2. LA PRINCESA
Primera parte

Hacía frío y eran días de elecciones. Yo seguía a mi víctima con un cuidado atroz, no fuera que se guipase mis intenciones, y pagase yo los platos rotos. Acinaba la fusca en una pequeña funda de cuero pendiente de la cintura, como todos los cargas la llevan. El uniforme gris plomo que vestía y su mala cara ahuyentaban a los paseantes, que no tenían muchas ganas de liarse en palabras o hechos con un mala sangre como aquél. Por mi parte, yo iba tan pronto detrás de él como delante, dando vuelta por las callejuelas y evitando tomar contacto mientras siguiese los rumbos que a mi menda convenían. La verdad es que ya estaba harto de aquellas fuscas del cuarenta y cinco. No es que sean demasiado grandes, pues mi mano derecha llega justito a rodear la culata, me falta un canto de borrega. También puedo jalar bien el gatillo, pero la levantada que les da el morro a esas pistolas cuando sueltan el pildorazo es más molesta que un dolor, y si no andas listo la herramienta se te escapa de los bastes.

Por eso andaba yo tras el carga, que tenía en la funda algo que a mí me gustaba más. No una de esas menudencias del veintidós, incapaces de matar a una araña y que tiran unos chorritos como lavativas para piojos. No, aquello era cosa seria. Pequeña, pero muy seria.

Por mi parte, yo llevaba el uniforme de memo oficial. O sea, que iba normalmente vestido y traía en la garra derecha un chupón de caramelo tamaño zanahoria, y de vez en cuando le daba un lametón, poniendo esa cara de felicidad que muchos imbéciles suponen que los ni… que nosotros hemos de poner cuando nos sentimos contentos, sea por chupar un caramelo (todo hay que decirlo, me asquean, prefiero la ginebra), sea porque nos compran uno de esos juguetes para padres. La gente que pasaba a mi lado no me miraba ni por casualidad, de manera que no debía de haber en mi aspecto nada fuera de lo corriente.

El carga seguía caminando, y de pronto se desvió de la ruta. No sé por qué, yo creía que iba a dirigirse a la zona vieja, donde yo contaba con una barraca preparada para hincarle un bardeo de madera que ni ver… Pero el tío se me canteó para la parte de las depuradoras y los molinos de mineral. De manera que me estiré la chupa y eché a correr por una calle lateral y, mientras tanto, iba sacando del bolsillo una frasca pequeña de ginebra, medio llena de agua, y un mazo billetes bien hermoso. No me costó pero que nada el darle la vuelta y plantarme a un centenar de metros delante de él, en una plazoleta donde había un cuartelillo de bomberos abandonado y un kiosko lleno de noveluchas. Sólo había dos novios, dándose el morro en un banco de madera… Cuando vi que el carga doblaba la esquina, con la jero de un buitre y los colmillos fuera, pegué un buen berrido y empiné la botella, tragando un buche de agua, mientras con la otra mano agitaba el mazo billetes, dejando incluso que alguno se cayera al suelo. Los novios se quedaron como quien ve visiones, y la chica, que no estaba mal, lanzó un gritito ridículo, como si la hubieran pellizcado. Y puede que fuera así, ¿quién sabe? También puede ser que el caramelo le diera en un ojo a la moza, pues lo tuve que tirar para sacar la botella y el fajo pasta.

Naturalmente, el cargueño abrió unos ojos como platos, dudó un momento, y después se me vino encima. Salí de estampía, confiando en que el bueno de Tatum (ya no me gustaba llamarle Terror de los Mares, ni ellos me llamaban a mí Entrañas de Hiena) estuviera preparado para correr burro con el fajo billetes. Tiré, acelerando como un cohete de cincuenta tubos, por la primera a la izquierda, y de vez en cuando me volvía para ver si el carga iba detrás de mí. Pues sí que iba, porque eso de ver un crío de nueve años (y yo estaba tan delgaducho y con tan poca altura, que aún aparentaba menos) dándole al gollete, con un tronco de verdes en las manos, y aullando como si lo pelasen vivo, debía de ser cosa rica para los ojos de un carga como aquél. Y bien que lo conocía yo. Cuando había alguna manifestación o jaleo de ésos, no se limitaba a tratar de acallar los ánimos. No, éste era de los malos, de los que tiraban a dar y atizaban golpes con la porra.

En una esquina, el cuadrado Tatum me salió al paso, y fue cosa de un décimo de segundo correrle el tronco y seguir adelante. No había mucha gente por allí, pero yo me las apañaba para hacer eses y poner a los pocos gambusinos o despistados entre el carga y yo. Por fin, vi a poca distancia la cabaña casi destruida donde tenía preparada toda la industria. Entré dentro como una flecha, no olvidando que el carga se guipase dónde me metía, pasé velozmente por los lados de la habitación, y me coloqué, con muchos nervios y la respiración un poco apresurada, al fondo, en la pared, frente a la puerta.

El carga entró como un elefante mal educado, si es que los hay, y dijo:

—¡Niño! ¿Estás loco o es que…?

Entonces cedió el suelo bajo su peso, como el bueno de Víctor (que soy yo) había previsto, y se vino abajo en medio de un follón de tablones rotos, crujidos y gruñidos de madera podrida. Oí un ¡plaf! en el fondo, en la oscuridad, y luego nada. A pesar de eso, esperé, porque podía ser que las cosas hubieran ido mal dadas y no le hubiesen entrado los bardeos por donde yo me pensaba. Por eso le había corrido burro al Tatum con el caliche, porque si se esbazaba el asunto, y el carga me servía, una vez que me hubiera llevado al cosqui, poco me costaba jurar, echando buenos lagrimones, que no llevaba un mal crédito encima y que lo que bebía era agua. De todas formas, mala cosa hubiera sido que me hubieran hecho tocar el piano, porque hasta ahora nadie sabía nada de mí ni de los míos, y los que lo sabían se callaban, que mejor cuenta les iba a traer.

Del fondo del agujero salió un ronquido y luego una voz muy baja que decía:

—María… María…

Otro ronquido, y nada más. De manera que me asomé y pude ver que el carga se había empalado como mariposa en las estacas de madera, bien afiladas, que habíamos preparado entre Tatum, Madero y menda. Que estaba muerto era cosa clara; pues no había bicho viviente que aguantase con semejantes bardeos atravesándole el cuerpo serrano. De forma y modo que sin esperar a que Tatum y Madero vinieran, bajé al fondo del sótano por la escala que tenía preparada y me acerqué al fiambre. Lo que me interesaba estaba en su cintura, y fui y lo saqué de la funda de cuero. Permanecí un rato mirando aquella maravilla, y cómo brillaba a la poca luz que entraba por la puerta.

—Ya la tienes —dijo la voz áspera de Tatum.

Estaba allí, en la entrada, cuadrado y nudoso, con poco más de un metro de altura, pero con los músculos más enormes que imaginarse puedan. Creo que ni siquiera yo hubiera podido marcármelas a la brava con él. Pero lo que tenía de fuerte también lo tenía de burro, y respetaba la listura de que yo puedo presumir. ¿A que a él no se le ocurría la bonita trampa que acababa de tenderle al carga…?

Y en mi mano estaba aquella maravilla, la pistola Alakrán que sólo unos pocos tenían. El arma más dañina que hijomadre ha inventado, ¡y ya era mía! Un arma pequeñita, niquelada, que ni hecha a la medida para mi mano infantil (la verdad, me da risa decir eso de «infantil», pero queda bien) y con la potencia de un cañón pequeño.

Bueno. Les di a Tatum y a Madero lo suyo, que era el derecho a pintar lo que el cargueño llevase encima. Allí los dejé, llevándome la Alakrán en el bolsillo, así como las seis pilas de recambio que llevaba el muerto en la cartuchera, y me fui a dar una vuelta, con la conciencia tranquila por el trabajo bien hecho.

Pero me daba cuenta de que si me encontraba con el profesor Taberner, o iba a verlo, me iba a dar una matraca de espanto con que si tenía ya ese condenado sentido de la moral. ¡Diablos con la moral! El hombre era buen elemento, y a él se lo debíamos todo, pero daba unos rollos macabeos con la moral que no había quien lo aguantase. Cuando estuve con él un par de semanas antes, el latazo moral fue inaguantable.

