9. UNA NOCHE CON «LA APISONADORA»
Escrito por G. de Hokusallmi en plan de ejercicio estilístico

La escena se desarrolla en el comedor privado de la residencia personal de la general Hokusallmi. En el centro, hay una mesa de plástico azul con dos pisos, luces interiores y un suministrador central. A su alrededor, seis sillas anatómicas, de las cuales sólo tres están ocupadas. Foro, un gran cuadro movible de Leiner Paget, el artista terrestre, traído a gran costo desde la misma Tierra por hiperlumínica. Representa un paisaje terráqueo, con árboles y un gran lago. El viento agita los árboles, y las ondas del lago se estremecen a veces dejando pasar el hocico de un pez oscuro. Figuras indistintas caminan por el bosque, llevando luces en las manos, o formando grupos. La acción, en el móvil de Leiner Paget, no se detiene ni un solo instante. Este móvil daría lugar él solo a una detallada descripción, pues a veces ocurren aventuras: figuras humanas acorralan a otra, o un pescador surca el lago y triunfa sobre el gran pez del centro o es devorado por él, o tal vez obreros pausados construyen una casa que más tarde es pasto de las llamas

A derecha e izquierda, hay puertas practicables. Se hallan en escena, sentados a la mesa, la general Hokusallmi, el ayudante Waldersheim, y Gustavo, hijo de la general. Ésta es conocida en Golconda como «la Apisonadora», aunque su nombre completo sea Ayandeh de Hokusallmi.

AYANDEH: Y bien, Waldersheim, ¿no le gusta el asado?

WALDERSHEIM: Es excelente, mi general.

AYANDEH: Hecho a mano; tengo un magnífico cocinero. No dejes de comer, mi querido hijo… luz de mis ojos. Estás muy delgado.

GUSTAVO: Sí, mamá.

(Desde que la hija de la general, Francesca de Hokusallmi, muriera de forma inexplicable, Ayandeh ha experimentado, repentinamente, un cariño intenso y enfermizo por su único hijo. Procura que la acompañe a todas partes, incluso a los actos oficiales, y le cuesta verdadero trabajo dejar que el niño tenga algunas horas libres para jugar con sus amigos).

AYANDEH: Bien, Waldersheim, continuemos con los principales asuntos. El jefe de la sublevación de Nábica debe ser dejado en libertad, ¡ese maldito traidor! Pero haga usted una circular mahdoroddam a su respecto… Los otros cabecillas, Mannings, Ardeshir y Mañezlake, fusilados. Organice el tribunal y, tan pronto sean condenados, que se cumpla la sentencia. ¿Comprende usted mi proceder, Waldersheim?

WALDERSHEIM: Creo que sí, mi general. Dejando en libertad a ese maldito Tsovala, le hace aparecer como traidor a los suyos.

AYANDEH: Y con la circular mahdoroddam no escapará vivo. Perfecto. En cuanto a la algarada de la Oficina Imperial de Compras, la considero sin importancia. Los precios se mantendrán, desde luego, mientras del Control de Programación no nos den nuevos índices.

WALDERSHEIM: Eso puede tardar un año.

AYANDEH: ¿Cree usted que los precios son bajos?

WALDERSHEIM: Sinceramente, mi general, sí que lo son… Por eso Vuecencia tiene la libertad de variarlos en un veinte por ciento en más o en menos. Los costos de producción han subido, dicen los mineros y fabricantes, y el precio de los refinados no se ha cambiado desde hace dos años estándar.

AYANDEH: No diga tonterías, Waldersheim. El Control de Programación de la Tierra, sabe lo que hace… Si tuviéramos comunicación instantánea con los demás planetas, sería otra cosa. Yo no puedo hacer más que enviar una aclaración a la Tierra, y que el Gobierno de Su Majestad, Luz de los Arios, decida lo procedente.

WALDERSHEIM: Sí, mi general. Se mantendrán los precios de compra.

