Golconda Central me pareció una cosa completamente distinta. Con razón dicen los prohibidos que el viajar ilustra. Sabía yo ahora tantas cosas sobre el Imperio Galáctico, la cosmografía, las astronaves y la organización de todo, que no podía comprender cómo había sido tan bestia antes, y me había podido mover por Golconda Central sin saber una palabra de dónde habían salido las cosas y por qué eran así.
Por ejemplo, yo ahora sabía que la población total de Golconda era de unos diez millones de habitantes, y de ellos casi cinco vivían en Golconda Central. Sabía que en otros lugares había rascacielos y edificios enormes, pero que aquí no. Sabía también por qué se había construido desordenadamente, y por qué Golconda Central era tan grande que podías andar y andar durante horas y días sin salir de ella. Me daba cuenta también de las barbaridades que había hecho en mi juventud obrando a tontas y a locas, y exponiéndome a que se supiera que un niño mutante andaba suelto por el universo. Por cierto que poco antes de separarme de Garuslap, habiéndome él oído decir eso de «niño» alguna vez, me contestó:
—Eres un caso tan especial que a ti no se te puede llamar niño. Veamos… Yo te llamaría «paidos».
—¿Huh, papá?
—Paidos, del griego. Significa niño también, pero parece más clásico. El paidos Víctor Lanyard.
Me gustó la cosa y se lo dije a los muchachos cuando tomé contacto con ellos a la vuelta. Bueno, ¿para qué voy a decir la recepción que los chicos me hicieron? Había gente nueva que ya había alcanzado toda la sabiduría precisa. Vamos, los chicos de buena familia a quienes les había dado yo la píldora. Disko, que tenía las direcciones, los había fichado en el momento en que llegaron al final. Y ahora estaban con los demás, preparados para todo. Escogí dos buenos paidos, Fortie, un excelente experto en contabilidad, abogado en nuestra facultad privada y con conocimientos de cuentas y eso, hasta el final; y, ¡qué remedio!, pero no me quedó más solución que prescindir de Tatum. A los dos los adoctriné bien y los mandé en la primera caravana hacia el Mutzbunk con dotación de píldoras e instrucciones suficientes. Así, uno llevaría todo el manejo legal y contable, y el otro controlaría cualquier repente que le diera al abuelo Mazagrainer. Yo hubiera querido ir a ver a Francesca de momento (claro que de eso no le había explicado nada a Disko Tolliver, ¡faltaría más!), pero las obligaciones del cargo son eso, obligaciones, y aún quedaba por resolver lo del túnel del asesino Cavanaugh y alguna cosa más.
No se había hecho ningún asalto, siria ni chore mientras yo estuve fuera. Disko, cuando fue preciso, había comprado, ¡qué horror!, libros de texto, y tenía ahora a mis órdenes una excelente compañía, con tres médicos, dos pilotos INC, un ingeniero, dos expertos militares y en armamento, táctica y demás, el abogado Fortie y otras profesiones sueltas como un arquitecto, un químico y un biólogo. No temamos ningún geólogo, ni físico-matemático, astrónomo, físico atómico, ni muchas otras cosas más. Pero todo llegaría. En resumen, un equipo de chicos estupendos, deseando trabajar y hacer cosas, y con una preparación maravillosa, en mi opinión. Los nuevos estaban estudiando también, pero los pobres ya no sabían nada de churis, borjas, ni del mundo del bronce en general. Claro, eran la segunda generación.
Hubiera tenido que visitar al profe Taberner, pero había otra cosa que me estaba picando mucho más por dentro: Francesca, naturalmente. Así que, después de dos días de poner cosas en orden, organizar la contabilidad con ayuda de Fortie (antes de que marchase al Mutzbunk) y formarme una especie de staff o estado mayor para comentar mis planes, me preparaba a salir de excursión cuando Disko va y me dice:
—Tengo una sorpresa para ti, jefe.
A mí las sorpresas de Disko me dan mala espina, más que nada porque saca ideas que yo no he tenido. No es que quiera pisarme el puesto; no, nada de eso. Es demasiado noble o así como para atreverse a tal cosa, ¡pobrecillo!, pero no puede evitar que se le ocurran cosas y, con toda su buena intención, las zampa sin pensar que con eso me perjudica porque, si soy el jefe, todas las buenas ideas deben venir de mí. Yo estaba preocupado porque papá no había podido marchar de Golconda aún, con su cargamento de cristales. Había perdido la última astronave y tardaría aún dos meses en haber otra. Durante estos dos meses podía servirlo la bofia y, como se enamorasen de él, seguro que lo harían. De momento, estaba hospedado en LAS ARMAS DE GOLCONDA, sin salir y muy preocupado. Yo lo llamaba por teléfono alguna vez, pero no iba a verlo, por si acaso. Bueno, pues como estaba preocupado con eso, le contesté de mal talante a Disko:
—¿Y qué diablos se te ha ocurrido ahora?
¡Pobre Disko! ¡Se quedó blanco! En cuanto lo vi me arrepentí un ciento, y le hubiera pedido árnica a gusto, pero eso no lo podía hacer. El mando está en el mando y no caben debilidades. De manera que insistí, más suavemente:
—Venga, Disko. Dime lo que sea. Tengo muchas cosas que hacer.
—Hay… hay alguien más que no he podido presentarte aún, jefe. Sólo viene a vernos un par de veces a la semana, cuando puede. Está en la antesala, esperándote.
Debo decir que también habían comprado madera y barnices y habían hecho unos estupendos muebles de nuestro tamaño, de manera que teníamos la vieja mina arreglada y limpia como la lengua de un fakir. A mí me habían instalado un despacho con una gran mesa, varios sillones de mullido, lámparas, una alfombra, cuadros en las paredes y un pequeño bar. Habían trabajado todos en ello, pero la dirección correspondió al bueno de Tatum, que se había revelado como un ebanista fenomenal. ¿Quién iba a decirlo? El ingeniero Colomer había tendido una línea eléctrica hasta un poste de alta tensión, colocando unos transformadores y unos interruptores de seguridad, y teníamos kilovatios a manta. Decía Colomer que eran tan poca cosa que lo achacarían a pérdidas atmosféricas de alto voltaje o algo por el estilo. Pero a lo que íbamos, era una maravilla, quitando que si un prohibido hubiera visto nuestras instalaciones, le habrían parecido casa de muñecas. ¡Casa de paidos!
—Que pase —dije, arrellanándome en mi sillón, encendiendo un cigarrillo, y echando una ojeada a las listas que tenía sobre la mesa: balances de dinero, listas de almacén, planificación del Mutzbunk y planos de Golconda Central con todas las indicaciones. Me hice el ocupado mientras la puerta se abría y se cerraba. No levanté la vista, como si aquellos documentos me absorbieran hasta el tuétano. Luego, así como con displicencia, lo hice. A ver quién era.
—Buenas tardes, jefe —dijo Gustavo de Hokusallmi.
Me levanté de un salto.
—¡Tú! ¿Qué haces tú aquí?
Disko Tolliver se había eclipsado discretamente, muy escocido por el sofión que había caído sobre él en forma de brusca contestación. Estábamos solos Gustavo y yo; él sonriendo muy amablemente y yo con una sorpresa de dos toneladas dentro. Pero disimulé.
—Siéntate —dije—. ¿Una copa?
—Lo que tú quieras, jefe.
—Ahí está el bar. Ponme un dedo de Samar, sin hielo. Tú, sírvete lo que quieras.
Éste es uno de mis muchos trucos para que, sin darse cuenta, vayan acostumbrándose a obedecer mis órdenes. Gustavo lo hizo, y colocó el vaso ante mí.
—Bueno —dije—, esperaba contarte entre los nuestros, pero creí que tendría que ir yo a buscarte. ¿Cómo nos encontraste?
—Hace tres semanas noté… bueno, lo que todos vosotros habéis debido notar —dijo—. Pero yo no estaba solo. Estaba con Francesca.
Me miraba fijamente, como esperando que preguntase algo. Naturalmente, no lo hice. No caigo yo en esos cepos.
—Sigue.
—Me di cuenta de que no podías ser el único. Tenía que haber más gente contigo. Entonces, me dije que el mejor sistema era salir por Golconda Central para encontrarte.
—Pero tu hermana me dijo que te habían mandado a otro planeta.
