Paseando con científicos. Experimentando con condes

El señor MacDougall se presentó puntual al día siguiente, a las once y media de la mañana, para llevar a la señorita Tarabotti a dar un paseo. Su aparición provocó un revuelo considerable en la residencia de los Loontwill. Alexia esperaba la llegada del científico con toda naturalidad, sentada en la sala de estar principal de la casa, ataviada con un vestido de paseo verde bosque con botones de filigrana dorada, un elegante sombrero de paja de ala ancha y una expresión de concentración en el rostro. La familia dedujo su pronta partida por el sombrero y los guantes, pero no tenían la menor idea de quién podría aparecer para recogerla. Aparte de Ivy Hisselpenny, Alexia no solía recibir visitas a menudo. Además, todos sabían que los Hisselpenny solo poseían un carruaje y que este no tenía la categoría suficiente para merecer adornos de oro y otras filigranas. Los Loontwill no tuvieron más remedio que suponer que Alexia esperaba la visita de un hombre. Pocas cosas quedaban en el mundo más sorprendentes que aquello. La posible reintroducción del miriñaque causaría menos revuelo. La habían atosigado durante toda la mañana tratando de arrancarle el nombre del caballero, pero sin éxito. De modo que los Loontwill al completo se habían acomodado finalmente junto a Alexia en la sala de estar, tanto o más emocionados que ella. Cuando por fin se oyó el tan ansiado golpe en la puerta, apenas pudieron contenerse.

El señor MacDougall sonrió tímidamente a las cuatro mujeres que al parecer habían intentado abrirle la puerta todas al mismo tiempo. Saludó a la señora Loontwill, a la señorita Evylin Loontwill y a la señorita Felicity Loontwill. Alexia las presentó con poca gracia y mucha vergüenza. Luego se cogió al brazo que le ofrecía el científico con fuerza y un cierto aire de desesperación. Sin más dilación, la ayudó a bajar las escaleras y a montarse en el carruaje para, acto seguido, tomar asiento junto a ella. Alexia desplegó su fiel sombrilla y la inclinó de forma que ya no tuvo que mirar más a su familia.

Tiraban del coche dos hermosos alazanes, bestias tranquilas y silenciosas, de color y paso idéntico, y fuertes a pesar de que les faltaba una cierta chispa en la mirada. El carruaje era igualmente modesto, sin apenas excesos y sí las últimas comodidades. El científico los manejaba a los tres con la soltura de quien es su dueño, y Alexia no tuvo más remedio que revisar la opinión que de él se había formado. Todo estaba en perfectas condiciones y no se había escatimado en gastos, a pesar de que solo estaba en Inglaterra de visita. El carruaje incluía un dispositivo a manivela para hervir el agua del té sobre la marcha, un dispositivo óptico de larga distancia para apreciar mejor la belleza del paisaje e incluso un pequeño motor de vapor unido a un complejo sistema hidráulico cuyo propósito Alexia no fue capaz de discernir. El señor MacDougall era un científico, cierto, y también americano, sin duda, pero también parecía poseer un gusto refinado y medios económicos con los que mostrarlo en público como se merecía. La señorita Tarabotti estaba debidamente sorprendida, puesto que una cosa era poseer riquezas y, otra bien distinta, saber cómo mostrarlas adecuadamente.

Tras ellos, la familia de Alexia se había reunido en una pequeña piña y observaban encantados la estampa. No solo habían acertado el sexo del visitante, sino que estaban doblemente encantados de que se tratara del joven científico de la noche anterior. Pronto habían deducido que, al parecer, el joven poseía más capital del que cabía esperar en un miembro estándar de la clase intelectual (incluso para un americano), alcanzando niveles de euforia nunca antes vistos (sobre todo en el señor Loontwill).

—Podría ser un buen partido —le dijo Evylin a su hermana mientras ambas despedían desde la entrada de la casa a Alexia—. Demasiado corpulento para mi gusto, pero no se puede permitir ser muy quisquillosa, no con su edad y su apariencia —concluyó, apartando uno de sus hermosos tirabuzones dorados tras el hombro.

—Y nosotros que creíamos que sus posibilidades de encontrar esposo se habían extinguido —intervino Felicity negando con la cabeza, incrédula ante las maravillas de las que era capaz el universo.

—Son tal para cual —dijo su madre—. Es evidente que se trata de un joven estudioso. Anoche no logré comprender ni una sola palabra de su conversación, ni una sola. Seguro que le gustan los libros.

—¿Sabéis qué es lo mejor de esta situación? —añadió Felicity, no sin cierta malicia. Su padre murmuró un «Todo ese dinero» que nadie oyó o todas ignoraron, de modo que Felicity respondió a su propia pregunta—: Si se casan, se la llevará con él a las Colonias.

—Cierto, aunque tendremos que soportar que todo el mundo, hasta los más importantes, sepan que tenemos un americano en la familia —se quejó Evylin con los ojos entornados.

—No queda más remedio, queridas mías, no queda más remedio —dijo su madre, haciéndolas entrar en casa y cerrando la puerta firmemente tras ellas. Se preguntaba cuánto podrían ahorrarse en los futuros gastos de la boda de Alexia, de modo que se retiró al estudio con su marido para discutir sobre el tema.

La familia de la señorita Tarabotti, como es evidente, se había extralimitado en sus predicciones. Las intenciones de Alexia hacia el señor MacDougall eran de naturaleza más platónica que casamentera. Tan solo ansiaba salir de casa y hablar con una persona que, para variar, poseyera un cerebro a pleno rendimiento. Las intenciones del señor MacDougall, en cambio, eran mucho menos puras, pero su timidez era tal que la señorita Tarabotti podía ignorar fácilmente cualquier incursión verbal en las tortuosas aguas del romance. Y así lo hizo, preguntándole por sus investigaciones científicas.

—¿Cómo llegó a interesarse por la medición del alma? —preguntó amablemente, encantada de encontrarse al aire libre y dispuesta a prodigarse en atenciones con el responsable de su libertad.

El día había amanecido sorprendentemente agradable, cálido a pesar de una ligera y refrescante brisa. La sombrilla de la señorita Tarabotti cumplía a la perfección la función para la que había sido fabricada, y es que Alexia no necesitaba ni un solo rayo de sol más del estrictamente necesario. Un simple destello de luz diurna y su piel adquiría un ligero color moca, suficiente para provocar un ataque de nervios a su madre, que solo respiraba tranquila cuando Alexia llevaba sombrero y sombrilla, ambos en sus respectivos puestos.

El señor MacDougall arreó los caballos hasta que estos adoptaron un trote perezoso. Un hombre de rostro vulpino, cabello claro y gabardina larga hasta los pies abandonó su posición bajo la farola que iluminaba el acceso a la residencia de los Loontwill y siguió al carruaje a una distancia prudencial.

