Un problema de proporciones lobunas

La señora Loontwill hizo lo que cualquier otra madre hubiese hecho en su lugar al descubrir a una de sus hijas, aún soltera, en brazos de un ilustre licántropo: tener una crisis de histeria, decorosa y ciertamente decibélica.

Atraídos por el alboroto, los habitantes de la residencia Loontwill acudieron a toda prisa procedentes de cualquiera de las múltiples estancias de la casa. Naturalmente, dieron por sentado que alguien había muerto o que la señorita Hisselpenny se había presentado sin avisar con un sombrero de una fealdad sin precedentes. Se encontraron, sin embargo, con algo mucho más inesperado: Alexia y el conde de Woolsey en pleno intercambio amoroso.

La señorita Tarabotti se habría levantado gustosamente del sofá para tomar asiento a una distancia prudencial de Lord Maccon si no hubiese sido porque él la había rodeado por la cintura con un brazo y le impedía moverse ni un milímetro.

Frunció el ceño y lo miró fijamente a los ojos.

—¿Pero qué estás haciendo? Ya tenemos suficientes problemas. Mamá nos obligará a casarnos, verás cómo lo intenta —le dijo en voz baja.

—No digas nada —respondió Lord Maccon—. Deja que yo me ocupe de todo. —Y le acarició el cuello con la punta de la nariz.

La señorita Tarabotti no podía sentirse más incómoda.

Felicity y Evylin se detuvieron junto a la puerta con los ojos abiertos como platos y empezaron a reírse víctimas de un acceso de risa histérica. Floote fue el siguiente en aparecer pisándole los talones a las hermanas, y avanzó preocupado pero silencioso hasta el perchero.

La señora Loontwill seguía gritando, más sorprendida que indignada. ¿El conde y Alexia? ¿Cómo afectaría aquello a su estatus social?

La señorita Tarabotti apenas podía mantenerse quieta bajo el cálido abrazo de Lord Maccon. Intentó separar los dedos del conde del punto por el que la sujetaba, en la cintura, justo encima del hueso de la cadera. Su brazo descansaba sobre el polisón de Alexia. La miró y, en respuesta a su sutil oposición, se limitó a guiñarle un ojo.

¡Me ha guiñado un ojo!, pensó Alexia. ¡Por el amor de Dios!

En aquel preciso instante, el señor Loontwill apareció por la puerta de la sala de estar, rodeado por un puñado de contables con los que había estado haciendo números hasta hacía escasamente unos segundos. Al ver a Alexia y al conde, dejó caer las facturas que llevaba en la mano y ahogó una exclamación de sorpresa. Acto seguido, se inclinó para recoger los papeles, tomándose su tiempo en ello para poder así considerar sus opciones. Era evidente que debía pedirle al conde que abandonara la casa, pero una situación como aquella constaba de numerosas capas a cual más intrincada, puesto que el conde y él no podían retarse en duelo, siendo él un ser sobrenatural y el señor Loontwill no. Al ser él quien retaba al otro en duelo, debería buscarse un hombre lobo que se enfrentara a Lord Maccon en su nombre, y ningún licántropo de los pocos que conocía estaría dispuesto a enfrentarse al alfa del castillo de Woolsey. Hasta donde sabía, ni un solo hombre lobo en todo Londres se atrevería a aceptar semejante encargo, ni siquiera el deán en persona. Por otro lado, siempre le quedaba la opción de pedirle amablemente al caballero que hiciese lo correcto con su hija adoptiva. Pero ¿quién podía estar dispuesto a compartir el resto de sus días con Alexia? Aquello sí era una maldición y no la transformación en lobo. No, seguramente tendría que obligarle. El quid de la cuestión era si el conde cedería a su voluntad sin necesidad de usar la violencia y se casaría con Alexia o, en cambio, lo mejor a lo que el señor Loontwill podía aspirar era a colocar a la joven en el castillo de Woolsey en calidad de guardiana.

La señora Loontwill, como no podía ser de otra manera, se ocupó personalmente de empeorar las cosas.

—Oh, Herbert —exclamó, suplicante, mirando a su marido—, ¡haz que se case con ella! ¡Haz llamar al sacerdote inmediatamente! Míralos… ¡Se están besuqueando!

—Tranquilízate, Leticia, y sé razonable. Hoy en día ser guardián en una manada no es algo tan malo como lo era antaño. —El señor Loontwill estaba pensando en la cantidad de dinero que le costaba mantener a Alexia. Aquella situación, al fin y al cabo, podía terminar siendo provechosa para todas las partes, excepto para la reputación de Alexia.

La señora Loontwill no estaba de acuerdo.

—Mi hija no es carne de guardián.

—No tienes ni idea de cuánta verdad se esconde en esas palabras —murmuró Alexia en voz baja.

Lord Maccon puso los ojos en blanco.

Su madre prefirió ignorarla.

—¡Es carne de matrimonio! —exclamó, extasiada por las visiones de un estatus social mejorado.

La señorita Tarabotti se levantó del sofá para poder enfrentarse mejor a los miembros de su familia. El conde no tuvo más remedio que soltarla, lo cual le molestó más que los gritos de la madre o la cobardía del padre.

—No me casaré bajo coacción, mamá. Y tampoco obligaré al conde a semejante cautiverio. Lord Maccon no me ha pedido en matrimonio y no permitiré que se sienta obligado a hacerlo. ¡Ni se te ocurra seguir insistiendo!

La señora Loontwill ya no estaba histérica. En su lugar, brillaba en sus ojos azules un destello frío como el acero, un destello que hizo que Lord Maccon se preguntara de qué lado de la familia había sacado Alexia su carácter. Hasta entonces había creído que toda la culpa era de su fallecido padre italiano. Ahora, en cambio, ya no estaba tan seguro.

—¡Muchacha descarada! —exclamó la señora Loontwill con su tono de voz más agudo y abrasivo—. Esos sentimientos que ahora dices tener deberían haber sido suficientes para evitar que se tomara tantas libertades contigo desde el principio.

Alexia no estaba dispuesta a dejarse avasallar.

