Nada más que licántropo
El hombre lobo atacó.
La señorita Tarabotti, cuyos ojos aún no habían tenido tiempo de acostumbrarse a la oscuridad de la celda, percibió la presencia del monstruo como una masa oscura y voluminosa abalanzándose sobre ella a una velocidad sobrenatural. Se echó a un lado como pudo, justo a tiempo para esquivar la embestida de la bestia. Trató desesperadamente de apartarse, mientras las varillas del corsé crujían de forma alarmante; tropezó y a punto estuvo de caer de rodillas.
El lobo golpeó la puerta con la masa hercúlea de su cuerpo, justo donde Alexia había estado hacía apenas un segundo, y se desplomó sobre el suelo en una masa confusa de patas, cola y hocico.
Alexia retrocedió, las manos en alto frente a su pecho en un gesto defensivo instintivo a la vez que completamente inútil. No le avergonzaba admitir lo asustada que estaba. El licántropo era enorme, y ella empezaba a estar convencida de que lo que un preternatural pudiera hacer, nunca sería tan rápido como lo que aquella bestia podía hacerle antes a ella.
El lobo se incorporó y sacudió su pelaje como un perro mojado. Tenía el pelo brillante, sedoso en su textura y de un color impreciso, difícil de determinar en la oscuridad de la celda. Se agazapó, dispuesto a atacar de nuevo, los músculos vibrando poderosos bajo la piel, la saliva desprendiéndose de su boca en abundantes hilos plateados.
Dio un salto hacia delante en un nuevo estallido de velocidad para, un segundo más tarde, detenerse en pleno movimiento antes de caer sobre su presa.
Podría haberla matado fácilmente. Alexia estaba segura de que las fauces de la bestia iban directas a su yugular. La pirueta inicial había sido producto de la suerte. No tenía la forma física necesaria para enfrentarse a un lobo, no digamos ya a uno de origen sobrenatural. Cierto, era una caminante empedernida y no se le daba mal la monta, pero nadie cometería jamás el error de referirse a la señorita Tarabotti como una mujer deportista.
En un aparente estado de confusión, la enorme bestia se dirigió hacia un extremo de la celda, luego hacia el otro, caminando alrededor de Alexia y olfateando el aire enrarecido del cubículo. De pronto, emitió un extraño quejido y retrocedió lentamente, moviendo la cabeza arriba y abajo en un signo evidente de su estado mental. El amarillo de sus ojos apenas brilló un instante en la oscuridad de la celda. Alexia pensó que aquella expresión era más de preocupación que de hambre.
La señorita Tarabotti observó asombrada durante varios minutos mientras el licántropo se debatía entre el instinto y la conciencia, caminando sin cesar de un lado a otro. La calma, sin embargo, no duró demasiado. Pronto se hizo evidente que, cualquiera que fuese el origen de las dudas del animal, la necesidad de atacar resultaba abrumadora. Las fauces del lobo se abrieron en un gruñido sediento de sangre y los músculos de la bestia se prepararon para saltar sobre ella una vez más.
Esta vez, Alexia estaba segura de que no escaparía del trance ilesa. Nunca antes había visto tantos dientes, y tan afilados, en un mismo sitio.
El licántropo atacó.
La señorita Tarabotti pudo vislumbrar la forma de su cuerpo con más claridad, puesto que sus ojos empezaban a ajustarse a la oscuridad de la celda. Sin embargo, lo único que consiguió procesar mentalmente fue una masa peluda de frenesí asesino abalanzándose sobre su cuello. Deseaba correr, huir de allí cuanto antes, pero no tenía forma de hacerlo.
Haciendo acopio del poco arrojo que le quedaba, dio un paso hacia delante en dirección a la bestia y luego uno hacia el lado. En el mismo movimiento, se inclinó lateralmente todo lo que pudo, con el corsé ciñéndose con fuerza a su torso, y golpeó las costillas de la bestia, desestabilizándola en pleno salto. Las dimensiones del lobo eran considerables, pero Alexia tampoco era un peso pluma precisamente, de modo que consiguió que el animal perdiera el equilibrio. Ambos cayeron al suelo en un amasijo de faldas y varillas de polisón, pelo y colmillos.
Alexia utilizó brazos, piernas, todo lo que pudo para rodear el cuerpo del lobo y sujetarse a él con toda la fuerza humanamente posible.
Con una profunda sensación de alivio, sintió que el pelaje de la bestia desaparecía y que sus huesos se reorganizaban bajo sus dedos. El sonido de músculos, tendones y cartílagos rompiéndose para volverse a unir era ciertamente desagradable, como una vaca siendo descuartizada, pero la sensación al contacto era todavía peor. El pelo desapareciendo bajo sus dedos, retrocediendo en cualquier punto en el que sus dos cuerpos estaban en contacto, y los huesos, casi líquidos, mutando su naturaleza rígida bajo la piel, eran sensaciones que la perseguirían en sueños durante meses. Al final, sin embargo, lo único que sintió entre sus brazos fue el tacto cálido y suave de la piel humana y la firmeza de los músculos que se contraían debajo.
