8. LA PELIGROSA MISIÓN DE I. MITSOUDA
Contada por Michenzell Delburgo, Primera Dama, poco antes del Día de la Verdad

Trataré de contarlo tal como lo vi entonces, aun cuando ya ha llegado la luz a mí y, como es natural, apenas puedo recordar cómo pensaba hace unos días.

Después de la muerte de mi padre, nos fuimos a vivir a Golconda Central. Mamá consiguió una casita muy linda, de un solo piso, en el Barrio Pahlevi, cerca de una escuela y de un molino de martillos. Al principio, los ruidos no nos dejaban dormir, pero después nos acostumbramos. La casita tenía un pozo en el que aún quedaba una reserva de agua suficiente para un par de años. Maxon comenzó a estudiar en el Instituto Industrial, y Mercantor fue a la Escuela de Artes de la Universidad. El dinero obtenido por la mina, según decía mamá, era suficiente para vivir sin lujos hasta que todos tuviésemos una carrera.

Hice nuevos amiguitos y a veces me acordaba de Víctor, aquel niño raro que no quería bañarse. La policía nos preguntó por él, porque decían que el profesor (¡parecía tan bueno!) era en realidad un bandido. Creo que buscaron a Víctor, pero no pudieron encontrarlo.

Una tarde, mientras estaba sentada en un pequeño banco a la puerta de la casa, viendo las humaredas que salían del molino de martillos, un niño se paró cerca de mí. Me miraba fijamente desde la valla de basalto, como si esperase algo. Recuerdo que yo lo miré también y que después no le hice caso. Pensaba, de una forma confusa y lejana, en los problemas de matemáticas y en la película de amor que había visto el día antes en el canal 11…

—¿Eres Michenzell Delburgo?

Lo había dicho el niño de la valla de basalto, que me miraba aún. Dije que sí con la cabeza, y él, entonces, entró al jardín de arena y piedra (Mercantor lo cuidaba mucho y lo tenía muy bien arreglado, con surcos paralelos en la arena roja y franjas de piedras amarillas o verdes) y se quedó en pie a mi lado. Dijo que vivía por allí cerca, que no tenía amigos y que me había visto alguna vez; que yo le gustaba y que, si no me importaba, podríamos jugar juntos. Yo, no sé por qué, estaba triste. Dije que bueno, pero que yo no sabía jugar. Y es verdad. Nunca me gustaron las muñecas ni los rifles, los autos de juguete o las barajas. Me había gustado siempre hacer lo que hacían los mayores. Pero Víctor no quiso ser mi novio, a pesar de que dormimos juntos y me besó en la boca, como los mayores hacían. Y este chico no me gustaba demasiado; era rubio, con los ojos verdes, un poco alto, y parecía inclinado hacia adelante. Así que me callé y lo dejé hablar.

Dijo que claro, cómo me iba a fijar yo en lo importante que era aquello, pero que no me preocupase porque más adelante lo entendería. De vez en cuando, me miraba las piernas. Dijo que había estado un día entero en un hueco en la roca del tamaño de un bidón, lleno de aparatos eléctricos.

—Explícame eso —dije yo.

Contestó que no tenía explicación. Que había que arrastrarse por cavernas y grutas para llegar allí, por túneles estrechos, a veces medio llenos de agua, y pasar profundos precipicios oscuros sobre una tabla temblorosa.

—¿Y qué hacías allí?

Contestó, sin dejar de mirarme las piernas, que estaba castigado por insubordinación. Se echó a reír y dijo que bueno, que no, que por insubordinación, no; por ser malo, sencillamente.

—¿Te castigó tu papá?

Contestó que claro, ¿o es que mi papá no me castigaba a mí?

—No tengo. Se murió.

Contestó que lo sentía, y quiso invitarme a beber de una botella de refresco Chococola que llevaba en un bolsillo. Eché un trago, y no quise más porque estaba demasiado dulce. Pero él venga a insistir. Bébetela, que es muy buena; verás qué buen gusto tiene. Como nunca he sabido decir que no a nadie, me la bebí entera para que se callase. Entonces se levantó del suelo, cogió la botella de cristalplast y dijo que le habían dejado salir de allí para una misión muy peligrosa, pero que ahora que estaba haciéndola no le parecía tan peligrosa, sino muy agradable. Me di cuenta entonces de que era tímido y de que le costaba mucho hablar. La verdad es que no me miraba a las piernas, sino que no se atrevía a mirarme a la cara.