Hablando de eso, escondí las dos píldoras que me quedaban de la dotación que me había dado a fin de año, y metí en el mismo escondite el pequeño paquete de pildoritas rojas que, después de mucho rogar, había conseguido que me diese. Las primeras, las normales, por llamarles algo, eran grandes y ámbar. Las segundas, pequeñitas y rojas… y le había jurado por lo más sagrado que sólo por dignidad o así las pedía… que no pensaba…

Ya que ahora estoy dictando en serio mi vida, bueno será que explique todo; y si no viene a cuento, mejor. Se me ocurrió cuando el condenado de Disko tuvo la idea de enchufar un magnetofón (honradamente robado en una tienda de electros) mientras yo les echaba el discurso y les contaba todas mis aventuras con aquella chica rubia. Judalong. Luego me dieron la cinta, y cuando me enteré de lo que había pasado pensé primero en romperles los morros; después, en mandarlos a freír monstruos de Dolomances, y por último, le aticé una bofetada al que me cogió más cerca y me marché de allí. ¡Vaya! No va el mismo Disko y viene a buscarme, todo hecho harina y con la cara más cambiada que un centavo, y me suelta el rollo de que no querían ofenderme, que yo era el jefe, que lo habían hecho con buenas ideas, y que la verdad… Patatín, patatán; que se tiró hablando dos horas, con esas palabras tan pulidas que usa, porque no en balde estudió en no sé qué colegio, de ésos que cobran por tener a los niñitos (ja, ja) y les dan libros de canto dorado y, si son lo suficientemente imbéciles, hasta medallas y bandas a final del encierro. Total, que tuve que volver y decirle a los muchachos que lo sentía, y al que le había tocado el mamporro, regalarle mi navaja nueva. Todo menos pedirle perdón, porque sólo faltaba que me creyese achingarado. Después me dediqué a oír la grabación.

Así que a la mañana siguiente, cuando salimos todos a la faena, yo me dije que debía pensar seriamente en contar todas las cosas que me habían pasado, como estoy haciendo ahora. De sentido moral no había aprendido aún lo que era, y para mí que tal vez tuviera razón el profesor Taberner al decirme que ya que no estudiaba, que leyera algo. Pues sí, algo que me diga dónde estoy y de dónde viene todo… Sé que este mundo se llama Golconda, y que sólo hay en él esta ciudad, Golconda Central, con astropuerto y todo lo imaginable. Que salen caravanas de buscadores al resto del mundo, que es sólo arena, sin agua, menos ese sitio que le llaman el Mutzbunk. Y no sé más. Bueno, sí. Que el profesor Taberner daba clases de química en la Universidad y que se aburrió, se compró el pozo de agua en las afueras, la vende a las caravanas de mineros y gana como cien veces más que de cátedro, y sin trabajar. Asimismo, que ahora, además de la mestiza Amalteria, se ha comprado otra, que se llama algo así como Filoneble, y entre las dos hacen todo el trabajo mientras él se dedica a beber y a su laboratorio (a ratos) y a tomar el sol… Y esto es todo, que no es mucho. Y que descubrió por casualidad las píldoras.

Golconda Central tiene calles y calles y calles, hechas de cualquier forma a medida que iba creciendo. Hay stadiums sueltos en las afueras, pero no hay agua más que aquí mismo. Y en el Mutzbunk. Por eso sólo existe esta ciudad, con Universidad, astropuerto, barrio de buen vivir, casas, fábricas, bancos, cuarteles de bomberos, un millar de tabernas, otro millar de tiendas de maquinaria para explotar minas, molinos, fundiciones, refinerías, y toda la historia. También dicen que un día de éstos piensan construir una iglesia. No hay casi árboles, y los que hay son bien feos y raquíticos, por la falta de agua… Hay mulas y caballos a rabiar, porque no sé qué diablos de magnetismo tienen las montañas y el planeta entero que jiba los motores de tractor o de automóvil… Ni siquiera los aviones pueden volar. Y a las astronaves les cuesta un triunfo aterrizar enteras. ¡La vida!

Cuando quise darme cuenta, estaba en un barrio que no me gustaba nada visitar, pero al que el negro deber me había llevado alguna vez. Estoy hablando del barrio donde está la cárcel, el bero, y además el cuartel de la pasma imperial, las oficinas del gobierno, y qué me sé yo. Allí la gente iba pero que bien fardada, fardada de lo más, y no se veían andrajosos, mineros, ni trabajadores del metal. Pasaban y me miraban, y se iban para un lado como si yo oliese mal. No creo que fuera así, porque me lavo todos los días. Bueno, casi todos. Desde que decidí que beber en exceso, fumar porros y no lavarse es malo, empecé por dar ejemplo y obligué a los demás colegas a que lo hicieran así. A alguno le costó trabajo dejar el porro o la copa, y a todos el lavarse. Decían que para eso no valía la pena haber tomado la píldora, y que maldito fuera yo. Pero como la disciplina es la disciplina, obedecen y sanseacabó. Lo que me sabría peor es quitarme de los dulces y los postres, que maldito si sé por qué, pero me gustan más cada día.

Andando, andando, me encontré frente a un jardín increíble. No lo había visto nunca, palabra de hampón. Parecía mentira que aquello pudiera existir en un planeta casi sin agua como Golconda. Pero existía, y estaba allí, delante de estos ojos que se ha de comer la tierra.

Bueno, voy a explicar cómo era. Primero había una tapia, hecha de bloques de esa piedra verde oscura con vetas negras que tanto abunda en los alrededores de Golconda Central. Esta tapia, muy gruesa, tenía mi altura, de forma que me veía yo obligado a auparme sobre un reborde para asomar la cabeza. Después, sobre el muro ése, venía una reja de hierro con barrotes como mi brazo, separados cosa de un palmo entre sí y terminados por arriba en puntas de lanza de un tono azulado. Este color azul sí que me lo conocía yo; era la señal de que allí arriba había un campo de contacto, y el pobre que intentase pasar por encima ya podía prepararse a quedar frito en una milésima de segundo.

De todas maneras, la curiosidad me había picado, a pesar de que, como dice el doctor Savage, la curiosidad mató al gato. No sé qué gato será ése, y yo no le confiaría mis ahorros, pero lo que puede matar a un gato puede matarme a mí, y me dije, digo, lo mejor es que andes con cuidado, Víctor. Un señor anciano, con cara de dinero, que pasaba por allí, se quedó mirándome, o sea que hice sonsoniche y me piré, porque cuanto menos llames la atención, mejor.

Me atusé los pelos, volví del revés la cazadora, que por el forro tenía otro color y mejores presencias, y comencé a seguir la célebre tapia. Había olvidado decir que al otro lado crecían unos árboles grandes que nunca había visto, con un tronco de casi un metro de ancho, y una altura y una copa verdaderamente enormes. También había cantidad de lianas, ramas, matojos y todo eso, de diversos verdes, tan espesos y liados entre sí que no se veía nada detrás. Se oía muy bien el ruido del agua corriendo, y eso, en un sitio en que el pozal te cuesta dos o tres créditos, es mucho decir. Y la Tapia, con mayúscula, parecía no terminar nunca. Hubo un momento en que dobló y se metió por un callejón estrecho, pared con pared con un edificio muy alto, de feísimo cemento gris que, por referencias, me sonaba a ser una central de energía o cosa parecida. Allí, en un rincón oscuro, el agua se filtraba un poco bajo los bloques de piedra, porque se veía un charquito en el suelo y una enorme mata de salvia que casi alcanzaba lo más alto de las verjas. Si hubiera sido en otro sitio, habría allí, de seguro, un pobre acuático lamiendo el charco para completar la ración escasita que el Servicio Imperial de Aguas les daba (un litrejo al día), pero en este lugar, lleno de ricachos, nada de eso. Ni hablar. Me acerqué y husmeé y revolví a través de la mata de salvia. No había un alma a la vista, y yo estaba decidido, aunque tuviera que emplear las veintisiete horas del día, a enterarme de qué era aquello.

¡Justo! ¡Lo que pensaba! Soy un tío listo yo, no cabe duda. El agua había removido la tierra bajo uno de los bloques, que se movía como diente en boca de borracho. Hice un esfuerzo y cedió un poco… Otro más, hasta que sentí que las venas se me hinchaban en la frente, y con un ¡chap! la piedra se deslizó hacia dentro, resbalando sobre el barro. Ahora tenía un buen camino para entrar, y además, oculto por la gran mata de salvia.

Me metí por el hueco (uno de los prohibidos no hubiera entrado, a no ser que fuera pero que muy canijo) y me encontré dentro del jardín. Me temblaban un poco las manos y el corazón me marchaba deprisa, como un tambor. No hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que aquello tenía que ser de alguien muy importante, y casi hubiera jurado yo de quién era. A mi modo de ver no había más que una persona en Golconda que pudiera tener un chozo parecido. De todas formas, no era cosa de ponerse a meditar; o entraba del todo o me largaba de allí a toda mecha. Decidí que lo mejor era enterarse bien… y me metí entre las ramas.

