Conocí al doctor Garuslap en el mismísimo patio de la Universidad, a no mucha distancia del lugar en que viera por primera vez a Judalong. Estaba juntamente con el Baratijas y con un funcionario de la Universidad, fardado de toga escarlata con galones dorados, que tenía toda la pinta de ser un pez gordo. A la primera ojeada, me di cuenta de que el doctor Atience Garuslap no era ningún invertido, y que en ese aspecto yo no debía preocuparme. O por mejor decir, él; porque a mí la cosa no me preocupaba nada, ya que, en otro caso, no le hubiera acompañado.
Vi que el astroso del Baratijas le daba un codazo y me señalaba con los ojos.
—Ya era hora de que vinieses, hijo —dijo el doctor Garuslap, sonriéndome—. Estaba preocupado.
Yo, por no comprometerme, solté un gruñido, sin más explicaciones. El pez gordo de la Universidad se inclinó hacia mí, poniendo esa cara estúpida que ponen los prohibidos cuando quieren cumplir y quedar bien con los hijos de los demás que, en el fondo, les importan un comino.
—¿Cómo estás, hombrecito? —dijo, y me tendió una mano grande y escurridiza como un perro que llevara dos meses muerto.
Gruñí otro poco.
—Tú y tu papá vais a emprender un viaje interesantísimo —dijo—. E incluso peligroso —añadió—. Quizá no conviniera llevar un niño tan pequeño a una expedición como ésa.
—Víctor no tiene miedo viniendo conmigo —contestó el doctor Garuslap—. ¿Verdad que no?
—No —dije, haciendo un alarde de oratoria. Por mi gusto le hubiera soltado que ni con él ni con nadie, pero algo en el rostro del doctor me detuvo.
He de decir que el doctor Garuslap era un hombre increíblemente alto, y delgado como una lagartija. Tenía el pelo blanco y espeso, llevaba gafas de ésas con el cristal montado al aire, y también tenía la piel muy curtida por el sol. Cuando me dijo eso de que yo no tendría miedo y me sonrió, vi que tenía los dientes blancos y limpios como si fueran de marfil… Pero su sonrisa no era la sonrisa imbécil del que habla con un niño que, claro, por ser niño, es solamente un pedazo de carne, no entiende nada y hay que tratarlo como una especie de retrasado mental distinguido. No. Era una sonrisa de cómplice, de consorte, vamos, para utilizar el término técnico, de alguien que está de acuerdo contigo y te considera su igual.
Mientras el pez gordo y el doctor continuaban hablando (el Baratijas se había eclipsado discretamente en cuanto que el doctor le dio un sobre con su comisión sobre el alquiler de niño de nueve años en buen uso), me dediqué a mirar el coche de imanes que estaba allí al lado, sobre la calzada.
Era un verdadero monstruo. Estaba hecho de aluminio, o por lo menos eso me pareció. Tenía sus buenos veinte metros de largo, articulado en cuatro o cinco trozos, como un gusano, unidos por fuelles de placas de metal. Alcanzaba una altura de tres metros o así, y algo más de ancho. Tenía ruedas grandes y negras, más altas que yo, y además, entre las ruedas, había patas de metal, ganchos, garfios y un sinfín de cosas. Por todas partes tenía bultos, como si no hubieran podido hacerlo liso, y unas cosas como pilas de discos atravesados por un eje… En la parte delantera había unas ventanas redondas, pequeñas, y un parabrisas más grande. No hacía ruido, ni echaba humo, ni nada de eso.
Pasó una estudiante un poco robusta, pero de buen ver, con minifalda roja, y me entretuve tratando de adivinar de qué color llevaba las bragas.
Mientras tanto, el pez gordo galoneado seguía hablando. Decía que era admirable la fama del doctor y que estaban muy orgullosos de que un geólogo de tal fama hubiera venido a Golconda para realizar estudios. Que aun cuando no hubiera depositado la fianza, seguramente la Universidad le habría prestado igualmente el vehículo automotor de influjo magnético; que era digno de ejemplo el que tal expedición la realizase juntamente con su hijo, tierno infante cuyo espíritu se vería templado en las aventuras del porvenir y cuyo aprendizaje sería sabiamente dirigido por un padre digno de un monumento. Me pregunté cuánto dinero habría aflojado el doc Garuslap para merecer tal bombo. El pez gordo concluyó con cien gramos de amor filial, medio kilo de Universidad honrada, unas gotas de ofrecimiento incondicional y un chorrito de posible placa homenaje; revuélvase bien todo, y tírese a la basura después.
—Vamos, hijo —dijo el doc Garuslap, dándome una palmada en el hombro.
No intentó cogerme de la mano, ni llevarme las maletas, y eso me gustó. Aquel tipo y yo nos íbamos a entender bien.
El pez gordo se retiró después de sobarme los bastes de nuevo.
Subimos al coche de imanes por una escalerilla que había en un costado, y el doc Garuslap me indicó un lugar donde poner mis maletas. Cogió una de ellas, la de los explosivos, y casi se le cae.
—¿Qué demonios llevas ahí?
Me dio un ramalazo el estómago. A ver si el viaje terminaba antes de empezar…
—Libros, doctor. Libros para estudiar.
Soltó un gruñido, y no dijo nada.
Por dentro, el coche de imanes tenía menos sitio que un salón de strip-tease de entrada gratuita. Resultaba que sólo el primer vagón articulado era para vivir y conducir; todo lo demás, según dijo el doc, eran imanes, electroimanes, baterías y una máquina de vapor auxiliar, y yo qué sé cuántas cosas más. Allí, en el primer vagón, había dos habitaciones pequeñas, con una litera, una despensa grande llena de latas, un depósito de agua, un armero con dos rifles y unas pocas cajas de munición. Todo el espacio estaba muy aprovechado, lleno de cajones y cajoncitos, con todas las cosas metidas unas dentro de otras, y el techo tan bajo que el pobre doc tenía que andar encorvado. También había un servicio y una ducha de ultrasonidos.
Lo que no he logrado comprender es cómo el doc conseguía que aquel aparato se moviese. El cuadro de mandos era la cosa más condenadamente liosa que he visto en mi vida. Había como mil interruptores de distintos colores que, según dijo el doc, manejaban los imanes de que se componía el vehículo automotor, etc., etc. Había además mandos para las ruedas, los garfios, la máquina de vapor, y todo eso. Una silla con cinturón de seguridad estaba bien enclavada en el suelo de aluminio, frente a los mandos, y detrás de ella, otras dos. Yo ocupé una de éstas y el doc la primera.
Comenzó a darle a los interruptores, consultando continuamente una pantalla donde aparecían flechas de distintos colores; y de pronto me di cuenta de que, sin un ruido, el chisme aquél estaba andando muy despacio. Poco a poco, comenzó a correr más y, a través del patio de la Universidad, salió al astropuerto, lo pasó de lado a lado, y se metió en plena Golconda salvaje. Todo ello con el doc Garuslap pendiente de la pantalla de las flechas. Me di cuenta de que, en cuanto una de éstas cambiaba en algo, se hacía más corta o más larga, o giraba, el doc le metía mano a los interruptores hasta que las cosas se ponían en orden. El condenado coche aquel no hacía un movimiento brusco, no giraba violentamente, ni se inclinaba. Parecía que flotase en el aire. En cierta ocasión, se fue hacia un poste de hormigón con una tranquilidad pasmosa, y al doc le costó un triunfo desviarlo de allí. Pero cuando salimos a desierto libre, el doc descansó, dejando que el coche fuera por donde le diera la gana; o por lo menos, eso me pareció a mí.
Atado a mi asiento con el cinturón de seguridad, cosa que no me explicaba, porque aquello iba suave como jabón, miraba yo por la ventanita redonda las huellas de las caravanas, los agujeros como cáscaras rotas de los pozos de agua ya agotados y, a lo lejos, las grandes ruedas y maquinarias de la mina Comalzi y Douro, que explotaba el legendario filón Preslov. El terreno, aquí, no era tan liso como en Golconda Central, y pronto el coche de imanes comenzó a dar botes a un lado y a otro, sin dejar de avanzar cascando rocas bajo sus grandes ruedas. Así que comprendí la utilidad de los cinturones.
Los colores eran muy llamativos: el verde y negro de aquella roca con que estaba hecha la casa de Francesca, el rojo de otras rocas, y el amarillo de otras. Yo no sabía el nombre de ninguna, palabra. Aquí no había yacimientos. Los habían agotado en los primeros tiempos, o eran propiedad de alguien. Los mineros tenían que marchar cada vez más lejos para encontrar algo bueno. Aquí sólo había pozos vacíos. Les habían roto la burbuja superior, habían sacado el agua y se la habían bebido. Más lejos, a medida que te metías dentro de Golconda salvaje, los pozos eran una cosa rara, y sólo encontrabas uno por chamba. Hablo de oídas, que yo no había salido de Golconda nunca, salvo los cuatro pasos que había hasta el refugio.
No he dicho que el refugio es una mina abandonada que hemos arreglado, tabicado y preparado bien. Por eso allí no puede encontrarnos nadie. Tenemos ventiladores, un grupo electrógeno de aluminio, frigorífico, luz eléctrica, biblioteca, despensa, bodega y arsenal. Es cómodo y seguro, y con una salida para caso de apuro mediante un túnel estrecho que va a parar a tres millas de la entrada.
Pensaba yo en los amigos, cuando el doc Garuslap me habló.
—¿Tranquilo, Víctor?
—¿Por qué no? —contesté.
—Claro —dijo él—. ¿Por qué no?
Y durante un rato, no habló más.
Cuando habló otra vez, dijo:
—¿Quién eres, realmente?
—Soy un huerfanito —contesté—. Mi padre y mi madre murieron hace dos años, en el hundimiento de la mina Gran Cañón; la mina de jaspe, usted sabe. Estuve en el hospicio y me escapé. El Baratijas cuidó de mí.
—Claro que sí —dijo el doc, con un gesto tal que estaba dando a entender claramente que no me creía una maldita palabra.
—Yo aún salí bien —continué, muy animado y contento por soltarle todas esas bolas—. Peor fue para Mary Lou y para Juanito…
—¿Tus hermanos?
—Sí, doctor. Mis pobres hermanitos pequeños. Desaparecieron y nunca más he vuelto a saber de ellos.
—Es una pena —dijo, con el mismo sentimiento que si hubiera dicho que no tenía lumbre.
El coche continuaba dando tumbos, cada vez mayores, sobre el terreno lleno de pedruscos sueltos. En una ocasión, las ruedas cogieron una cáscara de pozo y se atascaron. El doc hizo algo con las palancas y el coche se levantó en el aire, supongo que sobre las patas y garfios que había visto… y siguió adelante, después de casi caerse de lado. Gracias al cinturón de seguridad no me escuerné la cabeza.
—Necesito mucho esos dos mil pavos —dije, cuando hubo pasado el incidente—. Un detective privado me ha dicho que puede encontrar a mis hermanos.
—Eres un mentiroso —dijo él—. Lo haces bastante bien, pero se te nota. A otro que no fuera yo, lo habrías engañado.
Las clases prácticas siempre me han interesado.
—¿En qué se me nota?
—No sé decirte. En la expresión, quizá. Parece como si te estuvieras riendo en el fondo, amigo. Tienes que dominar eso; si no, nunca podrás mentir bien.
—Sí, doctor.
—No me llames doctor, amigo. Acuérdate, dime siempre papá. Es preciso que te acostumbres por si encontramos a alguien.
—Sí, papá. Pero tú eres tan geólogo y tan doctor como yo.
—Naturalmente.
Aquel día no hablamos más. Continuamos el viaje hasta que hicimos noche a más de trescientos kilómetros de Golconda Central, en un valle lleno de enormes cristales de color morado, altos como torres y terminados en punta. Entre los cristales había, a veces, masas de una cosa blanca como harina, durísima. Le pregunté al doctor Garuslap qué era aquello y dijo, con una voz tal que no parecía demasiado seguro, que creía que era cuarzo. No se veía un alma ni se escuchaba ningún ruido, de manera que cenamos un par de latas, con buenos tragos de agua filtrada, y nos dormimos dentro del maldito coche, con la puerta bien cerrada.
La verdad es que durante la semana siguiente no hubo más novedad. El coche de imanes corría por las quebradas y los valles, saltando espantosamente, trepaba por paredes casi verticales, gracias a los garfios, y se detenía de noche. El doc iba trazando el rumbo en un plano que había en la consola de mandos, y así sabía yo que nos dirigíamos más o menos hacia el Mutzbunk, que era lo único que me interesaba. Por otra parte, el doc no hablaba apenas. Sólo algunas palabras para darme los buenos días, decirme que tuviera cuidado, o cosas así. No pretendía nunca que yo le hiciera las cosas, Mortimer. Ya sabéis que los prohibidos son barsania chupones en el asunto. Vamos, quiero decir que, cuando hay un niño a mano, las órdenes van que vuelan. Que si tráeme el periódico, que si tráeme agua, que no hagas ruido, que te calles, que no te metas los dedos en la nariz, no te comas las uñas, tráeme las zapatillas, enciende la cocina… etcétera. El doc Garuslap, no. Si quería una cosa, la cogía él. Si había que cocinar, lo hacía él, aunque casi siempre comíamos de lata fría. De alcohol nada, y de fumar, menos. La primera vez que me vio con un cigarrillo en el hocico, hizo un gesto de extrañeza. Un gesto de extrañeza pequeño, ¡eh! Y no dijo ni una sola palabra, de manera que fumé lo que quise. A cambio, él leía libros a montones, porque se había traído un fajo, y además oía música, una música rara que no había quien la aguantase. Cuando le pregunté qué era eso dijo:
—Música clásica, Víctor.
Pues qué bien. El planeta seguía desfilando bajo nuestras ruedas, con rocas de todos los colores, y me maldije por no saber cómo llamarlas. Por cierto que el doc no me ayudaba en eso; si yo no sabía una cosa, no me la explicaba. Dejaba que la aprendiera yo. Aunque me fijé mucho en la manera en que manejaba el coche de imanes, no logré comprender cómo aquello tiraba para alante. Se lo dije y me contestó:
—En Golconda hay un magnetismo intenso y variable, como debes saber, hasta el punto de que los vehículos de hierro no pueden desplazarse. Incluso conseguir que una astronave aterrice es un triunfo técnico y una complicación terrible para el personal del astropuerto. ¡Malditos tapones! Pues bien, el coche de imanes es un experimento hecho para tratar de conseguir un móvil adecuado. Es de aluminio, no susceptible al magnetismo, con imanes distribuidos en toda su estructura. El flujo magnético del planeta, que es variable, ejerce unas fuerzas que yo controlo con los mandos. La pantalla me muestra las fuerzas en acción; yo me limito a conseguir la resultante variando los flujos de los imanes y electroimanes, y su orientación. En el fondo es bastante sencillo. Lo único malo es que resulta brutalmente caro; es más barato usar mulas o caballos. Ya ves, yo no sé manejar una mula.
Esto me extrañó porque hasta los muertos del cementerio saben manejar una mula, y no creo que un coche de imanes les hiciese apaño. Además de que, igual que yo, no hubieran entendido una palabra.
Hasta entonces no habíamos encontrado a casi nadie, salvo alguna caravana de mineros, arreando sus mulas, con el gran vagón Conestoga detrás, con las ruedas de tres metros de anchas, el depósito de agua, y toda la historia. También algún campamento o alguna explotación de minerales raros, y hasta pasamos cerca de la mina Comers y Black, la que domina el filón aurífero… No nos acercamos, ni mucho menos, sino que pasamos de noche, viendo las luces a lo lejos. Al doc Garuslap, como a mí, no le gustaba la gente. De vez en cuando, decía:
—¡Malditos tapones!
Y yo no lo entendía, hasta que me di cuenta de que los tapones que llevamos en la nariz para respirar y que ni siquiera pensamos que están ahí, a él debían de hacerle daño. Esto me encendió una luz en la cabeza. El doctor Atience Garuslap no era de Golconda… ¡era de otro planeta! Desde que llegué a esta conclusión, me prometí a mí mismo sacarle de dónde venía y cómo era su mundo. Éstos eran pensamientos que me venían a la cabeza así como así, y que a veces daban buenos resultados. Pues eso.
Yo le notaba al doc unas ganas cada vez mayores de hablar conmigo, como si la soledad hubiera empezado a hacerle efecto, que es lo que le pasa a la gente que está acostumbrada a menearse en medio de una mara, y que si la sacas de allí, mochales perdida. Iba el hombre puramente encostiñado en sus pensamientos, como quien dice. Yo lo había diquelado bien estos días, y hasta en plena faena de coche de imanes y todo el asunto, iba bien fardado, con chupa de piel con buenos bolsillos (filis, técnicamente hablando) y un revólver al cinto que era para tenerle canguelo, tal era su calibre, no más abajo de un buen cuarenta y cinco centésimas de pulgada.
Yo le sorprendía a veces. Le dije, en una ocasión:
—Tranquilo, papi, que aunque te estén encerrando los dobles, con esa pinta de farfaró, créete que no se enamoran de ti.
No entendió una palabra, el pobriño. ¡No chamullaba la parla del duy, por muy doc que fuera y todo eso! Pues bueno. Viva la tierra de la alegría.
—¿Quién te ha enseñado a hablar así, amado hijo Víctor? —me preguntó.
¡Encima se me cachondeaba el tío, y quería quedarse conmigo!
—La vida, venerable padre —dije—. En las undosas ondas de la… de la eso… se aprende de todo.
—Me parece bien, porque el saber no ocupa lugar —a veces hablaba como los libros de cincuenta créditos encuadernados en piel y firmados por el autor—, pero eso que me has dicho, dilo en interlingua a ver si puedo entenderte.
—Que tranquilo, padre del alma, que aunque te sigan los inspectores de vigilancia, con ese aspecto de clérigo que tienes no se fijarán en ti.
—Okapa, okapa —contestóme—, Roger, Roger. Copiado al ciento por aquí, mi hermano. Santiago nueve más veinte, radio cinco supertotal.
Ahora me había basureado a modo, me había tirado al suelo y había bailado encima de mi cadáver. Hasta que me explicó que eso era la jerga que se utilizaba en las comunicaciones por radio y que si no la entendía, peor para mí, porque así, cada vez que le hablase en caló él me contestaría en aquello. De manera que aprendí la lección de una vez por todas y decidí chamullarle en cristiano de allí en adelante.
Atravesamos un lugar espantoso, donde arcos de roca viva se cruzaban sobre grandes lagos de lava hirviente. Teníamos que llevar el coche totalmente cerrado, por la cantidad de gases que había fuera. Pasábamos sobre los arcos, que a veces hasta se cimbreaban bajo nuestro peso. De algo debía de andar huyendo mi papá cuando tomaba tantas revueltas para ir al Mutzbunk, en lugar de encaminarse en línea recta. A veces, eran tan complicadas las maniobras que había que hacer, que al pobre hombre le faltaban manos y tenía yo que ayudarle tirando de una palanca o moviendo un mando, mientras él se despepitaba sobre el cuadro de dirección. Si hubiera de contar aquello, necesitaría días enteros, y por eso no lo cuento.
La cuestión es que llegamos a una llanura completamente lisa, y fabricada exclusivamente con arena gorda de la mejor calidad. El color era amarillo, y la arena resistía muy bien las ruedotas del coche de imanes, que corría que se las pelaba, con todas las flechitas de la consola de mandos transformadas en una sola flecha azul grandota que apuntaba hacia adelante. De vez en cuando, una flechita amarilla o verde surgía a un costado, y el doc, digo, mi papá, movía una palanca del mismo color que la flechita (véase cómo iba comprendiendo el truco) hasta que desaparecía y la flechota azul recobraba su inicial estado de fuerza. No habíamos hablado nada mientras atravesábamos los arcos y la lava ardiente, pero después a mi papi Garuslap le dio por hacerlo.
Esto sucedió porque en cierto momento apareció una flecha blanca a la derecha de la azul, y yo, decidido a jugarme el todo por el todo, zampé los bastes en una palanqueta blanca y, antes de que papá dijera pío, la moví hasta que la maldita flecha blanca desapareció. Papá Atience Garuslap se volvió hacia mí y me miró muy fijamente a través de las gafas.
—Desde luego —dijo—, eres algo distinto. No sé cómo calificarte bien, pero te comportas con una seguridad y una firmeza que no es nada normal a tu edad. Tienes nueve años, ¿no es así?
—Sí, señor padre. Nueve añitos enteros y verdaderos.
—No te va bien ese tono de burla, hijo mío, y mucho menos hablando con tu padre —dijo, con cierto tono de amenaza—. Pero dejémoslo. Estoy seguro de que cuando haya alguien delante vas a saberlo hacer muy bien. Estamos muy cerca del Mutzbunk, y aunque creo que las cosas se desenvolverán adecuadamente, no estará de más tomar precauciones.
—¿Qué vamos a hacer allí, papá?
Calló durante unos segundos, mientras el coche corría en silencio sobre la arena.
—Voy a recuperar una cosa que se perdió, y para eso te necesitaré. Hay sitios por los que se debe pasar, que son demasiado estrechos para un hombre. Sólo un niño puede hacerlo, y creo que mejor que tú no lo haría ninguno. Nunca he conocido a un niño como tú.
—Supongo —contesté— que se refiere usted, padre, a los de su planeta… ¿Cuál es?
—La Tierra —dijo—. Aunque no lo creas, soy de la Tierra misma. Nací allí, y viví unos cuantos años en ella. He visitado casi todos los planetas del Imperio. Pero el que mejor conozco es la Tierra.
—¿Dónde vive el Emperador? ¿En la Tierra mismamente?
—Justo, Víctor, en la Tierra. Yo he estado en la capital imperial, Teherán, donde vive el Emperador, Su Alteza Ciro Sha Quajar, con su corte de ladrones.
—No le aprecias mucho, ¿verdad, papá?
—Puedes creer que no. Y él a mí tampoco. Me conoce bien, por lo menos de oídas, aunque no por el nombre que llevo ahora. Para decirte la verdad, sé que dos doctores pertenecientes al Instituto Imperial de Investigación me siguen… Todas estas vueltas y revueltas que hemos dado tienen por objeto despistarlos, suponiendo que hayan averiguado lo del coche de imanes y que me dirijo al Mutzbunk. No lo creo, pero he de tomar precauciones y ahora dime, ¿qué sabes tú del Emperador y del Imperio?
Puse un hocico muy largo, porque la verdad es que no sabía nada, ni de una cosa ni de la otra. Mis conocimientos se limitaban a Golconda Central, y nada más.
—Bueno —dijo—. Eso es porque no lees. Siempre te he visto pensando en las musarañas, mientras yo me dedico a leer. Los libros te lo enseñarán todo, Víctor; no los desprecies.
Y tuve que reconocer que tenía razón.
—Supongo —continuó— que no sabes nada de Golconda. Mira, se colonizó hace unos treinta años solamente. Una nave exploradora lo descubrió y tomó muestras. Comprobaron que era un planeta de una riqueza mineral enorme; una gran mina, hijo mío. Sin mares. Completamente sólido. Con pozos de agua escondidos en el terreno, bajo cáscaras de lava. Dotado de una atmósfera difícilmente respirable que obliga a usar filtros en la nariz: estos tapones que tanto me molestan. Pero el Imperio no podía prescindir de un tesoro como éste y decidió colonizarlo. Aquí nadie hubiera venido voluntariamente, como fueron los colonos a Gander, el planeta agrícola, o a Nílfide, el planeta de las pesquerías, o a Samar, llamado la segunda Tierra, por la variedad de sus recursos. Pero había que poblar el nuevo planeta, Víctor, y para ello hubo que recurrir a la gente que se hallaba en las cárceles de nuestro glorioso Imperio. Siempre que se presenta un caso semejante, nuestro magnánimo Emperador libera a todos los presos… a condición de que vayan a habitar el planeta en cuestión. Si alguno se niega a ir, puedes creer que su salud se resiente y su vida se acorta… Todos los presos están sujetos a esa servidumbre cualquiera que sea el delito que los ha llevado a la cárcel, tanto si han asesinado como si no están de acuerdo con la política imperial. Se les suministra alimentos y filtros, viviendas y agua, herramientas y maquinaria, y se les dice: «Aquí hay minerales y si no los explotáis os abandonaremos». Se establece un retén de la Guardia Imperial, un almacén de suministros básicos, y ¡adelante! Hace treinta años que eso pasó en Golconda…
—No sabía… —dije, con un hilo de voz.
—¡Claro! No lees… ¿qué vas a saber? Aunque eso no viene en los libros; o si viene, se le llama «Colonización acelerada mediante reducción de pena», o algo semejante.
»Al principio se produjeron verdaderas batallas, hasta que la Guardia Imperial, atrincherada en sus dominios, empezó a escatimar los alimentos y los filtros atmosféricos. Luego, al no tener otra opción, los “colonos” aprendieron minería y comenzaron a trabajar. El Emperador, como siempre, fue magnánimo. Algunos sobrevivieron y vosotros sois sus descendientes, descendientes de criminales o descendientes de hombres justos que fueron a la cárcel por no someterse a la arbitrariedad. Mucha gente está descontenta de la forma en que gobierna Ciro Sha Quajar, y aquellos que lo manifiesten acabarán en sus mazmorras.
Yo iba a lo mío.
—¿Por eso salen tantas naves todos los días?
—Por eso. Son envíos de minerales refinados, de piedras preciosas, de metales raros. Lo curioso es que todavía no ha llegado ninguna a su planeta de destino. Ni siquiera las que salieron hace veinticinco o treinta años.
Esta vez me dejó turulato. ¿Cómo era posible semejante barbaridad? El coche daba pequeños tumbos sobre la arena, y yo miraba al doc… a papá, con tal expresión de sorpresa que condescendió a explicármelo.
—Hay dos clases de naves estelares o, por mejor decir, tres. La primera, que es la de menor costo, sólo alcanza una velocidad de dos tercios de ce… Bueno, hombre, de la velocidad de la luz… unos doscientos mil kilómetros por segundo. Éstas se utilizan para la carga normal. En el Imperio, las cosas se planifican a muchos años vista, eso es lo que dicen. Las cargas de lingotes de hierro, níquel, cromo y vanadio del planeta Golconda resultarían a un precio prohibitivo si se utilizase otro sistema. Golconda ha estado enviando ese tipo de naves a todos los planetas del Imperio desde que empezó a extraer minerales. Pero la primera llegará a Barlión, el más próximo, dentro de unos siete años.
