Arkady se sentía como si estuviera en una pequeña barca en la inmensidad del mar. En el fondo del océano se libraban grandes batallas que creaban olas en la superficie y proyectaban hacia arriba una miríada de criaturas extrañas. El cómo o por qué no lo sabía. Todo lo poderoso quedaba oculto. Todas las órdenes silenciadas. ¿Por qué le habían devuelto su pistola? Quienes lo sabían, lo sabían.
El tráfico en Prospekt Mira normalmente era lento, pero a esa hora de la noche, los coches eran audaces y ruidosos. Un rugido recorría la parte delantera del Ministerio de Agricultura. No era el susurro de un Mercedes, sino los tonos salvajes de los Masserati y los Ferrari.
La policía de tráfico permanecía impotente junto a sus Lada. Perseguir un Porsche o un BMW terminaba como una sobria demostración de lo desclasados que eran. Audi y Mazda hipertuneados llegaban en oleadas. Habían hecho carreras ilegales por el MKAD. El centro de Moscú era su vuelta de la victoria.
Cuando Arkady notó el golpe por detrás, lo tomó como una señal para apartarse. Ya iba al límite de velocidad y el Lada estaba empezando a sonar como un biplano. Dejó que pasara un Hummer negro y se aventuró a entrar en Sadóvoye Koltsó. Había sido un barrio distinguido y seguía siéndolo. Circuló sin problema junto a la Casa de la Música. Y entonces recibió otro golpe por detrás, esta vez más fuerte. Otro Hummer. O el mismo. Arkady no pudo ver al conductor, porque el parabrisas estaba tintado. La parte delantera tenía altos parachoques cromados. Cuando Arkady trató de parar, el Hummer volvió a empujar al Lada. Puso punto muerto antes de que se rompiera la caja de cambios.
Arkady buscó a tientas su sagrada luz azul para el techo, su salvoconducto para la ciudad. Normalmente estaba en el salpicadero. Esta vez no. La puerta temporal del Lada no cerraba. Alguien había metido la mano y se había llevado la luz como si fuera una manzana en una rama baja. El Hummer arrastró al Lada, y unas gotas de sudor corrieron por la nuca de Arkady. Si al menos pudiera ver quién estaba conduciendo, podría entender un poco con quién se enfrentaba. Antes de darse cuenta, estaban en un túnel, y el aire implosionó. Al salir, los saludó un cartel de Hitachi. Los paneles iluminados ensalzaban las playas de Orlando, Florida, la pesca con arpón en el mar Rojo, nadar en las aguas turquesas de Croacia, lugares a los que le encantaría ir si pudiera desembarazarse del coche que tenía detrás. Una recta junto al muro del Kremlin. Ni un solo guardia. ¿Nadie protegía a los líderes del país? Finalmente, bendijo la fuerza centrífuga. Al fondo de los jardines de Alejandro, el Lada hizo un giro cerrado y se separó del parachoques del Hummer. Arkady puso el coche en tercera al tiempo que dos tapacubos se soltaron.
Unos policías de tráfico con chubasqueros brillantes hicieron una seña a Arkady para que parara. Por primera vez en su vida se alegró de verlos.
—¿No negará que estaba haciendo una carrera?
—No estaba haciendo ninguna carrera; estaba huyendo para salvar la vida.
—Carrera o huida, le va a costar quinientos rublos. Y su coche, tendremos que confiscar su coche. —El agente le echó un buen vistazo—. Tendrá que llevarse su coche.
—Aceptaremos cinco dólares —dijo el segundo agente.
—Estaba escapando de… —Arkady miró a su alrededor. No había rastro del Hummer.
El móvil de Arkady sonó dentro del Lada. Cada movimiento que hacía, los policías le bloqueaban el camino.
—Oh no, primero pague.
—He de contestar al teléfono.
—Primero el dinero.
—Soy investigador jefe.
—Muéstreme sus papeles.
Cinco dólares demostraron ser papeles suficientes.
Pero el teléfono había dejado de sonar. Sólo había un mensaje de Víktor.
«No vas a creerlo. Ese cabrón, tu antiguo jefe el fiscal Zurin, dice que como te habían despedido, nada de lo que hay en la cinta es admisible como prueba. Eso incluye las confesiones conseguidas con “teatro barato”. Dice que no es nada más que la perorata de un individuo enfermo».
Arkady trató de devolverle la llamada, pero el teléfono de Víktor ya comunicaba. Intentó localizar a Ania en el móvil, porque si los Borodín estaban sueltos tendrían la oportunidad de matarla una segunda vez, lo cual no parecía justo. No hubo respuesta.
¿Cuál era la historia de Cita en Samarra?, pensó Arkady. Tratando de evitar la muerte, corremos a sus brazos. Era inevitable, en ese semáforo o en el siguiente.
Y allí estaba, empujando a Arkady por detrás, un Hummer negro con una luz azul (probablemente la de Arkady) en el techo. Al primer parpadeo del semáforo, Arkady dio un giro de ciento ochenta grados hacia el tráfico que venía de cara. El Hummer lo siguió, pero era demasiado grande para enhebrar la aguja con limpieza. Enganchó los guardabarros al forzar su paso, pero continuó persiguiendo a Arkady. ¿Qué había dicho su padre? En el campo de batalla, un oficial sólo debía correr como último recurso. Eso no era una retirada; era pánico. Arkady dio la vuelta en la rotonda de la plaza Lubianka para buscar calles estrechas con cafés en las aceras. Se apoyó en el claxon y obtuvo un débil gimoteo. Los cafés estaban cerrando. Una torre de sillas apiladas se tambaleó y cayó. En algún momento de la persecución, los retrovisores laterales del Lada habían desaparecido, y tuvo que mirar por el retrovisor interior. El Hummer tenía un faro de policía, y en su brillo, Arkady apenas podía ver. No importaba, ahora estaban en su barrio.
Arkady pisó a fondo la barra que era lo único que quedaba del acelerador de Víktor. El Lada empezó a temblar. El tubo de escape se arrastraba, entonando una melodía al rozar el asfalto. El Hummer trató de pasar, pero Arkady mantuvo el morro del Lada por delante. A una manzana del objetivo, el Hummer se puso a su lado. El conductor bajó la ventanilla. Serguéi iba al volante. Su madre, sentada a su lado. Madre e hijo, un retrato familiar, pensó Arkady. Dio un volantazo para pegarse más al Hummer y Serguéi enderezó, permitiendo que el Lada mantuviera el morro por delante. Salía un humo blanco de debajo del capó.
Serguéi apuntó a Arkady con una pistola. Arkady apuntó con la suya, el regalo del pueblo ruso. Madame Borodina estaba gritando, aunque Arkady no distinguía las palabras. Dio un volantazo hacia el Hummer, hacia un pilón naranja volcado.
—¡Soy Dios! —gritó Serguéi.
El Hummer entró en el socavón a 150 kilómetros por hora.
Ninguno de los Borodín llevaba cinturón. Ambos salieron volando por el parabrisas mientras el Hummer se quedaba de pie sobre el morro y hacía una pirueta en el aire antes de aterrizar.