27

El café de la estación Kazanski se estaba convirtiendo en un santuario para Arkady y Víktor. Arkady se preguntó cuántas veces seguidas Víktor podría eludir pagar la cuenta.

—En este momento no sólo estás desafiando a Zurin, te estás enfrentando al aparato del Estado, y puede que el Estado tenga un cerebro de molusco, pero reacciona a las amenazas y se protege a sí mismo. Cierta gente irá a tu apartamento. No serán chicos con miedo escénico y romperán algunos huesos. ¿Y tú qué haces? Eliges una pelea con Zurin. Por cierto, ¿cuándo va a recoger su coche tu amigo multimillonario Vaksberg? Tengo una llamada del encargado del almacén de pruebas. Está acribillado.

—Probablemente se comprará otro. No voy a conducir hasta la autopista para ver agujeros en un coche. ¿Lo que huelo es tu colonia?

Era una vuelta de tuerca; Víktor solía beber colonia.

—Es para hombres —dijo Víktor.

—Tal vez para algunos.

Víktor encendió un cigarrillo y jugó con una caja de cerillas.

—¿Me la dejas? —Arkady cogió las cerillas.

Aunque la caja estaba amarillenta por los años, el retrato de una joven Anna Furtseva en la caja era inconfundible. Lo único que faltaba era el perro lobo combustible.

—Has vuelto.

—Llamó y dijo que había encontrado una fotografía que quería que tuviera. La tienes en la mano. Era un chiste, sólo una forma de invitación. Cuando llegué allí, ella había hecho borshch y sacó pescado ahumado, pan y cerveza. Luego me dio una chaqueta de pana que estaba como nueva y artículos de tocador que no se habían usado nunca. Fue como visitar a una abuela.

—Una abuela que quiere que dispares a sus vecinos de abajo. ¿Y la chaqueta te va bien?

—Sí. Conocía mi talla.

—Eso parece.

Arkady entró en el coche, arrancó y se dio cuenta de que no tenía ningún sitio al que ir. Era un antiguo investigador. Podía intentar perseguir al asesino de Vera, pero carecía de autoridad. El caso se convertiría en la afición de un excéntrico inofensivo.

Había aparcado en las filas de los coches oficiales delante de la comisaría, uno de los pequeños chollos que se le negarían en el futuro. También tendría que renunciar a la sirena azul en el techo de su vehículo y al derecho a usar el carril oficial.

Sumido en sus cavilaciones, Arkady tardó un minuto en darse cuenta de que Ania estaba discutiendo con un agente de policía junto a la puerta doble de estilo oriental de la estación. En un lado, un agente de policía; en el otro, una docena de chicos con gorras de tela y suéters gastados, con cercos de mugre en cuello y muñecas. Se reunieron en torno a Ania como gatos ante un cuenco de leche. El policía los apartó para coger la bolsa de deporte. Arkady bajó del Lada mientras todos estiraban la bolsa como en el juego de tirar de la cuerda. Pensó que era la clase de cosas que podían terminar mal. En parte, quería alejarse. En cambio, se abrió pasó entre el grupo y dijo en tono oficial:

—Suéltela o serviré sus pelotas en una bandeja.

El agente retrocedió de inmediato, porque sabía que la gente que hablaba con suavidad en tales situaciones estaba acostumbrada a dar órdenes.

Arkady continuó preguntando a Ania:

—¿Cuál es el problema?

—Sólo le he pedido que me deje mirar el contenido de la bolsa —dijo el agente.

—Quiere robarme la bolsa.

—Yo abriré la bolsa —dijo Arkady.

Ania estaba furiosa, pero le entregó la bolsa. Arkady abrió la cremallera y todos vieron barritas energéticas, material médico, condones, jabones y calcetines de lana.

—¿Satisfecho? —preguntó Ania.

—Va a venderlo —dijo el agente.