Maxon y Mercantor volvieron de la calle cuando él se había marchado ya. No me acordé de preguntarle su nombre. Mamá también volvió tarde, acompañada de un señor alto. Me trajo una caja de bombones y un juego de los Invasores, y el señor alto me dio un beso en la cara. Olía mucho a perfume.

Aquella noche tuve pesadillas y fiebre, me desperté gritando y mamá me dio una pastilla de antipirol. Al día siguiente, en la escuela, me sentía como si flotase. Seguía sin entender los problemas de matemáticas, y me pusieron un cero en cosmografía galáctica por no saberme la lección. Dije que me dolía la cabeza, me llevaron a la enfermería y la máquina dijo que tenía fiebre y otras cosas que no me acuerdo. Pero las escribieron en un papel. Me mandaron a casa antes de la hora de salir, mientras los demás chicos y chicas seguían estudiando. Como no me encontraba demasiado mal, eso me puso contenta.

Estaba la puerta cerrada. Llamé. Hubo ruido dentro y, al cabo de un rato, salió el señor alto, y también mamá. No sé por qué, pero aquello me molestó mucho, y por eso rompí el papel y le dije a mamá que había devuelto, y que por eso me mandaban a casa. De todas maneras, me encontraba mejor.

Por la noche le escribí una carta a mamá diciendo que quería marcharme de casa y vivir sola en lo alto de una montaña. No sé por qué hice eso, porque nunca había hecho una cosa así; pero me consoló mucho y dejé de estar triste. Luego, rompí la carta. Lloré durante la cena, y Maxon se rió de mí. Mercantor me abrazó y me llamó «su muñeca de cabellos negros como el azabache». Luego, tampoco me hizo caso.

Me costó dormirme. De pronto, me vinieron a la memoria las palabras por el médico había escrito en el papel, y en las que apenas me había fijado. Eran: «arritmia, hipotensión y astenia». Tenía que buscarlas en el diccionario, a pesar de que ya me encontraba perfectamente.

Estuve muy alegre los días siguientes. Aquel niño volvió, y lo encontré más interesante que antes.

—¿Cómo te llamas?

—Me llamo Isaías y tengo nueve años.

—Yo también. ¿Qué quieres ser cuando seas mayor?

Se echó a reír de una forma rara, de la misma manera que el pobre papá lo hacía a veces.

—Soy… bueno, voy a ser piloto INC.

—¿Qué quiere decir INC?

—Interestelar Navy Commander. Es inglés, ¿sabes? Una lengua clásica. Las cosas importantes se dicen en inglés.

Me estaba pasando algo raro. De pronto, me venían a la cabeza cosas olvidadas, o cosas que yo no me explicaba cómo sabía. También tenía la sensación de que estaba creciendo y de que alcanzaba un tamaño tres o cuatro veces mayor que el de mamá, o el de su amigo…

No me caía bien aquel amigo. Nada bien. Se lo conté a Isaías y dijo que era natural. Me preguntó si yo no tenía nadie con quien jugar. Un nombre me vino a los labios.

—Antes, sí. A Víctor. Ahora, no.

—¿Víctor? —dijo, y se calló, sin seguir.

—¿Qué te pasa? —pregunté. Sin saber cómo, se me ocurrió que él lo conocía—. ¿Sabes algo de Víctor?

—Sí… —murmuró—. Tengo un mensaje para ti.

—¿De Víctor?

—De «él».

—Dímelo.

—Dice que volverá a verte.

—Bueno.

Me dolía un poco el pecho y me acosté pronto. Me desperté a media noche, dándome cuenta de que los problemas de matemáticas eran una idiotez. ¿Cómo podía ser que yo no hubiera comprendido aquello antes? Al día siguiente me pusieron un nueve.

