Una voz masculina respondió el teléfono.
—Hola. ¿Quién es?
—El vecino de Ania.
—¿Ania qué?
—Ania la muerta, quién va a ser. Piénselo. Llamaré en un minuto. Hable con mamá.
Arkady colgó.
Cogió una botella de vodka de la nevera y lo sirvió en un vaso. Cuando la gente proponía un brindis por la paz del mundo, su padre solía decir:
—Estoy enfermo de brindar por la paz del mundo. ¿Qué hay de la guerra mundial? —Por el viejo hijo de perra.
Arkady apuró el vasito de un trago y dejó que su calor se extendiera por todas las venas de su cuerpo. Apoyó la botella y el vaso en la encimera.
Esperó diez minutos y llamó otra vez.
Esta vez la voz dijo:
—Renko, ¿qué cree que tiene?
—Un testigo.
—Imposible.
—¿Por qué? —Cuando no hubo respuesta, Arkady dijo—: ¿Ves? No puedes negarlo sin reconocer que estuviste allí.
—¿Dónde estaría?
—Donde Dios es mierda.
Una pausa reflexiva.
—Podríamos arreglar algo. ¿Dónde está?
—Te dije que estoy en el apartamento de enfrente del de ella. Costará cien mil dólares.
Hubo una consulta en susurros al otro lado. Serguéi volvió a la línea y dijo:
—No sé de qué está hablando. Quédese ahí. Pasaré dentro de tres horas con al menos cien mil dólares.
—Aquí en una hora. —Arkady colgó.
Había sonado como que Serguéi estaba llamando por un teléfono móvil. Ya estaba en camino.
Arkady se quedó de pie junto a la ventana de la cocina. El sol se resistía a ponerse: un espectador pálido del crepúsculo. En la calle, los trabajadores habían rellenado otra vez el socavón. Cargaron el bote de alquitrán y una apisonadora en un camión y dejaron la reparación custodiada por pilones con franjas reflejantes y una señal con el símbolo internacional de un hombre cavando, aunque en este caso todo el equipo estaba formado por mujeres. El supervisor del equipo era un hombre que parecía poco familiarizado con una pala. Por su parte, Arkady había pegado una grabadora activada por voz en la parte inferior de la mesa de la cocina y llevaba otra a la altura de los riñones. Al final de la manzana, un Hummer negro aparcó y ocupó el espacio de dos coches normales. Serguéi Borodín bajó balanceando un maletín como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo.
Arkady entreabrió la puerta. Oyó pisadas que subían por la escalera hasta que llegaron al descansillo.
—¿Renko?
—¿Sí?
—Sin emociones. Somos todos adultos. Es sólo negocio, ¿sí?
—Sólo negocio —accedió Arkady.
Sin su disfraz de Petrushka, Borodín parecía un atleta normal con un chándal de diseño, pero Arkady recordó estar impresionado por la osadía de Serguéi volando en alambres en el club Nijinsky. Serguéi tenía coraje físico. Lo que solía faltarles a los asesinos era empatía. Recordó a Serguéi sentado en una pasarela y soltando cerillas encendidas sobre las bailarinas que había debajo.
¿Y qué vio Serguéi en Arkady además de un antiguo investigador, amargado, destituido y fuera de forma?
—¿Le importa que hablemos en la cocina? —dijo Arkady—. En las fiestas, la gente siempre termina en la cocina. —Controló a Serguéi con el rabillo del ojo mientras iba delante—. Quiero que ponga el maletín en la mesa. Si hay una pistola dentro y no me lo cuenta ahora, le mataré.
—¿Es una broma?
—No.
Serguéi dejó el maletín en la mesa y puso las manos atrás.
—Hay una pistola dentro.
—Gracias. Me alegro de que me lo haya dicho. Empújelo.
Serguéi deslizó el maletín con las yemas de los dedos.
Arkady lo abrió y se guardó el arma, una Makárov, bajo el cinturón. Había un periódico para dar peso. Nada más.
—Es decepcionante, ¿sabe?
—Los bancos están cerrados. Me ha dado una hora. Mi dinero está congelado.
—¿En qué?
—¿Qué quiere decir?
—¿En qué campos ha invertido?
—¿Qué le importa?
—A mí también me interesa. Cuando me echaron, me penalizaron con la mitad de mi pensión. Ahora usted es mi pensión.
—Vale. La gente quiere que haga una película de artes marciales. El este se encuentra con el oeste, la violencia se encuentra con la meditación y toneladas de wire fu.
—Recuerdo que es muy bueno volando en el alambre, pero ha matado a al menos una mujer que yo sepa, probablemente más. ¿Qué le hace pensar que va a hacer películas?
—Eso lo dice usted, no yo. Además, no es ningún héroe. Le han echado.
—Eso es verdad.
Arkady le dio la espalda a Serguéi para servir dos vasos de vodka. En el reflejo del armario, vio a Serguéi hurtando una mirada hacia la puerta. Arkady llenó una tercera copa y dijo:
—Adelante, que pase. No queremos dejar a mamá fuera.
—He venido solo.
—O le dispararé en el pie.
—¡Espere!
No había una amenaza mayor para un bailarín.
Madame Borodina entró en el apartamento, imperiosa y bronceada, con escasa diferencia entre sus pantalones de cuero, su chaqueta y su piel. Arkady pensó que habría sido una gran faraona, como los que exigían las pirámides. Recordó que dos personas habían salido del apartamento de Ania la noche que la atacaron. A Madame Borodina no le daría la espalda.
