése que hace dormir, una pistola antigua con cartuchos de pólvora, otra de ésas que llaman lanzaiones y unas pocas de granadas de alto explosivo; también una borja electrónica perfeccionadísima. Había una carpeta con notas suministradas por la familia De Vos (actualmente residente en Barlión) en las que se detallaba lo sucedido en el Mutzbunk. El nombre de Dole Mazagrainer y el de Atience Garuslap estaban subrayados.

Una vez que Paracels hubo escupido todas las zurrapas que el «Café al Viejo Estilo de la Tierra» le había dejado entre los piños, salió a la calle para iniciar sus investigaciones. Nadie sabe con exactitud por dónde pensaba empezar, porque la suerte, esa cosa tan rara e inesperada, iba a echarle una mano o dos. Tan pronto como salió a la calle, un chiquillo rubio, delgadito, de unos nueve años, se acercó a él.

—¿Es usted el señor Paracels?

El niño vestía un uniforme azul oscuro con insignias de plata y una gorra de militar, incluso llevaba correaje y una funda de cuero negro al costado. Paracels reconoció uno de los uniformes MAZ que también se estaban vendiendo en Barlión desde hacía poco. Tenían mucho éxito, porque estaban bastante bien terminados, no eran caros y a los niños les gustaban mucho. La casa MAZ también fabricaba unas imitaciones bastante buenas de las armas de reglamento del Ejército Imperial, e incluso pequeños vehículos destinados a aquellos cuyos padres pudieran pagarlos. Pero Paracels, soltero desde que nació, no se había preocupado jamás del mundo de los niños, que le importaba un mango de Mendel. Sus únicos intereses en esta perra vida eran ganar créditos, llevarse a la cama el mayor número de chicas posible, comer bien y esgrimir su mano de duelo ante quien quisiera hacerle frente.

—¿Es usted el señor Paracels?

—Yo soy, hijito —dijo Paracels—. ¿Qué quieres?

—Un señor me dio un credo para que le entregase esto.

El niño tendió una hoja de papel. El detective la tomó de la mano enguantada y pudo leer, en letras muy torcidas e infantiles: «Si quiere enterarse de algo bueno, vaya al fortín de Khyber. Le esperaré. Su Servidor, Spots». ¡El fortín de Khyber! Aquello estaba al otro lado de Golconda. Incluso contratando la nave que un piloto enloquecido había puesto en funciones, aquel desecho de la Armada Imperial dotado de los suficientes compensadores para poder aterrizar en cualquier punto de Golconda, el viaje costaría mucho tiempo y demasiado dinero. Y eso ahora, porque unos días antes ni siquiera existía el servicio, y le hubiera sido preciso ir a lomos de mula.

Algo, en todo aquello, sonaba mal. ¿No querrían apartarle de Golconda? Miró fijamente al niño vestido de uniforme.

—¿Cómo era el hombre que te lo dio?

—No me fijé —dijo el niño, desviando la vista.

—¿Cómo te llamas?

—Isaías, señor.

Estaba claro que aquella criatura mentía.

—Ven conmigo, hermoso. Sube a mi habitación y te daré una pieza de cinco créditos. No llevo dinero aquí…

¡Claro que era fácil engañar a un chiquillo! Pero Paracels no vio la sonrisa de burla que el paidos sacó a relucir cuando el detective entró en el hotel.

—Toma —dijo Paracels, tendiéndole la moneda de cinco pavos—. Y ahora dime la verdad… ¿cómo era ese hombre?

—No lo sé, señor…

Sin compasión alguna (¡el tío era así de bestia!), Alceste cogió el bracito del pobre nene indefenso y se lo retorció a la espalda. Lo dicho: ¡los niños no le importaban nada!

—¡Ay, ay! —gimió la criatura—. ¡Me hace daño…! ¡Ay, ay! ¡Suélteme, señor…!

—¿Cómo era ese hombre?

—Lo diré… ¡lo diré! Suélteme, por favor…

Paracels lo soltó.

—Era alto, con gran bigote negro y el pelo muy espeso. Lo había visto alguna vez en esa tienda MAZ que hay enfrente… Fue el mismo que me vendió el uniforme de aviador hace una semana…

—¿Dónde estaba, cuando te dio el papel?

—En la puerta de la tienda MAZ, señor. ¡Oh, me duele! Me dio diez credos para que no le dijese de dónde había salido el papel, señor…

—¡Lárgate, mocoso y que no te vea más!

Con una sonrisa de carnicero en los labios, Alceste Paracels, a solas, se enchufó la cota de malla, abrochando bien los diversos broches. Le pareció oír un ruido, como si algo metálico hubiera chocado con la rejilla del aire normalizado. Se volvió. No había nada. Ni ningún hombre hubiera podido meterse por allí. Lo primero que había hecho, al llegar, fue revisar el estrecho conducto de distribución de aire, por si había bombas o micrófonos ocultos. Se colocó también el sombrero blindado, que a las primeras se veía como un sombrero chipén, sin trucos. Se encasquetó en el costado una pistola iónica, capaz de abrir un agujero de dos palmos en un muro de hormigón. ¿Qué no sería capaz de hacer con un prohibido normal?

Después, salió de naja y tomó rumbo hacia la tienda MAZ. No, señor. Al hombre del bigote negro no iban a salirle las cosas tan bien como había previsto. ¡Qué vergüenza! ¡Valerse de un pobre niño para estos sucios trucos! ¡Qué asco!

La tienda MAZ tenía unos grandes escaparates encristalados donde se exhibían distintas clases de uniformes, armas de juguete, libros bélicos y hasta una pequeña tanqueta, adecuada al tamaño del usuario. Una vez más, Paracels se sorprendió ante los precios. ¿Cómo podía fabricarse aquello tan barato? ¡Parecía imposible! Pero estas consideraciones mercachifleras no eran su fuerte, así que empujó la burda y entró en la tienda.

Había un par de padres (hombre y mujer) comprando cosas a una hija de unos siete años y medio, con nariz chata y melena rojiza.

—¿Para qué quieres eso? —preguntó el padre.

—¡Quiero el uniforme! —aulló la pequeña, con una potencia que no bajaba mucho de la de una sirena de alarma.

—Sólo son doce créditos, señor —dijo el dueño de la tienda, un hombre gordo, calvo, con ojos negros de cerdo y papada—. Cualquier regalo le costaría más…

—Ha sacado buenas notas —intervino la madre—. Doce créditos no es demasiado…

—¡También quiero la pistola! —vociferó la niña.

—Dos créditos —lanzó el vendedor, como un autómata.

—¡La quiero!

—Está bien, está bien… Ande, ponga las dos cosas y acabemos de una vez. Pero creo que sería mejor una muñeca, o una cocina de ésas que anuncian, o…

—¿Qué graduación ponemos?

—Sargento —contestó la niña, limpiándose las lágrimas—. Con la insignia de la policía militar.

—La cocina costaría más de treinta créditos… —dijo la madre.

—¿Cuánto valen las insignias?

—Están comprendidas en el precio, señor.

—Entonces, hija mía, ¿por qué no te las ponen de general?

—¡Quiero las de sargento!

—No se preocupe, señor —dijo el encargado—. Ya sabe cómo son los niños. Parece increíble, pero la mayor parte pide el uniforme de soldado raso… Ya ve usted. Mira, guapa, te regalaremos un ejemplar de El juego de la guerra para soldados MAZ.

—¿Es eso que explica lo que hacen los chicos y las chicas en no sé dónde? —preguntó la madre.

—Así es, señora. La casa MAZ tiene unos campos de entrenamiento perfectos… La compra del uniforme da derecho a usarlos. Hay monitores y vigilantes, y un servicio médico. Son mucho mejores que una guardería infantil.

—También es ventaja, claro…

Mientras esperaba que se fueran, Alceste Paracels fingió examinar las armas expuestas sobre un mostrador. Tomó en las manos una pistola iónica que, por casualidad, era del mismo modelo que la que él acinaba al costado. Pero más pequeña, claro; o sea, del tamaño adecuado para una mano de niño. Sin embargo, Paracels se sorprendió de la calidad del metal: parecía absolutamente idéntico al de un arma de veras. Abrió la culata. El receptáculo para la pila de alta potencia era exactamente igual que el de la suya, aunque vacío. El cañón tenía el mismo depósito para metal Babbit y el mismo cono dispersor. Tiró del seguro y apretó el gatillo o rabo del disparador. Se produjo un chasquido en el interior del arma y una bombillita roja se encendió dentro del cañón. Un juguete, naturalmente. Extraordinariamente bien hecho, pero un juguete, al fin y al cabo. Y francamente barato por dos créditos.

—¿Le gusta?

Era el vendedor. El matrimonio y la repelente niña-sargento se habían marchado ya.

—Mucho —dijo Paracels, dejando el arma donde estaba—. Pero no he venido aquí para ver juguetes. Quiero una información.

—Las que usted desee, señor —dijo el gordo, sebosamente.