Encontré en la biblioteca pública un libro que se llama Primeros Auxilios. Prontuario de Medicina. Me lo llevé a casa y lo leí a escondidas. A mamá no le habría gustado porque venía gente desnuda. ¡Le pegó a Maxon por traer una revista con chicas! ¡Era condenadamente injusta a veces! Mercantor tenía un libro que costó doce créditos, con chicas y hombres desnudos, y aquello no le parecía mal. Los dos, como si se hubieran puesto de acuerdo, decían que eso era arte.

Pasé mala noche. Me picaban bastante las axilas y las ingles. Miré el libro. Encontré una pomada en el botiquín de casa y me la apliqué. Al hacerlo, sentí como si la piel raspara. Leí el libro de nuevo. No decía nada de aquello. Bueno, no necesitaba a nadie. Si era una enfermedad, me la curaría yo sola. Pero continuaba molestándome un poco el pecho. No dije nada a nadie; esto eran cosas mías.

—Y de Víctor… —dije, sin saber por qué.

Pero sentía una especie de deseo… no sé cómo decirlo… A lo mejor estaba mal pensar estas cosas, pero me acordaba de los besos que nos dimos, y de la noche que pasé con él, y cómo me acariciaba, y cómo le ardían las manos, y sentía yo unos escalofríos la mar de raros en la espalda y en los riñones.

Me aprendí la cosmografía en cinco minutos, casi sin trabajo. Lo mismo pasó con la gramática, la religión comparada y la historia universal. Me pusieron tres nueves y un diez. En el recreo, por ver qué pasaba, cogí el libro de matemáticas y me lo leí entero, de un tirón. Aquello era una tontería fenomenal… ¿cómo no había entendido esas cosas si eran para niños?

¿Y qué era yo?

Pasé el resto del día muy preocupada por lo que era yo, porque me parecía muy claro que no era como las demás. Bueno, quizá lo era… pero había algo raro, algo que no conseguía entender. Me sentía distinta por completo, distinta hasta de los mayores. No sé, pero hasta los mayores me parecían un poco tontos. Todos.

Soñé con grandes animales de color pardo que corrían por una llanura. Tenían grandes cuernos de marfil, que brillaban bajo las lunas. Causaban una espantosa sensación de potencia y olían a sudor de hombre, y a algo ácido, algo desconocido. Uno de ellos trató de cornearme. Me desperté en el momento en que casi me cogía. Aún creí sentir el ardiente aliento del monstruo.

Isaías estuvo muy respetuoso conmigo, y preguntó si no sentía nada extraño.

—Claro que sí —le dije—. Quiero ver a Víctor… quiero verlo. ¿Cuándo vendrá?

—Pronto, pronto. Pero dime, ¿qué sientes?

—Como si no fuera yo misma, como si fuera otra persona. No sé bien quién soy, ni qué hago aquí. ¿Tú me quieres?

—No… —dijo, en voz baja—. No debo… no puedo. No eres para mí.

—¿Qué dices?

—Que sí que era una misión peligrosa.

—No te entiendo.

—Ni falta que hace, Michenzell. No le digas nada a nadie de estas cosas.

—No lo haré. Ni pensarlo. ¿Víctor vendrá?

—Seguro que sí…

Se marchó, volviéndose muchas veces para mirarme. Musitaba palabras en voz baja. Me pareció entender «¡Qué guapa es!», pero no me quedé muy segura de que fuera eso precisamente.

El hombre alto me besó otra vez, y me dio asco de él y de mamá. Su cara raspaba, exactamente igual que mis axilas. ¡Pelo! ¡Ésa era la explicación! Pues claro, ¿cómo no lo había pensado antes? Lo vi, a solas, apareciendo como pequeños puntitos negros sobre mi piel.

Excelentes notas en el colegio, y unas letras de los profesores diciendo que había mejorado extraordinariamente en la última semana, mostrando un aprovechamiento sin igual. ¡Pandilla de idiotas! Maxon, tres cates. Mercantor, también buenas notas. Trajo un amigo a casa, un chico pelirrojo que miraba a mi hermano mayor con admiración. A mamá le cayó bastante mal. Mercantor y ella tuvieron una conversación a solas, y oí la palabra «sexo» repetida varias veces.

¡Sexo!

¡Eso era!

