No hacen apenas al caso las circunstancias que me llevaron ante nuestro jefe. Tan pronto como se empezó a utilizar la mina abandonada a seis millas del Mutzbunk, él mandó allí al coronel Tsuyami, al comandante Vertramer y a una docena de paidos. Localizamos fácilmente la nave oculta y, aunque no comprendimos de dónde había salido, estaba claro que nos iba a ser muy útil. Durante dos semanas estudiamos apresuradamente los manuales de instrucciones y colocamos en pedales, asientos y palancas los acopladores construidos para que aquellos mandos que antes eran manejados por un prohibido pudieran serlo por nosotros. El doctor Basenger estuvo también en aquella mina, a la que se bautizó pomposamente como Base Aérea, y durante todas las noches nos dio sesiones de hipnosis para que aprendiésemos más rápidamente y para que consiguiéramos un vocabulario que ninguno de nosotros tenía.
Más tarde, hicimos las primeras experiencias con la astronave de caza. La primera vez teníamos un miedo espantoso, pero luego nos dimos cuenta de que aquello era casi automático y más fácil de manejar de lo que pudiera pensarse al principio. Lo difícil era coger habilidad y experiencia para disparar y acertar, para hacer aterrizajes suaves y para maniobrar velozmente. Algo así como el billar; darle a las bolas con el taco es sencillo; hacer carambolas, no tanto, y hacerlas a tres bandas muy difícil. En este aspecto, nosotros hacíamos alguna carambola, sin más.
Parecía que todo iba bien, cuando llegó la primera remesa de la nueva generación y, entre ellos, la mitad de chicas paidos. Eran unos cincuenta, en total, e iban a utilizar el sitio para prácticas de armamento y técnica militar. Me cegué un poco por una de las chicas, Messa Tonhina. Esto era natural. A pesar de que la sexualidad había despertado en nosotros con pleno conocimiento (sobre todo en los que veníamos de más antiguo) y que habíamos sido ayudados médicamente, una cosa es la teoría y otra enfrentarse a la realidad en forma de morenita impresionante y provocativa.
Tsuyami y Vertramer parecían dominarse un poco más, a pesar de que estaban en las mismas condiciones que los otros. Y como las chicas no eran (en las horas libres) nada tacañas con sus encantos, y sentían lo mismo que nosotros, los problemas surgieron. Lo malo fue que la peor parte me la llevé yo. Me cogieron con Messa Tonhina mientras estaba de guardia. Mala nota y castigo a servicio nocturno. Después, una pelea con el aspirante San Traf Mahar. En pleno comedor, con rotura de cristales. A estas alturas, los demás se habían acostumbrado, se habían tranquilizado, o la disciplina podía más en ellos que el instinto. En mí, no. Estaba necesitado de cariño. Cuando Messa Tonhina me dejó por otro, organicé un escándalo mucho mayor.
Consecuencia: me cesaron en el servicio activo y me mandaron a la Base de Golconda. Hice el recorrido en una caravana de las que llevaban metal refinado, disfrazado de sobrino-que-va-a-visitar-a-un-tío-viejecito. Casi no reconocí la base. Estaban concluyendo la fábrica MAZ que ocultaba la vieja mina, y aquello tenía un aspecto impresionante, lleno de talleres de sastrería y juguetería donde docenas de prohibidos, ignorantes de lo que había a cien metros de profundidad, trabajaban felizmente, supongo yo. Uno de los prohibidos, al ver una carta que llevaba, me dejó pasar; una vez hecho esto, localicé inmediatamente la entrada de los subterráneos. ¡Cuántas veces habíamos hablado los compañeros y yo del genio de nuestro jefe que había logrado, por sus solas fuerzas, que todo esto fuera posible! Lo que ninguno comprendía es cómo aquel viejo del Mutzbunk, Dole nosécuantos, colaboraba de buen grado con nosotros. Pero eso eran cosas del alto mando en las que yo no tenía por qué meterme.
Me llevaron a un antedespacho con las paredes de silosim teñido en rojo; un ordenanza examinó el fondo de mi retina, para identificarme; un paidos vestido de negro, después de presentarse secamente como Gustavo de Hokusallmi, jefe de Información, me hizo sentar. Pensé en Tom Kaposi, que había sido destinado a esa rama. Y en Blake Palmer, que dado su escaso coeficiente mental, sólo sirvió para camarero. ¿Dónde estarían ahora? ¿Qué iban a hacer conmigo?
—Pase —dijo el jefe de Información—. El comandante en Jefe le espera.