AYANDEH: Naturalmente. Bien. El Decimoséptimo de Infantería Espacial dejará Nábica y se trasladará a la zona de Campo de Oro. Los informes no son tranquilizadores; parece que también allí están disconformes con los precios. Dígale al coronel Shiraz que actúe con mano dura.

WALDERSHEIM: Así lo haré, mi general. Pero temo que seguiremos teniendo problemas con los precios. No quiero que Vuecencia tome esto como una falta de respeto, pero ya que es el Imperio quien compra toda la producción mineral de Golconda y la distribuye después, debería pedirse que mandasen un inspector lo antes posible.

AYANDEH: (Levantándose y dando un puñetazo en la mesa que hace temblar los platos). ¡Cállese, Waldersheim! ¡No sabe usted de lo que está hablando! ¡Los precios se mantienen! Y no quiero oír hablar más de este asunto (volviéndose hacia el niño, que ha dejado escapar un gritito de gusto). No, mi Gustavo… no te asustes. Mamá no está enfadada contigo… Anda, hombrecito, anda. ¿Quieres un poco de vino para tranquilizarte?

GUSTAVO: Sí.

AYANDEH: Un vaso lleno (toca los mandos del suministrador, que coloca un vaso de vino ante el niño). ¿Ve usted, Waldersheim? ¡Ha logrado que mi hijo se asuste!

WALDERSHEIM: Lo siento mucho, mi general. No volverá a suceder.

AYANDEH: ¿Un poco más de asado, amigo mío? No me diga que no. Bien. Dé las órdenes oportunas para que el Decimoséptimo se desplace a Campo de Oro, con rifles de doce cristales, seis pilas por número, y una sección de disruptores pesados. ¿Por cuántos hombres y mujeres está compuesto?

WALDERSHEIM: Novecientos ochenta hombres y seiscientas doce mujeres, según el último parte, mi general. Mil quinientas noventa y dos unidades, en total.

AYANDEH: Está bien. Dos batallones a Campo de Oro; el otro quedará en Nábica. ¿Qué hay de las reparaciones de las naves de combate?

WALDERSHEIM: Todas a punto, mi general. Ciento doce cazas, dieciséis cruceros y doce cañoneras. Convendría hacer un supuesto táctico; los muchachos de la Navy se están oxidando.

AYANDEH: Eso le decidiré más adelante. Por cierto, tengo aquí el informe del presidente del Consistorio. Parece que en estos últimos meses el índice de criminalidad civil ha disminuido. Me alegro por él; así podrá controlar Golconda Central con su ridículo cuerpo de Municipales. No me gusta hacer que la Policía Imperial intervenga en esos miserables asuntos. Hay que dejar cierta libertad, Waldersheim. ¿Qué sería esto si no permitiera yo ciertas cosas, como la prostitución, o la exhibición de híbridos? ¡Si la gente se divierte, no hay problemas!

WALDERSHEIM: Sí, mi general. Tengo aquí, como todas las noches, el parte de retreta de las tropas.

AYANDEH: ¿Muchos enfermos?

WALDERSHEIM: No. Veamos… Ciento veintiséis… no llega a un cero coma tres por ciento.

AYANDEH: Naturalmente. La vida militar es muy saludable. Lo he dicho siempre. Mi hijo (pone la gruesa mano en la cabecita del niño) seguirá mis pasos… Entrará en la Academia Imperial de Quajardasht. ¿Eh, Gustavo?

GUSTAVO: Sí, mamá.

AYANDEH: ¿Ve usted? Y otra cosa… ¿desertores?

WALDERSHEIM: Ninguno.

AYANDEH: Entonces, sólo el caso del veterano Gazaniol, ¿eh?