Leí un libro de la biblioteca pública, sacándolo del estante en plan de consulta y sin que ningún lector próximo me viera. A decir verdad, sólo había dos lectores, y entre los dos sumaban casi dos siglos. No podía llevarme aquel libro a casa; estaba marcado con tres equis, y el robot bibliotecario no me lo hubiera entregado, a causa de mi edad.

Pero ¡bueno! ¿Qué podía importarle al maldito robot mi edad física, si la mental era muy superior? Había comprendido perfectamente todo lo que el libro decía sobre el sexo, y muchas cosas que antes no estaban claras me lo parecían ahora. Yo no sé si era el libro o era yo, pero comprendía bien lo del hombre alto y mamá, y lo de Mercantor y su amiguito el pelirrojo. Me imagino que el cerdo de Maxon tendría sus escarceos con alguna de las chicas de la escuela.

¡Vaya! ¡Cómo había podido yo dormir con Víctor tan inocentemente! ¡Una chica debe tener más cuidado!

Como mis notas fueron de lo mejor, mamá me dio más libertad. Vamos, algo así. Porque me imagino que lo que quería era quedarse a solas con su amante, el hombre alto.

Pero me llevé a Isaías de paseo, en la próxima ocasión en que vino. Para aquel entonces, ya me había desarrollado bastante… Bueno, bastante no, pero sí algo. Tendría que tener cuidado para que mamá no se diera cuenta de nada. No era difícil.

No teníamos baño de agua, como en el Mutzbunk. No nos llegaba para eso. Teníamos un baño de ultrasonidos. Era molesto, y me daba asco ver el polvillo negro de la suciedad, desprendido del cuerpo, en la tina vitrificada.

Mientras caminaba con Isaías al lado, miraba a los mayores con superioridad. Yo era mejor que ellos, porque valía más, y los muy tontos no podían saberlo. Pero era hora de sacarle la verdad a Isaías.

—Dime ahora mismo qué me ha pasado. ¡Espera! No contestes. Dime otra cosa antes. ¿Tú eres como yo?

—Sí.

—¿Y Víctor?

—Él fue el primero.

—¿Lo era ya cuando estaba en el Mutzbunk?

—Creo que sí… no lo sé. No cuenta esas cosas a nadie.

—Pero tú eres su amigo…

Rió, tristemente.

—Soy su servidor. Teniente Isaías Mitsouda, para servirte. El jefe Víctor me ha mandado encargarme de ti.

—¿Cuándo lo veré?

—Ha dicho que aún no es hora. Debes seguir como hasta ahora, sin decir nada a nadie, fingiendo que eres todavía una niña.

—Entonces, ¿qué soy?

—Una paidos. Como yo. Como el jefe.

—El jefe… ¿Es verdaderamente tu jefe? ¿Lo respetas mucho? ¿Por qué no viene por mí?

—Perdona, por favor. Una a la vez. Sí, es mi jefe; nuestro jefe, el de todos los paidos. ¿Respetarle? ¡Daría mi vida por él, si fuera preciso! ¿Qué más dijiste?

—Que cuándo vendrá por mí.

—Ha dicho que esperes; cuando sea el momento, yo te llevaré a su lado. Es una orden suya y no queda más remedio que obedecerla.

—¡No quiero!

—Lo siento, lo ha ordenado él.

Cedí. Si él lo deseaba así, yo también. Ardían en mi cabeza los recuerdos de sus besos y de la noche que pasamos juntos… ¿Por qué no podíamos estar juntos ahora? ¡Hubiera sido verdaderamente distinto!

El pobre Mitsouda estaba avergonzado y cohibido ante mí. Retiraba la mano cuando yo se la cogía, se apartaba un poco cuando yo me colocaba demasiado cerca de él. ¿Es que acaso yo no le gustaba?

Hice que me explicase todo lo que supiera sobre Víctor y sobre los paidos. No era gran cosa. Formaban parte de una Base Aérea, cerca del Mutzbunk, y tenían una organización militar. No acabé de comprender bien aquello. ¿Para qué era necesaria? Se lo pregunté y contestó que él tampoco lo sabía, pero que era la voluntad del jefe Lanyard. Entonces fue cuando pensé que no era que yo no le gustase. No, por cierto. Yo le gustaba mucho, se veía en sus ojos. Lo que pasaba era que el respeto a Víctor pesaba en su corazón como una losa de plomo; jamás se hubiera atrevido a acercarse a una mujer… a una paidos, que estuviera reservada para el jefe.