El señor MacDougall observó a su compañera de montura. No era bella según los cánones más clásicos, pero, aun así, le gustaba la línea de su mandíbula y el brillo decidido de sus ojos oscuros. Siempre había adolecido de una clara inclinación por las mujeres de voluntad firme, sobre todo cuando esta venía acompañada de una mandíbula bien formada, ojos grandes y oscuros y una hermosa figura. Decidió que Alexia era suficientemente fuerte como para compartir con ella la verdadera razón por la que quería medir las dimensiones del alma, y de todas formas era una buena historia, bella y dramática al mismo tiempo.

—Supongo que aquí a nadie le parecería mal admitirlo públicamente —dijo para empezar—, pero ha de comprender que en mi país no hablaría de ello. —El señor MacDougall escondía un gusto refinado por el drama tras sus anteojos y unas entradas cada vez más pronunciadas.

La señorita Tarabotti puso una comprensiva mano sobre el antebrazo del científico.

—Mi querido amigo, ¡no pretendía meterme en sus asuntos! Espero que no hayáis confundido mi pregunta con una orden.

El caballero se sonrojó y se colocó bien los anteojos con gesto nervioso.

—¡Oh, no, claro que no! Nada de eso. Es solo que mi hermano fue transformado. En vampiro, ya sabe. Mi hermano mayor.

La respuesta de Alexia fue característicamente británica.

—Felicítele de mi parte por haber logrado metamorfosearse con éxito. Ojalá consiga dejar su granito de arena en la historia.

El americano sacudió la cabeza con tristeza.

—Aquí, como se deduce de su comentario, se considera algo bueno. En este país, quiero decir.

—La inmortalidad es la inmortalidad. —Alexia no pretendía ser antipática, a pesar de sus palabras.

—No cuando el precio a pagar es la pérdida del alma.

—¿Su familia aún prefiere las viejas creencias? —preguntó Alexia, sorprendida. Al fin y al cabo, el señor MacDougall era un científico, y los científicos no solían proceder de ambientes especialmente religiosos.

Él asintió.

—Puritanos hasta la médula. No hay en ellos ni un solo hueso progresista: para ellos, sobrenatural es sinónimo de no-muerto. John sobrevivió al mordisco, pero, aun así, lo repudiaron y lo eliminaron del testamento. La familia le dio tres días de ventaja y luego le dieron caza como a un perro rabioso.

La señorita Tarabotti sacudió la cabeza con gesto afligido. ¡Cuánta estrechez de miras! Conocía bien la historia. Los puritanos habían partido hacia el Nuevo Mundo, dejando atrás su Inglaterra natal, porque la reina Isabel había aprobado la presencia de seres sobrenaturales en las Islas Británicas. Desde entonces, las Colonias vivían sumidas en un atraso crónico: todo lo que tenía que ver con vampiros, licántropos y fantasmas se abordaba desde la perspectiva religiosa, haciendo de América un lugar altamente supersticioso. ¡A saber qué dirían de alguien como ella!

—¿Y por qué quería transformarse su hermano? —preguntó Alexia, que sentía curiosidad por aquel hombre que, a pesar de su origen religioso, había decidido probar suerte.

—Fue contra su voluntad. Creo que la reina de la colmena lo hizo para dejar algo claro. Los MacDougall siempre hemos votado en contra del cambio. Antiprogresistas hasta el último aliento e influyentes en los sectores más importantes del gobierno.

La señorita Tarabotti asintió. Teniendo en cuenta el estatus económico de aquel hombre, era evidente que su familia podía mover los hilos como se le antojara. Acarició la suave piel del asiento con una mano. Tenía ante ella un científico que no necesitaba quien le patrocinase. Extraño lugar, aquella tierra al otro lado del océano, donde la religión y el dinero importaban tanto y la historia y la memoria tan poco.

—Supongo que la colmena imaginó que transformando al mayor de los MacDougall nos harían cambiar de idea —continuó el señor MacDougall.

—¿Y fue así?

—No, excepto conmigo. Quería a mi hermano mayor, ¿sabe? Lo vi una vez después del cambio. Seguía siendo la misma persona, más fuerte y pálido, quizás, pero esencialmente el mismo. Probablemente habría seguido votando a los conservadores si le hubiesen dejado. —Sonrió levemente y luego su rostro recuperó su expresión anodina de siempre—. Así que cambié el banco por la biología y desde entonces he centrado mis estudios en lo sobrenatural.

La señorita Tarabotti sacudió la cabeza, contrariada. Unos inicios de lo más tristes, ciertamente. Contempló la belleza de aquella mañana soleada: el hermoso color verde de Hyde Park, los alegres sombreros y los vestidos de las damas que paseaban sobre la hierba cogidas del brazo, la pareja de rotundos dirigibles planeando sosegadamente sobre sus cabezas.

—El ORA no permitiría semejante comportamiento por parte de un vampiro. Morder sin permiso, ¡qué descaro! ¡Por no hablar de una reina atacando a un inocente con la intención de metamorfosearlo! Un comportamiento vergonzoso, sin duda.

El señor MacDougall suspiró.

—El suyo es un mundo muy distinto, mi querida señorita Tarabotti. Muy distinto. Mi país es una tierra en guerra consigo misma. Que los vampiros se pusieran del lado de los Confederados es algo que nunca se perdonará.

Alexia no tenía la intención de insultar a su nuevo amigo, de modo que se abstuvo de criticar a su gobierno. Pero ¿qué esperaban los americanos si se negaban a integrar a sus ciudadanos sobrenaturales en el seno de la sociedad? ¿Qué pretendían obligando a vampiros y hombres lobo a esconderse y merodear de un lado a otro en una triste imitación de la Edad Media europea?

—¿Ha rechazado usted las creencias puritanas de su familia? —preguntó la señorita Tarabotti mirando inquisitivamente a su compañero. De pronto, creyó captar por el rabillo del ojo el vuelo color canela de un abrigo. Debía de ser duro para el profesor Lyall estar al aire libre bajo aquel sol, especialmente cuando la luna llena estaba ya tan cerca. Se sintió culpable por un instante, aunque también aliviada al comprobar que había sido él el encargado del turno de vigilancia nocturno. Significaba que Lord Maccon aún pensaba en ella, aunque probablemente lo hacía como un problema… Pero aquello era mejor que nada, ¿no? Alexia se acarició los labios con una mano e inmediatamente se obligó a ignorar todo pensamiento que girara en torno al estado mental del conde de Woolsey.

—¿Se refiere a si he abandonado la creencia de que los seres sobrenaturales han vendido sus almas al diablo? —respondió el señor MacDougall.

La señorita Tarabotti asintió.