Algo había en la voz del hombre que llamó la atención de Alceste. ¿Estaba asustado?

—¿Cómo pueden vender ustedes estas cosas tan baratas?

—¡Ah, señor! Es un pequeño secreto comercial… No se gana mucho en ello, pero… ¿Quiere usted comprar algo para sus hijos?

—No tengo hijos; soy soltero. Vengo de Barlión, por negocios. También hay tiendas MAZ allí, y he pensado que no sería mal asunto… Podría pedir una concesión… Pero la cuestión del beneficio…

—Siendo así… —dijo el vendedor, con aire de complicidad—. Debe usted hablar, ya que está aquí, con el director de ventas, en el edificio MAZ. Pero donde verdaderamente se gana es en las cuotas de los campos de juego… Primero compran el uniforme, las armas, las condecoraciones… luego la tanqueta o el vehículo de guerra, o el cañón. Entonces tienen que jugar con ellos, y ¡a ver qué padre impide que su hijo vaya a un campo hecho para niños, con trincheras pequeñas, casamatas, efectos especiales de estallidos y cosas así!

—Es ingenioso —dijo Paracels—. ¿No había aquí un hombre alto, con bigote negro y el pelo muy espeso? Creo haberlo visto.

El gordo se puso nerviosísimo de pronto.

—No, señor —contestó, temblando—. Nunca he visto a nadie así por aquí. Nunca hemos tenido un empleado como usted dice.

—Yo no he dicho que fuera empleado —afirmó Paracels, amenazadoramente—. Sólo he dicho que estaba aquí… pero podía haber sido un cliente.

—¡Ja, ja! —rió el gordo, temblando como gelatina—. Una confusión…

Se oyó un ruido en la trastienda. Apareció el rostro de una niña pecosa, con trenzas.

—Mi… mi sobrinita —farfulló el gordo.

—Es mejor que te vayas, niña —dijo Paracels, cogiendo al encargado por una muñeca—. Soy un ojo privado de Barlión, con autorización oficial para investigar… Dígame dónde está ese hombre…

—Le aseguro que yo… que no sé… ¡Ay!

Con un movimiento brusco, Alceste Paracels había retorcido hábilmente la grasienta muñeca.

—¡Márchate de aquí, niña! —gritó, mientras el rostro del vendedor se contraía por el dolor y gruesas gotas de sudor cubrían su frente calva.

El rostro infantil desapareció tras la cortina.

—¿Va usted a decírmelo? —preguntó Paracels, con frialdad, aumentando la presión.

—Yo… no puedo… ¡Por favor, déjeme!

Paracels apretó un poco más. El vendedor estaba pálido como un fiambre, con la boca retorcida.

—¡Spots! —aulló por fin—. ¡Spots Persepol… se ha marchado esta mañana! ¡Suélteme!

Sin soltar la muñeca, Alceste Paracels aflojó la presión. Aproximó sus narices a las del encargado y lo miró fijamente; los ojos del otro rehuyeron la mirada.

—Cuéntemelo todo, amigo, o se arrepentirá.

—Trabajaba aquí… era el jefe… Esta mañana me dijo: «Strog…». Bueno, mi nombre es Strog, Jeroboam Strog.

—Encantado. Me llamo Alceste Paracels.

—Es un, ¡ay!, placer. Mucho gusto.

—¡Siga!

—Me dijo: «Strog, voy a marcharme. Se queda usted de encargado. Ahí le dejo el nombramiento».

—Enséñemelo, Strog.

—Sobre el mostrador.

Había un papel con el membrete «Compañía Juguetera MAZ». Ordenaba a Spots Persepol trasladarse inmediatamente a Lexter, y nombraba encargado de la tienda número 6 a Jeroboam Strog. Había una firma temblorosa en la que se destacaba una gran M mayúscula subrayada dos veces. Sorprendió a Paracels que bajo la firma no figurase la impresión dactilar, como era común en Barlión. Sin embargo, el papel tenía el recuadro de plástico para colocarla, que estaba liso y virgen por completo. ¡Cosas raras!

—¿De quién es esta firma?

—Del mismo señor Mazagrainer. El Honorable Dole Mazagrainer.

—Pero ¿por qué no quería usted decírmelo…?

El gordo gimió.

—Por Persepol… es un bandido… me dijo que se alegraba de marcharse a Lexter porque tenía muchos líos en Golconda. Me dijo que si le contaba a alguien dónde iba, me mataría.

Alceste Paracels sabía perfectamente que hasta dentro de dos meses estándar no había lanzadera a Lexter. Por tanto, el célebre Persepol estaba en Golconda aún. Pero ¿por qué quería apartarle de Golconda Central? ¿Cómo sabía quién era y para qué había llegado allí? ¿Cómo conocía el hotel donde se hospedaba? Estaba muy claro que el núcleo de la cuestión estaba en el Honorable Dole Mazagrainer, y que era mucha casualidad que aquella misma mañana se hubiera firmado el traslado de Persepol. No quedaba otro remedio que ver personalmente al Honorable. Las sospechas se orientaban hacia él. Sería cosa de dejar para más tarde la búsqueda de Garuslap. Suponiendo que el Gobierno Militar de Golconda le permitiese visitarlo en su prisión.

Soltó definitivamente al gordo y salió de la tienda MAZ, sin más comentarios, casi atropellando a un padre con dos hijos de corta edad que entraban en aquel momento. No vio cómo el gordo dirigía una mirada temerosa a su sobrinita (la de las trenzas) y como ésta, más seria que un espacial, decía que sí con la cabeza, que estaba bien actuado.

El edificio MAZ se alzaba al oeste de Golconda, y a su lado se extendía el principal campo de entrenamiento para soldados MAZ. Lleno de curiosidad, Paracels, sintiéndose algo molesto por la protección de la malla, las armas y el sombrero blindado, se detuvo nada más descender del taxi que le había llevado allí. Pensaba que si una de las características del sofisticado Barlión eran las sillas y otra la mano de duelo, los taxis podrían ser un rasgo distinto de Golconda. En la parada había de todas clases: tirados por mulas o por burros, movidos por pedales de bicicleta, a vapor y por gas natural. Incluso un anuncio en letras de oro advertía de la existencia de un vehículo de explosión, «fabricado exclusivamente de aluminio y titanio, de total seguridad». Debía de ser bastante caro.

Un deforme automóvil de gas natural fue el que le llevó allí. Los quemadores mal ajustados soltaban tufaradas de humo negro, que no preocupaban a nadie. El maltrecho carricoche se tambaleó, entre gemidos horripilantes, por la carretera del Mutzbunk, rodeó completamente las afueras de Golconda, y le depositó allí. Una tentativa de la conductora de cobrar más de lo estipulado fue degollada de raíz por Paracels.

El edificio MAZ tenía doce plantas y había sido hasta hacía poco el más alto de la capital. Encristaladas lucernas miraban hacia todos lados, y las altas torres de la normalización de aire se alzaban sobre la terraza plana. A su lado, largas naves industriales, con chimeneas de las que salían columnas de humo. Una sirena lanzó un aullido bestial, y manadas de productores, como galparras atontadas, salieron a montón. Otros tantos entraron. Se veía que las industrias MAZ iban fetén. Más allá, se hallaba el campo número 1, rodeado de alambradas. Paracels vio las hileras de trincheras, trazadas como en un juego infantil, los bajos edificios de los monitores y el control médico. En el centro del campo había un astropuerto en miniatura, con seis cazas tamaño silbato y un crucero del mismo calibre. Pero para chicos ya valía: estaban calculados a su medida, claro que sí. También había cañones iónicos emplazados junto a vehículos blindados, ametralladoras de explosión interna, disruptores de ultrasonidos, grandes proyectores de lásers (los cristales debían de haber costado muy caros) y hasta un emisor de alta frecuencia, como los que usaban los mondaplanetas. Varios niños, ataviados con los más diversos uniformes, evolucionaban por el terreno. De varios sitios surgieron estallidos inofensivos, en forma de humareda. Una grabación, retransmitida por altavoces, lanzaba estampidos al aire mefítico del planeta, crujir de granadas, zumbar de lásers, tableteo de ametralladoras. Los chicos debían de divertirse como locos, con estas cosas. Avanzaban ocultándose en el terreno, y levantaban sus armas que encendían destellos color sangre. De vez en cuando, uno se hacía el muerto… Luego, al cabo de un rato, se levantaba y se sentaba a ver qué hacían los demás… Y llevaban un uniforme color verde y siena, de combate, no como el de gala que se llevó la repulsiva niña-sargento. ¡Buen negocio aquél! Ahora comprendía Paracels la repentina expansión de las fábricas MAZ en Barlión. Y también decían que en Lexter, Uoeno, Quajardasht, y hasta en la Tierra…

Entonces, ¡Dole Mazagrainer debía de ser tremendamente rico! Buen asunto, si se consiguiera descubrir algo sucio, algo feo relacionado con Solimán de Vos… ¡Un buen chollo, vaya!