¡Y a mí me volvía loca el pensar que estaba reservada para él! Yo, como Isaías, como aquellos otros que no conocía, no podía ser más que una cosa suya… sobre todo después de que nos hiciéramos novios en el Mutzbunk.

—Ya está mi misión casi completa —dijo Isaías, lúgubremente—. Ya no volveré hasta dentro de algún tiempo. Y entonces será para llevarte con él.

—¿Seguro?

—Eso dijo el jefe.

—¿Falta mucho?

—Creo que no.

Organicé mi vida solitaria. No pensé ni por un momento en comunicarle nada a mamá ni a mis hermanos. No sé por qué, pero me parecían demasiado grandes y burdos. Yo era perfecta, Víctor lo era, pero ellos no. Eran enormes, se movían patosamente, olían mal y querían tener siempre razón. Yo no les hacía caso, dentro de mí. Por fuera tenía que hacérselo.

En cuanto a mis estudios, y no me refiero a las clases para retrasados mentales que daban en la escuela, continuaron felizmente. No podía sacar los libros de medicina de la biblioteca pública, pero mi memoria era mejor que nunca. Normalmente, me bastaba con leer un libro un par de veces para acordarme de casi todo.

En el colegio, algunos niños y niñas se transformaron en paidos. No les dije que yo también lo era. Si Víctor había ordenado que me callase, lo haría así, aunque me fuera la vida en ello. Pero los paidos del colegio sí que lo sabían, y entre ellos formaban grupos, hablaban. Yo seguí haciéndome la niña, disimulando el cambio de mi cuerpo y enmascarando mi voz, que ahora era un poco más grave. En el espejo, mi rostro aparecía más afilado, sin perder esas mejillas redondas que he tenido siempre. Viendo fotos de chicas, diría que mi rostro era el de una muchacha de dieciocho o veinte años, pero en pequeño. Nadie se fijó.

Pasaron los días, y mi cuerpo entero clamaba por Víctor. Soñaba con él, soñaba con que estaba entre sus brazos, y me despertaba cubierta de sudor, nerviosa y a punto de llorar por la espantosa soledad en que me encontraba. Isaías había dicho que en aquellos momentos no podía distraerse con nada… ¡Yo no lo hubiera distraído! Hubiera estado a su lado, callada, silenciosa… incluso, si hubiera podido convertirme en una miniatura, hubiera vivido en uno de sus bolsillos, satisfecha con el calor de su cuerpo a través del tejido.

Odiaba profundamente al hombre alto, y a mamá por haberlo admitido en su lecho después de la muerte de papá. Odiaba a Maxon por su carácter. Odiaba a Mercantor por invertido y cursi, por amanerado y estúpido. Porque lo era. Era estúpido hasta la médula de los huesos, hasta el tejido esponjoso, hasta la epífisis, diáfisis y cartílagos de conjunción. Pero creía ser muy listo y entender mucho de arte, cuando en realidad era torpe, pagado de sí mismo y malcriado.

Pero aguanté. Viendo madurar mi cuerpo para él, aguanté. No podían quejarse de mí. Mi comportamiento externo era ejemplar y mis notas excepcionales, hasta el punto que los profesores recomendaron que pasara un curso (o quizá dos, tal vez tres, puede que cuatro) más adelantado. Me hicieron unas pruebas especiales, y yo, sin darme cuenta de que con eso confesaba unas capacidades que era mejor disimular, las pasé summa cum laude. Cuatro cursos de ascenso. Me convertí en la primera alumna del instituto. Pero no pasó nada. Me consideraron una niña superdotada y nada más. Nada más. Nada más.

A solas, como una fiera herida, aullaba por Víctor, con la almohada entre los labios y el cuerpo tenso sobre la capa molecular de la cama.

