Os digo que el que yo viera a Judalong y me cayera bien desde el principio no ha tenido nada que ver con todo esto. Las cosas pasaron como tenían que pasar, y aunque no me hubiera conocido a mí, habrían pasado lo mismo. Que sí, que de acuerdo, gente. Me gustó desde que la vi. Y por eso me acerqué a ella… No digáis tonterías; porque alguno que ahora está abriendo mucho la bocaza y hablando de más, hubiera pagado a gusto por dormir con ella, como hice yo. ¡Ah! ¿Es que no lo sabíais? Pues así fue… y una noche entera, nada menos.
Estate quieto, porque no estoy metiéndome las manos en el bolsillo para sacar la navaja, sino un porro. No; no tengo más, pero os daré un par de chupadas. Bueno; lo contaré todo… la verdad es que esta noche no tenemos nada que hacer. Hemos cenado bien; hemos vendido la mercancía, y tenemos unos cuantos créditos para gastar mañana. Aún quedan unos dedos de coñac en la botella, y lo único que siento es tener un solo petardo, pero el puerco de Whitman no tenía más. Y le creo, porque entre el pequeño y yo le pusimos las filosas al cuello, y juró por sus muertos que ni uno más, palabra de honor, que me maten si no es verdad.
A ella la vi por primera vez cuando el autobús la dejó en la entrada de la Universidad. Andaba yo por allí aluspiando por todas partes, para ver qué saltaba, porque donde menos se piensa, sale el asunto, cuando la vi descargando las maletas en el arco de entrada. Llevaba sólo dos; una grande y la otra pequeña; las dos de piel roja, muy nuevecitas, sin estrenar… Me empecé a cantear para allá, después de guipar por las cercanías y darme cuenta de que ningún cera me estaba colocando. Las maletas eran nuevas, demonio, y de lejos sólo se guipaba una chica rubia como otras mil. Pero de cerca… ¡ah, de cerca, muchachos! Un sueño. ¡Que te calles besugo! ¡Las habrás visto tú mejores! ¿Dónde, animal?
Era una chava fenomenal. Fijaos; el pelo rubio y muy espeso, algo amontonado sobre la frente, como si llevase un gran postizo o cosa de ésas que las mujeres llevan metido debajo. Los ojos muy negros, y mirando fijamente al frente, a los edificios de la Universidad, mismamente como si tuviera miedo a lo que se le venía encima. Pero con estilo, con clase, queridos colegas. Todo su cuerpo decía: «No vas a poder tú más que yo, diablos». Tal vez no con esas palabras, porque era demasiado fina para hablar así (y tú no te rías, carasucia, o te hincho un ojo), sino que eso era lo que estaba pensando, ¿entendéis?
Al principio yo había pensado chorrarle una de las maletas (las dos era mucho pedir, ¿no, colegas?) y salir de naja con ella. El rosero no hubiera dado mucho por lápices de morro y ropa interior, y cuatro frascos de colonia, que no creo yo que ella llevase otra cosa guardada; pero más vale un crédito que un viento soplando. Después, cuando estuve cerca de ella… en fin, eso no lo sabéis vosotros, que sois unos animales… Hay veces que una persona, a primera vista, te cae bien, ¿no es así? Pues eso es lo que me sucedió con Judalong. Me cayó muy simpática desde el principio, y en seguida se me olvidó lo de las maletas… Pero os explicaré cómo era.
Ya os he dicho que tenía el pelo rubio, como hinchado sobre la frente, y que se le abría en una especie de huecos donde había un pelo de un color más rubio. No era muy alta, no; e incluso algunos hubieran dicho que estaba un poco llenita. Yo sé que eso son tonterías, lo que pasa es que tenía abundancia de hermosura. Ya te he dicho, hijo de… Mira; no quiero decirte eso. Pero te he dicho, pedazo de guarro, que como te rías te partiré el hocico. Y sabes perfectamente que no hablo en broma.
Vestía un traje de ésos de cuero con pantalones anchos, cosa que me supo mal, porque me hubiera gustado mucho verle las piernas. Luego tuve ocasión de comprobar que valían la pena: eran largas, sin ser como esos mondadientes que algunas se creen que son el colmo de lo bonito. Sí, eso mismo digo yo, las mujeres tienen que tener carne, todo lo demás son tonterías. Pero aunque yo lo diga, lo hago mucho más finamente que tú, que parece que se te salen los ojos de la cara cuando hablas de eso. Y no es porque seas mayor que yo, ni mucho menos. Soy capaz de arrastrarte por toda la ciudad; lo sabes.
Tenía las manos un poco cortas, con las uñas pintadas de verde oscuro, de ese fluorescente; las cejas negras, muy pobladas, que casi se unían en mitad de la frente. Y una boca verdaderamente bonita, roja, con el labio inferior corto y bastante grueso… Cosa rica. Ya os digo, colegas. Me gustó mucho; como os hubiera gustado a vosotros. Se la veía indefensa y, al mismo tiempo, se notaba que estaba dispuesta a luchar, a no dejarse dominar.
—Buenos días —le dije—. ¿Te llevo las maletas?
Me miró, y había algo de burla en sus ojos. Burla buena, no malintencionada. Creo que el verme y el oírme hablar le sirvió para relajarse un poco.
—No eres muy alto —contestó, sonriendo—. ¿Vas a poder con ellas?
Sabéis que me molesta que me echen en cara mi poca estatura. Alguno hay que se ha tragado un buen pedazo de churi por llamarme enano. Pero en ella no me molestó. Era una buena chica; se notaba.
—Bueno —contesté—. Si no puedo con las dos, te llevo una. La pequeña, si te parece… ¿Hacen dos créditos?
Ni a mis batos les hubiera mirado a la cara por esa porquería de dinero, pero por ir con ella valía la pena fingir que cobraba poco. Se echó a reír, cogió la maleta grande y comenzó a caminar hacia la residencia de estudiantes, mientras yo cargaba con la pequeña. La verdad es que no pesaba nada.
Bueno, amigos. Durante unos cuantos minutos anduvimos los dos, uno al lado del otro, como dos viejos colegas, sin decir ni pío. Ella caminaba con flexibilidad, como los tigres o los leopardos que salen en las películas, y movía la cintura que era un gozo verla. Nos cruzamos con algunos estudiantes, hombres o mujeres, de los cursos superiores, y un par de ellos silbaron al verla, pero sin decirle nada. Verdaderamente, yo no lo hubiera consentido, a pesar de que todos ellos me pasaban un palmo, dos palmos, o más… Sabían quién soy, y no querían líos conmigo.
—¿Cómo te llamas? —pregunté.
—Judalong —contestó. Tenía la voz bonita, muy profunda, y algo ronca. A veces podía pensarse que casi era como la de los que beben o fuman demasiado. Pero en ella estaba bien—. ¿Y tú? —dijo, mirándome a los ojos.
Se lo expliqué, pero no le dije lo que hacía por allí. Luego seguimos andando por el campus hacia la residencia, pisando la hierba, y cortando por las plazoletas y por los macizos de flores. Pasó algún cátedro, vestido con esas largas batas negras y el sombrero cuadrado en la cabeza; me echó una mirada de disgusto, pero tampoco se atrevió a decirme nada. Claro que si me hubieran dicho algo, en vez de contestar como esos vejestorios se merecen, me hubiera ido, aunque solamente fuera por no perjudicar a Judalong.
Estábamos llegando a la residencia, cuando vi que se acercaba uno de los ceras, muy orondo con su uniforme de color verde, y su pistola al cinto, mirando muy chulo bajo la gorra de plato. A éste yo no lo mordía, pero eso no me preocupó ahora; iba acompañando a Judalong y le llevaba la maleta; de manera que no era fácil que el cera se metiese conmigo. Pues, nada, queridos hermanos, me colé de medio a medio. Ya digo que no le había visto nunca; era nuevo, y tampoco podía haberme guipado, ni saber quién era yo. De manera que el muy tieso se sintió superior y quiso limpiar el patio de la Universidad.
—Lárgate de aquí —me dijo, parándose delante de nosotros—. Ya sabes que no pueden entrar los piojosos como tú.
Pensé que Judalong podía querer contestar, y por si eso le endiñaba algún perjuicio, solté la maleta, tiré de la churi y la abrí. El cera abrió unos ojos como platos cuando se encontró con más de un palmo de filosa, bien brillante y aguzada, a dos dedos de la barriga.
—No sé por qué te has enamorado de mí, tío mal parido —le dije—, pero si quieres ir por la brava, iremos por la brava… de manera que, a ver.
Venía otro cera, más viejo, ése que le llamamos «el Capón» corriendo por entre las palmeras y los monumentos ésos de metal brillante. Sólo me dio tiempo de ver que la pobre Judalong se había quedado de una pieza, como helada, cosa natural… porque yo había sido tan cortés y fino con ella, que no podía suponer que me tomase las cosas así con un maldito cera sólo porque me gruñía un poco.
El cera viejo, «el Capón», estaba hablándole al otro, y debía estar diciéndole que no se confundiese, y que no creyera que por verme tan pequeño iba a quedarse conmigo. Yo creo que «el Capón» se acordaba de cuando pelamos entre tres o cuatro al doble por haber cerrado las verjas de los cobertizos. Tú no sabes esa historia, Terror de los Mares, pero es buena, y otro día te la contaré. De manera que el cera viejo acabó llevándose al otro, y aún le oí resollarle en voz baja:
—Más te vale no meterte con éstos. Lo que tú quieras… los denuncias, los coges, y los meten una quincena dentro. Pero mientras ése que tienes ahí esté dentro, sus amigos te desuellan vivo, y no lo cuentas. Y como él está a la sombra, no hay pruebas, ¿entiendes?
La pobrecita Judalong, muy pálida, estaba mirándome con una expresión que demostraba que no le gustaba haber metido sus ahorros en este negocio. La infeliz no sabía aún lo que era la Universidad, y la buena suerte que había tenido cayéndole bien, así de pronto, a uno como yo. Estas chavas son unas tontitas, aunque estudien mucho y sepan la caraba de cosas… Bueno; resultó que el que no sabía un par de cosas de la buena de Judalong era yo… pero eso viene luego.
De manera, queridos colegas, que el cera nuevo y el viejo se largaron los dos, arrastrando los gemelos por el barro, y yo me quedé solo con la ja.
—¿Es verdad eso que han dicho? —preguntó, mirándome muy fijo.
Mirad, estábamos en una rotonda a poca distancia de la residencia donde iba a vivir ella. Había bastantes árboles, arena en el suelo, un banco de ésos de piedra y una estatua de hierro, de níquel, o de cualquiera sabe qué, que representaba algo como un colmillo de elefante apuntando para arriba. ¿Una nave espacial? ¡No sabes tú nada, Mano Roja! Pues yo hubiera dicho que, por el tamaño, parecía un colmillo de elefante o algo así… sólo que en fin… tu estudiaste un año en colegio de pago, y yo no. Pásame un par de dedos de ese coñac y, si os apetece más, esperábamos las burdas del almacén que fichamos el sábado y nos traemos una buena provisión. En fin, compañeros, que yo dudaba y dudaba… y me senté en el banco, balanceando las piernas adelante y atrás, y pasé el dedo por el filo de la churi, y ella puso tan mala cara que la guardé. Y como no quería asustarla más, pues le contesté:
—Todo eso es mentira, Judalong. Ese tío era un mentiroso y un cerdo. Te juro que en mi vida he hecho un mal chirlo a nadie…
¡Lo que son las mujeres, chicos! Yo me creo ahora que si le digo que sí, que me he cargado a un par y que puedo apuntarme en el libro unas cuantas cosas más, la tía no se lo traga y piensa que estoy presumiendo. Pero como le dije que no y puse una carita así como de muy bueno, tal como la pone el rasibel de la Universidad cuando predica los domingos y les dice a todos lo cerdos que son y que no deben perseguir a las chicas ni beber como astronautas, y que arriba les espera un premio si en esta vida se aburren como mulas… Bueno, pues como puse esa cara, pensó lo contrario y se asustó más aún… o no se asustó, por lo menos por fuera. Majos, le veía los pensamientos pasarle por la cabeza, como los peces en una pecera; así de claros. Primero pensó que lo mejor era largarse; pero eso se le fue pronto, parte por miedo y parte porque todas las mujeres quieren volverte bueno. ¿Qué tendré yo en los ojos, amigos? De manera que se sentó en el banco de piedra a mi lado y me dijo que si necesitaba dinero que no era preciso que hiciera nada malo, ni tampoco llevar maletas por dos créditos, y que ella había recibido una herencia, y me ayudaría a transformarme en un hombre de bien. Palabra de hampón que si no hubiera sido ella, le marco la filisa de un navajazo y tiene recuerdo para toda la vida. Pero Judalong me había caído bien, vaya, y todos sabéis cómo soy. Le abro la barriga al primero, pero si alguien me cae bien, ya puede hacerme lo que sea, que hasta le aguanto el sermón y el curripén de palabras que me echó para tratar de convertirme al pasmo y al aburrimiento.