—No ha pasado nada importante. Mi honor sigue intacto.

La señora Loontwill dio un paso al frente y le propinó una bofetada en la cara. El sonido, seco y cortante, rebotó en las paredes de la estancia como un disparo.

—¡No estás en disposición de discutir al respecto, jovencita!

Felicity y Evylin se llevaron las manos a la boca y dejaron de reírse al instante, y Floote no pudo reprimir un movimiento involuntario desde su posición junto a la puerta.

Lord Maccon, más rápido que el ojo de cualquiera de los allí presentes, se materializó repentinamente junto a la señora Loontwill y la sujetó por la muñeca con todas sus fuerzas.

—Yo de usted no volvería a hacer eso, señora —dijo. Su voz era suave y calmada, y la expresión de su rostro vacía, pero en el ambiente flotaba la ira propia de un depredador: fría, imparcial y asesina. La ira que pedía a gritos atacar y poseía las fauces con las que hacerlo. Aquella era una faceta de Lord Maccon que nunca nadie había visto, ni siquiera la señorita Tarabotti.

El señor Loontwill tuvo entonces la certeza de que, independientemente de su decisión, Alexia ya no era responsabilidad suya. También tuvo la impresión de que su mujer estaba en peligro de muerte. El conde parecía enfadado y hambriento, y los colmillos empezaban a asomar por entre sus labios.

La señorita Tarabotti se llevó una mano a la mejilla, preguntándose si le quedaría marca. Se volvió hacia el conde.

—Suelte a mi madre inmediatamente, Lord Maccon.

El conde le devolvió la mirada sin apenas reconocerla. Tenía los ojos amarillos, no solo en el iris sino también en la córnea, como un lobo. Alexia creía que los licántropos no podían transformarse durante el día, pero quizás con la luna llena tan cerca todo fuera posible. O tal vez se tratara de otra de las habilidades del macho alfa de la manada.

Dio un paso al frente y se interpuso entre Lord Maccon y su madre. ¿No quería una hembra alfa? Pues ya la tenía.

—Mamá, no me casaré con el conde en contra de su voluntad. Si tú o el señor Loontwill intentáis obligarme, simplemente me negaré a cumplir mi parte en la ceremonia. Quedaréis en ridículo delante de familia y amigos, conmigo guardando silencio en el altar.

Lord Maccon la miró desde las alturas.

—¿Por qué? ¿Qué tengo de malo?

Aquello reanimó la capacidad del habla de la señora Loontwill.

—¿Quiere decir con eso que no le importaría casarse con Alexia?

Lord Maccon la miró como si la mujer hubiese perdido la cabeza.

—Por supuesto que me casaría con ella.

—Dejemos las cosas claras —intervino el señor Loontwill—. ¿Está dispuesto a casarse con Alexia a pesar de su…?

—¿Edad? —intervino Felicity al rescate.

—¿Vulgaridad? —añadió Evylin.

—¿Su piel morena? —aventuró Felicity.

—¿… increíble cabezonería? —terminó el señor Loontwill.

La señorita Tarabotti no dejaba de asentir, totalmente de acuerdo con su padre y hermanas.

—¡Precisamente lo que intentaba decir! Es imposible que quiera casarse conmigo, y no seré yo quien le obligue solo porque es un caballero y siente que es su obligación. Es solo que la luna llena se acerca y las cosas se nos han ido de las manos. ¿O —continuó con el ceño fruncido—, debería decir al alcance de la mano?

Lord Maccon miró a su alrededor, observando a cada uno de los miembros de aquella extraña familia. No era raro que Alexia no se valorase debidamente, habiendo crecido en semejante ambiente.

—¿Qué podría querer yo de una muchacha estúpida recién salida de la escuela? —dijo con la mirada clavada en Felicity. Se volvió hacia Evylin y añadió—: Tal vez nuestros ideales de belleza no se correspondan. A mí me gusta el aspecto de su hermana. —No mencionó su figura, ni su perfume, o la suavidad de su pelo, ni ninguna de las cosas que le resultaban tan atractivas—. Al fin y al cabo, sería yo quien tendría que vivir con ella.

Cuanto más pensaba en ello, más le gustaba la idea. Cierto era que su imaginación estaba llena de escenas de lo que Alexia y él podrían hacer una vez estuviesen en su nuevo hogar y debidamente casados, pero ahora aquellas imágenes de deseo y lujuria se mezclaban con otras muy distintas: despertándose a su lado, sentados a la mesa uno frente al otro, discutiendo de ciencia y de política, recibiendo sus consejos sobre los asuntos del ORA o de la manada. No cabía duda de que le sería de gran utilidad en enfrentamientos verbales y maquinaciones sociales, siempre que estuviese de su parte. Y es que aquello también era parte del placer de casarse con una mujer como Alexia. Uno nunca sabía a qué atenerse. Una unión llena de sorpresas y emociones era más de lo que muchas parejas podían soñar. Lord Maccon nunca había querido una vida tranquila.

—La personalidad de la señorita Tarabotti —le dijo al señor Loontwill—, es una parte muy importante de su atractivo. ¿Me imagina con una jovencita a la que poder manipular a mi antojo y que siempre aceptase mis decisiones?

Lord Maccon no estaba hablando con la familia de Alexia sino con ella. Sin embargo, tampoco quería que los Loontwill pensaran que le estaban obligando a hacer algo contra su voluntad. Al fin y al cabo, seguía siendo un alfa. La idea del matrimonio era suya, maldita sea. ¿Qué importancia podía tener que se le acabara de ocurrir?

El señor Loontwill no dijo nada, porque en realidad había dado por hecho que el conde querría una esposa como aquella. ¿Qué hombre en su sano juicio no lo haría? Lord Maccon y el padre de Alexia eran pájaros de muy distinta pluma.

—No con mi trabajo ni con mi posición. Necesito a alguien fuerte que me respalde, al menos la mayor parte del tiempo, y que tenga el suficiente sentido común para apoyarme aunque crea que no tengo razón.