Pues bien, detrás de las ramas había más ramas, y luego una espesura tal de matojos y árboles que me costaba verdadero trabajo caminar. En una ocasión, vi un hilo de cobre muy delgado que pasaba a través de un sendero, y lo evité porque no quería que sonase una alarma en cien kilómetros a la redonda. En éstas estaba cuando oí voces. Me paré y escuché:

—Irás a mamá —decía una voz de niña.

—Yo no te he hecho nada.

—Sí que me lo has hecho; me has quitado la raqueta.

La otra voz era de niño, y me pareció que un poco mayor.

—Estate quieta.

—Estate quieto tú.

Me deslicé entre los últimos matorrales y asomé el coco. Pude ver que había un clarito entre los árboles, muy cuidado y relimpio, y que más allá, detrás de más matojos repelados y bien cuadrados, como si fueran trozos de queso, se levantaba un edificio de piedra verde, grande y alto… Los que hablaban eran dos niños, un poco más pequeños que yo. Él tendría como nueve años, moreno, muy peinado y con un traje de seda blanca que daba asco verlo. La chica tendría unos ocho años, o cosa así, rubia, con la nariz respingona, como un pellizco en masa blanda de pan, y unos ojos azules… ¡Muchacho, qué ojos! Aunque era una cría, sus ojos podían fundir el mundo. Grandes, con un tono de azul como el cielo cuando va a tronar… Lástima de material. El Imperio le da huesos a quien no los puede roer, como decía el viejo Lanyard.

En el momento en que llegué yo, estaban poniéndose los dos morados de tirar de una raqueta de tenis, la una del mango y el otro de la pala… y podía el mozo, claro, porque para eso era más grande, y mayor. Al lado, sobre el suelo, tenían una especie de tenderete lleno de chismes brillantes, piedras sin valor y bisutería de tres al cuarto. Imaginé que habían estado jugando a tiendas, ¡animalicos!

Total, que el chico pudo más y, de un tirón, le quitó a la dama la raqueta; y como consecuencia de ello, se cayeron los dos sentados en el suelo. Me hubiera reído, de no tener un miedo negro en el alma a que apareciera por allí alguno de los prohibidos y se me llevase a rastras. La chica empezó a soltar lagrimones, y el chico se levantó, rascándose el trasero.

—Anda, no llores —dijo—. Si no te has hecho nada.

—¡Irás a mamá! —aulló la cría, como una sirena de fábrica.

Me pareció que la tal «mamá» debía de ser de armas tomar, si juzgaba por la cara de miedo del mozo. Así que se le ablandó el corazón y le tendió la raqueta a la otra.

—Toma, anda. No le digas nada a mamá…

—Sí que se lo diré, y te mandará a estudiar al colegio, ya verás, claro que sí.

Tenía mala idea la niña. Yo veía que el pobre chaval estaba desesperado, y que no sabía qué hacer.

—Toma la raqueta.

—No quiero.

—Pues, ¿qué quieres?

A la chica se le encendieron dos candelas en los ojos azules.

—¡Jugar a tiendas!

La expresión del mozo era de libro. Estaba claro que el jugar a tiendas le revolvía el estómago, le repateaba y le ponía a parir.

—Pero Francesca…

—Si no jugamos a tiendas, se lo digo a mamá. Me has tirado al suelo, me has quitado la raqueta y te has ensuciado el traje… ¡Marrano!

No me pareció bien esa palabra para una chica tan fina, y tan bien vestida con todos aquellos faralaes de organdí, o de seda, o de lo que fuese… Pero lo dijo en un tono tal que más sonaba a escopetazo.

—Bueno —contestó el pobre mártir, con cara de asco—. Jugaremos a tiendas.

Pienso que el sexo es una especie de, no sé cómo decirlo, de camaradería, o de cofradía. Aquel chico podía ser uno de mis tovarichs y era preciso ayudarle. Hice una tontada, pero la verdad es que asomé la cabeza y dije:

—¡Hola!

Los dos dieron un bote. ¿A que no se esperaban que otro… como ellos saliera por allí? Me acerqué, sonriendo como un buzón. Me di cuenta que era yo un poco más bajo que el chico y un poco más alto que la tal Francesca.

—¡Hola! —repetí—. Pasaba por aquí, amigos, y me pareció que debía saludaros.

—¿Quién… quién eres? —preguntó el mozo. En cuanto a Francesca, me miraba como si me la fuera a comer, y se había escondido a medias detrás de su hermano. Porque se veía que eran hermanos; se parecían bastante.

—Soy Víctor Lanyard —dije, y me hubiera mordido la boca a puñados, por idiota, en cuanto lo solté—. Os he oído hablar y me he acercado. ¿Molesto?

—No —contestó él—. ¿Cómo has entrado?

Bueno, tanto daba. Le expliqué toda la historia de la piedra, el agua y la mata de salvia, y vi cómo los ojos se le iluminaban. Tenía madera aquel chico, me pareció.

Pero Francesca no le dejó ni hablar.

—Quiero jugar a tiendas —afirmó, con tozudez.

—Calla un momento —contestó el chico—. ¿No ves que estamos hablando? Oye, y si yo quiero salir por ahí, ¿podría…?

—Si no jugamos a tiendas, le diré a mamá que «él» —me señaló con un dedo no muy limpio— ha entrado aquí.

Su hermano me dirigió una mirada moribunda.

—Si se lo dice a mamá —aseguró—, te echarán y cerrarán la salida.

—¿Quién es tu madre? —pregunté.

—La general Hokusallmi —contestó—. ¿La conoces?

—De oídas —dije yo, sintiéndome débil como un gatito recién nacido.

¡La general Hokusallmi! Justo lo que pensaba cuando vi las piedras, el parque y el gran edificio. La llamaban «la Apisonadora» y algunos «la Carnicera». Era la delegada del Imperio en Golconda, y en todos los cuerpos armados, bofias, pasmas, ceras, monos y demás, mandaba ella. Bueno, la verdad, mandaba en todo. Era lo más alto que había en el planeta. En Golconda no se movía un papel, ni se hacía una maniobra sin que Ayandeh Hokusallmi, general del Imperio, lo autorizase antes.

Debía de tener yo mala cara, porque el mozo me dijo:

—No te preocupes; no está aquí. No vendrá hasta la noche.

Respiré aliviado y, al mismo tiempo, una idea terriblemente feroz empezó a darme vueltas por el caletre… Me dije que no, que de ninguna manera… pero la idea volvía y volvía sin parar. Recordé que la habían mandado a sofocar la insurrección de la colonia de Mondrakar (o por lo menos eso oí contar) y que en tres días había acabado hasta con el último revolucionario. Decían que en Mondrakar no daban abasto a enterrar muertos después de que Ayandeh Hokusallmi hubo pasado por allí con sus muchachos del ejército. Y la idea seguía dándome vueltas por la chola… a pesar de que era una barbaridad. También decían que unos años atrás, en el mismo Golconda, hubo una sublevación de mineros y que para ella fue cuestión de horas el solucionarla. Después tuvieron que repoblar el planeta, pero eso a «la Carnicera» no debía de importarle demasiado. Una voz chillona me sacó de mis pensamientos.

—Si no jugamos a tiendas ahora, ¡se lo diré a mamá! ¡Se lo diré a mamá! Le diré que «él» ha entrado aquí…

Aquella chica era una retrasada mental… de la peor clase. Si hay algo peor que un tonto malo, que me lo cuenten.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté al chico.

—Gustavo —contestó.

—¿Sois hermanos?

—Sí, claro.

No hubo más remedio que jugar a tiendas. Y aquella niña, hasta jugando, era lo más hediondo que he visto. Hacía trampas, lloraba, tiraba la industria por el suelo cuando no hacíamos lo que le daba la gana, y así todo. ¡Una verdadera joya! A veces, se quedaba callada, pensando en la mona de Pascua. Bueno, pues en realidad lo que estaba buscando era la manera de fastidiarnos mejor a su hermano o a mí. El pobre Gustavo tenía una paciencia de santo, pero yo no la tengo, y cada vez me costaba más soportar aquel juego idiota y soportarla a ella.

En una de esas ocasiones en que se quedó pensando en las musarañas, me di cuenta de que, cuando fuera una mujer, sería muy guapa. Como he dicho, tenía unos ojos azules preciosos, un pelo rubio largo y dorado que me recordaba algo al de Judalong, y una piel como de trigo. Pero tenía un alma más negra que el botijo de una carbonería. Y allí todos haciendo el idiota: «¿Cuánto vale este diamante?». ¡Diamante! Un cacho cristal así de grande. «Tres mil créditos y la voluntad». Y yo buscando el modo, porque me había decidido a seguir adelante con mi idea de endiñarle la píldora a Gustavo.