—¿Le importa?
Arkady derramó el contenido del bolso de la mujer en la mesa de la cocina: llaves de casa y del coche, espejito, pañuelos de papel, pequeñas facturas, tarjeta bancaria, pase de metro y una pistola de calibre 22. Estaba inquieto. Los Borodín podían ser aficionados, pero no eran idiotas. Obedecían órdenes, pero no estaban acobardados.
—Serguéi —dijo Madame Borodina—, ten en cuenta que todo lo que digas aquí está siendo sin duda grabado y que el antiguo investigador Renko es un hombre desesperado listo para darle la vuelta a todo lo que digas.
—Salud —dijo Arkady.
Todos apuraron sus vasos. Arkady sintió el calor. No quería necesariamente emborrachar a los Borodín. Bastaría con que estuvieran desinhibidos y jactanciosos. Un poco de terror no haría daño.
—Ahora que ya no es investigador —dijo Madame Borodina—, tendrá que obedecer la ley.
—De hecho, es al revés —dijo Arkady—. Ahora no lo haré.
—Entonces ¿quién es el llamado testigo?
Pero Arkady se golpeó en la frente.
—Serguéi, ahora entiendo de qué irá la película. No hay artes marciales. ¡Nijinsky! Bailará. Hará de Nijinsky.
—Soy Nijinsky.
Arkady levantó su copa.
—Beberé por eso.
Todos tenían que beber por eso. Arkady pensó que la fiesta estaba yendo bien.
—Así que si hace de Nijinsky, ¿quién hará de su madre? Era muy abnegada. Elegía sus amantes, hombres o mujeres, sobre la base de si podían favorecer su carrera. Muchas madres no harían eso. ¿Tiene a alguien en mente?
—Muy gracioso —dijo Serguéi.
—Estamos saliéndonos del tema —dijo Madame Borodina—. Quiero ver a ese llamado testigo.
—La cuestión —dijo Arkady— es que Serguéi no ha venido con el dinero, ha venido con una pistola. Hemos de trabajar juntos. —Volvió a llenar los vasos y, sin explicación, añadió un cuarto—. Estaba hablando de la madre de Nijinsky…
Serguéi rió.
—Era una perra controladora.
—Serguéi, no juegues a este juego. —A Madame Borodina no le hacía gracia.
—Así que si hace de Nijinsky, ¿quién interpretará a las otras mujeres de su vida? Debe ser difícil el cásting.
—Muy difícil —dijo Serguéi.
—¿Cuántas ha probado?
—Cinco. —Serguéi y su madre intercambiaron miradas.
—¿Ha de ser una bailarina?
—No si tiene las aptitudes adecuadas.
—¿Todas se quedan cortas? ¿Resulta que eran todas putas? ¿Qué les hace a las putas?
—No lo entiendo.
—¿Las expone? —preguntó Arkady.
—No hay ningún testigo —le dijo Madame Borodina a Serguéi—. Es una trampa. Renko quiere sacar dinero a gente inocente.
Arkady había dejado a juicio de Ania cuándo hacer su aparición. Todo se detuvo cuando ella entró en la cocina. Estaba más pálida de lo normal, lo cual hizo que las sombras bajo sus ojos parecieran más oscuras que nunca, y se había ocupado de vestirse con el camisón de algodón con el que Serguéi la había visto por última vez.
Serguéi estaba anonadado. Arkady se preguntó si la familia de Lázaro habría reaccionado con el mismo horror cuando éste se levantó de entre los muertos.
—No digas nada —dijo Madame Borodina.
—¡Cuando la dejé estaba azul! —exclamó Serguéi.
Era un principio pero no bastaba, pensó Arkady.
—¡Cállate, Serguéi! —dijo Madame Borodina.
—Serguéi Borodín —dijo Arkady—, ¿intentó matar a la periodista Ania Rudikova?
—Lo hice. —Y añadió—: No podemos evitarlo. Somos monstruos.
—¿Qué quiere decir? —No era exactamente lo que Arkady tenía en mente.
—¿Se ha fijado en que Moscú está lleno de monstruos?
—¿Qué clase de monstruos? —preguntó Arkady.
—De todas clases. ¿No los ve? Los han convocado.
—Serguéi, por favor, ya he oído todo esto —dijo Madame Borodina.
—Pedro el Grande tenía un museo de monstruos, niños con cuernos y pezuñas, medio formados y deformes. Dictó un decreto para que le llevaran a todos los monstruos de Rusia. Se llamó el Decreto de los Monstruos. Está volviendo a ocurrir, sólo que esta vez manda el dinero. Los monstruos se están reuniendo en Moscú. Putas, millonarios como escarabajos peloteros que enrollan dólares. Dios es un perro, un perro es mierda, yo soy Dios. —Se volvió hacia Ania y dijo—: Si has vuelto de entre los muertos, eres el mayor monstruo de todos.
La habitación quedó en silencio.
—Yo las maté —dijo Serguéi por fin.
—¿A cuántas? —le presionó Arkady.
—¿Importa?
Madame Borodina se llevó a Serguéi a rastras.
—Nos vamos. Este teatro no se sostendrá en un juicio.
Los Borodín se retiraron al descansillo, pero la escalera estaba bloqueada por Víktor vestido con mono de trabajo y apestando a alquitrán.