—No. A otro planeta no, jefe. Solamente a una escuela, interno. Vaya. Qué mala idea tenía Francesca en aquellos tiempos, ¿verdad?
No le contesté. Me limité a mirarle fijamente.
—Mamá me sacó en seguida. Y no porque me quiera mucho. Siempre ha preferido a Francesca. Pero lloré y supliqué. Me perdonó y volví a casa. El cambio se completó allí, junto a Francesca. Hemos hablado mucho, ¿sabes?
—Sigue.
—Di vueltas por Golconda siempre que pude, tratando de encontrarte. Un día, en una librería, vi a Disko comprando unos libros. No era difícil para mí darme cuenta de que era distinto. Hablé con él, le expliqué cómo me diste la píldora… y aquí estoy. Cuenta conmigo para todo, Víctor…
—¡Jefe!
—Perdón. Jefe. Cuenta conmigo para todo, jefe. He estudiado diplomacia y propaganda de masas, medios de comunicación, periodismo y radio. Espero que te sea útil.
—Todos sois útiles.
Quería hablarle de ella pero ¿cómo hacerlo? Es muy molesto pedir esa clase de explicaciones a un inferior. De todas maneras, era preciso.
—¿Y tu hermana?
—Ella también ha concluido el cambio. Te espera.
—¿Has hablado de ella con los demás chicos?
—No. No me pareció oportuno. Tantos hombre y una sola mujer… no es conveniente. Además, ella te espera a ti sólo. A nadie más.
—¿Estás de acuerdo con eso?
—Es un honor para mí, jefe. El más grande honor en que yo pueda pensar.
—Grount —dije yo, gruñendo en voz baja. No acababa de gustarme Gustavo de Hokusallmi. Lo veía hipócrita, adulador. Pero todo elemento humano es útil si se sabe emplear—. Bueno —seguí—. Bueno, bueno, bueno. Has hecho bien. No es conveniente que sepan lo de Francesca, por ahora.
—Gracias, jefe. ¿En qué puedo ser útil? Ardo en deseos de servir a la causa.
Otra causa. ¡Mientras no fuese una causa sosa y blandengue como la de Garuslap! Yo sabía cuál era «mi» causa pero ¿cuál era la de este sujeto? ¡Qué más daba!
—Lo harás, Gustavo. Pero no es el momento aún. Continúa dándole a los estudios. Y otra cosa: necesito toda la información posible sobre los efectivos militares de Golconda, astronaves de guerra, polvorines, planos de acuartelamientos. Todo eso. ¿Puedes conseguirlo?
—No me será difícil —dijo, con una sonrisa torcida—. Lo tendrás, jefe. Todo lo que tú quieras.
—Está bien. ¿Cuándo puedo ver a tu hermana?
—Te espera. Todas las tardes, a la misma hora, está en el lugar en que nos conocimos. Quiere verte, Vic… perdón, jefe. Quiere verte. ¿Vas a ir hoy?
—Sí.
—Yo me quedaré aquí. Estaréis solos.
Resultaba baboso y algo repugnante ese ofrecimiento. Pero mi carne es débil cuando yo quiero que lo sea, y en esta ocasión era total y absolutamente débil. Me quemaba el cuerpo por dentro en deseos de ver a Francesca. Le hubiera preguntado a Gustavo si era hermosa, si era una mujer… ¡una mujer paidos! Pero hasta ahí podíamos llegar. ¡Faltaría más!
—De acuerdo. Puedes retirarte.
Toqué el timbre. Entró Disko Tolliver, muy mohíno.
—Sitúa a Gustavo de Hokusallmi en una buena habitación, Disko. Se encargará de propaganda y espionaje. Que conozca a los dos militares, Stroud y Dugansailer. Más tarde discutiremos la partida de presupuestos que puede endiñársele.
—Lo que tú ordenes. ¿Alguna cosa más?
—¿Mandas algo, jefe? —dijo Gustavo.
—Nada más. Podéis marchar… ¡Hale!
Acabé el Samar sin hielo a solas, con los pensamientos girando alocadamente en mi cabeza. Tenía en el fili aquel absurdo colgante, falsa joya de un recuerdo muy viejo, que Francesca me había regalado… ¿meses antes? ¡Parecían años, por todos los diablos! ¡Años, sí! Antes robábamos y gastábamos sin medida, hacíamos lo que nos salía de las narices y no nos dábamos mal por nada. Ahora, las cosas estaban cambiando. Partida de presupuesto para espionaje… ¡y había tenido que mandar a Fortie al Mutzbunk! Sería preciso estudiarla con Disko, que era una especie de comodín para todo. Tenía ante mí el balance, con nuestra disponibilidad total de créditos y los gastos presupuestos para un año. La última obra de Fortie antes de marchar, junto con Tatum, al Mutzbunk. Sería preciso organizar alguna siria discreta para allegar más fondos. Pero antes podía ponerlos a todos al laboro, porque eran colegas: Mano Roja, Corazón de Hiena, Terror de los Mares… ¡Leñe! Ahora eran el ingeniero Colomer, el doctor Basenger, el general Dugansailer, el piloto INC Tsuyami… ¿cómo podía pedirles que fueran a asaltar una panadería, una tienda de electros, una armería, o un stadium con julays solitarios? ¡Maldita sea; esto era imposible! Pero todo se resolvería… todo tendría su solución.
Me vestí a solas en mi alcoba, enchufándome una chaqueta azul marino y una corbata negra con dibujo de pavo real auténtico cuyas plumas en miniatura salían de la corbata. También un pincho con un hielo de dos kilates (ocho coma dos milímetros de diámetro), pantalones largos, grises con rayas negras muy finitas, camisa azul Cielo de la Tierra, pañuelo de seda, pitillera de plata con doce Rose Flavour Medium Size Extra Filter, y un pequeño estuche con una sortija de sorna con un diminuto rubí engastado. Me perfumé, me despedí de los chicos y salí a la calle, pisando con mis botas altas de ofidiopiteco de Mendel. ¡Toma ya! Y no olvidé la Alakrán, claro está. Me hubiera sentido desnudo sin ella… en el buen sentido de la palabra desnudo. ¡Qué pensamientos tenía yo cuando caminaba por las calles de Golconda! Hacía… no sé bien cómo decirlo… palpaba ambiente.
Golconda Central crecía a ojos vistas. En una calle estaban edificando una casa de cuatro plantas, y no era un edificio oficial. En otra, abrían una oficina de despacho de billetes para las líneas regulares, que se iban a incrementar, según decía el anuncio, en «no menos de tres astronaves mensuales». Decía también: Líneas directas a Barlión (dos viajes mensuales), Lexter (un viaje mensual, con enlace a todos los mundos conocidos), Nílfide (un viaje bimestral), Punto Cinco y Mendel (un viaje trimestral), Gander (un viaje bimestral), Quajardasht y la Tierra (un viaje semestral a cada uno de los dos planetas). De los demás no decía nada; había que enlazarlos desde Lexter, normalmente, o desde la Tierra, también. Los precios estaban por las nubes, y subiendo. Cada vez eran más caros los viajes hiperespaciales, y eso que el generador Gadow, según había leído yo, no resultaba demasiado gravoso.
Estaban montando una nueva fábrica de oxígeno, postes de telégrafo, con esos gordos cables recubiertos de mil aislantes (el magnetismo cabra de Golconda, como es lógico), había en las calles movimiento de vendedores, pobres hídricos con su recipiente de hojalata, parejas de pasma, caravanas de mulas, carretas cargadas de lingotes camino del astropuerto, chicas del barrio del buen vivir, Ejército de Salvación, espaciales de la guarnición con un uniforme de paseo, azul oscuro con bandas de plata, comerciantes en gemas, administrativos, familias con sus niños más queridos, carromatos con pesada maquinaria dirigiéndose hacia la zona salvaje, y otros con grandes depósitos de plástico llenos de agua. Por todas partes se oían músicas, surgían humaredas, se escuchaban mil voces… ¡Diablos, Golconda era hermosa, si se sabía cómo mirarla! Con ese cielo casi siempre rojo, a veces azul rojizo, verde al amanecer, sin nubes, salvo en rarísimas ocasiones. Aún no sabía yo lo que era llover… ni me lo podía imaginar siquiera. ¿Agua cayendo del cielo? ¿Desde dónde?
