En un centro de sobriedad la mañana era el momento en que todos los zombis tenían que vestirse y marcharse arrastrando los pies, para que los encargados de la limpieza lavaran el suelo a manguerazos y volvieran a hacer las camas con sábanas de goma, y en cuanto a Cisne, el enfermero, que llegaba al final de un turno de veinticuatro horas, era el momento de dejarse caer en una silla y encender un cigarrillo como si su vida dependiera de ello. Cisne no era ni doctor ni pirata. Habló con los ojos cerrados.
—Dios es un perro. Un perro es Dios. Dios es mierda.
—Es pegadizo —dijo Arkady—. Lo oí hace unos días, cuando vine a buscar al sargento Orlov.
—Mientras no se hagan daño ellos ni a nadie más, pueden decir lo que quieran. Nos ocupamos de nuestros invitados. Si están sangrando, les ponemos una venda. Si vomitan, nos aseguramos de que no se asfixien con el vómito. Incluso serramos las patas de las camas para que no se hagan daño si se caen. Caen mucho de la cama. También les garantizamos intimidad.
Seguramente una cama así tenía futuro en la tienda de muebles, pensó Arkady. El modelo Moscú para caídas inofensivas.
—¿El registro del centro? —preguntó.
Cisne levantó un libro del tamaño de un volumen de contabilidad.
El registro era simple: nombre, hora de admisión, hora de salida, estado y, en algunas instancias, en qué custodia o en qué hospital. La multa de 150 rublos por conducta desordenada era una nimiedad, pero la degradación en el puesto de trabajo y la vergüenza en casa serían importantes. Cien dólares podían hacer que todo eso desapareciera, y Arkady se esperaba que Serguéi Borodín hubiera tomado esa ruta, sin embargo, su firma estaba escrita con audacia en tinta. Admitido tres noches antes a las 20.45, salida a las 23.00. Arkady se fijó en que según el registro, Roman Spiridon fue admitido al mismo tiempo.
—Borodín dijo que quería intimidad, y entonces empezó a montar un escándalo con su rutina de «Dios es mierda». Es lo último que necesito, problemas con la Iglesia.
—¿Borodín se emborrachaba con frecuencia?
—¿Quién ha dicho que estaba borracho?
—¿Se presentó él mismo?
—Es como cualquier club. Hay tratos especiales para los habituales.
Cuando llevaron a Víktor, Arkady recibió una llamada de cortesía para que fuera a sacarlo. Era un acuerdo que alguien podría calificar de connivencia. Cada vez más, Arkady sentía que se estaba desviando del camino recto.
—Así que Serguéi Borodín vino para estar solo.
—¿Quién dijo que vino solo?
Arkady estaba ofuscado.
—¿Por qué un hombre sobrio iba a llevar a alguien a una celda de borrachos?
El enfermero inhaló con fuerza suficiente para hacer que su cigarrillo chispeara.
—A veces creo que la revolución sexual se te pasó por completo. Piénsalo, es una situación íntima, ¿no? La desnudez. La oscuridad. Las camas.
Tardó un siglo en comprenderlo.
—¿Aquí? —Arkady nunca había considerado que la celda de borrachos pudiera ser el lugar adecuado para una cita erótica.
—Es ideal para el sexo duro, para un cliente al que le gusta el contacto de un escualo y un poco de riesgo.
—¿Con quién?
Cisne volvió a referirse al registro. Los nombres de Serguéi Borodín y Roman Spiridon aparecían más o menos cada quince días. Llegaban y se marchaban juntos. El único día que Borodín llegó solo fue la noche que Spiridon se quedó en casa, se metió en la bañera y se abrió una vena.
—Me fijé en cicatrices antiguas en la muñeca de Borodín —dijo Cisne—. Había intentado hacerse daño antes. Es realmente una petición de ayuda, ¿sabes?
—Te refieres a la muñeca de Spiridon.
—No, mira en el registro. Borodín llegó aquí solo, consiguió que la mitad de los borrachos que había aquí gritaran que eran Dios y se fue tan campante.
Eso fue al mismo tiempo que Roman Spiridon se deslizaba en su bañera, pensó Arkady. Dos Spiridon en dos lugares distintos. Funcionaba con los electrones, pero no con una entidad mayor.
Arkady mostró al enfermero la fotografía que le había prestado Madame Spiridona.
—¿Quién es?
—Borodín. Serguéi Borodín.
Arkady se la guardó. Quizás había dos Borodín.
—¿Lo conoces bien?
—Sólo de aquí. Para ser sincero, en ocasiones me cuesta distinguirlos.
—¿Nunca hablaste con él?
—Lo habitual. Era un poco triste y tímido. Un suicida es un suicida.
No, pensó Arkady. En las manos adecuadas, el suicidio era asesinato.