Claro que ella era lisa como una carretera, lo que es normal a su edad, y con mofletes de muñeca, y hasta con un ligero ceceo que aún tenía más mala sombra. Si no, hubiera pensado yo algo… pero había prometido que…

—¿Merendamos? —propuso Gustavo, que estaba hasta las mismísimas narices de la tienda, de quien la parió y, supongo, de su hermana.

—Yo no tengo ganas —dijo Francesca, torciendo el morro.

No me extrañó, estas niñas retorcidas y malcriadas no tienen hambre nunca. Son como flores de trapo: muy bonitas, pero sin vida. En cambio Gustavo sí tenía cara de hambre, y a mí no me faltaba gazuza, porque era casi hora de cenar.

—¿Traigo merienda para los dos? —preguntó Gustavo.

—Bueno… —contesté yo—. Pero no le digas a nadie que estoy aquí, o la liaremos.

—De eso no te preocupes —dijo, y se levantó para marchar hacia la casa.

Ése era el momento oportuno. Cuando se hubo separado media docena de pasos, me puse en pie y salí como las balas detrás de él, latiéndome el corazón a toda prisa. Francesca se quedó tan sorprendida que se le abrió la boca un palmo y, por una vez, no supo qué decir. Mientras corría iba metiendo la mano en la bolsa y, para cuando alcancé a Gustavo, llevaba preparada una de las píldoras ámbar.

—¡Tómate esto! —dije.

—¿Qué es?

—Un… caramelo… que no lo vea tu hermana… que no tengo más que uno…

No era tonto el chaval. Se lo metió en la boca y salió de estampía hacia la casa. Yo volví junto a Francesca, procurando remolonear por el camino todo lo que pude, pero hubo un momento en que tuve que llegar junto a ella.

Y la niña estaba mirándome con el ceño fruncido y sin decir una palabra. Si en vez de niña hubiera sido una nube, habría jurado que amenazaba tormenta. Vamos, que no se le había escapado mi maniobra y que se me venía encima algo gordo.

—¿Qué le has dado a mi hermano?

Estaba en pie delante de mí, llegando casi a mi altura y mirándome fijamente con aquellos ojazos azules. No pude evitar el pensar en ella como en una mujer… una mujer de mi tamaño, y empecé a ponerme nervioso. Le caía el pelo rubio en ondas por encima de los hombros, y había cruzado los brazos sobre el pecho. Estaba casi guapa. ¡Lástima que no fuera más que una cáscara vacía…!

—¿Qué le has dado a mi hermano?

Esta vez el tono fue mucho peor.

—Nada.

—¡Mentiroso, mentiroso! Te he visto darle algo. Dime lo que es…

—¡Te digo que nada!

—¡Mentira! ¡Se lo diré a mamá, se lo diré ahora mismo!

Me harté del todo. La cogí de un brazo y la miré fijamente, casi como si fuera una persona mayor.

—Mira, niña —dije—. Por mí, se lo puedes decir a mamá, a papá, o al portero del inmueble. Yo me voy, ¿entiendes? ¡Y no vuelvo más!

Y di la vuelta para marcharme. Pero no había dado dos pasos, cuando oí una voz muy débil detrás de mí.

—Víctor…

Me volví.

—¿Qué?

—No te vayas…

Hasta el tono de su voz había cambiado, lo mismo que su cara. Me miraba con los ojos un poco bajos, y sentí que me derretía. «¡No lo hagas!», decía otra voz dentro de mí, y me pareció que sonaba igual que la del profesor Taberner… Pero poco a poco, como si me hiciera fuerza yo mismo, volví hacia ella y me quedé quieto a su lado.

—No tenemos amigos, ¿sabes? —dijo ella, muy suavemente—. Tú eres el primero que ha entrado aquí…

A veces tenía el tono de una persona mayor, como ahora…

Saqué un cigarro del bolsillo y lo encendí con el chisquero de oro. Se le abrieron ojos tamaños; seguramente no había visto cosa igual en su vida…

—¿Te dejan fumar en tu casa?

—No tengo casa —contesté secamente.

—Pues, ¿con quién vives?

—Solo —dije, y noté que se me encogía el alma, como cuando le conté a Judalong lo solo que estaba y la poca compañía que tenía… sobre todo femenina. «¡No lo hagas!», volvió a decir la voz del profesor Taberner… Me hacía falta algo fuerte, y no tenía nada de alcohol al alcance de la mano… Pensé en lo que sucedería si… Y la mano comenzó a darme vueltas en el bolsillo, tanteando los paquetes de píldoras…

—Dame un caramelo de ésos, Víctor. Te he oído… Seguro que tienes más. Anda, dámelo…

Pareció como si la mano se saliese sola del bolsillo… «¡No, no!», berreaba el fantasma del profesor dentro de mí. Pero la gran píldora ámbar estaba ya entre mis dedos y, ¡maldita sea!, estaba tan condenadamente nervioso, pensando que Francesca llegase a ser una mujer, que se me cayeron al suelo dos o tres de las píldoras rojas… Traté de recogerlas como pude, pero ella las había visto.

¡Maldita sea mi alma condenada! Francesca estaba ya chupando la ámbar, y no ponía muy buena cara, porque no es demasiado dulce. Saben como un caramelo barato… y rogué al Imperio para que la escupiese. Pero no, la mascó y se la tragó…

—Dame una de esas rojas —dijo.

¿Y si Taberner se hubiera equivocado? ¿Y si…? Francesca con su estatura actual, más delgada, más estilizada, hablando como una persona y no como un crío baboso…

—No… —dije, débilmente.

—Dámela, por favor. Toma…

Me metió en la mano uno de los adornos de pasta y níquel con los que habíamos jugado, una especie de llavero. Judalong, maravillosa… Mi soledad… Creo que grité:

—¡Toma!

—Gracias —dijo, muy educadamente.

—No, por favor… Francesca. Dámela… No. Trágatela deprisa…

—No le diré nada a Gustavo…

¿Qué había hecho yo, maldición? ¿Cómo había sido capaz de faltar a lo que le prometí a Taberner? Bueno, pensé, no pasará nada, no puede pasar nada. «Me prometiste no usarlas», gruñó Taberner dentro de mí.

—No habérmelas dado —contesté.

—¿Qué dices? —preguntó Francesca.

—Nada.

Gustavo volvía con la merienda. ¡Puaf! ¡Vaya merienda! Dos trozos de pan y dos pastillas de chocolate. Pues si que… No valía la pena ser hijo de «la Apisonadora» para merendar pan y chocolate. Yo hubiera creído que les darían caviar, salmón ahumado, rustido de pollo y unos cuantos postres. Pero ¡eso!

—Soy una princesa —dijo Francesca—. Ahora jugaremos a palacios.

—Yo voy a jugar a que soy una nave de cien tubos —contesté yo, con un sordo arrepentimiento en el estómago—. Y como es la hora de despegar, me voy, camaradas.

—No te vayas aún, Víctor —dijo Gustavo.

—Que me tengo que ir, demonios. Ya volveré por aquí. Pero si le decís algo a alguien, no vuelvo más.

—No lo diremos —contestó Gustavo.

—Bueno… —dijo Francesca, no muy convencida—. Yo tampoco diré nada…

Aquella noche llegué muy tarde al refugio; tan tarde que los de la panda estaban francamente preocupados pensando en si me habría pasado alguna cosa. Lo que había hecho era dar vueltas como un pirulo por toda Golconda, farfullando cosas en voz baja, que si alguien me oye hubiera pensado que estaba mochales. «¡Indecente!», gritaba de vez en cuando la voz del profesor Taberner. Y el cielo estaba negro, no había un alma en las calles, y me parecía a mí que yo tenía todo lo de dentro más negro que el cielo.

—No habérmelas dado —dije otra vez.

«Lo prometiste».

—Cállese, cállese ya y déjeme en paz.

«Pero ¿sabes lo que has hecho?».

—¿A mí qué me importa?

Hubiera podido acercarme al barrio de las tabernas y tomarme una copa en algún sitio conocido, pero ni eso me apetecía. Me pasaba algo muy raro; ¡a ver si tenía que ver algo con aquello de la moral que decía el profesor! ¡Maldita sea su alma, diablos! Por pasar el rato, me fui a ver a los dos colegas que estaban cavando el túnel bajo la cárcel (el bero) y me deslicé entre los pedruscos; los oí rascar al fondo del túnel, y llegué hasta la pequeña linterna con que se alumbraban. Aún faltaba mucho, vaya que sí. Aún faltaba mucho para llegar a la celda de Cavanaugh. Pero llegaríamos. Sólo era cuestión de tiempo.