—Sí, aunque no necesariamente a raíz de la caída en desgracia de mi hermano. La idea nunca me pareció suficientemente científica. Mis padres no sabían a qué se arriesgaban enviándome a Oxford. ¿Sabía que estudié en este país durante un tiempo? Muchos de mis profesores fueron vampiros. Ahora comulgo con el ideario de la Royal Society, según el cual el alma ha de ser una entidad cuantificable. Algunos individuos poseen menos de esta materia del alma y otros más. Los que tienen más pueden convertirse en inmortales y los que tienen menos no. Sin embargo, no es la ausencia de alma lo que los puritanos temen, sino su exceso, un concepto que en mi familia es constituyente de herejía.

Alexia asintió. Estaba al corriente de todo lo que publicaban los miembros de la Royal Society, quienes aún no habían descubierto la existencia de los preternaturales y los exentos de alma. El ORA permitía que la comunidad científica diese palos de ciego sin permitirles el acceso a esa realidad en particular, aunque la señorita Tarabotti era de la opinión que, en una era en la que la información y el conocimiento eran de suma importancia, no pasaría mucho tiempo antes de que los de su especie fuesen diseccionados para su estudio minucioso.

—¿Y lleva desde entonces tratando de idear la forma de medir el alma? —preguntó Alexia, mirando a su alrededor disimuladamente en busca de su sombra sobrenatural. A pocos metros de distancia, el profesor Lyall paseaba tranquilamente, quitándose el sombrero a modo de saludo cada vez que se cruzaba con una dama: un hombre de clase media cualquiera ajeno al pequeño carruaje. Alexia, sin embargo, sabía que la estaba vigilando todo el tiempo, y es que el profesor Lyall sabía cómo hacer su trabajo.

El señor MacDougall asintió.

—¿No le gustaría saberlo? ¿Especialmente siendo una mujer? Quiero decir que en las mujeres el riesgo de no sobrevivir a la metamorfosis siempre es mayor.

La señorita Tarabotti sonrió.

—Se lo agradezco, pero sé exactamente cuánta alma poseo. No necesito que un científico me saque de dudas.

El señor MacDougall se rio, confundiendo su absoluta confianza por una broma.

Un grupo de jóvenes con aspecto de dandis pasaron junto al carruaje. Todos vestían a la última moda: chaqués de tres botones en lugar de levitas, pañuelos de seda anudados al cuello a modo de corbata y cuellos altos. Alexia estaba segura de conocer a algunos de ellos, aunque no recordaba de dónde y, como es lógico, tampoco recordaba sus nombres. Todos la saludaron con un movimiento de sombrero. Uno de ellos, un espécimen especialmente alto con pantalones de seda de color arándano, redujo el paso para observar al señor MacDougall con un interés inexplicable hasta que sus compañeros tiraron de él sin miramientos. A un lado de la escena, el profesor Lyall tomó nota de tan extraño comportamiento con sumo interés.

Alexia miró a su compañero.

—Si tuviera éxito en su objetivo de dar con la fórmula que permita medir el alma de cualquiera, señor MacDougall, ¿no le preocupa que alguien pueda hacer un uso fraudulento de dicho conocimiento?

—¿Un científico?

—Un científico, una colmena, una manada, un gobierno. Ahora mismo, lo que mantiene el poder de lo sobrenatural bajo control es el escaso número que lo compone. Si pudieran saber con antelación a quién reclutar, podrían convertir a más mujeres y aumentar la población de forma drástica. Si eso ocurriera, el tejido social de nuestro mundo tal y como lo conocemos cambiaría para siempre.

—Y, sin embargo, que nos necesiten para procrear nos da una pequeña ventaja —objetó él.

De pronto Alexia cayó en la cuenta de que colmenas y manadas debían de llevar cientos de años buscando la forma de medir el alma humana y que, por tanto, el joven que se sentaba junto a ella pocas posibilidades tenía de triunfar donde generaciones de investigadores sobrenaturales ya habían fracasado. Aun así, decidió no decir nada al respecto. ¿Quién era ella para destruir los sueños de un hombre?

En su lugar, fingió interesarse por un grupo de cisnes que surcaban las aguas de un pequeño estanque junto al camino. En realidad, era el profesor Lyall quien había captado su atención. ¿Acababa de tropezar? Eso parecía, con tan mala suerte que había topado con otro caballero al que, como consecuencia del percance, se le había caído una especie de objeto metálico.

—¿Sobre qué tema hablará en la inauguración del Hypocras? —preguntó la señorita Tarabotti.

El señor MacDougall tosió.

—Bueno —empezó el americano, ciertamente avergonzado—, básicamente sobre qué no es el alma. Mis primeras investigaciones parecen indicar que no se trata de un aura de ningún tipo ni de una pigmentación de la piel. Son muchas las teorías posibles: algunos creen que reside en una zona del cerebro; otros que es un elemento líquido de los ojos o quizás de precedencia eléctrica.

—¿Y usted qué cree? —Alexia seguía fingiendo interés por los cisnes. El profesor Lyall parecía recuperado. Era difícil de decir desde aquella distancia, pero, bajo el ala del sombrero, su rostro anguloso se le antojó extrañamente pálido.

—Teniendo en cuenta lo que sé de la metamorfosis (y nunca he tenido el privilegio de presenciar una) creo que la conversión es el resultado de la acción de un patógeno sanguíneo, el mismo tipo de patógeno que, según el doctor Snow, ha provocado los recientes brotes de cólera.

—¿Se opone a la hipótesis miasmática de la transferencia de enfermedades?

El científico inclinó la cabeza, encantado de poder conversar con una mujer tan bien instruida en la teoría médica moderna.

—El doctor Snow sugiere que la transmisión del cólera tuvo lugar como consecuencia de la ingestión masiva de agua contaminada —continuó la señorita Tarabotti—. ¿Cómo cree usted que ocurre la transmisión sobrenatural?

—Eso sigue siendo un misterio, como también lo sigue siendo el hecho de que algunos respondan positivamente y otros no.

—¿Una condición a la que actualmente nos referimos como presencia o ausencia de alma? —sugirió Alexia.

—Exacto. —Los ojos del científico brillaban con entusiasmo—. Identificar el patógeno solo nos mostrará qué ocurre para llegar a la metamorfosis. No nos dirá por qué ocurre ni cómo. Mis investigaciones hasta la fecha se han centrado en la vertiente hematológica del dilema, pero empiezo a pensar que he estado persiguiendo la hipótesis incorrecta.

—Necesita deducir qué es diferente entre quienes mueren y aquellos que sobreviven al cambio —dijo Alexia, tamborileando distraídamente con la punta de los dedos sobre el mango de latón de su sombrilla.

—Y cómo sobrevive antes y después de la metamorfosis —añadió el señor MacDougall. Estaba tan entusiasmado que detuvo los caballos para poder volverse hacia Alexia—. Si el alma tiene sustancia, si es un órgano o parte de uno, algo que algunos poseemos y otros no, el corazón, quizás, o los pulmones…

La señorita Tarabotti estaba entusiasmada, tanto que terminó de formular la hipótesis.