Suponiendo que hoy se hubiera enviado una nave con cien toneladas de hierro, y una tonelada de metales raros, a la Tierra, tardaría cerca de ciento veinte años en llegar. Son cáscaras de metal, con motor y sin tripulantes, ¿entiendes?
—Sí… Pero ¿la comida?, ¿lo que comemos aquí? ¿La gente que viaja?
—Van en naves capaces de trasladarse por el hiperespacio, de gran costo y difícilmente controlables. Se sabe la fecha de salida, pero no con exactitud la de llegada. En el hiperespacio existen cosas desconocidas aún. Las variaciones no son grandes, pero una nave puede llegar un mes antes o un mes después de lo previsto, como máximo. Ahora, Víctor, te aseguro que sólo se usan para casos imprescindibles, como transportar pasajeros o correo… y este último, escrito en hojas tan finas que mil cartas no pesan ni un kilo. Cada palabra vale una fortuna. Por eso no llegan muchos viajeros a Golconda… ni a ningún otro sitio.
—Pero dijiste, papá, que había tres clases de naves.
—Bueno, sí. Dale a la palanca violeta… un poco más arriba, eso es. Te las arreglas bien, Víctor. Las terceras naves son las de guerra. Propiedad exclusiva de Su Majestad Imperial. Armadas con lásers, cañones atómicos, mondaplanetas, cargas de gravitación profunda y todo lo que puedas imaginar. Tienen compensadores de hiperespacio, y logran que el momento de llegada sea el previsto, con toda precisión. Hay gran variedad de clases de transportes, desembarco, carriers, cruceros, avisos, todo lo que te imagines.
—Sería difícil competir con esas naves, ¿verdad, papá?
—Desde luego, hijo. Pero aunque alguien tuviera una flota semejante, la batalla estelar resultaría una función de circo. En el hiperespacio no se puede combatir, porque los instrumentos de detección no funcionan. Para que entiendas un poco el hiperespacio te diré que es como si te tiras a una piscina y buceas con los ojos cerrados. Calculas que vas a salir al otro lado, más o menos, pero no sabes dónde estás ni puedes defenderte ni atacar.
—¿Qué es una piscina? ¿Qué es bucear?
—Perdona, Víctor… no recordaba… No hay piscinas aquí. Bueno, no tiene importancia. Lo cierto es que cuando vuelven al espacio normal, sólo pueden alcanzar lo mismo que las demás, dos tercios de ce. ¿Qué batalla se puede entablar si todas las naves tienen el mismo armamento y la misma velocidad? Sólo cabe escalonar naves y lanzarlas contra el enemigo. Disparar sólo una vez cuando se cruzan entre sí. Luego, dar la vuelta y volver a empezar. Si escalonas mil naves que se cruzan con diez, es posible que las mil acaben con las diez, o con algunas de ellas. Pero si enfrentas mil naves con otras mil, las pérdidas serán similares. ¿Lo entiendes ahora?
Lo entendía perfectamente, y me hubiera dado mil patadas por creer que sólo con la experiencia del hampa de Golconda iba yo a poder… Seguramente tenía razón mi papá, necesitaba leer mucho. Y enterarme de todo.
—Ya ves —continuó él, con los ojos perdidos en la distancia—. La colonización no siempre es una hazaña gloriosa. Muchas veces encierra una historia sórdida, llena de muertes y traiciones. El hombre no espera para colonizar a tener esas naves hiperlumínicas, que van de aquí a la Tierra en una hora. No, tan pronto como tiene una carraca que saca tres millas al minuto, se lanza al espacio. Son cosas que pasan. En fin, hijo, sabes que no bebo alcohol, pero creo que hoy nos merecemos una copa de brandy. —Paró el coche.
Sacó una botella y sirvió dos copas, poniendo un poco menos en la mía. Hice un gesto con el morro y, con una sonrisa, me la llenó hasta su mismo nivel. Después, salimos del coche para andar un poco.
—Bustrofedón era como una gran espiral. Las mujeres, al amanecer, cavaban en las playas en busca de micrófonos. Te sonará extraño, pero les llaman así. Son unas conchas exactamente iguales que los micros de radio, hasta con unas hendiduras que imitan perfectamente la rejilla para hablar. El que tiene posibles va a Nílfide sólo por poder comerlas recién pescadas. ¿Qué puedo decirte del sabor? Divino, incomparable… todas las palabras se quedan cortas. Esa carne rosada que se saca con un tenedor de dos puntas, aún viva, y que no necesita ningún jugo o condimento… ¡Maravilloso! También estuve en el planeta Quajardasht (el campo de Quajar, significa, en la vieja lengua), donde fabrican armamento y maquinaria pesada. Está estrechamente controlado por las tropas de Su Majestad, y sobre todo por el Cuerpo Especial de Policía Secreta del Imperio, la NIRAM.
De estos bofias no había oído yo nunca chamullar nada. Debían de ser muy especiales, en efecto.
—Fabrican allí lásers de todo tipo, proyectiles nucleares, cargas de gravitación, rayos de luz sólida, y también esa compleja maquinaria que son los mondaplanetas. Apenas estuve quince días estándar, y sólo pude salir gracias a buenos amigos y correligionarios. Sé que algunos de ellos murieron después a manos de la NIRAM… Pero como puedes ver, Víctor, no se han permitido planetas que pudieran subsistir con sus propios recursos. En Stolen IV se produce madera y grano, pero necesita carne y maquinaria de otros sitios. En Uoeno se dedican a la maquinaria de precisión: electrónica, microfusión, computadoras, relojería y demás. Pero los alimentos han de venir, en su mayor parte, de planetas agrícolas como Punto 5, Gander, o Samar. En Lexter, el mundo cruce (está situado casi en el centro de los demás), la principal actividad es el transporte y el servicio general. Necesita casi todo de otros planetas. No hay uno solo que pueda vivir sin ayuda, salvo la Tierra, y quizá Samar, la segunda Tierra. Como puedes comprender, esto es un sistema organizado perfectamente por Ciro Sha Quajar. Ningún planeta puede sobrevivir por sí mismo; necesita a los demás, y solamente la mano de hierro del Emperador puede distribuir entre todos los productos necesarios.
—¿Y es que habría otra manera? —dije yo.
—La habría. Un gobierno compuesto por representantes de todos los planetas, con sede en la Tierra y un justo intercambio de materiales. Una mejor distribución de las inversiones públicas. Un nivel de vida similar para todos. El cese de las colonizaciones forzosas. La libertad de información. La empresa sometida a la Ley. Sólo así seremos hombres algún día, hijo mío. Ya te contaré alguna vez la irresistible ascensión al poder de Ciro Sha… y sabrás cómo ese pretendido Imperio estelar no es más que un amasijo de corrupción y sufrimiento… como los Imperios históricos.
—Enhorabuena —dijo una voz grave, a nuestras espaldas—. Eso es lo que llamaríamos una confesión completa.
La sorpresa no nos impidió esbozar un movimiento para volvernos. Pero otra voz, un poco más aguda que la anterior, nos cortó en seco.
—¡Quietos ahí! ¡Ni un movimiento!
Vi con el rabillo del ojo cómo unas manos peludas registraban rápidamente a mi padre. Le quitaron el pesado revólver y un cuchillo que llevaba escondido en una bota. Esperé mi turno, para ver cómo desaparecía mi preciosa Alakrán, pero a mí no me registraron. Se limitaron a quitarme el cuchillo de monte que llevaba en la cintura, y que, al ser adecuado a mi tamaño, tenía la longitud aproximada de un mondadientes.
—Volveos los dos, despacio y con las manos en alto.
Lo hicimos. Eran dos hombres altos, muy bien fardados con guerreras de lona verde, pantalones de montar y botas lustrosas. No daba la impresión de que hubieran atravesado el desierto a pie, ni mucho menos. De forma que debían de tener algo escondido por allí, porque parecían los dos recién salidos de la sastrería. Uno de ellos, el de las manos peludas, tenía barba espesa, negra, y el rostro de rasgos afilados, con nariz larga y ojos muy hundidos, que por cierto brillaban como brasas. El otro era más bajo y gordo, afeitado hasta hacerse sangre, con los ojos grises y redondos como huevos duros, y la boca entreabierta, mostrando unos dientes amarillos. Los dos tenían en las manos grandes pistolas láser, del mismo modelo que las que usa la pasma imperial.
—Aunque ya nos conoces —dijo el alto—, tendremos el honor de presentarnos. Soy el doctor Pahlrod, y mi compañero es el doctor Reza Hossein. Como es lógico, somos miembros de la NIRAM, lo que constituye un honor para nosotros, sobre todo cuando ayudamos a eliminar a los traidores a la Primera Persona del Imperio.
Mi padre guardó silencio, y yo decidí lloriquear un poco para cubrir las apariencias.
—¿Qué… qué quieren estos hombres, papá? —hipé, soltando lagrimones como garbanzos—. ¡Me dan miedo!
Tengo la facultad de llorar cuando me da la gana. Pero si esperaba conmoverles, estaba tan equivocado como el mulo que quiso estudiar para juez.
—No les he visto a ustedes nunca —dijo mi padre, serenamente—. Soy el profesor Garuslap, geólogo de la Universidad Central de Cántor, y éste es mi hijo Víctor.
—¿Garuslap? ¿Es ése el nombre que usas ahora? A nosotros nos parece que, cuando te hacías llamar «el Dios Telefónico» en la Tierra tenías el mismo aspecto que ahora.
Lloriqueé otro poco, algo así como una dosis media, adecuada para policías duros pero humanos. Comprobé que éstos eran duros. Me dieron un tirón de orejas de lo más fuerte que he sentido… Me temblaron los bastes, que aún tenía bien levantados en el aire, y juré que…
—Soy el profesor Atience Garuslap —insistió mi padre—. No sé lo que quieren ustedes, pero, por favor, no le hagan daño a Víctor…
—También tienes cara al venir aquí con tu hijo —dijo el doctor Pahlrod—. En el supuesto de que lo sea… ¡Tírate al suelo, Garuslap!
Mi padre lo hizo inmediatamente, mientras yo continuaba con mis lloros, calculados esta vez con el nivel justo para que correspondiesen a un niño asustadito, pero que no hace mucho ruido. No me apetecía otro tirón de orejas. Sólo quería que se distrajeran un momento, un momentín de nada, un pelito de tiempo…
Pero no se distrajeron. Pahlrod se sentó a mi lado y arrastró consigo una mochila de cuero que llevaban. Me indicó que me sentase, y lo hice, aprovechando para bajar los brazos como quien no quiere la cosa. Reza Hossein continuaba apuntando a mi padre, tumbado en el suelo boca abajo; después, le puso unas esposas gordas de buen acero. Pero ¡cómo se las puso!
Le subió un brazo por encima de la cabeza, y el otro se lo dobló a la espalda. Así, le colocó las esposas, y el pobre papi se vio obligado a enarcar el pecho para poder dominar algo la tensión. Aquello debía de doler como un sifonazo o quién sabe si más, porque tenía los brazos tensos como la cuerda de un arco. ¡La pucha! Aquello se presentaba rematadamente mal…
—Vamos a ver —dijo el doctor Pahlrod, cogiéndome de un bracito y apretando—. Vamos a ver. Saque usted el material, doctor Reza Hossein.
Se trataban con tal ceremonia, ni más ni menos. El Reza Hossein abrió la mochila y sacó un látigo de alambre, una batería pequeña conectada a una picana eléctrica, un gran paño de manta, muy seboso y sucio, y una colección de alicates brillantes (o eso me parecieron) en un estuche de terciopelo verde.
—Escucha, Garuslap —dijo Pahlrod, apretándome más el brazo, hasta que me di cuenta de que mi obligación era chillar durante media cuarta de tiempo. Y lo hice—. Vamos a empezar contigo y si no conseguimos nada, tu hijito pagará el gasto. Empiece por un par de latigazos, doctor, si le place.
Reza Hossein atizó media docena de golpes en la espalda de mi padre. La cazadora se rajó como una granada, y se manchó de sangre.
—¡Papá! —aullé—. ¿Qué te hacen? ¡Llama a la policía!
Pahlrod se echó a reír.
—Nosotros somos la policía, niño imbécil.
Reza Hossein esperaba, con el látigo de alambre en la mano. Mi padre gemía sordamente, revolcándose en la arena, no por los latigazos, sino por la espeluznante tensión de las esposas.
—Este éxito es sólo nuestro —continuó Pahlrod—. Te seguimos la pista hasta Golconda Central, y nos enteramos de lo del coche de imanes. De dónde has sacado a este niño repugnante no lo sabemos, pero verdaderamente espero que sea tu hijo. Así nos divertiremos más. El mérito entero será nuestro, hijo de la gran cabra. Ni siquiera la general Hokusallmi sabe que estamos aquí… La Primera Persona, Luz de los Hombres, nos premiará a nosotros solos cuando tengamos tu confesión. Veamos.
Sin soltar la pesada láser (Reza Hossein sí que la había guardado en la funda), encendió con la otra mano un cigarrillo. Vi de inmediato que no estaba preparado para el aire de Golconda. No tiraba, y lo tuvo que arrojar al suelo.
—Hace dos años estándar, en la Tierra, mi amado Garuslap, pusiste un servicio telefónico de información. Conectaste a tu teléfono un aparato, no sabemos cuál, que emitía ondas. Encontramos los restos fundidos en tu oficina. Nadie pudo sacar gran cosa de aquello. Pero sabemos que, cuando hablabas con alguien, esas ondas actuaban sobre su cerebro, causando un efecto semejante a la hipnosis profunda. Convencías a la gente para que conspirasen contra Su Majestad Imperial… A veces, cuando se trataba de persona de fidelidad acreditada, tu aparato fallaba. Pero en los tibios, los descontentos, los que en el fondo de su negro corazón odiaban a la Luz de los Hombres, tu mecanismo maldito actuaba. Hemos ejecutado a bastantes de esos malnacidos, traidores al Sha y al Imperio. Pero necesitamos ese aparato… puesto que puede sernos muy útil, en el sentido contrario. Parece que eres un mago de la electrónica, Garuslap, si es que ése es el nombre que usas ahora. Así que sé bueno y explica detalladamente cómo se monta esa maravilla.
—No sé de qué me hablan —dijo mi padre, trabajosamente—. Soy Atience Garuslap, geólogo. No sé nada de electrónica ni de teléfonos…
La respuesta fue una nueva tanda de latigazos, administrados por Reza Hossein. Mi padre, sin poder contener el dolor, aulló, se revolcó sobre la arena, manchándola de sangre, y por fin se quedó inmóvil. Creo que se había desmayado. Y yo rabiando, sin poder hacer nada, con mi débil brazo infantil sujeto por el bestia de Pahlrod.
—Quítele las esposas, doctor Hossein. Tendrán agua en el coche de imanes; échele un buen jarro encima. Luego quítele las botas; trabajaremos un poco las uñas de sus pies.
Yo tenía la cabeza clara y serena como madrugada de farfaró… y aunque el barbas me tenía sujeto un brazo, el otro estaba libre. Acinaba la Alakrán en una fili doble, especialmente hecha para mí, que me había fabricado en el sitio menos pensado; o sea, en la parte interna del muslo, bastante alta. A veces me molestaba, pero ahora me alegré de que estuviera allí y no en otro lugar más notorio.
El jarro de agua se despedazó encima de la cabeza de mi padre. Bueno, me parece que el agua no se despedaza. Eso no está bien dicho; se espurrea, o se cae, o lo que sea… Le quitaron las botas, y el gordo, muy tranquilamente, cogió una pareja de alicates. Mi padre estaba comenzando a moverse, y yo seguía rabiando pensando que tenía que aguantar y aguantar, cuando Pahlrod tuvo una mejor idea. Vamos, digo yo.
—Doctor Hossein… ¿está despierto el tipo?
—A medias.
—Bueno. Ahora va a saber lo que es la tortura psicológica. Deme el paño de interrogatorios, doctor Hossein, por favor.
El gordo le tendió la manta sebosa y, rápidamente, Pahlrod la echó encima de él y de mí, como si fuera una tienda de campaña, cubriéndonos a los dos con ella. Al principio no vi ni torta, pero después se hizo algo de luz y pude ver los ojos de brasa del barbas, fijos en mí. Seguía agarrándome el brazo derecho… pero… ¡oh, sí que era así, sí que era! Yo tenía libre el izquierdo en medio de esta oscuridad. Y comencé a moverlo lentamente hacia su destino.
—Cuando te diga que grites, gritarás —susurró el barbas—. Y fuerte, niño repulsivo. Si no, te haré mucho daño, te cortaré la nariz con esta navaja —la sacó; estaba bien, era una churi de casi cinco dedos, pero una birria macabea al lado de mi faca de un palmo que tan buenos servicios me había prestado—. Y las orejas. Grita o te haré gritar yo. ¿Está despierto, doctor Hossein?
—Del todo, doctor Pahlrod.
A mí no me parecía bien que aquellos dos gangsters obligasen a la gente honrada (como Garuslap y yo) a hacer cosas que no querían hacer. No señor, eso estaba muy mal.
—¡Escúchame, Garuslap! ¡Estoy con tu hijo bajo el paño de los interrogatorios! Si no hablas, lo despedazaré…
—No te atreverás… —dijo una voz muy débil, que a duras penas reconocí como la de mi amado papi—. Es sólo un niño… no tiene la culpa de ser mi hijo… Soy un pobre profesor de geología… ¿qué quieren ustedes de mí?
¡Vaya si tenía aguante el tío!
—Queremos que diseñes el aparato con el cual convencías a la gente para que traicionase a Su Majestad Imperial, Luz de los Hombres, Sombra de Dios… ¡Habla, Dios Telefónico, o tu hijo sufrirá las torturas del infierno!
Y entonces, en voz baja, me dijo:
—Grita.
¡Qué remedio! Grité un poco, a estilo gato… pero mi mano izquierda estaba abriendo ya el fili doble…
—¡Al niño no! —gritó Garuslap, con una fuerza que me sorprendió—. ¡Al niño no!
—Grita más fuerte —bisbiseó el puerco de Pahlrod. Y lo hice. Tenía ya la mano en la culata, y mi dedo pulgar, con suavidad, levantaba la leva del seguro. Grité y grité, con la navaja de Pahlrod en la barriga…
—Lo diré todo —dijo Garuslap, así como llorando—. Dejad al niño en paz.
En ese mismo, mismísimo instante, el cañón de la Alakrán estaba apuntando directamente al negro corazón de Pahlrod. No esperé más. Le di gusto al dedo y, en silencio, la pistolita lanzó su carga sobre el coraje del barbas. Las Alakrán no hacen ruido; ésa es la buena cosa que tienen. Así que Pahlrod, con un gesto espantoso en el rostro, se cayó al suelo como un saco de cuarzo. Se cayó con manta y todo, descubriéndome a mí a medias… En un segundito muy pequeño, vi todo lo que había y actué a la velocidad tan veloz que me caracteriza. Hossein miraba hacia mí, con la boca abierta; mi padre en el suelo, tratando de incorporarse y con los ojos desorbitados, mirando también hacia mí. La Alakrán disparó nuevamente, y no le di bien del todo al gordo; sólo le alcancé en el hombro derecho…
Los ultrasonidos, los ultravioletas, los infrarrojos o los demonios electrónicos que la Alakrán tuviera dentro transformaron el hombro derecho de Reza Hossein en carne picada. Cayó al suelo, aullando como balicho al que degüellan. No estaban las cosas para contemplaciones. Me acerqué, mientras Pahlrod pataleaba aún, y volví a apretar el gatillo.
Había sangre por todas partes. Yo no sé qué es lo que tiene la Alakrán dentro, pero es el arma más espantosa que haya parido madre pistolera. Liberé al pobre papi de las esposas y lo senté en el suelo, apoyándolo en la mochila de los dos bandidos. Luego, me dediqué a darles sepultura atea, como era procedente, porque no se la iba a dar cristiana, aunque no sepa bien lo que es eso y sólo se lo haya oído al rasibel predicante de las iglesias. Pahlrod estaba prácticamente partido por la mitad y Reza Hossein tampoco tenía muy buen aspecto.
Cavé, cavé y cavé. Una hora después, gracias a los esfuerzos de mi pala, no quedaba rastro de los dos barandas, y en cuanto a la arena manchada de sangre, la había revolucionado bien para que no se notase. La maleta de los alicates y esposas, la manta, la batería, el látigo y demás chirimbolos, fueron a parar a la fosa, con los cuerpos de los dos elementos. Hasta a mí me daba asco mirarles. Naturalmente, antes de darles arena (que no tierra) les registré bien los filis y me quedé un polvo de cisco que llevaban (media docena de créditos) y las sañas con la documentación oficial. También guardé la churi de cinco dedos y las dos pistolas láser. Nunca sabe uno lo que puede necesitar.
Cinco días me costó poner a mi padre en condiciones de circulación. Los dos bestias le habían hecho daño a modo, y era de agradecerle el que quisiera haber confesado antes de que se lo hicieran a menda. Por darle gusto (el hombre se lo merecía), le pregunté si había algún libro que lo explicase todo. Al decir todo, Mortimer, quiero decir todo. Y eso es lo que cazó mi padre.
—No, no —dijo, muy débilmente, mientras se chupeteaba un tazón de caldo—. No hay libro que lo explique todo. Si acaso un diccionario, una enciclopedia. Pero tendrás que completar muchas cosas.
Por darle gusto, como he dicho antes, me dediqué a leer un diccionario en tres tomos que había allí, empezando por la A, como es decente. Había palabras que estaban bien y eran interesantes. Otras eran un rollo inaguantable.
La segunda noche localicé la nave en que habían venido los dos fiambres. De no ser por las huellas que Pahlrod y Reza Hossein (que en paz descansen, leñe) habían dejado en la arena gorda, no la hubiera encontrado nunca. Aquello sí que era una nave, y no lo que llegaba a Golconda Central. Estaba en un hoyo en la arena, medio cubierta por una visera de roca azul. La examiné a fondo y la dejé allí, después de leerme los librotes que venían con las instrucciones de manejo.
Pequeña, condensada, con cañones y armas por todas partes, y unos mandos tan complicados que haría falta una castaña completa para comprenderlos. Brillaba como una moneda nueva, y seguramente debía de ser una nave muy especial, cuando había llegado allí con esa precisión. No olvidaba yo, no, las lecciones sobre comunicaciones estelares que papá Garuslap me había dado. Por cierto que ni yo le pregunté nada sobre su jaleos telefónicos, y sobre lo que quería hacer, ni él comentó una letra sobre la Alakrán. Las cosas estaban resueltas y eso era lo importante; así creo que pensábamos los dos, y no hacía ninguna falta darle a la sin hueso sobre el tema.
Pues bueno. Cuando papá se puso bien, agarramos el coche de imanes, le dimos a las flechas y, casi diez días después de apiolar a los dos barandas, estábamos llegando al Mutzbunk.
Para el que no sepa cómo es el Mutzbunk, le diré que se acuerde de esa tina de madera que tienen en el SODOMITA’S CLUB, que es más estrecha por arriba y más ancha por abajo. Si has estado en el SODOMITA’S CLUB ya sabes como es, y de propina te diré que no te me acerques a menos de cien metros de distancia, o te desmicho el colon (iba ya por la letra C). Y si no has estado, figúrate un tronco de cono (que he dicho que iba por la letra C) bastante achaparrado, pero hecho de roca honesta y mineral. En uno de los lados, una abertura en forma de V que bajaba desde la tapa superior a la tapa inferior. Hueco por dentro y plantado sobre la más endemoniada colección de filones que hubiera en Golconda. La altura sería de unos doscientos metros, y como es natural, aquello, que era una fortaleza, estaba lleno de edificios en su parte interior. La parte inferior de la V de entrada, cerrada por una muralla de roca amarillenta, tenía una burda de madera forrada de hierro, y un cuerpo de guardia. Como estaba un poco alto, se entraba allí por un puente con un gran tablero que bajaba y subía. Mi padre, aún débil, dijo que era un puente levadizo. Pues bueno.
Antes de llegar al Mutzbunk, se veían las ruedas y los artilugios de varias minas que explotan los residentes en el lugar. Por la noche, se retiran dentro de su fortaleza, cierran la burda y allí no entra ni un soplo de viento. Al principio, los mineros se quedaron muy sorprendidos de ver el armatoste de imanes, pero luego que papá les explicó que era geólogo y venía a hacer no sé qué demonios por aquellos pagos, dijeron que bueno. Pero que teníamos que ver a Johannes Delburgo, y que lo que él dijera era la fetén.
En una de las minas estaban sacando cuarzo aurífero. Yo no lo había visto nunca. Es blanquecino, con alguna mancha amarilla, y de vez en cuando hay como un hilito pachucho y birrioso de color amarillo dorado. Pues eso es el oro. Total, que si sacaban cincuenta gramos por tonelada de mineral se daban con un canto en los dientes, y tenían que trabajar como mulas para hacerlo bien. Había grandes molinos con pistones de hierro que subían y bajaban, y una recua de mulas, preparada para llevar la carga a Golconda Central, rodeada de veinte hombres armados hasta la dentadura postiza. Hasta las mismísimas prótesis, vamos. A las pandillas de bandoleros que navegaban por Golconda salvaje estos envíos les gustaban la mar, y era necesario hacerles ver que si intentaban quedarse con la carga de oro, vanadio y otras virguerías, les hubiera valido más poner sus ahorros en otro banco.
De la familia Delburgo habíamos oído hablar todos en la capital. Eran los dueños del Mutzbunk, aunque había otras familias de menor voltaje que también pintaban algo. Creo que unas seis familias, o así. Desde luego, todos metían el hocico en la cuestión de las minas, y todos aprovechaban el agua del Mutzbunk. Bueno, eso se me había olvidado. Resulta que el Mutzbunk está plantado sobre una tremenda burbuja de lava y que, una vez que la descascararon, salió debajo un verdadero océano de agua. Así que tenemos las murallas de roca, redondas, con puestos de vigilancia en la parte superior; el suelo, con edificios para vivir, almacenes y refinerías, y bajo el suelo, el depósito de agua mayor de Golconda. Con razón vivían como Majestades Imperiales aquellos tipos. Lo malo era llevar las cargas de sorna y de otras cosas al astropuerto… pero no todo les iba a salir bien.