La señorita Tarabotti respiró hondo, aliviada, y de pronto, solo por el olor, supo a quién estaba abrazada: praderas cubiertas de hierba y brisa nocturna. Sus manos acariciaron aliviadas aquella piel, sin apenas darse cuenta de lo que hacían. Luego, claro está, se dio cuenta de algo más.
—Pero, Lord Maccon, ¡está completamente desnudo! —exclamó Alexia. Estaba horrorizada más allá de toda razón por la última de una larga cadena de indignidades que se había visto obligada a sufrir en cuestión de horas.
Y sí, el conde de Woolsey estaba totalmente desnudo, aunque no parecía demasiado perturbado por ello. Alexia sintió la repentina necesidad de cerrar los ojos y pensar en espárragos o cualquier otra cosa igualmente mundana. Enroscada alrededor de su cuerpo como estaba, con la barbilla apoyada en uno de sus poderosos hombros, la pobre Alexia no tuvo más remedio que bajar la mirada hacia una perfectamente redondeada, aunque igualmente turbadora, media luna perfecta. Y no del tipo de luna que provocaba la transformación de los licántropos, aunque sí parecía cambiar aspectos de su propia anatomía en los que la joven hubiese preferido no reparar. En resumidas cuentas, una experiencia que la traería de cabeza —¿o era de posaderas?— durante días.
Pero, reflexionó Alexia, al menos ya no intenta matarme.
—Y bien, señorita Tarabotti —admitió el conde—, me temo que la desnudez es algo que los hombres lobo padecemos con bastante regularidad. Para reparar el agravio, debo pedirte que no me sueltes. —Lord Maccon jadeaba y su voz sonaba extraña, especialmente grave y vacilante.
Con el pecho fuertemente comprimido contra el del conde, Alexia podía sentir el veloz latido de su agotado corazón. De pronto, su cabeza se llenó de preguntas. ¿Era aquel cansancio consecuencia del ataque o de la transformación? ¿Qué pasaba si se transformaba en lobo vestido con traje? ¿Se rasgaría la ropa? ¡Sin duda se trataba de una costumbre particularmente cara! ¿Cómo podía considerarse socialmente aceptable que un hombre lobo se pasease por ahí totalmente desnudo y, en cambio, inaceptable en los demás?
En lugar de todas esas preguntas, Alexia optó por ser práctica.
—¿Tienes frío?
Lord Maccon se rio.
—Siempre tan pragmática, señorita Tarabotti. Hace un poco de frío aquí, pero por el momento estoy bien.
Alexia observó las largas, y desnudas, piernas del conde.
—Supongo que podría prestarte mis enaguas.
El conde apenas pudo contener una carcajada.
—No creo que le convenga a la dignidad de mi imagen pública.
La señorita Tarabotti se apartó apenas unos centímetros para poder mirar al conde a los ojos por primera vez.
—¡Me refería a envolverte las piernas como una manta, no prestarte las enaguas para que te las pongas! —Se estaba sonrojando por momentos pero, gracias al tono oscuro de su piel, sabía que el conde no se daría cuenta—. Además, no veo cómo permanecer expuesto de esta manera puede resultar mucho más digno.
—Sí, ya veo. Gracias por tu interés, pero… —Guardó silencio un instante, concentrado en algo mucho más interesante—. Mm, ¿dónde estamos exactamente?
—Somos huéspedes del Club Hypocras, el nuevo establecimiento científico que abrió sus puertas recientemente junto a la residencia de los Snodgrove. —No se detuvo ni un instante para tomar aire, decidida a no dejarle hablar, en parte porque quería relatar todo lo sucedido antes de que empezara a olvidar los detalles, en parte porque tanta proximidad la ponía nerviosa—. Los científicos de este lugar están detrás de las desapariciones —continuó—, como supongo que ya habrás deducido. Tú mismo te has convertido en una desaparición más. Están muy bien preparados. Ahora mismo nos encontramos en unas instalaciones bajo tierra a las que solo se puede acceder a través de algo llamado cámara de ascensión. Y disponen de numerosas habitaciones llenas de maquinaria eléctrica o a vapor al otro lado del vestíbulo. Han conectado a Lord Akeldama a una cosa llamada máquina de exanguinación, y he oído los gritos más horribles. Creo que eran de él. Conall —y esto lo dijo con total seriedad—, creo que lo están torturando hasta la muerte.
Los enormes ojos oscuros de la señorita Tarabotti se llenaron de lágrimas.