—Bueno, calla ya —dije—. No necesito dinero… Mira.
Llevaba un puñado de borregas en el bolsillo, de las que quedaron cuando reventamos la maría en la tienda de trajes espaciales. Ver ella el brillo del oro y quedarse más turulata que antes, todo fue uno.
—Entonces… ¿por qué… por qué? Si no te hacían falta los dos créditos…
—Me caes bien —contesté, y no supe decir nada más.
Igual me puse colorado y todo; idiota que es uno cuando le entra una mujer por los diquindois. Y ellas se dan cuenta, vaya si se dan cuenta. Pero Judalong era bastante lista, de manera que no insistió en toda la matraca de la vida social y la sociedad y la honradez y esas cosas, sino que me dijo sencillamente que iba a vivir en la residencia vieja, de lo cual me alegré, porque me conozco todos los conductos de aire acondicionado y todos los pasadizos, y podría ir a verla o espiarla, por la noche o incluso de día. También me dijo en qué facultad iba a estudiar, y era ese edificio que le llamamos «el cementerio» porque tiene doble techo y hay ratas muertas en cantidubi, y además hemos escondido allí la bolsita de luces que le sacamos al viajante… y allí estará todavía. Y eso me alegró, porque algunas veces me he metido por el doble techo para esconderme, no de los ceras, que ésos no me dan ningún miedo, sino de la bofia de verdad, que ya sabéis que no anda con bromas y no respeta nada. A tu hermano, Mano Roja, lo cosieron a balazos cuando asaltamos aquel stadium, ¿no? ¡Pues eso! Y podía seguirla en las clases.
Que sí, chicos, que estaba completamente embolicado con Judalong… no os diré lo contrario. Pues me dijo eso, y que fuera a buscarla si la necesitaba. Y yo, que me conozco como van las cosas en esta puerca Universidad y en ésta no menos puerca ciudad, pensé: «Sí, sí, guapa. Más me vas a necesitar tú a mí». Y eso que aún no lo sabía todo sobre ella.
—Vamos, adelante —le dije—. Te dejo las maletas en la puerta.
Me contestó que no. Aunque no quería, por verme desastrado y sucio, se las llevé, prometiéndome por dentro que cuando saliera con ella me preocuparía más de ir un poco limpio, dentro de lo posible. Así que me marché, sin atreverme a pedirle ni un cochino beso y sin hacer caso de la bruja con bigotes que había en la puerta, que la separó de mi lado como si estuviera salvándola de un gorila… Me volví para acá, dándome un garbeo, y de paso puse un par de pericos en dos tiendas cerradas que me encontré: ya sabéis cuáles, porque las dejamos limpias las dos. Dame un cigarro, Corazón Sangriento, y dejadme respirar un poco. Lástima que no tengamos otro porro para darle la vuelta.
Sabía perfectamente que era preciso hacerle una visita al profesor Taberner; pero todavía faltaban un par de semanas para la hora de tomar la píldora.
Sí, no te preocupes, Terror de los Mares. Las tengo aquí. Hay para todos y aún sobrarán un par. Ha dicho que las tomemos a las doce en punto; que para el año que viene cree que tendrá algo nuevo. De manera que sigamos hablando, mientras llega la hora.
Paseé por la zona del astropuerto, mirando todo lo que hay por allí, porque como sabéis, colegas, siempre es bueno el saber cosas y el verlo todo. Cada vez hay más teatros, bares y casas de buen vivir (nunca he entendido por qué las llaman los predicadores de mal vivir, si la gente dice que lo pasa tan bien en ellas…). No os riáis, machos, que era sólo un chiste malo. Conté cerca de cien bares, a cual más lujoso, más lleno de luces, de tías con poca ropa y con unas cuantas lentejuelas aquí y allá, y con docenas de pilotos y estudiantes borrachos perdidos… Como de costumbre, a mí no me hacía caso nadie. ¡Soy tan poca cosa! En uno de los callejones se me acercó un vejete repintado y con una pinta de pajubique de la peor clase, buscando un embarque barato, que no me explico cómo no se fundían las bombillas sólo de alumbrarlo. El tío llevaba un sombrero de copa gacho, de color negro, pestañas de a metro, calcos con tacones de un palmo, y unas ganas de parchear a un muchacho joven que se le pintaban en la cara.
—¿Solito? —me dice.
—¿A ti qué te importa? —le contesto.
Imaginaos eso; iba yo aún enchochado con mi Judalong y me sale un tío tabla como éste queriendo llevárseme a la era. Demencial, amigos. Me eché un poco para atrás, poniendo la mano en la filosa por si las cosas terciaban mal, aunque con estos estetas sabéis que no hay más que dar un buen berrido y salen corriendo como chusquel al que le atizas con una estaca. Pero el tío debía de tener muchas ganas, porque quiso echarme la mano por encima. Empecé a sacar la churi y me eché para atrás otra vez. ¿Para qué armar lío si no hace falta? Y va el julay y saca una saña más negra que vuestras almas, y empieza a tirar papiros de los gordos, de quinientos y de mil créditos.
—¿No quieres unos billetes, mi alma? —me dice el condenado.
Palabra, amigos, que no me pude aguantar. Le di con la cabeza en los mismos gemelos, y era cosa de verse el tío doblado en dos, revolcándose por el suelo, y gritando como chollo al que degüellan. Verdad es que tengo la cabeza dura y que cogí carrerilla, y además le pegué con toda mi fuerza. Ya el tío en el suelo, me incliné educadamente (como sabéis, soy un tipo fino para ciertas cosas), agarré la cartera y los papiros, pues hubiera estado muy mal dejarla allí, y por si al tío tabla le parecía poco la lección, le desminché los pantalones con la filosa para que no pudiera seguirme.
—Si te me acercas a menos de diez metros, maricón —le dije—, chillaré que has querido violarme, y como te vea un hombre del espacio, ya puedes figurarte… con lo que les gustan los que son como tú.
Ni lo vi más, al muy imbécil. Bueno; para entonces, el escándalo en el barrio del astropuerto era algo fenomenal. Los gritos debían de oírse en la misma ciudad, y está a una legua. Había pilotos y navegantes como cubas por todas las esquinas y, al parecer, habían aterrizado dos naves de línea, porque un montón de militares, aviadores, y todo lo imaginable, andaba por allí, no sabiendo en qué gastarse los cuartos. En el fondo, son buenos chicos, incapaces de hacerle daño a casi nadie. De las tascas y tabernas, y de las casas de buen vivir, salía un barullo y un follón como si estuvieran matando a medio mundo. De ceras y bofias, ni uno. Si aparecen por allí, los matan en menos que canta un ragnastor. Como de costumbre, había chicas a docenas. Alguna me daba un capirote cariñoso en la cabeza (tampoco son malas del todo) pero ninguna se metía conmigo. Ellas iban a lo suyo; a sacarles los créditos a los estudiantes o a los militares, o a enseñar pellejo en los escenarios…
Me fui a comer, y no hacía más que darle vueltas al asunto en la cabeza. ¿Cómo proteger a mi pobrecita Judalong? Estaba seguro de que como a las otras o como a los pobres novatos, la iban a laminar… y me daban unas ganas horribles de llorar cuando pensaba en eso, o si no de llorar, por lo menos de moler a alguien a coces. Fui al restaurante DERBYS, donde ya sabéis que me reservan mesa. El camarero, ese tío de color tabaco con los ojos torcidos, y que se llama Amalong Busilong o algo parecido, me hizo una reverencia… Claro, para eso le pago buenos créditos. Pero pensad en la escena, muchachos. Estaban las mesas llenas de militares y pilotos, algunos de ellos con tantos galones como mataduras un burro, y también había hasta un general, con estrellas como huevos fritos de grandes… y además, cola en la puerta. Y entro yo, con un calcetín de cada color, los pelos llenos de polvo, y el traje lleno de sietes, y me siento donde pone «Reservado». ¡El golpe, colegas!
Me puse hasta las narices de patatas fritas, y helado de vainilla y chocolate, y salchichas con mostaza, y huevos duros, que me gustan a rabiar. Los demás comían en plan fino: entremeses y filetes de carne con patatitas chicas, guisantes y zanahorias y esas tontadas, y también pescado con salsitas de colores, y algún anormal hasta comía sopa. Y un postre. Sólo un postre, los muy tontos. Yo me comí tres bocadillos de salchicha y siete postres, todo ello mojado con dos cervezas, que es lo que mejor va con la comida. Eructé a gusto, y pedí la cuenta.
—Sesenta y ocho créditos, honorable señor —dijo el Amalong Busilong, o como se llame el tío.
Me llama así, ¿sabéis?, porque se lo he dicho yo. La verdad es que se portó a modo, sirviéndome antes que a nadie, y poniéndome lo mejor. Hubo vez en que tenía tres camareros enchufándome cosas en la mesa, y los demás con un palmo de narices. Así que le eché sobre el mantel un papiro de mil créditos, y le dije, con displi… con… bueno, como si no tuviera importancia la cosa:
—Quédate el cambio.
A pesar de que al Amalong Busilong lo tengo mal acostumbrado, esta vez se quedó traspuesto propiamente, ¡animalico! En su vida había visto cosa igual. Salí de allí y una vieja llena de cristales y de luces de las buenas decía algo como que por qué no me paraban y de llamar a la pasma. Bueno; a la policía, decía ella. De manera que lo último que vi fue al Amalong Busilong tratando de convencerla de que estaba equivocada, que yo no era ningún maleante, sino que era un caso muy particular… Me reía de tal manera, que casi me muero.
Pero como no podía olvidar a Judalong, me tiré para la residencia, y entré en recepción. No estaba la bruja con bigotes, sino un par de ceras que me conocían bien. Les pregunté por el número de la chica, y les conté un cuento chino; o sea que un tipo quería telefonearle porque estaba enamorado de ella, y le daba vergüenza preguntarlo, y me había dado dos créditos y me hacían mucha falta porque llevaba tres días sin comer, y eché unos lagrimones. Uno de ellos no me creía, pero el otro, que era más joven y por tanto más tonto, me dijo el número de la habitación. De manera que solté una carcajada, me hice un par de cosas feas en su madre, y salí corriendo antes de que me alcanzara. La verdad es que tuve que correr bastante porque el gachó tenía buenas piernas, y menos mal que no me alcanzó. Menos mal para él, como podéis comprender, amados hermanos, porque si me alcanza, no lo cuenta.