Se me heló la sangre en las venas. No suponía que mi asunto fuera tan serio como para ser recibido por él en persona.
—Pase de una vez Mitsouda. No se siente hasta que él se lo diga. Trátelo de «señor». ¿Está claro?
Supongo que dije que sí, aunque no lo recuerdo. Sin saber cómo, me introdujeron en el despacho de «él». Parecía exactamente lo mismo que cuando nos dio la orden de matar a Obadiah. Estaba sentado tras una gran mesa de plástico naranja, con dos lámparas a cada lado iluminando el centro, donde había un gran rimero de papeles.
—¿Mitsouda? Siéntate.
Lo hice, ocupando un gran sillón mullido con un grabador de luz en uno de los brazos.
—Buen trabajo, Gustavo —dijo él—. Pero no me gustan las frases publicitarias; tienen poca garra. Busca otras mejores. En cambio, los uniformes están muy logrados.
—Muchas gracias —dijo Hokusallmi, untuosamente.
—Puedes retirarte.
Hokusallmi lo hizo, caminando hacia atrás para no darle la espalda. El jefe me lanzó una mirada fugaz; tenía unos ojos que taladraban. Me encogí en el asiento y, si hubiera podido esconderme dentro del suelo de plástico, lo hubiera hecho.
Alzó el rostro y me miró de nuevo. No pude soportar su mirada; parecía una tobera al rojo vivo, la llama de un soplete atómico.
—Estás interfiriendo mis planes —dijo, con frialdad—. ¡Estás desmoralizando a los muchachos de la Base Aérea! —Se me secó la boca. No pude decir nada. Se levantó y dio un puñetazo en la mesa—. Sólo tengo dos razones para no ejecutarte de inmediato, dos razones para tratar de salvarte. Una: todavía cuento con poca gente. Otra: eres el primero en vuelo, el primero en tiro de precisión, uno de los mejores en goniometría, y uno de los pocos que comprende… ¿cómo se llama eso?
—El impulso hiperlumínico Gadow, señor.
—Eso mismo. Ni puedo prescindir de ti como paidos, ni tampoco como piloto. Pero has de ser castigado; sígueme.
Lo seguí. Hubiera dado mi vida por él. Cualquier cosa que viniera de él era buena, por ser suya. Me hizo ponerme un traje de mensajero; él se colocó uno de botones, sin letrero alguno en el gorro. No pedí explicaciones; me sentía tan avergonzado que casi no me atrevía a decir nada. Encendió un cigarrillo mientras se quitaba el traje gris, de corte militar, sin una sola insignia, que había llevado hasta ahora. Era un poco más bajo que yo y muy delgado, con el pelo negro cerdoso y arremolinado sobre el cráneo. Pero lo más obsesionante de él eran los ojos; taladraban, hipnotizaban y eran imposibles de soportar.
Caminamos por calles en las que al principio no había nadie, y en las que después, a medida que nos acercábamos al barrio del astropuerto, iba creciendo el número de viandantes y, con él, las luces de las tabernas, casas de juego, bares y servicios de toda clase. Pasamos ante un restaurante, con grandes luces zigzagueantes que decían DERBYS. El jefe me apretó el brazo, mientras contemplábamos las máquinas automáticas de la entrada que servían comidas sintéticas desde veinticinco centavos a dos créditos; al fondo, bajo un arco de plástico transparente por el que pasaban peces vivos, crustáceos rarísimos y grandes moluscos, se divisaba un gran comedor donde servían manjares de precio, condimentados a mano. Mientras estábamos allí, una buceadora en bikini pasó por dentro del arco, atrapó un gran pez a rayas rojas y negras, y se marchó con él.
—Antes venía yo a comer aquí —dijo el jefe—. Cuando aún no me daba cuenta de que era muy peligroso llamar la atención.
Entramos en el NATTOO STAR por la puerta del escenario, en un descuido del vigilante. Vimos a las coristas subir las escaleras de los camerinos, mientras en el escenario funcionaban los juegos de agua electrizada. Todos aquellos cuerpos comenzaron a excitarme bastante. El jefe lo notaba y se reía, mirándome con suficiencia. Lo que no comprendía yo aún era el porqué de aquel paseo nocturno por Golconda.
—Mira bien, Mitsouda, aunque sólo sean prohibidas. Mira bien porque no vas a ver gran cosa durante mucho tiempo.
—Sí, señor.