El cielo estaba rojo cuando llegamos a la entrada de la fortaleza. Un hombre vestido con zahones y blusa a cuadros, amén de un rifle capaz de derribar una astronave, nos dijo con malos modos que qué andábamos buscando. Mi padre, que para estas cosas tenía una labia de lo mejor, dijo lo que tenía que decir, muy puesto en su sitio y muy señor. Total, que media hora más tarde nos recibía el mismo Johannes Delburgo. Yo me fijé muy bien, mientras dejábamos el trasto de imanes en la explanada ante los edificios, en la distribución de todo. Formaban las casas un círculo, pegadas a las paredes interiores de roca, y había una refinería con altas chimeneas que echaban buen fajo de humo negro. Escalas subían hasta los bordes superiores, allí muy arriba, donde estaban las garitas de vigilancia. Había un mercado, un economato, un taller mecánico… de todo. Aquello era una Golconda pequeña, pero mucho más limpia. Un edificio lleno de adornos de yeso, con muchos arrequives y floripondios, era la mansión de los Delburgo, y allí nos condujo el subjefe de la guardia.
¡Vaya hombre, Johannes Delburgo! Medía dos metros de altura; era ancho y grande en todos los aspectos. Parecía un monumento de los que ponen en las plazas y que son mucho más grandes que los naturales del país. Pero éste era de verdad. Tenía el pelo negro y los ojos verdes, brillándole como dos faros. Cuando se fijaban en uno, parecía que le hiciesen un agujero en la conciencia. Era un hombre arquetípico (la A, claro está). Nos recibió en una sala con el suelo de roca negra, pulida y sobada hasta parecer un espejo. Daba pena pisar aquello.
—Siento —dijo— que le hayan entretenido en la entrada. No esperábamos su visita, doctor Garuslap. Pero es usted bienvenido aquí, lo mismo que su hijo. Se hospedará usted en mi casa, ya que en el Mutzbunk no hay hoteles. ¿Un refresco?
A mi padre le dieron whisky de centeno, y también lo tomó Delburgo. A mí me dieron un nauseabundo mejunje de zarzaparrilla que me causó una profunda tristeza en el estómago.
Al principio, Delburgo se dirigió a mí, sin duda por esa estúpida manía de quedar bien con los padres haciéndoles algo de caso a los hijos durante dieciséis segundos y tres quintos.
—¿Qué? ¿Estudias mucho?
—Sí, señor —mugí yo, sombríamente.
—Para ti este viaje habrá sido como unas vacaciones, ¿verdad?
—Sí, señor.
—Muy bien, muy bien. Pareces un buen chico. Ya conocerás a mis hijos… Tengo una de tu edad; se llama Michenzell. Te acompañará para que lo veas todo.
—Sí, señor.
Salió luego la señora Delburgo. Adamanta Delburgo. Tenía menos envergadura que su marido, pero el mismo estilo de estatua que él. ¡Curioso! ¡Parecía que se hubieran puesto de acuerdo! Lo digo porque me hizo las mismas preguntas que el hombre… ¡Mal rayo los parta a los dos!
Mi padre le besó la mano a la señora (que por cierto, estaba de muy buen ver, aunque fuera un poco añeja) y se dedicó a explicar cosas de sus clases, y lo que pensaba hacer en las investigaciones geológicas alrededor del Mutzbunk. Delburgo, bastante satisfecho, dijo que nos daría todas las facilidades y que, aunque normalmente los forasteros no eran muy bien mirados allí, tratándose del catedrático de la Universidad de Cántor, nombrado a dedo por la Primera Persona del Imperio (bola enorme, con carta falsificada y demás) todo lo que hubiera por aquellas latitudes estaba a nuestra disposición. Menos mal. Por lo pronto (en el Mutzbunk había pocas diversiones), aquella noche habría una recepción con cosas de beber y comer, y algo de baile. También se dirían unas palabras presentando a papá, y no estaría de más que papá contestase con un discurso pequeño.
—Tendremos que invitar a Dole Mazagrainer —dijo la señora Delburgo, así como preocupada.
—Claro —contestó el marido, con la misma expresión—. Se portará bien, ya verás.
Bueno. Ante nuestras caras de ignorancia, se apresuraron a explicar que Dole Mazagrainer era el último vástago (así mismito) de la familia que en tiempos fuera la más poderosa del Mutzbunk. Pero que por el juego y los vicios había ido vendiéndolo casi todo, y actualmente estaba en la más puritita ruina, aunque algunos decían de él que tenía su buen calcetín escondido. De pronto, me interesó mucho aquel Dole Mazagrainer, y me dije que tenía que conocerlo, pero ya.
—¿Podría ir yo a la fiesta de esta noche? —dije—. ¡Me gustaría mucho, papá!
—Terminará un poco tarde, nene —dijo Adamanta, sonriéndome.
—Mi papá me deja quedarme… He terminado el curso, y con muy buenas notas. Además, no me gusta separarme de papá.
Y puse mi manita en la larguirucha y huesuda del bueno de Garuslap que (me pareció) hacía esfuerzos para no reírse.
—Por mí no hay inconveniente —dijo papá.
—Bueno, si usted no se opone… Pero vamos todos por parejas… Para usted habíamos pensado en mi prima Araminta… es muy buena chica y tiene mucho estilo…
Cuando una mujer dice de otra que tiene mucho estilo, y que es buena chica, seguro que es más fea que comer con los dedos de los pies.
—Para Víctor, podría venir Michenzell… al fin y al cabo mañana es domingo.
¡La jeringamos, Mortimer! Pero no había otro remedio, de manera que me resigné a cargar con la Michenzell aquella, que seguro que era una besuga, como todas las de su edad.
Yo creí que nos iban a dar una habitación para los dos, pero no fue así. Nos dieron una para cada uno, y debo decir que tenían lujo por todas partes. Cama blanda, con techo de tela encima y con columnas, mesitas y sillas por todos lados. Hasta retrete teníamos cada uno en nuestra habitación. La caraba.
Mi padre entró a ver si estaba bien instalado. Ya lo creo que lo estaba. Tenía bien guardadas en el armario las dos maletas: la una con los mazos de billetes y la otra con los explosivos. También tenía guardadas las pistolas láser de los dos comisarios.
—Ten cuidado.
—¿Por qué, papá?
—Lo haces bien, pero resultas… no sé cómo lo diría yo… demasiado niño a veces.
¡Caramba! Sin saber lo que verdaderamente había en mí, Garuslap estaba dándose cuenta de ello.
—Por ejemplo —añadió—, con Hossein y Pahlrod, hablaste y hablaste. Lloraste demasiado. Un niño se hubiera asustado tanto que no habría podido decir una palabra.
Le miré con ojos claros y serenos.
—¿Es que yo no soy un niño?
Me miró fijamente.
—No lo sé… ¡Dios mío, no lo sé!
Me miró otra vez.
—No eres un enano… eso no. Pero tu edad mental es muy superior a lo normal. ¿Eres un mutante?
—Algo así —contesté—. ¿Te conforma eso? Pues vale. Piensa que soy un mutante, si quieres. Ah, oye. Y me alegro de que hablemos… Quería decirte una cosa…
—Dímela.
—Estoy convencido de que tienes razón —mentí con la mayor frescura—. Las cosas no pueden seguir así en el Imperio. Esto no es libertad ni es nada, y me da muchísimo asco. De manera que ya sabes.
No me creyó. Cuando me conocen un poco, no me cree nadie. Sin embargo, algo, dentro de él, le empujaba a darme un poco de posibilidades. Creo yo que si le dices a alguien que piensas como él, políticamente hablando, se entiende, son muy pocos los que se niegan a creerlo. Y eso le pasaba a Garuslap. Desconfiaba de mí, pero quería creerse lo de las ideas.
—Yo te ayudaré en lo que necesites —dije—. Cuenta conmigo, socio. Pero tú me ayudarás a mí. ¿Eres especialista en electrónica y cosas de ésas?
—Sí. ¿Por qué?
—Por nada, papá. De momento, por nada. ¿Ves? Sigo leyendo el diccionario.
No pareció interesarle mucho. Y me soltó un escopetazo.
—¿De dónde sacaste la Alakrán?
—La encontré.
No volví a verle hasta la hora del baile. Me dediqué a dar vueltas por el Mutzbunk, fijándome bien dónde estaban todas las cosas. Más tarde, a solas en mi cuarto, hice un plano del lugar. La mayor parte eran residencias de las familias propietarias: los Delburgo, los Nefer, los De Vos, los Arasquez y Dole Mazagrainer. Este último tenía un caserón ruinoso, en un callejón solitario, pegado a la roca viva. Se caían las paredes a pedazos, y las ventanas, llenas de polvo, tenían los vidrios rotos. También había más cosas: un edificio de doce pisos para que vivieran los mineros y sus familias (éstos no me interesaban, ya que tanto les daba un amo que otro), la fábrica de oxígeno, muy bien vigilada, y un cuartelillo de la pasma imperial, con seis números y un cabo, que se daban buena vida, cobraban el barato (me imagino) y correteaban de vez en cuando por los alrededores si los bandidos asaltaban una de las caravanas que entraban con víveres o maquinarias, o que salían con lingotes de hierro, oro, cromo, silicio y demás empanduflos.
Había una oficinita pequeña del Banco Imperial, pero estaba cerrada. Me dijo uno de los vigilantes que los asaltos a los furgones blindados eran tantos que el Banco Imperial decidió que el Mutzbunk se las arreglase solo con sus fondos. Había una refinería enorme para los metales raros, un laboratorio de análisis, un gran almacén de víveres y combustible, y grandes cuadras para las caballerías. Me sorprendió encontrar una oficina del Registro de Minas, que lo era también de la Propiedad. Pero esto me venía francamente bien, porque en mi cerebelo se estaba fraguando ya una idea de cómo haría las cosas. Vi a los niños salir de la escuela y marchar con sus carteras hacia las casas. Miento. De las dos escuelas; porque había una, limpia, blanca y grande, para las familias, y otra gris y sucia para los hijos del personal. Así tenía que ser, porque así lo he visto siempre, y si los prohibidos lo hacen de esta manera, como son tan listos, deben de tener razón. ¡Je, je! Se me olvidaba: los hijos de los bofias y del registrador iban a la escuela grande. ¡Cosas de la vida! No vi las escuelas por dentro, ni malditas las ganas.
Debía de haber corrido la noticia de que un sabiondo y su hijito habían llegado, porque me bastó decir que era Víctor Garuslap para hacer lo que me diera la gana (dentro de un orden). Vi lo que quise y husmeé por donde me pareció. Un obrerito muy amable y limpio me enseñó el edificio del Control de Aguas, así que me metí dentro y me enseñaron las tuberías, las bombas y la gran trampa de acero que daba paso a los sótanos del Mutzbunk, donde estaba aquel tesoro tremendo. Había trajes de goma, con gafas y botellas de acero, y tubos de goma también. Me dijeron que había a quien le gustaba bucear por las aguas profundas y hasta pescar peces raros que había allí. «Bucear». La maldita palabra otra vez; pero ya sabía lo que era, porque para eso leía el diccionario. Dije que en Cántor mi papá y yo buceábamos en el lago Trinerian, y se lo tragaron. Me había leído todo lo del planeta Cántor (embalajes, tejidos, aparatos de transmisión radial, fornituras, y cultivos de cacao, café, azúcar y otras cosas tropicales), incluyendo toda la estructura de la Universidad Imperial y una buena descripción de la capital, Garele. Así que estaba preparado. Pero me helaba un ciento la sangre en la red venosa el pensar en meterme bajo el agua con un chirimbolo de ésos enchufado en las narices. Sólo pegué un patinazo, y además lo hice por tratar de parecer buen chico.
—¿Dónde está la cangri? —dije.
—¿La qué? —contestó el técnico de aguas, mirándome con sorpresa.
—La iglesia —enrojecí sin querer—. Es que en Cántor, a las iglesias les llaman cangris, ¿sabes?
Se lo tragó, pero como lo repitiese en algún sitio, iba yo a tener que dar muchas explicaciones. Pues sí, había iglesia. Algo birriosa, pero la había. Incluía un rasibel vestido de negro, de la Comunidad Modificada de la Iglesia del Poder Eterno, o algo así, que los domingos y fiestas de acinar, le daba presión a la bomba y pasaba la bandeja después. A lo que íbamos, que eso es filfa. El agua bajaba algo así como medio metro por año debido al chupén de los habitantes, de manera que el nivel estaba a unos quince metros bajo la trampa de acero. Claro, los treinta años que la gente (el people) llevaba en Golconda. ¿Profundidad? Desconocida. Los sondeos más chanchi habían llegado a los mil doscientos metros sin hallar fondo, conque había agua para rato. Por cierto que dentro del agua, según dijo el amable técnico, se entrecruzaban columnas y arcos de piedra, formando como «la bóveda de una catedral gótica». No me he comido nunca una catedral gótica, o sea que dije que sí y me callé.
Por la noche dieron el baile en cuestión. Me enjareté el mejor de mis dos trajes, dejando con mucho dolor la Alakrán en el armario, y bajé con papá a la sala de patinaje. Era bastante grande, bien iluminada y con una mesa larga en un extremo llena de cosas buenas de comer y grandes jarros con bebida varia. Había como unas sesenta personas, incluyendo a los criados, que eran unos veinte. Sesenta menos veinte igual a cuarenta, que eran los miembros de las familias. Los únicos niños, Michenzell Delburgo y yo. Como era natural, me presentaron a Michenzell con toda ceremonia. Era una morenita bastante avispada, y no fea de cara. Desde luego no era una pavisosa como Francesca, aunque no sé por qué pero las ilusiones que había puesto yo en esta última eran mucho más grandes. Nos dejaron tomar caldo y emparedados hasta que nos cansamos de comer. No había helados, ¡lástima! Pero picamos filetes de conejo, delgados como papel, y aceitunas, y anchoas, y canapés de unas bolas negras (que no era caviar, sino las huevas de un pez que cazaban en el mar del piso de abajo). No estaba mal.
Luego, esperando que ella no se diera cuenta, me zampé el resto de una copa de coñac que alguien había dejado por allí.
—Te va a sentar mal —dijo Michenzell—. A mí no me dejan beber licores.
—A mí tampoco. Pero ese poquito no me hará nada, ya verás.
—Mi hermano Maxon se emborrachó una vez. Bebió demasiada ginebra con los obreros y devolvió. Mi padre le dio una paliza.
—Bueno, yo no me he entrompado nunca. Además, mi padre no me pega.
En vista de lo cual cogí otra copa de coñac y me la eché para adentro. Michenzell puso una cara muy rara, pero no dijo nada. Era bastante calladita y, si mirabas para otro lado, casi podías creer que estabas hablando con uno de los prohibidos. Le habían puesto un traje azul sin mangas, bastante discreto; no como las coliflores de volantes que le endosaban a la pobre Francesca.
Los mayores no nos hacían caso, atendiendo a no sé qué sarta de melonadas que estaba soltando Delburgo, a las que luego papá contestó con otra sarta por un estilo. Aplaudieron y se pusieron a bailar; tenían un tocadiscos allí. Era muy antiguo, y usaba discos grandes y negros en vez de carretes de hilo plateado, como en Golconda Central.
—¿Sabes bailar? —dijo Michenzell.
—¿Yo? —contesté, ofendidísimo—. ¡Ni hablar!
—¿No os enseñan a bailar en Cántor?
¡Maldita sea! Se me había olvidado que era un niño de buena familia.
—Bueno, sí… —dije—. Pero a mí no me ha gustado nunca. No sirvo para eso.
—Yo te enseñaré —dijo ella, dulcemente—. Si quieres.
Parecía como si lo pidiera por favor, y a mí cuando me piden árnica, en vez de ir por la brava, el corazón se me hace agua. Si quiero yo que se haga, claro. Lo que pasa es que esta vez quise. Por darle gusto a la pobre cordera no iba a pasar nada malo…
—Es un ragged —dijo ella—. Es muy fácil. Dos adelante, dos atrás y vuelta. Y ya está.
Papá bailaba con la tal Araminta (que no era demasiado fea, aunque sí vieja y pintada a modo) y lo hacía con la misma gracia que un palo de escoba cortado en trozos y unido con alambre. ¡Pues vamos allá! ¡Si él podía, yo también! Al principio me armé un lío espantoso con el dichoso ragged, pero luego le cogí el tino y supongo que salió bien, ya que no nos caímos largos en mitad del salón, ni la pisé más que tres veces. Las señoras se deshacían en elogios: «Míralos, qué monos…», «Hacen buena parejita», «Son una ricura», y otras cosas así. Como se me revolvía el estómago sólo de oírlas, me dediqué a chamullar con Michenzell. Ésa es la ventaja que tiene el baile agarrado, que hablas con tu pareja y no se entera nadie. Y no tenía mal tipillo, la chica. Tenía una cinturita estrecha y unos ojos grandotes, como los de un perro que es tuyo y te quiere. Me caía bien. Y olía además a colonia de olor de la cara.
—¿Dónde está Dole Mazagrainer?
—Allí —dijo ella—. Ése de las barbas. ¿Por qué quieres saberlo?
—Curiosidad, guapa.
Se puso colorada. No debía de estar acostumbrada a estas finuras. Dole Mazagrainer era un viejo de estatura media, con grandes barbas blancas manchadas de amarillo por el jugo de tabaco, y una nariz llena de venas rojas. Tenía un bastón en la mano y llevaba el compás con él, mientras bebía de un gran jarro de cristal que uno de los criados se ocupaba de rellenar. Sentado en una esquina, sin que nadie le hiciera caso, los miraba a todos y bebía. Delburgo se le acercó, habló con él un momento y se fue. Bailando, bailando, nos acercamos a él. Vi que llevaba un traje de seda rosa y azul, desteñido, pasado de moda, y bastante desgastado en los codos y las rodillas. La corbata de gala no era de oro de veras, como la de los otros, sino de metal malo, que casi se había vuelto verde de viejo y sucio que estaba.
Poco a poco, gracias a la buena de Michenzell, fui fichando a todos los asistentes. Había un jovencito de unos veinte años, Solimán de Vos, que estaba bebiendo como una esponja, y me temí que diera un espectáculo. Lo dio, pero más tarde.
Yo había visto una película en Golconda que me indicaba claramente lo que había que hacer en estos casos. Vamos, no lo he visto en una película sola, sino en docenas y docenas. Siempre que un chico y una chica están bailando en una parida de éstas, a fin de separarse del resto de la ganadería, él va y le dice…
—¿Salimos un momento al jardín?
¿Verdad que sí? Entonces pueden pasar varias cosas. Que la chica diga que bueno; entonces salen al jardín, donde empiezan a besarse, y los coge el padre de la chica, o el novio de la chica. Hay un lío morrocotudo, y el bueno se va a luchar con los extraterrestres mientras la chica dice que sólo lo quiere a él. Que la chica diga que no, que no es conveniente, porque llamaría la atención y el coronel Prendergast los está mirando. También pasa, a veces, que sí, que salen, y cuando están hablando de cosas para entrar en manteca, sale un mozo o una moza y se lleva a la chorba, y el bueno se queda solo, y entonces sale otra que está enamorada de él y, en un descuido, le da un beso tornillo de asfixiar. Entonces va y sale la chica primera, y lo pone a caer de un burro y se pelean. Es igual, porque al final de la película hacen las paces y se casan.
De manera que yo me sabía ya todas las soluciones. Pero no me esperaba lo que iba a pasar aquí. Porque ella dijo:
—¿Jardín? Si no tenemos jardín, Víctor.
—Ah, bueno —dije, medio cortado—. Era por estirar las piernas, ¿sabes?
—Podemos ir a la biblioteca… mamá tiene unas poquitas plantas allí. Y es grande, grande.
Estaba visto que los libros del demonio me iban a perseguir hasta la fría tumba. Pero como ya tenía empezado el tercio, me sabía mal dejarlo a medias por culpa de un roñoso jardín de menos. Así que dije que sí y fuimos a la biblioteca, después de que me guardé en un bolsillo una petaca de plata con licor que algún cebollo había olvidado sobre la mesa.
La biblioteca era grande, con estanterías de aluminio que llegaban hasta el techo, llenas hasta arriba de libros polvorientos… Como éstos estarían leyendo en este momento mis colegas de Golconda Central. Y me corrió un escalofrío por el cuerpo al pensar que sabrían más que yo cuando regresara. No, señor. Eso sí que no iba a suceder…
Había una mesa grandota en el centro, con un florero de plata y, en un rincón, junto a la ventana, media docena de cazuelos de barro con plantas diversas, algunas con flores de color rojo o amarillo. Me eché un trago del frasco, me apoyé en la mesa y cogí por la mano a Michenzell, que no dijo nada, mirándome con aquellos ojos tan tranquilos y grandes.
—¿Qué me miras? —dije.
—Nada. ¿No te puedo mirar?
—Claro que sí. Oye… ¿vas a enseñarme todo el Mutzbunk?
—Papá dijo que lo hiciera. Pero sólo por las tardes. Tengo que estudiar. ¿Tú no estudias?
—Yo… esto… a veces. Ahora no, porque tengo que ayudar a mi padre con eso de la geología. Bueno, ¿qué te parezco?
—Muy bien —dijo, poniéndose colorada otra vez.
—Gracias, chata. Tú estás muy bien, también. Oye… ¿no te ha dicho nunca ningún chico que eres muy mona?
—No… —contestó con un hilito de voz.
—Pues lo eres. Tienes un pelo precioso, y unos ojos como… como platos de grandes. Vamos, que si salgo contigo, estoy seguro de que los demás chorbos me van a tener una envidia que no veas.
Pero que no, Mortimer. Yo estaba tratando de quedar bien, y sin embargo algo me decía que no estaba dando el tono. Vamos, que no era aquél el camino, y que más me valía volver atrás y hacer sonsoniche. Como la chavala parecía muy rara y algo preocupada, le dije:
—Volvamos al salón.
Y eso hicimos, llegando justamente a tiempo de ver la escenita protagonizada por Solimán de Vos. Era éste un jovenzano lleno de granos, vestido como si fuera un deportista, aunque no lo era, con el pelo atusado y brillante de gomina. Era del tipo de ésos que le pegan a los niños pequeños, y cuando van en grupos de más de seis se atreven a meterse con las mujeres solas. Estaba yo devolviendo el frasco de plata (vacío) a su lugar, porque no era cosa de que se abroncase el asunto por tan poco, cuando me di cuenta de que el Solimán estaba apoyado en la pared, junto al viejo Mazagrainer, y le hablaba, con una sonrisita que daba asco en los labios. Le silbé una excusa a Michenzell y me escurrí hacia allí. Sexto sentido que tiene uno.
—¿Y qué, viejo? —decía Solimán—. ¿Bebiendo a costa de los demás?
Mazagrainer le lanzó una mirada venenosa con sus ojos llenos de agua, y no dijo nada. Empinó el jarro de nuevo y bajó la cabeza. Las parejas seguían bailando. Me di cuenta de que Delburgo miraba con cierta preocupación hacia el viejo Mazagrainer.
—Parece mentira que seas tan gorrón —continuó el cerdo de Solimán, rezumando mala baba—, cuando todos sabemos que tienes bien guardado lo que te dieron por vender las minas. ¿Por qué no te compras tu propia bebida, viejo?
Mazagrainer se puso blanco y vi, como si lo pusieran en bandeja, que estaba haciendo unos esfuerzos tremendos para no contestar al borde aquél.
—¿Dónde está tu tesoro, Mazagrainer?
Me extrañó mucho que el viejo no contestase, hasta que me vino a la cabeza que Delburgo le había debido dar orden de portarse bien. Sin duda que había mucho mar de fondo en el Mutzbunk y yo no lo conocía.
El viejo continuaba llevando el compás con el bastón, y el ambiente estaba cargándose de electricidad a mil millas por segundo. Porque ya había algunas personas pendientes de la escenita, y hasta sentí un roce suave en el brazo. Michenzell estaba allí, al lado mío, escuchando también.
—Claro —meditó Solimán en voz alta— que es preferible comer a costa de los otros, sacarles copas hasta a los mismos obreros, y si no hay otra solución ir a mendigar una botella al Bar Social, para que la paguen las demás familias.
Silencio. El viejo hervía como caldera de vapor; lanzaba miradas a Solimán con tantos amperios que hubieran fundido un barrote de acero, y continuaba llevando el compás, cada vez con menos tino, con su sobado bastón de puño de plata.
—Si tuvieras una hija, viejo, ¿la venderías para guardarte el dinero o para comprarte bebida?
Tenía que suceder. El viejo Mazagrainer explotó de pronto, poniéndose en pie, con la sucia barba ondeante y el bastón levantado. Lo descargó en la cabeza del asqueroso jovenzuelo, y buena prueba tanto de la dureza de ésta, como de la solidez del bastón, es que ni uno ni otra se rompieron.
—¡Maldito! —aulló el viejo—. ¡Maldito mocoso sin seso! ¿Quién te manda insultarme, di? ¿Quién es el que quiere que yo pierda los estribos, di? ¡No eres tú, bastardo sin cabeza!
Solimán quiso echarse encima del viejo, pero algunas manos lo sujetaron. Delburgo venía a toda marcha. Las señoras se abanicaban y alguna hizo como que quería desmayarse, pero como ningún caballero estaba cerca para fijarse en ella, renunció al asunto y siguió prestando atención al drama.
El viejo vociferaba tan espantosos insultos que hasta yo me puse colorado, porque no creía que de boca humana pudiera salir tal cantidad seguida de barbaridades. Sabía jurar, el bueno de Mazagrainer, y lo hacía con fuerza e intensidad, y además con cuerda para rato, porque no le detuvo sino la mano de Delburgo.
—¡Vamos, Dole, un poco de tranquilidad!
—Me invitáis para burlaros de mí… ¡malditos! ¡Para reíros de mí! ¡Algún día las pagaréis todas juntas…! ¡Algún día os arrastraréis a mis pies y os aplastaré! ¡Malditos, cerdos sin alma, ladrones!
Bandeando el bastón en el aire salió como un rayo por la puerta. Se oían voces en el salón.
—Te dije que daría el espectáculo…
—¡Y delante de los niños!
Nadie se ocupaba del baboso de Solimán, salvo Delburgo, a quien me pareció que no se le escapaba nada. Lo cogió por su cuenta y se lo llevó a la biblioteca. Cuando volvieron, al ratito, Solimán venía con las orejas gachas y el rostro de color pimiento oscuro.