—Algo —interrumpió Alexia—, que está sucediendo en este preciso instante. No está convenciendo a nadie, Lord Maccon, a mí a la que menos. —Levantó una mano en alto cuando el conde se disponía a protestar—. Hemos sido descubiertos en una situación comprometida, y usted está intentando hacer lo mejor para mí. —Se negaba a creer que sus intenciones fueran sinceras. Antes de que su familia irrumpiera en la estancia, y en ninguno de sus encuentros previos, ni una sola vez había mencionado el conde la palabra matrimonio. Tampoco, pensó Alexia con tristeza, el verbo amar—. Agradezco su integridad, pero no permitiré que le coaccionen. Tampoco aceptaré una unión sin amor basada únicamente en deseos impulsivos. —Le miró a los ojos—. Por favor, entienda mi posición.

Ajeno a la presencia de su familia, Lord Maccon le acarició la cara, deteniéndose en la mejilla que su madre acababa de golpear.

—Entiendo que durante demasiado tiempo te han enseñado a no considerarte digna.

La señorita Tarabotti sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas y apartó el rostro de la caricia.

El conde bajó el brazo. Era evidente que tanto daño no podía arreglarse con unas cuantas palabras en el espacio de una mañana desastrosa.

—Mamá —dijo Alexia, englobando a todos los presentes con las manos—, no permitiré que manipules esta situación. Nadie tiene por qué saber lo sucedido aquí. Mientras mantengáis la lengua quieta por una vez en la vida —continuó, mirando a sus hermanas—, mi reputación permanecerá intacta y Lord Maccon seguirá siendo un hombre libre. Y ahora, si me disculpáis, me duele la cabeza.

Con aquellas palabras, recogió la poca dignidad que le quedaba y abandonó la sala de estar para refugiarse en el piso de arriba, donde pudo entregarse a unas lágrimas poco convencionales pero, gracias a Dios, de corta duración. El único que la sorprendió en pleno llanto fue Floote, quien dejó una bandeja con té en su mesilla de noche, en la que también había la especialidad de hojaldre relleno de crema de albaricoque de Cook, y dio órdenes estrictas al resto del personal de la casa de que no fuese molestada bajo ninguna circunstancia.

Lord Maccon, por su parte, se había quedado a solas con el resto de la familia.

—Creo que, por el momento, deberíamos respetar su voluntad —dijo.

La señora Loontwill, a pesar de lo sucedido, seguía mostrándose terca y beligerante. Lord Maccon la fulminó con la mirada.

—No interfiera, señora Loontwill. Conociendo a Alexia, su aprobación sería más que suficiente para predisponerla en mi contra.

La señora Loontwill parecía dispuesta a hacerse la ofendida, pero, teniendo en cuenta que se trataba del conde de Woolsey, se resistió al primer impulso.

Lord Maccon se dirigió entonces al señor Loontwill.

—Entienda, señor, que mis intenciones son honorables. Es su hijastra quien se resiste, pero debe dejar que sea ella quien tome la decisión. Tampoco yo permitiré que se la obligue a ello. Ustedes dos, manténganse al margen. —Se detuvo en la puerta de la sala de estar para ponerse el sombrero y el abrigo, y aprovechó para enseñarles los dientes a las hermanas Loontwill—. Y vosotras dos, ni una palabra. La reputación de vuestra hermana está en peligro, y que no os quepa duda de que también podría afectar drásticamente a la vuestra. No soy un hombre con quien se pueda jugar de ese modo. Que tengan un buen día. —Y con esas palabras, abandonó la estancia.

—No estoy segura de querer a ese hombre por yerno —dijo la señora Loontwill, dejándose caer pesadamente en el sofá.

—Es un hombre muy poderoso, querida, y sin duda posee una fortuna considerable —dijo el señor Loontwill, intentando aportar la nota positiva al asunto.

—¡Pero tan grosero! —insistió su esposa—. ¡Y después de comerse tres de nuestros mejores pollos! —Señaló en dirección a las carcasas en cuestión, un recordatorio evidente de que, independientemente de lo que acabara de suceder, ella había salido perdiendo. Los restos empezaban a atraer moscas. Tiró de la cuerda que accionaba la campanilla con la que solicitaban la presencia de Floote, molesta con el mayordomo por no haberse llevado los restos antes.

—Una cosa está clara: definitivamente Alexia no asistirá esta noche a la recepción de la duquesa. Aunque no se lo hubiese prohibido ya, su comportamiento de hoy habría tenido idéntico resultado. Con celebración de la luna llena o sin ella, ¡se quedará en casa y recapacitará largo y tendido sobre sus numerosas transgresiones!

El señor Loontwill acarició la mano de su esposa.

—Por supuesto, querida.

No había «por supuesto» que valiese. La señorita Tarabotti, conociendo la tendencia de su familia hacia el drama, permaneció en su dormitorio el resto del día, negándose incluso a salir de él para verlos partir por la noche. Comprendiendo la tragedia de todo aquello, sus dos hermanas cloquearon al otro lado de la puerta de su habitación y prometieron explicarle hasta el último cotilleo de la noche. Alexia se hubiese sentido más segura si le hubiesen prometido que ellas no difundirían ninguno a cambio. La señora Loontwill se negó a hablar con ella, una ocurrencia que no molestó a Alexia lo más mínimo. Al fin se hizo el silencio en la casa y Alexia pudo respirar aliviada. En ocasiones su familia podía ser muy difícil.

—¿Floote? —llamó asomando la cabeza por la puerta de su dormitorio.

El mayordomo apareció en el acto.

—¿Señorita?

—Pídame un carruaje, Floote. Voy a salir.

—¿Está segura de que es lo más prudente, señorita?

—Para ser prudente, uno no debería abandonar jamás la tranquilidad de sus aposentos —citó la señorita Tarabotti.

Floote la miró con cierto escepticismo. Acto seguido, sin embargo, se dirigió a la planta baja de la casa para pedir un carruaje.