Di la vuelta al edificio y llegué a la parte trasera, allí donde tuvieron el mal gusto de construir una colmena. Había dos tíos haciendo el uso propio de las colmenas, o sea meando, y una pareja en un rincón, haciendo otras cosas menos propias; y a juzgar por los gritos de la chica, estaba a disgusto con el mozo. Supongo que él sería socio de la Liga de Perversidad, porque hacen falta ganas y mal gusto para ir a hacer esas cosas a un urinario público. Levanté la piedra gorda que los albañiles dejaron mal puesta, me metí por las gateras que todos conocemos y llegué al conducto maestro del aire acondicionado que, a pesar de ser verano, no funcionaba, porque la Universidad anda siempre sin un crédito. Se les va todo en pagar muy bien a los catedráticos, muy mal a los ayudantes, y repulsivamente mal a los administrativos y a los ceras. De allí, pasando de un lado a otro, después de apartar ratas muertas, basura y polvo, y después de armarme un lío espantoso, conseguí encontrar la habitación de Judalong. A pesar de ser tarde, aún tenía la luz encendida; de manera que me arrastré hasta la rejilla de ventilación y pegué las narices a los hierros. Parece que ella estaba discutiendo con otra chica, porque una voz que no era la suya decía en ese momento:
—Como comprenderás, no puedo quedarme contigo. Adiós.
Y la puerta se cerró. A la otra ni siquiera llegué a verla, ni oí nada más. De forma que no pude enterarme de qué diablos había ocurrido allí. ¡Ah, se me olvidaba! De paso comprobé que la bolsita de luces que le servimos al viajante continuaba en su sitio, y que las dos fuscas de aquel jerré, con sus municiones, bien engrasadas y en perfecto estado, estaban también seguras y conformes.
Allí estaba yo, pegado a la rejilla, esperando a ver qué pasaba. Pero no tenía que pasar nada, porque yo sólo iba a ver otra vez a mi Judalong y a marcharme de nuevo a dormir en cualquier sitio. Chicos, ella estaba sentada al pie de una de las camas gemelas del cuarto, con la maleta abierta y todas esas ropas que las mujeres llevan, de colores negro, rosa, azul y otros, desperdigadas por encima de la colcha. Tenía la ventana abierta y entraba un calor tremendo por ella. Me pareció que tenía una lágrima en cada ojo, pero no pude verlo bien porque tenía la cabeza inclinada sobre el pecho como si pensase o estuviera preocupada por algo. Se había quitado el traje de cuero y estaba vestida sólo con un sujetador y unas bragas de color amarillo, así que pude ver que tenía una piel muy bonita, color de trigo, suave como la seda y con una pelusa así como los melocotones maduros. Palabra que entraban escalofríos de verla tan endemoniadamente hermosa… ¡Qué cuerpo, chicos! Suave, lleno de curvas, ondulante… No; no es que me ponga romántico, sino que sé apreciar las cosas. Con gusto hubiera echado la rejilla abajo y me hubiera lanzado allí dentro, pero ¡vaya!, hay casos en que se puede hacer eso, y entrar dando alaridos, con la porra levantada y con las peores intenciones, y hay otros en que te ves delante una chava tan barbi como la Judalong, y te parece que te deshaces todo tú, y que no eres más que un trozo de jalea, y que si te llamase con voz dulce y te dijera que fueses a su lado, ni un vagón de rengue lleno de bofias sería capaz de detenerte. Me estaba saliendo a la boca la repetición de las salchichas con mostaza, y me temo que siete helados fueran demasiado. Pero lo cierto es que me dolía la barriga un poco, y maldije al guarro del Amalong Busilong por haberme servido todas aquellas porquerías, que seguro que estaban estropeadas, maldita sea su madre…
Me entraron unos sudores fríos por la frente, y pasé dos o tres minutos horrorosamente malos; pero no vomité. Cuando me encontré mejor, volví a mirar por la reja, y Judalong estaba metiéndose en la cama. Tenía las piernas más hermosas, rotundas y dignas de ser admiradas que he visto nunca… ¿Vosotros visteis alguna vez en el astropuerto esas largas naves de línea que son todo superficies de acero, encajadas unas con otras, y líneas curvas trazadas tan suavemente que apenas puedes distinguir dónde empiezan y dónde terminan? ¿No os dejan dentro una sensación como de vacío…? ¿Como si quisierais tener para vosotros algo tan maravilloso? Bueno, pues así era el cuerpo entero de mi Judalong. Tenía unas piernas como columnas, un cuerpo firme, como cubierto de terciopelo beige. Las pestañas más negras que viera…
Bueno, ya cambio de disco. Tú y tú habréis estudiado, pero tenéis la misma sensibilidad que un borracho castrado, retrasado mental y recién muerto. No, no exagero. Si queréis, retiro lo de borracho, pero de lo demás nada.
Permanecí un buen rato mirándola metida en la cama, tapada casi hasta el cuello con una sábana. Por dos veces comencé a arrastrarme hacia atrás, pero no pude. Sentí la necesidad de volver y verla otra vez. Estaba como los drogados con hierba de Titán, que tienen que tomar y tomar, sin cesar nunca. En una de esas idas y venidas, me quedé dormido como un ceporro entre el polvo y las ratas.
Debieron ser los helados de Amalong Busilong (estaban envenenados, sin duda) porque tuve pesadillas a modo, una detrás de otra; y cuando me desperté era de día, el sol entraba a patadas por las ventanas y en el departamento de Judalong sonaba una voz de mujer, que más parecía de una chiribita de casa de buen vivir, por lo ronca y vinosa que sonaba.
—Estás cometiendo un grave error —decía la voz—. Todas las muchachas se asocian a la Liga para la Defensa de la Honestidad, y bastantes muchachos también. Si no lo haces, puedo decirte que las consecuencias serán fatales.
—Obligatorio no es ¿verdad? —contestó Judalong.
Me arrastré hasta la reja. Judalong, con una cacharra de seda rosa que era peor que si estuviese desnuda, estaba sentada en el borde de la cama, balanceando una de aquellas piernas de ensueño con una zapatilla con muchos perifollos blancos en el pie. En una silla, al otro lado de la habitación, había una bruja vieja y gorda, vestida de gris, de cuyo volumen se podrían sacar una docena y media de Judalongs. Esta bruja no era como la de la entrada; iba bien afeitada y llevaba hasta los labios un poco pintados. Pero tenía unos ojos de mastín que daban miedo, y unas manos cuadradas, como jamones pequeños.
—No es obligatorio, monada —dijo la bruja, con voz de serpiente. Casi silbaba como ellas—. Pero nadie te defenderá si tienes problemas con la Liga de la Perversidad, ni te representará en las asambleas generales de alumnos, ni presionará delicadamente a los cátedros para que te aprueben en una asignatura comprometida…
—¡Mil créditos al mes es una barbaridad!
—Los vale, cariñito, los vale —respondió la bruja pintada poniéndose en pie. Medía medio metro más que Judalong, y excuso decir cuánto más que yo. Si me coge una de ésas desprevenido es capaz de partirme en dos con un solo dedo. A mí, tovarichs, todo aquello me daba de lado, porque me limitaba a beberme con los ojos la expresión de mi chica, porque, ¡vaya si estaba guapa con la cara de enfado que tenía ahora!
—No pagaré eso —dijo Judalong.
—Tú sabrás lo que haces —contestó la bruja, moviéndose muy despacio hacia la puerta. Y de pronto, antes de que me diera cuenta, le soltó una bofetada de cuello vuelto a la pobre Judalong, que la tiró encima de la cama. No me dio tiempo a nada; cuando quise hacer algo, arrancar la reja del aire acondicionado, echar mano de la filosa, lo que fuera, la bruja malnacida aquella ya se había marchado.
Judalong estaba sollozando encima de la cama, tapándose la cara con las manos. La guantada de la mujerona le había dejado los dedos marcados en la mejilla, y me costó mucho trabajo dominarme y no bajar a consolarla. Comprendí que si lo hacía, se cambiaría de habitación o de residencia, y no podría espiarla más. Así que me mordí los puños, agarré dos o tres veces la churi y me juré a mí mismo que la bruja aquella no llegaría viva al anochecer. Le eché un beso suavecito a Judalong (más fuerte y más cerca habría querido yo que fuera) y me arrastré por los conductos hasta el exterior, no sin antes haber agarrado, por si acaso, una de las fuscas y dos cargadores de munición.
Podéis creerme. Estaba como loco. A mí no me interesaba todo aquel chismorreo de la Liga de la Honestidad, las asignaturas, los cátedros y todo el follón. Yo sólo quería a Judalong, y aquella bruja hija de un cerdo le había pagado. Tu hermano me ayudó en esto, Mano Roja, y te puedo asegurar que se portó como un tío bragado (siempre lo fue) y de no ser por él, quizá no consigo apiolar a la bruja.
Lo cuento, si queréis, aunque me parece que ya hemos hablado de ello. ¿No? Pues puede ser, compañeros, porque andaba yo por esas épocas tan encandilado con mi Judalong, que igual ni me acordé de contároslo. Bien, allá va. Dejadme primero que encienda otro truja, y como se acabó el coñac, no bebemos más. No, de ninguna manera; sólo falta una hora para las doce, y dijo el profesor Taberner que cuanto menos alcohol bebiéramos, mejor. Comer sí, eso todo lo que queramos. Venga, Terror de los Mares, saca de ahí pizza de anchoas, y yemas Filidor, y un buen pollo asado al estilo de Kentucky (Tierra)… Fried chicken, que dicen los mandrias de los militares de las naves de línea.
Lo primero fue localizar a la bruja. No me costó mucho. Tenía yo los bolsillos llenos de créditos, y con eso siempre hay buenas almas deseosas de colaborar. Cornelio de Rosero, Sheldon y Martin… ¿Sheldon? El que tiene la tienda de tiro al blanco, y vende hierba de Titán; también suministra mestizas de Mendel a quien pueda pagárselas… Ellos, decía, fueron los que me suministraron la información. La bruja se llamaba Amarilis, ¡vaya birria de nombre!, y era la secretaria de la Liga para la Defensa de la Honestidad. Bueno, yo no sabía qué era eso, pero resultó que era una especie de organización que le sacaba el dinero a los estudiantes, de cualquier sexo o edad que fueran, y les protegía frente a la Liga de la Perversidad. ¿La Liga de la Perversidad? Oídme, chavos, de carcajada. La Liga de la Perversidad es una organización que les saca los créditos a los estudiantes y los protege contra la Liga para la Defensa de la Honestidad. Demencial, ¿no? De aquelarre, ¿no? Por otra parte, las dos ligas le atizaban a un cátedro si no quería aprobar a un estudiante determinado en una asignatura… ahora me explico por qué hay tantos ceras en la Universidad… representaban a sus asociados o afiliados, o como se diga, en las asambleas de la Universidad, cobraban una bestiada al mes… ¡mil créditos querían sacarle a mi pobre Judalong, con lo que cuesta ganar el dinero!… y además controlaban el asunto de la pernada, vamos, la cama y aledaños, propiamente hablando, de manera que ningún grupo de la otra liga pudiera violar a sus propios afiliados… Lo curioso es que ninguno de los directivos de las dos ligas eran estudiantes, y que las autoridades, como de costumbre, no tenían ni zorra idea de que esas cosas existieran… Pero al que no se apunta a alguna, lo brean entre las dos…
A mí me daba igual, pero ahora veía que Judalong, muy digna, muy en su sitio, muy señora, había cometido una estupidez mayúscula. ¡Siempre pasa lo peor por fardar de digno, porras! Aún le quedaba tiempo de apuntarse a la otra liga, si es que llegaba yo a poder decírselo. Del dinero, mozos, no había que preocuparse, porque este menda estaba dispuesto a soltar todo el caliche que fuera preciso, aocana y siempre, con tal de que Judalong no sufriera daño alguno.
Tu hermano, ¿te acuerdas que le llamábamos Dedos de Hierro?, me acompañó, no sólo de consorte, porque hacía falta uno que pudiera dar el ja, sino para ayudarme en la faena, si era preciso. Le hice jurar que no comentaría nada con ninguno, y veo que lo cumplió. Él me dijo que de acuerdo; que comprendía bien el asunto de las faldas y la Judalong, y que tenía el coto bien afilado y dispuesto a ayudarme, pero que el mausín debía repartirse entre todos los colegas. A esto le dije que natural, y así lo hicimos, según recordaréis.