Aquella noche, a solas, repasé el material, porque la idea estaba ya clara en mi cerebro. Bajo los billetes tenía otro fondo con un surtido de borjas, una brava no muy grande, una cajita con titís de distintos tamaños, varias espadas y unas cuantas limas, además de alambre de acero, tres buzos, unos tapabastes de goma, cera para sacar estampas y la correspondiente banderilla. Esto era el material ordinario. También traía una borja electrónica que me había costado un riñón en casa del Cornelio, un fonendoscopio, colodión y papel de lija. Tendría que conseguir una chivata eléctrica y arreglarle el foco de manera que echase solamente un rayo de luz delgadito, pero no pensé que fuera problema grave. Desde luego, padre no había visto aquello, y aunque lo hubiera visto, sólo le habrían llamado la tención las borjas, porque para cualquier cristiano aquello eran llaves falsas, hechas en dos piezas, como es decente, y no otra cosa. Lo otro era bastante corriente, aunque podía sorprender a cualquiera una colección de cosas tan distintas.
Me permitieron levantarme muy tarde, cosa que me venía bien porque aquella noche pensaba dormir poco. Lo hice casi a la hora de comer, y me enteré de que mi padre había salido a pie, con una mochila, para explorar los alrededores, y que no regresaría hasta la noche. Pasé la tarde en la biblioteca, hojeando libros y leyendo de vez en cuando alguno interesante. Había bastantes novelas de Rafael Sabatini, que son las que me gustan, pero contuve la tentación y me dediqué a terminar mi diccionario. Al anochecer regresó papá, muy cansado, cenó rápidamente y se acostó, después de decir que tendría que aprender a manejar una mula. En cuando a mí, dije que tenía sueño y me fui a la cama también. Hice el consabido bulto bajo las sábanas con cojines y la almohada, abrí la ventana y me deslicé hasta el suelo. Como estaba en el primer piso no tuve problema. Por cierto, ya tenía en mi poder una chivata que había cogido en la cocina de la casa Delburgo. Aunque la echasen de menos, no era cosa de tanto valor como para registrar el Mutzbunk entero.
Mi primer trabajo fue en el almacén general. Las burdas eran de madera forrada de acero, gruesas como muslo de señora gorda. Aquello no lo derribaba ni un cañón. La cerraja, de esas antiguas, se abriría seguramente con una borja de un kilo de peso. Tomé la estampa con mi cera, cuidadosamente colocada en la banderilla, y con el alambre de acero sondeé un poco las tripas de la cerradura. Tenía un solo pestillo y tres dientes, pero estas cosas requieren una o dos sesiones. Se quedaba para la noche siguiente.
El Control de Aguas estaba también cerrado y esta vez la cerraja era moderna: una Arbalet de buen tamaño. Tienen que abrirse con una borja en forma de triángulo, con dientes. De no tener la llave electrónica, aquí no hubiera podido hacer nada. La metí en el orificio, y en ese momento se me heló la sangre en los tubos. Normalmente, las Arbalet van conectadas a una alarma de cualquier clase que sea… Me quedé quieto, y tan débil como un recién nacido después de correr los cien metros vallas. Dejé la borja electrónica sin profundizar más y miré a los lados de la burda. Nada… no había esos pitorros que echan un rayo de luz negra y que como los cortes suena un gong como un orinal, despertando a todo el mundo en cien millas a la redonda. Pero podía haber otras bromas. De contacto no, porque hubiera sonado al meter la llave electrónica. ¿Y una alarma magnética? Sí, de ésas que en cuanto se separan las hojas de la puerta dos milímetros suenan como si las mataran. Podía ser, pero son fáciles de descubrir; tienen que tener el contacto en el exterior. Miré. No había nada y seguí trabajando, satisfecho, porque no existe cosa que iguale a la satisfacción profesional que da el trabajo bien hecho. Le costó unos veinte segundos a la borja darme las muescas de la Arbalet. A prevención, traía varias llaves en bruto en las filis; metí una Arbalet en el mango de la electrónica y apreté el botón. El chirrido de las ruedas de carborundo al raer los cantos de la llave sonó como si matasen a cien mujeres ahogándolas en ratones vivos; al menos, eso me pareció… Pero nadie debió de oír nada, porque en el silencio de la noche no se movió un alma. Hubiera sentido tener que usar la Alakrán y abroncar el asunto antes de tiempo.
Continué caminando por el Mutzbunk. Sólo había una pareja de vigilantes, vestidos con camisas a cuadros y pantalones de cuero, que bebían café junto a un fuego, en la puerta del Bar Social, y cascaban como cotorros. En uno de los puestos de más arriba, a doscientos metros de altura, se veía una lucecita temblorosa, perdida en la noche. Eso era todo. Sabía que había otro hombre en las murallas, y nada más. ¿Quién iba a entrar allí? Aquello era una verdadera fortaleza.
Una hora antes de amanecer, tenía en mi poder casi todas las llaves precisas. Únicamente me había planteado problemas un grueso marrajón que cerraba la burda de rastrea del almacén de combustible. Pero confiaba en solucionarlo la noche próxima. De manera que dormí con la satisfacción del deber cumplido.
A solas en mi habitación, limé finamente las guardas y las ajusté en el astil maestro. Luego las pulí bien, para que no tuvieran dificultades con el rodete. No era hembra, de forma que no tuve que perforar el astil. Peor era el asunto del marrajón, porque necesitaba borja hembra, y además de tercera vuelta. Siempre podía segar los brazos del condenado candado, pero era mejor no llamar la atención.
La noche siguiente acabé la faena. La llave del almacén, bien untada de negro de humo, tomó las marcas de los dientes, que eran tres, y en cuanto al marrajón, lo vencí a fuerza de trabajo y habilidad. La tercera vuelta tenía su mala idea, pues era a base de pivotes movibles, como las yales. Me llevé las limas allí mismo, y también el negro de humo, y acabé la faena sobre el terreno. Al terminar, tenía llaves de todas las puertas importantes del Mutzbunk, incluyendo la principal. Un poco peligroso fue, pero había bastante oscuridad y el vigilante de las almenas miraba hacia afuera, no hacia dentro. Vale decir que lo de sacar la borja de la principal fue por mero amor al arte, porque no creía yo que me hiciera mucha falta. Pero no todo ha de ser trabajar por el interés.
A Michenzell la vi un par de ratitos. Estaba más mona con pantalones vaqueros y camisa a cuadros. No es que hubiera gran cosa bajo la camisa, pero no me costaba mucho hacerme la ilusión. Aún tenía cara de criatura, con esos mofletes y los dientes con algún hueco, pero los ojos llamaban siempre la atención. A papá lo vi por la noche, porque fue a mi cuarto.
—¿Sabes manejar una mula?
¡No había de saber!
—Bien. Mañana sales conmigo. Iremos en dos mulas. A pie no voy a conseguir nada.
El día siguiente lo tenía fichado yo para hacerle una visita al viejo Mazagrainer, pero el deber es el deber; de manera que a las siete de la mañana cogimos dos mulas más viejas que la tos y salimos fuera. No hicimos durante todo el día más que dar vueltas en una zona situada al oeste del Mutzbunk, registrando todos los huecos y rajas de las rocas. Claro que al principio nos apartamos como unos diez kilómetros del Matzbunk, dejando lejos las minas. El suelo estaba lleno de pedruscos de color óxido y en algunos lugares salían como chapas de roca blanca que se desmigaba bajo los cascos herrados de las pestis. Por cierto que eran el par de mulas más mansote y bueno que he visto nunca. A mí me picaba la curiosidad sobre lo que papá estaba buscando, pero si no quería decírmelo, era asunto suyo. No debía ser demasiado pequeño, por que no mirábamos debajo de las piedras; pero tampoco demasiado grande, porque digo yo que lo hubieran encontrado los mineros. Sólo me dijo:
—Si ves algo raro, que te llame la atención, avísame.
—¿Y cómo voy a saber si es raro o no, si no sé lo que es?
—Cuando lo veas, lo sabrás.
Peor para él si no quería decirme nada. Acabó la jornada sin encontrar el objeto misterioso, fuera lo que fuese, y volvimos al Mutzbunk. Al día siguiente también tuve que salir con él, porque no acababa de cogerles el tranquillo a las mulas, pero por suerte estaba tan molido de la silla y los movimientos de las bestias que regresamos a media tarde. Cenó y se metió en la cama; no tenía buena cara. Se durmió en seguida.
Cargué con la Alakrán y con un par de píldoras escogidas del surtido de drogas que había llevado de Golconda junto con los explosivos. Al anochecer, cuando ya la gente se retiraba a sus casas y según las apariencias yo estaba dormidito como un ángel en mi cama, me hallaba ante la puerta del caserón de Mazagrainer. Rebusqué entre las piedras. A prevención, cuando abrí el almacén general, había escondido allí una botella de Licor de Samar. Algo así como setenta grados, y no sé qué aromas que eran capaces de hacer perder la cabeza a un santo. Por cierto que, cuando conseguí la borja del hospital, estuve a punto de coger drogas duras, pero lo dejé. El mediquillo joven que había, recién salido, era muy minucioso en lo de la contabilidad, aunque estuviera verde en lo de darle al bisturí. Así que llamé a la puerta de Mazagrainer, lleno de esa especie de nerviosismo que se siente cuando se va a hacer algo grande. ¡Yepahooo…! ¡Víctor Lanyard rides again!
Mientras abrían, eché la Rosa Negra en la botella de Samar Liquor 80 degrees proof. Y cuando las barbazas de Mazagrainer asomaron tras la burda entreabierta, yo estaba allí, preparado, con cara de bueno y todos los arreos.
—Buenas noches, señor Mazagrainer.
Me miró como si yo fuera un monstruo híbrido de Dolomances, o el recaudador de impuestos.
—¿Qué quieres? —dijo.
—He venido a visitarle, señor… Me manda el señor Delburgo… Está muy dolido por lo que pasó la otra noche en la fiesta, ¿sabe? Y me ha dicho que le traiga esto.
Vio la botella, y se le escapó una zarpa de uñas negras hacia ella. No vestía de gala, sino un batín astroso, con mugre y residuos diversos desde la creación del mundo hasta nuestros días. Retiré el frasco.
—¿No me deja pasar? Me dio mucha pena lo de la otra noche… ¿No me deja hacerle compañía un ratito?
No sé si esta industria me estaba saliendo bien; la cuestión es que el viejo, sin dejar de mirar la botella, me hizo un gesto desabrido para que entrase. Lo hice, sonriendo bobaliconamente como está mandado. ¡Guau! Niño bueno y caritativo que visita ancianito desvalido. Tal cual. Bueno, la casa por dentro estaba tan vieja y destrozada como por fuera. Había telarañas en los sitios más adecuados y algo como olas de mugre renegrida redondeaban los rincones. Muebles cojitrancos lo llenaban lodo. Me hizo pasar a un comedor destartalado, con las ventanas tapadas con cartón, cuadros negros en las paredes, una chimenea sin fuego y varios sillones llenos de rotos alrededor de una mesita.
—Dame la botella —dijo.
Se la di, y sin invitar ni nada, se sirvió seis dedos en un vaso tamaño campana y se los endiñó para adentro a toda velocidad. Chasqueó la lengua enseñando unos dientes blancos como perlas. No debían de ser suyos, digo yo. Bueno, suyos porque los pagaría en su día, pero no suyos porque hubiera nacido con ellos.
—¿Dices que te la dio Delburgo para mí?
—Sí, señor —contesté—. ¿Está bueno?
—Lo está —dijo, echándose otro lingotazo igual que el anterior—. ¿Quieres un poco?
—No señor, muchas gracias. Mi papá no me permite tomar bebidas alcohólicas de alta graduación.
—Hablas como un libro, chico —gruñó, y volvió a echarse otro copazo. Ya tenía la botella mediada, y cogió y puso una victrola viejísima que había en un rincón, de donde salieron unos ruidos rarísimos. Después empezó a salir una música que me sonaba a bastante antigua. Empezó a llevar el compás con el bastón de puño de plata y a chamullar solo, como si yo no estuviera. Las cosas estaban poniéndose mucho más fáciles de lo que yo pensaba. Tiró de pastilla de tabaco, lanzó un suspiro de satisfacción y le arrancó un buen bocado que comenzó a mascar despacio, dándole sorbitos de cuando en cuando al Samar Liquor. Canturreaba en voz baja, llevando el compás sin parar, y sin mirarme. Yo, quieto, parado, esperando mi momento.
—¡Delburgo! —aulló de pronto—. ¡Maldito Delburgo, tú me arruinaste! Y ahora quieres quedar bien con una cochina botella… ¡Te desprecio! ¡Y también a tus asquerosos regalos!
Creí que iba a tirar el frasco, pero sólo le dio un empujoncito pequeño, y luego, como casi se le cae, la agarró con mucho cuidado y se sirvió otra dosis.
—Sólo tengo una mina pequeña —dijo, mirándome con ojos llenos de lagrimones turbios—. Trabajan tres mineros en ella, y saco lo justo para vivir. Una pequeña mina de wolfram… poquita cosa… ¡yo que lo tuve todo!
—Cuénteme —dije, muy suavemente.
—Eres un buen chico —dijo, vinosamente, dándome un golpecito en el hombro—. Toma. —Me puso delante unos bombones enmohecidos que, seguramente, ya llevaba Noé en el arca. Hice ver que me los comía y continué escuchando—. ¿Están buenos? No, yo no como dulces. Prefiero otra copa… ¡Ah, muchacho! Hace treinta años de esto. Yo era joven, bien portado y tenía éxito con las chicas… aunque fuera con las chicas que por aquel entonces había aquí. Yo… bueno… había cometido algunos errores… poquita cosa. Pero me mandaron aquí… ¡la Mano de Dios salve a la Primera Persona! Y cuando nos soltaron en Golconda Central me dije: «Dole, piénsatelo bien. Si hay que cavar, se cava; pero hazlo en grande». De manera que le saqué dos mulas y un saco de provisiones al alcaide, y salí de exploración. La Mano de Dios sabe solamente lo que sufrí hasta descubrir el Mutzbunk…
—¿De verdad lo descubrió usted? —dije, admirado de veras, porque no me imaginaba eso.
—Pero ¿tú que te has creído, niño sarnoso? —aulló—. ¡Dole Mazagrainer no ha mentido en su vida! —Me atizó tal golpe con el bastón que, si no me escurro a un lado, me cuesta un hueso roto—. ¡Jamás, jamás! Yo lo descubrí, sólo yo. Llevaba más de un mes dando vueltas y casi había terminado con las provisiones. De agua no había problema, porque en aquellos tiempos había muchas burbujas que reventar… Teníamos unos filtros para quitarle las impurezas… Y un día, a lo lejos, sobre el cielo rojo del anochecer, vi el Mutzbunk recortándose sobre el cielo, como una torre… Arreé a las mulas y llegamos aquí. Entré por la abertura que conoces, después de echar una cuerda con un garfio. Esto era llano, con algunos matojos amarillos. No había plantas en toda Golconda, aquí sí. Las mulas se las comieron, pero no me fié porque las mulas comen cualquier cosa, hasta cartuchos vacíos y clavos oxidados. Yo no las comí. Trepé hasta arriba y descubrí desde allí la mayor riqueza del planeta. Yacimientos de oro a flor de terreno, wolfram y hierro, vanadio y níquel… Al bajar, me pareció que había una burbuja pegada a la pared. La reventé con mi martillo. A poco me caigo dentro… El agua estaba allí, a mis pies, clara como el cristal. Ni siquiera hacía falta el depurador. Eché una sonda fabricándola con un cordón y el mismo martillo de romper burbujas. Llegó a cincuenta metros y no tocaba fondo… Sentí un tirón y eché para arriba. Salió un pez de color negro, con una especie de gran cresta en el torso y aletas irisadas… El muy bestia se había tragado el martillo. Lo abrí en canal, lo asé y me lo comí. Era bastante bueno, y me sentó bien. Fabriqué un anzuelo con un alambre de acero, y pesqué un par más. Uno de ellos era igual que el primero; el segundo blanco y aplanado, con muchas patas a los lados. Pero bien asados estaban estupendos… ¡después de un mes de comer sólo alubias!
La verdad es que yo debía estar actuando ya. En la botella sólo quedaba un tercio de la cantidad de licor original; Dole Mazagrainer estaba bastante bebido, y me arriesgaba demasiado permaneciendo allí más de lo preciso. Pero ¡diablos!, me encantaba lo que el buen viejo sucio estaba contándome. Hice como que masticaba uno de los bombones mohosos y le animé a seguir, porque se había callado, como si recordase.
—Construí una cabaña con piedras. Saqué cuarzo aurífero y monté un canal de lavado. Con fuego y pedruscos cocidos conseguí hacer cal. La usé para la cabaña y para el canal. Con un cubo de plástico sacaba agua. Comía peces del pozo; pescaba casi todos los días uno o dos. Las mulas se alimentaban con los hierbajos del Mutzbunk.
—¿Por qué le llamó así?
—Por un bar que había en Lexter… Un mes más tarde tenía casi diez libras en polvo y pepitas de oro. Conque regresé a Golconda, alimentándome con alubias y pescado seco. Una de las mulas murió en el camino. Me asaltaron dos verdes y tuve que dejársela para que se entretuvieran. En Golconda Central registré la mina y la propiedad, y me dije que aquello era demasiado para mí. ¿Sabes? Las cosas no habían cambiado mucho; construían casas de madera, explotaban las minas más próximas. Unos eran amos, otros preferían trabajar a sueldo. Yo era un amo, ¡maldición! Y de los grandes. Terraplenaban el astropuerto. Los cohetes de víveres llegaban cada semana…
—Y siguen llegando…
—Eso mismo, chico. ¡Oh, piénsalo, muchacho! En el espacio hay una interminable procesión de cohetes cargados de alubias que vienen hacia Golconda, y otra interminable procesión de astronaves cargadas de hierro, oro, plata, brillantes, metales raros, rubíes, topacios, jade blanco, titanio, aluminio, wolfram, que van, desde aquí, hacia todos los mundos del Imperio. Pero ninguno de estos últimos ha llegado aún a su destino… Y los de víveres hace cien años que comenzaron a salir, cuando se planeó la colonización de Golconda. Y esos cohetes llenos de oro, ¡los mandaba yo!, ¿entiendes?, ¡los mandaba yo, Dole Mazagrainer! ¡El dueño supremo del Mutzbunk!
Eructó ruidosamente y bebió otro trago. Intentó asesinar uno de los bombones pétreos con su dentadura nueva y no pudo. Juró en doce idiomas diferentes, con una variedad de palabrotas y conceptos que casi no me podía imaginar.
—En mala hora contraté a delincuentes juveniles. Me dije: «Esto es demasiado para ti, Dole. Lleva trabajadores a sueldo y explótalo. Pero no hombres hechos y derechos, no. Mozalbetes a quienes puedas dominar». ¡Ya, ya! Hubiera debido asociarme con dos o tres hombres de pelo en pecho, y aún lo tendría todo… Seis meses llevábamos trabajando cuando me llegaron noticias de que en Golconda Central las cosas estaban cambiando. Habían venido astronaves de línea con mujeres y espectáculos; había comida de precio, traída a gran costo por hiperlumínica, ¡nada de alubias en naves de dos tercios ce! Y bebida y juego, y buenos hoteles. La riqueza de Golconda daba para eso y más… Me dije: «Dole, tú no has gozado en tu vida. Tienes casi cien libras de oro, un cargamento de hierro en lingotes, otro de wolfram… ¡disfruta de ello!». Dejé a los jovencitos en la explotación y confié en el que me pareció más fiel. ¿Sabes cómo se llamaba?
—Johannes Delburgo.
—Eres listo, chico. Sigue así y tendrás un buen futuro. Bueno… la juerga que me corrí en Golconda hizo levantar nubes de niebla… No me quedó un crédito, pero me llevé a la cama a las mejores chicas, comí de lo mejor y me emborraché todos los días… Cuando volví, los pequeños diablos lo habían preparado todo. Tenían más de dieciocho años, o sea que eran mayores de edad y podían tener propiedades a su nombre. Me desperté con el cuchillo de Delburgo en el cuello. Detrás de él estaban Simeón Nefer, Abilán de Vos y Morin Arasquez. Les costó mucho, créeme… mucho. Cuando cedí, estaban tan agotados como yo, aunque menos heridos. Me empeñé en conservar algo porque, de no ser así, hubiera muerto de inanición… La mina de wolfram fue lo único que pude conservar. Todo lo demás quedó en su poder. Firmé lo que quisieron, porque ya no podía más… ¡Y los muy cerdos aún se ríen de mí! ¡Aún se burlan y dicen que tengo un calcetín bien escondido! ¡Malditos! Algún día… algún día…
—Ese día ha llegado, Dole Mazagrainer —dije yo, muy en mi papel, y sin tratar de disimular mi verdadera voz, la voz casi grave de prohibido que tenía desde que…
Se quedó seco. Después, apuró, a gollete, las últimas gotas de Samar Liquor. Me miraba con ojos desorbitados, el jugo de tabaco y el licor chorreándole sobre la sucia barba.
—¿Qué dices… qué es lo que…?
—Quiero que compre el Mutzbunk para mí.
Y puse sobre la mesa un tarugo de cien billetes de cinco mil créditos. Sería viejo, Dole Mazagrainer, y borracho, pero le echó la zarpa encima al fajo tan rápido como el mejor tomador del dos.
—¿Estás loco? —gruñó—. ¿De dónde has sacado ese dinero? Por lo pronto… por lo pronto, yo te lo decomiso… no puede ser que un niño vaya con eso por ahí. Es peligroso.
—Tan peligroso como la Rosa Negra que llevaba dentro la botella que acabas de beberte, viejo sucio.
Alzó el bastón sobre la cabeza, con los ojos echando chispas y la barba amarillenta ondeando. En una mano el tarugo de créditos, en la otra el bastón, la boca abierta y babeante. Pero no le tenía miedo. Antes de que bajase el bastón saqué la Alakrán y disparé. Hubo un silbido y el aire se llenó de chispas rojas y blancas, el bastón se partió en trozos, volatilizado, y un gran pedazo de la techumbre cayó al suelo, llenándolo todo de polvo. El viejo, amedrentado, retrocedió hasta el fondo de la habitación, pero sin soltar el mazo de billetes.
—¿Qué… qué eres?
Yo ya tenía la respuesta.
—Soy un mutante. Aunque parezca un niño, soy un mutante. Puedo hacerte pedazos con las manos, y no necesito la pistola para eso.
Necesitaba domarlo… necesitaba aterrarlo de tal forma que sólo con verme se orinase en los pantalones. Pero aún faltaba algo. Me acerqué y le pegué. Intentó defenderse, cogerme los brazos, darme patadas. Inútil. Diez minutos después lo tenía en el suelo, con la dentadura postiza a tres metros de distancia y echando sangre por la boca.
Pero yo estaba perdiendo la cabeza. Me pasa a veces. Disparé sobre la victrola, que se deshizo en un montón de ruedas dentadas, tambores negros, altavoces y fragmentos de cristal. Cogí la pata de una silla y le aticé dos o tres estacazos al viejo en las costillas, hasta que se echó a llorar, como un crío de verdad, y pidió árnica.
—No me pegues más… por favor… no me pegues más…
—¿Comprarás el Mutzbunk para mí?
—Lo que tú quieras… pero no me pegues.
Alcé la estaca. Se encogió como un chusquel ante un amo bestia. Eso quería yo. He leído que se llama acto reflejo. Eso mismo quería yo.
—Lo compraré, lo compraré… Pero ¿y si no quieren venderlo?
Me reí.
—Querrán.
—Si tú lo dices…
Estaba recuperándose. Esto era normal. La paliza que le había dado y la visión de la Alakrán disparando le habían sorbido el seso durante unos minutos, pero ahora pensaba que, al fin y al cabo, delante sólo tenía un niño, un pobrecito niño fácil de engañar. Lo de mutante no había calado muy hondo en su cerebro duro y pilongo. Ya me ocuparía yo de que…
—Lo haré —dijo, con una luz tortuosa en las pupilas—. Lo que quieras.
Entonces, sentándome frente a él, le expliqué mi plan. No me encontraba bien, tenía la cabeza poco clara y algo en mi interior me pedía que hiciese más burradas, destrozase la habitación a tiros y le diera al viejo una paliza de muerte. Sólo porque sí… Pero me dominé. El viejo, a medida que yo iba explicando cosas, olvidaba el dolor de sus heridas, se reía a carcajadas y se revolcaba por el suelo. Acabó sentándose en un sillón y sacando una botella de vino barato, medio llena. Quiso darme un refresco, pero yo no podía ya fiarme de él. Lo que me extrañaba era que se hubiera quedado tan tranquilo al oír lo de la Rosa Negra…
—¿Eso quieres hacer? —dijo, hipando y casi sin poder hablar, de puras carcajadas de demonio que le salían de entre las barbas—. ¡Eso quieres hacer! ¿Y yo tengo que ayudarte?
—No te queda otro remedio, viejo marrano.
—¡No me insultes, niño maldito!
No entendía este viejo las cosas, no. Volví a utilizar la estaca con él, dándole buenos porrazos en la cara. Intentó agarrarme, pero yo tenía mucha más fuerza que él. Fue bastante horrible y duró lo suyo, pero al final lo tenía de nuevo en el suelo, sangrando y gimiendo como la cría recién nacida de una pesti. Le achuché con la estaca en las narices… ¡el muy borde no había soltado el dinero, a pesar de todo!
Echó un caño de sangre que le manchó las barbas y la camisa. Quizá le había atizado demasiado fuerte en las napias. Pero no le vino mal. Se asustó de veras, esta vez…
Entonces le expliqué lo que era la Rosa Negra de Dolomances. Le dije que los nativos cultivaban un rosal que daba una flor negra de cinco hojas. El cocimiento de la flor era un veneno lento; las raíces eran el contraveneno… ¡espera, Mortimer…!, el emético (la E, diablos). Y ninguna otra cosa servía, nada de nada. Cada rosal tenía sus propios jugos, o como se diga, y las raíces de uno no actuaban sobre el veneno de la flor de otro. Eso mismo. Eché sobre la mesa un par de píldoras blancas, hechas con extracto de raíz de aquel rosal que la comadre Haralda cultivaba en Golconda Central, y que era mío, porque yo se lo había comprado.
—Tendrás que tomar una cada dos días… o si no, morirás. Sólo yo puedo dártelas, viejo Mazagrainer. Sólo yo, Víctor el mutante.
Podía no haberme creído, pero hubiera sido un experimento peligroso. La Rosa Negra no perdona. Lo creyó y se desmoronó del todo. Me suplicó, arrastrándose por el suelo; me devolvió el mazo de billetes. No lo quise. Volví a repetirle mi plan, mientras subrayaba cada punto importante con un buen estacazo en las piernas. Al final, lloraba y reía a la vez, como si se hubiera vuelto loco.