Me sentía algo preocupado ante lo que el jefe Lanyard estuviese reservándome. Sabía que era frío como la muerte, que no tenía corazón y que llevaba a cuestas una docena o más de vidas de prohibidos. ¿Sería yo el primer paidos que…? No, eso no podía ser… no pensaría matarme… no haría eso.
¿O sí? Sí que lo haría; ya lo creo que sí, si con ello hubiera conseguido acelerar más aquellos misteriosos planes que nadie conocía. En la Base Aérea se hablaba a veces de lo que íbamos a hacer, y del porqué de toda aquella preparación. Generalmente, estas conversaciones las terminaba el coronel Tsuyami con un seco:
—Son cosas del jefe, y a nosotros no nos importan. Retírense, señores.
Eso bastaba. La admiración que sentíamos por «él» era tal, que la sola mención de su nombre bastaba para hacemos callar. Además, Tsuyami pertenecía a la primera generación y, por ello, merecía cierto respeto.
Pero ahora estaba al lado de «él» viendo cómo se contoneaban las coristas. Hasta que una de ellas, que debía de ser más importante que las otras, porque llevaba botas doradas de muy alto tacón, un plumero electrónico en la cabeza que soltaba chispas azules de treinta centímetros y se apoyaba en el brazo de un prohibido con músculos como maromas y una gran ajorca de bronce en la punta de la nariz, se acercó a nosotros.
—¿No sois muy pequeños para estar aquí?
—Sí, señora —dijo el jefe—. Hemos traído un mensaje, pero ya nos vamos.
Entramos en el SODOMITA’S CLUB, donde bajo chorros de luz negra, dos hombres semidesnudos luchaban con cuchillos. El jefe utilizó en la entrada el mismo pretexto de tener que dar un recado a uno de los clientes y, después de una pequeña propina al portero, nos permitieron pasar. Había cadenas colgando de las paredes, ruedas con pinchos y unas extrañas máquinas en forma de cabina, donde una pantalla exponía imágenes indecentes. De seis altavoces enormes salían unos zumbidos sordos y variables (música moderna, dijo él) mientras los dos hombres del centro se acuchillaban ligeramente, echando sangre de una forma tan exagerada que se veía que todo era mentira. Pero el montón de invertidos e invertidas que había alrededor del ring gritaba y daba alaridos. Al fondo había una barra de bar, con tres camareras vestidas con arneses de cuero, cadenas y collares con clavos de bronce. Pedimos un refresco, y nos lo sirvieron sin hacernos caso alguno. Había grandes hileras de botellas tras la barra, y una torre de madera, más ancha en la base, hecha con tablas muy bien unidas, con un grifo de metal dorado de donde sacaban a veces una especie de licor rosa espumoso.
—La tina de madera —dijo el jefe, muy sereno en medio de aquel ambiente un poco aterrador—. Me trae buenos recuerdos.
Mientras estábamos allí, se acercó un prohibido alto y muy delgado. Llevaba el pecho desnudo, con unas cicatrices teñidas en añil que decían «Tómame». Tenía el pelo rubio, hinchado hasta formar una bola de casi medio metro de diámetro, y vestía calzones ajustadísimos de cuero negro con aberturas en las rodillas. Olía espantosamente a perfume.
—Necesito un niño para esta noche —dijo, con voz azucarada, mirándome a mí sobre todo—. ¿Quieres venir conmigo, guapo?
Mis enseñanzas callejeras de pedir limosna me habían enseñado bastantes cosas, muy olvidadas gracias a las sesiones hipnóticas y a los tratamientos subliminales, y si no hubiera estado el jefe allí, le habría contestado con gracia. Pero el jefe se adelantó.
—No podemos —dijo—. Corazón. Encanto. —Había que ver la sorna y la mala intención de estas pretendidas alabanzas—. Estamos citados con el peso pesado Herkimer, el campeón de boxeo armado. Nos quiere para esta noche a los dos. Pero quédate, guapo, y discute con él… ¿Te parece?
—¡Qué monos! —dijo el otro, poniéndose blanco. Echó dos créditos sobre el mostrador—. Ponles una gaseosa a estas ricuras, Jamie. Ya volveré luego, ya volveré.
Y se fue, fingiendo que la cosa no le importaba. Marchamos de allí mientras los dos luchadores, arrojando litros de sangre por sus heridas, salían tan tranquilos y eran sustituidos por dos lesbianas que, como primer número, se dedicaron a insultarse groseramente y a arrancarse las ropas a puñados. Pero no nos dio tiempo a ver lo que hacían después.