Por fin no pude aguantarme; me acerqué al dorado y, aunque estaban a punto de cerrar, Leonor me dio un botellín pequeño de ginebra. Lo que me faltaba: verla en traje de faena. Cuando volví al refugio, después de soplarme el botellín de un solo trago, estaba un poco puesto, pero no mucho. Ya salían caravanas de muleros al campo libre, y llegaban carretas de mineral.

En el horizonte había una mancha blancuzca; estaba saliendo el sol. Y las fábricas, las refinerías, las empacadoras, comenzaron a hacer ruido de pronto… Estaba molido, como si me hubieran hartado de curros en el cuartelillo. «¡Cerdo!». Me dormí con un sueño pesado como plomo, sin hacer caso a los camaradas, y me desperté a media tarde con un hambre atroz y bastante tranquilo. ¡A ver si no iba a poder hacer lo que quisiera!

Durante los quince días siguientes continuamos todos haciendo estropicios en Golconda Central. Si no nos salieron mal la mitad de los asuntos, fue por pura casualidad. Ya casi no había bonachones que se fiasen de dejar las burdas simplemente con el cerrojo echado. Ahora ponían timbres de alarma y hacía falta andar listo para que no comenzasen a armar escándalo antes de haber dado el tope, tan siquiera. Además, que veía yo a los muchachos como preocupados, y por eso no me atreví a dar el golpe maestro que tenía pensado, y que era nada menos que coger una valla enfrente del Banco Imperial y hacer un tubo hasta debajo mismo de la gran maría de acero cromado. Y chorar el mismo tejido que habíamos ingresado allí. Vamos, que la mara empezaba a olerse que eran demasiados robos y demasiadas puertas rotas. Verdad es que teníamos una fortuna entre todos, honestamente apandada y bien situada en libretas de ahorro infantiles. Pero me daba miedo, y una tarde reuní a los tovarichs y les dije que, de momento, vacaciones; y que durante unos meses no íbamos a mover ni el baste currín. Dijeron que sí, que conformes, y entonces salta el Disko Tolliver y dice:

—Pienso yo que podíamos aprovechar el tiempo.

—A ver, aclárame eso, mi alma —le contesto yo.

Y va Disko Tolliver y contesta:

—Mira, Víctor, tú sabes…

«¡Malo, malo, malo!», pensé yo. Cuando uno de éstos se pone a hacer comentarios, en vez de obedecerme sin más explicaciones, es que ha estado pensando, y para eso de pensar el peor de todos es Disko. No es como Tatum y Madero, que son dos máquinas obedientes, todo músculo y un maní por cerebro, y que si les digo: «Llámame tío», se tiran al suelo gritando «¡Tío!» en todos los tonos de voz. Menos mal que Tatum y Madero estaban detrás de mí, con las churis en la cintura y preparados para todo, porque bueno es tomar precauciones, aunque los demás siempre andan pregonando que soy el jefe y que soy su papá y su mamá juntos y en unión.

—Mira, Víctor, tú sabes que todos te respetamos.

«¡Malo, malo, malo!».

—Quiero decirte esto antes que nada, Víctor. Tú eres el jefe, y eres el que nos ha escogido. Por eso te respetamos todos y te obedeceremos siempre. Pero hay unos cuantos de nosotros que creemos que no podemos pasar así toda la vida, sirlando stadiums y reventando almacenes…

Este tío me estaba adivinando el pensamiento, me dije yo. Y cuando pasa una cosa de éstas, lo mejor es cortar por lo sano. Me vino a la cabeza en seguida lo que Disko quería; fue como si le hubieran encendido una linterna dentro y pudiera leerle los pensamientos.

—Mira, Disko —le corté—. Que cuando tú vas, yo vuelvo. Y aunque tú hayas estudiado en colegio de pago y sepas hablar por lo fino, a tener ideas no me pisa ni tú ni nadie.

Por lo pronto, el corte había sido bueno. Mientras que antes estaban todos mirando a Disko con la boca abierta, ahora estaban mirándome a mí. Me quedé unos segundos quieto, y encendí un cigarrillo rubio para hacer tiempo. Hasta cierto punto, sentía un horror el tener que soltar lo que llevaba en la cabeza, como si Disko me hubiera empujado, en vez de hacerlo como cosa mía. ¿Qué estaría haciendo ahora la condenada Francesca? Ella tenía la culpa.

—Nunca he pensado en seguir así siempre… porque, entre otras cosas, creceremos, muchachos. Y no pienso yo esperar a medir dos metros para tener lo que quiero. Y lo que quiero no son golpes de tres al cuarto. Me parece a mí, Disko, que yo te había comentado algo de esto ya…

—No me acuerdo… —dice Disko, abriendo unos ojos tamaños.

—¡Vaya! Ahora resulta que no te acuerdas… —me dejo caer yo. Bueno, con esto lo había hecho puré.

Dijera lo que dijera, los demás iban a pensar que lo había cocido yo, y que él estaba aprovechándose de lo que habíamos hablado antes. ¡Para que aprendas, pedazo listo!

—Nos vamos a organizar —continué—. Cada uno de vosotros tiene una afición, una manía, vamos. Si os dije de dejar el porro, la copa y el juego, y de lavarse y todo eso, era porque pensaba que había que cambiar de sistema.

Me estaban saliendo las palabras rodadas, como si de verdad hubiera yo pensado algo. Y estaba dando en el clavo, porque a Disko un color se le iba y otro se le venía.

—Cada uno —sigo diciendo— va a estudiar aquello que le apetezca más… El que quiera ser médico, que estudie para médico; el que ingeniero, ingeniero, y así… Y ya podéis trabajar, colegas, que si no, os breo a palos.

Durante un momento, se quedaron callados como muertos, mismamente. En el fondo, Disko, con su estatura (el más alto de todos), su pelo castaño y sus ojos grandes, era más infeliz que un cardenal en fin de año. Estaba blanco, diría yo, y me preparé para el contraataque. Pero no lo hubo; en esto sí que me colé…

—Eso era lo que yo quería decir, Víctor —murmuró el pobrete—. Pero la verdad, no me acuerdo de que hubiésemos hablado de ello…

—Porque tienes la memoria con agujeros, chaval —mentí yo, serenamente—. ¡Parece mentira, hombre!

—Así podremos integrarnos en la sociedad —dijo él, y siguió—: Así haremos que se nos reconozca.

Bueno, aquello era ir demasiado lejos.

—De eso nada, majo. Eso para más tarde, pero ya veréis como… Dejádmelo a mí… Vamos a ver, muchachos. Yo os pido que cada uno de vosotros estudiéis una carrera. Pero no como lo hacen los prohibidos, con cursos, exámenes y todas esas monsergas. Lo primero que haremos es conseguir libros…

—Hay una buena librería en la Universidad —terció Disko—. Podemos decir que los compramos para un hermano mayor…

—¿Y quién ha hablado de comprarlos, besugo? Si pensábamos entrar en el Banco Imperial, ¿no vamos a poder entrar en una librería, majadero?

Uno de los nuevos habló desde el fondo, como escondiéndose.

—A mí esto de robar no me acaba de parecer bien…

—Otro lascar sin seso —dije yo, creciéndome más a cada momento—. Nosotros no robamos, macho. Tomamos lo que es nuestro. ¿O es que piensas que los demás no nos han explotado bastante?

Todos aullaron un «Sí» como un edificio de grande.

—Pues no te creas que los otros son muy diferentes, colega. Ellos dicen lo que tienes que hacer, quieras que no, y tienes que hacerlo, porque no pintas nada. ¿Se han preocupado alguna vez de que alguien hiciera un invento como el del profesor? ¡Ni hablar! Dicen que no tenemos uso de razón, y que por eso no podemos votar, ni tener bienes, ni fumar, ni hacer nada. Pero para estudiar, traer las zapatillas, obedecer y fregar el suelo, sí que tenemos uso de razón. ¿Qué os parece eso? Y no hablo de nosotros, que somos… algo especial; hablo de los otros pobres que no han tomado la píldora… ¿No decís nada, amigos? —No decían nada. No sabían qué decir. Había que aprovechar la ocasión. Así que continué—: Pues basta ya. Dejadme a mí que piense lo que hay que hacer, y vosotros, a lo vuestro. Haced listas de lo que necesitáis y dentro de un par de días, le damos el susto al depósito de libros.