—Niño, ten cuidado —me dijo un hombrón malencarado—. A ver si miras por dónde andas.
—La que no sabía por dónde andaba era tu madre —dije yo, automáticamente. Para evitar líos, y por si le sabía mal, me escurrí entre la multitud. ¡Odiosos prohibidos, siempre imponiéndose a las personas de bien!—. ¡Por eso naciste tú, mal parido! —le grité aún desde una esquina.
Salió zumbando detrás de mí. Le eché la zancadilla, se cayó al suelo largo, dándose una costalada de tamaño natural, y me creo yo que para cuando se levantó a mí no se me veía ni con telescopio electrónico. Me supo mal hacerle esto porque tenía cara de poco inteligente, pero ¿por qué me insultaba, si sólo le había rozado una manga?
Vi el trazo plateado de una astronave al dirigirse al astropuerto, chafarrinando el cielo rojo como una espada que estuviese rodeada de sangre, como un lingote de plata recién fundido sobre un lecho de brasas. ¡Maldita sea! Estaba volviéndome romántico, el corazón me latía aprisa y todo yo era pura jalea. ¡Francesca! Ya no me faltaba mucho para llegar a la fortaleza de «la Apisonadora». Como sucede siempre en los barrios ricos, la gente disminuía, no había pobres hídricos, ni espaciales, ni chicas de alterne. Sólo algún tío vestido de marrón oscuro, de azul o de escarlata con vivos verdes; tíos serios y zangolotinos, con pinta crediticia y adinerada. Tampoco había mineros, mulas, caballos, curas, ni otras personas semejantes. En cambio, había más parejas de la carga que nunca, pero como yo iba bien fardado y con pinta de chorbo rico, no me dijeron ni plus. Vi algún jovenzano con marchosa de color rojo, una mesuna de lujo con letrero de neón y gachó con parpusa de cordones en mitad de la burda, y tales eran mis nervios que se me olvidaban las palabras bonitas que había aprendido en los libros y me venía a la sin hueso el chamulle de mi niñez. ¿Y por qué no? Yo había salido de la mugre y hablaba como ellos, que traición sería no hacerlo. La pringue me crió y de ella soy. Conozco (de lejos) a los saqueros, me expuse a una buena sapla, y si no he ido al saco ha sido por pura suerte. Mejores días me esperan, no sejonia, pero sí sigó. Ni he caído tan bajo para ser soplón, soñarrera ni quinaor. Más lejos que eso miro yo, por el Dios de la Mano Abierta. Un pasma mirándome, leñe. Preparado para dar peta, Víctor mío…
Pero no hizo falta. El buen farde protege, desde luego, y mis pintas de niño rico y de buena familia eran tales que el cargueño casi me saluda. Mi chava me estaba esperando, y el hilillo de agua, sin que nadie hubiera arreglado nada, continuaba escurriéndose a través de la piedra cuadrada, removida y esperante. Del verbo esperar, uno de los verbos más bonitos que vienen en los libros.
Deslíceme, pues, en silencio y sin que nadie me guipase, a través de la piedra. Quiero decir del hueco de la piedra. Los mismos matojos, más crecidos; el barro y la tierra del jardín de la general; mi corazón (mi rosco) latiendo y farfullando extrasístoles como loco sin atar; y a través de las hojas, a través de la eternidad, ella…
Tenía unos juguetes alrededor: muñecas tiradas en el suelo, cazuelitas de aluminio, una cocinita pequeña, un aro… Pero no les hacía caso. No jugaba con ellos. Estaba sentada en una piedra cuadrada, no muy alta, con la barbilla apoyada en un puño y la mirada perdida a lo lejos. No canturreaba tontamente, no trazaba rayas con los pies en el suelo, no se metía los dedos en las narices, y en sus manos, ¡oh Dios de la Paciencia!, en sus manos surgían unas largas uñas pintadas de verde dorado, tal como el tono que estaba de moda en plena Golconda…
Creo que hice ruido al atravesar la cortina de hojas, o tal vez fuera el latir de mi corazón, que debía de escandalizar en unos veinticinco kilómetros a la redonda. Se alzó, ¡qué hermosa estaba a pesar del ridículo traje de organdí rosa hasta media pantorrilla!, y clavó en mí unos ojos azules como los buenos minerales de cobre.
—Víctor —dijo—. ¡Víctor! ¡Por fin!
Bueno, yo no sé cómo, pero en dos décimas de segundo estábamos abrazados los dos y besándonos como si no hubiéramos hecho otra cosa en nuestras puñeteras vidas. Era fuerte. Era fuerte ella. Tenía los hombros anchos, las caderas robustas, los brazos llenos de pasión, el rostro frío y como cubierto de los licores más dulces del mundo o del universo entero. Sus labios eran algo que no me gusta decir: indescriptibles. Y digo que no me gusta decirlo porque no hay nada que no pueda describirse. Pero creo que los dos estábamos completamente destrozados por los nervios y por el deseo de encontrarnos; si uno hubiera sido azúcar y el otro agua, allí no queda más que un charquito de jarabe.
—¡Oh, no! —dijo ella, cuando nos serenamos un poco—. ¡Oh, Víctor, no! —jadeó—. No quiero que me veas así…
—¿Por qué?
—Así no, Víctor; así, vestida de niña pequeña, no, Víctor…
Me cogió de ambas manos y se separó un poco de mí, como para contemplarme mejor.
—¿Ves? —dijo—. Tú vienes vestido de hombre…
—De paidos, Francesca. De paidos.
Giró un poco la cabeza, moviendo la gran melena rubia y fijando en mí aquellos ojos traviesos. Vi que tenía ojeras y parecía desmejorada, como si estuviera enferma. Quise preguntarle, pero no me dio tiempo.
—¿Qué es un paidos?
Hice que se sentase en la piedra cuadrada, y yo a sus pies, como un esclavo, y así le expliqué lo que era un paidos, de dónde salía el nombre, quién lo había inventado, de dónde venía yo, por qué ella era distinta ahora, y muchas otras cosas. Resumidas, claro está. Porque no era cosa de meterse en libros de óperas espaciales cuando teníamos ante nosotros muchas cosas que hacer, y posiblemente toda la vida para hacerlas.
—Pero dime cómo, dime cómo… Por favor, Víctor, ¿es verdad lo que me ha contado Gustavo? ¿Es verdad que ahora somos otra cosa, no niños, algo distinto?
—Claro que sí, Francesca —contesté yo, sin soltarle la mano y mirándola intensamente a los ojos—. ¿Es que tú misma no te has dado cuenta?
Afirmó, muy seriamente, sin decir una palabra. Y permanecimos así un buen rato, como tontos, o como paidos, o como un hombre y una mujer, mirándonos los dos con toda la fuerza de nuestra vista, como si aquellos segundos fueran los últimos del universo y aquel maravilloso tiempo no pudiera repetirse jamás.
—Te he esperado tanto… —dijo ella, por fin. Tenía la voz sensual, ligeramente ronca; justo ese tono de voz que tanto me gusta en las chicas; incluso se parecía un poco a la de Judalong… Pero, vamos, Judalong no le llegaba ni a la suela del zapato. Francesca era otra cosa; no sólo era mía porque yo viese ahora que así era, era mía porque yo la había hecho.
—Te he esperado tanto… ¡Oh, Dios! Aquellos primeros días en que notaba que iba cambiando, que no sabía quién era ni por qué estaba aquí… Incluso llegué a decírselo a mamá.
—Fue un error.
—Bueno, no tanto, cariño. Ellos no se fijan en lo que les explicamos. «Son cosas de niños», dicen.
—Los prohibidos son mucho más tontos de lo que ellos creen.
—¿Los prohibidos? ¡Buen nombre! ¿A quién se le ocurrió?
—A mí mismito.
—Tienes que contarme tantas cosas… Gustavo ha estado con tus compañeros. Me ha hablado de lo que hacían, cómo estudiaban, cómo se preparaban y todo eso. Yo también lo hice; sabía que ibas a volver, y no quería que encontrases una mujer inculta. ¡No sabes tú cómo se puso mamá cuando me cogió con un libro de educación sexual en las manos! «¿Qué haces con eso?, ¿a qué lees ese libro? ¡No es para tu edad!, cuando seas mayor…».