La señorita Tarabotti requirió la presencia de su doncella y, con su ayuda, cambió la ropa que llevaba por uno de sus vestidos de noche más sufridos, un diseño de tafetán color marfil con las mangas abullonadas, escote redondo, adornos en cinta color frambuesa y ribete de encaje dorado. Cierto, tenía ya dos temporadas y probablemente ya debería haber sufrido algunos retoques, pero era muy cómodo y le sentaba bien. Alexia pensaba en aquel vestido como en un viejo amigo y, consciente de que cuando lo llevaba estaba pasable, solía escogerlo en los momentos de mayor estrés. Lord Akeldama esperaba grandiosidad, pero la señorita Tarabotti no tenía en aquel momento la energía emocional necesaria para su traje de seda rojiza, no aquella noche. Se rizó el pelo y lo arregló de modo que una parte cayera sobre la marca del cuello. Luego recogió algunos mechones en alto con sus dos horquillas favoritas, una de plata y la otra de madera, y con el resto se hizo una trenza suelta sujeta con una cinta color marfil, que contrastaba con su oscuro cabello.

Para cuando estuvo preparada, afuera ya se había hecho de noche. Todo Londres se resguardaba en un lugar seguro durante las horas siguientes a la puesta de sol, antes de que la luna se encaramara en lo alto del cielo. Los sobrenaturales se referían a aquel lapso de tiempo como noche crepuscular: el tiempo suficiente para encerrar a los licántropos a cal y canto antes de que la luna brillase en el cielo y los convirtiera en monstruos fuera de control.

Floote le dedicó una última mirada de reprobación mientras la ayudaba a subir los peldaños del carruaje. No aprobaba aquella expedición nocturna, y menos en una noche de luna llena, convencido de que acabaría metiéndose en problemas. Claro que Floote solía tener la impresión de que su joven señora hacía de las suyas cada vez que estaba lejos de su atenta mirada. Pero en una noche como aquella las cosas eran distintas.

La señorita Tarabotti frunció el ceño. Conocía a la perfección los pensamientos del mayordomo, aunque su rostro permaneciera totalmente impasible. Una sonrisa se dibujó en sus labios. No tenía más remedio que admitirlo: seguramente no se equivocaba en sus vaticinios.

—Tenga cuidado, señorita —le dijo Floote muy serio, aunque sin demasiado convencimiento. Al fin y al cabo, había sido mayordomo de su padre antes que de ella, y sabía cómo había acabado Alessandro. Los Tarabotti siempre habían sido propensos a llevar vidas problemáticas.

—Oh, Floote, deja de comportarte como mi madre. Es impropio de un hombre de tu edad y profesión. Solo estaré fuera unas horas, y completamente a salvo. Mira. —Señaló detrás del mayordomo, a un lado de la casa, donde dos figuras acababan de aparecer de entre las sombras como murciélagos. Avanzaron con la gracia propia de los sobrenaturales hasta detenerse a unos pasos del carruaje de Alexia, listos para seguirla de cerca.

A Floote aquello no pareció reconfortarle. Resopló con la soltura impropia de un mayordomo de su estatus y cerró la puerta del carruaje.

Los guardaespaldas de la señorita Tarabotti no necesitaban transporte alguno; para algo eran vampiros. Claro que tampoco les hubiese importado tenerlo, más que nada porque correr detrás del transporte público no era muy propio de la mística de lo sobrenatural. Pero no sufrían desgaste de ningún tipo por causa del ejercicio físico, por lo que la señorita Tarabotti ordenó al conductor que arrancara antes de que los agentes del ORA tuviesen tiempo de solicitar la presencia de un carruaje propio.

El pequeño transporte de la señorita Tarabotti se puso en camino lentamente entre el abundante tráfico de la ciudad, y no se detuvo hasta llegar a una de las más elegantes moradas de Londres, la residencia de Lord Akeldama.

El vampiro ya la esperaba junto a la puerta.

—Alexia, la más dulce de las ciruelas, ¡qué mejor forma de pasar la noche de luna llena que en tu ambrosíaca compañía! ¿Quién podría desear algo mejor en la vida?

La señorita Tarabotti sonrió ante las excesivas galanterías de su amigo, aun a sabiendas de que Lord Akeldama preferiría estar en la ópera, o en la recepción de la duquesa o incluso en el West End, en algún antro de perversión y en compañía de alguna prostituta que le permitiera saciarse de su sangre hasta perder el conocimiento. Los vampiros gustaban de hacer travesuras en las noches de luna llena.

Alexia pagó al conductor y se dispuso a subir las escaleras de la entrada.

—Lord Akeldama, qué maravilloso volver a disfrutar de su compañía tan pronto. Le agradezco que haya podido acomodar mi visita con tan poca antelación. Tengo muchas cosas que contarle.

Lord Akeldama parecía complacido. Una de las pocas cosas capaces de retenerle en casa en una noche de luna llena como aquella era la información. De hecho, había cambiado sus planes a sabiendas de que si la señorita Tarabotti se ponía en contacto con él era porque necesitaba saber algo, y si necesitaba saber algo solo podía significar que ella había recibido a su vez alguna información de relevancia. El vampiro se frotó las manos, pálidas y elegantes. Información: razón más que suficiente para vivir. Bueno, eso y la moda.

Lord Akeldama había escogido sus mejores galas para la ocasión. Vestía un abrigo de terciopelo de un exquisito tono ciruela acompañado de un chaleco de satén a cuadros malva y turquesa. Los pantalones, perfectamente coordinados con el resto del conjunto, eran color lavanda, y el pañuelo un triple lazo de linón blanco asegurado al pecho del vampiro con un alfiler de oro y amatista. Sus botas, de cuero negro y altas hasta la rodilla, brillaban como un espejo, y la chistera era de terciopelo, a juego con el abrigo. La señorita Tarabotti no sabía si tan elaborada vestimenta respondía a la intención del vampiro de salir una vez finalizada su visita, si en realidad la consideraba tan importante en su vida o si simplemente se vestía como en una atracción de feria las noches de luna llena. Cualquiera que fuese el caso, Alexia sintió que, en comparación, su elección de vestuario era pobre y poco apropiada. Se alegró de que no tuviesen intención de salir a la calle juntos. ¡Cómo se reiría la multitud ante la visión de semejante pareja!