Mientras estaba yo en la cama, tumbado, esperando a que el sueño viniera, aún los oí hablar horas y horas. Cada uno pensaba en lo que quería ser, y ni uno solo sabía aún para qué. Pero yo sí lo sabía, lo sabía perfectamente. Sólo que no iba a decírselo aún. Cuando fuera tiempo, soltaría la bomba y, esta vez, Disko no iba a ponerme palitos en las ruedas.

Por eso, dos días después, tronzamos las puertas de la librería y nos llevamos dos carretadas de libros. Lo curioso fue que esto armó mucha más bronca que el asalto a un almacén o que el robo de una tienda. ¡Vaya gente rara! Te llevas cien kilos de libros que no valen un comino y arman un escándalo de tamaño natural. Que si la cultura vilipendiada, que si elementos extremistas, que si las elecciones, y que si el gremio de libreros manifestaba su protesta. Pero aparece el cadáver de un crío en un vertedero y se conforman con decir: «Niño de ocho años muerto a palos. Espantoso crimen. La policía sigue hábilmente varias pistas». ¡Ya! ¡Hábilmente!

Al día siguiente no se hablaba del pobre crío y, en cambio, de lo de la librería se siguió dándole al manubrio durante más de una semana. Las cosas de la vida, que a veces no hay julay que las entienda.

Me estaba aburriendo como un verde solitario porque, por un lado, no podíamos dar ningún golpe y, por otro, todos los camaradas se habían puesto a estudiar como gusanos. En vista de cómo iban las cosas, nombré a Disko Tolliver, director general de Enseñanza, y puse bajo su mando todo lo relativo a los estudios y otras matracas. Hay que reconocer que el tío se las manejó como si hubiera nacido para eso. Separó dos o tres habitaciones del refugio para aulas (así mismamente dicho) y preparó ficheros, una biblioteca, reuniones de trabajo…

Esto de las reuniones de trabajo se le ocurrió a él, maldita sea, y no a mí. Claro está que no íbamos a hacer exámenes y otros lindezas, pero entonces, ¿cómo organizar la cosa para que se supiera si la gente aprendía o no? «Pues muy sencillo», dijo Disko. Juntó a todos los médicos, había tres, y estableció que se ordenarían ellos mismos el «plan de estudios» y que tendrían una reunión de una hora diaria para hablar de lo que hubiesen estudiado durante el día. ¡Diablos, la cosa funcionaba! Entré en una reunión de ésas y estaban poniéndose morados de hablar de etiologías, síndromes, estructura anatómica y otras lindezas.

Había unos pocos que no servían para nada, entre ellos Tatum y Madero, de manera que los pusimos de vigilancia. Y en cuanto a mí…

—Claro… —dijo Disko, muy tímidamente—. Tú también habrás pensado en algo…

—¡Claro! —contesté yo, muy serio—. Yo necesito libros de política, de batallas, de armas, y cosas así. Eso es lo mío.

—Es lógico —contestó Disko, poniendo los ojos en blanco—. Asunto de gobierno, claro está. Lo pensé, Víctor. Los tienes en tu cuarto.

—¿El qué?

—Esos libros…

Lo hubiera matado. Pero habría estado mal. De manera que dije:

—Muchas gracias… muy amable.

Me había basureado por esta vez; hubiera jurado que nadie había traído libros de ésos. Bueno, ¿qué remedio? Habría que dar ejemplo. De manera que durante dos días me tragué libros de ésos a montón, y menos mal que como de mi estilo sólo había uno, que era yo, me vi libre de las malolientes «reuniones de trabajo». Pero en el fondo no me desagradaron; me leí con mucho gusto desde la segunda y tercera Guerras Mundiales, la primera Guerra de las Colonias, y sobre todo la Rebelión de Gander. Opinaba yo que algunos de los movimientos que allí se explicaban se podían haber hecho mejor, pero son cosas que sólo pueden probarse en la práctica.

De todas formas, estos quince días de libros, de «reuniones de trabajo» y de chicos medio locos hablando en las aulas de cosas incomprensibles, fueron buenos para dominar los terribles deseos que tenía de volver a ver a Francesca. Era muy raro lo que me pasaba con esa chavalita; realmente era una niña, pero yo no podía recordarla así. No señor. La recordaba de una forma totalmente ful, con tacones, con formas de mujer, sabiendo hablar como una persona, y con aquellos ojos vacíos llenos de sentimiento y de expresión. ¡Sí, eso! De sentimiento… por mí.

Así que, cuando fue hora, marché a ver al Baratijas. No es un rosero tan bueno como Felipe el Poleo o como el mismo Cornelio, pero para ciertas cosas resulta condenadamente útil. Lo que no me explico es cómo el Baratijas trabaja; es feo, antipático y paga menos que nadie. Pero el barbián tiene su clientela, adictos como grifos. Yo, no. Yo le vendo normalmente a Felipe y a Cornelio, y eso que, lo mismo que el Baratijas, me tratan como a un crío y no como lo que soy. Sólo les falta decir: «¡Qué mono!», y cosas de ésas para acabarlo de arreglar. Pues bien, el Baratijas es un lince para encontrar empleos de medio pelo al que quiere sacarse algo de pasta sin demasiadas exigencias. Por eso yo también le dejo alguna vez algún crédito a ganar.

Estaba allí, en su tienda de la Avenida Ramsés II, sentado como un pachá en medio de cajas llenas de trastos, cajones de relojes, rollos de tela, recambios de coche, piezas de metal, uniformes, botas, y todo eso.

—¿Qué hay, chaval? —dijo—. ¿Qué me traes?

Le llevaba unos hielos que teníamos guardados, así como para entrar en conversación. En cuanto el tipo le echó la vista a las luminarias, le creció dos dedos la barba y los ojos se le pusieron aún más bizcos. Me hizo seña de pasar a la trastienda, donde se tratan los buenos negocios.

—No sé de dónde habrás sacado esto —dijo—. Me parece asunto muy serio, amigo.

—¿Y qué más te da eso? Yo vengo a ver si los quieres y los pagas, Baratijas. No vengo a echar sermones.

—Vale, hombre; no te encalabrines. Trae p’acá.

Se los dejé, guipándole bien los bastes, porque aunque los tiene gordos y sebosos, son más rápidos que una bala saliendo del cañón y, si te descuidas, te sutiliza un reloj o una piedra ante tus propios acais.

—Hay siete —dijo—. Son bastante claros, menos éste, que es un poco amarillo; tiene una mancha.

Se quitó el tubo del ojo, y los puso en una balanza de esas pequeñas. Yo hice sonsoniche, porque lo que había dicho era la barbi. Pero ¿para qué iba a discutir?

—Nueve kilates, y algo más —dijo, después de pesarlos.

—¡Troncho! Son casi diez, Baratijas. Nueve kilates, y ochenta y siete centésimas.

—Vaya, niño…

«¡Mala puñalada te den, Baratijas!».

—¿Qué dices?

—Nada. Que son nueve ochenta y siete, tú.

—Bueno, hombre, bueno. No vamos a discutir por eso… ¿Cuánto quieres?

—Doce mil.

El Baratijas se puso en pie, agitando las greñas y abriendo una bocaza maloliente como un vertedero… tenía los dientes como los de los caballos, amarillos y grandes.

—¡Estás loco! Seis mil es lo más que te puedo dar, y eso por ser tú, que siempre me has caído bien.

—Amos, que yo te caigo bien, so… Once mil y no se hable más, y eso porque me hace falta dinero, Baratijas.

—¡Dinero, dinero! ¡No pensáis más que en el dinero! Aún te acuerdas, ¿no?, de los tiempos en que lo único que sabías hacer era lo del mantel y el tarugo… Siete mil y no se hable más.

Me puse colorado, porque lo del mantel y el tarugo fueron mis honestos principios en la profesión. Para el que no lo sepa, se hace así, Mortimer. Te echas bajo el brazo un mantel o paño bien arregladito, y te fardas de una bata como si fueras un dependiente de tienda. Cuando guipas un comercio, entras; y si hay mara, te das el piro. Si no hay nadie, que se dan casos, porque el dueño sale al W. C. o a otros menesteres no menos sabrosos, te lanzas al cajón del dinero, o sea al tarugo, te lo colocas en la cabeza, le encasquetas el mantel como si fuera una bandeja de pasteles o cualquier encargo, y sales muy serio. Aunque te vean, es muy difícil que nadie piense que un chico con bata de dependiente y con un mandao en la cabeza acaba de hacer el choripén en un comercio. Claro que es más fácil que actuar de fardista o de topador, pero se corren riesgos. Sin embargo, no tiene la clase de una siria a la brava, o usar la banderilla. Por eso, por eso y no por otra cosa, me puse así como avergonzado.