Una madrugada, oí explosiones. El suelo temblaba. Pensé que tal vez fuera éste el día… No sé por qué, pero me pareció que las explosiones estaban en armonía con mis sentimientos y los de él. No fue así; solamente se había incendiado un yacimiento petrolífero…

¡Oh, qué lentamente pasaba el tiempo! Poco a poco me convencí de que nadie iba a venir nunca en mi busca. Pero también era imposible salir para encontrarlo por mis propios medios. ¿Por dónde empezar? A solas, gemía: «Víctor, Víctor. ¡Ven por mí! Soy tuya… lo seré siempre… haré lo que quieras…». Me imaginaba en sus brazos, como aquella tonta noche perdida en el pasado, aquella noche en que yo no era nada aún, y en que quizá él lo era todo ya. Recordaba sus ojos como brasas. Quizá pensaba en otra en esos momentos; quizá yo no era más que una especie de muñeca inanimada, sustitutiva de otra de verdad… Rabiaba al pensar estas cosas, y corrientes de ira se apoderaban de mi corazón. Deseaba su compañía, que me necesitase, cuidar de él, ayudarle en aquello tan importante que Isaías había dejado entrever. Y ahora veía que el pobre Isaías se había enamorado perdidamente de mí… ¡Bueno! Ni mi alma ni mi cuerpo eran para él, sino para el otro, para Víctor. Lo sentía por el pobre tenientecillo INC…

Los enormes monstruos retozaban en mi sueño, mientras unas manchas de color escarlata aparecían en mi cama. Traté de hacerlas desaparecer porque pregonaban que yo era una paidos del todo… ¡La primera vez! Podía haber obtenido mi menacmia, y opinar que aquello fue oligomenorreico, como es natural. Prolan B, cuerpos lúteos y hormonas gonadótropas… ¡todo eso y más sabía, puesto que no abandonaba mis lecturas! Pero eso no son más que palabras frías y no pueden cantar mi satisfacción de sentirme completa.

El sol estaba poniéndose ya. Había bruma, bruma inexplicable, bruma amenazadora. Salía de los pozos abandonados, quizá, o era un producto de la presencia humana en Golconda. O quizá no fuera vapor de agua… Los tapones ardían en mis narices, excitadas por la música del aire. Entre las llamas del atardecer, llegó Isaías, recortándose su negra sombra en el crepúsculo como un fantasma lleno de buenas promesas.

—Es la hora —dijo—. Ven.

Y no esperé más. No me despedí de nadie, no cogí nada. No quería llevarme ninguna cosa, sólo mi persona. Todo lo que hubiera de recibir desde este momento en adelante sería de él y sólo suyo. Caminé, caminé, caminé. Veía pasar los tejados planos de las casas, las altas chimeneas, los enrejados metálicos, los depósitos de color plata y púrpura… todo rojizo e infernal bajo la luz de poniente. Rojizo y ardiente como mi cuerpo entero, como mis cabellos sueltos que ondeaban en el denso aire del planeta, como mis brazos, que eran bielas movidas por el deseo…

—¡Corre más, Isaías!

—Si no puedo… no puedo ir más deprisa…

Dimos vueltas entre rocas retorcidas, dejando atrás la alta torre cuadrada de la fábrica MAZ. Burbujas de pozos vacíos, como almas de hembras sin amante, clamaban al cielo su soledad. Columnas rotas de cuarzo rojizo, como deseos insatisfechos de machos abandonados, clamaban a las estrellas del firmamento. Un túnel, disimulado tras rocas sin nombre, una caverna cubierta de cristales, revueltas, pasadizos, y mi corazón sobresaltándose en mi pecho, mi piel ahíta de esperanza, harta de soledad, llena de electricidad que buscaba la presencia insustituible de él, mi príncipe, mi amor para siempre…

Una puerta en el muro. Corredores. Paidos con uniforme que me miraban con respeto. Voces apagadas que mis oídos no querían escuchar.

—Es ella. La Primera Dama. «Él» ha mandado que la traigan…

¡Él! ¿Dónde estaba?