Con estos pensamientos en la sesera, Alceste Paracels atravesó las tres puertas del edificio MAZ y respiró aliviado en el interior, al quitarse los tapones. Preguntó por el Honorable Mazagrainer y le pasaron a un pequeño despacho, donde una chica pelirroja, de unos veinte años, ¡un verdadero bombón!, le rogó que esperase. Mientras lo hacía, acomodado en un gran sillón de color azul verdoso, con auriculares, música, masaje y servicio de bar en uno de los brazos, Alceste Paracels descubrió cómo la mirada de la chica se fijaba en él varias veces, con la característica admiración que su bello perfil y su apostura despertaban en las hembras de todos los jaeces.

—¿El motivo de su visita, señor Paracels?

¿Por qué ocultarlo? Con personas pudientes, como el Honorable Dole Mazagrainer, era preferible dar la cara. Investigación sobre Solimán de Vos, sus desconsolados padres y toda la historia. Si se la tragaban, bien; si no, ¡había otros medios! Y quizá no fuera el menor de ellos la adoración que la gachí pelirroja mostraba en cada mirada. Mientras tecleaba la información en un teletipo, sus ojos cafés se encontraban de vez en cuando con la azul mirada, de puro ario, del señor Paracels.

Tardaban en atenderle. Bueno, era natural.

—Estoy solo en Golconda, señorita…

—Sarakieff, señor.

—Eso. Pero ¿su nombre?

—Saila, señor. Saila Sarakieff. Tengo veintidós años estándar, estoy soltera, no soy virgen, no fumo, pero me gustan los buenos combinados.

—Estupendo —¡vaya, aquello era el mejor estilo de Barlión!—. Usted no es de aquí.

—No, señor Paracels. Soy de Stellarmore. Me trasladaron aquí hace poco.

—Entonces, ¡somos coplanetarios! Yo nací en Barlión Central…

—Sí, señor —dijo ella, dulcemente, poniendo ojos de pavo degollado.

—Maravilloso, Saila. Mi nombre ya lo sabes. Soltero, muy solo, no soy virgen, fumo, bebo y me gusta comer bien. Adoro la música de los Binario Star. ¿Cenamos?

—Cenamos. En el DERBYS, a las ocho. Pero con comida hecha a mano, ¿verdad?

Esto le hizo poca gracia a Paracels. Estaba a punto de cancelar la cita cuando el teletipo tecleó y escupió una hoja de papel.

—El Honorable le recibirá ahora mismo. También me gustan los Binario Star. «Orgasmo espacial» es una maravilla… ¿A las ocho?

—Huh, huh…

—¿Cuántas veces puedes garantizar?

—Calculo que unas tres… —contestó Alceste, bastante menos animado al pensar en los precios de la comida hecha a mano—. ¿Por ahí?

El plástico perlado del muro se había abierto a los lados, mostrando un nido redondo forrado de grueso terciopelo rojo. Asas de oro crecían en las paredes… Un ascensor privado. Paracels entró, las puertas se corrieron y quedó encerrado en aquella matriz sangrienta. Un súbito arrancar hacia arriba le obligó a asirse a los agarraderos de oro. El ascensor se detuvo al instante y las puertas volvieron a abrirse.

Paracels vio solamente escaleras que subían. Un arco de esmaltes cortaba la visión, impidiendo ver lo que había en la cima de las escaleras.

—Señor Paracels… —retumbó una voz muy potente—. Bienvenido. Suba, por favor…

Lo hizo y, tras pasar los primeros peldaños, vio que un rostro barbudo le miraba desde arriba, tras lo que parecía ser un gran prisma de plata. De los lados del arco surgió un chirrido espeluznante…

—Lleva usted armas, señor Paracels. Pero no le temo, puede usted pasar con ellas.

—¿Un detector, Honorable?

—Exactamente eso.

Hubo un chasquear en el gran prisma de plata, el ligero ruido de un motor oculto, y los escalones empezaron a perder altura, encajándose unos en otros hasta que la escalera desapareció y el suelo quedó completamente nivelado.

—Ingenioso —dijo Paracels.

—Lo es. Una defensa contra mal intencionados. No es necesaria con usted. Va armado, pero confío en su honradez. Un enviado de Abilán de Vos no puede desearme ningún daño.

¿Verdaderamente Dale Mazagrainer era tan confiado? Seguramente no. Los muros de cristal deslustrado de la estancia, muy buena imitación de carámbanos de hielo que no existían en Golconda, ocultaban probablemente muchas trampas mortíferas. Aunque la cota de malla le protegiera, su cabeza, en este instante, estaba descubierta.

—Tome asiento.

Una de las paredes se abrió; un amplio diván con respaldo magenta, mullido asiento gris e innumerables mandos en los costados corrió hacia él y se colocó ante la mesa, o sea, ante aquel gran prisma plateado. «Casi una silla barlionesa», pensó Paracels, y se sentó. Pudo contemplar a su gusto al Honorable Mazagrainer. Era tal como se lo habían descrito: barbudo, con gran melena gris y nariz roja… Vestía un traje blanco fosforescente, con hombreras, cinturón y gran corbata de oro y plata armoniosamente trenzados. Sus ojos eran grises y aguachentos, como pequeños moluscos muertos de unos días.

Sobre la mesa había carpetas y papeles, una pluma eléctrica y un tampón dactilar para firmas.

—Si desea alguna bebida, la encontrará en el brazo derecho de su sillón. Temperatura y masaje, inclinación y grado de confort, en el izquierdo. Dígame cosas, Paracels, que yo le escucho.

Era viejo. Las manos, sobre la mesa de plata, le temblaban sin cesar. Trataba de disimular ese temblor cogiendo y soltando papeles, la pluma y el tampón.

—Ya sabe usted por lo que vengo, Honorable.

—Sí… claro. ¿Y qué puedo decirle yo? El pobre Solimán desapareció. Mientras Valtour asediaba el Mutzbunk, un día dejó de andar por allí. No sé más.

Pero Paracels era extraordinariamente listo, el tío. Supo en seguida que Dole Mazagrainer estaba mintiendo. ¿Cómo lo supo? Esas cosas son las que distinguen a un buen ojo privado de uno malo… al que cobra cinco mil créditos y se los pagan a gusto, del que mendiga una docena de créditos y encima espachurra el asunto que le encargan, y luego lo corren a gorrazos.

—¿Es ésta su firma? —preguntó Alceste, poniendo sobre la mesa la orden de traslado de Persepol.

Mazagrainer no cogió el papel. Lo miró de lejos, como si le diera asco, y tocó un timbre. Entró una muchacha alta, y Alceste Paracels, a pesar de tener una buena experiencia en chorbas, se quedó planetariamente asombrado, descompuesto y casi incapaz de creer lo que estaba viendo.

—Venus Carintia, mi secretaria.

Incluso los moluscos muertos lucían ahora, mirando a la muchacha.

Porque Venus Carintia era una verdadera hermosura. Su cabello rubio se extendía a los lados de un rostro ovalado y suave como terciopelo, en el que relucían dos ojos llenos de dulzura. Su figura perfecta apenas quedaba velada por la túnica blanca y fosforescente, del mismo tejido que el viejo Mazagrainer vestía. Pero en las sombras de sus axilas y de su cuello, un extraño tono violáceo revelaba claramente su origen: era una híbrida de Dolomances.

—¿He firmado yo esto, Venus?

Una mano extraordinariamente alargada, terminada en uñas barnizadas en color espejo, tomó con delicadeza el papel.

—No, Honorable señor —dijo ella—. Falta su huella personal. Y ésta no es su firma… es una mala imitación.

—Enséñele al señor Paracels alguna firma mía.

—Ahora mismo.

Alceste salió de su embobamiento para contemplar los documentos que Venus Carintia exhibía. Efectivamente, no cabía posibilidad de duda. La firma que estaba viendo era firme, segura, con trazos muy fuertes. La otra no era más que una temblorosa imitación.

—¿Dónde se hospeda usted, señor Paracels?

—En el PALACE, Honorable.

—No puedo permitir que un amigo de los De Vos viva en esa pocilga. Por las noches, la mujer del dueño se emborracha e insulta a los clientes.

—Lamentable.

—Eso. Venus, ocúpese de que el equipaje del señor Paracels sea retirado de esa cuadra y prepárele la suite Zafiro.

«Maravilloso», pensó Paracels. Era mucho más de lo que podía pedir, lógicamente. Pero al mismo tiempo, también muy preocupante. «Entra en mi casa», dijo la araña a la mosca. O algo así. Sin embargo, Paracels prefería estar dentro del edificio MAZ que fuera de él; algún sexto o séptimo sentido le decía que allí estaba la clave del asunto.

—De todas maneras, señor —dijo la voz melodiosa de Venus Carintia—, el Honorable no firma nunca estas órdenes menores; eso le corresponde al subjefe de personal.

