28

—¿Alguna vez has intentado llevar la puerta de un coche bajo la lluvia? —preguntó Arkady.

Víktor no dijo nada, se limitó a rodear su Lada con expresión de incredulidad. Estaba aparcado en la calle, bajo el sol de la mañana, junto a la comisaría de policía del Estanque del Patriarca, un barrio próspero que en la práctica era una «Zona sin Ladas».

—Tenemos suerte de que las bisagras se rompieran limpiamente —dijo Arkady—. El mecánico del taller dijo que nunca vio una rotura tan… inmaculada.

—No es mi puerta —dijo Víktor—. Esta puerta se aguanta con alambres.

—Habrá que trabajarla, pero lo principal es que se abre. Y se cierra bastante bien. Han intentado que el color sea igual.

—¿Una puerta negra en un coche blanco? La próxima vez, ¿por qué no lo tiras por un barranco?

—Estaba en el arcén de la autopista y alguien trató de atropellarme.

Arkady resistió la tentación de señalar que Víktor poseía un coche que ya parecía que hubiera caído por un barranco.

—Encontré esto. —Abrió un sobre y agitó el medio tique del maletero del Mercedes de Vaksberg.

Víktor se lo quedó mirando.

—¿Has encontrado esto? ¿Qué es esto?

—Un tique de alguna clase.

—¿Sí?

Arkady trató de pensar en algo que animara a Víktor.

—El limpiaparabrisas funciona.

Víktor llevó a Arkady a la sala de brigada al tiempo que lo fulminaba con la mirada.

—Sabes que los chicos hacen carreras todo el tiempo en esa autopista. Podría haber sido alguno de ellos que se descontroló. ¿Lo viste?

—No.

—¿Lo denunciaste?

—No.

—¿Le disparaste al menos?

Víktor había preparado portátiles y viejos dosieres de papel pasados de moda para buscar entre los muertos. Cada disco contenía un millar de dosieres y cada dosier contenía los informes de un detective: entrevistas, fotos forenses y autopsias de mujeres fallecidas por causas no naturales y no resueltas en Moscú y sus alrededores durante los últimos cinco años. Arkady eliminó las disputas domésticas, lo cual todavía dejaba un montón de casos, porque más de doce mil moscovitas morían por causas no naturales cada año.

Arkady dibujó una versión torpe de las posiciones de ballet.

—No sabía que fueras tan erudito de la danza —dijo Víktor.

—Es como si Vera llevara un cartel que dijera «víctima número cuatro».

—O sus miembros yacían de una forma en que tú y sólo tú construyes una posición de ballet. En lo que se fijaría cualquier persona normal sería en que tenía el culo al aire.

Víktor intentó con desgana atrapar una mosca que revoloteaba en torno a las cintas antimoscas de la habitación, las cucharas de plástico y los envases de comida para llevar.

—Sabes que esto tendría cierto sentido si le sirviera a Vera. Su caso está cerrado. No hay cadáver y las posibilidades de conseguir una condena sin un cadáver son inexistentes.

—A menos que alguien confiese.

—Sin cadáver no hay caso. Lo único que han de hacer es darnos largas.

—Por un momento, supón que tengo razón, por descabellado que parezca. Si tenemos un asesino con la idea de cinco cadáveres y cree que los ha conseguido, se va a esfumar. Podría desaparecer un año o dos y luego volver a empezar con un nuevo conjunto de bailarinas.

—Nos falta la número tres.

—Exacto. Así que limitemos la búsqueda a mujeres de dieciocho a veintidós años, estudiantes, bailarinas, con abuso sexual, asesinadas, sobredosis, causas desconocidas. Pongamos dos años antes que Vera.

—¿Sólo dos?

—Si tengo razón, es un caso de personalidad compulsiva. No tiene un plan de cinco años. No puede esperar tanto.

Observó la mosca en su arduo ascenso por la pared, recorriendo el techo y rodeando una lámpara sólo para alcanzar el final de viaje con un zumbido en una cinta de papel matamoscas.

Arkady llegó a casa después de medianoche y encontró a Ania sentada en la oscuridad.

—Quería pedirte perdón por cómo me he comportado en la estación de tren —dijo ella.

—Bueno, pareces popular con los niños.

—Pero no contigo.

—Estabas agotada, deberías haberte quedado aquí. ¿Has comido hoy? —preguntó Arkady.

Al ver que ella tenía que pensárselo, Arkady fue directamente a la nevera, sacó restos de la noche anterior y puso agua para hacer té.

—No tengo apetito —dijo Ania.

—¿Quién va a tenerlo a estas horas? —Cortó una salchicha y pan negro.

—¿Puedo quedarme una noche más?

—Puedes quedarte todo el tiempo que necesites. ¿Te ha visto alguien cuando estabas fuera?

—Sólo los niños. No curiosearé si es eso lo que te preocupa.

—Estoy seguro de que has curioseado. Probablemente has abierto todos los cajones del apartamento. Puede que hayas abierto cajones que no se habían abierto en años. Ahora mismo, lo principal es que nadie te vea. Mientras estés muerta, estás a salvo.

—¿Y cuando quiera estar viva?

—En el momento oportuno. ¿Qué clase de coche tiene Serguéi Borodín?

—Uno americano enorme. ¿Por qué lo preguntas?

—Alguien ha intentado atropellarme hoy. —Arkady sirvió dos tazas de té—. Cuando una persona trata de atropellarme, me gusta saber por qué. ¿Es un asesino o un amante celoso? Hay diferencia.

—Vete al infierno.

Arkady pensó que estaba bien. Ania había recuperado el color y empezaba a probar la comida.

—Así que sigues en el caso —dijo.

—Ayudaría tener un testigo. ¿No recuerdas nada de quién te atacó?

—No.

—Pero no has respondido a mi pregunta.

—Primero dime con quién te acuestas —dijo Ania—. ¿O no es asunto mío?

—No lo es. Pero para ser justos, con nadie.

—La mujer que vivía aquí, la doctora…

—Está en África. O en Asia.

—Tú y las mujeres —dijo Ania.

—Me temo que no es una historia de éxito.

—¿Por qué se fue?

—Porque quiere salvar al mundo. Y yo no.

—No es lo que yo veo.

—¿Qué ves? —Esperaba una pulla.

—Veo a un hombre que no me abandonó.

Ania lo besó y retrocedió.

—Lo siento —dijo.

—Por favor, no lo sientas.

Las cosas estaban en movimiento, se había pronunciado una palabra secreta, porque volvieron a besarse. Aún había tiempo para que Arkady se apartara de un caso que no lograba desentrañar y una mujer a la que no entendía. Sabía que no había ni caso ni investigación. ¿Cuáles eran las posibilidades de un resultado feliz? Podía parar en ese momento, pero rodeó la mesa y la cogió en brazos. Ania era increíblemente ligera y él descubrió que, aunque pequeño, su cuerpo era lo bastante profundo para que el resto del mundo desapareciera.

Después, todavía en la cama, hundió un terrón de azúcar en su taza y sorbió el té dulce.