—No, es para chicos, chicos sin hogar. La Fundación Vaksberg les da ropa, mantas, edredones. No creo que mejore la situación de los niños sin hogar, pero muestra que a alguien le importa.

—Es para repartirlo.

—Sí, para repartirlo.

El agente se alejó decepcionado, buscando ya una nueva presa.

Arkady llevó a Ania a la estación.

—¿Qué haces que no estás en la cama?

—¿Crees que debería pasarme todo el día en la cama?

—Sí —dijo Arkady—. Descansar en la cama es el tratamiento estándar para cuando han estado a punto de matarte. ¿Por qué actúas de esta manera? ¿Qué ha ocurrido?

Los chicos de la calle volvieron a acercarse y Ania trató de no decir nada, pero se le escaparon las palabras:

—Vaksberg ha estado sisando.

—¿Acabas de descubrirlo?

—Esta mañana. Está en bancarrota.

—Pero es multimillonario.

—Los multimillonarios se arruinan a todas horas. Esta mañana estaba tratando de escribir. Leí un memorando del Grupo Vaksberg que no debería haber visto. Es el peligro de darle acceso total a una periodista. Era de Sasha al jefe de finanzas dándole instrucciones para que inflara el valor de la compañía como si todos los casinos estuvieran funcionando. Está en bancarrota.

—Entonces ¿cómo es que financió la feria de lujo?

—Sólo hay una forma. Pagó con lo que recibió. Ha estado sisando durante meses.

—¿Qué vas a hacer?

—Nada. Nadie volvería a donar a un fondo para niños. Están buscando una razón para no hacerlo.

—¿Qué puedo hacer?

—Puedes enseñar a niñas de diez años a poner un condón en la polla de un hombre crecido. —En voz más alta dijo—: Saludad todos al tío Arkasha que se va.

Al principio, Arkady se limitó a conducir para escapar del desdén de Ania. Luego vagó sin destino, porque no quería estar en ninguna parte.

Salvo en la dacha.

La dacha que había heredado de su padre se encontraba a sólo dos horas de la ciudad. Era una cabaña destartalada con lilas y zarzas crecidas, pero tenía un manantial y un sendero a través de un bosquecito de pinos negros que conducía hasta un lago no mucho mayor que un estanque. Un vecino anciano echaba un vistazo en la casa de vez en cuando para comprobar que no hubiera goteras ni nidos de avispas. Borís debía de tener ya noventa años. Siempre que descubría que Arkady había llegado, aparecía en la puerta muy ocupado, cargado con una bandeja de encurtidos, pan y una jarra de samogón. Aguardiente casero. Arkady siempre lo invitaba a pasar y tomarse una copa. Con los ojos brillantes, Borís servía samogón hasta que temblaba de tensión superficial por encima del borde del vaso.

—¡Qué vasito tan pequeño! —decía siempre.

Después caminaban juntos hasta la iglesia y visitaban la tumba de su mujer. El camposanto era un laberinto de cruces blancas y verjas negras de hierro forjado, con algunas de las tumbas tan alejadas del camino que quedaban fuera del alcance.

Borís ponía un jarrón de pensamientos o margaritas junto a la cruz de su esposa. En verano, cambiaba las flores cada día. Había un banco junto a la tumba, de manera que una persona podía hacer una visita como es debido. No había que decir nada en voz alta. En invierno, Arkady pensaba en ello como en pescar en el hielo con Dios. Había veces en que se sentía unido al mundo, cuando su aliento era una nube y los abedules se rozaban como una fila de bailarinas haciendo reverencias una tras otra.

Sin embargo, Arkady condujo hasta un depósito de la grúa en la MKAD, donde no había árboles, sólo farolas y lluvia y un sistema diseñado para crear el mayor inconveniente posible a los que venían a retirar el coche. El director del depósito negociaba multas y sobornos junto a la ventana de una caravana mientras los propietarios de los coches aguardaban bajo la lluvia. Los coches que se retenían como pruebas de casos policiales estaban en un aparcamiento colindante donde reinaba el mismo silencio que en un cementerio, porque no podía pedirse rescate por vehículos que no iban a ninguna parte.

