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En cuanto Itsy vio el amuleto en el cesto del bebé, movilizó a la familia, sin que importara que estuvieran en la oscuridad de la noche. Habían invadido un escondite de heroína tayiko oculto bajo las cajas de fruta que habían estado usando como leña para la cocina de la caravana. El amuleto era un aviso de desahucio. Un desfile de niños sin hogar con un bebé que lloraba podría levantar interés. No obstante, era poco probable que hubiera gente en la calle en una noche tan húmeda. Además, el bebé se había convertido en algo demasiado precioso para que Itsy renunciara. Tenía poca estima por el largo plazo. En el fondo, sabía que el largo plazo no era algo que se aplicara a ella. Lo único que poseía eran capacidades de supervivencia día a día, pero no se quejaba. Escuela, oficina o una vejez confortable eran cosas que carecían de atractivo para ella. En muchos sentidos su vida era perfecta.

Liev y Piotr se quedaron atrás. Estaban en la fase en que les pesaban los párpados. Cada uno tenía sus preferencias. Aerosol, cola de modelismo o betún de zapatos. Itsy deseaba la compañía de los chicos porque eran lo bastante grandes para proporcionar cierta protección; por lo demás, la responsabilidad recaía en Tito, que trotó a un lado del grupo y luego al otro hasta que llegaron a la estación Kazanski, donde se agazaparon y esperaron que los chicos les dieran alcance. Un bebé de tres semanas, aunque estuviera tan bien envuelto como el de Itsy, no tenía que estar en el exterior frío y húmedo.

—Los chicos se han dejado el material —dijo Milka.

Su material de esnifar, pensó Itsy. Sus estúpidos botes y bolsas.

—Quédate ahí. —Itsy le entregó el bebé a Emma.

Itsy volvió corriendo por el mismo camino, repasando a cada paso lo que iba a decirle a Liev y Piotr cuando los encontrara.

El tinglado del ferrocarril era una sombra en un campo de vías. Se paró en seco para escuchar una pisada o una voz. Aunque tenía una linterna, permaneció a oscuras. Tenía los sentidos educados para una vida de fugitiva y vio el foso más profundo y oscuro para las reparaciones de la parte inferior de los vagones. Captó los aromas de ceniza y orina y oyó el goteo de agua de lluvia desde un tubo de desagüe. No había signos de guerreros tayikos mágicos ni a lomos de nubarrones ni de máquinas para limpiar el suelo. De todos modos, estaba inquieta por estar cerca de mercancía tayika.

La estufa de la caravana todavía mantenía ascuas y un resto cada vez menor de calor. Cuando Itsy pasó entre las literas recordó los grandiosos planes que había tenido para una cuna portátil. Todavía podía cumplirlos cuando se establecieran en una nueva base. Era sólo una cuestión de pasar la noche.

Itsy olía sangre. Bajó de la caravana y miró debajo de las ruedas. Luego volvió al borde del foso y esta vez encendió la linterna. Liev y Piotr estaban boca abajo al fondo de la zanja, cada uno de ellos con un agujero en la parte posterior del cráneo. Después habían tirado las gorras a la zanja. Itsy había prometido a Liev un nuevo par de zapatillas de baloncesto usadas. Todavía había un cigarrillo colocado con estilo detrás de la oreja de Piotr, el cigarrillo que nunca se había fumado. El zumbido en la cabeza de Itsy era tenue al principio, pero creció hasta dimensiones monumentales. Su madre dijo:

—Isabel es un nombre bonito. —Y la linterna se apagó.

El segundo disparo hizo caer a Itsy en el foso y un par de siluetas ocuparon su lugar.

—Y uno más por si acaso. —La pistola hizo un ruido sordo.

Hubo un momento de silenciosa satisfacción, rematado por el sonido de pisadas que se acercaban deprisa.

—¿Qué es eso?

—Un puto perro.

Tito impactó en el hombre que había disparado a la altura del pecho. Ambos cayeron en el foso, con el perro encima.

—Sácamelo de encima.

—Quédate quieto. —Una segunda figura miraba desde el borde del foso.

—Sácamelo.

—No te muevas.

—¡Dios!

—No tengo ángulo.

—Hijo de…

—Has de parar de moverte.

—El cuello.

El hombre que estaba al borde apuntó lo mejor que pudo y disparó. La discusión continuó unilateralmente.

—Iliá, ¿estás bien? ¿Iliá?

El segundo hombre que había disparado encontró la linterna de Itsy e iluminó el foso.

Su hermano no decía nada, porque el perro le había desgarrado la arteria carótida y estaba arrastrándolo sin resistencia a un lado y luego a otro. Había sangre por doquier.

—¡Iliá!

Cuando Tito levantó la mirada, sus pupilas se iluminaron. Soltó al hombre que sostenía en las fauces y se dirigió a la escalera, acelerando. El hombre vació el resto del cargador en el perro. Todavía estaba apretando el gatillo cuando el animal volvió a caer por los escalones, muerto diez veces.

Había que tomar decisiones. En circunstancias normales, el sicario nunca habría dejado atrás a su hermano. Iliá había sido un maestro en atar cabos sueltos. Muerto, Iliá era el mayor cabo suelto de todos. Era una cuestión de logística. Llevar a Iliá a la furgoneta Volvo o la furgoneta a Iliá. Encontrar un casquillo por cada tiro que había pegado. Cavar dos tumbas más. Sólo por el sudor merecía un plus.

Algo revoloteó enfrente de la cara del hombre. Un láser naranja que se movía de manera errática como una mariposa se detuvo en la placa identificativa de su mono. Sintió el frío del aire.

—Putos tayikos.

Eso lo adivinó antes de que impactara la bala.