Lord Akeldama, siempre solícito, la ayudó a subir los escalones que los separaban de la puerta principal y, una vez allí, miró por encima de su rosado hombro en dirección al lugar en el que se había detenido el carruaje y donde ya no había nada.

—Tus sombras tendrán que permanecer fuera de mis dominios, mi pastelito de hojaldre. Conoces las leyes territoriales de los vampiros, ¿verdad, paloma mía? Ni siquiera tu seguridad, ni sus respectivos trabajos en las oficinas del ORA, pueden revocar dicho reglamento. Es más que una ley; es puro instinto.

La señorita Tarabotti miró a su amigo con los ojos abiertos de par en par.

—Si lo cree necesario, milord, por supuesto que se quedarán fuera de vuestros dominios.

—En realidad, florecilla mía, aunque no esté en tu mano comprender a qué me refiero, ellos lo comprenden a la perfección. —Sus ojos, sin apartarse un instante de las sombras, despedían un brillo metálico.

La señorita Tarabotti no alcanzaba a ver qué era lo que había llamado su atención, pero sabía que ello no significaba que no estuvieran allí: dos vampiros guardaespaldas, de pie en medio de la noche sin moverse ni un milímetro, vigilándolos. Observó el rostro de su amigo con mayor detenimiento.

Por un momento, la señorita Tarabotti creyó ver algo en los ojos de Lord Akeldama, un destello de desconfianza, una chispa de posesión. Se preguntó si aquella mirada era el equivalente vampírico a un perro marcando su territorio. No os acerquéis, decían los ojos de Lord Akeldama. Es mía. Si estaba en lo cierto, ¿qué hacían entonces los hombres lobo? Lord Maccon le había dado a entender que no eran tan territoriales como los vampiros, pero aun así… Las manadas preferían permanecer siempre en un mismo territorio, de eso no cabía duda. La señorita Tarabotti se encogió de hombros mentalmente. De hecho, no dejaban de ser lobos, al menos parte del tiempo, y el sentido del olfato era particularmente importante para ellos. Lo más probable era que orinaran para marcar su territorio. La imagen de Lord Maccon levantando la pierna para marcar los alrededores del castillo de Woolsey era tan absurda que Alexia tuvo que reprimir una carcajada. La pregunta se le antojó perfecta, a la par que insultante, de modo que decidió archivarla para poder utilizarla en el futuro cuando el conde menos se lo esperara.

Una sombra al otro lado de la calle, una profunda oscuridad recortada en la tenue luz de una farola de gas, se materializó en las figuras de dos hombres. Levantaron los sombreros de sus respectivas cabezas a modo de saludo, ante lo cual Lord Akeldama apenas esbozó una mueca de disgusto. Acto seguido, se desvanecieron de nuevo en la noche.

Lord Akeldama cogió la mano de Alexia, la colocó con afectación sobre su propio antebrazo y guio a la joven hacia las entrañas de su fabulosa residencia.

—Sígueme, querida. —El destello que Alexia creía haber visto en los ojos del vampiro había desaparecido, sustituido por la sofisticación extrema a la que estaba acostumbrada.

Lord Akeldama sacudió la cabeza mientras su mayordomo cerraba la puerta principal tras ellos.

—No son mucho mejores que los zánganos, los jóvenes de la colmena. ¡Son incapaces de pensar por sí mismos! En primer lugar, obedecen a la reina; en segundo, al ORA, malgastando sus mejores años saltando de una orden a otra como un batallón de soldados malogrado. Sin embargo, se trata de una vida libre de complicaciones para los primitivos de intelecto. —Su voz destilaba rencor, aunque la señorita Tarabotti creyó percibir una corriente subterránea de remordimientos. Tenía la mirada perdida, como si estuviera visitando una época más sencilla y largamente olvidada de su vida.

—¿Es esa la razón por la que se convirtió en un errante? ¿Demasiadas órdenes? —preguntó la señorita Tarabotti.

—¿Cómo dices, mi diminuto pepinillo? —Lord Akeldama sacudió la cabeza como si acabara de despertarse de un largo sueño—. ¿Órdenes? No, el cisma se produjo por razones mucho más laberínticas que eso. Todo empezó cuando las hebillas de oro se pusieron otra vez de moda, llegando a extremos insospechados con el enfrentamiento entre polainas de tela o de cuero, y desde ese momento todo vino rodado. Siempre he pensado que el momento más definitorio se produjo cuando dos personas, cuyos nombres omitiré, se opusieron a mi chaleco de seda a rayas rosas. Me encantaba aquel chaleco, tanto que decidí plantarme allí mismo. ¡No me importa contártelo! —Para marcar la profundidad de la ofensa, pateó el suelo con fuerza con uno de sus tacones decorados con plata y perlas—. ¡Nadie me dice qué puedo y qué no puedo llevar! —Cogió un abanico de una de las mesas del recibidor y se abanicó furioso para enfatizar sus palabras.

Era evidente que Lord Akeldama estaba cambiando de tema intencionadamente, pero a la señorita Tarabotti no le importó que lo hiciera. Respondió a la angustia de su amigo con un tímido murmullo de simpatía.

—Perdóname, mi pequeña cacatúa —continuó Lord Akeldama, fingiendo tener el control de una situación excesivamente emocional como era aquella—. Te ruego que perdones mi palabrería, que no es más que la de un loco. Es que me resulta tan desagradable tener a dos vampiros ajenos a mi sangre tan cerca de casa… Lo entiendes, ¿verdad? Es como tener escalofríos recorriéndote la espalda continuamente. Algo no va bien en el universo cuando invaden tu territorio. Puedo sobrellevarlo, pero no me gusta. Me pone nervioso; me descentra.

Lord Akeldama cerró el abanico. De pronto, un atractivo muchacho se materializó junto al vampiro con un paño para refrescarse enrollado artísticamente sobre una bandeja de plata. Lord Akeldama aceptó el ofrecimiento y se limpió la frente con su delicadeza acostumbrada.