Vivía la Amarilis en un stadium en las afueras de la ciudad y, según me dijeron, la tía era una cachonda, mental y de las otras, porque se pagaba buenos potros que fueran allá a darle un poco de compañía. Esa noche, por suerte, la cogimos cuando el macarra de turno salía; pero igual hubiera dado, porque se la tenía jurada, y de no ser esa noche, hubiera sido a la siguiente. Dedos de Hierro se quedó fuera, con el coto en la mano, y bien prevenido, por si aparecía la bofia o la patrulla de ceras de vigilancia, porque las sirias en descampado tienen más peligro y más pena. Pero no hubo caso, el asunto no se abroncó, y fluyó como límpido aceite, rediez. Yo me había vestido de nuevo, con camisita blanca, corbata, traje azul marino, y hasta me había lavado la filisa y las manos, y me había atusado bien los pelos con brillantina. En la peluquería casi les da un soponcio. Llevaba una cartera en la mano con un fajo-papeles y la fusca, cargada y montada, metida entre ellos.
Llamé a la puerta. Pasó un buen rato antes de que abriera, y cuando lo hizo, vi que la tía tomaba precauciones, porque una cadena gorda como brazo de boxeador trababa la hoja de madera a la pared.
Me pareció que Amarilis estaba algo trompa, o quizá le durasen todavía las ondas amorosas del encuentro con el chorizo que acababa de marcharse.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—Buenas tardes, hermosa señora —dije, o algo así—. Me envía la señorita Judalong para pagarle a usted la cuota de ingreso en la Liga. Traigo la cuota de tres años. Por favor, cójala, o ella se morirá de miedo, puñeta.
Esto último no quedaba tan fino como el principio, y por un momento me dio miedo de que la socia entrase en dudas. Pero ¡cuántas veces han dicho que tengo cara de bueno! Ha habido mucha gente que lo ha lamentado, y a esa bruja no le costó ni veinte segundos lamentarlo también…
No hizo más que abrir, y apartarse un poco a un lado, cuando ya había sacado yo la churi, apretado la tecla, y casi antes de que la hoja, ¡clac!, saltase y se extendiese hacia adelante, se la había metido en toda la barriga. Anda, que no gritó ni nada, la muy animal. Dedos de Hierro, desde la calle, decía:
—Hazla callar, tú, hazla callar, o nos oyen en el satélite artificial.
De manera que me senté encima de ella, poniéndome el traje perdido de sangre, le di un chinazo en la nagri para que prestase atención, y le dije:
—¡So cerda! Todo esto de parte de mi novia… ¿no sabes quién es?
Casi no podía hablar, porque estaba muriéndose, pero dio un alarido espantoso, con los ojos como dos trozos de cristal barato, llenos de agua, y con mucho blanco al descubierto e hizo que no con la cabeza.
—Pues la chica a quien le diste en la cara esta mañana; de manera que ahí tienes, de postre…
Le endiñé con la churi en el rosco, y se quedó quieta después de dar un par de pataleos. Aún guardaba en la cara la expresión de sorpresa que había puesto cuando oyó quién era mi novia… Poco queda ya, machos. Encontré una maría y no hubo forma de abrirla; era de las grandes, de seguridad, con las puertas de una aleación de hierro y níquel, y con cuatro ruedas de combinación. Probablemente estaba conectada con el cuartelillo, así que ni la toqué. En el garaje había un rodante de último modelo, crema y oro, con los asientos de terciopelo púrpura, y seis ruedas blancas y negras… Una pintura, palabra. Lo hubiera cogido con mucho gusto, pero podéis comprender por qué no lo hice. De todas maneras, encontré buenos fajos de papiros, y unas cuantas bolsas de borregas en el escritorio de la bruja; así que Dedos de Hierro y yo enganchamos con todo aquello, amén de las joyas de la fiambre. Si no me falla la memoria, había brillantes en cantidás, rubises, o como se diga, y unas cuantas cadenas y pulseras de oro… Le hubiera guardado a Judalong un broche que había, con un yelo en medio de unos siete kilates mal contados, y guarnición de esmeraldas. Pero el que estuviera enamorado hasta los tuétanos no me había transformado en un imbécil; todo fue a parar a Felipe el Poleo que nos dio una miseria, como todos los peristas hacen; pero eso es lo suyo, como lo nuestro es seguir viviendo cada día. Antes de que Dedos de Hierro y yo nos diésemos la aszurí, decidí dejar un par de pistas falsas para cuando viniese la carga a investigar el caso, porque si no, ¡animalicos!, no iban a tener con qué divertirse. Así que desgarré el ropaje de la bruja, como si hubieran querido violarla… Si como suponía, el análisis demostraba que había estado con un jevo poco antes, la cosa estaba muy clara. Además, le unté un dedazo en sangre y pinté en el suelo unas letras. Así: «AGI…». Las hice bien torcidas y temblonas como letras de moribunda que eran. Y nos fuimos, chicos. ¿A que ahora recordáis el caso? ¡Pues no hizo ruido ni nada en los papeles! Lo del AGI fue genial. Se volvieron locos tratando de enterarse de quién podía haber sido; creo que consultaron hasta a la computadora central de la Tierra… Y no sacaron nada. Conclusión: la pobre fue violada por un desconocido, que después la mató y le robó. ¡Anda ya! ¡Arreglaos van! Sabéis que hicimos el reparto de los dineros, sin más explicaciones, y que a cada uno os tocó vuestra astilla. Y ahí acabó la cosa para nosotros. Mala suerte que después Dedos de Hierro quisiera repetir la faena en otro stadium, y lo ametrallaran. Cosas que pasan.
Dormí bien, con ganas de ver a Judalong de nuevo. Lo hice en casa del mismo Felipe el Poleo, que me dejó una habitación en el piso de arriba. Y al otro día, después de tirar el traje lleno de sangre y ponerme otro en condiciones, es decir, bien sucio y desastrado, me canteé para la Universidad para asistir a la clase de Judalong, y ver de avisarle que se apuntase a alguna Liga, que si no las cosas iban a ponerse muy negras. De paso, me acerqué al Banco y allí ingresé todo el caliche que me sobraba en la libreta de ahorros, y hacía ya una buena suma, porque entre la astilla de la Amarilis y lo que le había servido al tío tabla del callejón, la libreta dio un buen estirón. El empleado del Banco me miró con la misma cara de siempre, como preguntándose de dónde sacaba yo los cuartos; así que le hice una mueca y le informé seriamente de que me veía obligado a ahorrar para mi vejez. Se puso muy colorado y no dijo nada, el muy julay, cacho notario que parecía.
El cera ése que le llamamos «el Espermatozoide», de tan largo y delgaducho, me dijo la clase donde estaba ahora Judalong a punto de entrar, y resultó ser ésa que está en la parte baja, junto al arranque de la colina, de manera que puedes acercarte a una de las ventanas, tumbarte tan ricamente, y mirar lo que pasa dentro. Me había llevado un cartucho de almendras para entretener el diente mientras miraba a mi Judalong desde allí, así que me senté y agucé la vista. Resultó que la clase había empezado ya, y alguien explicaba no sé qué en voz alta. El cátedro estaba sentado sin hablar junto a su mesa, con un par de ceras armados con metralletas al lado de la pizarra, y en el momento en que yo comenzaba a buscar a mi chica, vi que estaba en una de las primeras filas, y que se ponía como enfadada, y movía mucho la bonita melena rubia al hablar.
—Quizá sea mejor —decía, y su voz se oía en toda la clase, mientras un centenar casi de estudiantes y estudiantas atontados y con cara de burros la escuchaban— que aclare las cosas desde ahora mismo. Es verdad; he sido prostituta en una ciudad lejana, y dejé de serlo porque recibí una herencia. Gracias a esa herencia, he decidido estudiar, en vez de seguir como hasta ahora. Seguramente a más de uno le parecerá mal; que hagan lo que quieran, nadie puede impedirme estudiar si deseo hacerlo. Desde luego, cuento esto para evitar que todos anden con rumores a mis espaldas, diciendo esto y lo otro. Soy la primera en reconocerlo; no lo he negado, ni lo negaré. Es todo.
Nadie dijo nada, de manera que el cátedro comenzó a explicar algo tan sumamente rollo que no presté la más mínima atención. Sólo en cierto momento se refirió a lo que dijo que era una aplicación práctica, y que resultó que era el desviador de masa, tal como lo utilizó el general Sanrutt en la batalla de Cerro Perdido. Eso sí que me interesó, pero el muy aburrido no habló más de ello, y se perdió en un sinfín de números y letras capaces de reventarle la cabeza a un verde. Como es lógico, yo me limitaba a seguir con los ojos a Judalong, aunque la veía muy mal, de refilón, y medio oculta por dos o tres estudiantes de esos grandes y con la piel como si los hubieran despellejado. Así pasaron unas cuantas horas, hasta que la vi salir para comer; de manera que eché a correr, y me planté en la puerta del edificio. A poco, salió ella, ágil como un muelle, vestida con una falda corta y un jersey con una letra gorda en el pecho. No, no me acuerdo qué letra era. Yo miraba el jersey, ¿entiendes?, no el alfabeto.
Me dio así como un escalofrío por la espalda y la sangre se me subió a la cara. Venía con ella un mocetón de mala jeró, creo que le llaman Mahari o algo así, y entonces me di cuenta de que debía tener algo que ver con la Liga de la Perversidad. Judalong se lo sacudió con malos modos y el otro se fue cerrando el puño. Ya estaba hecha la cosa, diablos; estropeada y bien estropeada. No podía estarlo más. A la pobre chica la iban a esmerilar viva.
No sé por qué pero no venía nadie más con ella, y eso que creo que a los estudiantes nuevos los recibe una especie de comité o así, y ella era lo suficientemente guapa como para gustarle a cualquier hombre. A mí me gustaba y, la verdad, el que hubiera sido fulana en las quimbambas no me importaba lo más mínimo. Eso son prejuicios tontos y burgueses requetepodridos, y nada más. Me dio la impresión de que no había sido por gusto suyo. Yo también sé lo que es necesidad, tovarichs.
—Hola —le dije—. ¿Cómo te ha ido en la clase?
Seguro que le habían contado más cosas de mí, porque me miró muy seriamente y pareció que sentía cierto apuro al contestarme.
—No muy mal… ¿Y tú? ¿Sigues llevando maletas?
—Ya no —contesté—. No te creas que yo me dedico a eso, caray. Te llevé las maletas por ligar, nada más.
—Vaya…
—Bueno.
Y nos quedamos callados los dos, mientras el sol brillaba con fuerza y el campus se quedaba desierto. Ni ella sabía qué decirme (me estaba dando la impresión de que no le gustaba mucho estar conmigo) ni yo sabía muy bien qué hacer. Por fin, me arranqué.
—¿Quieres comer conmigo, Judalong?
Ella sonrió, y pareció como si encendiesen otro sol en el cielo. Torció un poco la cabeza, se acomodó mejor el paquete de libros, y contestó:
—¿Por qué no habría de querer? Eres el único amigo que tengo aquí… Claro que… ¿crees tú que vas arreglado como para llevar a comer a una chica?
Me puse como un tomate y bajé la cabeza. No, señor. La verdad, no. Decidida y definitivamente, no. Según mi costumbre, llevaba unos vaqueros astrosos, con las rodillas blancas de puro desgastadas, una camisa a cuadros con los codos rotos, un pañuelo rojo al cuello y, en una funda secreta del pantalón, la churi de un palmo.
Me puse serio.
—Mira… —dije—. Dentro de media hora en el DERBYS. El dueño vende veneno puro, pero es buen hombre… me conoce. Dile que vas de mi parte y que te siente en mi mesa reservada… Te aseguro que no te vas a avergonzar de mí.
Mientras salía como una centella para el refugio, aún pude ver los ojos asombrados de Judalong. ¡También tiene ácido la cosa! ¿Por qué no he de tener yo mesa reservada en DERBYS?