WALDERSHEIM: Sí, mi general. Esto… (duda, un poco temeroso). Hay una petición de clemencia del Consistorio de Golconda. Alegan que su esposa estaba enferma y que el único que podía prestarle auxilio era él… El Servicio de Correos Imperial había, fallado, y la mujer no pudo recibir su paga. El computador de Asistencia Sanitaria fue codificado erróneamente, y ningún médico se presentó para atenderla. Gazaniol abandonó el cuartel del Veinticuatro de Mecanizadas solamente durante dos días. Iba a presentarse voluntariamente cuando los agentes de la NIRAM lo detuvieron. El Consistorio dice que su muerte causaría mal efecto en el pueblo minero de donde procede, Novat Dor.

AYANDEH: Me sentía inclinada a la clemencia, Waldersheim. ¡Si no se hubieran metido esos civiles del demonio! Si accedo, creerán que lo he hecho por ellos, y en la próxima ocasión pedirán las dos lunas de Golconda. Petición denegada. Que lo fusilen.

WALDERSHEIM: (Torciendo la boca; es evidente que no le gusta la decisión de la general Hokusallmi). Como mande Vuecencia.

AYANDEH: Claro que sí. (Pensativa). Ahura Mazda lo recibirá…

(Durante un rato, los tres comen en silencio. Un ordenanza entra con un plato de pescado y lo coloca sobre la mesa. El suministrador —regalado a la general por el Gremio de Espectáculos— extrae sus largas pinzas y cuchillos de plata, trocea el pez, lo limpia y lo sirve en tres platos de porcelana, frágiles como una telaraña, que coloca hábilmente ante los tres comensales).

AYANDEH: Es un pescado del Mutzbunk; un regalo personal de ese Dole Mazagrainer… Por cierto, eso me recuerda que vamos a tener un invitado esta noche, Waldersheim. Llame a los calabozos y que suban a ese maldito profesor… Dicen que el mejor sistema para hacerles hablar es un rato bueno y otro malo. Ya lleva bastantes ratos malos. Le daremos uno bueno. Tú no te preocupes, hijo mío. Es un hombre malo, pero tu mamá está aquí contigo. Cómete el pescado, corazón. Está rico… pero este aparato del diablo funciona mal; aún quedan espinas. Bueno, ya se encargará el Gremio de Espectáculos de repararlo; les conviene.

(La general ríe sordamente mientras Waldersheim da las órdenes oportunas para que suban a Garuslap. Ninguno de los dos se ha fijado en el repentino relámpago de los ojos del niño, ni en cómo de vez en cuando toca la pequeña grabadora que lleva disimulada en su discreta chaquetilla verde con encajes azules).

AYANDEH: Ahí viene.

(Entra el profesor Garuslap, escoltado por dos números de la Policía Imperial. Es un hombre alto y delgado, con gafas, y con el rostro lleno de hematomas. Tiene vendada la mano derecha. Se detiene bruscamente, como aterrado, ante Ayandeh de Hokusallmi. Efectivamente, incluso en la intimidad, la general causa terror. Su melena blanquecina sobre un rostro ancho, de narices achatadas como un mongol; sus grandes brazos desnudos, cubiertos por músculos como troncos de olivo, colocados sobre la mesa; las dos pulseras de cuero, ceñidas a las muñecas, que hacen juego con el justillo de cuero lleno de chapas de acero con que cubre su torso hercúleo; todo ello causa una terrible impresión de fuerza y brutalidad).

AYANDEH: Siéntese, profesor; no tenga miedo… por ahora. Waldersheim, cambie el suministrador a cuatro. ¿Cómo debo llamarle, profesor? ¿Atience Garuslap o Dinovie Pilongrath?

GARUSLAP: (Se sienta; el suministrador toma una ración de pescado, platos y cubiertos y los coloca ante él; después, le sirve una copa de vino). Mi verdadero nombre es Atience Garuslap, catedrático de geología de la Universidad de Cántor.