—¡Ah, maravilloso! —aullaba, sorbiendo la sangre de las narices—. ¡Hacerles eso a los demás, a esos malditos ladrones! Sí, sí, cuenta conmigo, Víctor el mutante… haré todo lo que me digas… pero ¡por la Mano de Dios, dame esas píldoras!
—Ahí las tienes, sobre la mesa. Una cada dos días, viejo feo… Y no lo olvides… compra. Yo no puedo hacerlo porque sólo soy un niño indefenso y débil… —Hizo un ruido similar al de un borracho metido en agua—… pero tú lo comprarás para mí. Vivirás bien, Dole Mazagrainer; tendrás mujeres, vino y buena comida. Pero no le desmandes, o la Rosa Negra que llevas dentro se encargará de ti…
Aquello estaba terminado. Me preparé para marcharme, cuando el viejo se incorporó, hecho unos zorros, pero con los ojos brillando como bocas de horno.
—Quiero algo más.
—¿Qué es lo que quieres, esclavo Mazagrainer?
—Quiero la cabeza de Solimán de Vos. Si no la tengo, prefiero morir.
Había simpatía mutua, entre Solimán de Vos y el viejo, al parecer. Y yo me di cuenta de que hablaba en serio. De manera que no me quedó más remedio que acceder. Salí de allí, en medio de las sombras de la noche, y lo dejé con los dos comprimidos de raíz de Rosa Negra y los quinientos mil créditos. Y con unos cuantos cardenales encima. Desde luego, en este aspecto no estaba domado del todo; pero lo estaría pronto… ¡palabra de Víctor Lanyard!
Me despertó el profesor Garuslap, vamos, mi papá, que quería que saliera de nuevo de excursión por las planicies más cercanas. Me jibó un poco, porque llevaba unos días sin ver a Michenzell, y la chica me había prometido enseñarme el lago subterráneo, y hasta nadar en él. Esto me daba calofrío, pero no iba a rajarme delante de una chorba. A pesar de eso, no quedaba más remedio que salir con padre para ver si encontrábamos el objeto misterioso y, de paso, plantearle la cuestión de confianza.
Así que cogimos las dos pestis y comenzamos a explorar otro sector. Debo decir, y lo digo, que mi padre había trazado un plano de los alrededores del Mutzbunk, y que en él iba anotando dónde íbamos cada día. No hubo nada nuevo. Miramos las quebradas y los agujeros, pero no encontramos ninguna cosa. Nos paramos para comer, y cuando estábamos tragelando el condumio, que era de lata, como siempre (alubias de astronave), me lancé al ataque.
—Papá —dije—, tengo que hablar contigo muy seriamente.
Garuslap sonrió, aunque se le cortó un poco la sonrisa al ver mi expresión. Aparte de que se me había olvidado la voz de niño y había sacado la otra.
—Dime —contestó, en plan como seco.
—Mira… —dije yo—. Mira. Si seguimos en este plan de desconfianza, no vamos a vender una escoba. Yo estoy dispuesto a hacer lo que sea. Para eso me contrataste, leñe, y ya te lo demostré cuando apiolé a los dos bofias.
—Me hiela la sangre en las venas la tranquilidad con que dices eso, Víctor. Aún no comprendo como…
—Ta, ta, ta. Menos historias, papi. Lo pasado, pasado. Oye. Si sigo buscando sin saber qué busco, a lo mejor lo encuentro y no sé que lo es. Eso por un lado. Y por otro, que tú no eres ningún campeón montando mulas. Yo solo puedo ir tres veces más deprisa. Si salimos para hacer noche fuera, y me dejas recorrer a mí la zona con mi mula, me hago más millas en un día que los dos juntos en una semana. Pero para eso tengo que saber lo que hay que buscar. ¿Vale, papá?
Se enchufó siete cucharadas de frijoles quemados a la lámpara de alcohol antes de contestar. Yo ya había terminado de comer, de manera que encendí un cigarrillo para darle tiempo.
—Es lógico —dijo, por fin—. Y creo que puedo confiar en ti.
—No sabes tú cuánto.
—Está bien. Está bien. Escúchame. Hace veinticinco años, más o menos, una nave de caza salió de Golconda con destino a la Tierra… dirigida directamente al palacio del Emperador. En ella había cosas extremadamente valiosas; no hace falta decir cuáles. Esa nave sufrió una avería y se perdió… Nunca más se supo de ella.
De pronto, los nervios se me pusieron de punta. Estas historias de naves perdidas y de tesoros fenomenales siempre me habían gustado.
—Y está por estos pagos.
—Justamente, hijo. Cuando, ¡ejem!, me llamaban el Dios Telefónico pude averiguar que un mensaje de la nave fue captado por otra de carga… El telegrafista se guardó la información con vistas al futuro. Gracias a la influencia que ejercí sobre él, me dio esa información… Sé que cayó por aquí… cerca del Mutzbunk, pero no el lugar exacto. Lo que buscamos es eso… los restos de una nave de caza. No más grande que la que trajo a los dos hombres de la NIRAM, y probablemente hecha pedazos, o sepultada en el terreno…
—Pero lo que haya en ella estará destrozado.
—Te aseguro que no. Llevaba una caja fuerte superblindada, y aunque la nave se hubiera desintegrado, la caja estaría completamente entera.
—¿Y no puedes inventar nada electrónico que la busque?
—¿Un detector de metales? ¿En Golconda? Imposible. Con el campo magnético de este planeta, imposible. Parece mentira que digas eso.
—Todo el mundo tiene fallos, padre mío. Bueno, ahora está todo claro. Pues haremos lo dicho. Dos días para mí en el Mutzbunk, libres de cargas, y dos días para salir a buscar la nave. Tú buscas por un sitio y yo por otro… Además, ahora que pienso, cuando recorramos todos los alrededores, nos tendremos que alejar más cada día, ¿no?
—Naturalmente.
—Está bien. Y ahora otra cosa. Como tú eres técnico en electrónica, quiero que me construyas unos aparatos. He leído en el diccionario sobre ellos y creo que se llaman relés. Cuando yo apriete un botón en un sitio, una palanca debe moverse en otro sitio. ¿Es así?
—Eso no es un relé; es un impulso transmitido a distancia, un telemando. No es difícil de construir, pero no tengo materiales.
—Yo puedo suministrar todo lo que haga falta —pensaba al decir esto en los almacenes del Mutzbunk—. Tú dame la lista y tendrás lo que sea.
—¿Y si no quiero hacerlos?
Por su cara estaba claro como el cristal que no le apetecía mucho invertir en aquel negocio, que no se fiaba de mí y que temía que utilizase los telemandos para cualquier barbaridad. No pensé en tranquilizarle, porque, efectivamente, era para eso.
—Si no los haces, no cuentes con que te ayude.
—Puedo encontrar la nave perdida yo solo.
—Papá, que no soy tonto. No nací ayer. Para venir aquí y para buscar la nave, yo no te hacía ninguna falta. Luego en la nave, o en la caja fuerte, hay algo que sólo puede hacer uno como yo. No enredemos más, hombre.
Se puso blanco. Había dado en el blanco, propiamente.
—Está bien… los haré, y que Dios me perdone, porque no sé para qué vas a usarlos. Pero lo que hay en la nave es vital para mí y para otras personas. Por tanto, no puedo negarme. No puedo, no, y que Dios no haga caer sobre mí la culpa de lo que tú hagas.
Una vez que se hubo justificado y perdonado a sí mismo de esa forma, me pidió explicaciones. Se las di, y me correspondió escribiendo en un papel la lista del material. Yo creía que iba a ser larga como mi brazo, pero no. Media docena de cosas, nada más. Le hice dibujar cómo eran, para no confundirme cuando las repasase en el almacén.
Naturalmente, el muy bestia de Dole Mazagrainer, que debía de tener cabeza de chorlito, me tenía preparada una encerrona. Caminaba yo aquella noche hacia su casa cuando me eché a pensar…
Por cierto, Solimán de Vos iba todas las noches al Bar Social, bebía un par de copas de brandy y jugaba una partida de Astronave Perdida con dos capataces.
No me hizo falta pensar mucho. Llevaba una barra de acero de unos sesenta centímetros de larga y un dedo de gruesa; lo suficiente. También la Alakrán, pero no pensaba utilizarla. Llamé a la puerta, y oí cómo crujía una ventana en el piso de arriba. Pasó un rato, la puerta se abrió y giró hasta quedar abierta del todo, pero el viejo no apareció. Lo mismo que si estuviera manejada por control remota o fuera automática. ¡Valiente imbécil!
Di un paso hacia adentro y, tan pronto lo hube dado, di velozmente otro hacia atrás. El notario cayó en el cepo. Estaba escondido a la derecha, con un saco en las manos y con la santa intención de capuzármelo en la cabeza y meterme dentro. Se cayó contra la puerta, con saco y todo, y se hizo una brecha en la frente. Tal impulso llevaba y tales ganas de cogerme. Entré, cerré la puerta y comencé a arrearle a modo con la barra de acero. Chillaba bastante, hasta que le llené la boca con el mismo saco. Como me era útil no lo maté, aunque tenía ganas de hacerlo. Estuve a punto de perder el control, cosa que me hubiera molestado mucho. Al fin, le saqué el saco de la bocaza y le eché un jarro de agua en la carota llena de lagrimones. Boqueaba como si se asfixiase… Me senté en una silla y esperé.
—Eres tonto —dije—. Todavía no te has dado cuenta de que, sin las pastillas, te morirás en dos días. Y te aseguro que la muerte por la Rosa Negra no es nada agradable. Pero vas a tener ocasión de comprobarlo… ¿Te has tomado una pastilla?
Hizo que sí con la cabezota. No podía ni hablar, el tío.
—Te iba a dar dos más, pero no te las doy. Parte en dos trozos la que te queda; tómate uno mañana y el otro dentro de tres días. Te va a doler lo suyo, pero no te morirás.
Le di un lingotazo en la nagri, para que se fijara bien.
—Pero, Mazagrainer, no seas tonto, mi alma. No hay químico capaz de imitar estas pastillas… Ya se ha intentado. Yo no sé química, pero he oído decir que es tan complicada que una milésima de gramo de diferencia basta para que la cosa se estropicie. No te molestes, hombre… Ni con los quinientos mil créditos conseguirás nada. Confórmate con lo que tienes…
—¡La cabeza de Solimán! —aulló.
—Bueno, sí. Cada cosa a su tiempo. La tendrás. Y ahora, necesito unas explicaciones.
Me las dio. Tuve que traerle una botella de su despensa para que cogiese fuerzas, pero me las dio. Vi que tenía la alacena llena de frascos de precio, y también de buenos alimentos. Estaba claro que el muy sinvergüenza se había gastado parte del dinero en prepararse repuestos de andorga. Eso no me importó; a un colega hay que dejarle algo de libertad, que coma bien y que esté contento de la vida. Si no, no funciona.
Recordaba yo ahora que los viejos del lugar, o sea, Delburgo, De Vos (padre), Arasquez y Nefer, se dirigían a mi amigo Dole con cierta corrección. Los peores eran los hijos y, en especial, Solimán.
Me dio informes sobre todo lo necesario, derramándose el licor por la barba. Delburgo y los demás habían formado una banda juvenil. En el planeta Troboa habían asaltado la pagaduría de una empresa, se les había abroncado el asunto y se habían hecho fuertes en el edificio de oficinas. Tomaron rehenes, la directora de la pagaduría, dos empleadas y tres empleados. También a un viejecito y a su nieto, que estaban cobrando no sé qué. La pasma los había sitiado allí y hubo su buen intercambio de tiros. La cosa duró dos días; y en ese tiempo, para divertirse, violaron a la directora, a las empleadas y a los empleados. Al viejecito y al nieto los dejaron tranquilos, pero amenazaron con matarlos si la pasma no les suministraba un transporte y una nave estelar con piloto y combustible. ¡Idiotas! La bofia no ha cedido nunca a esas pretensiones; si no, sería bien fácil asaltar lo que fuera. A la mañana siguiente le cortaron el cuello al viejecito y, como todo seguía tal cual, al nieto también. La bofia asaltó el edificio, los trincó y consiguió que no muriera ninguno de los empleados. Los condenaron a pena de muerte conmutada; o sea, a cuarenta años. Vino el asunto de la colonización de Golconda y aceptaron. ¿Cómo no iban a hacerlo? El paso siguiente fue unirse para quitarle las minas a Mazagrainer; y si no lo mataron, fue porque en los planetas en colonización la bofia no se anda con bromas. No hay pena de muerte conmutada ni nada de eso, los apiolan y se acabó.
Bueno. Al saber aquello mi conciencia se sintió más tranquila. ¡Buena se les venía encima! Justo castigo a su perversidad.
Y ahora estaban todos tan dignos, besando la mano a las señoras, dando recepciones, vistiéndose de fiesta y de gala, y muy contentos porque un profesor de Universidad y su hijito les honrasen con su presencia. ¡Punta de cortafilis! Ni siquiera la señora Delburgo era trigo limpio. Se llamaba Odalia Langenove, y la habían mandado a Golconda por ejercer la prostitución. El puterío, vamos. Pero no de cualquier clase. Cosa fina, Mortimer. Se embadurnaba con un producto misterioso e imperceptible, de forma que el que se acercaba a ella agarraba un paquetazo tan impresionante que no había médico que lo curase. Ella estaba inmunizada, claro. Cuando el desgraciado julay pedía clemencia, ella le suministraba el remedio a cambio de un buen tarugo. Algo así como la Rosa Negra, vamos. Total que, ya en Golconda, se unió a Delburgo y cambió de vida. Ahora usaba jabón de olor, se daba aires de dama noble y me acariciaba la cabecita cada vez que me veía. ¡Valiente pájara!
Me imagino que las demás serían por un estilo, porque en Golconda no debía de haber mucho donde elegir.
Solimán de Vos salía por las mañanas, recorría las minas y las refinerías y comía en una cocina de campaña. Le gustaban las chicas, y decían que tenía que ver con dos o tres picadoras. Les llaman así a las mozas que dan con el pico dentro de la mina, o que guían la máquina de picar.
Los hijos de Delburgo eran, aparte de Michenzell, Maxon, de dieciséis años, y Mercantor, de dieciocho. El primero era moreno, bajo, sucio, lleno de granos y rijoso. El segundo, rubio, con rasgos finos y le gustaba la poesía. Johannes Delburgo decía que no era hombre y lo trataba a patadas.
Entre palo y palo, entre trago y trago, acabé de sacarle cosas a Mazagrainer y le di nuevas instrucciones. Lo dejé riendo como un loco, borracho perdido y casi completamente domado. Pero los informes que me había dado sobre los asaltos sufridos por el Mutzbunk cinco años antes valían su peso en oro.
Tuve dos días para corretear por los alrededores, mientras papá construía cosas con lo que yo había sacado del almacén. Hicimos noche en mitad del desierto, en un refugio entre rocas. No encontré nada, y eso que busqué con todas mis fuerzas.
En las murallas del Mutzbunk, tanto por fuera como por dentro, había pequeñas cavernas, más o menos profundas, que podían ser utilizadas para cosas diversas. Solimán de Vos usaba una de las de fuera para sus citas con una picadora llamada Dabnisol. Vi a la moza; estaba bien. Era delgada y morena, con una gran mata de pelo. Aquella tarde, Mitchenzell me llevó a ver el mar interior. Yo había trabajado mucho y necesitaba un poco de descanso, así que dije que bueno y fui con ella. Como apunté antes, estaba mucho mejor con vaqueros y camisa a cuadros, aun cuando la camisa no escondiese «todavía» ningún secreto. Pero de caderas sí que estaba bien; se le ceñían los vaqueros como una segunda piel. Daba gusto verla caminar cuando se acercó a mí.
A aquellas horas todo era actividad en el Mutzbunk. Entraban carros de vapor cargados con mineral, corrían los hombres con palas y picos, echaba humo la gran chimenea de la central eléctrica, y se oían gritos, voces, ruido de maquinaria y relinchos de mulas. Daba una sensación rara ver aquella maravilla de sitio y pensar que iba a ser mío.
Después de que Dabnisol y Solimán habían hecho lo que fuera, ella se marchaba y él se quedaba solo un rato, para que no los vieran salir juntos. Esto era una imbecilidad, porque hasta las ruedas dentadas de la pila atómica y las mulas de carga sabían que los dos se encontraban allí.
Caminamos hacia el Control de Aguas.
—¿Sabes que Dole Mazagrainer está muy malo?
—¡Ah, vaya! —dije yo, muy interesado por la salud del pobre anciano—. ¿Qué le pasa?
—No lo sé… Mi padre fue a verlo y tuvo que marcharse… Le duele todo y grita sin parar. El médico ha dicho que era… espera, lo llevo apuntado… Polineuritis.
Aquello me sorprendió. Lo de apuntar las cosas, digo.
—¿Por qué lo apuntaste, Michenzell?
—Me gustan esos nombres… querría ser médico, de mayor.
—Lo serás.
Se me quedó mirando, con los ojos muy abiertos y admirados. Repetí:
—Te he dicho que lo serás, y mucho antes de lo que crees.
Se echó a reír.
—¡Qué cosas más raras dices!
—Porque soy raro, yo. Oye… ¿por qué fue tu padre a verlo?
—No lo sé. Una vez dijo que le había hecho una cosa mala a Mazagrainer y que lo sentía.
Al lado del Control de Aguas estaba la emisora de radio. Por lo que había oído yo, casi nunca podían hablar con Golconda Central, el magnetismo, los minerales, y todo eso. Alcanzaba normalmente unos diez o doce kilómetros. Cogí de la mano a Michenzell para entrar en el Control; tenía los dedos finos y secos, y mucho más calientes que los míos. Bueno, pues el técnico de aguas nos enseñó otra vez las tuberías, las bombas y los grifos, y por fin, nos abrió la gran compuerta de acero.
—Tened cuidado.
—¿No viene más gente? —pregunté yo.
—No —dijo Michenzell—. Sólo podemos entrar los de las familias. A los trabajadores y a todos los demás no les dejamos.
Creo que eso se llama democracia electiva o algo por el estilo, por lo menos eso decía el diccionario.
Vamos a ver si explico bien lo que se veía en los sótanos del Mutzbunk. Nada más abrir la tapa de acero, había una escalera de hierro, chorreando agua. Todo estaba oscuro. Oí un «click, click» y se encendieron media docena de lámparas como soles pequeños. Bajamos por la escalera; ella delante. Vi entonces la gran extensión de agua negra, iluminada por las lámparas, y me entró algo frío por dentro. A pesar de todo, nunca pude imaginar tal cantidad de agua junta.
A uno de los lados, junto a la pared de roca rojiza, había unas casitas de ladrillo, y sobre el agua se extendía una especie de llanura de aluminio que oscilaba ligeramente. Según dijo Michenzell, era un gran flotador que se apoyaba sobre el agua y que iba descendiendo con ella. Claro, como que para subir a las casitas de ladrillo había una escala de madera o de silosim, no lo sé, que salvaba la diferencia de altura. Al fondo, pegadas a la pared, grandes cañerías de metal subían y se hundían en el techo. Se oía, muy lejano, el rumor de las bombas del Control de Aguas. En uno de los lados del gran flotador de aluminio, había unos pértigas con grandes roscas de color blanco. Michenzell dijo que eran salvavidas, y yo no pregunté nada para no mostrar mi ignorancia. Aquello resultaba bastante húmedo y nada de alegre.
Antes de que me diera cuenta, Michenzell estaba quitándose la camisa; llevaba debajo un pequeño sujetador (por llamarle algo) de color verde. Con la misma rapidez se quitó los pantalones y los zapatos: debajo llevaba el triángulo de color verde correspondiente. Me dio un vuelco el corazón. Aunque era más plana que una tabla, tenía las piernas redondas y firmes como vigas de carro, que brillaban y relucían bajo la luz de las lámparas. Si entornabas los ojos, bizqueabas un poco y desenfocabas la vista, te parecía estar viendo una mujer de veras a través de un vidrio de esos raspados.
—Puedes cambiarte en una cabina —dijo—. Hay trajes de baño y máscaras.
Estaba nerviosa, se veía. ¡Pero si era una cría! ¿Cómo podía ella…? Dejando esto para más tarde, grazné algo en respuesta (tenía el fuelle cortado) y moví una pata hacia las cabinas. Entonces me acordé de algo que había leído, algo que… ¡Maldita sea! Si Michenzell lo veía le llamaría la atención, y si lo comentaba con alguien…
—No puedo —gruñí—. No quiero bañarme.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Porque… me da miedo el agua… nunca he visto tanta agua… Me da miedo, Michenzell.
Un color se me iba y otro se me venía al pensar en el ridículo tan morrocotudo que estaba haciendo, con la chica allí, con un bikini que había que mirarlo con lupa para verlo, y yo abrochado y encorsetado hasta la misma nuez.
—Si no pasa nada… —dijo ella, muy dulcemente.
—Que no.
—Bueno, si no quieres… Pero puedes ponerte en traje de baño, aunque no te metas en el agua.
—No —mugí, sin saber por dónde salir.
—Hay trajes de goma para bucear profundo… de ésos que cubren todo; hay máscaras y botellas de aire… ¿De verdad que no quieres?
Miré la cestita de la merienda que ella había dejado al lado de sus ropas. ¿Trajes de goma enteros?
—Bueno; probaré. Espérame ahí, guapa, no te marches.
Puso ojos de conejo recién muerto.
—¡Oh, no, Víctor! No me marcharé, claro que no.
La cabina olía también a humedad. Había trajes de goma colgados de las paredes, botellas de metal, máscaras con tubos y gafas gordas, arpones y una especie de rifles raros que tenían un cargador con cinco flechas de acero. Oí zancochar en la cabina de al lado, y pensé que sería ella. Me quité la ropa, me endosé un traje que era más o menos de mi tamaño y salí fuera; hecho una pena, me imagino, con todos aquellos artularios. Michenzell estaba al borde del agua negra, con dos máscaras de aquéllas en las manos.
—Así —dijo—. Póntela así.
Me la puse, y ella la conectó a una botella que colocó a mi espalda.
—Respira.
Lo hice, sintiéndome con ganas de emprenderla a bocados con todo el mundo. Me pasa siempre que estoy en un ambiente que no puedo dominar. Respiré y respiré, y a cada vez, la botella me daba un soplido en los pulmones, haciendo un ruido como si aporreasen tapas de caldero.
—Aspiras por la nariz y expulsas el aire por la boca. ¿A ver?
Lo hice, entremetiendo unos juramentos escogidos.
—¿Qué dices?
—Nada.
—Bueno, vamos. Cógete a mí…
Caímos los dos en el agua con un chapuzón enorme, manoteé por todas partes sin ver nada y sintiendo que me hundía. Creo que grité. No había más que follón de espumas a mi alrededor, y el agua cubriéndome por todos lados. De pronto, me di cuenta de que estaba en la superficie, braceando como un loco y con la chica a un par de metros, riéndose de mí.
—¡No sabes nadar!
—¿Qué es nadar? —aullé. Y manoteé hacia la escalerilla.
Le costó un poco, pero me enseñó. El traje tenía flotadores y la botella también tiraba para arriba. Media hora más tarde, me las apañaba bastante bien. Incluso me hundí a casi cinco metros, y pude ver arcos de roca que se cruzaban en el interior del agua; eran parecidos a los que atravesamos con el coche de imanes por encima de la lava ardiente. Algo blando y blanco me rozó las manos; vi un rostro de perro con grandes ojos amarillos. Un pez del Mutzbunk.
Por fin, nos sentamos en el flotador y ella abrió la cestita de la merienda. Tenía el pelo chorreando, pegado a las sienes, y el traje verde empapado. Sacó bocadillos y una botella de refresco, de a litro. Luego, con una sonrisita, me tendió una petaca de plata con licor. ¡Vaya con la niña!
—Puedes quitarte el traje ya.
—No. Estoy bien así.
Me endiñé la petaca de licor casi de un trago. Era brandy barato, pero calentaba. Calentaba mucho, diablos. Me acordaba del pez blanco y blando, y quise verlo de nuevo. Me acerqué al borde.
—Ven, pez, ven —dije—. Ven con Víctor. Estoy solo. No soy más que un niño. No te haré daño, pez.
Pero no me hizo caso. Michenzell estaba muy seria.
—Yo también estoy sola —dijo—. Como el pez.
—Pues… ¿qué te pasa? —pregunté.
—Mi padre no me hace caso; las niñas no le gustan. Sólo se preocupa de Maxon. Dice que es el único hombre de la familia.
—¿Y tu madre?
—Sólo piensa en Mercantor. Dice, dice que es delicado… eso mismo, delicado. Mercantor es idiota; hace poesías por las noches y sale a ver la luna grande y la luna pequeña. Por eso estoy bien contigo —dijo, después de beber refresco. A mí no me quedaba ni una gota de brandy—. No tenía ningún amigo.
—Yo sí lo soy —la consolé. Y me corrí un poco más hasta que estuve a su lado del todo, aunque el traje de goma era un maldito estorbo. La cogí por la cintura y la hice acercarse más. Ella no dijo nada, ni bueno ni malo, pero ayudó en el movimiento. Comencé a acariciarla lentamente; era suave como la seda. Luego me incliné un poco y le di un beso en la mejilla, a ver qué pasaba. No pasó nada. Ella hizo lo mismo: me dio otro a mí.
—Los chicos de la escuela se ríen de mí. Me llaman tonta y cosas así.
—Son unos imbéciles —dije. Y le di otro beso, también en la cara, pero derivando tres grados a estribor de forma que caía cerca de la boca.
—Como en las películas —dijo ella. Y me plantó un beso en los mismos labios, sin apretar y sin malicia, pero beso al fin y al cabo. Después largó una risita de lo más bobo y volvió la cara a otro lado. Desde luego, de la forma más idiota, aquella chica me estaba gustando lo suyo. Le pasé los brazos por los hombros, le hice volver la cara y le plantifiqué un besazo por todo lo alto. Al principio, no quería colaborar, pero después se dio cuenta del juego y lo hizo, con un poco de timidez. Era una cría, solamente una cría, y yo un imbécil de marca mayor.
—Bueno —dije, mientras me ponía de pie—. Más vale que no le digas nada a tus padres.
—Claro que no —dijo ella, volviendo a colocarse la camisa a cuadros—. Pero ahora somos novios, ¿no?
—¿Y eso?