Lord Maccon nunca antes la había visto llorar, y el efecto que ello tuvo en sus propias emociones fue cuanto menos peculiar. Sintió una ira irracional al saber que alguien se atrevía a afligir a su querida, y fornida, Alexia. Necesitaba matar a alguien, y esta vez poco tenía que ver con el hecho de ser un licántropo, puesto que, entre los brazos de su amada, no podía ser más humano.
Alexia se tomó un instante para recuperar el aliento, momento que Lord Maccon aprovechó para intentar distraerla de tanta infelicidad y a él mismo de cualquier pensamiento asesino.
—Sí, todo lo que dices es ciertamente interesante, pero ¿qué haces tú aquí?
—Oh, me han metido aquí contigo para comprobar la autenticidad de mis habilidades como preternatural —respondió ella, como si fuese evidente—. Tienen tus archivos del ORA sobre mí, los que robaron de las oficinas, y querían saber si lo que se dice en ellos es cierto.
Lord Maccon se mostró avergonzado.
—Lo siento, Alexia. Aún no sé cómo se las ingeniaron para burlar la seguridad. Pero a lo que me refería es a cómo has llegado tú aquí, al club.
Alexia trató de dar con el punto menos embarazoso en el que descansar las manos. Finalmente decidió que la parte central de la espalda era lo más seguro. Sintió una necesidad irracional de dibujar la curva de la columna con la punta de los dedos.
—Técnicamente, creo que su objetivo era Lord Akeldama por algo relacionado con su edad. Al parecer, se trata de un factor importante en sus experimentos. Estaba cenando con él en su residencia. Te dije que iría, ¿recuerdas? Nos atacaron con cloroformo y me trajeron con él simplemente porque estaba allí. Se dieron cuenta de quién era cuando el señor MacDougall entró en mi celda y me vio. Me llamó por mi nombre, y el otro hombre, Siemons, recordó haberlo leído en los archivos. ¡Ah! Tienen un autómata, supongo que deberías saberlo —explicó, sintiendo cómo su cuerpo se ponía tenso al recordar al horrible hombre de la cara de cera.
Lord Maccon le frotó la espalda con sus enormes manos de hombre en un movimiento casi automático. La señorita Tarabotti se lo tomó como la excusa perfecta para aflojar su presa apenas unos milímetros. La tentación de empezar a frotarle la espalda también ella se le antojaba casi irresistible.
El conde, sin embargo, interpretó erróneamente el alejamiento de Alexia.
—No, no me sueltes —dijo, cambiando las manos de posición para atraerla aún más contra su cuerpo, si es que tal cosa era posible—. Suponíamos que se trataba de un autómata, aunque nunca me había topado con uno que funcionase con sangre. Debe de tratarse de una construcción moderna. Quizás la carcasa esté hecha de piezas. Créeme, hoy en día la ciencia hace maravillas.
—Sacudió la cabeza y su pelo, siempre desaliñado, acarició la mejilla de Alexia. Se percibía claramente un rastro de sincera admiración en su voz mezclada con disgusto.
—¿Sabías que era un autómata y no me lo dijiste? —La señorita Tarabotti estaba furiosa, en parte porque nadie se había molestado en informarla, y en parte porque el pelo de Lord Maccon era suave como la seda, como también lo era su piel. Alexia deseó llevar unos guantes puestos, ya que, finalmente, se había rendido a sus instintos y dibujaba círculos con los dedos sobre la espalda del conde.
—No veo cómo habrían mejorado las cosas de saberlo. Estoy convencido de que hubieses insistido en tu comportamiento, de naturaleza más bien imprudente —dijo Lord Maccon con brusquedad, en absoluto afectado por las caricias de la joven. De hecho, a pesar de estar discutiendo, había empezado a acariciarle el cuello con la nariz entre frase y frase.
—Ajá, me encanta —replicó Alexia—. He de recordarte que también tú has sido capturado. ¿Acaso no ha sido fruto de la temeridad de tu comportamiento?
Lord Maccon parecía preocupado.
—En realidad, todo lo contrario. Más bien ha sido la consecuencia de un patrón de comportamiento previsible y cauto en exceso. Sabían dónde encontrarme y a qué hora regresaría a casa en la noche de luna llena. Utilizaron cloroformo para reducir a la manada al completo. ¡Malditos sean! A juzgar por las cantidades ingentes de químico al que parecen tener acceso, este club debe de tener intereses mayoritarios en alguna empresa de cloroformo. —Ladeó la cabeza, esforzándose por escuchar—. Por el número de aullidos, parece que han traído a toda la manada. Espero que los guardianes pudiesen escapar.
—Estos científicos no parecen interesados en zánganos ni en guardianes —le aseguró la señorita Tarabotti—, solo en sobrenaturales y preternaturales. Al parecer, creen que su obligación es proteger a la ciudadanía de la misteriosa amenaza que tú y los de tu especie representáis para el común de la sociedad. Y para hacerlo, primero quieren comprenderos, para lo cual han estado llevando a cabo toda clase de experimentos, a cual más horrible.
