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Siguió a Arkady a un tren de cercanías verde, de los que van a lo suyo y avanzan sin prisa de las estaciones de la gran ciudad a los andenes desnudos de pueblos. Los asientos eran de madera, fabricados para ser incómodos. A él le costaba mucho moverse, pero aceptaba el dolor como castigo por haber hecho una chapuza con su trabajo.

¡Tayikos! ¿Por qué nadie le había informado de que la caravana era un depósito de heroína de los tayikos? Lo habrían solucionado de alguna manera. En cambio, su hermano fue atacado por el puto perro del infierno. Abandonar a Iliá había sido la decisión más dura de su vida, pero no tenía elección, no con una bala en el hombro y un asiático con un rifle intentando ponerlo otra vez en el punto de mira. Tardó tres horas en reptar hasta la puerta. El episodio fue penoso y sólo hizo que alimentar su determinación de ajustar las cuentas.

Había tardado dos semanas en recuperarse, pero no había perdido el tiempo. Cogía el tren que Renko usaba mañana y tarde ahora que se había reincorporado en la oficina del fiscal. Al principio se sentó en el extremo del vagón sólo para familiarizarse. Tomó nota del libro que Renko estaba leyendo y compró un ejemplar de otro libro del mismo autor. El libro era una chorrada, pero comprendía los temas. Al día siguiente ya estaba discutiendo de libros con él.

Renko era un gran fraude. La seguridad en la oficina del fiscal también lo era. Se había presentado con el uniforme de un hombre que entregaba un paquete que tenía que entregar ineludiblemente a Arkady Renko. Le dieron la dirección de la ciudad y la del campo. Tenía las pruebas contra Renko, que había engañado a todos. Un niño del coro, salvo que los verdaderos niños del coro no disparan a la gente.

Tomó precauciones. Se cortó el pelo y se lo tiñó de gris, se insertó fundas de acero en los dientes delanteros. Ésos eran los dos rasgos en los que más se fijaba la gente. El pelo y los dientes.

Recorrieron juntos parte del camino al pueblo. Él había alquilado una habitación en una alquería pagando en efectivo. Su excusa era que tenía la presión alta y su médico le había recomendado que fuera a algún sitio con aire fresco y agua de manantial. Un descanso en el campo era la mejor medicina. Renko señaló un estanque que apenas era lo bastante grande para justificar un bote de remos y un kayak de plástico que descansaban boca abajo en un muelle. Casi se pasó de la raya al decirle a Renko que el estanque era un poco más grande que un orinal, pero enseguida empezó a insinuar que darse un baño allí sería un buen colofón para sus vacaciones. No insistió mucho, porque la chica podría reconocerle.

Eran cuatro en el grupo de Renko. Tendría que acabar con todos ellos de un solo golpe. Pero le gustaba esa clase de problema. Le gustaba el acertijo de una cabra, un pollo y un zorro que cruzan un río en un bote. Había cosas a considerar, como la hora del día y el factor sorpresa. Tendría que eliminar primero a Renko, luego al chico y a las mujeres. Eso requería encontrar a Renko solo.

El pueblo tenía una tienda que vendía herramientas de granja. Compró una pala, una guadaña y una piedra de afilar. Sólo con mover la guadaña y escuchar su silbido se sintió mejor. Estaba más que harto de las largas conversaciones en el tren, de la cordialidad forzada. Le dolía la cara de sonreír.

Tenía una fecha límite. Renko le había confiado que volverían a la ciudad al final de la semana. Exploró la dacha de Renko. Había riesgos en ello. Casi lo localizó un vecino suspicaz. Y había una fiesta en casa de Renko a la que estaba invitado. Se disculpó por no asistir, por si era una trampa, pero observó a través de los prismáticos. Renko le dijo que no debería ser tan tímido.

Arkady lo localizó en cuanto subió al tren. Era un chacal que trataba de esconderse entre perritos falderos. Tenía rasgos duros, como inacabados, con la frente amplia y manos grandes. El recién llegado dijo que se llamaba Yákov Lozovski y que era un ingeniero de Moscú que estaba de vacaciones solo. Arkady buscó a Yákov Lozovski en los archivos y descubrió que, de hecho, había un ingeniero que respondía a ese nombre y que estaba de vacaciones. No obstante, Arkady empezó a llevar su pistola, y Víktor vino para añadir un hombre más.

Arkady estaba de permiso pagado. No había existido ninguna ceremonia formal de reincorporación, sólo una citación a la oficina del ayudante del fiscal Gendler. Desde que se había reincorporado, Zurin había tratado a su investigador con gran consideración, como si ambos estuvieran buscando la Verdad, cada uno a su manera. Zurin se llevó la mayor parte de los honores por burlar y detener a un asesino en serie, lo cual sólo era su deber como oficial.