—Cuando seas mayor… —repetí yo, como un eco, porque aquella frase me traía muchos recuerdos.
—Tanto tiempo esperando aquí, tantos meses jugando con las cacerolitas y las muñecas… —se echó a reír, con una risa grave que me penetraba hasta los mismos huesos. Todo mi cuerpo temblaba como si me hubieran conectado el reostato de un grupo electrógeno; me di cuenta de que dos lágrimas (una de cada ojo) me resbalaban por las mejillas. Ella lo vio y se puso seria; colocó su dedo índice, coronado por aquella esplendente uña, sobre mi rostro—. Pero ¡estás llorando, amor mío! ¿Qué te pasa?
—Dices que qué me pasa —contesté en voz muy baja. Apenas tenía fuerzas para hablar—. Que qué me pasa, Francesca, mi amor, corazón… No sé qué decirte… palabra que no lo sé… Pero yo también he esperado. He sufrido deseando otras mujeres, he pasado unos ratos horrendos esperando poder hablar contigo. ¡No sabes tú el miedo que tenía de volver y que el cambio no se hubiera producido…! Bueno —añadí, estúpidamente…, aún tengo el talismán que me regalaste.
Mostré la figurita de marfil (imitación) con la cadena de metal barato que había ido conmigo a todas partes. Ella rió y lloró a la vez, acercándose más a mí y apoyando la cabeza en mi hombro… Olía maravillosamente bien, mejor que ninguna otra chica-mujer que hubiera conocido. La rodeé con mis brazos (he leído esta frase cien veces en novelas de medio crédito, pero hasta ahora no comprendí la importancia que tenía) y ella levantó la cara para que la besase. Tenía la boca entreabierta, con los labios rojos como el cielo, los dientes blancos relumbrando debajo y los ojos pícaramente entornados. La besé y ella respondió a mi beso apasionadamente… poco a poco mis manos empezaron a acariciarla con suavidad, constatando que en los meses que yo había pasado fuera se había convertido en una mujer.
—¿Me quieres, amor mío? —preguntó.
—¡No sabes tú cómo! ¡Tanto que me estoy volviendo loco!
—¡Oh, no te burles de mí! Estas cosas sólo las sé por lo que he leído… no tengo tu experiencia… —¿Qué tenía yo?—. Has de ser mío. Y yo toda tuya… —prosiguió—. Soy virgen. Me he… he guardado para ti.
También en eso estaba yo de un pez subido. Sabía lo que era la virginidad y lo que había que hacer… pero sólo por lecturas; nada de práctica, nada, nada, nada…
—Francesca —murmuré—, yo soy virgen también… vamos, quiero decir que con una mujer, nunca…
—¿Me has echado mucho de menos?
—Muchísimo, amor mío. Pero pensé que sería mejor apartarme de ti hasta que las píldoras hicieran su efecto.
Cerró los ojos, y cuando bajaron aquellas pestañas espesas y negras me pareció que el sol de Golconda se iba a freír verdes. ¡Cursi, idiota de mí por pensar eso!
—Eres tan delicado, tan comprensivo… —murmuró—. Eres tal como yo pensaba.
—Y tu también, Francesca… tú también. Pero la verdad, llevas un traje que ya, ya…
—No, si lo sé. Tengo preparado algo mejor. ¿Qué hora es?
—La de merendar, supongo.
—Entonces, ven.
Se puso en pie, tirando de mi mano. Estábamos los dos algo desmelenados, sudorosos y con los trajes un tanto revueltos. Si nos hubieran tomado la tensión en aquellos momentos, creo que reventamos el reloj ése que miran los médicos para decir «Doce-ocho», o «Treinta-veinte; está usted cascándola». Sí, seguro; igual damos un millón o dos. Pero eso no me nublaba la cabeza; hice un gesto expresivo señalando hacia la casa.
—¡No pasa nada, Víctor! ¡Verás como no! ¡Ven conmigo y compórtate como un niño! ¿O tienes prisa en marcharte?
—¿Estando contigo? —aullé—. ¡Ni aunque me arrastrasen con cien pares de mulas!
Se echó a reír otra vez, muy roja y halagada por mis palabras. Caminamos hacia la casa cogidos de la mano, mirándonos de reojo, y con los nervios como tirantes de pala mecánica.
Había un espacial de gala en la puerta. Francesca ni se molestó en mirarlo. Comenzó a hablar tres segundos antes de llegar, justo a tiempo para que pareciese una conversación interrumpida:
—… y entonces Gustavito dijo que tu vendrías a jugar conmigo —le salía una voz finita, mala imitación de la de niña pequeña, pero hacía falta ser un experto para distinguir, y no creo que el espacial lo fuese— y que como eras hijo del rector de la Universidad que podías venir, y yo dije que sí… ¿Te gusta el jardín? Esto es un guardia —señalando al espacial, que puso una cara de circunstancias y una de las sonrisas más imbéciles que he visto en mi vida—. Nos vigila para que no nos hagan daño. Buenas tardes, señor. Mi amiguito y yo vamos a merendar.
El espacial bajó la cabeza, emitió una especie de rugido condescendiente y, ¡cómo no!, nos dejó pasar.
—Hablas como los críos de las novelas —dije.
—Es que se me ha olvidado hablar como los críos de verdad. ¿Se me nota mucho?
Me acordé de Pahlrod y Reza Hossein.
—Aunque se te notase a cien leguas, los muy bestias no se darían cuenta.
—Desde luego —contestó ella—, son un rato bestias. No se han dado cuenta de nada, Víctor. Ni la más ligera idea.
—Vaya, vaya.
Entramos en un gran patio enlosado de mármol, con mesas a los lados ocupadas por escribientes. Guardias armados y civiles, con carteras, iban y venían. Al fondo, una gran escalera que ascendía, iluminada por una vidriera con el emblema del Imperio: el león armado con un alfanje cabalgando sobre una astronave estilizada, todo ello sobre el fondo de un gran sol amarillo de rayos tipo sacacorchos.
Francesca me llevó a una pequeña puerta lateral; era un ascensor diminuto. Nos besamos mientras subía. El parón nos sorprendió en lo mejor del asunto.
—Espera —dijo ella—. Un momento.
Asomó la cabeza, salió y me hizo seña de que la siguiese. No había nadie en el corredor. Las ventanas, cubiertas de cortinas rojas, daban a un patio interior de losas levantadas y rotas. Un solitario espacial, con el rifle cruzado sobre el pecho, hacía guardia en aquel patio ante un garita de madera.
—Aquí.
Debía de ser su habitación, grande como un almacén, con una pequeña cama de color crema en una esquina, una gran cristalera sobre la calle estrechita, alfombras cubriéndose unas a otras, un pupitre para estudiar, libros en una estantería, juguetes por los suelos, un televisor de sesenta pulgadas ocupando una de las paredes. En el techo, uno de los plafones estaba estropeado y la luz parpadeaba sin cesar. La cama tenía mecanismos en la cabecera. Yo había oído hablar de ellos: eran cosas para dormir, para el dolor de cabeza, para que los niños no se orinasen en la cama, para dar masaje y para despertar a la gente. Eran muy caros aquellos chismes.
Apresuradamente, Francesca encendió el televisor, colocó unos libros abiertos sobre la mesa y deshizo un poco el embozo de la cama.
—No nos vamos a quedar aquí —dijo, poniéndome la mano en el pecho al ver que yo me acercaba de nuevo—. He buscado otra cosa mejor. Aquí pueden entrar, ¿sabes? Si ven las cosas así pensarán que acabo de salir. Dejaré el televisor encendido y alguien me reñirá por ello.
—¿Por qué dejarlo encendido?
—Si te cogen en una cosa mala pequeña nadie piensa que hayas hecho una grande. ¡Eh, Víctor! Mírame a mí, no a la tele.
Era el canal 11, y ponían una película del espacio. Los buenos luchaban con unos monstruos de no sé qué planeta, seres con cara de rana y brazos de gorila.
—Bueno, bueno. ¿Qué canales tenéis?
—El 10 y el 11. También el 19, pero no ponen más que cosas técnicas. Gus, quiero decir Gustavo, y yo, tratamos de arreglarlo para ver el 26, pero no pudimos.