—Oh, gracias, Biffy. Qué atento por tu parte. —Biffy guiñó un ojo y desapareció por donde había venido, mostrando por el camino una musculatura demasiado impresionante para alguien que se movía con tanta gracia. ¿Un acróbata, tal vez?, se preguntó Alexia. Lord Akeldama observó al joven mientras se alejaba—. No debería tener favoritos, claro está… —Suspiró y centró su atención en la señorita Tarabotti—. ¡Pero tenemos temas mucho más importantes que discutir! Por ejemplo, tú misma. ¿A qué debo el singular placer de tu presencia en una noche como esta?

Alexia se abstuvo de ofrecerle una respuesta directa. En su lugar, miró a su alrededor, escrutando el interior de la residencia del vampiro. Era la primera vez que visitaba la casa y debía confesar que se sentía abrumada. Todo estaba dispuesto según los dictados del diseño más moderno, siempre que por moderno se entendiese lo que se llevaba cien años atrás. Lord Akeldama poseía una abundante fortuna y no le asustaba mostrarla abiertamente. Nada en su hogar era de mala calidad, o falso, o de imitación. Las alfombras no eran persas, pero mostraban vivas imágenes de pastores seduciendo a jóvenes campesinas bajo cielos de un azul intenso. ¿Acaso aquello eran nubes blancas y mullidas? Pues sí, lo eran. Es más, el techo de la entrada mostraba un fresco al estilo de la Capilla Sixtina, solo que en el de Lord Akeldama había hermosos querubines de mejillas sonrojadas en lugar de sibilas, inmortalizados en las más infames actividades. Alexia se sonrojó. Todo tipo de actividades. Bajó la mirada, avergonzada. Bordeando el perímetro del recibidor había una sucesión de columnas corintias sobre las cuales un ejército de dioses desnudos mostraba sus atributos, muchos de ellos procedentes de la antigua Grecia.

El vampiro la guio hasta la sala de estar. Allí, el estilo no era recargado como hasta entonces, sino que recordaba a la época anterior a la Revolución Francesa. El mobiliario era blanco o dorado, tapizado en telas a rayas doradas y ocres y con acabados en borlas y flecos. Las cortinas, de un grueso terciopelo dorado, cubrían los enormes ventanales, y la lujosa alfombra del suelo volvía a mostrar un nuevo capítulo de los amoríos entre pastores y campesinas. En la residencia de Lord Akeldama solo podían encontrarse dos detalles propios de los tiempos modernos: primero, la iluminación de la estancia, con numerosas lámparas de gas por todas partes que hacían de los candelabros meros objetos decorativos; segundo, una especie de tubería de oro de la que surgían ramificaciones por todas partes y que descansaba sobre la repisa de la chimenea. Alexia supuso que se trataba de una pieza de arte moderno. ¡Menudo gasto absurdo!, pensó.

Tomó asiento en una butaca y se quitó los guantes y el sombrero. Lord Akeldama hizo lo propio, sacó el extraño artilugio de cristal con forma de horquilla que había utilizado en su último encuentro y, arrancándole un sonido disonante, lo dejó sobre la mesa.

Alexia se preguntó si Lord Akeldama creía necesario tomar tantas precauciones en su propia casa. Luego supuso que nadie teme más ser espiado que quien se ha pasado toda su vida haciéndolo.

—Y bien —dijo el vampiro—, ¿qué te parece mi humilde morada?

A pesar de la pomposidad y la grandeza, la estancia transmitía la cotidianeidad propia del uso diario. Por todas partes había guantes y sombreros, algunas notas manuscritas en trozos de papel y una extraña cajita de rapé. Frente a la chimenea, descansaba un gato gordo y moteado, amo y señor de un enorme cojín y una o dos borlas inertes. Presidía la estancia desde una esquina un hermoso piano de cola, limpio y brillante y con varias partituras listas para ser interpretadas. Era evidente que recibía más uso que el de la sala de estar de los Loontwill.

—Es inesperadamente acogedora —respondió la señorita Tarabotti.

—Y lo dice alguien que ha visitado la colmena de Westminster —dijo Lord Akeldama entre risas.

—Es muy, eh, rococó —añadió Alexia, incapaz de herirlos sentimientos del vampiro diciéndole que le parecía todo muy pasado de moda.

Lord Akeldama dio una palmada, encantado.

—¿No te parece? Me temo que nunca llegué a superar aquella época. Fueron años gloriosos. Los hombres finalmente se acostumbraron a llevar elementos brillantes en su vestimenta, y luego todo ese encaje y ese terciopelo por todas partes.

De pronto oyeron un leve alboroto frente a la sala de estar que se convirtió en un coro de risas estridentes.

Lord Akeldama sonrió afectuosamente, y sus colmillos brillaron bajo la luz de la estancia.

—¡Esos son mis pequeños zánganos! —explicó, sacudiendo la cabeza—. Ah, quién fuera joven de nuevo.

Nadie los molestó, ajenos a lo que estaba sucediendo en el recibidor de la casa. Al parecer, en la residencia de Lord Akeldama una puerta cerrada equivalía a un «no molestar» que nadie osaba contradecir. A pesar de ello, Alexia pronto descubrió que el hogar de su amigo parecía estar siempre en un continuo estado de sitio.

La señorita Tarabotti imaginó que aquello debía de ser lo que sucedía en los clubes para hombres. Sabía que no había ni una sola mujer entre los zánganos de Lord Akeldama, y es que, aunque sus preferencias se hubiesen extendido en dicho sentido, difícilmente podía presentarse con una mujer ante la condesa Nadasdy y pedirle que la convirtiese. Ninguna reina transformaría a una mujer al servicio de un vampiro errante; las posibilidades de crear a una reina rebelde eran pocas pero reales. Probablemente, la condesa aceptaba morder a los zánganos de Lord Akeldama por pura tolerancia y para incrementar la población vampírica de Londres. A menos, claro está, que Lord Akeldama estuviera vinculado a otra colmena. La señorita Tarabotti prefería no preguntárselo; una pregunta como aquella podía considerarse una impertinencia.