El Baratijas tomó mi silencio por una negativa.

—Ocho mil, chavea.

—Diez mil, Baratijas, y no puedo bajar más, que hay que pagar a los consortes y puede que al alimio, algún día.

—¿Partimos la diferencia, chico?

—Que no, Baratijas. Lo siento en el alma, lo siento un horror, Baratijas, pero no puedo. Dame las luces, que iré a otro sitio.

—¡Maldito crío! —renegó el Baratijas—. ¡Maldito crío!

Se quedó quieto, sentado en la silla, mirándome con los ojos como tizones. Ya sabía yo lo que le pasaba por la chola: el quitarme los diamantes, darme un par de sopapos y echarme a la calle. Luego, la cara le cambió. Supongo que se acordaría de una vez que le trajimos un mazo de bagas bien puestas, con sus luces y sus rubíes, y nos hizo esa jugada. Supongo que se acordaría de que a los dos días le ardió la industria completa, y de que al dependientillo esteta que tenía lo encontraron entre las ruinas con un ojal tamaño en el corazón. Casualidades, Mortimer, casualidades.

Tiró de tronco y, de mala gana, contó los diez mil pavos. Me los tendió, con aquella su mano, grasienta y sucia.

—Toma, condenado, maldita sea tu madre.

Metió algún adjetivo más entre «maldita sea tu» y «madre», pero no se lo tomé en cuenta. No quiero grabarlos aquí, pero era su forma de hablar, vaya.

—¿Y ahora qué quieres, enano?

Como me había quedado quieto, con los billetes en la mano, mirándole, dijo eso. Lo de enano, como antes lo de niño, me había sentado mal. Si no hubiera sido por lo que tenía que decir… mi vieja churi de un palmo hubiera trabajado again.

—Necesitamos unos empleos, Baratijas.

—¡Ya! No ibas a venir aquí sólo por endiñarme los brillantes, chavea. Pero me caes simpático…

¡Natural! ¿Cómo no le iba a caer simpático? Los hielos no valían menos de quince mil créditos… así cualquiera le cae simpático al Baratijas…

—¿Qué es lo que quieres, chaval?

—Necesito que tres amigos entren en la Facultad de Medicina para limpiar salas, o llevar recados, o lo que sea. Dos más, en la de ingenieros. Otros dos, en el astropuerto… Otro en un regimiento de ceras…

Y así le solté todo el rollo. Claro que lo que andaba buscando era que los tres estudiantes de medicina, Basenger, Martin y Korasan, entrasen en la facultad de los matasanos como fuera, que ellos ya se las compondrían para ver cosas, trinchar fiambres y apandar herramientas de operar… Y así con los demás.

El Baratijas aulló y escandalizó una cosa mala, pero al final, después de que le hube aflojado mil créditos de los diez mil que le había sacado, consintió y tiró de teléfono delante de mí. Sudábamos los dos a mares, él hablando por el teléfono con todos los tipos que podían resolver el asunto, y yo pensando en que si no les servía de nada a los colegas, habría tirado a la basura seis o siete mil créditos. De todas formas, los estudios están muy caros, y si a los compañeros les servían las prácticas bueno estaba. Eran unos excelentes tovarichs y se merecían todo…

—¿Y tú qué? —dijo, al final, cuando todo quedó claro—. ¿Tú no quieres nada?

—Yo, no. ¿Para qué?

El Baratijas sacó un porro de un cajón y lo encendió. El muy asqueroso no me ofreció, aunque yo no lo hubiera tomado, porque había dejado ya, como dije, los porros y el alcohol. Pero no me ofreció, y eso es una grosería muy grande. Después sacó una frasca de ginebra y se sirvió tres dedos. Echó un chorro de humo.

—Pues da la casualidad de que yo sí tengo un trabajo para ti…

—¡Bah! —contesté—. Yo no quiero ir a limpiar el polvo a ninguna jaula de grillos.

—No es eso… —dijo—. No es eso…

Y echó otro chorro de humo, como si le costase trabajo hablar.

—Tienes que hacer de hijo —dijo, al fin.

Solté unos tacos escogidos.

—¡Para, quieto ahí! Que va en serio, chaval. Hay un amigo, ¿cómo te diría yo?, una buena persona, que necesita salir por ahí fuera de excursión, va hasta el Mutzbunk, o más lejos, y tú me entiendes, llevando un chaval, un hijo, es más disimulado.

—¿No será un pajubique?

—No, no. De eso nada. Es un tío macho, y muy serio. Se llama, bueno, es un decir, el doctor Garuslap. El doctor Atience Garuslap. ¿Te suena?

—Ni oír, Baratijas. ¿Y dices que pasará por el Mutzbunk?

—La fija. Creo que estará allí unas semanas. Paga bien. Dos mil del ala y la comida. Pero ya sabes, como si fuera tu padre.

La idea de estar unas semanas en el Mutzbunk no me disgustaba. Había tenido yo mis ideas al respective, y tenía más ideas que me daban vueltas ahora en la cabezota.

—Bien… —dije, haciéndome el dudoso—. Pero no me fío de que no sea un bujarrón que busca compañía de otra clase.

—Te digo que no.

—Tú le dirías que no a tu padre con tal de sacarte la comisión, Baratijas. Ya te digo… de acuerdo. Pero si no me gusta la pinta que tiene, no hay nada de lo dicho.

—Te aseguro que no lo sentirás… Tú eres un chico muy espabilado, palabra que sí, y te las entenderás con él. Es persona bien, ya te digo; ha conseguido hasta sacarle el coche de imanes a la Universidad, conque fíjate.

Como yo no sabía qué era el coche de imanes, la cosa me dejó frío por completo. Lo único que tenía en el cerebro ahora era el Mutzbunk, el Mutzbunk y lo que yo podía hacer en él. Así que volví a decir que bueno, que sí, salvo si el julay no me gustaba, y me largué de allí para hacer ciertos preparativos, que comprendían, entre otras cosas, un par de maletas de tetralita, la pistola Alakrán y sus municiones, dinero en billetes grandes y un surtido de drogas que conseguí de la vieja Haralda.

Disko Tolliver se quedó fundido cuando le conté el contrato que había hecho con el Baratijas para que los amigos pudieran practicar las respectivas profesiones en las cuadras de enseñanza adecuadas. Este Disko Tolliver, que es muy listo para esas cosas de organización y tal, resulta una nulidad cuando se trata de llevar a la práctica los asuntos. Yo no sé si el ser inteligente es ser como él, o es ser como soy yo. A mí me gusta más como soy, desde luego.

No veas lo contentos que se pusieron los compañeros cuando les dije que iban a poder hacer clases prácticas. Les expliqué también que seguramente estaría fuera un par de meses, por viaje de negocios, por el bien de todos y por nuestro futuro. Tatum y Madero se pusieron muy tristes, porque estando yo allí siempre hubieran tenido algo que hacer, o si no, por lo menos, el estar conmigo y hablar de cómo habíamos asaltado esto o matado a aquél, siempre delante de una buena jarra de cerveza, que es lo más que les dejaba yo beber ahora. Bueno, estaban un poco tristes por eso de que yo me fuera, así que reuní todos mis recuerdos de la media docena de libros que había leído, y les dirigí una especie de discurso.

—Amigos —dije, y procuré que mi voz pareciese conmovida, aunque la verdad es que de eso, nada—. Amigos, voy a dejaros durante unos días. Y antes de marchar hacia lo desconocido, quiero que tengáis en cuenta mis recomendaciones, porque al que no lo haga, cuando vuelva, lo desuello. En primer lugar, dejo el mando en manos de nuestro ilustre compañero Disko Tolliver, que sabrá juntar su cargo de director de Enseñanza con todo el asunto de comida y demás. A vosotros, Tatum y Madero, os ordeno que protejáis al camarada Tolliver aun a costa de vuestras vidas, si es preciso. Como si fuera yo mismo, vamos. No bebáis alcohol, más que cerveza y no mucha. No fuméis porquerías. Lavaos puntualmente todas las mañanas; los dientes también. Mientras esté yo fuera, no robéis ni hagáis ninguna barbaridad. Coged todos esos libros que apandamos y poneos de estudiar como burros. Nada de drogas. Nada de alcohol. Si alguno tiene ganas de hacer experimentos con las mujeres, aunque de sobras sé que ninguno tiene todavía en orden lo que hay que tener, que se aguante, que es peligroso y las damas se van de la mui una barbaridad. No comáis en exceso, que ya sabéis que luego os ponéis malos. Seguid una vida limpia y ordenada como es la mía, y podéis estar seguros de que llegaremos muy lejos, amigos. Cuando vuelva, no quiero encontrar estudiantes, sino profesionales. Quiero llamarte a ti doctor Basenger, y a ti ingeniero Colomer, y a ti piloto INC Tsuyami. Aprovechad los empleos que os he buscado para practicar en vuestras profesiones; y no exageréis cogiendo cosas, no sea que se note. No molestéis al profesor Taberner, que bastantes murgas le doy yo. Y nada más. Si no regreso, y caigo en el cumplimiento del deber, guardad algún pequeño recuerdo para este pobre compañero vuestro que tanto os quiere, para este último servidor vuestro: Víctor Lanyard.