—¿Quién ha podido falsificarlo, Honorable? ¿El mismo Persepol?

—Persepol… ¿Quién es ese Persepol, Venus?

—Un momento, Honorable.

Como un flotante espectro de belleza, Venus Carintia onduló hacia el muro de cristal; los carámbanos se abrieron para darle paso. Regresó casi al instante con una ficha pequeña, como un sello, en la grácil mano.

—Cuarenta y dos años, procedente de Gander. Trabajaba en el Mutzbunk desde que llegó a Golconda. Obtuvo luego el traslado a la capital y estuvo de dependiente en la número dos; más tarde, de encargado en la número 6, con ese infeliz de Strog. El informe reservado dice que le gustaba mucho el juego, por lo que ha tenido algunos problemas. Parece que hace poco pagó a sus acreedores una fuerte suma…

Dole Mazagrainer hizo un gesto así como diciendo que «vaya pájaro que nos ha resultado».

—¿Le resuelve esto algo, Paracels?

—Creo que sí, Honorable. ¿Podría hacerle algunas preguntas? Comprenda que sólo me mueve el lógico interés por aclarar…

—Ta, ta, ta —dijo Mazagrainer—. Pregunte lo que quiera. Un amigo de los De Vos merece toda mi ayuda. ¡Pobre muchachito Solimán! ¡Tan buena persona como era!

El viejo enjugó, o hizo como que enjugaba, una lágrima turbia. Venus Carintia, como un robot de aspecto maravilloso, permanecía inmóvil, dirigiendo de vez en cuando miradas de adoración a su amo. Fue inútil que Paracels hiciese juegos de ojos y pusiera en función todo su encanto viril. No sacó en limpio más de lo que sacaría un pollino en una fábrica de tornillos.

—Necesitaría un sólido de Persepol.

—Debe de haber en el archivo. Suminístreselo, Venus. Y si lo encuentra, deje algo para mí, Paracels. También yo quiero ajustarle las cuentas.

Paracels pensó que aquello debía de haber sido dicho con más viveza. Pero el vejete lo dijo como si recitase una lección aprendida de memoria. Las sospechas de Alceste se acentuaron. Dole Mazagrainer no le había parecido cosa clara desde que lo vio, y cada vez le gustaba menos.

—Para mí, es evidente que ese Persepol sabe algo. Estaba informado de mi llegada, ha tratado de mandarme al otro lado del planeta y ha amenazado a ese pobre Strog. Seguramente tendría amigos entre el personal… ¿Podría usted darme una orden, Honorable, solicitando la colaboración de sus empleados? Así, por lo menos, lograría interrogarlos con cierta eficacia.

—Prepárela, Venus. La firmaré más tarde.

—Sí, Honorable.

—¿Le importaría firmármela ahora, Honorable? Querría empezar a trabajar en seguida.

—No tenga prisa, Paracels. Hoy es usted mi invitado. Mañana empezará usted. Además, nunca firmo una cosa en el momento de decidirla, siempre lo pienso unas horas.

—Espero que no cambie de opinión.

—No es probable. Pero no voy a romper mis costumbres ahora. Venus, acompaña al señor Paracels a la suite Zafiro. Su equipaje debe de estar allí…

«Y cuidadosamente registrado», pensó Alceste.

—Pero ¿no puede usted decirme nada de Persepol? ¡Trabajaba en el Mutzbunk cuando usted vivía allí!

Mazagrainer mostró unos dientes blanquísimos.

—Lo siento. No recuerdo bien a la vil gallofa. Era uno más entre otros. Y yo soy, he sido siempre, un amo. No me pregunte por esas nimiedades. ¿Venus?

—Sí, Honorable. ¿Señor Paracels?

—Un momento, un momento —algo daba vueltas en la mente del ojo privado, algo que le había llamado la atención y no comprendía bien—. Una última pregunta, por favor.

—Hágala.

—Bueno, es simple curiosidad… No tiene nada que ver con el caso Solimán de Vos. Es lo siguiente: aquí están la fábrica y las oficinas MAZ, y ese maravilloso campo de entrenamiento número uno. Todo esto, al oeste de Golconda Central. Usted labró su fortuna a partir del Mutzbunk. Pero el Mutzbunk está al este de Golconda, así que esa célebre carretera que une las oficinas con el Mutzbunk rodea toda la capital. Y eso supone un gran costo supletorio, porque era más fácil construir la fábrica en el mismo lado del Mutzbunk. Los solares no son más caros allí… Entonces, ¿por qué, Honorable? ¿Por qué está aquí la fábrica?

Durante unos momentos, Dole Mazagrainer guardó silencio mirando fijamente a Alceste Paracels, y las viejas manos arrugadas aumentaron sensiblemente su temblor. Y Venus Carintia pareció experimentar un escalofrío, no porque supiera nada, sino porque su sensibilidad de híbrido había percibido algo extraño en el comportamiento de su amo. Y el ojo privado supo que había tocado un punto sensible, que tendría o no que ver con la misión que le había traído aquí… pero…

—¡Márchese! —aulló Mazagrainer, poniéndose en pie, presa de vesánica ira, echando espumarajos por la boca—. ¡Márchese a sus habitaciones! ¡Venus, Venus, acompáñalo!

—Honorable —insistió Alceste, muy tranquilo—, es una pregunta sin importancia…

—¡Maldito, maldito entrometido! —vociferó el viejo—. ¡A la suite Zafiro…! ¡Venus!

—Señor, no se excite —rogó la bella muchacha, muy preocupada. Se acercó al viejo y puso una de sus manos sobre la arrugada frente. Mazagrainer se asió a ella como a un respirador de oxígeno.

—Quizá no quiera quedarme aquí… —remachó Alceste, muy seguro de sí mismo—. Si me trata usted así, estaré mejor en el PALACE.

—No… ¡no se irá usted, Paracels! —chilló el anciano, aterrado, mirando a todas partes. Era presa de temblores epilépticos que le recorrían de la cabeza a los pies—. ¡Se quedará aquí, conmigo, es mi huésped, mi invitado! ¡Venus, llévalo allí!

Hubo un cliqueteo en la mesa y una solapa plateada se levantó ante el estremecido Mazagrainer. Algo como la compuerta de una pantalla privada en circuito cerrado. De pronto, el viejo pareció tranquilizarse.

—¡Ah, eso! —dijo—. Eso…

Tocó algo en la mesa. Al mismo tiempo que la pantalla se sumergía en la superficie plateada, un alto vaso escarchado surgió de un lateral. El viejo bebió ávidamente, como si su vida dependiera de ello.

—Eso… Pues, porque el sitio era mejor para un campo de entrenamiento… El otro era todo roca.

—Sí, señor Paracels —dijo Venus, musicalmente—. Todo roca.

—Imposible construir nada allí. No se marche, por favor, señor Paracels. Estoy muy honrado de acogerle en mi… esto… en mi casa.

El viejo se había tranquilizado repentinamente. Paracels decidió quedarse, aunque ya consideraba que el zángano de Persepol no tenía gran importancia. El núcleo del asunto, la médula, el tuétano de la cosa, estaba en el mismo, mismísimo Mazagrainer.

—Cenaremos a las ocho. Vendrán el rector de la Universidad, el conde Tapulianov y la general Hokusallmi en persona, con amigos y niños. Será una cena informal. Gracias, Paracels. Venus le llevará a la suite Zafiro.

Caminó tras la etérea figura de Venus Carintia a través de un corredor abovedado, hecho de vidrio rojo translúcido que dejaba filtrar escasamente la luz. Incluso la maravillosa Venus parecía un ser infernal bajo aquel resplandor rojizo.

La suite Zafiro estaba constituida por dos habitaciones y los servicios correspondientes, todo decorado con planchas de un azul oscuro, talladas en forma de grandes piedras preciosas. Una de las habitaciones era una alcoba con cama antigua, de colchón de silicona líquida; la otra, un diminuto salón de estar. El equipaje estaba en el suelo, sin abrir.

—Me gustaría conocerla mejor, Venus —dijo Paracels, acercándose a la muchacha. Bajo la luz azulina del techo, las sombras violáceas parecían más amoratadas que nunca.

—No puede ser, señor —contestó ella—. Pertenezco al Honorable.

—Usted es de Dolomances, ¿verdad?

—Así es.

—No conozco Dolomances… ¿cómo es?

Los ojos de Venus Carintia, bajo las espesas pestañas, relucieron como brillantes. Tenía sombras alargadas bajo los párpados que daban a su mirada una extraordinaria dulzura.

—El lugar más bello del universo, señor. Hay grandes mares llenos de vida… enormes selvas que cubren todo el planeta. No hace frío, como en Golconda. Los nativos viven en comunidades separadas, en claros de la selva o en puertos naturales…

—Pero no son humanos. Usted sí es humana.

—No, no lo soy. Por lo menos en el sentido estricto. Tengo figura humana, pero sólo tal como usted me ve ahora. Mire.