—¡Entonces debería ser cuantificable! —Sus ojos brillaban ante la posibilidad de que algo así fuera posible. Una idea admirable, pero se necesitarían muchas horas de estudio para probarla. Ahora entendía por qué no le había parecido un tema de conversación apropiado para la cena en casa de los Blingchester—. ¿Estáis llevando a cabo alguna disección cadavérica? —preguntó.

El señor MacDougall asintió, obviando en su emoción las sensibilidades femeninas de Alexia.

—Pero estoy encontrando dificultades a la hora de adquirir vampiros y licántropos muertos para hacer las comparaciones. Especialmente en los Estados Unidos.

La señorita Tarabotti se estremeció, y era evidente por qué. Todo el mundo sabía que los americanos condenaban a la hoguera a cualquiera acusado de ser sobrenatural, dejando poco tras ellos que los científicos pudiesen estudiar.

—¿Está pensando en conseguir especímenes aquí y llevárselos de vuelta a su país?

El científico asintió.

—Espero que mi petición se tenga en cuenta, por el bien de la ciencia y el progreso.

—Su discurso en el Hypocras debería allanarle el terreno en lo que respecta a todos los aspectos de la conversación que estamos manteniendo —dijo Alexia—. Tiene usted algunas de las mejores y más novedosas ideas que he escuchado sobre la materia. Le daría mi voto de confianza sin dudarlo si se me permitiera ser miembro del club.

El señor MacDougall sonrió mientras su opinión de la señorita Tarabotti mejoraba por momentos. No solo poseía la inteligencia necesaria para seguir los derroteros de su propio pensamiento, sino que también percibía su auténtico valor. Arrió de nuevo los caballos, guiándolos a un lado del camino.

—¿Le he dicho lo hermosa que está hoy, señorita Tarabotti? —dijo mientras detenía el carruaje.

Difícilmente podía Alexia enumerar uno a uno los numerosos fallos en la teoría del americano, no después de recibir semejante cumplido, de modo que prefirió guiar la conversación hacia temas más cotidianos. El señor MacDougall accionó la manivela del hervidor de agua y preparó una tetera. Alexia, mientras tanto, observó los alrededores a través del catalejo incorporado a la estructura del carruaje, manipulando las lentes con mano experta y comentando los placeres de un día soleado y la gracia escultural de los dirigibles que surcaban el cielo. También enfocó el artilugio brevemente hacia el profesor Lyall, que descansaba bajo la sombra de un árbol cercano, solo para comprobar que este se había provisto con sus optifocales y los observaba. Alexia bajó el aparato de inmediato y concentró su atención de nuevo en su anfitrión y su recién servida taza de té.

Mientras sorbía con cuidado de la taza de hojalata, sorprendida al saborear un delicioso Assam, el señor MacDougall encendió el pequeño motor hidráulico que Alexia había descubierto en la parte posterior del carruaje. Una enorme sombrilla emergió de las entrañas del coche entre quejidos y se elevó hasta cubrir con su sombra todo el carruaje. Alexia cerró la suya, observándola con una injustificada sensación de insuficiencia. Era una buena sombrilla, pequeña pero leal, y difícilmente se merecía una mirada tan censurable.

Aún pasaron una hora más en mutua compañía, bebiendo té y picando de una caja de galletitas turcas de agua de rosas y limón que el señor MacDougall había comprado especialmente para aquella ocasión. Antes de que Alexia pudiera darse cuenta, recogió la gigantesca sombrilla y condujo el carruaje de vuelta a la residencia de los Loontwill.

El joven caballero la ayudó a bajar del carruaje frente a la puerta principal sintiéndose razonablemente satisfecho con el éxito de la salida, pero Alexia se anticipó cuando trató de acompañarla.

—Por favor, no confunda mi negativa con una falta de educación —explicó Alexia con cuidado—, pero le aseguro que no quiere encontrarse con mi familia, no en este preciso instante. Me avergüenza reconocer que ni uno solo de todos ellos está a la altura de su calibre intelectual. —Lo más probable era que su madre y hermanas hubieran salido de compras, pero, aun así, necesitaba una excusa. Por la mirada que brillaba en sus ojos, podría declarársele en cualquier momento, y ¿qué podría contestarle si sucediera algo así?

El científico asintió gravemente.

—Lo comprendo, señorita Tarabotti. Mi propia familia adolece de las mismas carencias. ¿Puedo visitarla en otra ocasión?

Alexia no sonrió. No hubiese sido justo cuando no tenía intención de devolverle sus atenciones.

—Puede, pero no mañana, señor MacDougall. Debe preparar su discurso.

—¿Pasado mañana entonces? —insistió—. Así podré detallarle el resultado de la fiesta de inauguración.

Demasiado atrevido, americano. Alexia suspiró para sus adentros pero dio su consentimiento con un ligero movimiento de cabeza.

El señor MacDougall ocupó el asiento del conductor, se quitó el sombrero y arrió sus hermosos caballos castaños hasta conseguir un trote ligero.

La señorita Tarabotti fingió esperar frente a la puerta de su casa para despedirse. Sin embargo, en cuanto el carruaje hubo desaparecido calle abajo, Alexia bajó los escalones furtivamente y se acercó a la esquina.

—La vigilancia ha sido demasiado cercana para mi gusto —le dijo al hombre que la esperaba allí.

—Buenas tardes, señorita Tarabotti —respondió él, educado y afable, más que en otras ocasiones, casi débil, tratándose incluso del profesor Lyall.

Alexia frunció el ceño, preocupada, e intentó evaluar el estado del rostro que se escondía bajo aquel enorme sombrero.

—¿Por qué está usted de servicio, profesor? Creí que Lord Maccon necesitaría sus habilidades en algún otro lugar.

El profesor estaba pálido y demacrado, algo normal en un vampiro pero no en un hombre lobo. Las líneas de su rostro parecían más marcadas y tenía los ojos inyectados en sangre.

—Señorita Tarabotti, la luna llena está cerca; mi señor ha de escoger con cuidado a quién envía a vigilaros durante el día. A estas alturas del mes, los más jóvenes de la manada ya no son estables.

Alexia apenas pudo reprimir un bufido de desdén.

—Agradezco su preocupación por mi bienestar, pero tengo entendido que hay otros agentes del ORA que no sufrirían tanto los efectos de una guardia diurna. ¿Cuándo habrá luna llena?

—Mañana por la noche.

La señorita Tarabotti frunció el ceño.

—La misma noche del discurso del señor MacDougall en el Hypocras Club —musitó Alexia en voz baja.

—¿Qué? —El profesor parecía demasiado cansado para mostrar interés alguno. Alexia agitó una mano en el aire.

—Oh, nada importante. Debería irse a casa, profesor, y descansar un poco. Tiene usted un aspecto terrible. No debería hacerle trabajar tanto.

El beta sonrió.

—Es parte de mi cometido.

—¿Perder hasta la última gota de energía protegiéndome?

—Salvaguardar los intereses de mi señor.