Lord Akeldama se acomodó en su butaca y acarició distraídamente la amatista del alfiler de su pañuelo con los dedos pulgar e índice, mientras mantenía el meñique en alto.

—Y bien, mi encantador bollito, háblame de tu visita a la colmena.

Alexia le explicó sus impresiones de la visita y de los allí presentes sin entrar en demasiados detalles. En líneas generales, Lord Akeldama parecía estar de acuerdo con sus opiniones.

—No le hagas mucho caso a Lord Ambrose; es la mascota favorita de la reina, pero me temo que, a pesar de su pulcritud, tiene el cerebro de una pava real. ¡Qué gran pérdida! —Chasqueó la lengua y sacudió la cabeza tristemente—. El duque de Hematol, por su parte, es un personaje astuto y en un enfrentamiento de tú a tú, el más peligroso sin duda del círculo de Westminster.

Alexia meditó sobre aquel vampiro más bien anodino que tanto le había recordado al profesor Lyall.

—Ciertamente esa fue mi impresión —convino con Lord Akeldama.

El vampiro se rio.

—Pobre Bertie, ¡se esfuerza tanto para no aparentar precisamente eso!

La señorita Tarabotti arqueó las cejas.

—Ese es precisamente su problema.

—No es mi intención ofenderte, mi hermosa florecilla, pero tú para él no eres más que un ser insignificante. Al duque le gusta invertir su tiempo en dominar el mundo y otras estupideces por el estilo. Cuando uno dirige los destinos del universo social, una hermosa mujer como tú, soltera y preternatural, difícilmente puede provocarle una inquietud excesiva.

La señorita Tarabotti comprendía a la perfección el razonamiento del vampiro, de modo que no se sintió ofendida por sus palabras.

—Pero, tesoro mío —continuó Lord Akeldama—, en tus circunstancias, yo tendría cuidado con el doctor Gaedes. Más cambiante que la reina, y… ¿cómo decirlo? —Dejó de acariciar la amatista y golpeó insistentemente su brillante superficie con la punta del dedo—. Le interesan las minucias. ¿Sabías que es muy aficionado a los inventos?

—¿Era suya la colección que había en el vestíbulo de la colmena?

Lord Akeldama asintió.

—También hace sus pinitos, además de invertir y coleccionar zánganos de su misma opinión. No está demasiado en sus cabales, en el sentido más convencional y diurno de la expresión.

—¿En comparación con? —Alexia estaba confusa. Al fin y al cabo, la cordura era un concepto universal. ¿O tal vez no?

—Ah —respondió Lord Akeldama, guardando silencio un instante—, los vampiros tenemos una idea más liberal del concepto de salud mental. —Agitó los dedos en el aire—. La claridad moral se vuelve un tanto borrosa durante los dos primeros siglos, más o menos.

—Comprendo —dijo la señorita Tarabotti, aunque en realidad no era así.

De pronto alguien llamó tímidamente a la puerta. Lord Akeldama detuvo la vibración del dispositivo de disrupción acústica.

—¡Adelante!

La puerta se abrió para mostrar a un grupo de jóvenes sonrientes, capitaneados por el muchacho al que Lord Akeldama se había referido previamente como Biffy. Todos ellos eran hermosos, encantadores y llenos de vida. Entraron como una manada en la estancia.

—Mi señor, vamos a salir a disfrutar de la luna llena —dijo Biffy, con una chistera en la mano.

Lord Akeldama asintió.

—Seguid las instrucciones de siempre, mis queridos muchachos.

El grupo al completo asintió como un solo hombre, con Biffy a la cabeza. Todos ellos iban de punta en blanco y vestían a la última moda: dandis de clase alta para quienes las puertas de cualquier fiesta estaban siempre abiertas pero cuya presencia pasaba inadvertida. Alexia sabía que cualquier hombre bajo la protección de Lord Akeldama debía vestir a la última moda, mostrarse enteramente presentable y, como consecuencia, resultar invisible a los ojos del común de los mortales. Algunos habían adoptado su gusto por la ropa escandalosa, pero la mayoría eran versiones más moderadas y menos excéntricas de su señor. Alexia creyó reconocer a alguno de ellos, pero, aunque le fuese la vida en ello, fue incapaz de determinar dónde y cuándo los había visto, tan buenos eran en aparentar exactamente lo que se esperaba de ellos.

Biffy miró a la señorita Tarabotti antes de dirigirse de nuevo a Lord Akeldama.

—¿Necesita algo en particular para esta noche, mi señor?

Lord Akeldama agitó una mano en el aire.

—Hay una partida de proporciones considerables en juego, queridos míos. Dependo de vosotros para jugarlo y confío que lo haréis con vuestras consumadas habilidades para hacerlo.

Los jóvenes rompieron a reír como si ya hubiesen tomado alguna copa del delicioso champán de Lord Akeldama y abandonaron la estancia entre empujones.

Biffy se detuvo junto a la puerta, menos animado y más preocupado que sus compañeros.

—¿Estará bien sin nosotros, milord? Puedo quedarme si lo prefiere. —Algo en sus ojos parecía decir que preferiría quedarse, y no solo porque le preocupase el bienestar de su señor.

Lord Akeldama se puso en pie y avanzó hacia la puerta. Besó al joven en la mejilla y luego la acarició con el dorso de la mano.

—Debo conocer a los jugadores —dijo, sin apenas enfatizar sus palabras: ninguna entonación, ninguna expresión de cariño, solo la seguridad del que está acostumbrado a dar órdenes, algo cansado ya después de tanto tiempo.

Biffy clavó la mirada en la lustrosa punta de sus botas.

—Sí, milord.

Alexia se sintió un tanto incómoda, como si estuviera presenciando un momento íntimo de alcoba. Se sonrojó avergonzada y tuvo que mirar para otro lado, fingiendo un repentino interés por el piano.

Biffy se puso el sombrero de copa, inclinó levemente la cabeza y abandonó la estancia.

Lord Akeldama cerró la puerta tras él y regresó junto a la señorita Tarabotti.