Con un movimiento, Venus Carintia abrió la túnica fosforescente. La parte inferior de su cuerpo estaba recubierta por una placa córnea, de color azul. De los senos descendían dos anchas bandas de cerdas tornasoladas en azul que se unían en el centro del vientre y se fundían poco a poco, sin solución de continuidad, con la placa córnea. Alceste, muy impresionado, retrocedió un poco. Venus Carintia volvió a cubrirse y recuperó su aspecto de diosa.

—Ésta es la verdad. En los días ephrim, cuando el dios Sol atraviesa el espeso muro de nubes y sus rayos caen sobre la tierra de Dolomances, los hombres sabaot unen su semilla con la de árboles, animales o cosas… En los pozos, en el centro de la selva, los rayos del Sol hacen a veces el milagro o la pesadilla… Sólo los sabaot saben usar las semillas para producir nuevas razas. Pero aún no ha terminado su búsqueda. El dios Nyarborim dejó al dios Sol encargado de ayudarles, hasta que encuentren la misma imagen de Nyarborim.

—Pero usted… a usted… ¿con qué cosa…?

—Nací de la simiente de mi madre y de la de un astop, un animal parecido al gallo de la tierra… Me vendieron a un hombre de la base terrestre que me enseñó vuestro idioma. Más tarde me llevaron a Lexter, y de allí a Quajardasht. El Honorable me compró. Soy su cosa. Vivo bien, pero deseo volver bajo el toldo de nubes de Dolomances para recibir de nuevo los rayos del dios Sol. Quizá me transformen de nuevo; sucede a veces. Y aun ahora, los brujos sabaot continúan su busca de la verdadera forma del dios Nyarborim… Pero mi raza es inteligente y, por serlo, es humana, aunque su forma no sea tu forma.

A solas, mientras llegaba la hora de llenar el buche, Alceste Paracels repasó su equipaje. Faltaba la nota firmada por Spots. Lo demás estaba en orden, aunque pequeños detalles de colocación le demostraron que alguien había andado revolviendo sus bártulos. No le importó, no había nada que pudieran hacer o estropear. Le molestó la desaparición de la nota, pero nada podía hacer contra ello. Revisó cuidadosamente la borja; aquella noche, después de la cena…

Creyó oír una fresca risa infantil, muy lejana. Prestó oído. Nada. Tal vez fuera una ilusión.

Había un terminal de ordenador-informador en una de las paredes de zafiro. Lleno de curiosidad, Alceste compuso la palabra «Dolomances» en el teclado. La cultura no era su fuerte, pero en algo tenía que pasar el tiempo.

DOLOMANCES: Coordenadas galácticas: Ascensión Recta: 1 hora, 36 minutos. Declinación: -56 grados, 42 minutos. Magnitud Boss desde la Tierra (aparente): 6, 03. Paralaje Boss: 0,163. Distancia Alien a la Tierra: 22 años luz. Magnitud absoluta Alien: 7,1. Masa: 0,70. Sistema doble. Componente A…

En este momento, Alceste Paracels vio un papel en el suelo, junto a la consola del ordenador-informador. Lo cogió. Era un papel pequeño en el que con letra infantil ponía: «Tenga cuidado. La muerte acecha. Un amigo». Los caracteres eran los mismos que tenía el perdido mensaje de Spots, temblones, grandes y mal trazados, como si los hubiera escrito un niño. A pesar del melodramático contenido del mensaje, Paracels se sintió impresionado.

La pantalla continuaba mostrando datos, al par que el altavoz los cantaba mediante una agradable voz femenina.

DOLOMANCES: Planetas más próximos: Burlana, Stolen IV, Tierra. Descubierto el 2698 por la expedición Norstad; base terrestre en el 2701. La gran característica de Dolomances es ser, con Mendel (véase la rúbrica correspondiente), los dos únicos planetas que aparte de la Tierra poseen vida inteligente. Sin embargo, tanto en uno como en otro, el estadio vital es muy inferior al terrestre: equivalente a la edad del bronce (culturas precolombinas) en Dolomances, y a la edad de la piedra pulimentada (culturas hawaianas o tahitianas) en Mendel.

La raza inteligente de Dolomances, mal llamados hombres, tiene similaridades con la humana, aunque de menor altura, con piel de tegumento espeso y color variable entre el violáceo y el amoratado. Carecen de visión en color, el dolomaniano es una característica base del genotipo dolomaniano. Altura media de un metro veinte, con exagerado perímetro torácico, miembros cortos y musculosos. Angulo facial de noventa grados e incluso superior en algunos casos, frente vertical o escafoide. Pigmentación de pelo y ojos: negra sin excepción.

La composición atmosférica de Dolomances es abundante en gases nobles; escasa en oxígeno, lo que explica el gran perímetro torácico de los nativos: sus pulmones necesitan aspirar grandes cantidades de aire para suministrar el combustible necesario. La proximidad de Eridano A hace que el planeta reciba enormes cantidades de rayos ultravioletas, sólo detenidas a veces por las espesas capas atmosféricas, muy ricas en ozono en la zona superior. Altas capas de nubes, desde los mil a los cincuenta y cinco mil metros de altura, impiden que la luz deslumbrante del sol aniquile toda vida en la superficie del planeta. Estas capas, así como la de ozono superior, denominada capa de Norstad, se abren en ocasiones dejando pasar el mortal torrente solar. En estos días, los nativos se dedican a misteriosas ceremonias en el interior de las selvas, obteniendo extraños y monstruosos seres denominados «híbridos de Dolomances», cuya exportación o tenencia está prohibida en todo el Imperio. Cualquier tentativa por averiguar los medios de que los nativos se valen no ha obtenido éxito.

Existe una base terrestre, Norstad City, con una dotación de un millar de terrestres. Los alimentos, vegetales o animales, de Dolomances no son aptos para la alimentación de los humanos, mientras que los dolomanianos pueden consumir sin peligro los alimentos terrestres. No hay minerales explotables, gemas, ni producto alguno que haga conveniente la colonización del planeta. Únicamente se exportan las hojas sagarand, de las que puede extraerse, en laboratorios altamente especializados, el liebernil, utilizado en fracturas óseas, y que constituye su principio activo.

Obras recomendadas: Dolomances, un misterio genético, de Niklar Strigvenson, Presses de la Galaxie, 2779. Mitología de Dolomances y Mendel, de Hoag Soam Boneb, Universidad de Cántor, 2801. Planisferio de Dolomances, Servicio Cartográfico del Ejército Imperial, 2902.

Cuando Alceste Paracels se despertó eran las ocho menos cuarto, hora estándar. El ordenador zumbaba con una pantalla vacía, cubierta de trazos chispeantes. ¡Se había dormido con el aparato en funcionamiento! Venus Carintia, vestida con un traje de terciopelo oscuro, casi negro, cubierto de lágrimas de plata, estaba en la puerta, mirándolo. Un casco de plata labrada, con una cresta roja y temblorosa en la parte superior, recogía sus cabellos. Con cierta sensación de repugnancia, Paracels se dio cuenta de que la cresta no era un adorno, sino parte de su cuerpo. Debía de haber estado oculta bajo su cabellera, y una abertura longitudinal en el casco de plata la dejaba surgir.

—Cenaré con ustedes —dijo ella—. No iba a ir, porque iba a asistir la general Ayandeh de Hokusallmi y el Honorable no quería mostrarle un híbrido. Pero ha comunicado que no viene.

—¿Por qué no viene?

—He oído decir que le han robado una fuerte suma. Un millón de créditos, o puede que dos.

En la sala de alimentación y comida había dos zonas separadas: una para los niños y otra para los adultos. La sala tenía forma de margarita invertida, con los pétalos hacia el suelo. La cúpula era un gran disco amarillo de donde emanaba una luz suave; los pétalos eran grandes ventanales de forma ojival, cubiertos de vidrio lechoso que también emanaban luz. Pero menos que la cúpula.

En un lado, una mesa circular para el Honorable Mazagrainer, el general Waldersheim, el conde Tapulianov, el rector Espléndido Sir Tete de Fer, y las esposas de estos últimos. Destacaba la señora condesa, una dama de raza negra, vestida de plumas azules, transparentes en el estómago y en los muslos, y con un escote vertiginoso. Su perfume a klotos inundaba la estancia. En otro lado, otra mesa también circular estaba ocupada por los niños: Nikola Waldersheim, Stanitz Mazagrainer (sobrino del abuelo Dole), la muchachita Clasphamador Tapulianov y las gemelas Dunia y Volia Tete de Fer.

La señora Waldersheim (híspida, alta, peliblanca y reseca) miraba con desprecio no exento de envidia a la condesa negra. En cuanto a Venus Carintia, fingía desconocer su existencia. Madame Tete de Fer permaneció callada durante toda la cena, dedicándose al asado de ragnastor, a los micrófonos recién descongelados (traídos de Nílfide) y al helado de frambuesa. Su esposo hizo el gasto de la conversación, hablando de la pobreza de la Universidad y los grandes sacrificios de los rectores.