—No creo que esa sea una descripción adecuada —dijo Alexia, horrorizada.

Lyall, que ya había divisado el carruaje blasonado frente a la residencia de los Loontwill, no dijo nada al respecto.

Se hizo el silencio.

—¿Qué ha hecho? —preguntó Alexia.

—¿Quién? —replicó el profesor Lyall, aunque sabía perfectamente a qué se refería Alexia.

—El hombre con el que ha fingido tropezar.

—Mmm. —El licántropo no parecía dispuesto a soltar prenda—. Más bien qué tenía.

La señorita Tarabotti ladeó la cabeza y observó al profesor con aire interrogativo.

—Tenga usted muy buenas tardes, señorita Tarabotti —dijo el profesor Lyall.

Alexia lo miró fijamente, exasperada, dio media vuelta y subió las escaleras de su casa.

La familia aún no había regresado, pero Floote la esperaba en el vestíbulo con una expresión de nerviosismo en el rostro muy poco propia de él. La puerta de la sala de estar estaba abierta, signo inequívoco de que tenían visita. Alexia no daba crédito. Los Loontwill no podían esperar visitas, porque sino nunca hubiesen abandonado su residencia.

—¿De quién se trata, Floote? —preguntó Alexia peleándose con el alfiler de su sombrero.

El mayordomo la miró y arqueó las cejas.

Alexia tragó saliva, sintiendo de pronto la presión de los nervios. Se quitó el sombrero y los guantes y los dejó con sumo cuidado sobre la mesa del recibidor.

Se tomó un instante para recomponerse y comprobar el estado de su peinado en el espejo dorado del recibidor. Llevaba la oscura melena un tanto larga para aquellas horas del día, pero tenía un mordisco que cubrir y hacía demasiado calor para llevar cuellos altos. Tiró de varios rizos para cubrir mejor el moretón, y su rostro le devolvió la mirada desde el otro lado del espejo: firme barbilla, ojos oscuros, expresión resoluta. Se tocó la nariz. El señor MacDougall cree que eres hermosa, le dijo a su propio reflejo. Acto seguido se irguió cuan alta era y enfiló el camino de la sala de estar con gesto decidido.

Lord Conall Maccon se dio la vuelta al sentir su presencia. Estaba de pie junto a las cortinas de terciopelo que cubrían la ventana principal, y las observaba como si fuese capaz de ver a través de tan grueso material. En la suave luz de la estancia, su mirada se le antojó acusatoria.

La señorita Tarabotti se detuvo bajo el dintel de la puerta y, sin mediar palabra, dio media vuelta, cogió el pomo y cerró la puerta de golpe tras ella.

Floote presenció la escena con un gesto duro en la mirada.

En la calle, el profesor Lyall dirigió su agotada osamenta hacia las oficinas del ORA; aún tenía que revisar algunos informes antes de poder irse a la cama. Con una mano palpó el objeto que ocupaba uno de los numerosos bolsillos de su pródigo chaleco. ¿Por qué, se preguntó, querría alguien deambular por Hyde Park con una jeringuilla en su poder? Volvió la vista atrás, hacia la residencia de los Loontwill, y una sonrisa iluminó su anguloso rostro: allí estaba el carruaje del castillo de Woolsey. Su blasón brillaba bajo los últimos rayos de sol de la tarde: un escudo partido en cuatro; en dos de ellas, un castillo con una luna llena al fondo; en las otras dos, una noche estrellada. Se preguntó si su señor acabaría arrastrándose.

El conde de Woolsey vestía un traje oscuro color chocolate, un pañuelo ocre de seda y una expresión de impaciencia apenas disimulada. Tenía los guantes en una mano y los golpeaba rítmicamente contra la otra. Cuando vio aparecer a Alexia, se detuvo en seco, aunque ya era demasiado tarde: ella ya se había dado cuenta de su nerviosismo.

—¿Qué se le ha metido en los pantalones? —preguntó la señorita Tarabotti sin ni siquiera intentar un recibimiento formal. Al fin y al cabo, cualquier formalidad en presencia de Lord Maccon no era más que una pérdida de tiempo. Cuadró los hombros, puso los brazos en jarra y se dispuso a enfrentarse a lo que fuera, allí, frente a él, sobre una hermosa alfombra amarilla.

El conde contraatacó con un gruñido.

—¿Y dónde ha estado usted todo el día?

La señorita Tarabotti no pensaba ponerle las cosas fáciles.

—Por ahí.

El conde tampoco estaba dispuesto a aceptar cualquier respuesta.

—¿Por ahí con quién?

Alexia arqueó las cejas. Si no se lo decía ella, lo haría el profesor Lyall, de modo que prefirió decir la verdad.

—Con un joven científico.

—¿No será el tipo regordete con el que estuvo chismorreando anoche? —preguntó Lord Maccon con una mueca de horror en el rostro.

La señorita Tarabotti irguió la barbilla todo lo que pudo, teniendo en cuenta las dimensiones de su cuello, y le dedicó una mirada fría. Por dentro, sin embargo, estaba encantada. ¡Se había dado cuenta!

—Resulta que el señor MacDougall tiene algunas teorías realmente fascinantes sobre una amplia variedad de temas, y además le interesa mi opinión, que es más de lo que puedo decir de cierto caballero al que tengo el dudoso placer de conocer. Ha sido un día hermoso y un paseo de lo más agradable. El señor MacDougall es un gran conversador, una posición con la que seguro que no está usted especialmente familiarizado.

De pronto, la sombra de la sospecha cayó como un pesado manto sobre la expresión de Lord Maccon. Entornó los ojos y su color adquirió la tonalidad color caramelo de su pañuelo.

—¿Qué le ha contado, señorita Tarabotti? ¿Algo que yo deba saber?

Lo preguntaba con su tono de voz del ORA.

La señorita Tarabotti miró a su alrededor, esperando que en cualquier momento el profesor Lyall emergiera de la nada pluma en ristre con un bloc de notas o una plancha de metal donde anotar hasta el último detalle. Suspiró con resignación. Era evidente que el conde la visitaba en calidad de oficial al servicio de la reina. Qué estúpido por mi parte imaginar que sus motivaciones eran otras, se mortificó Alexia para sus adentros. ¿Qué esperaba? ¿Una disculpa? ¿De Lord Maccon? ¡Ja! Tomó asiento en una pequeña silla de mimbre junto al sofá, tratando de dejar una distancia prudencial entre ambos.

—En realidad es más interesante lo que él me ha contado a mí —respondió—. Cree que la sobrenaturalidad es una especie de enfermedad.

Lord Maccon, licántropo y, por tanto, «maldito», no era la primera vez que oía aquella descripción. Se cruzó de brazos y la observó con gesto serio.

—Oh, por el amor de Dios —se quejó la señorita Tarabotti—, haga el favor de sentarse.

Lord Maccon le hizo caso.