Entramos en muchos más sitios, y como resulta que mi vida se había desenvuelto siempre en las calles, mendigando, para pasar después, sin solución de continuidad, a la base secreta cercana al Mutzbunk, me asombraba yo normalmente ante los espectáculos que contemplaba.
—Fíjate bien, Mitsouda —decía el comandante en Jefe—. Fíjate bien en todo.
¿Por qué?, ¿por qué hacía esto?
En el teatro NAJAR DE DONAI vimos un espectáculo de híbridos de Dolomances, que las autoridades toleraban aunque aquellas monstruosidades estaban prohibidas por el Imperio. Había mujeres de cerca de tres metros, con seis pechos y los acostumbrados colmillos de fiera que esos híbridos tienen. Hombres, o prohibidos, según se quiera, de cuarenta centímetros de altura, con una cabeza tan grande casi como ellos mismos. Mis sesiones hipnóticas me habían enseñado que todo esto eran los resultados de cruces hechos por los nativos de Dolomances, que vendían a buen precio a otros planetas. Generalmente, les salían verdaderas monstruosidades, aptas sólo para escenarios, o para guardaespaldas, en los casos en que el error sufrido en el tratamiento originaba una masa de músculos cercana al delirio. A veces, cuando sus toscos instrumentos atinan por casualidad, ayudados o no por las intensas radiaciones cósmicas de Dolomances, obtienen algo fuera de serie, y entonces…
En el NAJAR DE DONAI vi que, por una vez, habían acertado. Eso que salió al escenario no tenía el color violáceo normal en los híbridos, ni era enana, ni gigante… Era el ser (femenino) más seductor que imaginarse pueda. Incluso creo recordar que el jefe Lanyard se fijó en ella… Pero él no podía estar sometido a las mismas debilidades que otros, conque debieron ser imaginaciones mías.
—¡Bárbara! —aullaron los altavoces, mientras las mesas de los clientes, al extremo de los largos brazos de acero, giraban en el aire y la fuente central lanzaba chorros dorados—. ¡Bárbara Bárbara, de Dolomances!
No sé cómo, pero el jefe había conseguido un pequeño botellín de schlitzs, que nos bebimos a medias, sintiéndome yo muy honrado por el hecho de compartirlo con él. Y mientras tanto, Bárbara Bárbara evolucionaba en el enorme escenario, seguida por media docena de prohibidas, vulgares y grotescas a su lado, que sostenían sus cabellos. Tenía los ojos grandes, más que un ser humano normal, y brillantes como estrellas…
—Mira bien, Mitsouda. Mira bien todo lo que estás viendo…
—Eso hago, señor.
Y sus cabellos, de metros y metros de largo, no rubios, ni morenos, ni pelirrojos, sino una mezcla de todo ello, iridiscentes y brillantes como copos de seda del espacio, de ésa que los astronautas recogen a veces y que vale mil veces más que el platino y cien mil veces más que el oro… Sus cabellos, digo, se extendían sobre todo el escenario, sostenidos por las burdas imitaciones de mujer que eran las seis prohibidas. Éstas, ataviadas de malla negra y plumeros electrónicos cambiantes y colorinescos en el pelo, no eran nada a su lado. Porque Bárbara era una estatua viviente, la imagen de la feminidad más absoluta, con un cuerpo que era una canción y unas formas que sólo en medio de sueños de drogadicto podía imaginarse. Llevaba un caftán molecular, de ésos color violeta, que las luces de los focos mostraban a veces y no mostraban otras, apareciendo o desapareciendo según los angstroms de longitud de onda… Era la quintaesencia de la forma, la cosa más delicada y deseable que imaginarse pueda. Oscilaba en el escenario, de un lado a otro, sin hablar, sin cantar, sólo mostrándose, seguida por la burda cohorte de las seis prohibidas. Y eso era bastante, porque las mesas que se columpiaban de suelo a techo, las mesas fijas (más baratas), los clientes de pie al fondo de la sala (entre los que nos hallábamos nosotros dos), en suma, todos, incluso acomodadoras, camareros y agentes de la autoridad…
—¡Mira bien, Mitsouda!
… todos, todos, todos, hubiéramos dado lo que fuese con tal de tenerla sólo para nosotros. Creo que ése era el deseo general de los hombres de la sala y, mientras tanto, las mujeres rabiaban.
—Como para comer cerillas, ¿verdad? —dijo el comandante, y no pude por menos de extrañarme ante esa frase tan vulgar frente a un espectáculo semejante.