Clasphamador Tapulianov lanzaba miradas ardientes a la apostura de Alceste Paracels. Éste pensaba que se había olvidado de algo… ¿no había quedado con alguien a las ocho?

Nada importante sucedió durante la cena, salvo que el Honorable bebió en demasía y se hundió en un negro mutismo, mirando sin cesar hacia la mesa donde comían los niños. De pronto, Alceste se dio cuenta de algo extraño: los niños no hablaban. Comían en silencio y les miraban fijamente. «Están bien educados», pensó. Bajo la mesa, la rodilla emplumada de la condesa rozó la suya, y una mano se apoyó en su pierna. Con cierta sensación de orgullo, Alceste deslizó su mano bajo el tablero, mientras las pinzas de plata del suministrador mezclaban salsas y servían bebidas, y oprimió aquella mano con la suya. Pero la condesa Tapulianov no le miraba siquiera; se hacía la longuis, continuando su conversación con el muy serio Waldersheim.

—Es pena que no haya venido Ayandeh —dijo la condesa, sin dejar sus manejos.

—Su Excelencia ha extraviado importantes documentos —respondió Waldersheim, muy serio, acariciándose las plateadas patillas—. Está muy preocupada. Tampoco ha permitido que viniera su hijo Gustavo, y eso que tenía gran ilusión.

—Dicen —murmuró torpemente madame Tete de Fer— que ha perdido una gran cantidad de dinero.

El vaso de licor de Taraskein del conde Tapulianov se derramó sobre el tablero. La condesa acentuó su presión sobre el muslo de Alceste, a lo que éste correspondió pasando sus dedos bajo las plumas y comenzando un juego peligroso.

—Más tarde —dijo la condesa.

—¿Cómo dices, querida? —preguntó Tapulianov.

—He dicho que más tarde hablaremos con Ayandeh. La aprecio mucho.

—Estoy de acuerdo —comentó Alceste Paracels—. Pero ¿dónde?

—Quizás en mi casa —respondió la negra—. A Ayandeh le gusta tomar el bitar con nosotros. Como tú sales de mañana, Vania, y no vuelves hasta las ocho, tendré tiempo de prepararlo todo con anticipación. ¿Vendrá usted, señor Paracels?

—Nada me gustaría más.

—Mañana entonces. Tomaremos el bitar a las nueve. Yo empezaré a prepararlo todo a las cuatro estándar. Tendré tiempo suficiente. ¿Le parece bien, señor Paracels?

—Desde luego. Allí estaré.

—El señor Paracels es gran amigo mío y de Abilán de Vos —barbotó el Honorable Mazagrainer, enarbolando un alto vaso de Taraskein—. Cuídenmelo.

—Claro que sí. Les esperamos a todos, mi general, y a usted también, señor rector.

Los niños comían discretamente, sin hablar. De su mesa sólo venía un leve rumor de cubiertos y el tic-tac de su pequeño suministrador. La negra se quedó en silencio, pensativa.

—¿Te sucede algo, querida?

—No… nada…

—Brindemos por Su Majestad —dijo el general Waldersheim.

Todos se pusieron en pie, con notorio disgusto de la condesa, que lanzó una única y maravillosa, lánguida, penetrante mirada de sus negros acais hacia el ojo privado.

—Por Su Majestad —dijo Waldersheim, con severa voz, alzando una copa de Tokai importado—. Luz de los Arios, Rey de Reyes, Protector del Pobre, Detentador del Máximo Farreh, Zillullah Sombra de Dios en la Galaxia, Sha de Shas; por él, Ciro Sha Quajar, el Deseado.

—¡Por Su Majestad! —respondieron los asistentes, con fuego el rector, con cierta sorna los condes, con indiferencia Alceste, con lasitud Dole Mazagrainer y Venus Carintia. Y apuraron las copas hasta el final.

En la mesa de los niños había un total, absoluto silencio. Eran demasiado pequeños para comprender la trascendencia del brindis.

A solas de nuevo en la suite Zafiro, Alceste Paracels se preparó para una excursión nocturna. Se enjaretó la cota de malla y el gorro blindado, y colocó en un costado la pistola iónica después de asegurarse de que la pila tenía carga completa y el depósito de metal estaba lleno. Tomó también la llave electrónica y un micrófono direccional muy sensible. No necesitaba nada más.

La puerta de la suite Zafiro se abrió sobre el pasillo de vidrios rojos. No se oía un solo rumor. Caminando de puntillas, Paracels llegó hasta el despacho del Honorable Mazagrainer. La luz de su linterna alumbró el prisma de plata. Quizás allí hubiera algo de interés. Esperaba no tener que reventarlo a la brava… Eso hubiera molestado al vejete, seguramente. Trasteó aquí y allá con la borja y un receptáculo salió disparado… como si fuera un cajón. Y es que era eso precisamente, un cajón. Sólo había media docena de folios en el fondo. A la luz de la lámpara, Paracels pudo ver unas letras torcidas y temblorosas, grandes e infantiles: «Mi mamá me ama y amasa la masa con cada cosa…», «Soba la base del sebo bis». Ejercicios de escritura. Pero la letra era absolutamente idéntica a la del mensaje firmado que le dio Spots y a la del misterioso aviso que encontró en la suite Zafiro. Un rumor lejano le sobresaltó… ¿Qué había sido aquello? Había sonado exactamente como la fresca risa de un niño. Muy lejana, eso sí… pero claramente audible. ¿Un niño? ¿Era todo aquello la broma de un niño, un juego de un tierno infante indefenso?

Extrajo del fili el micrófono direccional y lo conectó. Nada se oía. Dio vueltas al largo tubo del micro, mientras se desojaba intentando escuchar algo en el auricular miniatura. Sí, algo muy lejano se oía ahora: «La p con la a, pa… La pe con la e, pe…». Distorsionada por la distancia y los muros intermedios, alterada por la gran amplificación del micro, pero era la voz de Dole Mazagrainer. Otra voz infantil y aguda contestó: «La pe con la a, pa…».

¿Y aquellos papeles? «Besa la base, el sebo besa». ¿Qué demontres pintaba un niño en todo aquel fregado? El micrófono direccional continuaba transmitiendo sonidos, a veces incomprensibles, otras más claros. «La pe con la o, po…». Era la voz del viejo. Un chasquido repentino, como una bofetada. Un gemido de dolor. «La pe con la o, po…». Esta vez era la voz del niño. ¿Sería capaz aquel viejo asqueroso de pegarle a la criatura? Ardiendo de ira, Paracels renunció a seguir escuchando, pero no pudo evitar oír las últimas frases: «¿Abajo…?», «Sí, abajo del todo…».

Mientras caminaba por el corredor escarlata, Paracels se dio cuenta de que sentía un ambiente pastoso y opresivo a su alrededor, como si la noche tuviera centenares de ojos y todos puestos en él. Incluso hacía demasiado calor en aquellos pasillos. Su sexto sentido estaba diciéndole a gritos que algo andaba espantosamente mal, que había equivocado el asunto desde el principio. Por una vez, Alceste trató de imponer su mente racional a ese sentido sexto y molexto… ¡Ja, ja! ¡Buen chiste! Pero a pesar de que la lógica le decía que Mazagrainer era el núcleo de la cuestión, el sentido oculto o sus dotes de adivinación le decían que había algo más, y que ese algo más era un peligro espantoso e inimaginable.

Un repentino relámpago de luz le sobresaltó. Un fragmento del muro se había abierto, mostrando una alcoba adornada con paneles de hojas verdes. Entró. Era la habitación de Venus Carintia. Sobre un lecho transparente, la híbrida de Dolomances parecía flotar en el aire, mientras las grandes hojas verdes de los muros ondulaban ligeramente movidas por una ardiente racha de aire. Aquella habitación arrojaba fuego, tenía una temperatura muy superior a la normal para personas humanas. El suelo estaba cubierto de arena, y los muebles eran troncos de árbol (o quizá buenas imitaciones en plástico) tallados con grandes rostros deformes… Tal vez fuera todo ello reproducción del ambiente vital en su planeta de origen.

Con cierto grado de creciente horror, Alceste Paracels se dio cuenta de que la cabellera rubia había desaparecido. Bueno, no había desaparecido del todo. Lo que pasaba es que ya no estaba en la cabeza de Venus Carintia, completamente calva ahora, sino en un redondo tronco retorcido al lado de la tensa superficie invisible de la cama. Las carúnculas de la cresta roja ondulaban y temblaban, mientras los ojos de la muchacha estaban fijos en él.

—Señor Paracels…

—Siento molestarla, Venus.

—No. Le esperaba. Por eso he abierto la puerta. ¿No le agrado?

—Sí, claro. Yo… —Alceste no encontraba palabras.

—Acérquese.