Lord Maccon dejó de acariciarle el cuello, levantó la cabeza y gruñó:
—¿Son templarios?
—Nada tan religioso como eso —respondió Alexia—. No son más que investigadores, un tanto retorcidos a mi parecer. Y obsesionados con los pulpos. —De pronto una expresión de tristeza se dibujó en su rostro; conocía la respuesta a su siguiente pregunta antes incluso de formularla—. ¿Crees que la Royal Society está involucrada en todo esto?
Lord Maccon se encogió de hombros.
Alexia pudo sentir el movimiento en todo su cuero, incluso a través de las múltiples capas de ropa.
—Imagino que sí —respondió él—, aunque probablemente sea difícil de demostrar. Tiene que haber más partes involucradas en esto; la calidad de la maquinaria y los suministros parecen indicar una inversión de dinero considerable por parte de varios benefactores. En realidad, no me sorprende. Los humanos hacen bien sospechando de una posible agenda sobrenatural para el futuro. Somos básicamente inmortales; es normal que nuestros objetivos en la vida sean distintos, en ocasiones incluso diametralmente opuestos. Al fin y al cabo, los humanos nunca han dejado de ser comida.
Alexia dejó de acariciarle la espalda y entornó los ojos con desconfianza.
—¿Me he aliado con el bando equivocado en esta pequeña guerra?
En realidad, no albergaba dudas al respecto, y es que nunca había oído gritos de dolor o de tortura procedentes de las oficinas del ORA. Incluso la condesa Nadasdy y su colmena parecían más civilizados que el señor Siemons y sus máquinas.
—Eso depende. —Lord Maccon permaneció impasible entre los brazos de Alexia. En una noche de luna llena como aquella, su cordura dependía de la habilidad de la joven y, por qué no decirlo, también de su capricho, algo difícil para un alfa. Todas las opciones estaban en poder de Alexia, incluso aquella—. ¿Ya has decidido cuál prefieres?
—Me han pedido que colabore —explicó tímidamente. Definitivamente estaba disfrutando de su recién descubierto poder sobre Lord Maccon.
El conde se mostró preocupado.
—¿Y?
Alexia ni siquiera se había molestado en considerar la oferta del señor Siemons como una posibilidad real. Sin embargo, Lord Maccon no parecía estar de acuerdo y la observaba a la espera de una respuesta. ¿Cómo explicarle al conde que, a pesar de todo, incluidas sus disputas, podía contar con su completa lealtad? No podía, no sin admitir, incluso a sí misma, la verdadera razón de que las cosas fueran así.
—Digamos —consiguió concretar finalmente—, que prefiero tus métodos.
Lord Maccon permaneció completamente inmóvil, y un destello iluminó sus hermosos ojos pardos.
—¿Lo dices en serio? ¿Cuáles exactamente?
La señorita Tarabotti le pellizcó como reprimenda por insinuarse tan descaradamente. Poco importaba dónde lo hiciera, puesto que el conde era un lienzo desnudo en el que pellizcar a conciencia.
—¡Au! —se quejó el alfa, mostrándose dolorido—. ¿A qué ha venido eso?
—¿Debo recordarte que estamos en grave peligro? Me las he ingeniado para conseguirnos, como mucho, una hora de margen.
—¿Y cómo demonios lo has conseguido? —preguntó Lord Maccon, frotándose el punto en el que Alexia acababa de pellizcarle.
Ella sonrió.
—Afortunadamente, los archivos sobre mi persona no eran especialmente exhaustivos. Simplemente le he dicho al señor Siemons que mis poderes tardaban una hora en surtir efecto.
—¿Y aun así te han metido en esta celda conmigo? —preguntó Lord Maccon, contrariado al conocer aquel dato.
—¿No acabo de decirte que prefiero tus métodos? Ahora ya sabes por qué. —Alexia se retorció incómoda. Empezaba a sentir calambres en un hombro. El torso de Lord Maccon era demasiado voluminoso para rodearlo con el brazo durante mucho rato, sobre todo si uno estaba tumbado sobre el duro suelo de madera, como era el caso. Claro que tampoco tenía intención de quejarse.
—No te he hecho daño, ¿verdad? —preguntó el conde, preocupado por el evidente malestar de la joven.
Ella ladeó la cabeza y arqueó una única ceja.
—Quiero decir cuando te he atacado, hace apenas unos minutos, en forma de lobo. Los licántropos no solemos recordar mucho de lo que nos sucede durante la luna llena, ¿sabes? Todo es vergonzosamente instintivo —admitió.
La señorita Tarabotti le dio una palmadita en el hombro.
—Creo que, muy a tu pesar, te has dado cuenta de que era a mí a quien estabas a punto de matar.