—Una chica mayor dijo, bueno, lo oí en el colegio. Dijo que cuando un chico te besa en la boca es que es tu novio. ¿No es verdad?
—Claro que sí —grazné—. Eso mismo.
—Entonces puedo ir a tu cuarto por las noches…
—¿Quién te ha contado eso?
—Lo he visto. La novia de Maxon entra en su habitación por las noches. Es una de las sirvientas, y mi padre no lo sabe.
—Más vale que no lo sepa. Oye, Michenzell, escucha una cosa. Que sí, que somos novios. Pero no vengas por las noches a mi cuarto; no se te ocurra. Eso está mal.
—Si tú lo dices… Pero ¿cuándo nos vemos?
Me costó un triunfo sacudírmela, y más aún convencerla de que debido a mi trabajo nos veríamos poco. Alguna vez sí, pero poco. Porque las cosas no estaban para experimentos.
Al amanecer, cuando salí con mi padre para cubrir otro sector de búsqueda, un criado de los De Vos estaba en la puerta de la mansión Delburgo preguntando si habían visto a Solimán. Al parecer, aquella noche no había regresado a su casa. No sabían dónde estaba.
Tres días pasamos entre las arenas y las rocas. Mi padre continuó construyendo una serie de aparatos, según las instrucciones que yo le daba. Busqué y busqué, y no encontré nada. Miento. Miento por partida doble: primero, porque el primer día no busqué en realidad, sino que regresé al Mutzbunk sin que nadie me viera… y segundo, porque al tercer día, cuando ya la cosa estaba de cierra y vámonos, encontré un tomillo.
Así, Mortimer. Un tomillo gordo y ennegrecido. Se lo enseñé a mi padre y se puso nerviosísimo. Daba botes y quería ir corriendo al lugar donde lo había encontrado. Podía ser, decía él, podía ser una pieza desprendida de la nave del tesoro, y eso nos daría una pista. Seguro que nos la daba. Pero aunque yo no lo hubiera convencido, el hecho de que llevábamos alimentos y agua justos para tres días nos hizo volver. Además del tornillo le traje una colección de piedras de colorines, como en todas las excursiones. Luego las ponía en su alcoba con unos letreros que decían lo que eran. Una vez, Delburgo le vio rotular una de ellas y le corrigió: se había equivocado. A mí estas cosas me helaban la sangre en las venas. La verdad es que yo hubiera hecho de geólogo mejor que él.
Cuando llegamos al Mutzbunk nos encontramos una patrulla armada hasta los caninos, con rifles pesados y pistolas. Iban en ella dos números de la pasma imperial. Nos dieron el alto, apuntándonos todos a la vez, y menos mal que ninguno perdió la cabeza y se puso a disparar hacia todas partes.
Mi padre, en cuanto nos reconocieron y desviaron el arsenal hacia otro lado, preguntó qué pasaba. El cabo le explicó que Valtour había vuelto. ¿Y quién es Valtour? Pues un forajido sin entrañas. Todo el mundo creía que había muerto en la batalla de la quebrada del Buitre, cinco años antes, pero por lo visto no había sido así. El cadáver quemado que encontraron al pie de la columna de pórfido no debía ser el de Valtour… Bueno, ¿qué ha pasado? Pues que Solimán de Vos ha desaparecido y las patrullas de búsqueda no han podido encontrarlo. Lo que habían encontrado era una carta en la parte exterior de la muralla pidiendo un millón de créditos y amenazando con borrar el Mutzbunk del mapa si no era entregado.
—Pero, es absurdo —dijo mi padre—. Ni Golconda entera vale un millón de créditos.
Estaba exagerando, pero el Mutzbunk, desde luego, no los valía. Mientras volvíamos hacia el hogar, el cabo seguía dándole a la sin hueso, muy satisfecho de escoltarnos y de abandonar el campo abierto, donde Valtour podía aparecer en cualquier instante.
—Además, voló por los aires la bocamina número 3. El pozo está cegado. Alguien echó arena en el analizador de masa de la Mina Victoria, y no funciona. Han cortado los cables de casi todas las vagonetas, echado azúcar en los depósitos de combustible de las bombas y han asesinado a uno de los hombres que se quedaban de guardia por las noches. Era sobrino del señor Arasquez, que está desolado. Lo cosieron a puñaladas. Quizá lleguemos al entierro.
Llegamos. El cementerio estaba fuera del Mutzbunk, a un kilómetro o así. Parecía que todos estaban muy nerviosos mientras metían el cuerpo en el horno crematorio y le daban a la palanca. Arasquez cerraba los puños y juraba. Era un hombre bajito, con gran bigote negro y una cicatriz en la mejilla. Desde luego yo miraba hacia otro lado, sin dejar de sentir fija en mí la mirada de mi padre. Garuslap lo sabía, claro está que lo sabía. Pero yo tenía la seguridad de que no iba a decir nada; le iba mucho en el asunto.
Fui a visitar al pobre abuelo Mazagrainer. Estaba en un grito, desencajado y sudoroso. No tenía fuerzas ni para fumar. Pero aquella misma noche comenzó a ponerse bueno otra vez. Me alegré mucho por el pobrecito anciano.
También aquella noche hubo una reunión de los jefes de las familias con el sargento jefe de la guarnición. No hubo más que mucha palabrería y pocas cosas en claro. Nadie sabía dónde andaba el malvado Valtour. Hubo quien juró que la letra de la carta era idéntica a la de Valtour, y hubo quien se despepitó gritando que aquello no tenía nada que ver con el malevo, y que era otro el que usaba su nombre. Total, nada entre dos platos. Reforzaron las guardias y nos recomendaron que no saliéramos a buscar minerales. Intentaron comunicar con Golconda Central pero, como de costumbre, la radio sólo hacía ruidos. Enviaron un mensaje con una de las caravanas, que tardaría, como poco, dos semanas en llegar. Salió de madrugada, con una buena escolta. Llevaban todos más miedo que alma. De todos formas, aun cuando la guarnición de Golconda Central recibiese el mensaje (no tenía por qué no recibirlo), ¿qué podían hacer?
Como me aburría horrores sin poder salir a la cosa de la geología, me dediqué a vagar por la mansión Delburgo. Michenzell y yo nos encontramos en la cocina, que era igual que todas las de casa bien: un armatoste cuadrado, con un depósito para el agua y otro para el salvado. Ya sé que el nombre técnico no es «salvado», ni tampoco sé muy bien lo que es el «salvado», quitando lo que el diccionario dice, pero todo el mundo llama así a esa especie de hojitas amarillas que se echan en las cocinas.
Nos dejaron apretar los botones, y la cocina nos fabricó un plato de carne en salsa y unos espeluznantes refrescos de fresa. El salvado costaba a dieciséis créditos el kilogramo y con él, metido en una cocina automática, se podía hacer casi cualquier cosa. Por cierto que la cocinera jefe (señora gorda horripilante) era la mar de amable; nos abrió una lata de alubias de astronave y les echó no sé qué cosas que estaban riquísimas. No como las alubias medio carbonizadas que papá Garuslap cocinaba. A mí, como revolvedor que soy, la cocina automática, aunque la había visto un montón de veces, me interesó un ciento, y me dediqué a preguntar cómo funcionaba y eso. También me enteré de lo que comía cada uno, y así supe que el plato predilecto de Johannes Delburgo eran filetes de pescado hervidos. Son una sosada y no los comía nadie más que él. Incluso tenía una salsa picante especial (la probé; era fuego líquido) para adobarlos, que sólo él era capaz de soportar. De comidas naturales sólo había peces Mutzbunk, y no siempre, porque los racionaban, y algún laterío fino traído por hiperlumínica. Desde luego en aquella casa se comía bien; no tenía comparación con los restaurantes caros como el de Amalong Busilong u otros parecidos, pero se comía mucho mejor que en casa del cerdo Obadiah, o en la del maldito viejo Lanyard. Cuando salí de la cocina me sabía todo, con pelos y señales.
Cayó la noche, y papá Garuslap entró en mi habitación. Durante un cuarto de hora me atosigó queriendo saber qué diablos estaba haciendo y si «verdaderamente» había apiolado yo al desgraciado sobrino de Arasquez. ¿Pero es que no estaba contigo, papi? No señor, «decías» que estabas buscando el pecio. ¿Qué es un pecio? Los restos de una nave. ¡Ah, eso! Pues no. Acabamos de mala manera, pero convencidos los dos de que lo mejor era que cada uno se metiera en sus propios asuntos y no en los del otro. A pesar de que papá me caía muy bien, tenía no sé qué manías raras con no matar gente y no hacer daño a nadie, que no creo que le sirvieran más que de estorbo. Mira que si yo pienso eso cuando estábamos de farra con Pahlrod y Reza Hossein, nos va bien a todos. Seguía obsesionado con el tornillo, y me costó un horror convencerlo de que acabarían dejándonos salir, porque el malvado Valtour no iba a meterse con un pobre científico y un tierno infante.
El tierno infante soy yo, Mortimer.
Si a altas horas de la madrugada yo hubiera estado dormido, una gigantesca explosión, que hizo temblar todo el Mutzbunk, me habría despertado. ¡Allá iba uno de mis telecontroles y sesenta gramos de atomita pura! Comenzaron a encenderse luces por todas partes y a sonar follón de corridas. Me asomé a la ventana, aunque ya sabía lo que iba a ver. Los grandes focos iluminaban la muralla de entrada al Mutzbunk, de donde salía una enorme columna de humo. Tanto humo había que llegaba en ondas y olas hasta mi ventana y me hacía toser. Los restos de las explosiones de atomita son ácidos y huelen fatal. Salí corriendo, en pijama, y me encontré con Michenzell, con un camisón de seda rosa largo hasta los pies. Estaba hecha una facha, la pobriña.
—¿Qué pasa? —grité en distintos tonos de voz. Pero nadie me hacía caso. Todos corrían y el nombre de Valtour estaba en todas las bocas. De forma que me vestí y salí de estampía hacia la muralla, arrastrando conmigo a Michenzell, consorte inconsciente de mis delirios, para que me sirviese de tapadera.
La explosión había hundido, derrumbado y escabechado la mitad de la muralla. Dos muertos; uno de ellos, el mismo Simeón Nefer; el otro, uno de los números de la pasma imperial. La viuda de Nefer estaba allí también, dando gritos. Por lo visto, el bueno de Nefer, como hombre cumplidor, había ido a dar una vuelta por las rondas y, ¡qué casualidad!, en ese mismo momento había estallado la carga colocada, no se había aún cómo, por el nefasto Valtour.
Quedaban tres. Vamos, es un decir.
Como Garuslap rabiaba con lo del tornillo siempre presente, no me costó mucho darle a entender que habíamos de salir, a pesar de todo, pero que lo mejor era que lo hiciéramos con el coche de imanes, y no con mulas. Siempre era más protección ante los posibles ataques de Valtour (¡había que ver qué cara ponía papá cuando yo decía estas cosas!) y nos daba más autonomía de ésa. A pesar de que Johannes Delburgo no se encontraba muy bien (estaba pálido y ojeroso y con algo de fiebre), acabó concediéndonos el permiso bajo nuestra responsabilidad. Ni siquiera quisimos llevarnos dos hombres como protección. Éramos lo suficientemente valerosos como para salir solos. Y así, durante todo el recorrido, papá no hizo más que renegar, gruñir y echar discursos sobre la violencia y otras cosas. Yo, callado. Yo, a lo mío. Y además, esperando a ver qué pasaba con lo del tornillo.
Bueno, pues no tardó mucho. El coche de imanes corría más que las mulas y era más manejero. Una vez situados en el lugar donde había encontrado yo el tornillo, nos dedicamos a buscar por todas partes y a sondear el terreno con unas a modo de varas largas que traía papá. Aquel terreno era francamente malo. Cumbres de óxido de hierro surgían como bollos de leche muy grandes hacia todas partes; una cáscara rota dejaba deslizar hilos de agua rojiza hacia un valle; grandes peñascos amarillos, llenos de filos, se cruzaban en nuestro camino. Sobre nosotros relumbraba el cielo rojo de Golconda, y pequeñas humaredas salían de grietas entre las rocas…
Pero a media tarde, una de las varas con que topábamos en las profundidades lanzó un chirrido. La cosa estaba allí. No explico cómo eran las varas, ni el aparato que llevaban, ni por qué chirriaban, porque no da tiempo. Pero papá sacó entonces una especie de mecanismo con una rueda llena de cucharas, lo plantó en el suelo y lo conectó a las baterías del coche de imanes. El chisme se puso a dar vueltas como si le pagasen y a escupir tierra y pedruscos por todas partes. De vez en cuando, con dos palas de mango corto, quitábamos los montones de escombros. Y por fin salió aquello.
En el fondo de la excavación había una cosa parecida a un gran tubo de acero, con muchos codos. Tenía un metro de grueso, o cosa así. Al final, había una gran caja cuadrada, de unos tres metros de lado; aquello era la caja fuerte. Alrededor salieron trozos de aluminio, pedazos de varilla y otros restos. En algún sitio, hasta encontramos huesos humanos. Todo estaba mezclado y revuelto con tierra ennegrecida, cenizas y manchas de grasa. Había también cristales, restos de cuadros de mandos, palancas y pedazos de plástico quemado. Gracias a la rueda de las cucharas, y al trabajo que hacían nuestras palas, limpiamos y escoscamos bien aquello, hasta que el tubo de acero y la caja cuadrada quedaron al descubierto, limpitos y en forma. Entonces, nos acercamos allí. El tubo de acero tenía una abertura por la que no hubiera cabido ningún hombre; todo lo más, y con estrechuras, un niño como yo. Me entró frío de pensar en que hubiera que deslizarse por aquel sitio hasta llegar a la caja cuadrada, pero las promesas son las promesas, y yo había quedado con papá en ayudarle. Estaba él en pie, mirándome a mí y mirando a la caja fuerte, y parecía como si no supiera qué decir.
—Víctor, hijo —murmuró al fin—. Me sabe mal pedirte esto. Si no quieres, no lo hagas.
—¿Qué pasa? —contesté yo, mirando aquel tubo. Tenía algo de malo que no me gustaba nada.
—He pecado —dijo—. He pecado de egoísmo. Escúchame. Escúchame, Víctor. Te he tomado cariño. No sé qué es lo que estás haciendo con esa pobre gente del Mutzbunk, pero aun así… No, no quiero que te arriesgues sin necesidad. Mira, en esa caja está lo que yo necesito; pero para llegar a ella hay que meterse por ese tubo y manejar los controles exactos. El tubo tiene cuchillas montadas que se dispararán si no se manejan con exactitud. ¡Malditos imperiales, usar niños para esto…! Sólo una criatura puede entrar, no un hombre. Es demasiado estrecho. Si me equivoco, si fallo, las cuchillas se dispararán y te harán pedazos. También hay trampas eléctricas; no sé si las baterías estarán aún en condiciones de funcionar… ¿Lo comprendes?
Demasiado bien lo comprendía yo ahora. Dos mil créditos por alquiler de niño en buen uso no era demasiado si el niño podía convertirse en picadillo en el camino hasta la caja fuerte. ¡Malditos imperiales!, como papá había dicho. También era mala idea usar cajas fuertes que sólo pudieran ser operadas por uno de mi tamaño. Pero la palabra es la palabra.
—Bueno, papá —dije—. Lo haremos, pero no ahora.
—¿Qué dices?
—Digo que de acuerdo. Que lo prometí, y lo que se promete hay que cumplirlo. Pero no dije cuándo, de manera que primero colabora conmigo en lo que llevo entre manos y luego me meteré ahí dentro.
Yo esperaba que protestase, pero me equivoqué de medio a medio. Murmuró unas cosas en voz baja, diciendo algo así como que no quedaba otra solución, que era demasiado importante y que esperaba que sus pecados le fueran perdonados. Por lo menos, eso me pareció entender. Luego se puso en pie, largo, delgado y alto como un hilo de acero, se limpió las manos en los pantalones de daim y me dio un cogotazo, así en plan cariñoso. También me pareció que decía: «¡Pobre chico!», lo que no me expliqué, porque no iba a decirlo por mí. No tenía ningún motivo para compadecerme; vamos, digo yo.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó.
—Unos diez días, a lo más, papá.
—Está bien. Cubramos esto.
Cuando estábamos cubriéndolo con tierra y pedruscos, resbalé y me hice un feo escorchón en la frente. Sangré como trozo de carne al descongelarse. Iba papi a curarme, cuando se me ocurrió una idea luminosa.
—Déjalo —dije—. Déjalo y volvamos al Mutzbunk.
—¿Qué dices?
—Acabo de encontrarme con Valtour, ¿sabes? Un hombre bajo y muy fuerte, con barba negra y dientes todos desiguales y revueltos, uno para cada lado. He salido a dar un paseo y me he encontrado con él a solas. Me ha dicho que le diga a Delburgo y demás gentuza que o pagan o lo destrozará todo.
—¡Dios me libre! —dijo papá, consternado—. ¡Eres dañino… eres…!
—Lo que soy. Un niño llamado Víctor.
Esto sonaba a título de novela, y me lo dije a mí mismo varias veces mientras volvíamos a casa, a todo lo que el trasto de imanes daba de sí. Yo podría escribir novelas. Por ejemplo, una en la que la protagonista fuera Odalia Langenove y sus envenenamientos. La conocía un capitán de astronave, un piloto INC, y se enamoraba de ella, y ella lo envenenaba, pero después se enamoraba de él también, y entonces no sabía cómo curarlo. Él, al saber lo que pasaba, la mataba y se iba con su chica, una rubia tontaina de ojos azules, del planeta Stolen IV. Entonces un sabio terrestre lo curaba del todo y eran felices. Después de pensarlo bien, no me pareció un buen argumento. Además, no iba a escribirlo, conque para qué darle vueltas al caletre.
—¡Es el mismo Valtour! —gritó Delburgo, después de que hube explicado mi encuentro.
—Desde luego, coincide —dijo Arasquez.
Me miraban los cuatro muy fijamente. Al decir los cuatro me refiero a Delburgo, De Vos, Arasquez y Mazagrainer. Este último había comprado el día antes las minas de Nefer en diecinueve mil quinientos créditos, que había pagado religiosamente a la viuda.
—Os digo de nuevo —dijo Mazagrainer, sorbiendo de un licor rosado que tenía en la copa— que os compro vuestras minas. Yo me enfrentaré con Valtour.
—No sé de dónde has sacado ese dinero, Dole —contestó Delburgo, mirándolo como si quisiera hacerle un agujero—. Pero no venderé jamás. Nunca me iré de aquí. He construido esto trabajando honradamente y sin reservas, y jamás lo dejaré.
—Digo lo mismo.
Era Arasquez el que hablaba. De Vos guardó silencio y miró de reojo al viejo Mazagrainer, que daba golpecitos en el suelo con la contera del bastón. De vez en cuando miraba a Delburgo, que, ojeroso y febril, estaba sentado en un sillón envuelto en una manta.
—Un millón de créditos… —siseó Delburgo, entre dos toses—. Está loco… Por un millón de créditos nos iríamos todos de aquí…
—Cuarenta mil créditos por tus minas, Johannes —dijo Mazagrainer—. Al contado.
—¡Nunca!
—Treinta mil por las tuyas, Arasquez.
—No vendo.
—Veinticinco mil por las tuyas. De Vos.
El viejo De Vos no dijo nada. Miraba de reojo a todas partes, como si buscase algo.
—¿Dónde está Solimán? —preguntó de pronto, con voz que parecía estar llorando—. ¿Dónde está Solimán? ¿Dónde está mi hijo?
Los demás se callaron. ¿Qué le iban a decir al pobre? Mazagrainer volvió a insistir, mirándome de reojo para ver si lo hacía bien. Incliné la cabeza para darle a entender que sí, que no estaba mal del todo.
—Compro —graznó, y se le quebró la voz. Los demás ni contestaron—. Compro —repitió, jadeando, y se endiñó un trago de licor—. ¡Mi calcetín! Os reíais de mi calcetín, y aquí lo tenéis. ¡Compro!
Silencio. Le miraban todos, mientras yo era puro oídos, sentadito en una sillita baja. Me habían dado un refresco y un emparedado de pez, para que se me pasase el susto del encuentro con Valtour.
—¡Mi hijo! —repitió De Vos—. ¿Dónde está mi hijo?
—¿Por qué no contrata un detective privado, señor? —dije yo—. Son muy caros, pero lo encuentran todo.
Delburgo, sudoroso y pálido, me miró con ojos de fuego. Arasquez pensaba, sin atender a los demás. Pero Dole Mazagrainer cogió la idea al vuelo; a base de golpes le había enseñado yo a hacerlo así.
—Tiene razón el niño, Abilán de Vos. ¡Veintiséis mil por lo tuyo, Abilán! ¡Podrás contratar el mejor detective del Imperio!
Hice un gesto con la cabeza, levantando las narices hacia arriba.
—Treinta mil, Abilán. Es una buena oferta…
—No vendas… —gruñó Delburgo, pasándose la mano por la cabeza. Se le desprendieron unos mechones de pelo, que cayeron al suelo. Los miró, como idiotizado, y se miró las manos luego. ¡Pobre Delburgo! No estaba nada bien.
—Es mi hijo, Johannes… ¿Qué crees tú, Morin? ¿Qué hago? Quiero encontrar a Solimán… Un muchacho maravilloso, educado, bueno, y desaparecer así… ¡Maldito Valtour! ¿Qué hago, Morin? ¡Es mi único hijo!
Morin Arasquez movió la cabeza a los lados una, dos, tres veces; pero no para decir que no, sino como diciendo que no sabía qué aconsejar. De Vos se decidió de pronto.
—De acuerdo, Dole. Treinta mil y son tuyas.
—¡Estúpido! —mugió Delburgo.
Aquella noche hubo una explosión en una de las minas más lejanas: la Sorbitor 26, propiedad de Arasquez, de lo que extraían tierras raras. Treinta gramos de atomita, con un pincel de tetralita para las barbas, y la mecha consiguiente.
A eso de las tres de la mañana se oyó un zumbar sordo y luego un estampido seco. Pero nadie se atrevió a salir: estaban aterrados, o sea, en plan miedoso. Los obreros, a la mañana siguiente, se hallaban un poco revueltos. A ellos ni les iban ni les venían los dineros de los amos, y el terrible Valtour les tenía verdaderamente aguripados. La Sorbitor 26 no podría funcionar en dos semanas. El malvado Valtour sabía hacer las cosas; había volado el volante de bajar vagonetas y el entibado de las primeras galerías. ¡Lástima grande!
Lo curioso era que los amos del Mutzbunk habíanse organizado las cosas de tal manera que se hallaban ahora completamente indefensos e inermes. ¡Olé, qué vocabulario tengo! Como quiera que toda la mara se retiraba por las noches al amparo de la tina rocosa y dejaban las minas solas, no había alma viviente que controlase nada. Intentaron establecer patrullas nocturnas, pero el comisionado de la fuerza laboral, un tal Rope Basildón, dijo que nasti. Vamos, que no. Que por las noches no salía nadie, porque no era cosa de jugarse la pelleja; que había trabajo en todas partes, y que si allí no seguían, encontrarían plazas en el filón Preslov o en cualquier otro agujero decente. A la mañana, De Vos y el abuelito Mazagrainer firmaron el contrato, lo inscribieron en el Registro de Minas, y Abilán de Vos recibió seis billetes de cinco mil créditos cada uno, limpios, bellos y crujientes como pan recién salido del horno. El bueno de Dole tenía ya el 46 por ciento del Mutzbunk y minas limítrofes. Para celebrarlo, le dejé roer a gusto la cabeza de Solimán y le di píldoras raíz de Rosa Negra para tres semanas más. Estaba hecho un flan el bueno de Mazagrainer, y no alentaba ni tanto así en mi presencia. Eso, según decía el diccionario, se llaman reflejos Pavlov. Cuando me veía, se ensuciaba los pantalones, sin más.
Aquella noche, o no sé si era otra noche cualquiera, Michenzell reventó y vino a verme a mi alcoba. ¡Maldita sea, y yo que le había dicho que no! Estaba preocupada por su padre, al que se le caía el pelo a manojos, se le hinchaban los dedos, y perdía conocimiento poco a poco. La Odalia (actualmente Adamanta) no sabía por dónde tirar. Mercantor seguía haciendo poemas; Maxon juraba en mil idiomas que acabaría con Valtour, y todos estaban llenos de miedo negro. ¿Para qué quiero explicar nada? Michenzell durmió conmigo, llorosa y gimoteante, y no pude evitarlo, pero me abracé a ella y pasamos la noche juntos. Nada de nada, ¿eh? La chica era una criatura indefensa y yo soy un caballero. Además, la buena de Mich no me inspiraba nada. Palabra.
Nos besamos un poco, de la forma pavisosa que habíamos aprendido en el Control de Aguas, nos dimos un pequeño lote de ternura y, al amanecer, se me fue, dejándome peor, pero que muchísimo peor de lo que estaba antes. Pero ¿qué iba a hacer yo con aquella infeliz? Tenía buenas piernas y no mal cuerpo, pero carecía de lo que tenemos los que hemos tomado las píldoras Taberner: la conciencia, la sabiduría, la inteligencia, o lo que se quiera. Y sin eso, no hay nada. Tanto da una muñeca de goma, de esas inflables. Y aún no he caído tan bajo, aún tengo suficiente dureza dentro para saber lo que hay que hacer y cómo portarse. ¡Desgraciada Michenzell, incapaz de sentir y de hablar! Rabiaba yo por tomar de nuevo contacto con Taberner y saber si había resuelto todos los problemas sexuales, niñosos, de píldoras y demás que tenía planteados. Pero el deber es el deber, y el Mutzbunk estaba antes que nada. Noche delirante ésta en que me quedaba quieto, con Mich al lado, y soñaba en el futuro y en el día en que las cosas fueran como es debido.
—¿Me quieres, Víctor?
—Claro que sí, pesada.
Y con eso se sentía feliz, la pobrecilla. Pero no podía imaginar la brutal fuerza que había dentro de mí, el deseo de vengarme de los viejos Lanyard, de los prohibidos malditos y otras cosas así. Se dejaba acariciar, aunque yo casi no sentía nada al hacerlo, y ella lo tomó como expresión de cariño, o como amor, cuando sólo era necesidad física. ¡Judalong, dónde estarás ahora! ¡Buena chica, Michenzell! ¡Buena chica, sin sentimientos, sin sensibilidad física alguna, sólo con necesidad de cariño, de amor y de compañía! Se lo di, se los di, porque soy un hombre entero, con nueve años, pero lo soy. Y no le di más, porque nada más podía darle. ¡Buena chica, Michenzell!