A su pesar, Alceste Paracels lo hizo. No sólo Venus Carintia le causaba una repugnancia visceral, sino que era preciso que continuase su investigación. Claro que…

Venus le cogió la mano y lo atrajo hacia sí. Con gran repulsión, Alceste comprobó que los ojos de la dolomaniana eran facetados, aunque eso no les hiciese perder su intensa e inhumana luminosidad.

—Puedo hacer el amor, Alceste. No como los humanos, pero puedo hacerlo. Lo hice con Dole Mazagrainer, pero es viejo y feo, y no me gusta. ¿Tiene prisa?

—Quisiera ir… esto… abajo, abajo del todo.

—Es fácil. Tome el ascensor y marque la X… Así podrá ver lo que hay abajo. Siéntese, Alceste.

Muy a su pesar, el ojo privado ocupó un chato tronco de árbol junto a la inexistente cama. Venus Carintia se revolvió voluptuosamente, flotando en el aparente vacío.

—Eres hermoso, Alceste Paracels. Tu pelo rubio, tu boca tan roja, tu piel bronceada… Eres hermoso. No como los sabaots de mi mundo, ni como los viejos de éste. Ámame.

—Yo…

Venus sonrió, mostrando unos dientes ligeramente dorados en los que destacaban dos incisivos puntiagudos.

—Mi boca no sólo besa, mi boca produce el mayor placer de esta galaxia… Eso hizo conmigo la semilla del sabaot y la semilla del astop… No sólo una humana hermosa, sino una máquina de placer…

La roja boca de Venus, como la de un vampiro, comenzaba a aproximarse hacia el ojo privado. Con un grito de terror, lleno de un asco intenso, Alceste Paracels se levantó y salió disparado hacia el pasillo, seguido por la voz ronca de Venus, que murmuraba con creciente intensidad:

—Ven… ven a mí… ven, hermoso humano…

Casi no supo Alceste cómo pudo alcanzar el ascensor y marcar la X en el teclado.

A solas, Venus Carintia conectó un comunicador en el tronco más próximo.

—¿Lo hice bien, señor? ¿Volveré a mi planeta?

—Sí… —retumbó una voz oscura en el altavoz.

El ascensor se detuvo chocando ligeramente. Durante unos instantes, con el corazón latiendo como una ametralladora, Alceste Paracels pensó en salir zumbando del edificio MAZ, abandonando maletas e investigación, para refugiarse en el tranquilo estercolero del GOLCONDA PALACE. Pero su sentido de la profesión era demasiado intenso como para abandonar una investigación ya comenzada. Además, todo el mundo sabía que los detectives privados, cuando se ocupaban de un caso, pasaban muchos peligros y malos ratos; que mujeres malas y perversas, si bien hermosas y deseables, los asediaban; que prepotentes ricachos, como Dole Mazagrainer, ponían palitos en su camino; y que, tras las excursiones de investigación nocturna, el ojo privado triunfaba y se calzaba para celebrarlo a la chica más guapa de los alrededores. Todo esto era sabido y comprobado y, por ello, Alceste Paracels decidió no cejar en su búsqueda.

La puerta del ascensor escarlata (asas de oro y teclado de marfil) se abrió sobre una gran avenida de hormigón desnudo y gris, escasamente iluminada por lámparas mortecinas. El micro direccional no reveló sonido alguno, de forma que Alceste, con la pistola iónica en la mano, comenzó a caminar. Había puertas de acero a ambos lados del amplio y silencioso corredor. El detective intentó abrirlas, pero todas estaban herméticamente cerradas. En esas puertas, pintadas en blanco, había letras hechas con una plantilla: «Vault 1», «Vault 2», y así sucesivamente. De pronto: «Vault 32» se abrió, y Alceste Paracels, sorprendido, casi cayó dentro…

Al principio, Alceste no vio nada de nada. Pasó la mano por la jamba derecha, y niente. Pasó la mano por la jamba izquierda y, ¡pum!, se encendió una luz en el techo de la bóveda. Había cajas y cajas y cajas de silosim, con letreros negros en clave. Cosas como 08/15 RTO, y 1000 P/RTO, y LGDAS 6 C/M. Y más monsergas de ese estilo. Decidido y bravucón, Paracels destripó las tablas de silosim de una caja marcada RFS-RTO-C/M, y no se quedó muy sorprendido cuando, bajo capas de papel encerado, engrasado e impermeabilizado, descubrió hileras de rifles iónicos, bien colocados uno junto a otro. Juguetes, claro está. Del tamaño adecuado a un niño de nueve años o así, claro está. Pero maravillosa, perfectamente hechos. Quizás hubiera algo más. Paracels sacó dos docenas de rifles y los tiró en el suelo de cemento. Más abajo había pequeñas pilas de alta potencia y cargas cilíndricas de estaño para los depósitos… ¿Acaso…?

Resonó un chirrido lejano, que quizá se pareciera, con buena voluntad, a una fresca risa de niño.

Sin comprender nada de nada, Alceste se atusó su dorada cabellera y compuso un gesto de triunfador. Luego, tomó una de las pilas y la introdujo en la culata de uno de los rifles iónicos. Después, hizo lo mismo con el cilindro de estaño. Apuntó al techo, queriendo que no sucediera lo que iba a suceder, y apretó el gatillo. No pasó nada. Paracels miró el cañón del arma: había una bombillita roja. Tomándola con la punta de los dedos, tiró, y la bombillita salió arrastrando un par de cables y una microscópica pila seca. Volvió a dirigir el cono dispersor hacia el techo, volvió a tirar del gatillo. Algo zumbó dentro del rifle. La pila mandó su energía al metal Babbit, fundiendo medio gramo de éste y transformándolo en vapor y luego en un plasma de iones. La energía continuó saliendo de la pila y lanzó el chorro de iones hacia el techo, como una columna aérea de metal vaporizado. La pila conectó un relé y soltó una potente descarga eléctrica a través de aquella columna gaseosa de metal conductor. Y en una décima de segundo, un rayo al rojo blanco salió de la boca del arma, chocó con el techo y se extinguió. Quedó en el techo un manchón negro, humeante…

Alceste Paracels soltó de golpe el aire que había retenido en sus pulmones. ¡El arma era de verdad! Por muy reducida de tamaño que fuese, era tan verdadera como la muerte misma. Y el techo era de una aleación extradura, quizá ferronita, tal vez vanaceram… en fin, algo tan condenadamente resistente que había aguantado la descarga del rifle iónico…

Ji, ji, ji, hizo la risa en las profundidades del subterráneo. Esta vez no cabía ninguna duda. Paracels se volvió a un lado y a otro tratando de localizar el origen de la carcajada. No consiguió nada. Orientó el micro direccional. Del final del pasadizo venía un confuso rumor de voces.

Dejando los rifles donde estaban, Paracels caminó silenciosamente hacia las voces. Había una puerta con la indicación «Vault 64». La entreabrió, muy lentamente, y una voz ni aguda ni grave, ni infantil ni de prohibido, llegó a sus bien formadas orejas…

—Y había tres gigantes, que lucharon entre sí hasta que la Tierra entera murió y se transformó en un cementerio radiactivo… Los tres gigantes se llamaban Estados-unidos, Urss, y Republicadechina. Nombres raros, pero así era. Estaban llenos de monos que cultivaban matojos de habas y se peleaban entre sí… Y había un enano, que se llamaba el Viejo País, donde poco antes habían mandado a escaparrar al viejo Emperador y donde reinaba una señora llamada Democracia. Por casualidad, el Viejo País fue el único que quedó medio entero… Todos los sabios del mundo fueron allí, y cuando estuvieron allí, un señor llamado Obeyd Sha Quajar, de una antigua familia, echó fuera a la señora llamada Democracia y se lo apropió todo… De Obeyd nació Farhang, y de Farhang nació Parvis, y de Parvis nació Iradji… y todos ellos eran Sha Quajar. Y conquistaron los planetas gracias a los descubrimientos de los sabios y, por último, hace ya muy poco, nació y reinó Ciro Sha Quajar…

Después de esto sólo siguió un silencio absoluto. Intrigado, Alceste abrió la puerta un poco más, y vio docenas de rostros infantiles fijos en él. En una tarima, otro niño en quien reconoció a Stanitz Mazagrainer, el sobrino del viejo. Muchos de los niños y niñas, cuyas edades oscilaban entre los siete y once años, llevaban uniformes MAZ y tenían armas sobre las rodillas y al cinto.

El rostro de Stanitz se volvió lentamente hacia él, sonriendo.

—Porque ésta —dijo—, es la noche de las noches; y mañana, el Día de la Verdad. ¡Alceste Paracels! ¡Ven conmigo…! Encontrarás lo que buscas…

El niño, que vestía un sobrio traje gris de corte militar, se caló una gorra de plato y caminó hacia el detective. Un seco restallido de tacones le acompañó: todas las demás criaturas se habían puesto en pie, cuadrándose rígidamente.

Sin saber qué hacer, Alceste siguió al niño, que cruzó despreciativamente ante él, como si no existiera. Su sentido profundo estaba gritándole que saliera de estampía de allí, pero el razonamiento lógico continuaba insistiendo en que poco peligro iba a haber en unos cuantos niños vestidos de uniforme.