¡Porras! Los había conmovido, y yo estaba casi llorando cuando terminé. Me aplaudieron como locos, y varios de ellos se limpiaban las lágrimas de los ojos. El mismo Disko Tolliver, emocionadísimo, no sabía hacer otra cosa que cogerme las manos y estrechármelas, mirándome con los ojos muy abiertos y brillantes, como si los tuviera llenos de agua…

Aquella noche hicimos una buena cena en el refugio, sacando unas cuantas de las exquisiteces que se tienen guardadas para ocasiones especiales, y hasta les dejé tomarse un par de whiskies y alguna botella de champán. Luego, cada uno se fue a dormir. Sentí tener que distribuir puestos de vigilancia, como cada noche, pero no había otra solución.

Dormí hasta tarde, porque la cita en el patio de la Universidad con el doctor Garuslap y el célebre coche de imanes (fuera eso lo que fuese) no era hasta el mediodía. De manera que cuando me arreglé muy discretamente, preparé mis maletas y eché la última ojeada a las aulas, aún me sobraba algo más de una hora.

—Voy a dar un paseo —le dije a Disko.

—Haces bien, jefe —contestó—. Te tranquilizará.

Les había metido en la cabeza de tal forma la idea de que lo que iba a hacer era algo muy peligroso, que los tenía a todos como flanes. Pero el paseo mío llevaba unas miras muy concretas…

Pasé junto al bero, sin llamar la atención, puesto que iba bastante arreglado. Los dos colegas que tenían que cavar el túnel bajo la celda del asesino Cavanaugh habían concluido hacía una semana, y el túnel estaba allí, estrecho y relimpio, con la entrada oculta bajo unas piedras muy bien puestas, y llegando al final, después de unas cuantas revueltas, justamente bajo la celda en cuestión. Yo sabía que no quedaba más que levantar una losa para entrar en ella, de manera que no me molesté en comprobarlo, no fuera a ser que me ensuciase la ropa.

La piedra removida continuaba en el mismo sitio y sin afianzar. El chorrito de agua seguía filtrándose por debajo. Habían pasado veinticinco días, y yo sabía que era demasiado pronto para que las píldoras surtiesen efecto, pero a pesar de eso, no podía privarme de verla. Así que removí la piedra, me colé por el agujero, puse la piedra de nuevo en su lugar y caminé a través de los matojos. De paso, me llené la chaqueta azul de polvo.

Oí un cuchareteo entre las breñas, mientras me acercaba al condenado sitio donde la había conocido. Una voz finita canturreaba algo en bajo mientras, de lejos, llegaba a mis oídos como un rugir seco de voces humanas: el cambio de guardia o algo parecido. También oía, así como disuelto en el aire, el zumbar de las refinerías y las fábricas, pero muy a lo lejos.

Me deslicé silenciosamente. Ella estaba sentada en el mismo lugar en que la conociera, como si no se hubiera movido de allí. No vi a Gustavo, y pensé que estaría por los alrededores. Yo no sabía por qué, pero el aire olía la mar de bien, y veía insectos pequeños que volaban de un árbol a otro, con las colas de mil colores. El cielo estaba de un azul precioso y…

Y nada. Que me quedé quieto como un tonto, mirándola. Tenía puesto un vestido de no sé qué rosa, que le sentaba como un tiro en la nuca, todo lleno de volantes y cosas por todas partes. Le hubiera caído mejor un traje de noche negro, bien escotado, con falda larga y unos tirantes finitos sobre los hombros, una joya de buenos hielos en el escote y un manojo de plumas en la cabeza. Eso, con zapatos de tacón y medias de malla, el sueño de una vida, vamos. Como para que los muchachos saltaran por los aires de envidia… Claro que los muchachos… no habían tomado… vamos, que no era su hora.

Tenía un peine en la mano derecha, y el cuchareteo que oía yo era el choque del peine con una piedra. Al lado, sobre el suelo, había un montón de cacerolas de juguete y una muñeca, todo revuelto de cualquier manera, como si no lo hubiera usado desde hacía rato. Después de que pasaron unos minutos, se puso en pie y el vestido se le abrió en torno a las piernas como un embudo vuelto del revés, con lo que aún estaba peor que antes. Mientras yo pensaba que tenía las piernas bastante bonitas, a pesar de llevar zapato plano y unos repulsivos calcetines blancos que casi no le pasaban del tobillo, se puso a peinarse el pelo rubio y largo, y palabra que parecía que le echaba chispas al rozarle el peine.

Ya era hora de que dejase de hacer el mirón, conque solté una tos y salí del matorral, levantando un poco la barbilla y mirándola con cierto aire de protección.

—Hola, muñeca —dije, y encendí un cigarrillo con el chisquero, procurando darme todos los aires posibles.

—Hola —dijo ella—. No me llamo muñeca, sino Francesca.

—Ya lo sé. ¿Dónde está tu hermano?

Echó una risita con muy mala intención.

—Al colegio… Lo han mandado al colegio, interno. Por malo.

—¡Vaya! ¿Y qué había hecho?

Se pasó el peine dos o tres veces por el pelo, mirándome como si yo fuera un bicho clavado en un cartón.

—Nada —contestó—. Estaba harta de que anduviera por aquí. Le dije a mamá que me pegaba, y lo mandó interno.

Por lo que estaba viendo, la niña tenía las intenciones de un cargueño rabioso.

—¡Pero es tu hermano!

En un momento se puso bizca, torció la bonita boca con un gesto horrible, y se encogió de hombros. Esto, hecho todo a la vez, y en una chica en la que, ¡diablos!, has puesto tus ahorros y un puñado de ilusiones, es como para dejar plano al más chulo. A mí casi me dejó plano, palabra. Pero no me iba a rendir por tan poco. Di una chupada al cigarrillo y eché el humo hacia arriba, intentando hacer un anillo que no salió. Sólo salió una especie de nube deforme.

—Bueno, pues —dije, y me callé un segundito—. Oye, Francesca, ¿y qué te notas?

Tiró el peine al suelo, dio dos pasos rápidos y se acercó a mí. La observé. No, no había señal de nada. Yo esperaba que el pecho se le hubiera desarrollado un poco, o algo así, pero nada. Las piernas me parecieron bonitas, ya digo, pero igual las tenía antes así y yo no me había dado cuenta.

—Quiero fumar —dijo—. Dame uno.

—Claro. Toma. Ahora te lo enciendo.

Aquella chica no había fumado en su vida. En vez de chupar el humo, sopló y me apagó el encendedor.

—Chupa del cigarro, condenada.

—¿Cómo?

—Así. Mira. Así.

Di dos o tres chupetones bien fuertes por mor de ejemplo. Volví a darle lumbre. Chupó, se atragantó, tosió, me miró con muy mala baba y casi tiró el cigarrillo. Pero volvió a probar.

—¿Así?

—Eso está mejor. Pero no te tragues el humo, que te vas a marear.

—Yo hago lo que me da la gana.

Y chupó hasta que se le saltaron las lágrimas.

—Mi hermano me molestaba —dijo, cogiendo la conversación por donde le pareció bien, o sea, por dos o tres frases antes—. Y quería estar sola.

Aquello comenzaba a sonarme…

—¿Por qué?

—No lo sé.

Una voz de hombre gritó, entre la espesura:

—¡Señorita Francesca!

—Me voy —dije, sintiendo un frío en el estómago.

—¿Vas a volver?

—Dentro de un par de meses, o así. Espérame aquí mismo a estas horas, ¿me entiendes? ¡Aquí mismo! ¡A estas horas! Y no le digas nada a nadie.

Repitió el mismo gesto horrible de antes y tiró el cigarrillo al suelo. Se volvió hacia la casa y comenzó a andar, como si yo no estuviera.

Y yo no estaba. Había salido disparado hacia la piedra, hacia la salida, y después hacia el patio de la Universidad, el doctor Garuslap y el coche de imanes.