AYANDEH: Lástima que el viaje a Cántor cueste catorce meses entre ida y vuelta. Pero si es preciso, esperaremos esos catorce meses. Bien, Garuslap; no somos tan malos. Beba.

(El profesor lo hace ávidamente. En seguida, el suministrador le sirve más vino).

AYANDEH: Profesor Garuslap, ya que le gusta que le llamen así… ¿dónde está el niño? ¿Verdaderamente era su hijo? Hemos comprobado por los registros de pasaje, que llegó usted solo a Golconda, en la nave de pasajeros «Luz de Khorassan». ¿No es extraño que su hijo le esperase aquí? ¿En qué nave vino?

GARUSLAP: (Luchando para comer, pues la ausencia de cuchillo y la mano vendada le hacen conducirse con torpeza). Ya he dicho al doctor que me ha interrogado que no era realmente mi hijo… Era un pobre niño abandonado a quien encontré en Golconda, y por quien sentí lástima. Lo llevé en mi viaje para alimentarlo y educarlo un poco.

AYANDEH: (Burlonamente). Muy meritorio, profesor. ¿Le duele la mano?

GARUSLAP: Sus esbirros me han arrancado dos uñas. Después me han pegado en las manos y los pies, durante horas, con una regla de acero.

AYANDEH: Lo siento. Le aseguro que no volverá a suceder (se echa a reír de una forma escalofriante). ¡No volverá a suceder! ¿Qué pasa? ¿Es que no me comprende usted?

GARUSLAP: Temo que sí.

AYANDEH: ¡Naturalmente! La próxima vez le haremos algo mucho peor, pero no esto. Por eso digo que no volverá a suceder (vuelve a reírse). Bien, profesor, aproveche usted el pescado del Mutzbunk. ¿Y qué fue de ese niño?

GARUSLAP: (Con los ojos fijos sospechosamente en Gustavo). Desapareció cuando regresamos a Golconda Central.

AYANDEH: Muy oportuno. He dado orden de que lo busquen, pero será difícil encontrarlo. Si es listo, sabrá ocultarse, y además, ¿qué diferencia a un niño de otro niño? ¿Y qué peligro puede ofrecer? Por cierto, Waldersheim, estoy muy extrañada de que esos dos doctores, Pahlrod y Reza Hossein, no se hayan presentado aún. El último correo oficial traía noticias de que venían a Golconda. ¿Cree usted que puede haberles sucedido algo?

WALDERSHEIM: (Procurando no mirar al profesor, que come con torpeza, componiendo a veces bruscos gestos de dolor). No lo sé, mi general. La estación seguidora no ha detectado nada, ni restos de polvo, ni fragmentos volantes. Es difícil, por tanto, que su nave haya sufrido una avería en el espacio…

AYANDEH: Sí, claro… Come Gustavo, hijo de mis entrañas, come. No te quedes ahí mirando al profesor… no te hará nada. Como habrá visto, Garuslap, el suministrador no le ha puesto cuchillos ni tenedor de metal. Ese sitio que usted ocupa está reservado a huéspedes de su clase, y el suministrador lo sabe. Cuchillos no, y tenedores de cartón encerado.

GARUSLAP: Muy hábil, mi general.

AYANDEH: Sigamos. Ya ve que yo hablo con usted amigablemente; el doctor Shariati, el de abajo, es mucho más contundente. Estos doctores de la NIRAM no se andan con contemplaciones, ¿verdad? Dígame, profesor, ¿qué iba usted a hacer verdaderamente al Mutzbunk?

GARUSLAP: Ya se lo he dicho a sus secuaces. Investigaciones geológicas.

AYANDEH: Sin embargo, el catedrático Tomlinson, del Departamento de Geología de la Universidad, ha tenido una conversación con usted y dice que sus conocimientos no llegan ni a los de un estudiante de primer año.

GARUSLAP: Las torturas han alterado mi memoria; no recuerdo muchas cosas. Ni siquiera las de mi profesión. A veces no sé ni mi nombre o el de mis padres.