Para Arkady, la cuestión era si quedarse en la dacha o volver a la ciudad. Romper la rutina podía ser más peligroso que la retirada. Maya lo llamaba el Recaudador y dijo que nunca se detendría. Siempre viviría atemorizada. Ania dijo que ya había estado muerta, que no tenía nada que perder. Zhenia se sentía ansioso por ser un protector a ojos de Maya. Arkady les advirtió que tendrían que pasarse sin teléfonos móviles, porque no había cobertura en la dacha. Tampoco teléfono fijo y además la ayuda estaba demasiado lejos.

Podían sentir al Recaudador acechando en la oscuridad. En cualquier asedio, el éxito era una cuestión de paciencia. Yákov Lozovski no tenía antecedentes y no estaba quebrantando ninguna ley, pero el miedo iba calando y se reflejaba en contradictorios ataques de claustrofobia y reticencia a salir de la casa. Ania estaba arisca con Arkady durante el día. Por la noche, en la cama, se apretaba contra su espalda y se aferraba a él en busca de seguridad.

Sólo Maya y Zhenia estaban en casa cuando Yákov se presentó con un hacha en la puerta de atrás de la dacha. Tenía el físico amplio de alguien que se había dedicado al trabajo manual durante toda su vida. Se había quitado la camisa para talar leña y se le veía la cicatriz de bala en el hombro. Maya se agazapó en un rincón, donde no pudiera verla.

—¿Quién hay en casa?

—La gente está por ahí —dijo Zhenia. No podía controlar su temblor. Recordó a Yákov conduciendo una furgoneta aporreada y mostrando un cartel de recompensa por Maya.

—¿Por ahí dónde?

—Por ahí.

—Bueno, ésta es la cuestión. ¿Necesitáis leña?

—No, gracias —dijo Zhenia.

—No hay problema. —Yákov señaló los troncos apilados junto a la puerta de atrás. Cogió el trozo de madera más grande, lo puso en un tocón y lo partió con el hacha. Como quien parte un palillo—. No tardará ni un segundo. Nadie sabrá siquiera que estuve aquí. ¿No? ¿Estás seguro?

—Estoy seguro —dijo Zhenia.

—Bueno, sólo trataba de ayudar. Esta noche va a llover. Es bueno para el campo.

En cuanto Yákov volvió a la alquería, dibujó un plano de la dacha, con todos los puntos de acceso, las ventanas, puertas y chimenea, sendero, muelle, campos de visión. Luego se acomodó a esperar la lluvia.

La lluvia era perfecta, un aguacero constante sin relámpagos. Un amigo de Renko observaba desde un Lada en la puerta delantera. No importaba. El hombre que se hacía llamar Yákov Lozovski cruzó a nado el estanque hasta el lado menos custodiado de la dacha. Con su traje de neopreno era prácticamente invisible. Lo único que llevaba era una bolsa impermeable que contenía dos granadas de humo y una máscara antigás con prominentes espacios para los ojos y un cierre de silicona. En una funda en la pantorrilla llevaba un cuchillo de combate del SAS, bueno para cortar y para clavar. Observó desde un punto privilegiado situado entre el bote de remos y el kayak que las lámparas de la dacha se fueron apagando una a una. Cuando la dacha quedó a oscuras y Yákov se elevó lentamente del agua, el bote de remos volcó y él fue abierto en canal desde el esternón hasta las pelotas.

Arkady se echó hacia atrás al tiempo que una efusión de calor se extendía a través del agua. Una mano lo agarró por el tobillo. Se liberó de una patada, pero perdió su cuchillo y se hundió hacia aguas más profundas, donde de pie en el fondo mullido del estanque se representaba un número de equilibrio. Aguantándose la piel como si fuera un chaleco, Yákov logró agarrarse a la cintura de Arkady y abrazarlo desde atrás. Hubo una pequeña sacudida; ése sería Yákov sacando un cuchillo, pensó Arkady. El hombre se estaba deshaciendo, y sin embargo allí estaba, siguiendo adelante como un profesional. Arkady oyó que Víktor gritaba desde la parte delantera de la casa, demasiado lejos para ayudar. Zhenia saltó desde el muelle, pero apenas sabía nadar.

Lo que distrajo al hombre fue la visión de Maya en el brillo de una linterna al borde del estanque. Ahí estaba la niña zorra que había estado persiguiendo, casi a su alcance. La linterna lo enfocó y trazó un camino dorado sobre la superficie del agua. Lo único que tenía que hacer era seguir el reflejo.

Arkady se escabulló de la presa del hombre y lo esquivó. Desde el fondo del estanque, levantó la mirada a una silueta de Yákov volviéndose a izquierda y derecha en una nube de sangre.

Arkady salió a la superficie lo suficiente para decir:

—¿Eres el último? —Se escondió antes de que Yákov pudiera golpear—. ¿Enviarán a alguien más?

Arkady salió a la superficie por el otro lado.

—¿Quién eres?

Pero el hombre que se hacía llamar Yákov Lozovski murió como un escorpión, girando y asestando puñaladas al agua.