—Te he olido —admitió él a regañadientes—, y eso ha despertado en mí una serie de instintos de una naturaleza completamente distinta. Recuerdo sentirme confuso, pero no mucho más.
—¿Qué clase de instintos? —preguntó la señorita Tarabotti enarcando las cejas. Sabía que pisaba terreno pantanoso, pero por alguna extraña razón no podía resistirse a la provocación. Quería oírlo de sus propios labios. Se preguntó en qué momento se había convertido en la conquistadora empedernida que era ahora. Bueno, pensó, algo tenía que heredar de la familia de mamá.
—Mmm. Del tipo reproductivo —respondió el conde, mordisqueándole el cuello con renovado interés.
Alexia sintió que se derretía por dentro. Tratando de ignorar la necesidad de devolverle los mordiscos, le pellizcó de nuevo, esta vez con más fuerza.
—¡Au! ¡Deja de hacer eso! —El conde se apartó de ella y la miró a los ojos. No dejaba de ser curiosa la expresión de dignidad herida en el rostro de un hombre tan grande y tan peligroso, incluso desnudo como estaba.
—No tenemos tiempo para tonterías —dijo Alexia, refugiándose en la vertiente más práctica de su carácter—. Debemos encontrar la forma de salir de este entuerto. Tenemos que rescatar a Lord Akeldama y clausurar cuanto antes este horrible lugar. Tus intenciones amorosas ahora mismo no entran en mis planes más inmediatos.
—¿Y existe la posibilidad de que sí lo hagan en un futuro no muy lejano? —preguntó Lord Maccon mansamente, restregándose contra su cuerpo de forma que no hubiese lugar a dudas sobre el efecto que los mordiscos habían provocado en él, tanto interior como exteriormente. Alexia estaba sorprendida a la par que intrigada puesto que, estando desnudo como estaba, bien podría fijarse en la magnitud de sus… músculos. Había visto bosquejos del cuerpo masculino con anterioridad, claro está, con propósitos puramente técnicos. Se preguntó si los licántropos serían anatómicamente más grandes en ciertas zonas de su cuerpo. Claro que, estando en contacto con ella, algunas de las características sobrenaturales del conde bien podrían verse canceladas al instante. Sin embargo, y en beneficio de una curiosidad puramente científica, apartó la parte inferior de su cuerpo de la de él y bajó la mirada. La tela de su propia falda se interponía entre ellos.
El conde, interpretando el movimiento de Alexia como una retirada en lugar de mera curiosidad femenina, la atrajo aún más contra su cuerpo con actitud posesiva. Deslizó una pierna entre las de ella, tratando de apartar las múltiples capas de falda y enaguas fuera de su camino.
La señorita Tarabotti suspiró a la manera de los que llevan tiempo sufriendo.
El conde, por su parte, retomó los mordiscos donde los había dejado y añadió algunas caricias y abundantes besos siguiendo la línea del cuello de la joven. Aquello le provocó una marea de sensaciones por los costados, sobre las costillas y en las regiones más íntimas de su anatomía. Casi podía decirse que era una sensación desagradable, como un picor indeterminado bajo la piel. Además, debido a la desnudez manifiesta del conde, Alexia se veía obligada a cotejar in situ la veracidad de los dibujos que aparecían en los libros de su padre, que por el momento no hacían justicia a la realidad.
Lord Maccon le acarició el cabello.
Vaya, se acabó el recogido, pensó Alexia mientras el conde se deshacía de la cinta que tanto le había costado conseguir.
El conde tiró de los oscuros mechones, inclinando la cabeza hacia atrás para procurarse un mejor acceso al cuello con dientes y labios.
La señorita Tarabotti decidió justo en aquel preciso instante que había algo extremadamente erótico en estar completamente vestida junto al cuerpo de un hombre desnudo de la cabeza a los pies.
Puesto que no había podido ver con sus propios ojos el aspecto del área frontal del conde, se decantó por el segundo mejor plan de acción posible y empezó a deslizar la mano lentamente hacia abajo, dispuesta a pasar a la fase de palpación. No estaba segura de que aquella fuese la reacción que una joven dama como ella adoptaría en aquellas mismas circunstancias, claro que, para empezar, esas mismas jóvenes damas no habrían llegado tan lejos como lo había hecho ella. De perdidos al río, se dijo. La señorita Tarabotti siempre estaba dispuesta a aferrarse a la vida en cada uno de sus momentos, de modo que se aferró.
Lord Maccon y la parte de su anatomía firmemente sujeta por la mano de Alexia se estremecieron con violencia.
—Ups —se excusó Alexia, apartando la mano—. ¿No debería haberlo hecho? —preguntó, ciertamente humillada.
El conde se apresuró a tranquilizarla.
—Oh, no, claro que has hecho bien. Es solo que no me lo esperaba. —Se apretó contra ella, mostrándose receptivo.