—El señor MacDougall… —continuó Alexia—… ese es su nombre, ¿sabe? Señor MacDougall. En fin, el señor MacDougall es de la opinión que el estado de sobre-naturalidad es la consecuencia de la acción de un patógeno congénito que solo afecta a algunos humanos. Al parecer, y siempre según su teoría, los hombres serían más propensos a poseer dicho patógeno y es por eso que sobreviven a la metamorfosis con más frecuencia que las mujeres.

Lord Maccon se acomodó contra el respaldo del sofá, haciendo crujir hasta el último de sus muelles, y expresó su desacuerdo con un bufido.

—Existe, claro está, un problema de capital importancia que contradice sus conjeturas —continuó Alexia, ignorando el bufido del conde.

—Usted.

—Mmm —asintió. No había lugar en la teoría del señor MacDougall para aquellos que no poseían alma y cancelaban a quienes la tenían en demasía. ¿Qué diría el señor MacDougall de un preternatural como ella? ¿Creería ver en ella el antídoto natural a la enfermedad de los sobrenaturales?—. Sin embargo, no deja de ser una teoría elegante, teniendo en cuenta la poca información con la que cuenta. —No necesitaba decir que respetaba al joven que la había ideado; Lord Maccon podía verlo en su rostro.

—Deséele suerte con sus delirios y déjelo en paz —dijo el conde con frialdad. Los caninos empezaban a asomar entre sus labios y el color de los ojos se acercaba cada vez más al extremo más amarillento del marrón.

La señorita Tarabotti se encogió de hombros.

—Es atento e inteligente. Goza de una buena posición económica y mejores relaciones, o eso tengo entendido. —Cree que soy adorable, pensó Alexia, aunque esto último no lo dijo en voz alta—. ¿Quién soy yo para quejarme de sus atenciones o disuadirlo?

Lord Maccon se arrepentía de las palabras que le había dicho al profesor Lyall la noche en la que Alexia había matado al vampiro. Al parecer, la joven sí tenía intención de contraer matrimonio y quizás ya había encontrado a alguien dispuesto a hacerlo, a pesar de ser medio italiana.

—Se la llevará con él a América, y recuerde que es usted preternatural. Si es tan listo como cree, no tardará en descubrirlo.

La señorita Tarabotti se rio.

—Oh, no estoy pensando en casarme con él, milord. Demasiado precipitado. Pero disfruto de su compañía; alivia la monotonía del día y mantiene a mi familia calmada.

Lord Maccon sintió una oleada de alivio al escuchar tan despreocupada afirmación y se enfadó consigo mismo por ello. ¿Por qué le importaba tanto? Sintió cómo sus caninos se retraían unos milímetros. De pronto, cayó en la cuenta de que Alexia había utilizado el verbo «casarse» y que, para seguir soltera, la suya era una sensibilidad bastante moderna.

—¿Está considerando la posibilidad de mantener una relación con él que no implique el matrimonio? —preguntó, y su voz era prácticamente un gruñido.

—Oh, por todos los santos. ¿Acaso le molestaría si así fuera?

Lord Maccon estuvo a punto de atragantarse.

En aquel preciso instante, Alexia fue consciente de lo que estaba haciendo. Allí estaba ella, sentada cómodamente frente a Lord Conall Maccon, conde de Woolsey —un hombre que jamás había sido de su agrado y por quien debería sentir poco más que fastidio—, y manteniendo una agradable conversación sobre su vida sentimental (o su ausencia, para ser más exactos). Y es que en su presencia siempre se sentía confusa.

Cerró los ojos y respiró hondo.

—Espere un momento. ¿Se puede saber por qué estoy hablando con usted? Milord, ¡su comportamiento de anoche! —Se puso de pie y recorrió la pequeña estancia con la mirada encendida—. Usted no es simplemente un hombre lobo —continuó, apuntándole con el dedo—; usted, milord, es un libertino. ¡Eso es lo que es! La otra noche se aprovechó de mí, Lord Maccon. ¡Admítalo! No tengo la menor idea de por qué consideró necesario hacer —se detuvo, avergonzada—, lo que hizo la noche de mi intento de abducción. Pero es evidente que desde entonces se lo ha pensado mejor. Si su interés por mí se reduce a… —guardó silencio un segundo, tratando de encontrar la terminología idónea—… un juego pasajero, al menos debería habérmelo dicho en cuanto tuvo oportunidad. —Se cruzó de brazos y sonrió burlona—. ¿Por qué no lo hizo? ¿Me cree incapaz de encajar la verdad sin montar una escena? Se lo aseguro, nadie está más acostumbrado al rechazo que yo, milord. Me parece una falta de educación por su parte no decirme a la cara que todo fue producto del desafortunado impulso del momento. Me merezco algo de respeto, aunque solo sea por el tiempo que hace que nos conocemos. —Con aquellas palabras, la explosión de vapor inicial empezó a desvanecerse y Alexia sintió una extraña calidez en los ojos que se negó a identificar como lágrimas.

Ahora era el turno de Lord Maccon para el enfado, aunque por razones muy distintas.

—Veo que lo ha analizado todo, ¿verdad? ¿Y por qué, si no le importa, debería arrepentirme de mi…? ¿Cómo lo ha llamado? ¿Desafortunado impulso del momento? —Su voz había recuperado de pronto todo el acento escocés. En otras circunstancias, Alexia se hubiera divertido con el hecho de que, cuanto más enfadado estaba el conde, más marcado era su acento, pero en aquel preciso instante estaba demasiado enfadada como para darse cuenta. Las lágrimas se habían evaporado por completo.

Detuvo su continuo deambular por la estancia y alzó las manos al techo.

—No tengo la menor idea. Fue usted quien empezó. Y también quien lo terminó. Ayer por la noche me trató como a un familiar lejano con el que no se llevara especialmente bien. Y hoy se presenta sin avisar en mi casa. Dígame usted en qué estaba pensando ayer durante la cena. Tan cierto como que estoy aquí de pie frente a usted que no tengo ni la más remota idea de a qué juega, Lord Maccon. Y le estoy diciendo la verdad.

El conde abrió la boca y acto seguido volvió a cerrarla. Lo cierto era que ni él mismo sabía qué estaba haciendo allí, de modo que no estaba en condiciones de dar explicaciones. Arrástrese, le había dicho Lyall, pero él no tenía ni idea de cómo hacerlo. Los alfas nunca se humillaban ante nadie; la arrogancia era parte del trabajo. Tal vez su ascenso a líder de la manada de Woolsey fuera reciente, pero había sido alfa toda su vida.

La señorita Tarabotti no pudo evitarlo, y es que era extraño que alguien dejase sin palabras al conde de Woolsey. Sintió júbilo y confusión al mismo tiempo. Se había pasado toda la noche sin dormir, dándole vueltas a lo sucedido en la fiesta de los Blingchester. Incluso había sopesado la posibilidad de visitar a Ivy para preguntarle su opinión acerca de la conducta del conde. ¡A Ivy, ni más ni menos! Estaba desesperada. Y, sin embargo, allí estaba, sentada frente a frente con el objeto de su perturbación, al parecer a su merced, aunque solo fuese verbal.