AYANDEH: (En el micro del suministrador). El postre. Bueno, le creo, profesor. Seguro que cuando quiere tiene usted mala memoria. ¿Tiene usted algo que ver con Dole Mazagrainer?

GARUSLAP: Nada. Lo conocí en el Mutzbunk; sólo eso.

AYANDEH: Probablemente es cierto. Hemos investigado a ese Mazagrainer y sus antecedentes son irreprochables… Vino en la primera remesa a Golconda, pero eso está olvidado. ¡Excelente persona! Su ficha del Banco Galáctico muestra claramente cómo fue ahorrando, año tras año, hasta poder comprar el Mutzbunk.

(Nadie nota cómo Gustavo, que se ha puesto pálido y ha contenido la respiración un momento, cierra los ojos y expulsa el aire, tranquilizado. ¡Está claro que el hijo del director del Banco Galáctico ha podido, por fin, trastear en el ordenador de cuentas corrientes!).

AYANDEH: ¡Waldersheim!

WALDERSHEIM: ¡Sí, mi general! (saltando en el asiento).

AYANDEH: Recuérdeme que concedamos a Mazagrainer el título de Honorable. Este pescado era excelente. ¡Ah, el postre! Gelatina de mangos de Mendel, profesor, con helado de orapo… una maravilla de mi cocinero. Coma, profesor. Quizá sea la última comida apetitosa que haga usted en una temporada. ¿Qué les dan allá abajo?

GARUSLAP: Latas de alubias en malas condiciones… Dos presos han muerto intoxicados.

AYANDEH: Es igual. Probablemente eran enemigos del Imperio. (Cambia bruscamente de expresión). ¿No habrá usted ido al Mutzbunk para tomar contacto con ese Valtour? ¡Todos creíamos que había muerto!

GARUSLAP: No sé de Valtour más que lo que oí allí.

AYANDEH: (Enfurecida, levantándose). ¡Chikhaz! ¡Está usted abusando de mi paciencia! ¿Qué le parecería que le dejara en libertad y le declarase mahdoroddam? ¿Sabe usted lo que es eso?

GARUSLAP: (Serenamente). Sí, mi general. Conozco la lengua del Viejo País. Eso quiere decir que el Imperio se desentiende de mi persona y que, si alguien me mata, no se efectuará ninguna investigación ni se perseguirá al culpable.

AYANDEH: (Caminando lentamente alrededor de la mesa hasta colocarse a espaldas del profesor. Su musculatura y su cuerpo macizo contrastan espantosamente con la feble estructura de Garuslap). Si encontramos a su hijo, usted hablará… le digo que hablará. Si es que es su hijo. Y aunque no lo sea; si es usted tan idiota como para recoger a un mendigo del mercado y llevarlo… también le hará daño lo que le hagamos a ese niño…

GARUSLAP: (Levantándose). Mi general, es usted una miserable. (Con toda su fuerza, la general Hokusallmi abofetea al profesor Garuslap, que cae al suelo arrojando sangre por la boca y las narices. Ayandeh le da una patada en los riñones).

AYANDEH: ¡Guardia! ¡Que se lo lleven! ¡Entregadlo al doctor Shariati y que no le deje dormir durante un día entero!

(Los guardias se llevan arrastrando el cuerpo exánime de Garuslap. Gustavo finge un lloriqueo. Su madre se vuelve hacia él).

AYANDEH: No, mi bien. No te asustes, hombrecito mío. No llores. Nadie te hará daño; tu mamá no dejará que eso suceda. ¿Ves? Ya se han llevado a ese mal hombre… (Abraza al niño, casi sumergiéndolo en sus nudosos brazos, y coloca su áspera cara junto a la carita del pequeño, que poco a poco se tranquiliza). Así me gusta… antes prefiero yo que me corten en trozos que tú sufras nada… Come helado, Gustavito… es bueno… ¿quieres otra ración?