Trajeron más tarde un micrófono con una base de color gris, como un cajón, y Bárbara Bárbara cantó ante él. No pronunciaba palabras; sólo emitía sonidos. Los más melodiosos y penetrantes que imaginarse pueda… Algo entre el canto de la más maravillosa ave y de la voz humana más rica en tonalidades… La sala estaba completamente silenciosa, e incluso pararon los brazos mecánicos de las mesas oscilantes para que su leve chirriar no interfiriera el canto de la muchacha… El caftán se transparentó una vez más, y el telón cayó lentamente. Un silencio sepulcral siguió a su actuación; el público no fue capaz ni siquiera de aplaudir…
—¿Te ha gustado, verdad? —dijo una mujer ajada, vestida con uniforme de acomodadora. El jefe se volvió hacia ella, con desconfianza.
—¿Me conoces?
—Soy Leonor… trabajaba en EL DORADO. ¿No te acuerdas de mí?
—¡Ah, sí! Me alegro de verte, Leonor.
La prohibida se quedó muy parada y, al parecer, dolida de que el jefe no le hubiera hecho mucho caso. Salimos a la avenida. Entre los grandes árboles artificiales de plástico verde, anaranjado y azul, colocados poco antes por el Consistorio de Golconda para dar más vida a las calles, se movía una densa masa de gente: pilotos de guerra, prostitutas, negociantes con buenos fajos en el bolsillo, mineros enriquecidos, viciosos y viciosas… Incluso alguno de los carísimos automóviles de aluminio y titanio, de los que sólo había una docena en la ciudad, circulaba lentamente entre las multitudes ansiosas de placer. No estaban ya muy lejos las luces y las balizas del astropuerto, y seguíamos caminando hacia él…
Había un edificio abandonado con una alta torre casi derruida; según dijo el jefe, era un resto de los primeros tiempos del planeta, una construcción auxiliar del astropuerto que llevaba muchos años sin usarse. Refugio de vagabundos y de mendigos hidráulicos, no servía ya para nada y pronto sería derribada. Me hizo subir a la torre para ver desde allí las grandes plataformas antimagnéticas del astropuerto, las enormes naves almacén, el complejo sistema de señales por sirgas, banderines y faroles, y más a lo lejos, casi perdido en la distancia, un recinto vallado donde estaban encerradas las naves de guerra. Una aguja de metal y plástico, de casi cien metros de altura, se alzaba en el centro del astropuerto militar, emborronada por las nieblas del amanecer.
El jefe sonreía con gesto de perro rabioso cuando me hizo bajar de allí y seguirle a través de los últimos edificios destinados al placer. Me imaginé que lo que fuera se venía encima ya, y desapareció toda la excitación que las prohibidas me habían causado. Sólo tenía espíritu para pensar en qué castigo me reservaba él.
Estábamos junto al último tugurio, una choza infecta de dos pisos, llamada LA ESPADA Y EL LEÓN, en cuya puerta se arremolinaba una confusa turbamulta de borrachines, jugadores de poca monta, gente del hampa y prohibidorzuelas, cuando una de éstas, una moza muy joven, de quince o dieciséis años, con gran cabellera rubia, ojos verdes velados por el vicio, vestida con un traje negro y lentejuelas plateadas, se acercó a nosotros. Se dirigió al jefe:
—No te he visto desde hace tiempo —dijo, con una vocecilla enronquecida por el alcohol—. ¿Vienes a verme?
El jefe estuvo callado durante cinco segundos, por lo menos.
—Ésta es Borjana —dijo al fin, como a la fuerza—. A veces me cuenta cosas interesantes… ¿Tienes algo para mí?
La prohibida esbozó una sonrisa estúpida. Sus formas se transparentaban bajo la gasa negra del traje, recosida en algunos sitios; estaba bien hecha y era deseable. Yo…
—Eres tan raro —dijo ella, con voz pastosa—. Tan raro… Pero no me importa. ¿Quieres? ¡Tengo tiempo!
El jefe dudaba. Poco a poco, comenzó a filtrarse en mi mente la idea de que el jefe y ella… Pero eso era imposible, ¡con una prohibida como aquélla! Yo hubiera ido, pero ¿cómo podía ir «él»?
—Me esperarás un momento —ordenó el jefe, con sequedad—. Refúgiate en aquella burda de allá… aquella puerta. Volveré en diez minutos… son informes precisos que yo… ¡Ve allí ahora mismo!