Avergonzada e intrigada al mismo tiempo, por motivos puramente científicos, claro está, Alexia prosiguió con sus exploraciones, esta vez con más delicadeza. La piel en aquella zona era muy suave, y la base estaba cubierta por una espesa mata de pelo. Lord Maccon no dejaba de producir los sonidos más deliciosos bajo el tacto cauteloso de su mano. Alexia sentía cada vez más curiosidad, pero también le preocupaba la logística de un futuro procedimiento.
—Mmm, ¿Lord Maccon? —preguntó finalmente en apenas un leve susurro.
El conde respondió entre risas.
—Ya no hay vuelta atrás, Alexia. Llámame Conall.
Tragó saliva; el conde podía sentir las contracciones de la garganta contra sus labios.
—Conall, ¿no crees que quizás nos estamos dejando llevar un poco, teniendo en cuenta las circunstancias?
El conde la obligó a echar la cabeza hacia atrás para poder mirarla a los ojos.
—¿De qué demonios estás hablando ahora, mujer imposible? —Sus ojos castaños despedían el brillo de la pasión y su respiración se había acelerado. Alexia se sorprendió al descubrir que su propia respiración distaba de ser regular.
Frunció el ceño, tratando de encontrar las palabras adecuadas.
—Bueno, ¿no necesitamos una cama para practicar este deporte? Además, volverán en cualquier momento.
—¿Quién? —Obviamente, Lord Maccon había perdido el hilo de la conversación.
—Los científicos.
—Sí, claro —respondió él con una carcajada—. Y no queremos que aprendan demasiado acerca de las relaciones entre especies, ¿verdad? —Introdujo una mano entre los dos cuerpos y apartó la de Alexia de sus investigaciones.
La señorita Tarabotti no pudo reprimir una punzada de decepción. Hasta que el conde se llevó la mano a la boca y la besó.
—No es mi intención precipitarme en estos menesteres, Alexia. Es solo que me resultas inexplicablemente tentadora.
Ella asintió, golpeando la cabeza del conde ligeramente al hacerlo.
—El sentimiento es mutuo, milord. E inesperado.
El conde, que había creído intuir un cumplido en las palabras de Alexia, rodó sobre sí mismo hasta colocarse sobre ella, entre sus piernas, con sus partes pudendas sobre las de ella.
Alexia no pudo reprimir una exclamación de sorpresa ante tan inesperado cambio de posición. No sabía si debía sentirse agradecida u odiar la moda femenina de interponer tantas capas de tela entre los dos, puesto que eso era lo que impedía un contacto más íntimo entre ambos y, no tenía la menor duda, un posible encuentro sexual.
—Lord Maccon… —consiguió decir con el tono de voz más severo que fue capaz de reunir.
—Conall —la interrumpió él. Acto seguido, se inclinó hacia atrás y sus manos se aventuraron a explorar la superficie curva de su pecho.
—¡Conall! ¡No es el mejor momento para esto!
—¿Cómo se desabrocha este maldito vestido? —preguntó él, ignorando sus quejas.
El vestido de tafetán color marfil de Alexia se sostenía en su sitio gracias a una hilera de diminutos botones de madreperla que recorría la espalda de arriba abajo. A pesar de su negativa a responder, el conde descubrió este hecho por sí mismo y empezó a desabrocharlos con la rapidez del amante consumado, entrenado en el noble arte de desnudar mujeres. La señorita Tarabotti hubiese deseado enojarse, aunque en realidad prefería que al menos uno de los dos tuviera experiencia en el campo de la fornicación. Y claro, difícilmente podía esperar que un caballero con doscientos años a sus espaldas llevase toda una vida siendo célibe.
En apenas unos segundos había conseguido desabrochar suficientes botones como para abrir la parte superior del corsé y exponer la parte de sus pechos que quedaba por encima de la tela. Se inclinó sobre ella y empezó a besarlos, con tanta entrega que solo se detuvo para apartarse bruscamente y preguntar:
—¿Qué demonios es esto?
Alexia se incorporó apoyando el peso del cuerpo en los codos y miró hacia abajo, tratando de descubrir qué había detenido tan molesta a la par que deliciosa exploración de su persona. No pudo, sin embargo, averiguar qué tenía de malo su corsé y por qué había atraído la curiosidad del conde de aquella manera, puesto que la naturaleza copiosa de sus pechos le obstruía el campo de visión.
Lord Maccon extrajo el trozo de espejo envuelto con un pañuelo y se lo mostró.
—Oh, lo había olvidado. Lo cogí del vestidor aprovechando que los científicos me habían dejado sola. Pensé que podría serme de utilidad.
Lord Maccon la observó detenidamente con aire pensativo, incluso con cierto cariño en la mirada.
—Bien pensado, querida. En momentos como este me gustaría que formases parte de las listas del ORA.