De modo que, siendo Alexia Tarabotti, decidió ir al grano. Fijó la vista en la alfombra porque, por muy valiente que se creyera, no era capaz de soportar la mirada de aquellos ojos dorados.

—No tengo mucha —guardó silencio, pensando en las imágenes escandalosas de los libros de su padre—, experiencia. Si hice algo mal, ya sabe —agitó una mano en el aire, aún más avergonzada pero decidida a llegar hasta el final—, con lo del beso, le pido que disculpe mi ignorancia. Yo…

Alexia dio un paso atrás. Lord Maccon se había levantado del minúsculo sofá entre los chirridos de dolor del pobre mueble y avanzaba decidido hacia ella. Cierto era que se le daba bien moverse con aire amenazante. Alexia no estaba acostumbrada a sentirse tan pequeña.

—Ese —masculló el conde entre dientes—, no fue el motivo.

—Tal vez —sugirió la señorita Tarabotti con las manos levantadas en posición de defensa—, se lo pensó mejor porque se dio cuenta de qué innoble sería: el conde de Woolsey y una solterona de veintiséis años.

—¿Es esa su edad real? —murmuró el conde, sin prestar demasiada atención y avanzando hacia ella. Se movía con una cadencia animal, casi podría decirse que hambriento, y bajo el marrón de su chaqueta, de corte perfecto, los músculos de su cuerpo se tensaban y se relajaban, toda la energía dirigida exclusivamente hacia ella.

La señorita Tarabotti retrocedió hasta que un sillón orejero se interpuso en su camino.

—Mi padre era italiano, ¿es que no lo recuerda?

Lord Maccon se acercó aún más, lentamente, preparado para abalanzarse sobre ella si intentaba huir. Sus ojos habían adquirido una tonalidad completamente amarilla, con un círculo de naranja alrededor. Hasta entonces, Alexia nunca se había fijado en lo negras y espesas que eran sus pestañas.

—Y yo provengo de Escocia —respondió él—. ¿Cuál de nuestros orígenes le parece peor a ojos de la sociedad londinense?

Alexia se tocó la nariz y consideró la tonalidad siempre oscura de su piel.

—Tengo… otros… defectos. —¿Quizás pensar en lo sucedido le hizo ser más consciente de ellos?

Lord Maccon alargó la mano y apartó la de Alexia de su cara. Luego la guio con sumo cuidado hasta la otra y atrapó ambas extremidades bajo una de sus enormes manazas.

La señorita Tarabotti parpadeó incrédula a escasos centímetros de su cara. Apenas se atrevía a respirar, no muy segura de si la iba a devorar o no. Intentó apartar la mirada, pero era casi imposible. Sus ojos habían recuperado su color leonado en cuanto sus manos habían entrado en contacto —sus ojos humanos—, pero en lugar de sentirse aliviada, aquel color se le antojó más aterrador porque la amenaza ya no enmascaraba el anhelo que encerraban.

—Esto, milord, no soy comida. Lo sabe, ¿verdad?

Lord Maccon se inclinó sobre ella.

Alexia lo miró hasta que se le cruzaron los ojos. A tan poca distancia, podía oler a campo abierto y noches oscuras y frías.

Oh, no, pensó, está sucediendo de nuevo.

Lord Maccon la besó en la punta de la nariz. Nada más.

Sorprendida, se apartó y abrió la boca, casi como un pez.

—¿Qué?

El conde la atrajo hacia él. Su voz era cálida y grave contra la piel de su mejilla.

—Tu edad no es un problema. ¿Qué me importa a mí los años que tengas o si sigues soltera? ¿Tienes idea de cuántos años tengo yo y cuántos llevo soltero? —La besó en la sien—. Y me encanta Italia. Paisajes preciosos y una comida estupenda. —La besó en la otra sien—. Y encuentro que la belleza perfecta es demasiado aburrida, ¿no te parece? —La besó de nuevo en la nariz.

Alexia no pudo reprimirse; se echó hacia atrás y lo miró de arriba abajo.

—Ciertamente.

—Touché —respondió el conde fingiendo una mueca de dolor.

Pero la señorita Tarabotti no estaba dispuesta a desaprovechar la oportunidad.

—Entonces, ¿por qué?

—Porque soy un lobo estúpido y viejo que lleva demasiado tiempo en compañía de su manada y muy poco con el resto del mundo.

No era una explicación, pero Alexia decidió que tendría que conformarse con aquello.

—Eso ha sido una disculpa, ¿verdad? —preguntó solo para asegurarse.

Era como si sus palabras le hubiesen robado hasta la última gota de energía. En lugar de responder afirmativamente, le acarició la cara con la mano que le quedaba libre, como si fuese un animal que necesitara ser reconfortado. Alexia se preguntó cómo la imaginaba. ¿Un gato, quizás? Según su experiencia, los gatos no eran animales con demasiada alma. Pequeñas criaturas prácticas y prosaicas en su gran mayoría.

—La luna llena —dijo Lord Maccon como si con aquellas palabras aclarara algo—, está a la vuelta de la esquina. —Una pausa—. ¿Lo entiendes?

La señorita Tarabotti no tenía la menor idea de a qué podía referirse.

—Mmm…

El conde bajó la voz, casi avergonzado.

—No tengo mucho control.

La señorita Tarabotti abrió sus oscuros ojos de par en par y batió las pestañas con la intención de ocultar su expresión de desconcierto, en una maniobra típicamente Ivy.

Fue entonces cuando la besó en los labios, algo que no era precisamente el resultado que Alexia había buscado al aplicar el aleteo de sus pestañas, y algo a lo que, sin embargo, no pensaba oponerse. Ivy había descubierto algo.

Al igual que la otra vez, empezó lentamente, arrullándola con besos cortos. Su boca estaba inesperadamente fría. Trazó un camino de pequeños mordisquitos siguiendo la línea del labio inferior y luego aplicó el mismo tratamiento al superior. Era delicioso pero exasperante. El fenómeno de la lengua sucedió de nuevo. Esta vez, a Alexia no se le antojó tan llamativo. De hecho, pensó que no haría falta mucho para que acabara gustándole. Pero, como con el caviar, sospechaba que tendría que probarlo más de una vez para sentirse cómoda en su disfrute. Lord Maccon parecía dispuesto a complacerla, y también decidido a mantener una parsimonia del todo exasperante. Alexia empezaba a encontrar la sala de estar, siempre atestada de toda clase de objetos, un tanto sofocante, y aquella polaridad le resultaba molesta.