En el refugio, me puse un traje azul marino, de seda y sintético fifty-fifty, hecho a medida, una camisa crema, y una corbata china, de seda roja con pavos de oro. Me apretaba el cuello una cosa mala, pero… También me endiñé un pincho con buenas luces, y estaba corriendo tanto que cuando me sujeté la corbata con él casi me lo clavo entre dos costillas. Agarré el montón de cosas que todos tenemos para presumir, cuando nos da la gana de hacerlo, o séase, el encendedor y la pitillera de oro macizo, la cartera de megalosaurio del planeta Mendel, me calcé los zapatos de cocodrilo, y me lavé, repeiné y pulí. Salí a la calle hecho una momia, como podéis imaginar, con el cuello apretando como un balancín, y la faca clavándoseme en el ombligo, porque, eso sí, no iba a salir sin ella. Si en ese momento pasa alguno y se ríe, lo abro como una pescada.
Como iba tan guapote, en el derbys no se fijaron apenas en mí, y casi ni el mismo Amolong Busilong me conoció. Ella ya estaba allí, bebiéndose un combinado de ésos que hace ese condenado oriental con jugo de piña y lo que queda en los culos de los vasos de licor… Miré al Amalong con ganas de pelea y le dije que pusiera un combinado de los buenos, que mis amigos no bebían esas porquerías. El tío se disolvió, propiamente, y me miró de una manera nueva, porque la verdad es que no había llevado nunca una chorba como Judalong a tomar el alpiste en el restaurante ése.
—¿Qué tomarán los señores? —dijo el tío, más serio que un policía ful. Si esperaba cogerme desprevenido, iba bueno. No en balde me acababa de leer lo principal de un libro de hostelería, y me había aprendido la carta del derbys casi de memoria—. Permítanme que les recomiende —continuó el tío mala sombra— la sopa de cangrejos, el venado al natural, los espárragos dos salsas, el filete de ragnastor adobado en su jugo…
Y dale matraca; así y así, corre que te pego, nos suelta veintisiete platos. La pobre Judalong se armó un lío mayúsculo; esas chicas son guapas y te derriten el rosco, pero son tontitas. De manera que le repetí los veintisiete platos uno detrás de otro, para acabar antes, y le dije que tomase sopa de espárragos, ragnastor asado y, de postre, confitura de arándanos con nata, guindas, chocolate y fresas; y que si teníamos más ganas, nos tomábamos otro postre. El chulo del chino me preguntó que qué vino tomaríamos, y en eso me lo revolqué también, porque él no se podía imaginar que el profesor Taberner me permitió un día catar un sorbito de unos cuantos vinos de su bodega. Y por desgracia, compañeros y amigos, nuestra memoria es tan privilegiada para recordar veintisiete platos después de oírlos una sola vez, como para no olvidar un sabor o un nombre, o lo que diantre sea. Así que le dije al condenado Amalong Busilong, cuidando de poner una cara que daba a entender claramente «Macho, te estás jugando la propina», le dije, digo:
—Una botella de Samar 2098, banda roja. Que no esté helada, sino simplemente fría.
Me lo había basureado a gusto, y además sabía leer, porque leyó bien lo de la propina, y no se permitió ningún otro extremo fuera de lo común. La que estaba hecha un flan era Judalong, la pobre. Fijaos, entre ser prostituta allá por el quinto pino, y después estudiante pobre en esta gorrina ciudad, me imagino que las habría pasado de a metro.
Al final, reventó como globo al que pinchan, y expande el bello aire con casta explosión.
—Pero ¿cómo sabes tú todo eso?
—Bah —contesté, como quien no quiere la cosa—. Uno tiene algo de mundo, ¿sabes tú? Pero no hablemos de mí, por favor. Preferiría que me contases cosas…
Estaba copiando inmundamente la forma de hablar de un noble de ésos, duque o conde, o no sé, de una novela de medio crédito. Pero surtió efecto. Llegó el oriental con el vino y la sopa; me dio a probar el líquido alcohólico, que coincidía con mis recuerdos del que sorbí chez profesor Taberner, y dije que bien. Ahora no nos miraba nadie, como la noche antes, seguramente por ir bien arreglado. Estaba el mismo general de dos huevos fritos, digo estrellas, pero no me miró más que de refilón, seguramente pensaría que Judalong era mi hermanita pequeña. No te rías, desgraciao, que no tiene ninguna gracia…
Mientras cuchareteaba, sin ganas, en el líquido sopil (a mí la sopa me da náuseas, pero era de buen tono el tomarla), Judalong comenzó a soltar lastre. No me contó la historia ésa que todas las fulanas cuentan; o sea, la madre enferma y todo lo que sigue. Lo que dijo parecía verdad. Después de todo, no tenía un excesivo interés en engañarme. Al parecer, se había metido en el jaleo de la prostitución de la manera más imbécil que darse pueda. Por apuesta. Dijo dónde vivía, aunque ahora no me acuerdo si era en el planeta Troboa, o en Aldigerd, pero era en uno de los dos sitios, seguro. Resulta que tenían un grupo amoroso, de diez o doce chicos y chicas, como sucede en otras partes, y una vez uno de ellos apostó a que no era capaz de estar un día en una casa de buen vivir. Que copa va y otra viene, y al final dijo que sí, y que se metió en el asunto. Tal vez no hubiera tenido demasiada importancia, pero la mala sombra estuvo en que la pasma dio una redada, la trincaron y la desterraron a un planetoide de mala muerte, de ésos que venden media docena por dos créditos. Tuvo que seguir con lo mismo para poder comer; hasta que un marine la sacó de allí y la llevó a otro sitio… Bueno, majos, las cosas discurrían así, de planetoide a nave de pasajeros, de mundo desierto a planeta en colonización, sin parar un momento. Unas veces con trajes de chapa de oro, otras con andrajos, y otras con un traje submarino provisto de una vagoneta especial para poder hacer el amor con el cliente, la pobre de Judalong vagó hasta que un viejo le dejó una pequeña herencia. Por lo menos eso dijo ella, aun cuando en esta última parte había ciertas contradicciones que me dieron a entender que lo de la herencia y el purí no había sido así exactamente. Pero eso no me importaba demasiado.
Seguían sirviéndonos la comida, y ella se interrumpió para decirme, con cierta dureza:
—Tómate la sopa de una vez.
Por ser ella le hice caso, que si es otra, le estampo la sopa, con plato incluido, en toda la cara. El asado de ragnastor estaba algo duro, pero el postre era fenomenal. Sólo me bebí dos vasos del estupendo vino, y dejé que en eso ella hiciera todo el gasto. Primero porque no me gusta beber en exceso, y segundo, porque prefería que fuera ella la que soltase la mui en vez de hacerlo yo. Así, por ejemplo, se aclaró que, aunque tenía dinero suficiente para estudiar, no lo tenía para pagar a ninguna de las Ligas; y desde luego, después de todas las aventuras que había corrido, ni pensar en escribir a sus batos, ni mucho menos verlos. Y eso que parece que su familia era de buena ralea, no como los míos. Claro que hacía bien en eso, pues cualquiera sabe cómo hubieran reaccionado. En cuanto al chico que motivó la apuesta del demonio, le había puesto dos líneas, pero el muy balicho, nanay de contestarle.
Observaba yo que, a veces, cuando contaba alguno de los episodios más candentes o escandalosos de su vida de fulaneo (y eso que no daba detalles de ninguna clase), me miraba con gesto extraño, mezcla de vergüenza y atrevimiento, como preguntándose qué pensaría yo, o qué sería yo capaz de comprender de todo aquel batiburrillo. De manera que, para hacerle ver mi comprensión y que de ninguna manera me quedaba a copas de sus sentimientos, decía dos o tres palabras animadoras, o completaba la frase que ella no se atrevía a terminar. Al mismo tiempo, me tragaba la condenada sopa.
El postre era estupendo, pero ella no quiso que repitiéramos. Como se me debía de notar en la cara que tenía verdaderas ganas de tomarme otro helado, insistió mucho en que no lo hiciera. Y la obedecí, ¿qué remedio?
Total que salimos a la calle, y la acompañé caminando a su lado, hacia la residencia. Ella iba ahora muy callada y pensativa, y yo tampoco decía nada. En realidad, hubiera podido hablar de mí mismo, contándole que mi padre era un borracho crónico, y que mi madre había sido como ella, sólo que peor, porque desaparecía por meses y meses. También hubiera podido decirle que crecí como un niño terriblemente desgraciado, famélico, hambriento. Que me pegaban y que me mataban de hambre, y que si un día no me llega a adoptar, como a todos vosotros, el profesor Taberner, seguramente estaría criando malvas en Boot Hill. Pero no le dije nada de esto, ni mencioné para nada al profesor. Podía estar enamorado, pero eso no me volvió idiota.
Dio la casualidad que en el suelo, entre dos matojos, había una barra de hierro, de casi dos pulgadas de gruesa, y unos treinta centímetros de larga. La cogí, y comencé a jugar con ella, mientras mi guapa Judalong y yo hacíamos comentarios tontos sobre el tiempo tan bueno que hacía en esta época del año, lo bien que habíamos comido, y yo iba respirando un perfume que ella llevaba, que me estaba poniendo cada vez más nervioso, y aunque me entraban unos deseos horrendos de acercarme y parchearla un poco, pues debía dominarme, según comprendía bien. Pero eso no quitaba para que algo como fuego me quemase por dentro. Así que cuando me quise dar cuenta, había tensado los músculos y había doblado la barra de hierro como si fuera de hule… Ella estaba diciéndome en ese momento:
—Anda, suelta eso, que te vas a poner perdido. Por lo menos, ahora que vas limpio…
¡Chas! La barra que se dobla y Judalong que se queda mirándome como si yo fuera un monstruo… Pero era desconfiadilla, la tía. Va y coge la barra en las manos, y la mira y remira, la sopesa, y al final que vuelve a mirarme abriendo dos ojos asombrados. Pero ¡ah, tovarichs!, bellísimos…
—¿Cómo has podido doblar eso?
¿Cómo se lo iba a decir yo? De nada hubiera servido decirle la fuerza que daban las píldoras del profesor Taberner, y las otras cosas que hacían. No podía decírselo, claro está, porque de sobras sabía que ella, como muchos otros y otras, era una de las personas prohibidas. De manera que musité unas cuantas estupideces, y como ella seguía mirándome con aquellos ojos que quemaban, reventé como piloto de nave mercante al que pillan contrabandeando mestizas de Mendel.
—Judalong —dije, balbuceando—, Judalong… Te quiero, Judalong. Me acerqué a ti por eso… Espérame… yo sé que algún día serás mía…
Parecía mismamente horrorizada, como si yo hubiera sido el diablo propiamente dicho.
—Oh —dijo, jadeando. Y retrocedió, con los ojos desorbitados, separándose de mí todo lo posible—. Pero ¿cómo puedes decir eso, monstruo? ¡Oh, eres odioso, verdaderamente odioso!
Y mientras se iba, jadeando y sin dejar de mirarme, continuaba diciéndome lo horrible que yo era, y que no era posible que yo hubiera pensado nunca que ella… que yo…
—¡Oh, es repugnante! —decía, odiándome cada vez más—. ¿Cómo es posible? ¡Es asqueroso!
Así que se dio la vuelta y salió de naja, a toda pastilla, hacia la residencia. Me quedé allí de pie, en medio del campus, con mi trajecito nuevo, mi cartera de saurio, mis zapatos lustrados, y con unas veinticinco toneladas de mala baba dentro… Pero aún os diré algo más. No la odiaba. Era para matarla, ¿verdad? Y despacio, ¿verdad? Pues no señor, no la odiaba. Me daba una pena horrible y, ¡maldita sea!, me la daba yo mismo también.