No sin cierto atrevimiento, Alexia posó una mano sobre el brazo del vampiro, provocando la desaparición de sus colmillos. El humano en él, enterrado bajo el peso de los años, salió a la superficie al primer contacto. Chupa-almas, así era como la llamaban los vampiros, y, sin embargo, solo en momentos como aquel Alexia sentía que podía sentir la verdadera naturaleza de Lord Akeldama.

—Todo irá bien —dijo, tratando de aparentar seguridad en sus palabras.

—Sospecho que ese estado dependerá de lo que descubran mis muchachos y de si alguien cree que es importante —dijo el vampiro en tono paternal.

—Hasta el momento, no ha desaparecido ningún zángano —añadió Alexia, pensando en la joven doncella francesa que se había refugiado en la colmena de Westminster tras la desaparición de su señor, un vampiro errante.

—¿Es esa la versión oficial? ¿O tal vez información desde la misma fuente? —preguntó Lord Akeldama, acariciando suavemente la mano de su amiga.

Alexia sabía que en realidad le estaba preguntando por los archivos del ORA. Y, puesto que nada sabía al respecto, decidió explicarse:

—Lord Maccon y yo no nos hablamos en este momento.

—Por todos los santos, ¿y por qué? Eres mucho más divertida cuando lo haces. —Lord Akeldama había presenciado numerosas discusiones entre su amiga y el conde, pero nunca antes habían llegado al extremo de retirarse la palabra. Aquello violaba las condiciones de su relación.

—Mi madre quiere que me case con él. ¡Y él está de acuerdo! —exclamó la señorita Tarabotti, como si aquello lo explicara todo.

Lord Akeldama, sorprendido, le cubrió la boca con la mano. Volvía a ser el vampiro frívolo de siempre. Observó detenidamente el rostro de Alexia para determinar la veracidad de sus palabras y, cuando supo que hablaba en serio, echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar una sonora carcajada nada propia de un vampiro de su alcurnia.

—Por fin enseña sus cartas, ¿eh? —consiguió decir entre risas mientas se enjugaba las lágrimas con un pañuelo malva que acababa de sacar de uno de los bolsillos del chaleco—. Señor, ¿qué opinará el deán de semejante unión? ¡Preternatural y sobrenatural! En toda mi vida había visto algo semejante. Con todo el poder que ostenta ya Lord Maccon. Las colmenas se escandalizarán. ¡Y el potentado! ¡Ja!

—Espere un momento —insistió Alexia—. Le he dicho que no.

—¿Qué has hecho qué? —exclamó Lord Akeldama, y su sorpresa ahora era sincera—. ¡Después de engatusarlo durante todos estos años! He de decir que has sido muy cruel con él, mi querido capullo de rosa. ¿Cómo has podido? No es más que un licántropo, y pueden ser criaturas terriblemente emocionales, ¿entiendes? Ciertamente sensibles en estos temas. ¡Podrías haber provocado un daño irreparable!

La señorita Tarabotti frunció el ceño, desconcertada ante semejante diatriba. ¿No debería su amigo ponerse de su parte? Ni siquiera se le ocurrió pensar en lo extraño que era que un vampiro defendiera los sentimientos de un hombre lobo.

El vampiro en cuestión siguió con su discurso.

—¿Qué tiene de malo? Es un poco tosco, en eso estamos de acuerdo, pero por lo demás es una bestia joven y robusta. Y dicen las malas lenguas que posee algún otro atributo en cantidades… nada desdeñables.

La señorita Tarabotti apartó la mano y se cruzó de brazos.

—No pienso permitir que se le imponga este matrimonio solo porque nos sorprendieron in flagrante delito.

—¿Qué os sorprendieron… cómo? ¡Esto cada vez se pone mejor! ¡Exijo hasta el último detalle! —exclamó el vampiro, dispuesto a dejarse llevar por las deliciosas experiencias de su amiga.

De pronto, se produjo una nueva conmoción procedente de la entrada de la casa, algo que, al parecer, sucedía continuamente en la residencia Akeldama. Esta vez, sin embargo, ni Alexia ni el vampiro prestaron atención al alboroto, absortos como estaban en los detalles de la conversación.

La puerta de la sala de estar se abrió de golpe.

—¡Aquí! —gritó el hombre responsable de la interrupción, que no iba bien vestido y claramente nada tenía que ver con la espléndida residencia de Lord Akeldama.

Los dos amigos se pusieron en pie de un salto. Alexia cogió su sombrilla de latón y la sujetó firmemente con ambas manos. Lord Akeldama, por su parte, se armó con la tubería dorada que descansaba sobre la chimenea y presionó un botón secreto. De pronto, de cada uno de los extremos salió una cuchilla en forma de garfio, una de madera y la otra de plata maciza. No se trataba de una pieza de arte, tal y como Alexia había imaginado.

—¿Dónde están mis zánganos? —se preguntó Lord Akeldama.

—Eso ahora no importa —dijo Alexia—. ¿Dónde se han metido mis guardaespaldas?

El hombre de la puerta no tenía respuestas para ninguno de los dos. Ni siquiera se molestó en prestar atención a sus palabras. No se movió de donde estaba, bloqueando con su cuerpo la única escapatoria posible.

—Hay una mujer con él —gritó el desconocido volviéndose hacia la entrada.

—No importa, tráelos a los dos —respondió una voz. Acto seguido se oyeron unas palabras en latín, demasiado complicadas para los escasos conocimientos clásicos de la señorita Tarabotti, y pronunciadas con un acento tan arcano que se hacía aún más complicado descifrar su significado.

Lord Akeldama se puso en tensión. Claramente había entendido su significado, o al menos la consecuencia que se extraía de ellas.

—No. ¡No puede ser! —susurró.

La señorita Tarabotti tuvo la certeza de que si Lord Akeldama no hubiese poseído la palidez propia de los de su especie, aquellas palabras habrían sido suficientes para provocársela en el acto. Sus reflejos sobrenaturales parecían paralizados.

El extraño de la puerta desapareció para ceder su lugar a una figura que Alexia aún no había podido olvidar: un hombre con la cara de cera.