El guardia reconoció a Arkady y le hizo una seña para que pasara.

—Recuerde que ha de informarme de cualquier cosa que encuentre.

—Por supuesto.

—Es todo suyo —dijo el guardia y volvió al trote a su puesto.

El Mercedes de Sasha Vaksberg parecía estar hundiéndose en el lodo como un caballo de batalla abandonado. Arkady contó cinco agujeros en el guardabarros y la puerta del lado derecho. Por lo demás, el coche estaba prácticamente nuevo y era muy probable que desapareciera si Vaksberg no lo reclamaba. Un multimillonario podía comprarse un Mercedes nuevo como si fuera un paquete de pañuelos de papel; de usar y tirar.

Arkady no vio nada en el habitáculo del coche, pese a que revisó la guantera, los bolsillos laterales y de los asientos, y miró debajo de las alfombrillas.

Abrió el maletero. En el espacio de la rueda de recambio encontró su pequeña recompensa, un tique impreso en papel tan barato que casi se había desintegrado en su mano. Estaba rasgado en diagonal y decía «omo Central de Mosc… tique #15-100 ru…». ¿Un tique para qué? ¿Para una película? ¿La orquesta sinfónica? ¿El circo? ¿Pertenecía a Mudito? ¿A Vaksberg? ¿A su guardaespaldas o chófer ahora muertos? ¿O a la última persona que cambió una rueda? Arkady no tenía ni idea. Era peor que no haber encontrado nada. A eso se reducía todo, a un papel húmedo.

Empezó a llover con intensidad. Arkady saludó al pasar por la verja. El vigilante le devolvió el saludo, agradecido de que no le hubieran hecho salir de su miserable refugio.

Llovía a cántaros. Donde el agua se acumulaba, los camiones pasaban acelerando y los coches salpicando cataratas de agua. En el momento culminante del aguacero, el limpiaparabrisas se medio soltó en el lado de Arkady. De alguna forma, el clip que sostenía la goma del limpiaparabrisas se había desenganchado. Arkady se detuvo a un lado de la carretera para arreglarlo. Se preguntó qué sería lo siguiente. ¿Nieve? ¿Ranas? ¿Nieve y ranas? Sólo podía culparse a sí mismo. Una vez que Víktor mencionó el Mercedes, Arkady se sintió obligado a examinarlo.

La carretera no estaba del todo vacía. Las luces desdibujadas de un parque industrial acechaban unos kilómetros más adelante. Había mucho espacio en el arcén y Arkady trabajó a la luz de la puerta abierta del Lada. El clip del limpiaparabrisas estaba doblado. El truco era volverlo a doblar sin romperlo. Recordó los días en que la lluvia causaba un caos generalizado de coches que aparcaban para poner sus preciosos limpiaparabrisas. En esos tiempos, un conductor llevaba una caja de herramientas completa.

Arkady necesitaba unas tenazas que no tenía. Sentía que nadie debería intentar conducir el Lada de Víktor a menos que fuera perfectamente equipado. Pongamos unas tenazas y una balsa inflable. Eso era lo que convertía la vida en una aventura. Trabajó a la luz de la puerta abierta y entrecerró los ojos a las luces altas de un camión que invadió el arcén de la carretera. Se cubrió los ojos. Era la idea de una broma de alguien, se dijo Arkady. Sintió que todo su cuerpo se iluminaba. Además de cubrirse los ojos no podía moverse. Giraría en cualquier momento, en cualquier momento.

Arkady se metió en el Lada de un salto. Con un crujido, la puerta del Lada se fue navegando. Cuando se levantó, lo único que vio Arkady fueron unas luces disolviéndose en la oscuridad.