El 10 y el 11 daban noticias generales, películas, dibujos animados, reportajes y cosas de ésas. Todo venía enlatado de la Tierra. En Golconda sólo había emisora, pero no estudios que hicieran programas. El 19 eran cosas técnicas: cómo cultivar el varbrán en las vegas de Gander, cómo manejar una pala excavadora o un horno atómico; también enseñaban idiomas y lecciones de cosmografía. El 26 sólo podían verlo los prohibidos; ponían películas pornográficas y de sadismo, masoquismo, bestialidades, perversiones y fetichismos. En Golconda no había más que esos cuatro canales. Decían que en Barlión, la Tierra, Lexter, Uoeno y otros mundos más adelantados había veinte o más.
—Vamos —dijo—. Si oyes a alguien, nos metemos detrás de una cortina.
Caminamos por el pasillo, subimos un tramo de escaleras, recorrimos otro corredor. Todo el tiempo cogidos de la mano y mirándonos a los ojos muchas veces, Yo me iba fijando bien en el recorrido para no confundirme, por si otra vez tenía que hacerlo solo. Ante una ventana, el sol rojo de Golconda iluminó el rostro de mi amada; parecía casi transparente y muy pálido, con profundas ojeras oscuras. Aquella chica no se encontraba bien. En una ocasión, tropezó y tuve que sostenerla.
—Me mareo un poco a veces, ¿sabes?
Oímos un ruido de pasos; como rayos, nos metimos detrás de una espesa cortina azul de tela de esa gorda y peluda. A través de una rendija, por entre los flecos dorados, vi un par de botas brillantes y, al lado, unos pantalones verdes con galón de oro. ¡Maldita sea! Se pararon allí, justo a nuestro lado. «Mamá», susurró Francesca en mi oído, muy suavemente.
—Si esos idiotas creen que es útil al Imperio descubrir más planetas colonizables, están en el error más grande del universo —dijo una voz ronca, procedente de las botas brillantes—. Tenemos clasificados más de veinte que no pueden colonizarse por falta de gente y de programación.
—Mi general —dijeron los pantalones verdes—. Mi general… Vuecencia sabe que no hay manera de parar a los exploradores. Ellos creen, o quieren creer, que hacen un servicio al Imperio descubriendo nuevos mundos… Marsilame volvió a Lexter hace un año con tres nuevos planetas clasificados.
—¿Y para qué sirve eso? La Primera Persona les deja hacer porque su corazón es bondadoso y su espíritu está lleno de amor, pero Marsilame y los demás sólo se dedican a gastar radiactivo y exponer vidas sin necesidad.
No pude evitarlo. Asomé un ojo, porque aunque mi rosco estaba lleno de terror ante la proximidad de «la Apisonadora» no quería privarme del placer de verla. La vi. Era una mujer baja, un poco gruesa, con el cutis muy blanco y unos ojos en los que parecía flotar la muerte. El pelo era blanquecino, muy corto y erizado como un cepillo de púas. Sus manos, ¡vaya manos!, pequeñas, de dedos gruesos, con uñas grandes y cortadas al ras, jugaban con los botones de oro de su guerrera.
—Su Majestad, Luz de los Arios —dijeron los pantalones verdes—, es comprensivo y paciente.
—Vamos —contestó la general Hokusallmi—. Continúe informándome sobre esos mineros de Nábica.
—Envié una compañía de espaciales, mi general. El caso no volverá a repetirse.
Mientras tanto, mi princesa estaba mordiéndome el lóbulo de la oreja. Me puse tan nervioso que la agarré del cabello, planté los labios en los suyos, y para cuando volvimos a tener la cabeza clara, la general y los pantalones verdes habían desaparecido.
Subimos por una escalera de hierro, polvorienta y oxidada, que desembocaba en unas habitaciones cuadradas llenas de estantes con latas de vídeo, otras latas de microfilm, expedientes y legajos que arrastraban polvo de varios años. Con cierto esfuerzo, ayudé a Francesca (¿Fran, quizá?) a mover uno de aquellos estantes y, después, a cerrarlo detrás de nosotros.
La luz del sol me dio en los ojos. Estábamos, sin duda, en una de las cuatro torres que coronaban el palacio de «la Apisonadora». Las había visto de lejos, con sus tejados picudos, sobremontados de un tubo desde donde un escondido centinela vigilaba y apuntaba sobre Golconda quién sabe qué potentes armas. Francesca había construido un nido de amor, que, si no era perfecto, para chicos ya valía. Entre las paredes de obra por un lado, y la estantería de los legajos por otro, había una cama de ésas que usan los militares en campaña, aspas de silosim abiertas sobre el suelo, lona tirante sobre ellas, dos mantas ásperas, una almohada algo más gruesa que una galleta… También unos pocos libros en un armarito hecho de tablas, unas botellas de espumoso de Pharonteón, latas de alubias, jamón, verduras y picadillo de ragnastor; copas y vasos, toallas, un magnetofón con media docena de carretes (música para un año), velas en candelabros de hojalata, unos almohadones deshilachados, reventados y soltando guata por el suelo, dos latas de galletas, otra de confitura de aguacate, un farol de batería y, en la pared, cuatro trajes colgados de un gancho.
—No es mucho, ¿verdad? —dijo ella.
—¡Vamos! —contesté yo—. ¡Lo es todo, cariño!
Intenté besarla, pero ella no se dejó.
—Te he dicho que así no… Vuélvete de espaldas. O no, no te vuelvas. Dime cuál te gusta más.
Señalaba los trajes.
—¿De dónde los has sacado?
—De todas partes. Los he hecho yo misma, cogiendo tela y viendo figurines. Me los he probado; me van bien, creo. ¿Cuál prefieres?
Había también unos pequeños zapatos de tacón muy alto, de su medida.
—Los pedí para una fiesta. Lloré, grité y pataleé hasta que me los compraron. Me los compró Farah; es mi doncella. Mamá apenas me ve…
—Oye, tú —dije yo, con la duda en el corazón—, ¿y tu padre?
—No hay. Mamá hizo traer esperma de la Tierra, hace diez años. Se la mandaron con el inyector y todo. De ahí salimos Gus y yo.
Menos mal. Cuantos menos parientes políticos, mejor. Ya era malo tener por suegra a «la Apisonadora» para tener que cargar encima con un barbián de su mismo estilo como padre político… ¡Demasiado, vaya!
—¿Cuál te gusta?
—A mí, ninguno. Quítate el que llevas ahora, y vale.
—Ni hablar. Tú vas de prohibido… ¿se dice así? Pues yo me pongo de prohibida también. Luego, lo que quieras, pero antes…
—Lo de antes es lo mejor, según dicen.
—Claro. ¿Éste?
Era una especie de monstruo de plumas plateadas con un cinturón de pelos rojos y una raja a estribor. No dije nada, pero mi expresión debió de ser lo suficientemente clara porque Francesca se echó a reír y sacó otro. Era algo mejor, o sea, verde con hombreras azules y unas tiras fluorescentes. Pero tampoco me gustó.
—Éste es el primero que hice.
Negro, con gran escote y tirantes finitos, largo y sin un solo adorno.
—Ése, Francesca.
—Me llaman Fran. Es más corto.
—Vale. ¡Ponte ése, ahora mismo! ¡Y los zapatos de tacón!
—De ropa interior no tengo nada muy sexy. También me la tuve que hacer yo… Vuélvete.
—No quiero.
—Vuélvete o no me lo pongo.
Saqué la pitillera y encendí un cigarrillo, después de ofrecer otro a Fran.
—Por favor —dijo ella—. Por favor —jadeó—. No quiero seguir ante ti vestida de niña. Tenemos tres horas hasta la cena. Todo lo que me hagas perder de tiempo nos retrasa a los dos… Vuélvete de una vez.
—Está bien. Me vuelvo. Pero no tardes.
—¡Vuélvete de una vez!
Lo hice a medias, chupando del cigarrillo como si me pagasen. Oí ruido de ropas, un ruido crujiente y sedoso que aumentó mi excitación. Algo cayó al suelo con ruido de tacón. Un zapato, claro.
—Por lo menos podías haberme dado una copa, Fran, para entretener la espera.
—También tienes… razón —dijo, con la voz ahogada por quién sabe qué ropajes—. Pero ten en cuenta que es la primera vez que recibo a un hombre…
—¡Un paidos!
—Un paidos. En mis habitaciones privadas. ¡Quieto ahí!