Lord Maccon dejó los mordisquitos y pasó a los besos largos y suaves. A Alexia, poco dada a la paciencia, se le antojaron altamente insatisfactorios. Era evidente que tendría que ocuparse con sus propias manos, o lengua, para ser más exactos. Probó introduciendo la lengua entre los labios del conde, con lo que consiguió de él una nueva e inesperada reacción. Aumentó la intensidad del beso hasta el límite de la rudeza, inclinando su boca sobre la de ella.

Lord Maccon cambió de posición, atrayendo el cuerpo de la joven contra el suyo. Le soltó las manos y hundió los dedos en la oscura cabellera de Alexia, quien estaba segura, ligeramente ofendidas sus sensibilidades, de que le estaba estropeando el peinado. El conde utilizó la maniobra para dirigir el ángulo de inclinación de la cabeza en armonía con sus besos. Y ya que los deseos del licántropo parecían prescribir aún más besos, Alexia decidió dejar que se saliera con la suya.

Lord Maccon empezó entonces a acariciarle la espalda con amplios movimientos. Un gato, sin duda, pensó Alexia un tanto mareada. Su mente empezaba a perder el control. El extraño cosquilleo que se apoderaba de ella cada vez que estaba cerca de Lord Maccon se estaba extendiendo por todo su cuerpo con una intensidad alarmante.

El conde giró sobre sí mismo con el cuerpo de la joven pegado al suyo. Alexia no estaba muy segura de por qué, pero prefería colaborar mientras no dejara de besarla. Y no dejó de hacerlo. Se colocó de forma que pudo descender lentamente sobre la butaca orejera, arrastrando a Alexia con él.

La situación era ciertamente delicada, y es que allí estaba la señorita Alexia Tarabotti con el polisón inexplicablemente fuera de lugar y todas las capas de tela de la falda arrugadas, sentada sobre el regazo de Lord Maccon.

El licántropo se apartó de sus labios, lo cual resultaba decepcionante, pero pronto empezó a mordisquearle el cuello, lo que no dejaba de ser altamente gratificante.

Apartó un oscuro tirabuzón de la masa de rizos que le caía sobre un hombro. Acarició el mechón con los dedos y luego lo apartó.

Alexia aguantó la respiración imaginando lo que estaba a punto de pasar.

De pronto, el conde se detuvo y se echó para atrás. La butaca, ya suficientemente cargada por sus dos ocupantes —ninguno de los cuales podía ser descrito como de constitución endeble— se balanceó peligrosamente.

—¿Qué demonios es eso? —exclamó Lord Maccon.

Había pasado del deseo a la ira en un solo instante… Alexia no pudo hacer otra cosa que observarlo sin poder articular palabra.

Exhaló el aire con un sonoro suspiro. El corazón latía a ritmo de maratón en algún lugar de su cuello, tenía la piel caliente y tirante sobre los huesos y estaba empapada en zonas donde una señorita soltera de reputación inmaculada como ella no debería estarlo.

Lord Maccon no apartaba la mirada de su piel color café, decolorada entre el cuello y el hombro por una marca morada de la forma y el tamaño de la dentadura de un hombre.

Alexia parpadeó y la expresión de aturdimiento desapareció de sus ojos, al mismo tiempo que entre sus cejas se formaba una pequeña arruga.

—Es la marca de un mordisco, milord —dijo, complacida de que su voz no temblara, aunque sonara un poco más grave de lo normal.

Lord Maccon se enfureció aún más.

—¿Quién te ha mordido? —exclamó.

Alexia ladeó la cabeza, incapaz de creer lo que sus ojos estaban viendo.

—Usted. —Y por aquella única palabra tuvo el honor de presenciar el glorioso espectáculo por el que un hombre lobo alfa adoptaba una expresión de genuina vergüenza.

—¿Yo?

Alexia arqueó las cejas.

—Yo.

Ella asintió, con firmeza, una sola vez.

Lord Maccon se pasó una mano por el pelo con aire distraído, dejando tras de sí una maraña de mechones desordenados.

—Maldita sea —dijo—, soy peor que un cachorro descontrolado. Lo siento, Alexia. Es la luna y la falta de sueño.

Alexia asintió, preguntándose si debería hacer constar que acababa de saltarse una de las normas más básicas de la etiqueta social al dirigirse a ella por su nombre de pila. Hacerlo, sin embargo, se le antojó un tanto estúpido, sobre todo teniendo en cuenta las actividades a las que se habían entregado recientemente.

—Sí, ya veo. Mmm… ¿qué era?

—El control.

Supuso que en algún momento de la conversación entendería lo que estaba sucediendo, aunque ese momento aún no había llegado.

—¿Qué control?

—¡Precisamente!

La señorita Tarabotti entornó los ojos y dijo algo muy atrevido.

—Podría besarme en el moretón para curármelo. —Bueno, quizás no tan atrevido para alguien instalado con tanta intimidad como ella sobre el regazo de Lord Maccon. Al fin y al cabo, había leído lo suficiente en los libros de su padre para saber qué era aquello que se hundía en la carne de sus partes más íntimas.

Lord Maccon sacudió la cabeza.

—No creo que sea buena idea.

—¿De verdad? —Avergonzada por su propio arrojo, Alexia se restregó contra él, tratando de apartarse.

El conde renegó entre dientes y cerró los ojos. En su frente brillaba una gota de sudor.

Con cautela, Alexia volvió a restregarse.

Lord Maccon gimió y, con la frente apoyada en el hombro de ella, la sujetó por la cintura con ambas manos para detener el movimiento.

Alexia estaba intrigada en la vertiente más científica del término. ¿Podía ser que allí abajo las cosas hubiesen aumentado de tamaño aún más? ¿Cuál era el máximo ratio de expansión posible? Sonrió, no sin cierta malicia. Hasta entonces ni siquiera había sopesado la posibilidad de influir en el resultado de aquel encuentro, así que decidió aprovechar la ocasión y, ya que era una solterona empedernida y se negaba a que el señor MacDougall se saliera con la suya, poner a prueba algunas viejas teorías ciertamente interesantes.

—Lord Maccon —susurró, contoneándose de nuevo a pesar de la fuerza con que la sujetaba.

Al conde se le escapó el aire por la nariz.

—Sospecho que, dadas las circunstancias, no pasaría nada si me tuteara —dijo con un hilo de voz.

—¿Mmm?

—Esto… Conall —respondió Lord Maccon.

—Conall —repitió ella, dejando de lado los pocos escrúpulos que aún le quedaban (y es que, una vez se ha roto el huevo, qué menos que hacerse una tortilla con él). De pronto le llamaron la atención los músculos de la espalda del conde bajo sus manos, unas manos que se habían deshecho del abrigo del licántropo sin que ella se diera cuenta.

—¿Sí, Alexia? —preguntó Lord Maccon levantando la mirada hasta encontrar la de ella. ¿Era miedo aquello que brillaba en sus hermosos ojos color caramelo?

—Pienso aprovecharme de ti —dijo ella y, sin darle opción a responder, se dispuso a quitarle el pañuelo del cuello.