Stanitz abrió una puerta en el muro y entró. Alceste lo hizo tras él, sin apartar la mano de su pistola. Observó, de paso, el gran grosor de la puerta, casi de un palmo. Conocía aquel material, lo había visto alguna vez con anterioridad.

Estaban en una estancia alargada en uno de cuyos extremos estaba la puerta y, al otro, una vieja mesa de madera anaranjada con una solitaria luz. A los lados de la mesa, dos sillas metálicas; tras la mesa, otra puerta cerrada.

Stanitz dio la vuelta a la mesa y se sentó. Le indicó, en silencio, la otra silla, y Alceste decidió seguir el juego. ¿Qué podían hacerle, llevando encima el traje blindado?

—¿Te ha gustado Venus Carintia? —preguntó el niño, con voz aguda.

—¿Qué significa todo esto? —respondió Alceste—. ¿Dónde está tu tío?

—¡Ah, él! Ahora le verás… ¿Sabes que Dolomances significa, en la lengua de los nativos, «la tierra que vivirá»?

No estaba Paracels para estos escarceos filológicos.

—Creo que lo mejor es que veamos a tu tío. No sé qué pasa aquí, pero todo esto no me gusta nada…

—Bien. Ahora lo verás…

Poco a poco, la verdad se hizo en la mente de Paracels. ¡Claro! ¿Cómo no lo había pensado antes? Todo aquello olía a levantamiento militar. Las armas de pequeño tamaño, pero que una mano de hombre podía manejar sin demasiados problemas, la extraña ausencia de la general Hokusallmi, el comportamiento sin sentido de Mazagrainer… Era evidente que el planeta iba a levantarse en armas contra el Emperador. Y, lentamente, llegó a su mente la convicción de que aquello había nacido tiempo antes en el Mutzbunk, que el pobre Solimán de Vos se había enterado y que eso le costó la vida. Porque ya no le cabía ninguna duda de que Solimán estaba muerto.

Se abrió la puerta situada tras Stanitz. Apocado y medroso, encorvado como un reo y borracho como una cuba, entró Dole Mazagrainer. Dirigió una mirada de soslayo al detective privado y se colocó al lado de su sobrino, sin decir nada, oscilando en su mano arrugada la copa balón llena hasta el borde.

—¿Qué sucede aquí, Mazagrainer? —preguntó Paracels, sin separar la mano de su arma, presto a sacarla en cualquier instante—. ¿Para qué son esos fusiles iónicos? ¿Qué prepara usted aquí?

Dole Mazagrainer bebió un sorbo y no dijo nada. Ahora, sus ojos muertos estaban invariablemente fijos en la carita sonriente de Stanitz.

—Esto es una locura, Mazagrainer. No le comprendo. ¡Un hombre capaz de pegar a un niño!

—¿Huh? —hizo Mazagrainer.

—¡Sí! ¡Le oí con mi micro direccional! ¿Dónde está ese niño al que enseñaba a leer? ¿Por qué le pegaba? ¿Qué tiene que ver la general con todo esto? ¿Y qué pintan los niños en este fregado?

—Ah, los niños —dijo Stanitz, con voz aguda—. Ah, el niño que aprendía a leer… ¿No tenías que firmarle una autorización al señor Paracels, «tío»? Fírmala ahora, anda.

Mazagrainer se inclinó sobre la mesa, como un sonámbulo, tomó una pluma y, trabajosamente, comenzó a garrapatear en un papel… Mientras tanto, Paracels pensaba que aquello era mucho más gordo de lo que había supuesto; una cochinadita pequeña le hubiera servido para extorsionar al viejo, pero ¡una sublevación…! En este instante se sentía superior y dominante, con todos los resortes en las manos. Si Mazagrainer intentaba algo, su pistola iónica daría buena cuenta de él.

—Ahí está el pase —dijo Stanitz, muy amablemente.

¡Qué niño tan particular! Parecía tan seguro de sí mismo, tan… Alceste Paracels cogió el pedazo de papel. Horrorizado, vio que la firma era temblorosa, infantil y con letras torcidas.

Pero ¿qué significaba eso?

—No entiendes, ¿verdad? —dijo el niño—. Toma, Paracels, lee y aprende…

Le tendía un fajo de hojas escritas con máquina lectora. Alceste las tomó de sus manos, olvidándose de la pistola. Tenía en este momento una diarrea mental de tamaño planetario. No comprendía una palabra de lo que estaba pasando. La primera hoja decía, al comenzar la narración:

«Os digo que el que yo viera a Judalong…».

—Si te vas un poco para atrás, tendrás mejor luz —dijo el niño.

Automáticamente, Paracels hizo correr su silla de ruedas, separándose unos metros de la mesa desganguillada. Y leyó, leyó ávidamente durante un buen rato… Saltó páginas a veces, cuando las descripciones eran demasiado plastas o cuando suponía lo que iba a suceder. Se detuvo en otras partes, absorbiendo y chupando la verdadera verdad de las cosas. Por fin, terminó… Y lo espantoso, horrendo, espeluznante del caso, es que la última hoja se cortaba en estas frases: «¿Lo hice bien, señor? ¿Volveré a mi planeta?».

Alzó unos ojos espantados hacia el niño… Parecía como si el aire se hubiera enturbiado. De pronto, veloz como un rayo, extrajo la pistola iónica y disparó. El metal vaporizado se aplastó en el aire, a dos metros del rostro infantil, dejando una mancha gris en el vacío.

—No te molestes —dijo el niño—. Es una pared de vidrio acerado de once capas… el mismo que llevan las astronaves. La he levantado mientras leías… ¡Ah, sí! Faltaba esto… ¡Dole! ¿La pe con la a?

—Pa… —dijo el viejo, tristemente.

—¿Ves? Cuando se oye, no se sabe quién enseña ni quién aprende, quién pega ni quién recibe… No. No corras hacia la puerta… Está cerrada. Espera, firmaré el pase que pedías.

Y la mano del niño trazó en un papel, con seguridad y firmeza, la auténtica firma de Dole Mazagrainer.

—¿Nunca pensaste que Dole Mazagrainer no sabía leer ni escribir?

—Entonces —dijo Alceste Paracels, aterrado—, tú eres…

—Víctor Lanyard… O Persepol, si quieres… ¡lo inventé yo!

—¿Nunca existió Persepol?

—Nunca jamás, como en el cuento. ¡Ah, sí, entra, querida!

Con creciente horror, Paracels vio entrar una niña por la puerta sita tras Víctor Lanyard. ¿Una niña? ¡No! Con la altura de una niña, pero no más. Vestía un traje de noche, con gran escote y su cabellera rubia se expandía sobre unos perfectos hombros enmarcando un rostro diminuto de mujer…

—Michenzell Delburgo. Alceste Paracels. ¿Comprendes ahora, detective privado?

—¿Qué vas a hacer, Víctor?

—Tengo que acabar con él, Mich. Es su vida o la mía. ¿A quién prefieres?

—A ti…

—¿Entonces?

—Pero ¿tengo que verlo?

—Yo lo quiero.

La pequeña criatura se cubrió el rostro con las manos, pero no antes de que Paracels viera brillar dos lágrimos en sus ojos.

—¡No puedes hacerme nada! —aulló Paracels, desencajado—. Llevo un traje blindado… no puedes…

Dos chorros de agua comenzaron a surgir de la parte superior de su encierro. Enloquecido, Paracels disparó de nuevo su arma sin conseguir otra cosa que dejar manchas negras en las paredes de ferronita y en el vidrio de once capas. En medio de su delirio y de su espantoso terror, oyó un grito:

—¡Está bien! ¡Vete, estúpida!

La puerta no se abría, y el agua continuaba creciendo. La obsesionante voz de Víctor Lanyard sonó en sus oídos de nuevo:

—Esto lo vi en una película, ¿sabes? A pesar de tu traje, morirías ahogado. Pero te daré una solución más rápida. ¿Tienes los pies mojados? A pesar de la malla. Claro. El agua pasa por todas partes… aunque sea agua acidulada, como ésta.

Nunca se dio cuenta Alceste de dónde surgió la descarga eléctrica que acabó con su torpe vida. Hubo un chispazo, un ruido de fritura, y todo terminó. Durante unos segundos creyó ver los rostros deformados de Dole Mazagrainer, de Michenzell Delburgo (que ya no estaba) y de Víctor Lanyard… A Alceste Paracels, detective y mártir, se le pusieron los ojos on the rocks y se murió de perfil…

Yo sabía perfectamente que había quedado con la condesa negra para el día siguiente. ¡Desde mi mesa se veía todo muy bien! Pero eso no me preocupaba, porque la solución final era ya cosa de dos días… Y entonces, no importaría nada.

Lo que me molesta es que esta Michenzell es demasiado blanda, demasiado… ¿Qué haría ella sin mí?