Bueno, me revolqué por el suelo, cuidando de dejar el traje nuevo hecho unos zorros, y aullé y juré en voz alta de tal forma, que no sé cómo no me cayó el cielo encima. «El Capón» pasó por allí en ese momento, y como el hombre ya conoce mis artes, debió suponerse que estaba tendiéndole una de mis trampas a alguien, cuando lo que estaba haciendo, en realidad, era soltar violencia cual caldera que espurrea vapor a alta presión. De todas formas, «el Capón» salió como una flecha, temiéndose una trastada, y desapareció en lontananza. Cuando tuve el traje bien sucio, roto y astroso, fui a buscaros, y aquella noche entramos en una de las tiendas donde había puesto el perico y, además de vaciar el tarugo, nos llevamos, si no os habéis olvidado, una caja de safos de lega y bastantes trallas de sorna… Yo le hubiera regalado uno de los safos a Judalong, porque tenían un dibujo precioso, y eran grandes, no de ésos de las narices, sino de los de adorno, pero me había jurado mil veces no verla más…
Imbécil que es uno. A la mañana siguiente, había logrado localizar al Mahari y le pagué la cuota de Judalong, mientras me mordía los puños de rabia. El gachó juró mil veces que ella no se enteraría y que la protegerían bien, sobre todo ahora que la Amarilis, ¿no sabía yo que la habían apiolado?, había sido sustituida por una tarra de noventa añitos, con peores intenciones que un grifo sin droga.
Vergüenza, vergüenza. No tenía fuerza de voluntad. Después del espectáculo con que terminó la comida, sería mejor que no me acercase a la chorba durante unos días… pero ¿qué había de malo en verla? Me aguanté mientras pude, y supongo que os acordaréis que durante esos días no había bicho vivo que me tratase. Poco a poco, la mala uva fue disolviéndose, de veinticinco toneladas pasó a veinte, y después a quince. Alguna vez reventaba como una granada, corría a la colmena detrás de la residencia, apartaba la piedra y me atocinaba en los pasadizos para verla… Una vez había con ella una chica de su edad:
—Yo… —decía— querría que me enseñases algunos trucos. Mi novio, Morse Dillon, dice que soy muy sosa haciendo el amor, y he pensado que tú, que eres una profesional…
Esperaba follón, lío y cabreo, y también esperaba ver a la novia de Morse Dillon salir por la ventana como un cohete. Pues estaba visto que con esta jamba berri yo estaba predestinado a no dar una. Se sentó junto a la chica sosa, y comenzó a hablar en voz baja con ella. Me dio un tal retortijón de estómago que salí corriendo y no paré hasta el astropuerto. Allí me subí a una de las murallas de hormigón y me divertí, si es que eso es diversión, viendo cómo las naves subían y bajaban, aterrizando y despegando, con una como niebla roja en los tubos de propulsión. Había carteles anunciando la llegada para muy pronto del gran Circo Espacial Kronen Brothers, con su nave de cien tubos. Pensad que las que allí despegaban eran birrias de ocho o diez tubos a lo más, y que incluso las naves de pasajeros de lo más grande sólo tienen cincuenta tubos. Sí, Corazón Sangriento, un crucero puede tener más de cien tubos. Pero aquella nave del circo debía de ser cosa rica, ¡cien tubos!
Me marché de allí pero, antes de hacerlo, me divertí cortando con la filosa todos los cables que encontré por el suelo, así como todos los que había en la muralla de hormigón. Aún me quedaban unas toneladas de mala uva, un odio intenso hacia todas las personas prohibidas, y no veía que hubiera forma de descargarlo más que haciendo daño a alguien.
Pero volví otra vez aquella noche, como un abúlico indecente. Y aquello, la habitación de mi chica, digo, parecía el jubileo, o el Club de Juego, porque ahora había una comisión de muchachos muy colorados y sanotes ellos, diciéndole a Judalong, con tono de diplomáticos:
—Hemos pensado que podríamos llegar a un acuerdo contigo… Mira; las chicas del astropuerto son muy caras, y tú, como compañera, podrías resolvernos el problema… porque a veces tenemos verdadera necesidad…
«Ahora sí que los corre a zapatillazos», pensé yo, mirándola. Estaba hermosa como la reina del Music-Hall, como la misma dueña del Saloon… algo inenarrable. Llevaba la condenada cacharra rosa con ropa negra debajo, de manera que me pareció que me iba a disolver como un polo. Pues nada, que no. No los corrió a zapatillazos. Dijo:
—Mirad, chicos. Yo he venido aquí a estudiar, y nada más. Si yo fuera carpintero, o ebanista, no me pediríais que os hiciera una docena de armarios a buen precio, ¿verdad? Pues esto es lo mismo, amigos.
Los otros se quedaron fritos, propiamente, o sea, helados como fiambres. Uno de ellos bajó el cabezorro y susurró algo como:
—Pues tienes razón.
—La verdad es que no lo habíamos mirado así —dijo el que parecía el jefe.
Total, que se fueron con el rabo entre las piernas; y cuando Judalong apagó la luz, yo me largué también.
Llegaban noticias a mis oídos. Una de ellas, que la tarra a quien habían nombrado secretaria de la Liga para la Defensa de la Honestidad había contratado un matón profesional llamado Maricohua, que les estaba poniendo las cosas a la brava a los de la Liga de la Perversidad. Hubo un cisco monumental cuando apalizó a un cátedro y consiguió que diera tres matrículas de honor, y ni los ceras ni el mismo rector consagrado y su escolta de bofias atómicos pudieron hacer nada. Ya sabéis que las calificaciones, cuando se dan, se dan, y son irrevocables. Se reforzó el armamento de los ceras, y ningún cátedro salía solo al campus. Las clases las daban con coraza antibalas, y con dos ceras armados hasta los dientes, uno a cada lado de la mesa. En algunas clases pusieron hasta vidrios blindados entre la pizarra y los hemiciclos, porque la cosa estaba poniéndose abroncadísima, y tanto el Maricohua como los matones de la Perversidad andaban en plan liante y con muchas ganas de dejar claro quiénes eran los amos del cotarro. Como podéis ver, compañeros de profesión, yo estaba empapándome de conocimientos universitarios a toda prisa. Vi al Maricohua ése en cierta ocasión; os contaré…
Por cierto, que fue por entonces cuando llegó la nave gigantesca del Circo Kronen, cuando fallaron de forma inesperada las sirgas de las banderas de señales, y cuando se produjo la más gigantesca catástrofe espacial de la historia de la humanidad. Más de siete mil víctimas; la nave y los depósitos, el astropuerto entero ardió durante dos semanas. Y a la luz de ese incendio que iluminaba toda la ciudad, se desarrollaron los últimos actos del drama. Esta frase la he oído en un cine; no os vayáis a creer que es mía, colegas.
Había llegado yo a un punto tal, que o volvía a hablar con ella o me moría de inmediato. Sentía unos deseos terribles de verla, estar a su lado, cogerle la mano… El mundo me parecía un vaso vacío, y mi cabeza, un fajo-papeles ardiendo. Recuerdo que corría como una pesti por el césped del campus, sin hacer caso de los ceras, y eso que ahora eran más peligrosos que nunca, porque iban muy armados y tiraban en serio. Se habían vuelto casi tan peligrosos como la bofia.
Era casi de noche, y las enormes llamaradas del incendio iluminaban el campus de una forma tal que parecía el mismísimo infierno. Judalong y una chica pelirroja (su nueva compañera de cuarto, creo yo, ahora que la habían admitido en la comunidad) estaban hablando con un cátedro joven, este último protegido por dos ceras enormes con fusiles, o sea, en plan guardaespaldas.
Judalong decía:
—O sea que no quiere explicármelo a mí… Siempre ha aclarado usted las dudas después de clases… ¿por qué a mí no?
El cátedro tenía un miedo descomunal dentro del cuerpo. Tenía el rostro como el papel, y los acais se le salían de las órbitas. Mientras los dos ceras miraban a todas partes, temiéndose alguna encerrona, el cátedro, con muchas ganas de alarse de allí cuanto antes, contestó corta y ásperamente a mi Judalong. Me lo apunté, ya que yo no toleraba estas bravezas. Ni ceras ni su madre iban a salvarlo de…
—Entonces, esto será por ser prostituta —aulló Judalong, como una leona, de tal forma que hasta a mí me dio miedo, y pensé por un momento que no era tan dulce como parecía. La primera grieta, machos, en el edificio de mi amor—. ¿Es por eso? ¿Es por eso?
—Tranquilízate, Judalong —dijo la pelirroja.
Se la estaban jugando, el cátedro y ellas. Era muy tarde, y en el campus no había un alma, ni condenada ni sin condenar. Yo estaba leyendo en el alma de Judalong como en una saña pintada… esta chica estaba mintiendo alegremente, estaba forzando al cátedro a una situación difícil achacándole lo de la prostitución. Pero el cátedro no pensaba en eso, sino en largarse cuanto antes de aquel lugar de peligro… de manera que murmuró unas excusas viles y explicó la duda a Judalong, mientras los ceras y la pelirroja miraban asustados a todas partes. Yo mismo, escondido en un macizo de floripondios que estaban mareándome con el olor, sentí un escalofrío y deseé haber tenido la fusca y los cargadores. Pero no tenía más que mi buena navaja, sólo eso…
Miré a todas partes. Las llamas, con un rugir como mil avispas furiosas, continuaban levantándose al cielo en lo que había sido el astropuerto y, ¡maldita sea mi alma!, yo estaba viendo sombras moverse entre los árboles… (llama roja-sombra-negra-movimiento… en una secuencia que helaba la sangre en las venas). Había que avisar a estas chicas… había que…
El cátedro acababa apresuradamente su explicación y salió al trote largo, seguido por los dos ceras, que se daban con los tacones en el culo de lo aprisa que corrían. Vaya trío. Ni el uno servía para enseñar, ni los otros para proteger a nadie… Si yo soy alguna vez cátedro, que cera ni muerto, me enchufo una canana y un par de revólveres al cinto, me coloco un antibalas y al primero que se acerque y me mire con un ojo solo, primero le perforo el cráneo, y después lo suspendo… ¿No te jiba? Al pobre cátedro me lo desapunté, porque bastante castigo tenía en esta vida con el miedo que llevaba dentro del cuerpo; a casa iba a llegar con los alares sucios, y no debía de tener un plas que le echase una mano en caso de apuro. Descanse en paz.
Que no se murió, Terror de los Mares; pero aunque no se haya muerto, ¿por qué no ha de descansar en paz el pobre cátedro? Sí, muy chulo estoy yo hoy. A ver si remato deprisa, que sólo nos quedan quince minutos para las doce.
Del astropuerto salió una protuberancia de llamas amarillas y blancas, cegadoras como mil soles, que creció como una torre por encima de las demás, pareciendo que el planeta entero se iba a descuartizar. Un enorme estruendo llegó a mis oídos poco después; sin duda uno de los depósitos de combustible acababa de volar.
Las chicas estaban abrazadas las dos, pobres, por el susto, sin duda, aunque me extrañaba en Judalong… Como que no era eso. Ni mucho menos. Judalong no se iba a llenar de miedo por una explosión más o menos. Lo que sucedía era que las sombras que yo había visto, maldita sea, eran tres o cuatro, exactamente, y estaban allí, plantándoles cara a las dos jas. Y al frente de ellas, morado como una bandera, con dos anillas en las orejas y otra en la nariz, el mismísimo Maricohua, desnudo hasta la cintura y con los pelos grasientos colgándole sobre el pecho. ¿De dónde habrían sacado los defensores de la Honestidad aquel engendro? Yo diría que era medio humano, medio no, porque aquel color morado de su carne no era nada normal, y los músculos eran verdaderamente increíbles. Como una masa de cuerdas o cables retorcidos en algunos sitios, o como bloques de mineral empotrados unos en otros, o como una colada de cobre en el estómago… Le brillaban los ojos en la oscuridad y relampagueaban un par de colmillos que casi le llegaban a la barbilla. Y de pronto comprendí la verdad… aquello era un mestizo de humano y fiera de Dolomances… no sé dónde los hacen, y están prohibidos por las autoridades. Pero éstas, las autoridades digo, en Babia como siempre. No tenían ni idea de que uno de esos híbridos anduviera suelto por la ciudad.