Bueno, yo soy un caballero, pero no más de diez minutos cada día. Me volví un poco, a la disimulada, y la vi. Estaba metiéndose el traje negro por la cabeza, y no me veía a mí. Llevaba un sujetador negro, cosido con hilo blanco, un poco torpemente construido, pero muy interesante. Y unas bragas grandes y anchas, hechas con tela gruesa de vela de barco… Claro que si la pobre no había podido encontrar otra cosa, ¡qué se le iba a hacer! Pero su cuerpo era delgado, esbelto, con unas caderas torneadas como curvas de astronave y unas piernas largas y bien formadas. Como había visto lo que quería ver —el tono satinado pálido de su piel, el ligero vello de las axilas, la grácil pantorrilla sobre el alto tacón—, me volví caballero otra vez y me puse de espaldas de nuevo.
—Ahora, Víctor.
Comenzó a sonar una música muy suave en el magneto, una música que apenas se oía, hecha de susurros roncos y sensuales. Bueno, no era exactamente música. Y ella… Ella era mi sueño hecho realidad. Con el traje negro, largo hasta los pies, un gran escote, unas pulseras de plata en los brazos desnudos, una botella de espumoso de Pharonteón en las manos, y el rostro maquillado y pintado… Los ojos subrayados por sombras azules, los labios rojos, las mejillas relumbrando así como una aurora de Golconda, cuando el cielo comienza a volverse rosado…
—Víctor mío —dijo—. Mi amor.
—¡Francesca! ¡Maldita sea mi alma!
Aquellos ojos intensamente azules me taladraban de lado a lado mientras la gran cabellera rubia se derramaba como espuma sobre sus hombros perfectos. Todo me parecía maravilloso, todo, todo. Dejó la botella de espumoso etcétera en el suelo y nos echamos uno sobre otro. La besé y me besó. Y tenía en mis brazos a una verdadera paidos, la primera. Nos sentamos los dos en el catre y ella abrió la botella. La espuma se derramó sobre sus hombros y, a besos, la quité de allí. Se reía, me cogía el rostro con las manos mirándome con fijeza, como algo muy deseado que por fin ha llegado a ti. Bebimos los dos y abrimos una lata de dulce.
—¿Te gustan los postres?
—¡Más que nada en el mundo, Fran! Pero la sopa, no.
—A mí tampoco.
Tenía calor. Me quité la chaqueta y la corbata pavo real. Dejé la Alakrán sobre ellas. Francesca la vio, pero no dijo nada. Ella misma desabrochó los botones de mi camisa.
—¡Oh, eres peludo!
Ella podía verlo; Michenzell (pobre tonta), no. Seguro que le hubiera extrañado mucho aquello… y menos mal que nadie se había dado cuenta nunca de los ímprobos y ocultos esfuerzos que hacía yo para afeitarme. Ahora fui yo quien la miró cogiéndole el rostro entre las manos. Aquellos ojos azules sonreían y los gruesos labios, rojos como el sol, estaban húmedos y llenos de deseo. Pasé mis dedos por su sedoso cabello. El traje se abrió por un lado descubriendo parte de sus piernas…
—¡Vaya! —dije—. Esto está bien.
—Pensé que una raja ahí te gustaría.
Caímos los dos sobre el catre mientras el magneto continuaba sonando.
Soñé luego que ella y yo estábamos en la cumbre del mundo, coronados los dos de oro y pedrería. Sabía, no sé cómo, pero sabía con absoluta seguridad que algún día la vería así. Pero no ahora, ni en este momento, cuando nos esforzábamos los dos mutuamente en demostrarnos nuestro amor.
Luego, cuando nos quedamos tranquilos (por unos momentos tan sólo), supimos los dos que habíamos encontrado a la persona a quien siempre habíamos buscado, y que ya nunca, así el Imperio durase mil siglos y nosotros con él, podríamos separarnos jamás.
Más tarde, después del último beso, poco a poco, ella tuvo que volverse a poner su espeluznante traje de organdí y bajar para hacer como que cenaba.
—Diré que no tengo ganas, cariño… Farah no insistirá mucho. Diré que estoy cansada y que subo a acostarme… Lo creerán; últimamente no me he encontrado nada bien.
—Pero ¿qué te pasa? ¿Estás enferma?
—Oh, no, nada, amor. No es nada, no te preocupes.
Pero se tambaleaba un poco al salir, y yo me hubiera desgarrado el pecho con las uñas por poder ayudarla, acompañarla y ceñir su cintura con mi brazo, organdí incluido. Pero no podía, no podía, maldición. Era preciso esperar allí, sintiendo pasar las horas y los minutos…
Pero no fueron interminables horas las que pasaron, porque me dormí como un ceporro, y me despertó un roce suave. Ella estaba de nuevo conmigo, a mi lado. Y yo, que no había comprendido nunca lo vendidos que los prohibidos y las prohibidas estaban con su otra u otras parejas, lo comprendía ahora demasiado bien. Porque, por no dejarla, pasaban por mi caletre pensamientos horripilantes: revelarle la verdad a la general Hokusallmi, pedirle que dejase a Fran vivir para siempre conmigo, sacar al berzotas de Taberner de su refugio lleno de mugre y mestizas de Mendel, reivindicar un estatus para los paidos y demás ganado y, en suma, seguir con esto como fuera.
—No te separes, Fran, no te alejes de mí.
—Nunca lo haré, cariño… nunca.
Tenía la voz muy bajita y temblaba en mis brazos. Me pareció que su piel ardía y que, a la luz de las velas, su rostro se afilaba y crecían aquellas sensuales ojeras. ¡Tonterías! El mundo era distinto para mí desde que la había visto esta tarde por primera vez… ¿Esta tarde? ¿O hacía cien tardes que estábamos los dos juntos?
¿Llevármela al refugio? ¡Eso se podía hacer con la hija de unos padres empleaduchos del gobierno o de una compañía minera! Pero no con la hija de la general Hokusallmi. ¡Habría despedazado Golconda para encontrarla!
—¿Tendremos hijos, Víctor?
—¡Ojalá los tuviéramos! Uno, dos, cinco… los que quieras…
—¿Te importaría que se llamasen Hokusallmi?
—Claro que sí. Se llamarán Lanyard.
—No.
—Sí.
—Hokusallmi es apellido finlandés, según dice mamá. Muy antiguo.
—¡Cállate ya, estalentada!
A ver si nos peleábamos ahora. Y para evitarlo no dije nada más, sino que la abracé; y ella se olvidó y se rindió, y no volvió a decir nada sobre aquel asunto. Pero se llamarían Lanyard, vaya que sí. Para distraerla, le conté con más detalle toda la historia de Taberner y las píldoras, y le hablé de Judalong (le cogió algo de celos) y del Mutzbunk, el profesor Garuslap y Dole Mazagrainer. Pareció horrorizada ante las muertes y los incendios, y no tuve más remedio que hacer el amor con ella de nuevo para que se le olvidase el asunto. Las luces de Golconda relumbraban en la noche y se reflejaban en sus ojos, haciéndolos aún más bellos y misteriosos. La amaba y parecía que aquello no iba a tener fin.
Se asustó un ciento cuando le revelé mis verdaderos planes, los que no había confiado absolutamente a nadie y que incluso a mí mismo me aterraba pensar en ellos, de lo atrevidos y salvajes que eran. Pero dijo que si lo hacía yo, bien hecho estaba, y que ella estaría a mi lado y me ayudaría, y que nuestros hijos, los Hokusallmi, ganarían con ello. Lanyard. Hokusallmi. Casi discutimos. Pero nuestro amor estaba por encima de las discusiones. Le gustaba que la besase, y hacérmelo ella a mí; le gustaba que la mordiese en el cuello, y hacérmelo ella a mí; gustaba que la abrazara con fuerza, y hacérmelo ella a mí; lo cual me hacía olvidar el mundo y tener aún más ansias de vivir, de estar junto a ella. Nos habíamos bebido ya tres botellas de Pharonteón, habíamos hablado de nuestro hogar, habíamos calculado nuestro futuro hasta el momento en que los dos fuésemos coronados con oro y pedrería, cuando ella sufrió como una especie de desmayo, justo en el momento en que el sol comenzaba a asomar tras las rocas del horizonte…
—¿Qué te pasa, Fran?