Alexia le miró a los ojos, más avergonzada por el cumplido y el cariño con que se había dirigido a ella que por el contacto físico que habían mantenido hasta entonces.
—Entonces, ¿cuál es el plan?
—No existe ningún plan, al menos no uno que nos incluya a los dos —respondió él, colocando con sumo cuidado el trozo de espejo en el suelo, a su lado pero oculto para quien observase la escena desde la puerta.
Alexia no pudo evitar sonreír ante la actitud protectora del conde.
—No seas ridículo. No podrás hacer nada sin mi ayuda, no esta noche. Hay luna llena, ¿recuerdas?
Lord Maccon, que incomprensiblemente se había olvidado de la luna, sintió un acceso de terror momentáneo al imaginar qué podría suceder si, por culpa de su mala cabeza, se separaba de ella aunque solo fuese por un instante. Eran las habilidades preternaturales de Alexia las que lo mantenían cuerdo. Se aseguró de que el contacto físico entre ambos fuese firme; pronto su cuerpo le recordó que sí, que firme parecía ser la palabra más indicada para describir su situación actual. Intentó concentrarse en futuras acciones, ninguna de ellas de índole amorosa.
—Bueno, en ese caso, debes mantenerte tan al margen como te sea posible. Nada de tonterías de esas a las que pareces tan aficionada. Si queremos salir de aquí, tendré que utilizar la violencia, en cuyo caso tú deberás sujetarte a mí y mantenerte fuera de mi camino, ¿comprrrendes?
Alexia, que ya se disponía a enfadarse con el conde, ponerse a la defensiva y explicarle que poseía la sensatez necesaria para evitar un par de puñetazos bien dados, sobre todo cuando carecía de una buena sombrilla con la que protegerse, no pudo evitar que en sus labios se dibujase una sonrisa.
—¿Acabas de preguntarme si te comprrrendo? —se burló, imitando el acento escocés del conde.
Lord Maccon se mostró avergonzado ante semejante desliz fonético y murmuró algo sobre su país natal entre dientes.
—¡Lo has hecho! ¡Has dicho comprrrendo! —La sonrisa de Alexia se expandió por momentos, y es que no podía evitarlo: le encantaba el leve deje escocés que de vez en cuando afloraba en el discurso del conde. De hecho, era la segunda cosa que más le gustaba en la que Lord Maccon utilizaba la lengua. Se incorporó sobre los codos y le besó en la mejilla. Él, casi sin poder controlarse, dirigió la boca hacia los labios de Alexia y convirtió aquel beso en algo mucho más profundo.
Cuando finalmente Alexia se echó hacia atrás, ambos estaban sin aliento.
—Esto tiene que acabar —insistió ella—. Estamos en peligro, ¿recuerdas? Ya sabes, tragedia y perdición, la peor de las calamidades a solo unos metros de esa puerta. —Señaló detrás de Lord Maccon—. En cualquier momento aparecerá una turba de científicos malvados.
—Razón de más para aprovechar el momento —insistió el conde, inclinándose sobre ella y frotándose de cintura para abajo.
La señorita Tarabotti puso ambas manos sobre el pecho de Lord Maccon, tratando de impedir que la besara de nuevo y maldiciendo al destino por permitirle tocar el pecho desnudo del conde y no darle tiempo para disfrutarlo convenientemente.
Lord Maccon le acarició el lóbulo con los labios.
—Imagina que esto es una especie de avance previo a la noche de bodas.
Alexia no sabía qué era lo que más le molestaba, que diese por sentado que dicha noche de bodas acabaría llegando o que lo haría sobre el duro suelo de una celda como aquella.
—¡Ya está bien, Lord Maccon! —exclamó, redoblando los esfuerzos para deshacerse de él.
—Querida, ¿otra vez con eso?
—¿Por qué insistes en la idea de que deberíamos casarnos?
Lord Maccon puso los ojos en blanco y señaló con vehemencia la desnudez de su cuerpo.
—Puedo asegurarle, señorita Tarabotti, que no acostumbro a hacer este tipo de cosas con una mujer de tu calibre sin haber contemplado previamente la idea del matrimonio, y en un corto espacio de tiempo. Tal vez no sea más que un hombre lobo, y escocés para más señas, pero, a pesar de lo que hayas podido leer sobre nosotros, ¡no solemos comportarnos como libertinos!
—No quiero obligarte a nada —insistió Alexia.
Sin dejar de tocarla con una mano, el alfa rodó sobre sí mismo hasta sentarse en el suelo y, aunque seguía manteniendo el contacto para no transformarse de nuevo, casi todo su cuerpo se había separado de Alexia.
Los ojos de la señorita Tarabotti, que ya se habían adaptado a la escasa luz de la celda, recibieron el impacto frontal sin previo aviso. Las ilustraciones de los libros de su padre no hacían justicia a la realidad, al menos no a la de aquel espécimen en particular.