Lentamente, extraje la churi y la abrí, procurando que el muelle no hiciera ruido alguno. Sabía perfectamente que yo no podía hacer nada frente a aquella tropa, pero en el fondo de mi corazón algo muy fuerte, no sé lo que era, me exigía que no dejase a Judalong sola frente al monstruo de Dolomances y los demás.
—Mujercitas, mujercitas —gruñía el medio humano, roncamente—. Mujercitas valerosas, que me voy a comer de un solo bocado, ¡ham!
Maldita la gracia que tenía aquello, pero los restantes jevos de la banda se echaron a reír como locos. Judalong y la pelirroja se habían soltado, aunque temblaban las dos como hojas. Yo tenía el miedo en el mismo estómago, como si lo tuviera vacío; pero ése, ya lo sabéis, es precisamente el miedo que hay que dominar. No, tovarichs, si os dejáis vencer por el miedo estomacal, estáis perdidos; es en la chola donde están el valor y los arrestos.
El maldito Maricohua se acercó a las dos, abriendo los brazos como un gorila. Antes de que las dos muchachas pudieran echar a correr, los otros hampones las habían rodeado. Palabra que me hubiera gustado teneros allí a todos, estoy seguro de que les hubiéramos dado una lección de la que no hubieran podido acordarse nunca. No, Mano Roja. No es al revés. No es que no hubieran podido olvidarse nunca, ni nada de eso. He dicho que no hubieran podido acordarse nunca, y lo he dicho bien. ¿Por qué va a ser? ¡Ah, ahora lo comprendes! ¡Muy listo, tú!
Maricohua cogió a la pelirroja y le abrió la ropa de arriba a abajo con una de sus uñas afiladas, tal como se destripa un conejo. La chica se puso a chillar como una descosida; así que Maricohua se la echó a los demás, que la tiraron al suelo (tenía un cuerpo blanco y suave) y se le echaron encima. A Judalong le tocó en seguida. Cuando la mano del híbrido la agarró por uno de los brazos, salí yo del matojo y, ¡memo de mí!, no pude evitar un grito de rabia. Si salgo callado y corro descalzo, lo ensarto… Pero el muy bestia me oyó, y levantando en alto a Judalong con una sola mano, como si fuera una muñeca, y mientras los gritos de la pelirroja iban disminuyendo bajo la masa de tíos que había sobre ella, me atizó con la otra mano (parecía una pala) un mamporro del revés que me debió dejar sin sentido durante un buen rato. Digo esto porque, cuando volví a abrir los ojos, la cabeza me dolía como si la hubieran pateado, y la filosa brillaba por su ausencia. Ni la pasma ni los ceras, ni mucho menos los corboys me gustan nada, pero en ese momento hubiera dado un papiro de a mil porque hubiera alguno de ellos por allí. Eso mismo. ¡Allí iban a estar! Ésos son de los que vuelven la espalda para no ver lo que pasa, sobre todo si el hampón es más grande que ellos o tiene una pistola más gorda…
La pelirroja estaba en el suelo, tirada, gimiendo de vez en cuando. En cuanto al monstruo, estaba haciendo lo suyo con Judalong… mientras los demás lo coreaban y lo animaban a modo. No tenía yo el caletre claro, no. Notaba una cosa caliente en la parte de atrás, y apenas podía moverme. Seguramente estaba sangrando como estudiante al que atiza la pasma. Calculo que perdí y recuperé el sentido varias veces, porque me pasaba como cuando estás viendo la tele y sales a por una cerveza y la película ha seguido, y te enteras, pero no lo has visto todo; y luego sales al water, y te pasa igual, y luego llama un julay para cobrar una factura y mientras lo echas a la calle, pasan más cosas. Pues así me sucedió con Judalong y los demás interfectos. Al próximo acto, la pelirroja, desnuda como un plátano pelado, estaba junto a mí, tocándome la cabeza y chillando a voz en grito:
—¡Lo han matado! ¡Lo han matado!
A mí no me habían matado aquellos malnacidos, pero como moviera un pelo de una pierna, sí que me iban a matar, seguro. Así que procuré no mover ni las amígdalas al tragar saliva, no te digo. En un descuido de la pelirroja torcí un poco el cerebro y la caja que lo contiene para ver qué sucedía en las proximidades. El Maricohua había terminado con mi chica, porque estaban sentados el uno junto al otro, sin un mal hilo de ropa encima, y acariciándose la carita como tiernos enamorados. De no ser porque no tenía la navaja al lado, me levanto y los endiño a los dos. A todo esto, los demás hampones estaban levantándose, y marchándose…
—¡Oh, qué hombre eres! —decía Judalong—. Pero oye, si tienes que violarme otra vez, ¿por qué no lo hacemos más cómodamente?
—Jua, jua —dijo el mestizo—. Tas güeña, tú. No me digas, mi alma.
Poco palabrerío tenía aquel elemento, porque todo se le volvía a meterle mano a la pobre moza como si no hubiera hecho otra cosa en su vida.
—Os marchéis ahora, ju, ju —dijo el monstruo, mirando a los demás—. Os marchéis y me repasáis la… tienda ésa. La que ordenó la jefa, jo, jo.
—¿Nos llevamos a esa chorba?
Señalaban a la pelirroja.
—No, no —dijo el tipo, abriendo una boca como un caldero—. No, me las quedo, que dice ella (por Judalong) que me van a hacer un número entre las dos…
Seguramente me fui a por cerveza, porque todo se me hizo negro. Estaba débil como un vampiro a dieta de agua de litines, y me daban vueltas las cosas. Cuando volví a abrir los ojos, la pelirroja se había marchado de mi vera, y estaba junto a Judalong y el Maricohua. Lo tenían tendido en el suelo, y trabajaban, la pelirroja a disgusto (eso se veía), como dos poceros en un albañal. Por muy monstruo que fuera el tipo lo iban a dejar descangallado. De vez en cuando, suspiraba, o lanzaba unos berriditos roncos, que supongo significaban que estaban matándolo o poco menos… Yo tenía como unas nubes de algodón en los ojos y en los oídos; las cosas se me iban y se me venían encima, pero la azotea se me había aclarado sensiblemente.
—¡Veintisiete platos! —aullaba Judalong, y yo no sé si estaba cosiendo, amasando pan o construyendo un iglú; tan raros eran los movimientos que hacía. En cuanto a la pelirroja, hablaba y se quejaba en voz baja, como si tuviera la boca llena de sopa… ¡Malditas las dos, y lo bien que se lo estaban pasando a mi costa! El monstruo seguía dando gruñidos de gozo, y las llamas del astropuerto iluminaban la escena.
—Bebería una buena botella de Samar del año no sé cuantos… —dijo Judalong, a voz en grito.
En cuanto pudiera moverme, me arrastraría hasta los macizos de flores y escaparía de allí. Por lo que se refiere al monstruo y a lo demás…
—Me matáis entre las dos… —dijo Maricohua.
—Comería un poco de ragnastor… —vociferó Judalong, como si quisiera que se entera toda la ciudad de sus apetitos.
Al extender la mano me pareció como si el brazo se me fuera a caer en pedazos; un dolor ardiente me subió hasta el mismo hombro, y tuve que morderme los labios para contenerme; si no, grito como una gramola vieja. Había tocado algo largo y frío… algo que antes no estaba allí. Mi buena filosa, cerrada; ¡fijaos bien, tovarichs!, cerrada, mientras que yo había comenzado la carga del Séptimo de Caballería con ella bien abierta, y abierta había volado por los aires cuando Maricohua me había atizado el palazo con aquella mano de plomo.
Ahora sólo veía una masa negra, con brazos y piernas por todas partes, y no sabía quién era Judalong, quién la pelirroja, y quién el monstruo mestizo.
—¡Confitura de arándanos! —dijo una voz ahogada.
En ese mismo instante se hizo la luz en mi torpe cerebro. Vosotros lo sabéis ya, pero no olvidéis que yo había recibido un estacazo en los lomos de tamaño natural, tan natural como que anteayer me enyesaron el brazo izquierdo. ¿A que aquel Maricohua, con toda su pinta de bronquista y matón, iba a resultarme un barbalote de lo más? Alguien había cerrado la churi y la había dejado a mi lado… para que supiera que la habían manejado de intento y que no la encontraba tal como salió de mi mano cuando el hijomadre del Maricohua me aventó. Y ese alguien seguía chillando, con desesperación en la voz:
—¡Samar frío, pero no helado!
Y continuaban trabajándose el cuerpo de Maricohua. Imagino que las dos chavalas estaban de acuerdo, y que sudaban pez haciéndole al barbián esto y lo otro, mientras yo recuperaba el sentido… Más claro que eso, seso de cátedro.
Me arrastré por la hierba hacia el grupo que componían las dos chicas y el hombretón, con la navajita bien abierta en la mano, y unas intenciones dentro de mí como podéis imaginaros. Estaba medio mareado aún, pero Maricohua tal como lo tenían ahora entre las dos (ya os lo explicaré con detalle otro día, no ahora, que faltan sólo unos minutos para las doce) resultaba tan temible como un almohadón de miraguano.
No le di ni tiempo a reaccionar. Le clavé la hoja en la parte alta del estómago con toda mi alma, tirando la punta para arriba, de manera que buscase el rosco entre las costillas; y debió de encontrarlo. Digo que debió de encontrarlo porque el tío lanzó un alarido que casi me deja sordo. Entre lo brutalmente que gritó y la caja de ruidos que tenía yo en la cabeza, creí que me abrían el cráneo con una azada. Pero no cejé, no fuera que reviviese. Continué atizándole aquí y allá, tratando de alcanzar la aorta, porque semejante corpachón podía seguir funcionando aun con media docena de buenos navajazos… Soltó un caño de sangre por la boca y las narices, negra como su misma alma, la pelirroja se apartó, gritando como un conejo, mientras Judalong, verdadera artífice de aquel emburrio, del cual yo no era más que el consorte, permanecía en pie, con las piernas aspadas, los brazos en jaras y los ojos como carbunclos, mirando el cadáver de Maricohua, que aún pateaba y echaba sangre por varios ojales.
Que no, que no os cuento lo que hacían, porque luego siempre hay quien dice que es un escándalo y que esto es una vergüenza. El que no tenga imaginación, que se compre una revista porno.
Cuando me desperté de nuevo, estaba en el cuartito de Judalong, tendido en una cama y llenándoseme los pulmones de un aroma que era el mismo cielo hecho perfume. La pelirroja estaba despidiéndose en la puerta, y diciendo algo así como que estaba segura de que no le iba a quedar trauma por lo ocurrido, que para trauma ya era bueno el que llevaba el Maricohua, y que, ¡oig, que vergüenza!, en alguno de los momentos, ¿pero no se lo dirás a nadie?, hasta se lo había pasado bien, ¡qué cosas!, y que había que ver ahora si encontraba una píldora antiembarazo, ¡tener un hijo de eso debe ser peor que una pesadilla!, así que se despedía ya (¡dame un beso, cariño, Judalong, qué valiente fuiste!, adiós y adiós) y haciendo todas esas tonterías y melonadas que hacen las chicas cuando están nerviosas y no saben qué decir.
Y yo allí en la cama, con el cuerpo hecho un puro harapo, sintiéndome terriblemente dolorido, y metido dentro de un pijama de color rosa con encajes por todas partes. Me di cuenta de que Judalong me tendía un vaso de limonada medio fría, diciéndome que la había hecho muy deprisa, que no estaba fresca y que los limones no eran buenos, que si había bastante azúcar, y tantas cuantas cosas se les ocurren a las chavas para que les digas tú lo contrario. Me zampé la limonada, traté de incorporarme un poco y le dije, después de que ahogué el grito de dolor que el movimiento me produjo:
—Métete en la cama conmigo.
Vi otra vez la misma mirada de terror, como si yo fuese un monstruo peor que tres Maricohuas juntos. Judalong se mordía el labio interior y engarfiaba las manos sobre la cacharra de seda rosa que llevaba puesta con un fino camisón negro debajo.