GUSTAVO: (Llorosamente). Sí.

(Suena un discreto zumbador en el aparato central. La general coge la pantalla, al extremo de un cable enrollado, y la mira. Las viseras de la pantalla impiden que nadie más que ella lea lo que pone allí).

AYANDEH: Hemos terminado, Waldersheim. Márchese usted y que se cumpla todo lo que he ordenado.

WALDERSHEIM: Sí, mi general. ¿Manda Vuecencia algo más?

AYANDEH: Nada. (Waldersheim sale. La general espera un momento y después se dirige a la pantalla). El conde puede pasar.

(Al cabo de un minuto entra en escena el conde Tapulianov. Es un hombre cuadrado, vestido con costoso traje de piel. Sus rasgos son ávidos, amarillentos, iluminados por dos ojos profundos que nunca miran de frente. Lleva en la mano un maletín de seguridad).

EL CONDE: Mis respetos, mi general… Buenas noches, Gustavo.

AYANDEH: Siéntese, conde. Hemos terminado de cenar. ¿Trae usted eso?

EL CONDE: Naturalmente, mi general. (Abre el maletín de seguridad, después de colocar la combinación en la cerradura, y extrae, uno tras otro, rectangulares fajos de billetes de mil créditos, que comienza a apilar ante la general Hokusallmi).

AYANDEH: ¿Cuánto?

EL CONDE: (Untuosamente). La mitad, como convinimos. Tres millones de créditos.

AYANDEH: (Sin hacer caso del dinero). Está bien. Pero la plebe está comenzando a sublevarse con el asunto de los precios de compra. No podré aguantarlos mucho más. ¿Tiene usted los documentos en regla?

EL CONDE: Los tendré, mi general, seguro que los tendré. Cuando Vuecencia autorice la subida del veinte por ciento, llevará fecha de un año antes. Naturalmente, lo que el Gobierno pague de más en ese período… a medias, como convinimos. (Repentinamente asustado, mirando a las paredes). ¿No habrá aquí…?

AYANDEH: Tranquilo. No hay micros escondidos. Los había, porque esos idiotas de la NIRAM se creen más listos que yo. Están escuchando una grabación sin sustancia alguna. No se preocupe. Lo que tiene que preocuparle es que las órdenes de pago y las autorizaciones estén en regla. Si viene una inspección, yo no sé nada de esto.

EL CONDE: (Servilmente). Claro está, mi general, claro está.

AYANDEH: La falsificación de la fecha la hará usted. De mis oficinas saldrá la orden de aumento con la fecha corriente.

EL CONDE: (Sudando a mares). Mi general, ¡eso no puede ser! Quedamos en que saldría fechada de sus oficinas… Un error de un administrativo, una equivocación. Se coge a cualquier monharef, se le carga el asunto y concluido.

AYANDEH: No diga monharef, diga pervertido, estúpido. Gente como usted no merece usar la antigua lengua del Viejo País.

EL CONDE: Pero ¡yo no puedo alterar la fecha! Si pasa algo, las culpas serán sólo para mí…

AYANDEH: (Fríamente). Tómelo o déjelo, Tapulianov. Debe usted demasiado aún… Y si no paga, puede que sus acreedores tengan suficiente influencia como para que yo lo declare mahdoroddam.

EL CONDE: (Aterrado). ¡No! ¡Eso no, mi general! ¡Eso no!

AYANDEH: Basta. Puede usted marcharse. No olvide que mis agentes están en todo momento encima de usted… ¡Márchese!

(El conde sale trompicando, pálido como un muerto).