Una puerta más. Paredes de color rojo, como mis pensamientos. Un paidos de pelo oscuro que se levanta, me saluda respetuosamente, dice su nombre y me acompaña… Isaías se ha perdido, tras una última mirada de devoción, entre los chicos y chicas de nuestra edad que corren por los pasadizos con armas al cinto, con papeles en las manos…

Él estaba allí, por fin. Abrí los brazos, como para alcanzarlo. ¡Oh, qué hermoso era! Brillaban sus ojos como estrellas, y aquel traje gris, tan serio, tan militar, daba prestancia a su cuerpo… ¡Cómo se arremolinaba su espeso cabello negro, híspido y alto sobre su hermoso rostro de dios! ¡Él había hecho de mí lo que era yo ahora! ¿Qué me importaba todo, mi familia, mis estudios, yo misma… qué importaba nada que no fuera Víctor Lanyard?

—Ah, eres tú, Michenzell —dijo, dirigiéndome una mirada… pero ¿quizá una mirada distraída?—. Eres tú. He pensado que es mejor que estés aquí. Estarás más segura… Espérame.

Había un paidos con uniforme verde oscuro, cinturón plateado, cordones de oro en el lado derecho del pecho, galón rojo en las costuras de los pantalones, bocamangas y cuello rojos, con una alta gorra de plato verde, roja y dorada.

—El general Dugansailer —dijo Víctor, señalándolo—. Ella es la señorita Delburgo. Será mi dama, a partir de ahora. Es de buena familia; por lo menos, para lo que se estila en Golconda.

El general se cuadró, dio un taconazo y me saludó llevándose la mano a la gorra.

—Señorita…

—¡Víctor! —grité—. ¿No puedo estar a solas contigo?

Víctor hizo un gesto extraño.

—Está nerviosa, general. Retírate un momento, por favor. Continuaremos en seguida…

—Sí, mi jefe.

Nos quedamos solos. Había un espejo en la pared. Me acerqué. Vi mi rostro de paidos (labios gruesos y rojos, espeso cabello negro, piel blanca) sobre un traje de niña. Me avergoncé y me alegré a la vez. Me avergoncé por ese traje ridículo, y me alegré por ser hermosa, y serlo para él.

—¡Se acabaron las fulanas! —dijo él, y no conseguí entender lo que quería decir. Me hizo sentar en un canapé, a su lado, y me cogió el rostro entre las manos.

—Eres guapa —dijo—. No como ella, pero eres guapa. Servirás. ¿Quieres quedarte conmigo?

—¡Oh, sí, sí, sí! —contesté, cogiendo su mano entre las mías y llevándola a mis labios—. ¡Lo que tú quieras, Víctor…! ¡Lo que tú me mandes!

—Veo que Mitsouda hizo un buen trabajo. ¿Se portó bien contigo?

—¿Quién?

—El teniente INC Mitsouda.

—¡Ah, Isaías! Sí, claro…

¿Por qué era tan frío? ¿Por qué no me tomaba en sus brazos y me besaba? Intenté hacerlo yo, aproximando mi boca a la suya, pero me separó con suavidad.

—No es momento, Michenzell; estoy muy ocupado. Ven conmigo.

Abrió una puertecilla en el muro. Había allí una alcoba, con gran cama de resortes moleculares, un tresillo de espuma y una mesita con una botella alargada enfriándose en hielo. Sobre la cama, un traje de noche, negro, largo, con delgados breteles cubiertos de lentejuelas…

—Ponte eso —dijo, señalando al traje—. Encontrarás cigarrillos y bebida. Ahí —indicó un estante—, tienes los últimos números de la Gaceta Imperial, Mundos y Planetas, Crónicas del Universo y la Ilustración Galáctica. Tardaré poco, amiga mía.

—Por favor… —dije yo—. No me dejes sola.

—¿Quieres hacer una cosa, Mich?

—Lo que quieras…

—Tíñete el pelo de rubio. Ahí, en el tocador, tienes un tubo de electroteñido. Está graduado ya en el número adecuado… ¿Lo harás?

—Si tú quieres… —contesté tristemente.