—Deberíamos discutir esa idea tuya tan estúpida —dijo el conde con un suspiro.
—¿Qué idea? —preguntó ella, mirándole con los ojos abiertos como platos.
—Tu negativa a casarte conmigo.
—¿Y tiene que ser precisamente aquí y ahora? —dijo Alexia, sin apenas darse cuenta de lo que decía—. ¿Y por qué te parece estúpida?
—Al menos estamos solos. —Lord Maccon se encogió de hombros, y con él hasta el último de los músculos de su torso.
—Eh… eh… —tartamudeó la señorita Tarabotti—, ¿no podemos esperar a que yo esté de vuelta en casa y tú, mmm, vestido?
Lord Maccon supo entonces que justo en aquel preciso instante disponía de una cierta ventaja sobre Alexia, y no estaba dispuesto a desperdiciarla.
—¿Por qué? ¿Crees que tu familia nos concederá un momento de privacidad? Mi manada seguro que no. Se mueren por conocerte desde el día que regresé a casa empapado de tu olor. Por no mencionar a Lyall y sus cotilleos.
—¿El profesor Lyall es un cotilla? —preguntó Alexia apartando la mirada de su cuerpo para mirarle a los ojos.
—Peor que una viejecita a la salida de misa.
—¿Y qué les ha contado exactamente?
—Que en breve habrá una hembra alfa en la manada. No pienso rendirme, ¿sabes? —dijo muy serio.
—Pero creía que me tocaba mover pieza a mí. ¿No es así como funciona? —Alexia estaba confundida.
La sonrisa de Lord Maccon apenas disimulaba la parte más canina de su carácter.
—Hasta cierto punto. Digamos que ya has dejado bien claras cuáles son tus preferencias.
—Creí que me encontrabas del todo imposible.
—Ciertamente —respondió él sonriendo.
Alexia sintió que el estómago le daba un vuelco, y que apenas podía controlar el impulso repentino de lanzarse sobre él y frotarse contra su cuerpo. Lord Maccon desnudo era una cosa; desnudo y con aquella sonrisa picara iluminándole el rostro, otra muy distinta.
—Y que te parecía demasiado mandona.
—Pronto tendrás una manada bajo tus órdenes a la que poder mandar a tu antojo. No les vendrá mal un poco de disciplina para variar. Me he vuelto un tanto dejado con el paso de los años.
La señorita Tarabotti lo dudaba.
—Y que mi familia te parecía del todo imposible.
—No tengo intención de casarme con ellos —respondió él, acercándose a ella al detectar una fisura en su determinación.
La señorita Tarabotti no estaba segura de que aquel nuevo acercamiento fuese una buena idea. Ciertamente, la imagen más turbadora se hizo borrosa al acercarse a ella, pero sus ojos brillaban con la convicción de que en breve volverían a besar sus labios. Alexia se preguntó cómo había acabado en tan insostenible situación.
—Pero soy demasiado alta, y mi piel es oscura, y tengo la nariz grande, al igual que todo lo demás —se defendió, señalándose el pecho y las caderas.
—Mmm —murmuró el conde, totalmente de acuerdo con las apreciaciones de la señorita Tarabotti—, tienes toda la razón. —Le pareció interesante que no mencionara ninguno de los puntos que más le habían preocupado desde el primer momento: su propia edad (avanzada) y el estado (preternatural) de Alexia. No tenía, sin embargo, la menor intención de asistirla en sus protestas proporcionándole aún más munición con la que oponerse a sus intenciones. Podrían hablar de ello más adelante, preferiblemente una vez estuvieran casados; eso si conseguían salir ilesos del entuerto en el que se habían metido y llegaban sanos y salvos al altar.
Finalmente Alexia reunió el coraje suficiente para abordar el tema que tanto la preocupaba. Fijó la mirada en la mano que tenía libre como si de pronto las líneas de la palma se le antojasen fascinantes.
—No me quieres.
—Ah —dijo el alfa—, ¿quién lo dice? Nunca me lo has preguntado. ¿Mi opinión no debería contar para algo?
—Bueno —murmuró la señorita Tarabotti sin saber qué decir—, tienes razón, nunca te lo he preguntado.
—¿Y bien? —añadió el conde arqueando una ceja.
Alexia se mordió el labio, hundiendo los blancos dientes en la carne rojiza e hinchada. Levantó la mirada del suelo y la fijó con gesto preocupado en la de Lord Maccon, que volvía a estar peligrosamente cerca.
De pronto la puerta de la celda se abrió de par en par, y es que la fortuna es una bestia impredecible.
Allí, de pie bajo el dintel e iluminada por la luz que entraba desde el pasillo, se erigía la silueta de un hombre, aplaudiendo lentamente pero con evidente admiración.