—Estoy preocupada, Víctor. Muy preocupada. Oye, tú que eres tan listo… ¿no podrías encontrar al asesino?
—¿Qué asesino, cariño?
—Al que hace estas cosas malas… al que nos hace daño a todos…
—No te fastidia, Michenzell. ¡Si sólo tengo nueve años!
—Es verdad —dijo, llorosa—. Sólo somos niños.
—Sólo eso —dije yo, pasándole la mano por el pelo—. Sólo eso… Y estate quieta ahora. No te muevas.
Había humaredas en el Mutzbunk al amanecer. Había líos obreriles y nervios, y nadie trabajaba, y las cosas estaban poniéndose muy mal para algunos y muy bien para otros. Garuslap estaba más largo y más feo, y tenía una cara que no hubiera yo querido ver nunca. Gritos en todas partes. Follones. Cañerías rotas en el control de aguas; obreros negándose a trabajar y, cuando a media mañana saltó por los aires uno de los puestos de vigilancia al quebrarse las patas de madera, arrastrando a tres personas y un pasma, las cosas se pusieron muy tensas. ¡Francesca, amor mío, qué será de ti ahora!
Estos días yo, para no llamar la atención, me encerraba en la biblioteca y leía como un descosido. Había acabado tomándole gusto al asunto de la lectura; la verdad era que había cosas muy interesantes, aunque viejas, en aquel cementerio de libros. Así, por ejemplo, encontré un tratado completo sobre la rebelión de Gander que me interesó un ciento. También encontré un viejo libro de texto sobre cosmografía galáctica. Era el mismo que utilizan los críos en la escuela para estudiar, y claro que no decía gran cosa, pero resultaba endemoniadamente interesante. Con lo que me armé un lío fue con las coordenadas galácticas, es decir, con esos numerajos que te sitúan dónde está cada planeta. Acabé haciéndome una idea yo solo, por las buenas. Realmente, lo único que me interesaba era el tiempo por hiperlumínica y el tiempo por dos tercios ce. Eso sí que venía claro, así como una explicación de lo que era cada mundo habitado, lo que producía y lo que había en él. Voy a copiar un par, quitando numeritos y otras inutilidades, para recordar bien como era. Véase:
BARLIÓN: Venían ahora números a tutiplén: coordenadas, tamaño de verdad, tamaño relativo comparado con la Tierra, temperatura media, inclinación de la eclíptica y de su padre, superficie marina y terrestre y otras memeces. Dos meses por hiperlumínica a Golconda; treinta y siete años por dos tercios ce. Población, unos mil millones de habitantes. Supongo que también de habitantas. Colonizado el año 2659, o sea que nos llevaba casi dos siglos y medio de ventaja. Uno de los primeros en colonizarse, a pesar de estar cerca de Golconda, que había sido de los últimos, pero el libro lo explicaba diciendo que los primeros descubrimientos no obedecían a un orden, sino que salían por donde podían. Fundiciones, fábricas de astronaves e industria pesada. Tornos, excavadoras y mondaplanetas. Concentración de gente en seis ciudades principales: Barlión Central (la capital), Enero, Salvimast, Yunion, Calbestán y Stellarmore. Tres continentes: Cloto (donde estaba Barlión), Láquesis y Átropos. Decía el libro que eran nombres mitológicos, con lo cual me quedé como estaba. Océano de las Lluvias, Océano Torquedara, Océano Rojo, y varios mares: del Cieno, Noriático, Landsend, Giovinella, Alterador y de Donau. Raza aria en su mayoría, con elementos negros en ciertas zonas. Costumbres sociales extremadamente sofisticadas: mano de duelo (no sé lo que es esto), defensa personal, grandes fiestas, competencia económica fuerte. Exportación programada por dos tercios ce a todos los mundos conocidos. Balanza de pagos favorable. Guarnición del Ejército Imperial en los grandes fortines de Vanator, Punta Gruesa y Honor de NIRAM. Recibía alimentos de Gander, Pharonteón y Nílfide. Escasos cultivos en algunas islillas sueltas. Algunas pesquerías, insuficientes para el consumo. Grandes astropuertos en Barlión Central y Stellarmore, ciudades rivales. Laboratorios de investigación sobre maquinaria en Yunion. Barlión se preciaba de estar a la cabeza de los demás mundos en descubrimientos sobre máquinas pesadas.
Bueno, así venía todo. No hablaba el libro de mundos que yo sabía que existían, como Troboa, Stolen IV o Dolomances, lo que demostraba que era un tanto antiguo. Pero todo andaba en este plan, y era muy bueno para enterarme de lo que había más allá del cielo rojo de Golconda.
El tratado sobre la rebelión de Gander no era de lo mejor del mundo, precisamente. Hablaba mucho sobre vinculaciones agrícolas, sobre la necesidad del «encuadramiento galáctico de producción» y sobre que no se podían romper moldes. ¿Lo entiendes, Mortimer? Pues yo tampoco. Ponía verde al jefe de la rebelión, el capitán Scraggs, como traidor al Imperio, a la Primera Persona y a todo lo que hubiese. Tengo que explicar que papá me había dicho que en los libros se podía hacer una cosa que él llamaba «leer entre líneas». Palabra que yo no supe nunca lo que era eso; ¿cómo se puede leer entre líneas, si entre líneas sólo hay un pedazo en blanco? Pues bueno, leyendo «La sublevación del planeta Gander», de Nicolás Varenkor, editorial Fawci, llegué a saber lo que era. El libro no decía nada, pero se echaba de ver que a los de Gander no les gustaba niente el ser sólo un planeta agrícola, y que los niños o los hombres no pudieran estudiar y sólo les quedase el recurso de ser destripaterrones toda la santa vida. Querían universidades, escuelas especiales, posibilidad de salir al exterior y demás. La general Hokusallmi (gran héroe del Imperio, según el bastardo de Nicolás Varenkor) había acabado con esas ideas perversas. También había números a capazos.
Otro libro que encontré, y que era una maravilla con pastas, trataba de uniformes. Cogía desde que sólo existía la Tierra como planeta único, con naciones dispersas (me acordaba yo de los monos cultivando habas, como decía papá) y concluía unos cien años antes de que yo naciera. Me gustaron mucho los uniformes de los nazis alemanes; eran bonitos y con colores serios y muy bien combinados. El libro era a todo color y tridimensional, así que todo se percibía la mar de bien. Pensé que algún día me fabricaría un uniforme de Hitler. Era esto muy curioso. Hitler y Napoleón, que vivieron aproximadamente en la misma época, no llevaban más cintajos, dorados y galones que los demás, sino muchos menos. Los dos llevaban sólo una especie de abrigo gris, sin insignia ninguna. Eso me pareció estupendo, y muy acertado. Me avergonzó bastante pensar que había querido hacerme un uniforme con más medallas y galones que nadie; pero esta nueva idea era mucho mejor. Yo no necesitaba tantos adornos, porque era más que nadie yo solo, o sea que los demás necesitaban cintas y entorchados, cordones y agremanes, pero yo no. Yo liso y laso, y así me hacía notar más.
Oí corridas y pasos apresurados en el pasillo. Dejé sobre la mesa todos los libros que tenía abiertos, consultando y pasando de unos a otros, y salí a ver qué se cocía.
Me dijo la cocinera que, de pronto, Delburgo se había puesto muy mal y que habían corrido a llamar al matasanos.
Como me gusta meterme en todos los caldos y enterarme bien de lo que pasa (la información es la base del triunfo, como decía Rommel), me fui detrás de Odalia y Mercantor, que iban muy cogidos del brazo, Mercantor sollozando (¡con lo grandote que era!) y Odalia consolándole. Maxon estaba tratando de suplir a su padre en las fundiciones. Michenzell también estaba allí, en la alcoba, muy pequeña y triste. Me dio mucha pena y le pasé el brazo por la cintura. Apoyó la carita en mi hombro y se echó a llorar.
Estaban levantando a Delburgo entre dos criados. La cama estaba llena de manojos de pelo; tenía la cara roja como un filete y muy hinchada. Trataba de hablar, pero no podía. A través de los labios se le veía una lengua negra, también hinchada. Las sábanas estaban manchadas de pus amarillo; mientras lo movían y daba boqueadas, se le desprendió parte de la piel de los brazos, como si se hubiera deslizado encima de una capa de agua de jabón. A toda prisa sacaron a Michenzell de allí; a mí me sacaron también, pero en cuanto se descuidaron tres segundos, ya estaba yo asomando el hocico nuevamente por la puerta.
—Hace mucho tiempo… —rugió Delburgo, entre dos boqueadas—. Hace mucho tiempo… Yo no sabía… no sabía… Llamad a Dole… Perdón…
Seguramente no lo entendía nadie, digo yo. Cuando quitaron las sábanas pudo verse que la planta de los pies se le había desprendido también. Todo él era un mar purulento flotando en el lecho. Gemía y graznaba frases sin sentido. El médico entró corriendo, con un maletín negro con los trastos de matar en la mano; me echaron de una vez por todas y cerraron la puerta a piedra y lodo, a cal y canto y, además, con cerrojo.
Me metí en la biblioteca de nuevo, para continuar con los libros que tenía entre manos: La dinastía de los Quajar, Estructura económica del Imperio Galáctico, Cuerpos Imperiales, Militares y Paramilitares, e Hiperlumínico e hipolumínico: dos medios de transporte. Todo era muy interesante, aunque tenía que abrevar en el diccionario para comprender algún palabro extraño. Por cierto que aquel diccionario era bastante malo; no venían muchas palabras. Por ejemplo, abroncar, brava, binelar o borja. Tampoco hablaba de los bolsillos como es debido. Nada de mencionar los filis, que es su verdadero nombre, ni la hermosa clasificación que tienen: fili de la buena, fili buhardilla, fili del foso, fili de la cula, fili doble y demás clases. Ya digo, una pena en ciertos aspectos. En cambio, venían palabros como asintótico, endecasílabo y esclerodermia, que maldito para lo que sirven. Creo yo que la gente inventa palabras por el gusto de oír lo bien que suenan, y no para usarlas, porque ¿cuándo he oído yo decir a nadie deshonestarse o melancolizar? La gente bien no hablamos de esa forma, leñe.
Pero no tenía ganas de leer. Me había impresionado lo del pobre Delburgo. Sin saber cómo, me encontré con el lápiz, poniendo letras en un papel… y como sonaba bien, seguí poniendo lo que se me ocurrió. Puse:
Pasó hace mucho tiempo.
Pero yo no lo sé…
Las rocas y los planetas no cambian,
ni tampoco los soles o las lunas.
Entonces, ¿qué más da?
Si pasó hace mucho tiempo,
ni las rocas, ni los mundos, ni yo lo sabemos.
¿Y es que eso me importa aquí y ahora, hoy mismo?
Sólo soy un niño que necesita aún bastantes años
para poder decir:
Pasó hace mucho tiempo.
Encontré a Garuslap en la cangri del Amor Eterno, hablando con el farfaró, que le confortaba y le daba ánimos. Vestía el farfaró hábito negro con una placa blanca bajo la nuez. Cuando pude, le enseñé a papá lo que había escrito. Dijo:
—Esto casi es poesía, Víctor. Eres el ser más inesperado e inexplicable que conozco.
El rasibel abundó en lo mismo, diciendo que se veía que yo era un niño sensible y educado, y que sacaba gran aprovechamiento de mis estudios. Me dio un barquillo, que no estaba malo del todo, y un cariñoso cosque en la cabeza. Se lo perdoné porque era más infeliz que el que quiso hacer croquetas de agua. Por cierto que en el diccionario no venía ni rasibel ni farfaró; les llamaba curas, por las buenas. Aquél era un cura de cuello rojo, que debe ser más cura que los demás.
Aquella noche estaba yo leyendo un libro de matemáticas y tratando de comprender qué diablos era una integral, cuando se oyó un estampido sordo, justo después de que yo apretase el botón de uno de los telemandos de papá. Más tarde supimos que el molino de martillos de la Morin 231 (mina del perverso Arasquez) había volado por los aires, así como también los depósitos de mercurio para amalgamar el oro.
Transcurrió otro día nervioso y triste. Nadie trabajó en las minas. Se quedaron todos dentro del Mutzbunk como barbalotes asustados. Rope Basildón volvió a visitar a Dole Mazagrainer y a Arasquez (Delburgo no estaba para líos, y la viuda Nefer, con Abilán de Vos, habían salido muy de mañana hacia Golconda Central) para decirles que había que buscar algún remedio a aquello, pagándole a Valtour o lo que fuera. Arasquez organizó un cirio diciendo que él no cedía ante nadie, mientras abuelito Mazagrainer se callaba como un zorro.
Durante todo el día, Arasquez estuvo revolviendo a la gente, hablando con ellos en el Bar Social, metiéndose en los grupitos que formaban y, lo que era más curioso, mirando de muy mala manera a papá Garuslap cuando pasaba por las calles del Mutzbunk. A media tarde, Arasquez estaba pagando copas en el bar a todos los obreros y capataces en paro y diciendo a voz en grito que todos aquellos líos no venían de fuera, que Valtour había muerto cinco años antes en la quebrada del Buitre, y que tenía muy buenas razones para pensar que el que estaba organizando aquellas historias era alguien de dentro del Mutzbunk. Esto me daba muy mala espina, pero yo no podía hacer nada hasta que el asunto no se abroncase por algún lado.
Paseé por allí, y estuve bastante rato hablando con algunos chicos que salían de la escuelita sucia y desvencijada. Fiché a varios de ellos para suministrarles la píldora antes de irme, porque me parecieron chavales despejados y que prometían. Había también dos o tres zagalas muy despabiladas, de unos diez u once años, capaces de sacarle los ojos a cualquiera. Verdad de la buena que sentí que el mendrugo de Taberner no hubiera puesto a punto la cosa de las chicas, porque las tres la merecían. Tenían los labios gruesos y rojos, ojos brillantes, y estaban bastante desarrolladas. Estaban adelantadas, la barbi. Además, con aquel aspecto de sanotas, eran lo que les convendría a mis muchachos cuando la cosa comenzase a organizarse.
Ya era casi de noche cuando oí gritos cerca de casa Delburgo y divisé una procesión de hombres con canecos de licor y antorchas que venían vociferando desde allá. Horrorizado, vi que dos de ellos sujetaban a papá, mientras otro hacía girar en el aire una cuerda de cáñamo con su buen nudo corredizo en un extremo. Me agazapé entre las sombras mientras pasaban, encaminándose hacia la emisora de radio.
—¡Él es el espía!
—¡Él trajo a Valtour!
—¡A la horca con él!
Papá se debatía y luchaba entre los brazos de los que le sujetaban, mientras Rope Basildón trataba de contener a la turba, por un lado, y Arasquez les azuzaba por otro. Era preciso obrar deprisa… Salí corriendo de allí, y en dos segundos me planté en casa del abuelo Mazagrainer, le di unas instrucciones rápidas (yo me olía ya algo de esto) y un par de vergajazos para que avisase. Después salí zumbando hacia el cuartelillo de la pasma. Nunca pensé que tendría que ir a llorarle a un sardo, pero así lo hice porque convenía salvar al bueno de Garuslap… ¡Le había tomado cariño, diablos! Si hubiera sido otro, habría dejado que le ahorcasen, pero a Garuslap, no. La verdad era que sentía miedo por él, de veras, como si fuera un padre de verdad y no de pega. Entre lloros y gritos no me costó nada convencer al sardo, que cogió a los tres números que quedaban, con sus buenos rifles láser, y salieron echando humo hacia la emisora.
Para cuando llegué yo, palpando nerviosamente en el fili los telemandos que tenía prevenidos para el fin de fiesta, habían echado ya el lazo por encima del soporte de la antena y estaban intentando metérselo por la cabeza a papá. Tal y como convenía, me eché encima de mi padre, me abracé a él, y me dediqué a dar espantosos alaridos y a berrear de lo lindo. Esto detuvo un poco a los obreros, que no eran malos chicos, pero no sirvió de nada frente al borde de Arasquez. Me apartó de un manotón, sin respeto a mi edad y sexo, y continuó enzurizando a los pobres productores que, cargados de alcohol y quién sabe si de otras cosas, lo único que necesitaban era una víctima. Un bicho expiatorio, como dicen los libros.
—Y si no es él, ¿quién va a ser? —aulló Arasquez, con los ojos echando llamas y los pelos revueltos—. ¡Las cañerías rotas las han estropeado desde dentro…!
Gran error por mi parte, lo reconozco. Grité, lloré y babeé un poco más, viendo cómo abuelo Mazagrainer, el sardo y los tres números trataban de abrirse paso entre esta mara abroncada y gritona, que olía a sudor y a pies.
—¿Ha visto alguien a Valtour? ¿Ha visto alguien a un solo hombre de su banda?
—¡Noooo…! —berreó el coro de borregos, como si les pagasen.
¡Que no me fallase el magnetofón chorado en el almacén, las cargas de atomita y las dos pistolas láser de los doctores de la NIRAM! Estaba todo instalado muy deprisa, y como fallase algo…
—¡Alto ahí! —gritó el sardo.
Era un hombre corpulento y fuerte, y tenía una voz como la sirena de una fábrica. Al mismo tiempo, de su pistola salió un rayo rojo que se estrelló en la pared un metro por encima de la soga. Saltaron cascotes hacia todas partes, y la mara se amansó como por encanto. No hay como un disparo para tranquilizar los ánimos, cuando la gente se insubordina. Y si es a dar, mejor.
Arasquez trató de sacar la cara.
—¡Es un criminal, sargento! ¡Es el culpable!
—Eso habrá que demostrarlo, señor —dijo el sargento, sin bajar la pistola. Hablaba con el respeto debido al propietario de varias minas, pero con toda la firmeza posible. Empezó a caerme bien—. Debiera darles vergüenza a todos… ¡linchar a un hombre, a un sabio de otro planeta! ¡Y delante de su hijo, además!
Lloré como si me mataran y me abracé a la cintura de papá, que me puso una mano en el pelo y susurró:
—Tranquilo, Víctor. No pasará nada.
¡Naturalmente que no! ¿Habráse visto tonto? ¡Claro que no pasaría nada! Pero ¿gracias a quién?
La mara se había desinflado bastante. Como dije, en el fondo eran buenos chicos, y puede que ni siquiera hubieran llegado al final. Más valió no probar, por si acaso. Mientras tanto, Dole Mazagrainer se mantenía en reserva, sin decir una palabra, esperando mi señal. La hice, moviendo las napias hacia arriba.
—Vaya, Arasquez —dijo el abuelo, sin dejar de mirarme—. Te dije que convenía pagarle algo a Valtour; no lo que pide, pero sí algo. No quisiste, y ahora tratas de echarle la culpa a otro. Escuchad, muchachos, dejádmelo a mí. Yo creo que si le damos cincuenta mil créditos a Valtour nos dejará tranquilos. Yo pongo mi parte; si Delburgo y Arasquez ponen la suya… ¿creéis que Valtour va a seguir pidiendo un millón de créditos? ¡Eso no lo creéis ninguno! Pidió eso como podía pedir las nubes de Magallanes… ¡Siempre hará una rebajita! ¿Qué decís?
Todos gruñeron en distintos tonos de voz que sí, que bueno, y Rope Basildón estrechó la mano del abuelo Mazagrainer. En el fondo, los obreros estaban muy satisfechos de que los dueños del Mutzbunk tuvieran que rascarse el bolsillo y aflojar la mosca. No en balde habían muerto tres de ellos. O cuatro, no me acuerdo bien.
—No puedo aconsejarle que haga eso, señor Mazagrainer —dijo el sargento—. Siempre es mal sistema ceder a esas presiones.
—No pienso permitir que muera más gente mientras nosotros ganamos dinero con la sangre de los demás —dijo el abuelo, pomposamente—. He ahorrado durante toda mi vida para poder comprar estas minas que yo descubrí cuando muchos de los que hay aquí no habían nacido aún. Pero no me quedaré con ellas a costa de la vida de unos trabajadores honrados y humildes.
Hubo una explosión de aplausos, de «¡Bien!», de «¡Bravo!», de «¡Viva el viejo Bazagrainer!» y de «¡Tiene razón!». Casi me dio vergüenza pensar que la gente pudiera ser tan idiota y tragarse semejantes bolas con esa facilidad. Mientras tanto, le habían quitado la cuerda a papá y lo habían soltado. También habían hecho un corro, dejando a Arasquez en medio. Estaba ceñudo y callado.
Mazagrainer, tal como le había ordenado yo, dio un paso y me cogió de la mano.
—Si Delburgo y Arasquez no me ayudan, los daré yo solo. La inocencia debe ser protegida; soy viejo y no espero de la vida más que morir felizmente en este lugar tan amado por mí. Debemos salvar a los inocentes, tal como a este niño que cojo de mi mano en este instante, y a quien elijo por ser de fuera, para que no haya favoritismo con nadie. ¡Acusáis al profesor Garuslap injustamente!
—Eso no —dijo Arasquez—. No creo que sea profesor. Creo que tiene que ver con el asunto de ese Valtour… y creo que no es quien dice.
Hubo murmullos de incredulidad. La mano se me crispó sobre los telemandos.
—Es bien fácil de comprobar —dijo el sardo—. El profesor tendrá su documentación; la examinaremos en el cuartelillo.
Tan pronto como oí esto, apreté el primero de los botones. Una explosión retumbó a lo lejos. Aún no lo sabían, pero esta vez sólo habían volado cuatro peñascos de bajo precio; no me interesaba ya destrozar lo que era prácticamente mío. Pero como no lo sabían, comenzaron a gritar y a correr hacia todas partes, se olvidaron de papá y de mí y acabaron saliendo como flechas hacia lo que quedaba de la muralla. Como es natural, papá, abuelito, el sardo y sus números, y el que suscribe, salimos también en esa dirección al trote largo.
Los vigilantes que estaban en la muralla chillaban que había sido por allí, y de las casetas de vigilancia que había a doscientos metros de altura decían que por allá. No conseguían identificar la explosión con ninguna mina o instalación, como era natural. Y mientras estaban dando vueltas como atontados, apreté el segundo botón. Un rayo láser surgió de la noche, cruzó la oscuridad con un silbido y se estrelló en la base de la muralla, salpicando fragmentos de obra hacia todos lados y dejando un agujero humeante. Insistí, y el rayo se repitió media docena de veces. Los números contestaron al fuego con sus rifles y, en poco tiempo, sobre todo después de que puse en función la segunda pistola, había una barahúnda infernal de rayos que se cruzaban por todas partes, gritos de mujeres aterrorizadas, juramentos de hombres tirados al suelo… y ni una sola baja.
Cesé el fuego. Poco a poco la cosa se fue calmando, y el sardo ordenó a sus hombres que dejasen de disparar. Toqué otro botón, pidiendo al dios del farfaró que el magnetofón funcionase. Funcionó. Se escuchó una voz (mi voz), completamente deformada por la distancia y la amplificación, que decía:
—¡Hombres del Mutzbunk! ¡Os habla Cruzarelli, el lugarteniente de Valtour! ¡Es inútil que resistáis! Pagad o seréis destrozados. Contamos hasta con un lanzagranadas. ¡Mirad!
Se oyó como un soplido sordo a lo lejos y, un par de segundos después, una explosión horrísona lanzó por los aires una esquina del Bar Social. Pedazos de mampostería, vidrios rotos, trozos de ventana y mobiliario destrozado saltaron por los aires en medio de una enorme humareda negra. Hubo quien afirmó que llovieron ladrillos durante una semana, pero no fue verdad.
De todas maneras, aquello dio la puntilla. Abuelo Mazagrainer saltó sobre la destrozada muralla, agitando un pañuelo blanco, y vociferó:
—¡Cincuenta mil, Cruzarelli! ¡Cincuenta mil y que nos deje Valtour tranquilos! ¡Cruzarelli! ¿Me oyes?
Cruzarelli no contestó. Sólo se escucharon dos o tres explosiones más, con las cuales volaban el magnetofón y las pistolas láser, borrando así todo rastro del montaje. Luego hubo un silencio total. Dos docenas de hombres se apresuraban a apagar los fuegos del Bar Social. Aún surgían nubes de humo negro. La atomita tiene eso: diez gramos bastan para volar un torpedero, pero la humareda es enorme. Claro que así hacía más efecto.
—No es verdad… —dijo Arasquez, débilmente.
—¡Cállese! —contestó Rope Basildón groseramente, sin respeto ninguno a un propietario de minas—. ¡Nadie va a trabajar con usted después de esto! Ha engañado a mis hombres, ¿o querrá hacerles creer que quien estaba ahí fuera era el profesor Garuslap?
Un rugir sordo contestó a esto. La fortuna es así. Media hora antes, Arasquez era el amo; ahora, los tenía a todos en contra. «Nadie va a trabajar con usted». ¡Buena idea acababa de darme Basildón!
—Señor —continuó Rope Basildón, dirigiéndose al abuelo—. ¿Mantiene usted su oferta?
Estaba yo al lado de Mazagrainer y le susurré algo.
—La mantengo —dijo el abuelo orgullosamente—. Y mil créditos para cada una de las viudas. ¡Que no hayan muerto en vano esos bravos hombres y sepan que Dole Mazagrainer no los olvida!
Arasquez estaba planchado, deshecho y laminado. No sé cómo pero se fue; ya no estaba allí. Y el griterío de los productores era tal, que si Valtour hubiera existido habría podido entrar en el Mutzbunk con una banda de música a la cabeza sin que se enterase nadie. Debo reconocer que abuelo Dole ponía su alma en el asunto; daba forma a mis ideas y casi las mejoraba en ocasiones. El muy condenado se estaba divirtiendo. Creo que a veces incluso pensaba que era él quien verdaderamente estaba comprando el Mutzbunk. Fue entonces cuando papá metió la pata hasta el corvejón.
—¿Cuándo debo llevarle mis documentos, sargento?
Me pareció como si me estrujasen el corazón con una prensa hidráulica. ¡Los documentos de papá tenían que ser falsos! Y no hay quien pueda falsificar el papel Stone. Es lavable, incombustible, no se puede cortar en trozos más que con una cizalla con muchas atmósferas de presión, lleva los números, las letras y los colores metidos en su propia estructura y, en definitiva, puede imitarse su aspecto, pero no sus condiciones. Sólo una oficina en cada planeta puede fabricarlo, y esa oficina está custodiada como una fortaleza. En Golconda era la general Hokusallmi, naturalmente, quien manejaba las existencias del papel Stone.