Hizo un gesto raro con su boca maravillosa y enarcó un poco el cuerpo hacia arriba… Pero no contestó. Parecía como si sus ojos estuvieran velados por la niebla. Y su boca se movía suavemente, marcando palabras que yo no oía.
—¡Dime, Francesca! ¿Qué te pasa?
Hizo un gesto muy dulce pidiéndome que pusiera mi oreja junto a sus labios. Oí, muy bajito:
—No puedo hablar.
Y luego rozó mi mejilla con sus labios, muy débilmente, como si no tuviera fuerzas. Traté de levantarla, pero se desmadejó en mis brazos.
—¡Fran, cariño! ¿Qué tienes? —No contestó; sólo hizo unos dulces movimientos con la boca y abrió mucho los ojos fijándolos intensamente en mí—. ¡Fran!
Quise ponerla en pie y resbalé; caímos los dos sobre las espesas alfombras desgastadas que cubrían el suelo, y supe hacer con mi cuerpo un colchón para que el suyo no sufriese daño alguno… Creí que susurraba; en efecto, susurraba. Acerqué de nuevo mi oído a sus labios y escuché:
—Abrázame otra vez, Víctor… la última.
Y así, sobre las alfombras, con ella sobre mí, desmadejada y lánguida, sirviendo mi carne y mis huesos de almohada, yunque y base, nos unimos de nuevo en un abrazo… Entró el primer rayo de sol por la cristalera, y ella estaba blanca como la muerte, insensible y pálida. Apenas respiraba. No cabía hacer más que una sola cosa, y la hice. La vestí con el funesto traje rosa; me vestí yo a mi vez; la cogí en mis brazos y la saqué de allí. A cualquier precio, tenía que pedir ayuda a quien fuese, incluso a la misma general Hokusallmi, si fuera preciso.
Recorrí apresuradamente los corredores, las escaleras, y llegué a su alcoba. Alguien había apagado la tele y recogido los libros, ordenado el lecho y colocado un vaso de leche en la cabecera. La dejé sobre la cama y traté, acongojado, rabiando, de reanimarla. Y entonces me di cuenta de la horrible, espantosa verdad. Francesca de Hokusallmi, mi amor, la única persona con quien yo me había entendido en todo y por todo, no respiraba ya.
Ignoro el tiempo que permanecí allí, a su lado, a aquella horrenda hora de la madrugada, con su mano cogida en la mía e intentando en vano sorprender un latido en su muerto corazón. Fue inútil que besase de nuevo sus labios fríos o acariciase su cuerpo yerto, vestido ahora con aquel traje impropio y espantoso. Poco a poco, se filtró en mi alma la tremenda certeza de que era inútil todo lo que yo quisiera hacer. Mi amada había muerto y nada ni nadie podía volverla a la vida.
Fue entonces cuando sentí una oleada de sangre hirviente subir a mi cerebro y cuando, como en alguna ocasión anterior, perdí por completo el control de mis actos. Supongo que como una fiera salvaje, arrastrándome por estancias y corredores, ocultándome tras muebles y cortinas, llorando, aullando sordamente, conseguí esquivar las guardias y salir de allí, abandonándola para toda la eternidad. No sé si me descolgué por alguna ventana o si salí a través de la tapia siguiendo el camino del hilillo de agua o si pasé por la puerta principal con la suficiente seguridad como para que no se atreviesen a decirme nada. No lo sé, la verdad es que no lo sé. Pero lo cierto es que más tarde, horas o minutos más tarde, mientras el sol naciente comenzaba a iluminar Golconda Central, y nadie había en las calles, y a lo lejos se escuchaban las primeras sirenas de las fábricas, reptaba yo, con la Alakrán en la mano, por el túnel que conducía a la celda del asesino Cavanaugh, de aquel asesino que meses antes acabase con la vida, torturándolos bestialmente, de los dos hijitos pequeños del subjefe de Medidas del astropuerto. La losa saltó sobre sus quicios, impulsada por mis brazos a los que la furia dotaba de una fuerza centuplicada.
—¡Maldito! —aullé—. ¡Aquí está tu destino!
Un viejo espeluznado, con grandes ojos amarillos bajo cejas blancas me miraba aterrado desde el fondo de la celda blindada.
—Mataste a esos pobres niños, ¿verdad? Les cortaste la lengua, quemaste sus manos y pies, echaste ácido nítrico en sus oídos… Esto que voy a hacer es demasiado poco para lo que mereces…
La Alakrán zumbó tres veces. Cuando me retiré de nuevo por el túnel nadie hubiera reconocido al asesino. De aquel rostro espantado no quedaba nada. Aquello desahogó en parte mi furia, pero no la calmó… Continuaba ardiendo en odio feroz hacia los prohibidos; necesitaba matarlos, triturarlos, hacerlos pedazos…
Cosas raras venían a mi cerebro mientras corría, cubierto por el barro del túnel, con el traje hecho jirones.
Sobre la luz rojiza del alba naciente distinguí a Madero.
—¡Corre, Madero! —dije—. ¡Corre al refugio! Tráeme un cartucho de papel pardo que hay en mi escritorio, maldito de Dios, y no lo abras. Tráeme mi churi de un palmo, mi buena churi de hace tiempo, y búscame cerca del stadium del profe Taberner. ¡Vuela, Madero!
Mientras Madero regresaba, para que mis negros pensamientos no me destrozasen el cerebro, me encerré en un pequeño callejón sin salida, me di golpes contra las paredes, me tiré al suelo y, en el colmo del dolor, desgarré mis vestiduras con las uñas. Creo que eché espuma por la boca y, a ratos, perdí el conocimiento, y después no me acordaba de lo que había pasado. Sólo sentía que el sol estaba un poco más alto en el cielo y que los ruidos de las fábricas eran más fuertes.
Corrí, seguido por Madero, hacia el chamizo del profesor Taberner. Continuaba igual la cosa, aunque ya no estaba tan en las afueras. Habían edificado dos depósitos de agua, una tienda de alimentación y un pequeño bloque de viviendas en las proximidades. Pero el chozo seguía igual, con Amalteria sacudiendo una alfombra en la puerta y (supongo yo) el profesor atareado en su laboratorio.
No le di tiempo a la mestiza para discutir. La aparté de un empellón y entré, rugiendo en voz baja, seguido del fiel Madero. Taberner estaba sentado beatíficamente en su laboratorio, en un sillón de plástico duro, con un vaso de licor en la mano, donde flotaba una yema de huevo. Había algún aparato más, de aspecto muy complicado y con pinta de ser de precio. Parecía claro que Taberner había invertido bien nuestros fondos. La otra mestiza, Filoneble, asomó las patillas por la puerta, pero se retiró muy asustada cuando le tiré una botella vacía.
—¡Víctor! —dijo el profesor, levantándose a medias—. ¿Dónde has andado?
—Por todas partes… ¡por todas partes, profesor! Y he venido a ver si ajustamos cuentas…
—¿Qué cuentas tenemos que ajustar?
—¡Éstas…!
Tiré el cartucho de papel con las píldoras rojas sobre la sucia mesa del labo. Taberner se lanzó sobre ellas como un verde furioso y comenzó a contarlas.
—¿Ha mejorado usted la droga? —gruñí yo, palpando la navaja en el fili. Me contenía a duras penas, viéndolo a él tan tranquilo y pensando que tenía la culpa de la muerte de Fran. Madero, con sus ojos achinados, el cutis pardo y los gruesos músculos de bronce saliendo de las mangas cortas, parecía un poco sorprendido. Me miraba a mí, no al profesor. Esperaba órdenes.
—Sí… —dijo Taberner, lanzándome una mirada de preocupación—. La he mejorado… Dieciséis, diecisiete… Ya tengo una píldora para las chicas, como tú querías… y de una sola dosis. También he mejorado el acelerador general. Ahora actúa solo en quince días… He hecho lo que me pediste. Veinte, veintiuna…
Una tercera mestiza, que yo no conocía, entró al labo.
—¿Quién es ésta?
—Arcoiris. La traje hace poco. Veinticuatro…
—Lárgate, Arcoiris, que tenemos que hablar. Y no asomes la jeta por aquí o te la chino.
Saqué la navaja, la abrí y la empalmé, apuntando hacia ella.
