Había un escenario montado en el lugar que había ocupado la caravana. Los números eran sencillos: marionetas, perros amaestrados, un tragasables, un malabarista y un mono que recogía dinero en una gorra. Aunque la gorra estaba gastada y el mono tenía sarna, un circo exterior en un día soleado atraía familias jóvenes que normalmente evitaban Tres Estaciones.
Para añadir más aire vacacional, habían sacado el piano de la sala de espera de la estación Yaroslavl. Pese a las muchas veces que Arkady había entrado y salido de la estación, nunca había oído que tocaran el piano. Ahora alguien lo estaba tocando, a pesar de que no lo habían afinado en años. Abundaban agudos y bemoles inesperados, y algunas teclas no funcionaban en absoluto.
En resumen, pensó Arkady, Rusia y la música.
Algunos hombres cazaban mariposas; otros dejaban que las mariposas acudieran a ellos. Arkady se quedó junto al circo mientras Maya y Ania corrían detrás de cada cochecito y Zhenia y Víktor patrullaban el paseo lateral. A Maya estaba volviendo a crecerle el pelo, pero estaba frágil y demacrada por semanas de búsqueda.
Arkady se fijó en que una niña pequeña con un bebé en brazos estaba recibiendo más dinero que el mono. El animal le mostró los dientes y la niña gritó.
—¿Muerde? —preguntó la niña a nadie en particular.
—Bueno, ahora está enfurruñado. Está molesto por su gorra.
—¿De verdad? ¿Cómo puede saberlo?
—Míralo, mirando al suelo, con la nariz chorreando. Está hecho un asco.
—Me gustan los perros. Tenía una amiga que tenía un perro. Tito.
—¿Un buen perro?
—El mejor. —Empezó a llorar, pero se contuvo—. Ahora estoy con Madame, pero ella no puede salir por el sol.
—Es una manta azul muy bonita. ¿Cómo se llama el bebé? —preguntó Arkady.
La niña vaciló en su resoplido.
—¿Se llama Katia? —preguntó Arkady.
—Sólo cuido al bebé hasta que venga la madre.
—Ya veo que has hecho un buen trabajo. Es una gran responsabilidad.
—¿Quién es usted? ¿Es un mago?
—Más o menos —dijo Arkady—. Puedo sacar conejos de las chisteras. Pero eso no sirve para nada; la gente no tiene sitio para conejos. Primero tienes dos, y al final tienes veinte. Soy más útil. Conozco las cosas.
—¿Como qué?
—Sé que la manta del bebé tiene un dibujo de patitos.
—Eso no prueba nada. Podría haber estado espiando.
—Y si le levantas el pelo en la nuca, tiene una marca de nacimiento en forma de signo de interrogación.
—No.
—Míralo y verás.
Movió al bebé para examinarle la nuca. Cuando vio la marca, se quedó con la boca abierta.
—¿Cómo lo sabe?
—Primero, porque soy mago y, segundo, porque conozco a la mamá de Katia. Lleva semanas buscando a su hija.
—Yo no la robé.
—Ya lo sé.
Emma volvió a llorar otra vez.
—¿Qué hago?
—Muy sencillo. Lleva a Katia con su mamá y di: «He encontrado tu bebé. Aquí está». Arkady señaló a Maya en la entrada del circo. Con el pelo corto no era difícil de localizar.
—Es sólo una niña —dijo Emma.
—Es suficiente.
El mono trató de arrastrar a Emma otra vez a la pista, donde los perros estaban actuando, saltando uno sobre otro como un mazo de cartas que se barajaba solo. Emma trató de sacudirse al mono. Arkady lo ahuyentó con un billete de cinco rublos. Observó el avance dubitativo de Emma, que rodeó a un payaso con la nariz roja que hacía burbujas, pasó junto a un acróbata con zancos, que se movía a cámara lenta, al lado de unos niños pequeños que hacían cola ante una noria en miniatura y de chicos más grandes que jugaban a los aros. Y a través de un laberinto de cochecitos hasta el momento en que Maya levantó la mirada y la luz saltó a sus pupilas.