—No es preciso, profesor —dijo el sardo, con una son-risita de circunstancias—. No es preciso…
Respiré. Más tarde le eché en cara a papá esta imbecilidad, y me dijo que si no hubiera hecho la oferta, el sargento no se hubiera quedado tranquilo y quizá se los hubiera pedido por iniciativa propia. Pero que así, las probabilidades eran de cien contra una de que contestase como contestó. Tuve que darle la razón, un poco a disgusto. Pero cuando quise ver sus documentos me di cuenta de que la falsificación era de lo mejor. Probé a cortarlos con tijera y no pude (lo mismo que sucedía con el dinero) pero papá me dijo que hubieran ardido con una simple cerilla. En fin, la cosa salió bien; no se hable más.
Al anochecer siguiente, el abuelo Mazagrainer salió a campo abierto con un paquete de cincuenta mil créditos que fueron contados religiosamente en presencia de casi cien productores, con Rope Basildón a la cabeza. Pidió que le acompañasen dos niños, y fuimos Michenzell y yo los escogidos. Dejó el paquetito en la punta de un palo, junto a la bocamina de la National 13. A la mañana siguiente el paquete continuaba allí con una nota de Valtour en la que pedía cien mil créditos. Esto era un buen golpe de efecto, y la gente se deshizo cuando Mazagrainer los dio. Por cierto que todos los obreros se habían ido a trabajar con el abuelo Dole; nadie quiso volver con Arasquez. Entre lo que había organizado y las buenas primas que prometió el abuelo, las minas de Arasquez quedaron completamente abandonadas.
Aquella noche murió Delburgo. Y también aquella noche desapareció el paquete con los cien mil credos, dejando a cambio una nota, firmada por Valtour, en la que ponía «De acuerdo». Se reanudó el trabajo a toda prisa, y durante una semana se recuperó y reconstruyó lo destrozado. A pesar de la oposición de Maxon, la viuda Delburgo vendió su parte en cuarenta y dos mil quinientos, y en cuanto a Arasquez, lo dejamos en paz. Ya éramos mayoritarios, y el bueno de Morin no aguantaría mucho sin nadie que le trabajase las explotaciones. Tardó bastante, aguantó lo que pudo, y cuando yo me fui de allí continuaba sin ceder aún. Pero un par de meses más tarde tuvo que vender a Mazagrainer por lo que éste quiso dar, que era bastante menos que lo ofrecido al principio. En resumen, compré el Mutzbunk por algo más de cien mil credos, porque, como es natural, no voy a ser tan lila de contabilizar en la compra los cien mil de Valtour, que aquella misma noche volvieron a mi maleta. El resto se lo dejé a Mazagrainer para que pusiera en marcha ciertas ideas que yo tenía.
Y ahora quedaba lo más serio: la caja fuerte de papá Garuslap. Por mí estaba todo terminado; les había dado a los mozos escogidos las píldoras Taberner, y tomado buena nota de sus nombres para poder localizarlos más tarde. Había empaquetado todas mis pertenencias, y en los ratos libres me dedicaba a pasar el tiempo en la fábrica de leer. Me cuidaba de no mencionarlo, lo que era una tontería porque papá Garuslap no iba a olvidarse. Y no se olvidó. Salimos con el coche de imanes al amanecer, y a media tarde estábamos en la excavación, y por la noche habíamos descubierto aquel espantoso tubo, y a la mañana siguiente, después de dormir, mal e inquietamente, estaba yo preparado para entrar allí.
Nos sentamos en la boca del tubo, que habíamos limpiado bien de tierra y despojos. Yo estaba nervioso, no hacía más que encender cigarrillo tras cigarrillo. Papá había sacado del coche de imanes varias cajas de distintos tamaños y me miraba sin decir nada. Palabra que si hubiera podido darle esquinazo sin riesgo, se lo habría dado. Pero había riesgo: desde que me pegase un tiro (esta gente idealista son capaces de matar niños si hace falta, los muy salvajes), hasta que se fuese de la mui con todo mi montaje del Mutzbunk y demás; y eso que sólo podía olerse la mitad, porque no le había dicho nada más que lo de los telemandos. Pero tonto sería si no imaginase todo lo que faltaba, abuelo Mazagrainer incluido.
Abrió las primeras cajas y sacó un teléfono con hilos y dos aparatos; un trasto cuadrado con un tubo, que se parecía algo a mi borja electrónica (luego supe que era eso mismo, pero en más fino); otro como un fonendoscopio, con más cosas en los tubos de las orejas (cajitas con mandos y así); una especie de tenaza grande, pero que no era tenaza porque las ramas, en forma de U, no podían cerrarse; y por fin, de la caja más grande y última que faltaba, una armadura de metal negro. Una armadura de mi tamaño, más o menos; o sea, que era para ponérmela yo.
—Es acero templado y cementado al tungsteno —dijo papá—. Uno de los metales más duros que se pueden fabricar. Está aislada contra descargas eléctricas, contra rayos láser y contra el calor. Aguanta hasta veinte mil voltios; también protege hasta dos mil grados centígrados durante unos quince minutos. En cuanto al láser, no es fácil que lo usen, y si lo hay será de pocos rayos, seis u ocho a lo más. De todas maneras, si lo hubiera, la coraza tiene un campo capaz de desviar la cápsula de deuterio, o sea que la explosión no se produciría, y los rayos solos son incapaces de perforarla. Si es de doble cápsula, si es de doble cápsula, Víctor…
Yo no sabía muy bien lo que decía. Pero «leí entre líneas».
—Entonces, la fría fosa —dije yo.
—Eso. Puede soportar treinta y dos toneladas de presión, por si hay alguna cuchilla o un descenso de compuerta. En resumen, hijo: es el mismo que llevan los niños del Banco Imperial cuando entran a vaciar cajas fuertes. Ellos saben las combinaciones, pero lo llevan por si acaso. Y ahora, cuando quieras. Pruébate la armadura.
Como soy pequeño para mi edad, me venía un poco grande, pero con algunos ajustes me la enjareté lo mejor que pude. Me cubría todo, en piezas sueltas, como si fuera una gamba o una langosta, o un melanocangrejo de Dolomances. Cabeza, cuerpo y extremidades. Pero era flexible: se podía uno mover bien con ella. Papá conectó uno de los terminales del teléfono, y después gateé dentro del tubo.
—Bien. Párate ahí en la entrada. Toca el botón del pecho.
Lo hice. En la bola de acero que cubría mi cabeza se encendió un faro; a pesar de los cristales de plomo, la luz casi cegaba. Se veía el interior del tubo, pulido como un diamante y, al final, el primer recodo. Empujé un poco, delante de mí, una carretillita chica, como un juguete, donde iban las herramientas diversas.
—La primera trampa, Víctor, acostumbra a estar al principio. Mira bien a ver si ves algún orificio, o alguna línea en el metal, o cualquier cosa que no sea metal liso.
Miré como si me pagasen. Menos mal que mi vista es estupenda; dicen que puedo contarle los pelos a un conejo en lo alto de un campanario. Pero no veía nada. No era cosa de fiarse, de forma que, con el alma en un hilo, repasé el tubo acercando los ojos a cinco centímetros del metal. Allí parecía que… ¡Sí!
—Papá. Hay cinco orificios como la punta de una aguja, aquí, al lado izquierdo.
—Tranquilo, hijo mío. En el cajoncito de las herramientas hay una especie de peine con cinco alambres; encajan justamente ahí. Mételo, pero sin apretar ni forzar. No te muevas ni un milímetro hacia adelante.
Tragué saliva, y me di cuenta de que tenía la boca seca como la suela de un zapato viejo. La saliva me hizo «gloup» al pasarme por la garganta. Metí el peine y esperé. No pasó nada.
—Coge el medidor de campo… eso que parece una tenaza, y colócalo sobre el peine, con una punta de la tenaza en cada extremo.
—Lo haré, jolín —dije yo, nervioso perdido.
Puse el trasto allí. Hizo un ruido como un motor de cuerda y vi que algunos alambres se hundían y otros salían más.
—Quítalo, y hunde el peine hasta el fondo.
Tal cual. No pasó nada.
—Puedes seguir adelante, Víctor. Pero muy despacio y mirando a todas partes; en cuanto veas cualquier desigualdad o cualquier diferencia en el metal, te paras y me lo dices.
—Okey, papá.
Cerca del primer recodo, vi como una línea más clara en el interior del tubo. Se lo dije a papá y me pidió que le explicase detalladamente cómo era de gruesa (la medí con una regla que había en el cajoncito), y si cubría todo el tubo o había alguna parte en que no. Pues no, hay dos partes, una arriba y otra abajo, en las que el color es normal, como si la línea no siguiera. Tiene tres centímetros, seis milímetros de ancha.
—¿No hay ningún agujerito como los de antes?
—¡No lo veo! —chillé, hecho un mar de nervios.
Aquel tubo me oprimía y me pesaba encima; parecía como si no fuera a salir nunca de allí. Tenía el sitio justo para arrastrarme, pero para volver tendría que hacerlo reculando. Era imposible darse la vuelta.
—Por favor, tranquilízate —dijo papá, con voz muy dulce—. Tranquilízate, Víctor.
—Estoy tranquilo —dije, y en ese momento vi los agujeritos. Estaba en el sitio menos visible, justo en la parte superior, encima de mi cabeza forrada de acero. Donde más difícil era mirar. Volvimos a realizar la misma operación, con la tenaza y otro peine. Pero no sé qué notaba yo en la voz de papá que no me tranquilizaba mucho, parecía como si esta vez no se hubiera quedado convencido del asunto. Esperé en silencio, a ver por dónde reventaba. Reventó.
—Mira, Víctor —dijo, y su voz sonaba metálica y temblona a través de los auriculares—. No estoy seguro de haberlo sacado bien esta vez. No… no sé qué hacer…
—Pues si no lo sabes tú, papá, a mí que me registren.
Hubo otro momento de silencio.
—Mira —dijo, al final—, hay dos soluciones. Una es que metas la mano, y si ves que unas láminas salen de las paredes la retires en seguida. También, ¡estoy tonto, hijo mío!, puedes meter la tenaza o el fonendo. Ésa es una solución. La otra es que enrolles hilo telefónico suficiente y te metas tú a toda prisa. Aunque se cierre, si conseguimos abrir la caja volverá a abrirse.
—¿Y si no lo conseguimos?
Más momentos de silencio en plan tenso.
—No se abrirá. Te quedarás ahí para siempre. Ni siquiera con un soplete de oxiacetileno, ni con un láser, ni con una sierra de alta velocidad, podríamos cortar el metal. Ni aunque pidiese auxilio a los del Mutzbunk.
«¡Gloup!», de nuevo. Sudor que me corría por la frente, cosquilleo en las manos, deseo enorme de orinar… La pucha. Aquello no tenía remedio…
—Papá —dije—, ¿me quieres?
—Sí —contestó rápidamente—. Sal de ahí, Víctor, hijo mío. Sal de ahí y dejémoslo. Te quiero como… como si fueras hijo mío de verdad. ¡Sal de ahí inmediatamente!
—Y yo —contesté, sintiendo, ¡imbécil de mí!, que los ojos se me ponían húmedos… Pero era por el calor y la opresión, no porque fuera a llorar; nada de eso—. Y yo. No sé por qué, pero te quiero también. Nunca he tenido un padre de verdad…
—¡Sal de ahí!
—Nasti. Soy un niño criminal y perverso, no se perderá mucho. Recojo hilo y salto dentro. Allá vamos.
Yo creo que en este momento estábamos los dos más desganguillados y desinflados por nuestra mutua declaración de amor que por los peligros tubosos, o sea, del tubo. Salté al otro lado. Hubo un chasquido seco, dos láminas de metal surgieron de las paredes del tubo y con un sonido raro, igual al de un violín que se rompe mientras está tocando, se detuvieron. Cosa de dos dedos de puro acero salían de las paredes, sin interrumpir la ida ni la vuelta.
—Ya he pasado, papá…
En ese momento un silbido me ensordeció. Hubo un resplandor como de relámpago eléctrico, que dejó pálida la luz de mi gorro; varios rayos rojos se cruzaron ante mi vista. Grité. No veía nada. Algo había chocado contra la coraza, con un golpe bastante fuerte…
—¿Qué pasa? —aullaba Garuslap.
Cuando recuperé el respiro y la vista, se lo expliqué. Hasta me pareció oír la respiración fuerte de papá en el teléfono.
—Menos mal… no es nada… es un láser. Pero la coraza ha aguantado, Víctor. Déjalo si quieres, hijo mío.
—Que no.
—Yo no soy un desalmado como los imperiales… no puedo arriesgar la vida de un niño. Víctor, por amor de Dios…
—¿Qué dios? ¿El del Amor Eterno? ¿El de la Mano Abierta? ¿El de la Salvación Secundaria? ¡Hay tantos, papá!
—¡Hay un solo Dios, Víctor! ¡No blasfemes!
—Sigo, padre amado, bien de mis días jóvenes. Cuidaré de ti en tu vejez y te daré sopas calientes.
—¡Deja de burlarte de todo!
—Si no me burlase de todo, papá… ¿estaría aquí dentro?
Se calló como si le hubieran cortado la sin hueso. Y seguí, reptando como una culebra de las minas, sudando por todos los poros y desojándome continuamente para ver si había algo irregular en el condenado tubo. Me picaba todo y, entre las estrechuras y la coraza, no podía rascarme. Me parecía como si tuviera mil bichos metidos entre la armadura y la piel… ¡Maldita sea! Había cinco puntos claros en el tubo, dispuestos en círculo. Se lo dije a papá. Eran fuentes de calor que podían cocerme en tres segundos, caso de que no hubiera llevado aquel forro de acero. Les metimos otro peine y pasé. Pasé también dos recodos más, y conseguí ver ya al fondo la puerta de la caja, con cuatro discos de combinación y una cerradura. Adelanté la carretilla, y un relámpago azulado vibró ante mis ojos. Me quedé quieto, y tiré un poco de la carretilla hacia atrás. El juego delantero de ruedas se quedó en el suelo, cortado limpiamente, como si el carrito hubiera sido de queso.
—Es una cuchilla de alta velocidad —dijo papá, tembloroso—. Tienen un solo muelle, de manera que no es fácil que se dispare otra vez. Coge una vara de aluminio que hay en el carrito y métela delante.
Lo hice. Tres cuchillas más se dispararon como rayos, cortando la vara de aluminio en rodajas, como un salami. Al tercer corte sólo me quedaban tres dedos de vara… ¡y no tenía otra! Pero ya había logrado localizar la línea un poco más profunda que identificaba las cuchillas, y vi que no había ninguna más.
Otra franja clara en las paredes. Estaba ya a un metro y medio escaso de la puerta. Tenía tres centímetros y continuaba a lo largo de todo el tubo.
—Es otra compuerta de presión —dijo papá—. Busca los agujeritos.
¡Maldición! Había agujeritos en tres sitios diferentes, y sólo quedaban dos peines. Hubo un silencio tan largo al otro lado del teléfono que pensé que papá se había muerto.
—¿Estás ahí? —dije, sintiendo como el sudor me resbalaba por la frente. ¡Pensar que a treinta centímetros de mí estaba el campo abierto, el aire, las rocas de Golconda! Y yo allí metido, en aquella tumba de acero.
—Sí, estoy aquí. Ve metiendo un peine en cada uno de los juegos de agujeros. Luego pon el medidor de campo.
Lo hice así, esperando que por un milagro las cosas estuvieran tan mal hechas que papá pudiera saber cuál era el agujero bueno. No hubo esa suerte. Me encontraba débil como un enfermo de ciento veinte años cuando papá dijo:
—Lo siento, Víctor. Habrá que dejarlo. No puedo identificar cuál es el contacto verdadero. Vuelve aquí. Hemos perdido.
—Papá —dije—. Si meto los dos peines, son dos probabilidades contra una, ¿no es así?
—Eso es. Pero, Víctor, no puedo pedirte…
Creo que en el fondo estaba deseándolo. Que siguiera, quiero decir.
—Papá… ¿qué hay en la caja?
Se calló. No dijo nada. Ni siquiera le oí respirar.
—¿Hay dinero? ¿Joyas? ¿Algo mejor que dinero? Lo que sea… ¿te hace mucha falta?
Habló con voz ronca, como si no supiera qué contestar. Este hombre, a veces, me parecía demasiado blando como para llevar aquellos asuntos tan complicados que llevaba.
—Hay dinero, sí. Y también cristales de praseodinio… Se utilizan en las armas láser. Esto es lo que ando buscando.
—¿Cuánto dinero?
—No lo sé.
—Si sigo… ¿me lo das a mí y te quedas tú con los cristales ésos?
Lanzó una especie de rugido.
—¡Eres… eres…! ¿Es que tienes que aprovecharte de todo? ¡Ese dinero es vital para la causa… nos hace falta!
—Tómalo o déjalo, papi.
Se me hacía la boca agua pensando en cuánto habría allí. ¿Un millón de créditos? ¿Dos millones? ¿Quizá más? Desde luego aquello permitiría acelerar mis planes una barbaridad. Lo sentía un horror, palabra, pero no estaba dispuesto a ceder.
—Un veinticinco por ciento para ti, Víctor.
—No. Todo. Tú te quedas los cristales ésos.
—¡La mitad!
Chalaneó como un desesperado, y como yo sabía que no era hombre de esa clase, estaba claro que la causa en cuestión debía de ser muy importante y decisiva como para que se comportase así en esas circunstancias, habiendo dicho que me quería mucho y teniéndome allí expuesto a una muerte horrible. Pero yo no estaba dispuesto a ceder, y no cedí. Tuvo que hacerlo él. Me lo imaginé sudoroso y con los rasgos desencajados y un fajo de mal genio dentro. Pero ¿qué podía hacer yo? ¡El negocio es el negocio!
—Está bien —dijo él—. Mete dos peines. Pon el medidor de campo. Después recoge hilo y salta dentro. Si hemos acertado, no creo que quede nada antes de la caja; si no es así, te quedarás aislado. Espero que la compuerta no corte el hilo del teléfono. Pero, por si es así, te explicaré cómo has de hacer para abrir la caja.
Me explicó cómo funcionaba el fonendo y la llave electrónica. Eran lo mismo que yo estaba acostumbrado a usar, pero mucho más perfeccionado. Con aquellos chirimbolos, abrir la burda de la maría sería coser y cantar. Dije que sí, enrollé hilo suficiente para tener libre juego si me quedaba encerrado, y entonces vino lo malo: ¿dónde metía los dos peines?
Era absurdo creer que un sitio era mejor que otro, de manera que los metí donde me dio la gana, sin pensar más y confiando en que siempre he sido un niño de suerte. Luego apliqué el medidor de campo, esperé a que hubiera hecho ruido, hundí los peines profundamente, y cogí aire. Salté, con un impulso, arrastrando del empujón la carretilla y las demás herramientas. Fui rodando como una bola hasta la puerta de la caja, donde me di un topetazo que me produjo un escorchón en la frente, del rebote del casco. Detrás de mí oí un estampido seco. Con el alma en un hilo retorcí la cabeza para ver algo. Contemplé una pared de acero negro y el hilo del teléfono cortado.
—¡Papá!
Nada, era inútil. Estaba encerrado allí para toda la eternidad. ¿Suerte? ¡Maldita sea mi suerte, si es que era eso! ¡Había dejado sin meter el único peine que hacía falta! ¡También es mala pata!
—Papá, ¿me oyes?
Esto era una estupidez. Tiré del hilo, que se arrastró hacia mí. El final estaba cortado a cuchillo, mostrando el cobre brillante. Me imaginé a Garuslap arrastrando su trozo de cable y tirándose de los pelos. Bueno. Calma, Víctor, calma. No te pongas nervivivio-o-so-o-o-so. Si te mueres será de asfixia, que debe de doler bastante poco. Pero ¿qué sería de los muchachos y de Taberner? ¿Qué harían aquella pandilla de besugos?
Coloqué el fonendo en la plancha frontal de la maría y comencé a girar muy despacio los ruedas. Media hora después había localizado tres de los cuatro pestillos, pero estaba comenzando a sentir un calor agobiante y me parecía haber perdido sensibilidad en la punta de los dedos. Clic. ¡El cuarto pestillo entró en su lugar! Ya tenía las cuatro ruedas a punto. Ahora la llave electrónica. Aquello era casi automático, Mortimer. Meter la tija dentro y dejar que las pilas y las ruedas de la borja actuasen por sí solas. Hubo chasquidos, crujidos y gañidos a montón. Luego la borja se quedó quieta. La giré, y lo hizo suavemente; sentí perfectamente cómo las guardas se movían bajo la plancha de acero. Agarré el asa y tiré.
La puerta no se abrió.
¡Maldita sea, aquello era imposible! Empecé a sentir un ahogo en el pecho, mientras repasaba otra vez los pestillos. Nada. Aquello estaba perfecto. El amplificador del fonendo marcaba perfectamente el roce del diente vivo, en contraste con el giro en vacío de las ruedas. La borja giró una y otra vez, con un ruido engrasado, moviendo claramente todo el mecanismo interior de la puerta. ¡Maldición! ¡Pero si podía oír hasta los cerrojos al entrar y salir…! Tiré con rabia una vez más.
La puerta no se abrió.
Llevaba la Alakrán bajo la armadura, y por un momento se me ocurrió usarla contra aquella maldita burda que no quería abrirse. Hubiera sido una estupidez, porque no hubiera conseguido nada y, seguramente, el disparo habría rebotado contra mí. El tubo me oprimía como si toneladas de acero pesasen por todas partes sobre mi cuerpo. ¿Estaba haciéndose más pequeño, o es que me parecía a mí? Di un bote brutal y me aticé un coscorrón en la cabeza, que de no ser por la armadura, me la abre en cuartos. ¿Quién me mandaba a mí meterme allí? Grité, llamando a Garuslap, aullando que me sacasen de allí, que sería bueno, que no lo haría más… Si hubiera podido darle el dinero a Garuslap para que me sacase (bueno, no todo) se lo habría dado. Me prensaban las paredes y los pulmones me quemaban. Sentía como un cuchillo en el pecho cada vez que respiraba.
Y de pronto, en uno de los saltos que daba, caí sobre la puerta. Se abrió suavemente, hacia dentro. No me detuve a pensar: empujé con todas mis fuerzas, en vez de tirar. Oí cómo el muro de acero, detrás de mí, se deslizaba hacia dentro, movido por ocultas palancas. Los gritos de Garuslap llegaron hasta mí, aunque con la reverberación del tubo casi no se le entendía.
—¡Víctor, Víctor!
No me detuve a mirar lo que había en la caja. Salí a reculones de allí y no me paré hasta que vi de nuevo el aire y el sol de Golconda. Me quedé sentado como un pánfilo, mirando a papá, que estaba arrodillado ante la boca del tubo, mirándome a mí. No nos dijimos nada. Encendí un cigarrillo, que lo estaba deseando con furia tremenda, y pregunté:
—¿Qué pasa con las trampas ahora?
—Están desactivadas.
Así que entré y saqué seis cajas esmaltadas en negro, del tamaño de una caja de zapatos. No había más en el interior de las paredes de acero. Puede decirse que aquello estaba casi vacío.
Una de las cajas contenía el dinero: ¡ciento veintiséis mil créditos en total! A papá Garuslap le dio un ataque de risa, y yo me puse rojo de rabia. Las otras cinco cajas contenían los cristales en cuestión, pequeños como granitos de arroz y con forma de U. Según dijo papá, cada una de las ramas de la U lanzaba un rayo, que pegaba en una bola de plástico con deuterio que salía por el cañón del arma. Entonces el deuterio estallaba, armando la gorda. Había veces que las armas echaban dos cápsulas de ésas, y sobre la primera explosión se producía otra, liándola más todavía. Los rifles o pistolas corrientes llevaban unos veinte cristales; los láser de las astronaves de guerra podían llevar hasta dos mil. Habría en aquellas cajitas… ¡qué sé yo! Miles o centenares de miles de cristalitos de aquéllos.
Papá hablaba mientras yo cogía con una mano los ciento veintiséis mil créditos y con la otra la Alakrán, por si acaso. Pero no era ése el estilo de papá; además, aquello, bien mirado, aunque fuese dinero, no era para tanto. ¡Yo que había pensado en millones de créditos!
—Hace treinta años se descubrió en Golconda un yacimiento de praseodinio. Se refino a toda prisa y se enviaron los cristales a Quajardasht. Pero no llegaron, ya ves…
Volvimos al Mutzbunk, hicimos las maletas, le dejé a Mazagrainer las últimas instrucciones y píldoras para un mes, prometiéndole mandar más por caravana, así como también dos muchachos, que podían pasar por nietos suyos o así, para que controlasen mis asuntos. Me despedí de Michenzell y también de Odalia. Ellas se preparaban también para marchar, pero con menos prisa.
La última noche que pasé en el Mutzbunk no pude dormir. Daba vueltas en la cama pensando que todo aquello era mío y en lo que yo iba a sacar de allí. También pensaba en los recursos que no había tenido que utilizar:
a) Destrozar la central atómica, de manera que se quedasen sin energía. Peligroso, porque hubieran pensado que algún enano infiltrado estaba operando desde dentro. ¡Demasiado metí la pata con las cañerías del Control de Aguas!
b) Colocar una droga atontante que tenía yo en los filtros del agua y dejarlos a todos medio lelos. Hubieran firmado lo que fuera preciso, aunque después el asunto se hubiera estropeado.
c) Hacer recaer sobre Arasquez sospechas de estar confabulado con Valtour mediante una carta falsificada y una suma de dinero estratégicamente colocada.
d) Lo más gordo. Buscar la nave de los dos doctores, aprender su funcionamiento y freír parte del Mutzbunk por la noche mediante un ataque aéreo.
Pero nada de eso hizo falta. Al día siguiente, de mañana, emprendimos el regreso. Durante la vuelta, papá se refirió varias veces a Valtour y habló de él como si existiese verdaderamente. ¡No podía ser tan tonto! Llegué a la conclusión de que no lo era. Sencillamente, no quería saber que yo había hecho todo aquello; no quería. Su mente lo rechazaba y prefería creer en la existencia de Valtour. ¡Pues bueno, si era su gusto! También me endilgó un discurso muy raro sobre descubrimientos anticipados por escritores y lo que había sucedido en realidad. No me interesó. Dos meses después de abandonar Golconda Central estábamos de nuevo en ella. Y así, compañeros, fue como compré el Mutzbunk.