¡Amiga mía! ¿Sólo me merecía ese título tan… tan poco comprometedor, después de lo que había sufrido por él? Ni siquiera sé cómo me teñí, cómo tuve fuerzas para ponerme el traje, las medias y los zapatos de alto tacón que había en el suelo. ¿Acaso le importaba yo algo? ¿O estaba tratando de retratar en mí alguna ilusión que deseaba, algún fantasma que su mente había creado mientras yo no estaba con él? ¡Pues bien! Aunque fuera así, con eso me conformaría, con tal de estar a su lado. Sufriría lo que él quisiera imponerme, haría lo que me mandase y trataría de hacer su vida lo más feliz posible. No era yo la que debía recibir felicidad, sino darla…

¡Aquella botella contenía un refresco dulzón, claro está! Yo… ¡yo no podía ser lo que era, sólo porque sí! ¿Cómo no lo había pensado antes? ¡Él había mandado al pobre, desgraciado Mitsouda con la botella de refresco!

Entonces, ¡me quería a mí! ¡No quería a otra, sino a mí, precisamente!

Esto me llenó de nuevas ilusiones. En el tocador había afeites; me arreglé la cara, quizá torpemente, imitando sin querer a mamá, que ahora estaba tan lejos de esta alcoba hundida en el planeta como Golconda del centro de la galaxia. ¡Que se murieran todos si yo podía tener a Víctor para mí sola…! El electroteñido funcionó rápidamente, dándome un precioso tono rubio dorado. El traje me sentaba bastante bien, y con él, con los zapatos, las mejillas retocadas, los ojos subrayados en azulverde, yo parecía otra. ¡Oh, deseaba seducirlo, que se rindiera en mis brazos y susurrase mi nombre en mis oídos!

Pero no venía. Al otro lado de la puerta se oían voces. Alguien gritaba: «¡No se saluda con el gorro de ordenanza quitado!». Un alarido iracundo, en el que reconocí la voz de Víctor, cortó las otras voces: «¡Me traicionáis! Vamos retrasados, y no hacéis más que darme disculpas», «Señor, no es posible hacer más…», «¡Hay que hacerlo todo, todo! ¿Oís? ¡Todo!». Rumor de pasos sobre el pavimento, voces asustadas que se retiraban y desaparecían…

Me dormí, tendida sobre la cama.

Entró, dando tumbos, borracho de trabajo, lleno de cansancio, con el cuello desabrochado y oliendo a sudor y a nervios. Se quitó el traje, se arrojó sobre mí y, a zarpazos, rasgó el bello traje negro. Después me besó ansiosamente. La amortecida ola de fuego surgió en mí de nuevo, reviviendo al contacto de su rostro amado.

—¡Michenzell! —gritó—. ¡Sé mía!

—¡Oh, mi amor! ¡Tuya, claro que sí! ¡He esperado tanto…!

A veces susurraba: «Sí, es como ella», y otras decía: «¡Maldita Borjana! ¡Maldita, no te veré más!». Pero ¡pobre mío!, ¿qué habían hecho con él para que sufriese de esa forma? No pedía yo, no, ser la primera paidos en su vida, me conformaba con serlo ahora y que no me dejase… por eso no quise oír el nombre que repetía obsesivamente: «¡Fran, Fran!». No hubo dulzura, y yo no la pedía tampoco… Habría tiempo de todo después de este primer encuentro tan esperado por ambos. ¿Qué me importaba que recordase a esa Borjana y a esa Fran, que le habían hecho sufrir sin duda? ¡Yo no lo haría jamás! «Michenzell, te necesito…». «Si estoy aquí, cariño, querido Víctor, amor mío… no te dejaré jamás…». «¡Te necesito, Michenzell!». Y luego su cuerpo y el mío unidos, y aquel nombre («Fran, Fran…»), repetido en mis oídos. Pero yo cada vez sentía menos su contacto.

¡Oh, Señor del Universo, espíritu de los planetas! ¡No puedo decirlo! Mientras nuestro abrazo se prolongaba, invoqué entre lágrimas a cualquier poder de los cielos, cualquier dios que pudiera ayudarme… Porque mientras él gozaba, llamándome tan pronto Michenzell como Francesca, ¡amor mío, cómo te odio!, yo, yo que le amaba tanto y que tanto había esperado, ¡no sentí nada!, ¡no sentí absolutamente nada! Indefensa e insensible, lloré silenciosamente aquella imposibilidad mía. «¡Fran, Fran, Michenzell, amor mío…!». ¿Podía yo pedir más? ¡Con eso, con eso era suficiente!