—Vete, Arcoiris —dijo Taberner—. Dile a Amalteria y a Filoneble que estén tranquilas… esto es cosa mía. Cierra la puerta.
Me miraba con ojos muy serios, alineando y desalineando las píldoras rojas con los dedos.
—Guarda eso —por la faca, pero no le hice caso—. Faltan dos, Víctor… ¿qué has hecho con ellas?
—Las perdí.
—Sabía que no podía tener confianza en ti… lo sabía. He creado un monstruo, Dios mío.
Se levantó muy deprisa, tirando el vaso de coñac y huevo, y se lanzó sobre mí antes de que pudiera hacer nada. Nada salvo apartar la filosa para no hacerle daño. Eso no entraba en mis cálculos. Pero mientras la apartaba, el profe me abrió la andrajosa camisa con las manos y me tocó la barbilla.
—¡Tienes vello! ¡Tienes barba; estás sin afeitar! ¡Tú has tomado una de las píldoras rojas! ¿Y la otra, maldito, dónde está la otra?
—Le digo que la perdí —contesté, apartándole las zarpas de un manotazo—. ¡Suélteme o lo mato!
Se derrumbó sobre el sillón, cogiéndose la cara con las manos.
—Te dije que no estaban terminadas, que eran muy peligrosas. Para un niño, muy peligrosas; para una chica, probablemente mortales… ¿Qué has hecho?
—¡No he hecho nada! ¡Tenga!
Le metí mi navaja en la mano. Me abrí la camisa, mostrando el pecho desnudo.
—¡Máteme, si quiere! ¡Máteme ahora mismo! ¡Le advierto que es su última oportunidad!
Detrás de mí, Madero lanzó un rugido y fue a interponerse entre la navaja, que pendía blandamente de la mano débil de Taberner, y mi cuerpo indefenso. Con un alarido le hice apartarse de la línea de clave de filosa, encogido y temeroso como un perrito apaleado. ¡Así me gustaba que me obedecieran! ¡Fiel Madero, excelente Madero! Pero la mano de Taberner dejó la navaja, que cayó al suelo. Madero la recogió y me la dio, humildemente. ¡Qué muestra de bondad!
—No… —gimió Taberner—. ¿Cómo puedo hacerte daño yo, si te he creado? ¿Cómo puedo matarte…? Quizá debería hacerlo, pero no puedo… no puedo… Eres como mi hijo…
Aquello sonaba a Garuslap, en ciertos aspectos, aunque papá tenía mucho más carácter que este borracho, mujeriego, vago y abúlico. De elegir papá, prefería al bueno de Garuslap, con todas sus manías, que este despojo humano, que sólo había tenido un descubrimiento en su vida (la droga aceleradora) y, por pura torpeza, no había sabido usarlo para él, dejándose caer en el alcohol y en manos de las mestizas. ¡Tres tenía ya, el barbián!
Me lancé sobre él, que aún farfullaba frases sin sentido, y lo derribé en el suelo.
—Beba.
Puse en su boca un vaso alto, lleno de coñac hasta el borde. Lo apuró febrilmente, chorreándole el líquido por el mentón.
—¿Quiere usted otro, profesor Taberner?
Hizo que sí con la cabeza. Entre Madero y yo le pusimos la botella a gollete en los labios y apuró un dilatado sorbo, aún tumbado en el suelo.
Desde luego, era mucho más fácil que con Dole Mazagrainer… El abuelo aún tenía reaños; Taberner, ni siquiera eso. Había decaído mucho en los dos últimos años, no era más que una piltrafa embebida en licor.
—Le voy a mandar una cosa —y esto diciendo, le coloqué la punta de la filosa en el gaznate—. Una cosa muy importante. Ha tenido usted la ocasión de matarme, y eso es algo que no le he dado a nadie, pero la ha desaprovechado…
—¿Cómo podía hacer eso, Víctor?
—Bueno. Ya sabía yo que no… No tiene usted arrestos. En caso contrario, no le hubiera dado la posibilidad, caray. Aún sé lo que hago. ¡Basta! ¡Sujétale las manos, Madero!
—Sí, jefe.
—Mire usted, Taberner.
Me quité la camisa y le mostré mi torso cubierto de abundante pelo negro. Miré a Madero.
—Enséñale el tuyo… ¡Rápido!
Madero lo hizo. No tenía ni un solo pelo y su aspecto era infantil y triste.
—Si alguien tenía que hacer la prueba —inventé—, ése era yo… No iba a arriesgar a ninguno de mis muchachos. ¿Oyes, Madero?
—Sí, jefe. Muchas gracias. Los otros chicos y yo no sabíamos…
—¡Cállate ahora mismo!
Rocé un poco la garganta de Taberner con la punta de la churi, mientras Madero volvía a sujetarle las manos. En vano fueron los intentos del profesor; Madero tenía mucha más fuerza que él.
—Taberner —dije, irguiéndome—. Taberner, fabricará usted las nuevas píldoras, para chicos y chicas, en cantidades industriales. Le suministraré una fábrica suficiente. Incorporará usted un componente anticonceptivo… no quiero nacimientos por ahora. ¿Me entiende?
De pronto, Taberner se echó a reír como si se hubiera vuelto loco. Babeaba. Me dio miedo de que semejantes carcajadas se oyeran en la calle y le golpeé los labios con el canto de la mano. Pero aún siguió riendo un poco, mientras un hilo de sangre corría por su mejilla.
—¡Industriales! —aulló, retorciéndose, entre risas—. ¡Grandes cantidades! —más risas—. ¡Con anticonceptivo! —nuevas risas, tan locas como las anteriores—. ¡Sí, Víctor! Lo haré, lo haré por ti… Pero no te pongas violento.
La muerte de la infeliz Francesca flotaba en mi mente torturada. Necesitaba a Taberner; si no, lo hubiera matado allí mismo. Aún se reía cuando Madero y yo lo dejamos. Desde luego, Madero estaría ya siempre cerca de él, por si acaso. Nos llevamos una gruesa de la nueva droga, para empezar su administración de inmediato a los niños y niñas con buenas posibilidades de llegar a ser paidos; o sea, a todos.
—Y… ¿sabe usted? —dije, como despedida—. Había una cosa que le preocupaba: mi sentido de la moral. Pues sépalo, profesor, ya tengo sentido de la moral, y bien bueno.
El desgraciado aún se rió más.
Aquella noche, circuló por Golconda Central el rumor de que la hija de la general Hokusallmi había muerto. Fue difundido por gentes sombrías que ocultaban su rostro. Más tarde, hombres y mujeres cuyo aliento olía mal, difundieron el rumor de que la muerte no había sido natural, que no era una insuficiencia de suprarrenales, como se dijo, sino algo más serio. Y que la general había prohibido terminantemente que a su hija se le hiciera la autopsia… El cuerpo fue incinerado al amanecer del siguiente día.
Aquella noche, a solas, medité sobre mi verdadero sentido de la moral, que era muy sencillo. Mis amigos eran mis amigos y tenían razón siempre. Y mis enemigos, por serlo, no la tenían nunca. Por tanto, mi obligación era ayudar a mis amigos, en cualquier caso, y apiolar a mis enemigos. Y mis enemigos, de antes, de ahora y de siempre, eran los odiosos prohibidos, los responsables de la muerte de mi adorada Fran. Si eso no es sentido de la moral, que me lo demuestren.
Aquella noche, cuando en el refugio habían cenado ya, después de trabajar intensamente en las normas de actuación sobre el acelerador Taberner y después de llorar sobre el hombro de Gustavo la muerte de su hermana (el pobre muchacho estaba deshecho, por él y por mí), salí y me encaminé al barrio del astropuerto. Busqué a Borjana, una prostituta de unos dieciséis años, rubia y viciosa, y tras un poco de trabajo logré convencerla para que me llevase a su habitación. A base de espumoso y créditos, hice con ella lo que quise, y después, asqueado, la abofeteé.
Aquella noche, al volver al refugio, arrojé a un pozo sin fondo el talismán de mi princesa, aquel conejito de marfil de imitación que me había dado mucho tiempo antes cuando aún no era más que una niña sin sentido. Lloré, a solas, para que mis paidos no me vieran, y velé ante aquel pozo como si hubiera sido su tumba, la tumba de aquella maravillosa chica paidos que nunca volvería a ver.
Pero eso no me consoló entonces, ni me ha consolado nunca.