—Pero… tú… —dijo—. Pero es que tú… —jadeó—. Vamos, tú puedes, quiero decir…
—Te prometo —grazné, porque cada palabra era un puro dolor— que no te molestaré en toda la noche. Sólo quiero que te acuestes conmigo y nada más.
Apagó la luz, pero como si no, porque las llamaradas del incendio iluminaban la habitación como si estuviéramos en la boca de un horno, haciendo saltar las sombras rojizas sobre la pared del fondo. Vi que se quitaba el perifollo rosa y se quedaba con el camisón negro, solamente. Muy despacio, sin decir una palabra, se deslizó dentro de las sábanas, que estaban como tiesas y olían a una hierba rara (espliego dijo ella) y se tendió a mi lado. Durante un rato no dije nada, luego me di la vuelta, con mucho trabajo, y me aproximé un poco…
—Tengo miedo —dijo ella, con voz muy baja, que casi no podía oír—. Te tengo miedo, ¿sabes?
—¿Por qué, Judalong?
Durante unos segundos no oí más que su respiración apresurada, y sentí cómo su pecho levantaba y bajaba la sábana, de manera que me acerqué un poquito más, hasta que sentí el calor de su cuerpo. Ella reprimió un ligero grito.
—Sólo quiero estar a tu lado, Judalong. Abrázame un poco y nada más…
Lo hizo, como a desgana, pero poco a poco, pareció que el agradecimiento, la lástima, o lo que fuese, iban llenando su corazón, porque apretó más el abrazo y me pareció oír la palabra «¡pobrecillo!», pronunciada en voz muy bajita.
—¿Por qué me tienes miedo? —pregunté, en un susurro.
—Porque… porque… —contestó ella, mientras los dos mirábamos el sangriento reflejo del incendio en las paredes—. ¡Bueno! Porque no puedo sentir por ti amor, pero casi lo siento, ¿entiendes?
Creo que era lo más que ella podría decirme en cualquier circunstancia, de forma y modo que me aproximé más aún, deslizándome bajo las frías palomas de la cama, y apoyé la cabeza en su hombro, y ella me abrazó más fuerte, y no pude contenerme, y le hablé de muchas cosas, de lo espantosamente solo que me sentía, de lo triste que había sido mi vida, y de que estaba seguro que de ahora en adelante iba a cambiar… pero sobre todo hablé y dije y repetí de mi aterradora soledad en este mundo. Nada, claro está, del profesor Taberner.
Y así nos dormimos los dos, como tontos, y pasamos la noche juntos. Ya os lo dije al principio, camaradas de aventuras, y así fue.
Poco queda ya por deciros. Al fiambre Maricohua lo descubrieron al día siguiente, pero como ni la pelirroja, ni Judalong, ni este menda dijeron una palabra, pasó como un arreglo de cuentas entre pandilleros. ¡Da gusto ver cómo acierta la Administración de Justicia! Pero menos mal que es así, que de eso vivimos los de la cofradía.
Aquella mañana, o sea, anteayer, tuve que ir a ver al doctor Savage, porque el brazo izquierdo me dolía una cosa mala. Me miró por rayos y me hizo todas las herejías que se le ocurrieron, y resultó que el pobre brazo estaba roto. Con razón se hinchó y dolía de esa forma. Lo que le extrañó al doc fue que hubiera aguantado toda la noche con el brazo así, ¡pero no le iba a dar explicaciones!
Con yeso y todo, y más cabreado que una mona porque no podía usar esa mano para tirar del dos, ni para correr burro, ni para chinar filis, me fui a ver al profesor Taberner, que diréis que ya era hora. Como es natural continuaba viviendo en el mismo sitio; es decir, en esa quel maloliente que tiene en las afueras, cerca del desierto. Si no fuera por el pozo, allí no podrían vivir ni las ratas; pero gracias a eso se mantiene, que no sólo las necesita para venderlas a las caravanas, sino también para los experimentos. Tenía una alfombrilla de césped mal cuidado en la entrada, y el mismo árbol reseco de siempre con esa fruta que da que nadie sabe lo que es de puro negra y arrugada. Me metí para dentro sin llamar, porque para eso soy de la familia, y me lo encontré en la cama con una mestiza de Mendel, nada menos. Debía haber estado tirando de frasco, porque ya sabéis que le da triste, y si lo dejo casi me ahoga con el llanto.
La mestiza era grande como un monumento, con carnes bronceadas y duras, y esa especie de patillas que llevan las mestizas de Mendel y que le llegaban casi hasta la boca. Sólo les faltaba tener bigote y barba, pero menos mal que no los tienen. Ahora, que dicen que eso de las patillas de boca de hacha hasta el mismo hocico les gusta a muchos hombres, y no quieren que se las afeiten. Entre eso y otras artes que todos conocéis, las de Mendel son las hurracas más cotizadas del hampa…
—Hola —dijo el profesor Taberner llorosamente—. Creí que no ibas a venir nunca. Y pasado mañana es el último día, recuérdalo.
Le dije, muy humildemente, que sí, que tenía razón. Pero había llegado a tiempo, ¿no era así? Y estaba dispuesto a cumplir con mi parte, ¿no era así? El profesor mandó a la mestiza a la cocina para que le hiciese unos huevos revueltos y me preparase a mí un tazón de sopa. Mi mirada debió de ser asesina, porque el profesor se echó a reír y dijo:
—No, Amalteria, no le hagas sopa. Más vale que le des medio whisky con dos trozos de hielo.
La mestiza resopló como un cohete, porque a pesar de su oficio, el dar whisky a los que son como nosotros le parecía una barbaridad. Sólo el profesor Taberner sabe que podemos beber, sin exagerar, como cualquier hombre.
Me pasó al laboratorio, que tenía más cacharros, tubos, frascos y porquería acumulada que nunca, y me preguntó qué había hecho este último año. Mi parte del trato era ésa, de manera que la cumplí. Expliqué todo detalladamente, incluyendo lo que os toca a vosotros, y conté con pelos y señales las juergas, los asaltos, las muertes, lo que comíamos, lo que ahorrábamos, mi aventura con Judalong, etcétera, etcétera. Me escuchó con gran atención y, al final, sacó de una cajita diecinueve píldoras; ahí están. Como veis, hay una para cada uno de nosotros, y aún sobran diez… que podemos y debemos usar. Sigo hablando. Entonces, tiré del fili el tarugo de papiros que habíamos juntado entre todos y lo zampé sobre la mesa.
—Ahí tiene usted, profesor —dije, muy seriamente—. Noventa mil créditos; diez mil de cada uno de nosotros. Con eso podrá comprar más aparatos y seguir haciendo experimentos… Ha sido un acuerdo una… uni…
—Unánime —dijo él.
—Eso. De manera que no los rechace.
—No. No los rechazo. Y ahora me vas a oír tú a mí.
Y va y me echa el sermón, como todos los años. Comenzó diciendo que estaba un poco preocupado por la carrera de crímenes (así mismito) que llevábamos, pero que iba a dirigirse a mí, como representante de todos, para que tratásemos de poner remedio por nosotros mismos. Que, desde luego, con sus píldoras había conseguido que tuviésemos un vigor físico muy superior al normal, y también un desarrollo intelectual y unas capacidades ultrarrápidas. Por ejemplo, en mi caso, demostraba en todo lo que había hecho un arrojo, un valor y una iniciativa encomiables (que conste que repito sus palabras a la letra) pero que me faltaba una cosa por completo, que era evidente que su píldora no había podido darme: sentido de la moral. Esto y no otra cosa era lo que faltaba. Suponía que cuando yo cumpliese diez años habría adquirido algo de ese condenado sentido de la moral, porque en el futuro me iba a ser terriblemente necesario. Recordó entonces los viejos tiempos: cuando me encontró a la puerta de mi casa, tres años antes, cuando yo tenía seis y medio, y él llevaba en el bolsillo la única píldora que había logrado fabricar; y le causé tal pena, que me la dio…
Al año siguiente había yo abandonado mi familia, había sido adoptado por él y había cometido mis primeros crímenes, según él dice. Me dio otra píldora para ir tirando otro año, y media docena más, que usé en algunos de vosotros. Y así, hijos míos muy amados, el bueno del profesor Taberner me contó otra vez toda mi vida, que es la misma que la vuestra. Por fin, me dio unos libros, recomendándome mucho que los leyese, y me avisó que creía tener importantes novedades en preparación.
—¿Píldoras para niñas? —pregunté, un tanto ansiosillo, porque la aventura con Judalong me había convencido de que con las mujeres mayores no había nada que hacer, y además los adultos, todos ellos, eran personas prohibidas.
—Quizá más adelante —contestó sonriendo—. Pero por ahora, píldoras de efecto continuo. Bastará con una para toda la vida.
—¿Y del asunto sexual qué hay? —dije—. Es lo único que sólo conocemos en teoría, y así como de refilón, por lo que vemos y lo poquito que sentimos.
—Aún no, aún no. Ése es el mismo problema que el de las píldoras para niñas.
Yo, la verdad, me acuerdo de mis tiempos de niño-niño y me acuerdo muy mal. Me pegaban, comía mal y estaba continuamente llorando. Pero en tu caso, Mano Roja, dices que estabas triste también, y no sería porque en tu casa no tuvieran cuartos ni te tratasen bien. Si es que el ser niño-niño es una pena; no te entiende nadie, ni pintas nada, ni aciertan nunca con lo que verdaderamente te gusta… ¡Claro! Como lo que me oí cuando volví a ver a Judalong… Iba muy bien acompañada por un tipo alto, con cara de lelo y un bigotillo de ésos que parece que se lo han hecho con un lápiz, cuando me encontraron mondándome las uñas con la punta de la filosa. A toda prisa la guardé, en cuanto que los vi.
—¡Oh, eres tú! —dijo Judalong, y sus ojos resplandecían—. Mira, éste es mi amigo Barry, que ha venido a buscarme. Por fin, resulta que recibió mi carta, ¿sabes? Lo que pasa es que estaba de viaje y no pudo venir antes.
—Hola, niñito —dijo el berzotas de Barry.
—Hola… —contesté, y me comí la lengua para no contestar: «Hola, mamón», que era lo que de verdad me apetecía decir.
Ni sentía celos, ni nada. Después de haber pasado una noche con ella, añorando a esa madre que nunca tuve, Judalong había dejado de importarme.
—Vamos a casarnos —dijo ella, con cara luminosa.
—Nos iremos en mi coche en seguida —dijo el berzotas, señalando un roda plateado con dos finas líneas azules que había allí al lado, en la polvorosa.
—Me gustaría tener uno como ése —dije yo, educadamente y casi reventando de risa.
—¡Oh! —contestó él, poniendo esa cara de imbécil que se usa para hablar con los niños como yo—. Estoy seguro que lo tendrás cuando seas mayor…
«Cuando seas mayor». ¡La música de siempre, amigos! Pero basta ya. Son las doce. Coged una píldora cada uno y, ¡adentro! Con un buen trago de agua, que es mejor. ¡Cuando seas mayor, jolín! ¡Ya estoy harto de oírlo! A ver si nos organizamos mejor; tengo grandes ideas en la cabeza. No olvidéis que el primero que tomó esta medicina fui yo. Las diez que sobran se las enchufaremos a niñitas, ¡ja, ja!, seleccionados. A ver si no hay que hacérselas tragar a la fuerza como a ti, Corazón Sangriento. Y volveremos a ver lo mismo, ¿eh, tovarichs? Cómo se desarrollan sus músculos y su inteligencia, y su valor y su iniciativa… Y el día que abandonen su casa y a sus padres, nosotros estaremos allí para recogerlos y unirlos a la cofradía. Sólo somos nueve, pero…
¡Imbécil de Barry! Decir eso… ¡Cuando seas mayor! ¡Colegas! ¡Cuando yo sea mayor, amigos, el mundo será nuestro!