AYANDEH: (A solas, sin hacer caso de Gustavo, que la contempla con ojos de fuego). ¡Imbéciles! Se creen que van a engañarme a mí, si ni siquiera la NIRAM… Creen que no sé que hay cinco doctores entre ellos preparados con naves ultrarrápidas, por si se me ocurre traicionar a Su Majestad. (Pensativa). Soy fiel, lo seré siempre… pero ¿por qué han de sospechar de mí de esa manera? ¡Cinco agentes! En Raider Hill, uno; otro en Granate Meadows; otro en la Central de Oxígeno de Jarbalai… (Se levanta; pasea de un lado a otro). No pienso quedarme con el retiro, cuando me llegue la edad… ¡Una espada de homenaje y unos centavos para malvivir! Si se me ocurriera traicionar a la Luz de los Arios, esos cinco agentes saldrían disparados hacia los planetas más próximos para comunicar mi traición… (Gustavo se levanta). ¡Oh, hijo de mi vida! ¿Quieres algo?

GUSTAVO: Querría una cosa, mamá.

AYANDEH: Dime qué es… la tienes, lo que sea.

GUSTAVO: Me gustaría visitar la Base Aérea, ver los cazas y las naves de guerra… ¿Podría llevar a unos amigos del colegio?

AYANDEH: Claro está… Te daré un pase… Waldersheim os acompañará… O no. Él está muy ocupado. ¿Para mañana?

GUSTAVO: (Lleno de satisfacción). Sí, mamá.

AYANDEH: Espera un momento.

(Sale de la habitación. Como un rayo, Gustavo extrae una cámara fotográfica del tamaño de un dado y fotografía rápidamente los documentos que hay sobre la mesa. La guarda justo a tiempo de que su madre no le sorprenda con la cámara en las manos. Pero aún tiene en ellas uno de los documentos).

AYANDEH: (Entrando). ¿Qué miras…?

GUSTAVO: Esto…

AYANDEH: (Cogiendo el documento). ¡Ah!, la lista de pasajeros del «Estrella de la Mañana». No creo que te interese mucho. Veamos… ¡Vaya! Paracels, Alceste. Procedente de Barlión. Ojo privado. Motivo del viaje: buscar a Solimán de Vos, según encargo de la familia… ¡Bah! ¿Los demás? ¡Gente aburrida! Comerciantes, profesionales, dos oficiales nuevos… ¡Como no se presenten puntualmente, los aso vivos! El único diferente es ese Paracels… Creo haberlo oído nombrar. Creo que es el mejor detective privado de Barlión… ¡Barlión! Yo podría estar gobernando allí, en vez de en esta basura de mundo. Esto se ha recibido hace unas tres horas; el «Estrella» aterrizará mañana… Toma, hijo, tu pase. Te acompañará el mayor Blaquelord… Por cierto, no recordaba… (Toma el visor en sus manos). ¿Doctor Shariati? Sí, yo misma. No, de ninguna manera. No le toque los ojos, ni las manos, ni los oídos… Si se decide a confesar cómo era ese aparato electrónico, necesitará tener vista y tacto… No lo estropee demasiado… Está bien. Hasta mañana. Bueno, hijo mío, tienes que acostarte…

GUSTAVO: Sí, mamá.

AYANDEH: (Mirando los fajos de billetes, aún sobre la mesa). Yo tengo que hacer.

GUSTAVO: Sí, mamá. Un beso, mamá. Buenas noches, mamá.

AYANDEH: Buenas noches, hijito. Ten felices sueños. Tu mamá trabaja para ti.

GUSTAVO: (Mientras camina, a solas, hacia la salida). ¡Llegará! ¡El día llegará! (Se vuelve, temeroso de que la general lo haya oído. Pero no es así; está demasiado ensimismada contando el dinero). ¡Y él será el verdadero jefe! ¡Viva Lanyard, viva por siempre Víctor Lanyard!

(Si esto fuera una obra de ficción en vez de una aterradora realidad, caería ahora, muy lentamente… el telón).

NOTA de Víctor Lanyard: «¡A este Gus se le ocurre cada cosa! Pero basta por ahora de cosas que explican los demás… Voy a seguir hablando yo solo».