Permanecí a solas, en medio del tibio amanecer, mientras creía que mi universo se desmoronaba. Mi cerebro ardía. Durante unos minutos, pensé que todo fallaba a mi alrededor. Los borrachines bailoteaban al son de una música lóbrega, mientras él estaba allí dentro con esa… esa prohibida. Durante unos instantes, sólo sentí como un gran foco blanco dentro de mí; luego, todo se tranquilizó. Él era un paidos, como yo, ¿por qué no había de sentir las mismas necesidades? Todos creíamos que él no tenía ninguna chica, porque el trabajo de su cargo se lo impedía. Pero lo lógico era esto: algo oculto de lo que yo me había enterado por casualidad, algo sin importancia ninguna, como aquella prohibida, que se pudiera abandonar en cualquier momento…
Sí, el jefe tenía razón. Desde luego, el jefe siempre tenía razón. Incluso en esto. Mientras pasaban los minutos, me prometí no decir nada a nadie para no enturbiar la imagen que nos habíamos forjado de su personalidad paidos.
Cuando salió (tardó muy poco) su rostro no había cambiado. No hizo ningún comentario, sólo un gesto brusco para que le siguiera. Rodeamos las vallas y contrafuertes de hormigón del astropuerto civil; los lejanos fogonazos de los generadores antigravedad se cuajaban en medio del amanecer como grandes flores anaranjadas. Grupos de prohibidos, cabalgando infortunadas máquinas esclavas, rondaban junto a los grandes cohetes prestos a partir.
Llegamos al vallado metálico («Precaución, minas») que rodeaba el astropuerto militar. No se veía un solo caza, ni un crucero, sino solamente los enormes hangares en que se cobijaban. Tras la primera valla metálica, había otra («Precaución, 10.000 voltios»), separada de la primera por el campo minado. Nos agazapábamos en los resquicios de las rocas, y éramos tan pequeños que no creo que la vista de los guardianes pudiera descubrirnos. Nos alejamos poco a poco de las plataformas de lanzamiento (los cazas no las necesitaban, los cruceros y los cañoneros, sí) y descendimos al fondo de una quebrada, entre pozos con la burbuja rota y pequeñas calicatas cuadradas de una docena de metros de profundidad. En el fondo de algunas de ellas brillaba la luz rojiza de un fuego interior, y surgían vapores amarillentos. Comprendí la razón de ir por allí: con esas fuentes de calor, tampoco los infrarrojos podían descubrirnos…
Nos detuvimos ante un pozo y, durante cinco minutos, el jefe me miró.
—Baja —dijo después—. Hay unos huecos tallados en la roca. En el fondo hay un pasadizo… camina por él hasta que llegues al final. Te costará bastante; tiene casi un kilómetro de largo. Al final hay un hueco con aparatos de transmisión justo debajo de aquello… —Señaló la alta aguja que rompía las brumas a un kilómetro de distancia, en el centro del astropuerto militar—. Había pensado —continuó, como si dudase— tenerte allí tres meses… Cada semana recogerías la comida… Y después de ver los placeres de Golconda, tendrías la oscuridad para ti solo. Pero estoy pensándolo mejor… Dime, ¿qué has visto en el barrio del placer?
—Casas de juego, restaurantes, teatros… luz por todas partes.
—¿Nada más?
—Nada más, señor. Aunque me sacasen el pellejo a tiras no podría decir más que la verdad. Sólo he visto eso, señor. Lo que usted me enseñó.
—¿Nada más? —repitió, amenazadoramente.
—Nada más, señor.
Por primera vez le miré directamente a los ojos. Quería que leyera en los míos que yo jamás diría nada que pudiera hacerle daño, que era suyo en cuerpo y alma, y que si mi vida hubiera sido necesaria para tranquilizarle, la habría dado con gusto.
—Nada más —afirmó, como para sí mismo.
Saqué la pequeña navaja de doce centímetros que todos llevábamos, como dotación normal cuando íbamos de misión entre los prohibidos. No se podía llevar otra cosa más seria. La abrí, la cogí por la hoja y tendí el mango hacia él.
—Máteme, señor —dije—. Aunque lo haga, mis labios no estarán más cerrados por eso que si continuase vivo.
—No —sonrió, bondadosamente—. Guarda eso, Mitsouda. Guárdalo y entra ahí. Mañana volveré por ti. Tengo una peligrosa misión que encargarte… será tu premio y tu castigo.
Obedecí, y al día siguiente, después de muchas horas de infierno en aquella cueva de más de mil metros de larga, él regresó por mí. A solas, en la oscuridad de la caverna, comprendí, como nunca lo había hecho, lo grande que él era.